domingo, 16 de noviembre de 2025

SESOS ENLATADOS

Gerardo Horacio Porcayo

 

 *Cuento en homenaje a Julio Cortázar, hoy que se cumple un siglo de su nacimiento*

 

Sin remedio, hijo mío. ¡Vomita! No hay remedio.

Federico García Lorca

 

...La frase vuelve a reverberar en la profunda bóveda de su cráneo. No es ofensiva en sí misma. No suena como tal. De hecho, le ha recordado a uno de sus viejos héroes: Cliff Steele, también conocido como Robotman, miembro de Doom Patrol, un hombre al que la definición le sienta de maravilla. Cerebro humano aprisionado en un cuerpo robótico, sin percepciones reales. Con sentimientos atrofiados, caducos...

Como yo, piensa Marín sin dejar de mover los pies sobre los adoquines del camellón central del Boulevard 5 de Mayo. Tiene ganas de hacer algo espectacular con su vida. Lo suficientemente espectacular. Tirarse bajo las ruedas de un trailer no suena en lo absoluto agradable u original, aunque de un recóndito rincón de sus circunvoluciones, la emisora de lo falaz lo urge a tomar esa medida.

 —Ni loco —murmura, como contraatacando a su consciencia. En su mente el soundtrack del mes empieza a ciclarse, corea su caminar pausado y melancólico.

 Stains on the carpet, stains on the memory, songs about happiness mourmured in dreams, when we both knew, how the end always is”, dice Robert Smith dentro de su cabeza.

Y se mira a sí mismo, como si estuviera en pleno viaje astral o tras la pantalla de un cine: su figura robusta y solitaria, en medio de un cardumen demente de automóviles escandalosos, con el cielo nublado, rojo y apocalíptico, llamándolo al suicidio.

Así, sin más, sin otro preámbulo. Hay cosas automáticas, interrelaciones aleatorias que encumbran la trascendencia o la mandan de vuelta al basurero de lo falaz.

 Se imagina trepando hasta la cumbre del edificio de muebles, con un altavoz. Sabe que abajo tendrá público cautivo, arriba reflectores para hacer todo más espectacular.

Se imagina en la caída. En el único grito, su nombre. El de ella. Alarido de guerra. Testimonio, heredad al futuro. Fantasía en crescendo...

Entonces recuerda al payaso. Al puto payaso inflable, ahí, en la cúspide, tras metros de trepado, tras escaleras hechizas de varilla doblada y guardias apenas librados. Él, el puto payaso, como gigantesco Gojiro, en su trono de cornisa y polvo, que reina, administra desde la azotea las ventas de aquella estúpida mueblería.

Y el ritmo, la quimera, se le caen a pedazos.

Cámara robada, un último performance transformado en obra ridícula, sin sentido; una obra para aparecer en casos de lo insólito, no en el Guiness, mucho menos en un recorte culpable, pegado en el espejo, al borde del cuarto de la desgraciada e imbécil de Rosalva.

Una mentada de madre en acorde automovilístico, lo saca de sus fantasías. Los semáforos se han vuelto a confabular para crear accidentes. Verde en aparatos contraesquinados. Rojo inexistente.

Definitivamente, el Boulevard no es la solución. Tampoco el mall de doradas adjetivaciones.

Necesita algo más. Acude a la voz ficticia de Steele, mientras sortea el caos de vehículos. No es el mejor asesor en materia. Lo comprende de inmediato. Aquel héroe nunca ha logrado suicidarse; es sólo otro de los condenados a seguir en esta pinchurrienta vida.

Disminuye el paso frente a los cinemas y aguza la vista, en busca de la deseada y conocida silueta.

Nada. Muchedumbre, algarabía. Carteleras nuevas.

Cruza la calle y su mandíbula cuelga floja varios segundos.

—¿Dónde chingados andabas? —dice entre dientes—. ¿En qué fregados estabas pensando? —Sus dedos recorren el cartel. Frases publicitarias e imágenes sugestivas, volcándose en un solo concepto. En una gran directora. Los recuerdos lo bombardean con escenas vampíricas de previa cinta. Y desea ver lo mismo, algo muy similar aunque ahora sustituyendo a los vampiros con chavos cyberpunk.

No lo piensa más. Compra el boleto, esquiva las tentaciones de la dulcería y se instala en primera fila, con la impaciencia creciéndole en el pecho.

Primero música y luces prendidas plagando la nave disminuida de aquel cinema ahora catapultado a 3D. Luego, semi penumbra. Anuncios... Una pareja de espalda en un café; los femeninos bucles oscuros y su mente ya vaga, ya vuelve al momento crítico y detonante.

Al pinche momento.

A aquella mesa en Los Portales. Él, entregando un ramo de flores, una declaración en labios vivos. Y ella, sonrisa socarrona, cabello flotando bajo ventiscas de febrero y collares tintineando ante el vibrar que confiere un autobús tipo tranvía de búsqueda y alcance turista.

—¿Es en serio, wey? ¿Te has visto al espejo? ¿Sobre todo a últimas fechas? ¿Has oído la sarta de idioteces que sueltas cada vez que abres la boca?

—¿Qué? —había respondido Marín, incrédulo.

—Eres un pinche sesos enlatados —dijo Rosalva y sin abandonar las flores se alejó del café.

Atrás quedó Marín, rabia indecisa, tristeza castrante.

Atrás y en perpetua deriva.

Hacía un día de eso. Miles de calles, de pensamientos.

Y este cine. Esta pantalla. Las imágenes desgranándose en flashazos, en sobreinformación.

Y Marín solo puede seguir atrás, viendo para adentro, reinterpretando las escenas a partir de esa ancla que podría llamarse dolor.

—Puta —masculla. Salto, asalto de imágenes. Las escenas se le pierden en asignificaciones que sólo cobran materia cuando ella aparece. Peor, cuando ella, la protagonista de cabellos enrulados y vestido como cota de malla, hecha de chaquiras que apenas tapan sus senos, grita: “I can hardly wait...

Y lo repite, lo reestructura, en pantalla y acordes. En su propia mente. En un pasado de veinticuatro horas que rápidamente reconfecciona en la apropiada estructura de máxima tortura.

Y es como si en la pantalla, su Doppelgänger, ese hombre de cabellos tan largos como los suyos, de barba tan crecida como la suya, presintiera sus movimientos, aunque de hecho los antecede... Tiempos de filmación, lo sabe... y sin embargo, ¿qué fue antes, el huevo o la gallina?

Maldita gallina, piensa en esos momentos en que todo llega a la cima, a la hondonada argumental que lo retrotrae.

“Sesos enlatados”... Y por más que intente quitarle el aspecto negativo, aquello alcanza nuevas significaciones. Triángulos amorosos. Añoranzas huecas...

Lo peor; sabe el origen de aquel rechazo, de aquellas palabras. Recuerda aquella fiesta vespertina. El flujo de los muppets y sus burbujas mareadoras... y los besos de ella. Aquellos no solicitados. Aquella cama que los mirara estar ahí, en entrega plena, ebria, borracha, pero plena... ¿Acaso la conciencia hace más válido el ardor sexual, el orgasmo, o mejor aún, la comunión de carne y alma?

Vuelve a preguntarse mientras mira a la diva roquera a tamaño de cinco metros, sudar y perder los rulos en ese sube y baja que la llena de sudor y laxitud, en ese pistoneo de máquina asesina que sabe va compenetrándosele tan hondo al vende sueños, a aquel protagonista, como al él mismo. A ese hombre, gemelo de sí, paralelo de sí... Doppelgänger...

