Sandro Centurión
Estoy seguro de que usted es un tipo tranquilo, igual
que yo. Es un ser racional y emocionalmente abierto. Le gusta la mayoría de las
cosas que le gustan a todo el mundo, bailar, estar con amigos, beber una
cerveza, comer un asado, jugar al fútbol. Son pocas las cosas que no le
agradan. Sin embargo, al igual que a mí, de vez en cuando le dan ganas de
matar, de destruir al prójimo. Ganas de mandar todo al mismísimo demonio, ganas
de convertirse por un rato en el Sr. Hyde, ganas de dejarse llevar hasta las últimas
consecuencias por la fiera que duerme dentro de su cabeza. Ganas de hacer
desaparecer en ácido sulfúrico la humanidad del primero que se cruce en el
camino o arrojarlo a un horno de hierro fundido y luego escupir sus cenizas.
Ganas que, por el bien de la civilización, han sido reprimidas en lo más hondo
de la moral durante generaciones. Sentimientos primigenios, instinto puro,
necesidad terrible e incontrolable, ganas de matar. No se trata de sed de
venganza o justicia anónima contra la cruel sociedad; tampoco es un trastorno
psicológico o un estado de emoción violenta, porque usted, al igual que yo, es
un tipo sano y honesto. Sin embargo, usted sabe que cualquier minucia podría
encender la mecha de la ira y entonces sentiría esa necesidad asesina que cada
tanto se apodera de su alma.
Su control emocional, al igual que el
mío, pende de un hilo muy pero muy delgado, por nada en especial, sólo porque
así son las cosas, y para qué complicarse con explicaciones que a esta altura
del partido no ayudan en nada. Digamos que un día usted quiere encender el auto
y éste se niega a arrancar. Es un auto usado, en el que ha gastado no poca
plata para ponerlo a punto. Todo parece estar en su lugar pero sin embargo no
arranca. Usted y yo sabemos que hay veces en que parece que las cosas están
poseídas por el mismísimo demonio. Y es como si se rieran en la cara de uno.
Como si le dijeran "Jodéte, me cansé de ser tu esclavo, mamífero
inútil". Entonces usted lo deja, paciente y acostumbrado a no hacer nada
cuando no hay nada que hacer, se sienta en su sillón favorito en el living o en
el patio a pensar mientras espera que todo se arregle, pero nada se arregla.
Hurga en sus bolsillos como si no terminara de convencerse de que al igual que
yo está en bancarrota, porque usted está sin un peso, y con la tarjeta vencida.
Porque es tan buen tipo que le ha prestado plata a medio mundo y nadie se ha
acordado de devolverle el favor. Y ahora no tiene un peso. Y piensa, no para de
pensar ni un instante. Y le duele la cabeza de tanto pensar y buscarle una
solución al problema, que a esa altura del día ya es un problema porque el
mediodía se acerca y algo hay que poner en la olla para el almuerzo, porque
usted tiene que comer, quisiera no hacerlo pero su estómago, su mujer y alguno
que otro hijo le recuerdan a cada instante que tiene que hacerlo. La televisión
no lo relaja, la gente repite su hambre a gritos en la pantalla y se agarra a
las trompadas con la policía. Y usted quisiera estar ahí y también descargar su
bronca no importa si es uno más del montón del bando de descamisados o uno más
del montón del bando de uniformados. Usted y yo sabemos que desde hace tiempo
todo está patas para arriba. No, no tengo, repite usted de pie en la puerta
ante la mirada incrédula de doña Rosa, la encargada de la pensión, que se
empecina en llamar a la puerta exactamente cada una hora; la vieja es un reloj
en cuenta regresiva. No se preocupe, le voy a pagar, dice usted con su mejor
cara de lástima. La vieja solo lo mira con sus enormes ojos negros y se rasca
la cabeza. Se queda ahí, parada, estática sin decir nada, sólo mira como sólo
ella sabe mirar. Doña Rosa es una especialista en miradas. Luego, da media
vuelta y se va. Usted y yo sabemos que es una vieja chusma y que muerta le
sería más útil a la humanidad. Entonces usted escapa hacia la calle para no
desquitarse con la pobre vieja. En su huida encuentra a Miguel, o a Juan o a
José, para el caso da lo mismo, un amigo con quien suele jugar al fútbol los
sábados a la tarde. Está comprando cigarrillos en un kiosco, lo saluda con su
mejor cara y de buena manera usted le pregunta si tiene algo del dinero que le
ha prestado. El otro se enoja, no puede creer que le esté reclamando dinero, a
un amigo no se le hace eso, la plata va y viene, los amigos son para siempre,
¡Carajo! Y usted quiere decirle que en su caso la plata sólo va, nunca regresa,
pero no lo dice, le pide disculpas por su atrevimiento. Se va casi avergonzado.
