Gerardo Horacio Porcayo
Sin remedio, hijo mío. ¡Vomita! No hay remedio.
Federico García Lorca
...La frase vuelve a reverberar en
la profunda bóveda de su cráneo. No es ofensiva en sí misma. No suena como tal.
De hecho, le ha recordado a uno de sus viejos héroes: Cliff Steele, también
conocido como Robotman, miembro de Doom Patrol, un hombre al que la definición
le sienta de maravilla. Cerebro humano aprisionado en un cuerpo robótico, sin
percepciones reales. Con sentimientos atrofiados, caducos...
Como yo, piensa Marín sin dejar de mover los pies sobre los
adoquines del camellón central del Boulevard 5 de Mayo. Tiene ganas de hacer
algo espectacular con su vida. Lo suficientemente espectacular. Tirarse bajo
las ruedas de un trailer no suena en lo absoluto agradable u original,
aunque de un recóndito rincón de sus circunvoluciones, la emisora de lo falaz
lo urge a tomar esa medida.
—Ni loco —murmura,
como contraatacando a su consciencia. En su mente el soundtrack del mes
empieza a ciclarse, corea su caminar pausado y melancólico.
“Stains on the carpet, stains on the memory,
songs about happiness mourmured in dreams, when we both knew, how the end
always is”, dice Robert Smith dentro de su cabeza.
Y se mira a sí mismo, como si estuviera en pleno viaje
astral o tras la pantalla de un cine: su figura robusta y solitaria, en medio
de un cardumen demente de automóviles escandalosos, con el cielo nublado, rojo
y apocalíptico, llamándolo al suicidio.
Así, sin más, sin otro preámbulo. Hay cosas automáticas,
interrelaciones aleatorias que encumbran la trascendencia o la mandan de vuelta
al basurero de lo falaz.
Se imagina trepando
hasta la cumbre del edificio de muebles, con un altavoz. Sabe que abajo tendrá
público cautivo, arriba reflectores para hacer todo más espectacular.
Se imagina en la caída. En el único grito, su nombre. El de
ella. Alarido de guerra. Testimonio, heredad al futuro. Fantasía en
crescendo...
Entonces recuerda al payaso. Al puto payaso inflable, ahí,
en la cúspide, tras metros de trepado, tras escaleras hechizas de varilla
doblada y guardias apenas librados. Él, el puto payaso, como gigantesco Gojiro,
en su trono de cornisa y polvo, que reina, administra desde la azotea las
ventas de aquella estúpida mueblería.
Y el ritmo, la quimera, se le caen a pedazos.
Cámara robada, un último performance transformado en obra
ridícula, sin sentido; una obra para aparecer en casos de lo insólito, no en el
Guiness, mucho menos en un recorte culpable, pegado en el espejo, al borde del
cuarto de la desgraciada e imbécil de Rosalva.
Una mentada de madre en acorde automovilístico, lo saca de
sus fantasías. Los semáforos se han vuelto a confabular para crear accidentes.
Verde en aparatos contraesquinados. Rojo inexistente.
Definitivamente, el Boulevard no es la solución. Tampoco el mall
de doradas adjetivaciones.
Necesita algo más. Acude a la voz ficticia de Steele,
mientras sortea el caos de vehículos. No es el mejor asesor en materia. Lo
comprende de inmediato. Aquel héroe nunca ha logrado suicidarse; es sólo otro
de los condenados a seguir en esta pinchurrienta vida.
Disminuye el paso frente a los cinemas y aguza la vista, en
busca de la deseada y conocida silueta.
Nada. Muchedumbre, algarabía. Carteleras nuevas.
Cruza la calle y su mandíbula cuelga floja varios segundos.
—¿Dónde chingados andabas? —dice entre dientes—. ¿En qué
fregados estabas pensando? —Sus dedos recorren el cartel. Frases publicitarias
e imágenes sugestivas, volcándose en un solo concepto. En una gran directora.
Los recuerdos lo bombardean con escenas vampíricas de previa cinta. Y desea ver
lo mismo, algo muy similar aunque ahora sustituyendo a los vampiros con chavos cyberpunk.
No lo piensa más. Compra el boleto, esquiva las tentaciones
de la dulcería y se instala en primera fila, con la impaciencia creciéndole en
el pecho.
Primero música y luces prendidas plagando la nave disminuida
de aquel cinema ahora catapultado a 3D. Luego, semi penumbra. Anuncios... Una
pareja de espalda en un café; los femeninos bucles oscuros y su mente ya vaga,
ya vuelve al momento crítico y detonante.
Al pinche momento.
A aquella mesa en Los Portales. Él, entregando un ramo de
flores, una declaración en labios vivos. Y ella, sonrisa socarrona, cabello
flotando bajo ventiscas de febrero y collares tintineando ante el vibrar que
confiere un autobús tipo tranvía de búsqueda y alcance turista.
—¿Es en serio, wey? ¿Te has visto al espejo? ¿Sobre
todo a últimas fechas? ¿Has oído la sarta de idioteces que sueltas cada vez que
abres la boca?
—¿Qué? —había respondido Marín, incrédulo.
—Eres un pinche sesos enlatados —dijo Rosalva y sin
abandonar las flores se alejó del café.
Atrás quedó Marín, rabia indecisa, tristeza castrante.
Atrás y en perpetua deriva.
Hacía un día de eso. Miles de calles, de pensamientos.