Y su vuelta a Cortázar se transforma, entonces sí, en no inmotivada [¿y qué es la negación de la negación en una sentencia (porque aceptémoslo, también ya hibridamos el idioma) como esta?] sino plena.

Andábamos sin buscarnos, pero sabiendo que andábamos para encontrarnos, recuerda y los laberintos de su psique lo guían por meandros rápidos, ora festivos, ora retantes, ora en ese vértigo de vomitiva materia. Chantajes, autochantajes, ping pong, rebote en bandas de un billar truqueado para hacer ganar a la casa. Problema número uno: ¿Él o ella son la casa?

En la escena, los dos ha vuelto a encontrarse y el desafío esta por dilucidarse.

Allá, acá, arriba, abajo. Todo es el mismo galimatías de sentido... Y aún más.

Empieza con una vibración, un mareo más consistente que lo hace sentir el mal del marinero. Mareo, marear. Y las alarmas y las sacudidas más consistentes que desenfocan y luego apagan el proyector. Silbatos, hombres con gorra y chalecos verdes con bandas reflejantes los van arreando hacia la salida lateral.

Huida de rebaño asustado. “Sesos enlatados”. Y camina hacia el boulevard, como si nada le hubiera mostrado la película. Más que caminar, corre. Alcanza el boulevard y levanta la mirada hacia el payaso mueblero que en la cima del edificio se convulsiona como un King Kong a punto de caer del edificio Chrysler.

Corre. Corre hacia él. De cada casa, cada negocio, va siendo vomitado un consistente fluido de carne humana que insiste en colisionarlo.

Evade, sprinta. El payaso se golpea los pectorales y el reflector sobre sí, parpadea en el estertor de una corriente eléctrica que parpadea hasta morir.

Como él, ese payaso que se precipita, se abalanza contra el asfalto, envidioso, artrero, para robarle el acto.

—No ma...

El golpe es seco, rueda, Los rulos se enredan en sus cejas, en sus pestañas, amordazan su nariz, casi suboca...

—¿Estás bien? —escupe. Cualquier paranoia transexual anulada con su aroma, con el tacto de sus chinos.

—Lo viste... no mames... el pinche payaso se tiró.

Y es ella y no. Parpadeo de luces, arbotantes municipales, iluminación vial.

Se miran. Y vuelven a sonreír.

—Pinche payaso —coincides.

—Ni ellos se libran del suicidio —dice ella. Y huele a Baileys. A mucho Baileys.

—Te invito otra para el susto.

—Va —dice ella.

Y ya no se preocupan más por las ambulancias, por el payaso inflable, por las luces que van y vienen y ponen una suerte de estrobo que...

Gerardo Horacio Porcayo Villalobos (Cuernavaca, Morelos, México, 1966), es uno de los escritores más destacados entre los que cultivan la narrativa conjetural en México. Ha publicado, entre otros trabajos, La primera calle de la soledadCiudad Espejo, Ciudad NieblaSombras sin tiempoSueños sin ventanasEl cuerpo del delirio y Plasma exprés.

El CORAL DEL SILENCIO

Laura Irene Ludueña

 

Nadie regresaba del archipiélago. Ni exploradores, ni exiliados, ni los valientes, ni los desesperados. Pero cuando el tercer sol empezó a titilar como una vela en su última exhalación, el Consejo volvió a abrir los mapas prohibidos. Fue entonces cuando Lira, la última cartógrafa viva, recibió la orden de partir. Lo hizo temprano, cuando el cielo tenía ese color especial que le daba la mezcla del crepúsculo y el ocaso. La joven sentía que los dos soles en lo alto y el que estaba muriendo en el horizonte la observaban, como si quisieran preguntarle adónde iba.

Lira sabía que la historia oficial decía que ese mar estaba muerto. Pero al tocar la orilla de una de las islas flotantes, dudó. Desembarcó observando las formaciones de hielo y roca, los monolitos gastados por milenios de viento, las torres quebradas recubiertas por cristales vivos que vibraban a su paso. ¿Serían las ruinas de la civilización de la que tanto había oído hablar?

Se decía que los velatrios habían creado una civilización superior. No eran humanos ni dioses, pero sus conocimientos habían dado origen a la ciencia de los campos gravitatorios y a la agricultura sin materia. Pensando en ello, miró las paredes cubiertas de escrituras que parecían hechas de luz, porque cambiaban de forma según desde dónde las mirara. Un idioma vivo, pensó la cartógrafa. Entendió que la habían mandado allí no solo para mapear el terreno. Su verdadera misión era encontrar el Coral del Silencio, un artefacto de los velatrios que, según las leyendas, podía detener el colapso de los soles.

De pronto, Lira sintió que el aire se volvía más denso al atravesar uno de los umbrales de piedra. No era humedad, ni frío, sino un peso sutil, como si las paredes la reconocieran y calcularan el valor de su existencia. Siguió avanzando hasta que algo llamó su atención: era un símbolo tallado profundamente en la roca, un círculo atravesado por tres líneas ondulantes. El signo de los velatrios.

La historia los recordaba como una civilización que jamás había usado un arma, como los únicos que habían podido gobernar utilizando diferentes formas de energía que respondían al pensamiento y a la armonía. Pero cuando el tercer sol fue sembrado, porque no había nacido, algo en su equilibrio se quebró. Los velatrios desaparecieron en silencio, tan rápido como se decía que habían aparecido, como si se hubieran disuelto en la luz.

Y sin embargo pensó Lira, en las noches más claras solían escucharse cantos en una lengua que moldeaba la materia. Es el Cantus Primus, decía su padre. Lira nunca había creído la historia, pero empezaba a dudar.

La joven cartógrafa siguió avanzando hasta toparse con una cámara esférica. Una especie de burbuja gigante, rodeada de cristales suspendidos en el aire. De inmediato lo supo, eso era lo que había venido a buscar, el Coral del Silencio. Una estructura viva que latía con luz ámbar, como un corazón atrapado en el tiempo que parecía responder a su presencia, como si la hubiese estado esperando. Sin saber por qué, quiso presentarse.

—Soy Lira, cartógrafa de la nueva generación de humanos que emigró a este planeta hace trescientos ciclos, cuando la Tierra dejó de ser habitable y se buscó refugio en sistemas estables. Elegimos este mundo creyéndolo deshabitado. Pero ahora veo que solo estaba dormido.

De pronto, escuchó un canto. Cada nota hacía vibrar el coral, cada pausa parecía abrir un recuerdo. Quizás era la voz de un velatrio que no había muerto, sino que había elegido esperar desde el último eclipse triple, cuando su especie selló los secretos del Cantus Primus para que no cayeran en manos impacientes. Y ahora, al oír su canto, Lira entendió que el Coral no era un objeto, era una llave. Y ella no había sido enviada a encontrarlo, sino que había sido convocada.

El canto llenó la cámara. No con volumen, sino con existencia. Era como si la estructura misma del lugar vibrara en respuesta a esa melodía. Lira cayó en un sueño profundo por la inmensidad de lo que estaba percibiendo. Entonces vio, no con los ojos, sino con la conciencia. Una ciudad suspendida en el cielo, como si flotara sobre el eco de una palabra. El tercer sol aún no brillaba. El equilibrio era perfecto. Y luego, el error. No por una guerra o una traición. Solo por un deseo desmedido de prolongar la armonía a cualquier costo. Fue entonces cuando el tercer sol fue sembrado, y su luz comenzó a alterar la frecuencia del lenguaje. Lo que antes creaba, ahora desgarraba. Los cantos comenzaron a fragmentar la realidad, y los velatrios, sabiendo que no podían coexistir con ello, eligieron desvanecerse, disolverse en el recuerdo y dejar atrás ecos como custodios, como advertencias.