Sabe, al igual que yo, que hay gente que tiene una extraña capacidad para hacer
sentir mal a sus semejantes. De todas maneras anda un rato divagando. Se
detiene en un banco de la plaza, busca su teléfono y piensa en llamar a alguien
que le dé una mano pero se encuentra con que, primero, no tiene crédito para
hacer la llamada y, segundo, no tiene a quién llamar. A quién pedir lo que
tanto necesita: dinero. Regresa cabizbajo a su casa luego de un rato. Le duelen
los hombros, el cuello, las piernas y el trasero; está exhausto y transpirado.
No tolera más. Hace calor, como siempre, porque acá siempre hace calor y usted,
como yo, odia el calor. Piensa, no deja de pensar ni un instante, se pasea de
un lado a otro por la casa y le duele la cabeza de tanto pensar al pedo. El
timbre de la puerta suena y usted lo siente como una alarma de incendio, y
ojalá lo fuera y las llamas se devoraran todo de una buena vez. No atiende y
deja que el timbre suene bajo el dedo impertérrito de doña Rosa. Porque usted
sabe que es ella porque la vieja, como todas las desgracias, es insistente. Más
tarde sale a la vereda, mira el horizonte e intuye que otra vez no va a llover.
Escupe el suelo caliente tratando de quitarse el mal sabor que persigue su
boca. Un auto pasa a toda velocidad y la polvareda ingresa en la casa y se pega
a su cuerpo transpirado. No dice nada, ni una mala palabra escapa de su boca,
se guarda la bronca e intenta que se diluya en su sangre. Quiere bañarse pero
la vieja, esa sádica y fea mujer, le ha cortado el agua y la luz, le ha hecho
un piquete a su dignidad en espera de que se le pague lo que le adeudan. Y
usted quisiera cortarla en pedacitos y luego ofrecer sus restos a los perros
que buscan sobras y desparraman las bolsas de basura. Son las dos de la tarde,
y el día que hoy le toca vivir no se termina, pareciera estancado en cada
segundo. Su estómago le recuerda que aún no ha almorzado y que es probable que
no lo haga. Entonces llega su mujer de la casa de la madre y en el rostro
pueden leerse los reproches dibujados por la lengua venenosa de su suegra. Usted
y su mujer se sientan, como es costumbre en el verano, a descansar bajo la
sombra perenne de una enredadera y usted acepta el tereré tibio que ella le
ofrece. La mira, y los ojos de gringa, celestes como el frío cielo patagónico
de donde usted la trajo con mil promesas, recorren la fisonomía escuálida,
sucia y maloliente del hombre que tiene enfrente. Lo mira pero no dice nada,
porque las mujeres nunca dicen nada, odian en silencio. Sin embargo, usted sabe
lo que ella está pensando, que es un inútil, un pobre infeliz que no es capaz
de conseguir un empleo y pagar sus cuentas. Que no hay remedio, que no va a
cambiar más y será un fracasado como su padre. Que lo mejor sería que se fuera
con el primero que se le cruce y lo abandone, como se lo ha dicho su madre. Por
ejemplo, con ese muchacho joven con quien usted la ha visto charlar
animadamente y reírse y sonrojarse. Y que además tiene un auto nuevo y anda en
la política.
A usted le duele la cabeza en cada
pensamiento. Sorbe el agua tibia que le quema la garganta y la mira con los
ojos bien abiertos. Ella esquiva la mirada con desdén, como si se negara a ver
en sus ojos su propia bronca reflejada. Los ojos de ella recorren el suelo y se
fijan ansiosos en un enorme trozo de ladrillo que se ha desprendido de la
pared; los de usted se clavan, extasiados, en un viejo caño de hierro oxidado.
En ese momento, usted, que al igual que yo es un tipo tranquilo e incapaz de
hacer daño a nadie, siente ganas de matar. Siente que hasta sería placentero
hacerlo. Siente que las ganas lo ganan desde adentro y ya no hay cómo
detenerlas. Tal vez usted logre controlar esas ansias asesinas, tal vez pueda
reprimirlas mejor de lo que yo lo hice, pero es sólo cuestión de tiempo para
que su instinto rompa las cadenas. Y créame no es culpa suya, con el instinto
no se puede, no se puede, señor juez.
Sandro Walter Centurión. Formosa, Argentina. Magister
en Enseñanza de la Lengua y la Literatura (UNR), Diplomado en Escritura
Creativa (UNTreF), Maestrando en Escritura Creativa (UNT), profesor en Letras
(UNaF), Escritor. Ha publicado libros de microficciones, cuentos y novelas. Su
último libro, Una foto con el presidente, fue editado por Macedonia en 2023.

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