Y este cine. Esta pantalla. Las imágenes desgranándose en
flashazos, en sobreinformación.
Y Marín solo puede seguir atrás, viendo para adentro,
reinterpretando las escenas a partir de esa ancla que podría llamarse dolor.
—Puta —masculla. Salto, asalto de imágenes. Las escenas se
le pierden en asignificaciones que sólo cobran materia cuando ella aparece.
Peor, cuando ella, la protagonista de cabellos enrulados y vestido como cota de
malla, hecha de chaquiras que apenas tapan sus senos, grita: “I can hardly
wait...”
Y lo repite, lo reestructura, en pantalla y acordes. En su
propia mente. En un pasado de veinticuatro horas que rápidamente reconfecciona
en la apropiada estructura de máxima tortura.
Y es como si en la pantalla, su Doppelgänger, ese hombre de
cabellos tan largos como los suyos, de barba tan crecida como la suya,
presintiera sus movimientos, aunque de hecho los antecede... Tiempos de
filmación, lo sabe... y sin embargo, ¿qué fue antes, el huevo o la gallina?
Maldita gallina, piensa en esos momentos en que todo llega a
la cima, a la hondonada argumental que lo retrotrae.
“Sesos enlatados”... Y por más que intente quitarle el
aspecto negativo, aquello alcanza nuevas significaciones. Triángulos amorosos.
Añoranzas huecas...
Lo peor; sabe el origen de aquel rechazo, de aquellas
palabras. Recuerda aquella fiesta vespertina. El flujo de los muppets y
sus burbujas mareadoras... y los besos de ella. Aquellos no solicitados.
Aquella cama que los mirara estar ahí, en entrega plena, ebria, borracha, pero
plena... ¿Acaso la conciencia hace más válido el ardor sexual, el orgasmo, o
mejor aún, la comunión de carne y alma?
Vuelve a preguntarse mientras mira a la diva roquera a
tamaño de cinco metros, sudar y perder los rulos en ese sube y baja que la
llena de sudor y laxitud, en ese pistoneo de máquina asesina que sabe va
compenetrándosele tan hondo al vende sueños, a aquel protagonista, como al él
mismo. A ese hombre, gemelo de sí, paralelo de sí... Doppelgänger...
Y su vuelta a Cortázar se transforma, entonces sí, en no
inmotivada [¿y qué es la negación de la negación en una sentencia (porque
aceptémoslo, también ya hibridamos el idioma) como esta?] sino plena.
Andábamos sin buscarnos, pero sabiendo que andábamos para
encontrarnos, recuerda y los laberintos de su psique lo guían por meandros
rápidos, ora festivos, ora retantes, ora en ese vértigo de vomitiva materia.
Chantajes, autochantajes, ping pong, rebote en bandas de un billar truqueado
para hacer ganar a la casa. Problema número uno: ¿Él o ella son la casa?
En la escena, los dos ha vuelto a encontrarse y el desafío
esta por dilucidarse.
Allá, acá, arriba, abajo. Todo es el mismo galimatías de
sentido... Y aún más.
Empieza con una vibración, un mareo más consistente que lo
hace sentir el mal del marinero. Mareo, marear. Y las alarmas y las sacudidas
más consistentes que desenfocan y luego apagan el proyector. Silbatos, hombres
con gorra y chalecos verdes con bandas reflejantes los van arreando hacia la
salida lateral.
Huida de rebaño asustado. “Sesos enlatados”. Y camina hacia
el boulevard, como si nada le hubiera mostrado la película. Más que caminar,
corre. Alcanza el boulevard y levanta la mirada hacia el payaso mueblero que en
la cima del edificio se convulsiona como un King Kong a punto de caer del
edificio Chrysler.
Corre. Corre hacia él. De cada casa, cada negocio, va siendo
vomitado un consistente fluido de carne humana que insiste en colisionarlo.
Evade, sprinta. El payaso se golpea los pectorales y el
reflector sobre sí, parpadea en el estertor de una corriente eléctrica que
parpadea hasta morir.
Como él, ese payaso que se precipita, se abalanza contra el
asfalto, envidioso, artrero, para robarle el acto.
—No ma...
El golpe es seco, rueda, Los rulos se enredan en sus cejas,
en sus pestañas, amordazan su nariz, casi suboca...
—¿Estás bien? —escupe. Cualquier paranoia transexual anulada
con su aroma, con el tacto de sus chinos.
—Lo viste... no mames... el pinche payaso se tiró.
Y es ella y no. Parpadeo de luces, arbotantes municipales,
iluminación vial.
Se miran. Y vuelven a sonreír.
—Pinche payaso —coincides.
—Ni ellos se libran del suicidio —dice ella. Y huele a
Baileys. A mucho Baileys.
—Te invito otra para el susto.
—Va —dice ella.
Y ya no se preocupan más por las ambulancias, por el payaso
inflable, por las luces que van y vienen y ponen una suerte de estrobo que...
Gerardo Horacio Porcayo Villalobos (Cuernavaca, Morelos, México, 1966), es uno de los escritores más destacados entre los que cultivan la narrativa conjetural en México. Ha publicado, entre otros trabajos, La primera calle de la soledad, Ciudad Espejo, Ciudad Niebla, Sombras sin tiempo, Sueños sin ventanas, El cuerpo del delirio y Plasma exprés.