Lira despertó. El canto había cesado. A su lado, el Coral del Silencio latía con fuerza. Estaba esperando algo, una orden, una voz. ¿Su voz? En ese momento lo comprendió todo. Si cantaba la nota correcta, si pronunciaba la secuencia exacta, el Coral absorbería el colapso del tercer sol. Pero también reactivaría el lenguaje velatrio y con él, fuerzas que ningún humano entendería del todo. La luz podría volver. O todo podría quebrarse otra vez. El espacio entero parecía contener la respiración del tiempo. Tenía que elegir entre cantar o callar.

La joven cerró los ojos y, por primera vez, no pensó en mapas, ni en soles, ni en órdenes. Solo en lo que había percibido en su sueño, la memoria del equilibrio.
Y entonces cantó. La cámara entera se llenó de luz, pero no había más Lira. Solo una nueva melodía, suspendida en el aire. Un nuevo eco. Un nuevo comienzo.

Los humanos que la esperaban notaron que el tercer sol ya no titilaba. Lira nunca volvió. Sin embargo, en las noches más claras, sobre el mar inmóvil del archipiélago, aún puede oírse un canto. Algunos dicen que es su voz. Otros, que es el principio de una nueva armonía. Una melodía que dibuja, sin palabras, la cartografía del alma.

Laura Irene Ludueña nació en Buenos Aires, pero vive en Rafaela, provincia de Santa Fe, desde hace medio siglo. Es docente e investigadora y ha publicado el libro Un criollo en la pampa gringa (2022) y el ensayo Justicia social y resistencia conservadora: la ciudad de Rafaela en los años cuarenta. Su intensa actividad como escritora de ficciones la ha llevado a ser una de las animadoras del TALLER 9 de escritura creativa, tanto en solitario como formando equipo sus compañeros. Su labor está reflejada en este blog.

 

 

LA LUZ EN LA GRIETA

Sergio Gaut vel Hartman

 

Hasta donde soy capaz de recordar, la premisa de hierro está grabada a fuego en nuestros cuerpos desde siempre: el silencio, la obediencia, el cumplimiento, la sumisión son obligatorios. Pensar diferente es traición y los himnos que nos hacen cantar antes del trabajo son la prueba palpable de nuestra fe en el orden establecido.

En la planta, la consigna se repite como un mantra: creer, obedecer, callar. Las cámaras en cada pasillo son ojos sin párpados. Los altavoces mezclan órdenes con sermones de la Iglesia Única, esa que el gobierno ha adoptado a rajatabla para proteger “nuestra forma de vida basada en el bien”. No hay separación de bloques, no hay fisuras: El Líder Supremo es el Sumo Maestro de la Fe. La cabeza de la Iglesia Única conduce el Estado con mano de hierro.

Yo creí, con convicción, con firmeza, como se me enseñó a creer. La creencia es todo; lo demás es nada, menos que nada, es basura, podredumbre. Yo siempre creí, como se me ordenó… hasta que conocí a Mateo. Mateo no me dijo nada, ni siquiera me miró; sólo dejó un dibujo en el muro húmedo del vestuario: un sol con mil rayos y una palabra mínima, solo dos sílabas: pensar. Al día siguiente el sol y la palabra ya no estaban. Mateo tampoco estaba, había desaparecido. Mateo se había esfumado, como hubiera sido una nube de humo, vapor, niebla; nunca volvió.

Pero a partir de la noche del día en que desapareció Mateo algo cambió. Mi padre había muerto convencido de que todo era voluntad divina y eso me inculcó, como se marca con hierro al rojo al ganado. Mi madre rezaba para que no nos faltara pan y para que el morir pudiéramos acceder a la Esfera de los Buenos. La promesa de un futuro espléndido nos esperaba a la vuelta de la esquina… cuando el alma, prisionera del cuerpo, lograra por fin liberarse y ascender.

Pero yo encontré un libro, no el Libro, otro libro. Ni siquiera sé cómo llegó a mis manos. Comencé a leer ese textos prohibido a escondidas y descubrí extrañas palabras: filosofía, ciencia, pensamiento crítico, duda, rebelión, inconformismo, viejas formas de vida en comunidad basadas en la solidaridad y no en el egoísmo, sociedades donde la palabra libertad no era pecado mortal.

Un día tocó a la puerta de mi casa el inspector religioso. Revisó los armarios y se aseguró de que el Libro fuera el único libro; quería asegurarse de que nadie vacilara a la hora de adherir en cuerpo y alma a los dictados del Líder Supremo y Sumo Maestro de la Fe, que por una milagrosa casualidad son la misma persona. Preguntó mi nombre, miró mis manos manchadas de grasa y me sonrió sin calor. Me habló de salvación y obediencia.

—Quien se aparta del dogma pierde su lugar en la sociedad —dijo.

Asentí. Callar era sobrevivir.

Pero la semilla ya estaba. Cada golpe del martillo en la fábrica era una disyuntiva: obedecer o ser libre. En el comedor se empezaron a escuchar murmullos, a pesar de que cada día desaparecía un compañero. Empecé que otros también habían leído algo, otros también dudaban, aunque nadie se atreviera a hablar en voz alta.

Como todas las semanas nos ordenaron asistir a la gran misa del Estado. En la plaza, bajo la estatua del Líder Supremo y Sumo Maestro de la Fe, el mensaje enérgico y oscuro repitió las consignas eternas: unidad y sumisión; paz, obediencia, pacado. Dijo que las leyes divinas y las humanas eran una. Dijo que la conciencia libre era una blasfemia que debía ser castigada.

Yo alcé los ojos hacia el cielo nublado. Pensé en Mateo, en mi padre. Algo dentro de mí cambió de posición.

Cuando el sermón terminó, casi todos inclinaron la cabeza y repitieron el juramento de fe. Yo la mantuve erguida. Sólo un segundo. Pero bastó. Percibí que alguien a mi lado también la alzaba. Otro más dos filas atrás. Un gesto minúsculo, casi invisible, pero vivo. No nos conocíamos, no hablábamos; sin embargo, nos reconocimos.

El guardia que patrullaba me miró, confundido. Quizá creyó que había sido un error. Quizá no quiso ver.

Desde ese día, cada vez que se exige obediencia, unos pocos ya no bajamos la cabeza. Todavía no gritamos, no marchamos, no hacemos ruido. Sólo pensamos, y sabemos que pensar es el primer acto de libertad.

Llegará el castigo, y muchos desapareceremos como Mateo. Pero habremos vivido como personas y no como sombras. Y aunque sea pequeño, el espacio que se abre en la mente no se vuelve a cerrar. Y aunque al principio solo sea una chispa, la débil llama no tardará en convertir en una hoguera que ilumine la noche. 

Sergio Gaut vel Hartman nació en Buenos Aires el 28 de septiembre de 1947. Es un escritor, editor y antólogo. Inició su carrera literaria en 1970, publicando en la revista española Nueva Dimensión. En Argentina, fue parte del equipo de la revista El Péndulo y fundó el fanzine Sinergia. Su primer libro de cuentos, Cuerpos descartables, fue publicado en 1985 por Ediciones Minotauro. Ha sido finalista del Premio Minotauro 2005 con su novela El juego del tiempo, y del Premio UPC por su novela corta Otro dios caprichoso. Creó y coordina el TALLER 9 de escritura creativa y este blog, MICROFICCIONES Y CUENTOS. En las últimas semanas ha sido finalista en varios concursos literarios, aunque no ganó ninguno de ellos. 

 

sábado, 15 de noviembre de 2025

LA HERMANDAD OSCURA

Patricio G. Bazán

 

Todos lo conocían al tuerto loco de Lacroze y Corrientes, aún aquellos transeúntes que pasaban a su lado tratando de que no se les pegara su locura, su pobreza o, simplemente, su mugre ancestral. Era uno de los tantos infelices que se mantienen con un pie en cada mundo, saltando continuamente los límites de la impiadosa selva urbana y su propio universo personal, inútil para los depredadores, incomprensible para el resto de los animales mansos. Tal vez por rehuir el contacto con la fauna humana como hacía él, su muerte me dolió más de lo que hubiese permitido.

Todo hombre solitario cultiva con los años una serie de ritos personales, y uno de los míos era disfrutar cada tanto de un par de porciones de muzzarela con moscato en la pizzería frente al Cementerio de la Chacarita. Fue así como nos conocimos con el viejo Odín.

Ignoro si se trataba de su verdadero nombre: hablaba una mezcolanza de lunfardo, alemán, y algo que tal vez fuese noruego; una jerigonza con sabor a mares nórdicos que nunca pude pescar a la primera, pero que tampoco parecía obstaculizar nuestras charlas. No mendigaba ni daba lástima: el tipo se plantaba dignamente en la vereda a realizar sus propios ritos personales sin importarle el devenir del mundo. Dicen que las autoridades se lo llevaron detenido un par de veces, pero la verdad es que no molestaba a nadie, y no faltaba quien le acercase un plato de comida, o le tirase un par de pesos en los momentos en que se quitaba su sombrero aludo y feo, y lo dejaba en el suelo junto a su bastón de peregrino para adorar al sol. Una vez le pregunté su nombre y, después de varios intentos en las pocas lenguas comunes que conocíamos, comprendí que podía ser el de la divinidad que decía representar: Wotan. Es decir, Odín.

No es que el pobre hombre se contentara con ser un fiel seguidor del culto al dios nórdico: realmente afirmaba ser la reencarnación de Wotan, y en cada uno de nuestros demenciales encuentros aprovechaba para advertirme acerca del Ragnarök, o "Crepúsculo de los Dioses". Como el Apocalipsis cristiano, pero con menos extras y algunos efectos especiales más.

Rodeado de policías preguntándose qué sentido tenía chupar frío por causa de un indigente muerto, yacía el cuerpo de Odín sobre una pira de frazadas ennegrecidas y malolientes, aparentemente incinerado por desconocidos; tan retorcido y penoso como una figura quemada en la hoguera de San Juan. Los dos perros que a veces lo acompañaban, negros, hirsutos e incongruentes como su amo, se habían quedado para escoltarlo al Valhalla. Uno a sus pies, el otro junto a la cabeza, ambos sorprendidos por las llamas, pero fieles hasta el final. Busqué con la mirada en lo alto los cables eléctricos en busca de dos cuervos vigilantes, pero no estaban. Algo me decía que ya me los cruzaría más tarde.

Mi trabajo de hurgar en los misterios de las vidas ajenas me había vuelto una especie de paria como él, y algo de esa conexión afectiva debía reflejarse en mi cara porque uno de los policías se me acercó, quizás para matar el aburrimiento.

—¿Lo conocías al viejo?

Lo miré antes de responder, aunque ya había reconocido esa voz nasal, rasposa y taimada: Cáceres, seguramente el encargado de investigar el homicidio.

—Como usted y el resto del barrio: el loco de la Chacarita.

Con el policía nos conocíamos desde hace rato, pero nunca quise darle la mano. Un gesto respetuoso de la cabeza como máximo, pero nada de familiaridad. No siempre estábamos parados en la misma vereda de la legalidad, y dejarlo en claro era otro de mis ritos personales.

—Diría que fueron al menos dos, y que lo quemaron vivo; veremos qué dicen los peritos. Es el tercero de este mes. Si sabés algo, Rambler, no me vendría mal un poco de ayuda...

—Sabía de él lo poco que saben todos. ¿El tercer qué, indigente?

Sonrió como un lobo antes de responder:

—El tercer fanático religioso que termina muerto por el fuego. Un viejo budista, un griego barbudo y ahora éste...

A la caprichosa luz de los patrulleros, pude ver lo que habían dejado del pobre Odín. Aguzando la mirada, descubrí sobre su pecho un pedazo de madera casi carbonizado en el que habían grabado una frase que tardé en entender. Cáceres lo notó:

—"Gutan mortuus est". No te fatigues la vista, hermanito. ¿Alguna idea?

"Odín está muerto", traduje mentalmente.

—Ninguna.

Su sonrisa desapareció al instante. Sabía que yo sabía más de lo dicho, y que no pensaba trabajar gratis para él. Lo que descubriera para aclarar su muerte, lo haría por mi cuenta. Se lo debía al viejo.

—Bueno; si no sabés nada, seguí tu camino y no molestes: algunos trabajamos, aunque no lo creas...

Discrepaba con esto último, pero lo callé. Cáceres tenía que ser muy obtuso (o muy corrupto) para no ver un patrón en estas muertes. Gautama, Zeus, Wotan... Estaba relacionado con los antiguos dioses paganos.

Una sombra inquieta en el pasaje de la vereda de enfrente llamó mi atención. Puse cara de ofendido y crucé la calle cabizbajo, como un alumno reprendido. Miré hacia atrás: Cáceres le gritaba órdenes a uno de los agentes para que interceptara al móvil de un noticiero sensacionalista. Ya se había olvidado de mí.

Al entrar en el oscuro callejón junto a la estación del tren se me acercó un desconocido, con el viejo truco del pedido de lumbre para el cigarro. Lo dejé hacer: esa noche me sentía curioso.

—Gracias. Pobre tipo, ¿le dijeron algo? —preguntó. La mortecina luz de la llama reveló una cara afilada, no demasiado joven y con ojos de obsidiana. La voz calzaba perfectamente con el resto de su figura: oscura, fría, anónima.

—No mucho. Parece que andan matando cirujas.

Asintió. Todavía no sabía qué pensar de mí, aunque estábamos iguales: tampoco sabía si el tipo era un curioso, un ratero, un vecino morboso o un policía de civil.

—Como lo vi hablando con ellos... —insistió señalando a los patrulleros con un mentón afilado como la proa de un rompehielos—. ¿Policía?

—Privado, no se alarme. No me llevo tan bien con ellos como para traducirles mensajes post-mortem en latín... ¿Quiere saber algo más, Mentón? Mido 1.83, peso 85 kilos recién bañado y le rezo seguido a San Coltrane.

No le gustó mi respuesta, y no se privó de señalármelo.

—Gracioso, ¿eh?

—Y además, despierto. Rápido, por cincuenta rupias: ¿cuántas bailarinas de hula-hula tengo en el bolsillo?

Un sonido de pisadas sobre ripio me advirtió de que no estábamos solos. Algo duro sobre mi espalda lo confirmó rotundamente.

—Las preguntas las hacemos nosotros, caballero.

Una voz educada, bien modulada. Voz de mando, pero no de mandón. El tono justo y preciso, y que Dios proteja a quien lo contraríe.

Mentón aprovechó para hurgarme entre las ropas en busca de armas, documentos o bailarinas ocultas. Reconozco que lo hizo rápido: casi ni noté cuando le pasó mi cartera al Señor Educado. Leyó mis documentos un par de veces, y comenzó con su discurso.

—No nos preocupa lo que sabe, Rambler, sino lo que piensa hacer con ello. Entendió la inscripción, era amigo del muerto, y ahora anda fisgoneando. Eso es un problema...

—Ya. Tiemblo de espanto por las represalias, par de retardados. ¿Qué les importa la muerte de un pobre viejo? Y ya que estamos, ¿para quién iba el mensaje grabado en la placa?

Mister Educado lanzó un suspiro.

—Demasiadas preguntas, hermano. Una pena...

Sonó a discurso de despedida. Como esperaba lo peor, me la jugué: me abalancé sobre Mentón, derribándolo con violencia, y giré con rapidez lanzando un cross de derecha que no llegó a destino. Normalmente, esta gracia me hubiera costado la vida, pero el Señor Educado solo se limitó a esquivarlo sin dejar de apuntarme. Lo que se dice, un verdadero profesional.

—Por favor, no haga el tonto. Acompáñenos: usted sabe más de lo que dice.

El auto, tan negro y anónimo como ellos, estaba ahí nomás. Me resigné a seguir el menguado cortejo: Mentón al frente, sacudiéndose las ropas con fastidio, un servidor y el hombre de la pistola cerrando la procesión. Me invitó a entrar a la parte de atrás ("después de usted"), y cuando me acomodé sobre el mullido asiento vi que el otro ya estaba tras el volante.

El Señor Educado se instaló a mi lado luego de cerrar la puerta con la energía precisa: apenas si hizo ruido. La pistola se había quedado a vivir en su mano. Lo examiné por primera vez con detenimiento.

Rondaba una edad indeterminada entre los cincuenta y los ochenta años, cada arruga en el sitio indicado, y un aire docto y sereno más propio de un teólogo que de un frío asesino. Llevaba el cabello blanco casi al rape y el rostro perfectamente afeitado; el conjunto de sus ojos grises y la nariz afilada le daban aspecto de halcón al acecho. Pese a considerarlo peligroso, lo encontraba interesante.

Partimos en silencio, despacio, como si asistiéramos a un entierro. Rogaba que no fuese el mío.

—Bien, ya estamos más cómodos para que comience su relato —soltó.

—Más bien dirá mi confesión, Padre... —No digo que se les cayera la mandíbula, pero faltó poco. Mentón me taladraba con la mirada a través del espejo retrovisor, y mi acompañante abrió los ojos un par de milímetros más, lo que en su caso equivalía a un grito de sorpresa—. Tranquilos, no los conozco; ocurre que para un ex-monaguillo, el olor a incienso de sus ropas me estimuló la memoria. Estudié con los Jesuitas: usted me recuerda a ellos. —Quedaron en silencio. Dudaban: eso era bueno. A falta de santos, me encomendé a mi labia, y aproveché a seguir golpeando mientras durara la suerte—. Están liquidando a gente de la calle, algo normal. Sí, también soy cristiano y me parece terrible, pero ocurre tan menudo que casi a nadie parece importarle. Precisamente, es por ese acostumbramiento a la violencia cotidiana que estos tres últimos homicidios estaban destinados a pasar desapercibidos, ¿entiende? Como declarar una guerra para ocultar un cadáver. "¿Dónde esconderá el sabio una hoja cuando no hay un bosque a mano..?"

—No es usted precisamente el padre Brown...

—Ni usted Chesterton, pero es la misma historia. ¿Qué necesidad tiene la Iglesia de eliminar a unos insignificantes viejos paganos? No me diga que me perdí la fiesta de reinauguración del Santo Oficio...

No contestó enseguida. Mis pullas para desequilibrarlo le causaban el mismo efecto que un insulto a la estatua de Garibaldi. A pesar de los vidrios polarizados, podía ver que bailábamos un vals en torno al Cementerio. Se aclaró la garganta, eligiendo cuidadosamente las palabras.

—Acierta y falla en sus conclusiones, hijo. No somos "la Iglesia" como supone, sino un grupo de tareas tan secreto como anónimo, aunque servimos al mismo Jefe. Se nos conoce como "La Hermandad Oscura", y nuestro brazo tiene largo alcance. No estamos liquidando "viejos paganos", como afirma, aunque sí puedo confesarle que, más que viejos, son antiguos: tienen miles y miles de años de edad. —Fue mi turno de perder la mandíbula por el asombro—. Viejos como dioses de las religiones de la Antigüedad —continuó su discurso—. Ancestrales tiranos derrocados, viviendo en un exilio terrenal reencarnados como hombres y mujeres corrientes, desterrados del mando y la adoración de sus pueblos. ¿Quién venera hoy a Tarnos, Knum, o Tanit? ¿Dónde se reúnen los fieles para implorarle a Júpiter o Mitra? Están ahí, Rambler; esperando el momento en que sus fieles vuelvan a reclamarlos para despertar.

—"Porque donde dos o tres se reúnen en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos." —solté, sin pensarlo.

—Mateo 18:20. Buen lector de su Biblia...

—Prefiero el Dios de los Evangelios que al patotero del Antiguo Testamento.

Endureció la mirada. Había algo más que orgullo en el brillo de sus ojos.

—En esta guerra metafísica, somos soldados de un Dios colérico y victorioso: nunca lo olvide.

El cerebro me dio una vuelta en la montaña rusa. Definitivamente, mi universo se había vuelto loco. Hice un esfuerzo para preguntar: tenía la boca seca.

—Padre, debo haber entendido mal: ¿intenta decirme que esos... pordioseros sin techo que vemos a diario son, en realidad, los poderosos dioses de antaño?

Me miró con la misma expresión de lástima de un profesor tratando de explicarle la lección a un alumno especialmente idiota. Un hondo suspiro después, condescendió a contestarme:

—Milton. Soy el Hermano Milton, y el Hermano Dante —señaló al chofer, con un gesto—; lo que intento es plantar un interrogante en su cerebro, Hermano Incrédulo. ¿Jamás se preguntó sobre qué les ocurrió a todas las deidades que regían las vidas y los  destinos de los pueblos primitivos? Para ellos, sus dioses eran tan verdaderos y poderosos como Nuestro Señor. Entonces, ¿donde están? Y, por favor, no me responda que fueron nuestros misioneros con fuego y acero quienes los condenaron al ostracismo: ni persas ni romanos pudieron suprimir el culto a Yahvé. —Curiosamente, esta vez no pude responderle nada, así que prosiguió—. Imagine el siguiente escenario: Nuestro Señor –único, verdadero y eterno, como los tres presentes sabemos– está pronto a venir. Y esta vez la cosa va en serio: nada de tomar prisioneros. Los dioses depuestos fueron reales, no lo dude, y han sido derribados por Dios y sus Legiones; sus cultos, suprimidos y olvidados. Pudieron elegir entre la muerte y el destierro; los primeros, han sido borrados de la memoria humana. Los que cayeron a la Tierra persisten en la forma de mitos y leyendas folclóricas, que cada tanto resurgen débilmente como modas new age para ser reemplazados según los dictados del marketing. Y como a menudo ocurre en la política humana, los viejos adversarios nunca se quedan tranquilos: conspiran en las sombras, compran y venden voluntades, empeñados en su fantasía de volver a la gloria y el poder de antaño. Algunas fantasías son peligrosas, ¿no lo sabe? 

Tomé aire como un nadador exhausto que teme no volver a la orilla.

—Me resisto a creerlo sin más pruebas que sus palabras. —No podía aceptar tamaña tontería, pero tampoco quería expresarlo abiertamente: estos tipos realmente creían en lo que decían.

—Estacione sobre Rodney, la próxima, Dante. —El cura del mentón prominente abandonó Jorge Newbery según indicó Milton. Apagó el motor y quedamos a la espera, como tres apóstoles de un Mesías con la agenda completa. Finalmente, Milton llegó a una decisión.

—No se trata de exigir pruebas sino de creer, Hermano Tomás. Usted compartió su pan y su misericordia con un dios pagano; pero no por devoción, sino por caridad cristiana. Nada podemos reprocharle en ese sentido: obró como buen samaritano, sin dobles intenciones. Pero no se puede decir lo mismo de él: ¿Odín intentó convertirlo a su fe?

—¿A mí? Del mismo modo que me abordan los Testigos de Jehová casi a diario, sin que a ustedes se les frunza el ceño...

—Servimos al mismo Dios, aunque tengamos nuestras diferencias...

—Y lo mismo debe ocurrir con judíos y musulmanes, me figuro. Volviendo al occiso, estoy seguro de que no era el verdadero Odín. Punto. Para mí, solo era un pobre viejo loco, y que el buen Dios me juzgue. Hagan lo que quieran: estoy cansado, y quiero volver a dormir en mi propia cama.

—Precisamente, es por no creer en Odín que este ha muerto para siempre. Los dioses perduran a través de la memoria de los hombres, y cuando el último de ellos los olvide, ya no queda nada. Irónicamente, su fe –o la falta de ella– lo ha salvado. Bájese.

Esto último lo dijo luego de guardar su arma. No pude abrir la puerta de mi lado, así que tuve que esperar a que él bajara para salir. Sentía más frío que antes, aunque tal vez fuera una llama interior que moría lentamente.

—Puede irse, hermano, sin temor por su vida. No es usted un hereje, apenas si una oveja descarriada, y como tal retornará al redil. Le hemos revelado abiertamente nuestra existencia y propósitos porque después de esta noche, usted no recordará nada. Váyase a dormir, Rambler: el sueño es un sacramento, porque es un acto de fe.

Con gesto amable, me tendió la cartera, que a esta altura ya había olvidado. Estaba entrando nuevamente al auto cuando lo interrumpí con una última pregunta:

—Cuando habla del "Jefe", ¿se refiere a... al Papa?

Sonrió por primera y última vez.

—¿El Santo Padre? Ignora nuestra existencia. No hermano; apunte más arriba...

Partieron en silencio, mientras yo miraba hacia el cielo como un tonto de pueblo, hasta que me dio tortícolis.

¿Más arriba? No podía ser. ¿Un dios mafioso que decide eliminar la competencia? No me estaban pidiendo un salto de fe, sino un salto al vacío. "Don Corleone nuestro que estás en los cielos, que parezca un accidente"...

Como soy un fisgón sin remedio, volví a donde comenzó esta historia: Lacroze, entre Corrientes y Forest. Ahora quedaban pocos transeúntes, algunos policías y el furgón de la Policía Científica. También estaba Cáceres, naturalmente, y cuando me vio esbozó una especie de gesto que intentó pasar por guiño cómplice, pero que a esta altura me pareció una mueca de gárgola. Bueno, el largo brazo de la Hermandad Oscura también llegaba hasta un policía que no era tan obtuso, después de todo: solo un poquitín corrupto.

—Adiós, viejo Odín: descansa en paz, amigo —susurré al viento, mientras me persignaba. Casi al instante, el cuerpo comenzó a resquebrajarse, muy rápido, como aplastado por un pie gigantesco. Los peritos se quedaron de piedra al verlo, las cámaras fotográficas inmóviles en el aire gélido de la madrugada. Nada había que retratar, ni muestras que tomar, ni testigos que prestaran declaración: un fuerte viento estaba esparciendo las cenizas de una momia negra y reseca, y pronto comenzarían a preguntarse, como lo haría yo después, qué demonios estábamos haciendo ahí, chupando frío a las tres de la mañana como pavotes, a metros de la Chacarita, persiguiendo fantasmas en la fría Noche de San Juan.

Patricio Guillermo Bazán es un escritor e ilustrador argentino nacido en 1965. Entre sus obras de ficción inéditas se incluyen Panoplia (cuentos), la novela El tapado y el león, y varias obras de teatro. Ha publicado ficciones breves en todos los blogs del colectivo Heliconia y algunas de sus microficciones aparecieron en las antologías Grageas 3 y Cien páginas de amor, mientras que cuentos más extensos han sido seleccionados para Espacio austral (antología de cuentos de ficción especulativa chileno argentina) y Extremos, una compilación análoga, pero en este caso formada por ficciones de escritores de México y Argentina. Actualmente está un poco alejado de la literatura, mientras desarrolla su faceta actoral. 

INSOMNIO

Dora Gómez Q.

 

Este hospital es horrible, como todos en los que he estado. El olor a desinfectante es asqueroso, y el ruido metálico de las camillas deslizándose por los pasillos, deprimente.

Las paredes blancas parecen juntarse hasta aplastarme, y tengo la certeza que ningún medicamento logrará hacerme dormir. Las luces en la noche son destellos que me lastiman los ojos a los que siento como carbones encendidos.

 En los divagues del insomnio viene a mi mente la espalda de mi madre, con ese movimiento de hombros delatando que lloraba, temerosa, lejana y antipática, una mujer extraña que me hacía sentir mal, como si mi nacimiento le hubiera fastidiado la vida y mi existencia no le importase, creo que a la única persona a la que le importaba era a mi padre.

Hace cinco días que permanezco en esta sala de hospital. Rita, la enfermera, viene a darme las inyecciones para el dolor de la mano y para que duerma.

—Eso no funcionará.

—Pues tienes que dormir o te pondrás a alucinar —dice Rita mientras llena un cuarto de la jeringa.

—¿Por qué no me inyectas todo el frasco? —le digo.

—Porque podría ponerte a dormir para siempre.

—Hazlo Rita, te doy permiso.

Ella sonríe y se va.

El psiquiatra dice que lo que le pasó a mi dedo fue porque se aproxima el tiempo de abandonar el orfanato, ya que estoy próxima a cumplir dieciocho años. Tendré que irme y conseguir un trabajo, que tal vez por eso comencé también a tener insomnio. Pero eso es imposible, ¡si no veo la hora de irme de ese apestoso lugar!

Y el insomnio lo tengo desde que aprendí a quedarme despierta en el orfanato donde me llevaron cuando murieron mis padres. La noche allí no tenía reglas.

Una vez desperté con una muchacha corpulenta encima, yo entonces era una niña menuda, no tenía fuerza ni capacidad para defenderme. Estaba totalmente inmovilizada, podía sentir su respiración agitada, su olor a sudor, y su cara junto a la mía. En ese momento le mordí la oreja muy fuerte y tiré de ella con mis dientes hasta que la desprendí de su cara, y comencé a comérmela. Sus gritos despertaron a todos y cuando las luces se encendieron, yo seguía acostada boca arriba, masticando, y la boca cubierta de sangre de la corpulenta.

Me tuvieron aislada varias semanas. Solo podía salir al patio, con un bozal de plástico para mofa o terror de las demás, situación que me dejó sin amigas y con un perverso disfrute de causar terror.

 Recién me lo quitaron al comenzar un derrotero por los consultorios de los psiquiatras. Así fue como asistir a consultas y tomar medicinas se convirtió en una tediosa rutina. No ocurría nada significativo en mi vida, todo era un aburrimiento mortal.

Querían saber si comía carne humana en mi casa, ¿cómo saberlo? Comía lo que mi madre servía en la mesa, albóndigas con puré, milanesas de carne con papas fritas, guisos de carne y fideos. ¡Era una niña! ¡Malditos loqueros!

No sé por qué ahora no dejo de pensar en esa mañana en la que volvíamos de un paseo y algo extraño ocurrió. Mi madre abrió la puerta del dormitorio donde suponíamos dormía mi padre.

—¡Ahora no lo hagas, que vengo con la niña! —gritó.

Él cerró la puerta con violencia y se escucharon ruidos dentro de la habitación, como golpes. Ella fue al fregadero y vi sus hombros moviéndose, ¿lloraba?, yo era pequeña, como de seis o siete años. Mi padre salió del cuarto arrastrando a un hombre que sangraba y lo llevó al patio. No sé qué pasó después, pero a partir de ese día siempre vi personas que mi padre arrastraba hacia el patio y que no volvía a ver. Ya no se molestaba en ocultármelo.

También se ponía violento por cualquier inesperado y ridículo motivo, pero por alguna razón yo era objeto de su adoración, eres la niña de mis ojos, me decía. Y cualquier maltrato físico o regaño de mi madre para conmigo, era suficiente motivo para desatar su ira.

 Había comprado una máquina grande de hierro roja para picar carne. Siempre había algo para picar allí, comíamos abundante y variada comida

 Un día por la tarde, cuando yo tenía alrededor de doce años y volvía de la escuela, mi padre en una de las frecuentes palizas que le daba a mi madre azotó su cabeza contra la máquina de picar carne dándole muerte frente a mis ojos, aunque creo que no fue su intención matarla, que solo fue un accidente. Pero luego se suicidó en el patio, el mismo patio de mi infancia, que estaba siempre lleno de sangre, como una gran pileta de agua roja por la cual yo jamás preguntaba. Hay preguntas que no deben hacerse, secretos que una familia guarda y deben quedar así.

 Miré el cadáver de mi adorado papá tendido con una expresión de sorpresa en su rostro, los ojos y la boca bien abiertos, mientras se formaba un gran charco de sangre debajo de su cabeza. Fue el día más triste de mi vida,

Decían que mi papá era un monstruo, y ¿qué sabían ellos?, era mi padre, solamente yo sé lo bueno que fue, él me amaba muchísimo, y descubrí muchos otros monstruos a los que nadie señala, y no hay nadie alrededor que me quiera tanto como él. Siempre pienso en esas cosas que pasaron cuando no puedo dormir.

Me he quedado mirando el techo al retirarse Rita, considerando la posibilidad de dormir para siempre. Esa medicación me deja el cuerpo laxo, pero la mente muy activa, los pensamientos no descansan ni se relajan nunca.

 La mano ya no me duele. Estuve protestando en el orfanato por la comida asquerosa que nos daban. Algunas hacían huelga de hambre para protestar, yo me comí el dedo. ¡Tanto alboroto por eso! Era dedo.

Me trajeron al hospital para ver si podían cosérmelo. Pero el dedo no está doctor, me lo comí, le dije al incrédulo.

—Hola, Rita.

—¿Hola, linda, dormiste anoche?

—Un poco —mentí

—Seguramente mañana te darán de alta. Ojalá consigas pronto un trabajo. Pero antes de irte haz una cita con el psiquiatra, creo que atiende los lunes.

—Rita te agradezco que hayas intercedido para que me quitasen ese bozal plástico. ¿qué creían los médicos, que me los iba a comer?

—Tal vez —dice Rita riéndose.

Cuando estaba por inyectarme sonaron las sirenas de las ambulancias y las puertas fueron embestidas por las camillas. Sin decir más, Rita salió corriendo de la habitación, para asistir en lo que parecía ser una emergencia.

 Esperé alrededor de dos horas el regreso de Rita. No me había puesto la inyección y el frasco estaba lleno, junto a la jeringa, en la mesita. Reflexioné acerca de que tal vez esa fuera la noche en la que por fin podría dormir. El frasco y la jeringa eran muy tentadores, estaban ofreciéndome la oportunidad de terminar con todo de una vez, ¿y por qué no? Al fin y al cabo es mi vida, y el mundo un lugar cruelmente aburrido, lleno de monstruos anónimos y secretos insoportables.

Pero Rita regresó justo cuando había llenado la jeringa para inyectarme. Intentó quitármela, forcejeamos, y de una manera incómoda logré inyectarla a ella. Me sorprendió lo rápido que le hizo efecto. Su cuerpo quedó totalmente relajado, como si se hubiera desmayado, pero estaba despierta. Sus ojos me miraban aterrorizados. La tranquilicé mientras sus párpados se iban cerrando con lentitud.

Aproveché las corridas que hubo con la emergencia para escaparme. Retiraré el dinero del fideicomiso y me iré a otra ciudad, me cambiaré el nombre, aceptaré cualquier trabajo modesto mientras estudio diseño gráfico y tal vez compre una nueva máquina de picar la carne.

Dora Angélica Gómez Quiroga nació en Buenos Aires el 8 de julio de 1953. Es psicóloga  social, técnica en gestión cultural y poeta, incursionando actualmente en la narrativa. Ha publicado el poemario Arena Negra, en la Antología Federal de poesía por la región de Cuyo Andino del Consejo Federal de Inversiones y en también en antologías “La herida Cierta” y “Vestigios”.

COMPASIÓN

Luciano Lara

 

No sé cómo hice para llegar a casa. Apenas entré me di cuenta de que no recordaba el camino por el que volví. Fue como si la mente se me hubiera quedado clavada en aquella avenida de Buenos Aires. ¿Estoy acá? ¿Cómo puede ser que no esté llorando entonces? Me palpé el cuerpo con las palmas como buscando reconocerme. Sí, soy yo ¿Pero quién soy? Si ni siquiera sé qué es lo que estoy sintiendo.

Subí las escaleras con rapidez. Ver que todo estaba en orden me dio cierta tranquilidad, podía sentarme a mirar el vacío sin preocupaciones. Encendí un cigarrillo, no está bueno fumar, pero me gusta; enseguida la reflexión que no lleva a ningún lado: “tengo que dejarlo antes de que me mate”. O al menos, luchar por controlarlo un poco. ¡Increíble! ¿Puede ser que todo en la vida trate de lo mismo? Bueno, no debería ser así; aunque el mundo no pueda cambiarse. Apenas moderar un poco sus miserias, pero en esencia, siempre será igual. Hay que aceptarlo como es para poder vivir en él.

El maestro aparece cada vez lo necesito. Bueno, debe ser que lo llevo siempre conmigo. ¡Sí, soy afortunado!, pensé, pero de inmediato recordé sus palabras.

—Libérame de toda responsabilidad acerca de tu accionar, si llegaste hasta acá es por mérito propio, yo no tengo nada que ver. —Siempre pienso en eso ¿Será que de verdad me lo gané? Hay veces que uno no puede llegar a la verdad ¿Existe la verdad? ¿Cuál es? ¿Me lo gané? ¿Me eligió porque lo merezco o solo tuve suerte? Qué importa; importa que hoy, por fin, me había llegado la hora de revelar el significado de aquella frase:

—La compasión es un sentimiento horrible. —Recuerdo que me quedé mirándolo. El gesto de incredulidad en mis ojos lo habilitó a seguir—. Es un sentimiento que contiene maldad, como la culpa; son construcciones del cristianismo.

—Sí, claro —respondí con timidez, pero intentando de que creyera que lo entendía. Al menos lo de la culpa se me reveló en aquel instante, pero ¿la compasión, qué tenía de malo?

—La compasión es bajar al otro, despreciarlo —siguió el filósofo como si contara con un poder energético que le permitía saber qué era lo que yo no entendía.

¿Pero por qué hoy y no antes?, me pregunté sin llegar a comprender del todo. Cerré los ojos tratando de recordar el camino que había olvidado. Enseguida me di cuenta de que por un momento me había olvidado de todo. Solo recordaba la compasión de Marisa, la de ella y la mía con ella, mientras se suicidaba delante de mis ojos. Era evidente que ver semejante acto de destrucción me había lanzado por los aires hasta despedazarme contra una pared que tenía escrito el nombre de mi maestro. No me gustó lo que estaba sintiendo. ¡No! Marisa no se lo merece, si ella es igual que yo ¿O no?

No, no, hombre. Fue Julia, la compasión por ella alcanzó para dejar de pensarla como alguien igual a vos. ¿Y Roxana? Recordé enseguida que el día que me sentí así, había dejado de amarla.

—¿Ese es el primer paso para dejar de amar? —grité al aire, pero nadie respondió. Las tres de la mañana no es hora para preguntarle al maestro. Nunca supe si duerme o qué hace por las noches, quizás esté pensando, igual que yo; después de las once de la noche, casi nunca responde.

Tengo que parar un poco, no quiero enloquecer antes de los setenta. La vida es lo que es. Sin embargo, recordé que llevaba todo el día con la compasión en mi cabeza. Esas canciones que llegaron a mi vida sin explicación, me atravesaban el alma. Recordé que me habían puesto a Julia delante de los ojos. ¿Qué habrá querido decir Daffunchio? Siempre me pregunto eso cuando miro a los artistas ¿Habrá pensado lo mismo que yo?

 

“Si quisiste ver, cómo sucede

Si lograste al fin acoplarte en la noche

esas voces que hablan, que nunca muestran nada

Nunca dirán la verdad, nunca la esperes

 

Si quisiste ser como una estrella

Sabés bien que te equivocaste y mucho

Esta vida es más que toda esa basura

Nunca dirán la verdad, nunca la esperes”

 

Pobre Julia, ni con ella misma puede; pero no estaba seguro de si me había ido por compasión o simplemente para evitar que un ser humano que no conoce del amor me asesinara. En cualquier caso, la compasión estaba ahí, poniendo a Julia en un lugar diferente al que había ocupado durante diez años. No era la única canción, por eso la pregunta, ¿Qué sintió Smith?

 

“I've been looking so long at these pictures of you

That I almost believe that they're real

I've been living so long with my pictures of you

That I almost believe that the pictures are all I can feel”

 

Julia no existe, es solo una imagen que construí, al menos ya lo tenía claro, lo que no podía terminar de entender es qué fue lo que me llevó a crear semejante mujer sin poder ver que jamás saldría de la jaula. ¿Es o no es? ¿Cómo se explica? Si no puede salir de ahí es porque no es. ¿Y yo? ¿Acaso tuve que esperar diez años para darme cuenta?

—Alguien se compadecerá de mí… —Una frase al viento y detrás una carcajada absurda ¿Qué estaba pensando? Quizá ese había sido el más grave de mis errores. Llorar delante de sus ojos esperando que se compadeciera de mí ¿Y si lo hizo? Entonces el de las fotos soy yo. ¡Imposible! Otra vez el pedestal. A ella no le da para eso, ni para conocerse le da. Matrix. ¿Por qué será que tienen tanto miedo a quitarse los cables?

 

Detuve la marcha unos minutos para servirme un whisky. Ese no va a matarme, es diferente al cigarrillo, sólo me domina cuando yo lo dejo. ¡Otra vez lo mismo! ¿Siempre es lo mismo en este mundo?, volví a preguntarme con resignación. Es probable que hoy termine borracho, no obstante, me serví el segundo porque no le temo.

—No vas a matarme —le dije mientras observaba como el líquido dorado se fundía en una danza con el hielo—. ¡Es imposible que me mates! Te voy a seguir tomando. —Enseguida dejé que una sonrisa cómplice me relajara el rostro—. ¿Cómo voy a dejarte así, si sos tan rico? Solo es cuestión de controlarte un poco. —El primer sorbo siempre es fuerte, quema la garganta, pero soy consciente que los próximos serán más suaves, disfruto de solo imaginar esa suavidad que está por venir.

 

Volví a Marisa, al final era ella la que me había traído hasta acá, no Julia. Aunque Julia seguía ahí; a veces veo difícil que pueda dejar de amarla. “El desprecio desde el amor”, otra gran frase del maestro. ¡Sí! Al fin me doy cuenta. Por eso la había perdonado, por la compasión, porque al final entendí que ella no puede. Y que si va a salirse de la jaula tiene que hacerlo sola.

El tema es Marisa, ella sí es como yo ¿O no? Bueno al menos está dando batalla, pensé. Pero, ¿y lo de hoy? Tenía que ser honesto conmigo, no me había gustado nada. A esta altura ya veo que sentir compasión por alguien que sufre no sirve, no sirve cuando uno siente que la batalla puede ganarse.

Estábamos ahí, frente a frente, nunca había visto cosa igual. Marisa es como yo: dice que se ven los tajos en mi alma. Parece que no se da cuenta que yo veo los suyos, pero si hasta los puedo tocar, deslizar mi mano por los surcos que la vida le ha dejado. ¿Qué esperaba, que me creyera las palabras? ¿Acaso no me escuchó cuando le dije que hay cosas que suceden en dimensiones que exceden el lenguaje? A veces es mejor callar, dejar que los ojos hagan su apuesta, no importa lo que digas, Marisa.

Por eso no podía sentir compasión ¿Cómo iba a sentirla? No hay jaula cuando el alma sale por los ojos. Lo que tampoco podía hacer era repetir la historia: no más lágrimas buscando su compasión ¡No! Al menos sí tenía cosas que agradecerle a Julia, al fin entendía cuál había sido su misión en mi vida.

Recordé a Marisa, sus ojos tristes, el temblequeo de su pecho y el sabor salado de sus lágrimas. Miré el vaso de whisky; me di cuenta de que estoy un poco mareado

—No podés matarme —le dije mientras me tomaba el último sorbo.

Luciano Lara es un músico que nació en Quilmes en mayo de 1975, que desde hace unos años decidió lanzarse a la literatura con una propuesta provocadora. El contacto con la literatura le llegó casi por casualidad; agobiado por el trabajo en una corporación multinacional y al borde del colapso, en enero de 2013 durante un viaje a la Patagonia, inspirado por la lectura de los libros Crítica del Oficinismo y Cinco cuentos cobardes, del filósofo H.G. Johannes (amigo y maestro de Luciano), escribió su primera ficción "Tránsito hacia la libertad", enseguida la segunda, "Absurdo" y durante los meses siguientes, las cinco historias que integran su primer libro, Apasionadas, editado por Sinergia en 2015 bajo el seudónimo Köller. Desde aquel inicio literario, en 2013, ha participado de varios proyectos. Uno de sus textos apareció en Grageas 3, otro en la antología mexicana Fútbol en breve, otros tres en Cien páginas de amor, uno en la antología mexicana Nocauts, otros tres en Minimalismos y uno en Extremos. Su primera novela, Resistencia, se encuentra en proceso de corrección.

 

MATE AMARGO

Sergio Gaut vel Hartman   Gumersindo Salvatierra tomaba mate a la sombra de un ombú. La Pampa, inmensa, dormía la siesta acunada por el ca...