Sergio Gaut vel Hartman
Gumersindo Salvatierra tomaba mate a la sombra de un ombú. La
Pampa, inmensa, dormía la siesta acunada por el canto de las cigarras que,
indiferentes a los eventos cósmicos, cumplían con su ritual, como vienen
haciendo desde hace millones de años.
—Tibicen linnei
Gumersindo, hombre calmo por naturaleza, pareció no
darse por enterado de la intempestiva irrupción. Solo cuando completó el
ingreso del líquido en la calabaza, aunque aún sin levantar la cabeza, se dignó
a refutar la afirmación tan imprudentemente vertida acerca de la cigarra que
chicharreaba con fervor a pocos centímetros de su bota.
—Cryptotympana mandarina, amigo. La Tibicen linnei es verde; no marrón. ¿No distingue los colores o es simple ignorancia? Porque usted de chicharras sabe menos que el Tape Salinas, bruto si los hay por estos pagos... A menos que yo no lo haya comprendido porque estoy un poco sordo. ¿Es extranjero?
Las cigarras callaron. Gumersindo chupó y luego movió
la bombilla para ubicarla en la posición opuesta y así aprovechar las partes de
la infusión aún no lavadas por el agua.
—¿Habla mal idioma local? —dijo la voz; sonaba como un
pájaro de dibujo animado japonés doblado al castellano por aficionados.
Solo cuando asimiló la referencia implícita en aquel
comentario, el paisano alzó la vista y pispó por debajo del ala del chambergo.
Lo que vio, ciertamente indescriptible, fue un monstruo de película, de tres
metros de estatura, que hablaba haciendo vibrar unos pámpanos azules contra el
clípeo amarillo ubicado en una cavidad que, con buena voluntad, podríamos
llamar “boca”. Su aspecto general evocaba los más delirantes engendros del
surrealismo. Salvador Dalí, no obstante, hubiera quedado pasmado ante tal derroche
de formas y estructuras en apariencia inarticuladas: colgajos, protuberancias,
hendiduras, jorobas, alforzas, piltrafas, intersticios…
—Habla bastante pasable, considerando las circunstancias —respondió Gumersindo sin inmutarse. Ladeó la cabeza para eludir el reflejo—. Pero insisto: de chicharras sabe poco, tirando a nada. Si confunde a la Cryptotympana mandarina con la Tibicen linnei estamos fritos, mi amigo.
—Yo aprende entomologia con la profesor Karl-Heinz von
Lauffer de la Dusselfort jermana.
—Mire, don extraterrestre, porque supongo, aunque no
soy hombre leído, que usted proviene del espacio exterior, que es un genuino
alienígena llegado a la Tierra en una nave interestelar o algo por el estilo:
yo no lo conozco al Lauffer ese que le enseñó semejantes barbaridades, y
tampoco conozco a la hermana Dusselfort del sujeto, pero sé algo de chicharras,
ya que tengo recorrido el territorio bonaerense de San Nicolás a Carmen de
Patagones y del Tuyú al límite con la Pampa, lo que significa que, si se lo enseñaron,
no le han enseñado el tema como corresponde.
Desorientado por las palabras del humano, el visitante
del espacio cruzó dos extremidades sobre la parte media del cuerpo y alzó otras
dos al cielo. No había venido a la Tierra a confrontar con los aborígenes sino
a recoger información útil para invadir el planeta y liquidar a la especie
humana. Siguiendo las instrucciones impartidas por sus superiores, lo más
importante era ganarse la confianza de los habitantes del planeta, entender sus
costumbres, en la medida de lo posible, claro. Y como no hay que escatimar
sacrificios en pro de obtener el mejor resultado para la misión encomendada…
—Yo entender muchas cosas de cultura local y estar
preparado para probar mate, infusión de hojas de ierba, plantas desecadas,
cortajadas y molidas que tienen la sabor amargo por las taninas de las hojas.
¿Se dice mate? ¿Así mismo? ¿Convídame?
Al paisano no le hizo gracia el pedido del extraño, ya
que implicaba que la bombilla fuera baboseada por flujos y emulsiones de origen
impredecible, o predecibles, pero extraterrestres, pero igual tomó la
patriótica decisión de aceptar lo pedido. Y a punto estuvo de escanciar el
líquido elemento en la calabaza cuando una idea brillante le cruzó por la mente
como un relámpago.
—¿Dulce o amargo? —dijo.
El forastero, desconcertado, movió las zilotas,
articuló el vértex y retrocedió un paso, por lo que sus extremidades anteriores
se enredaron en el fino raboide izquierdo, haciéndolo tambalear. Pero de todos
modos logró mantener la estabilidad.
—¿Debo decidir momento mismo o poder consultar
superiores galatos de mi mundo hogareño?
—No entiendo la pregunta —dijo Gumersindo. La había
entendido a la perfección, pero todo era útil a la hora de ganar tiempo. Así
que los alienígenas se llamaban galatos…
—Yo comunicar con planeta origen por instrucciones
sobre tomar mate de ierba.
—Ah, sí, puede consultar, claro —dijo Gumersindo con
una sonrisa—. Y mientras espera la respuesta, que supongo demorará un rato, yo
me sirvo otro.
El exótico alienígena se plegó sobre sí mismo y
pareció conectar unos belfos plateados, que sobresalían de un pronoto chato,
con los caireles estriados de las ocellas laterales. Gumersindo aguardó
respetuosamente a que el ser del espacio terminara la ceremonia de la
comunicación antes de formular la siguiente pregunta.
—¿Y qué lo trae por estos pagos, si se puede saber y
no lo pongo en un compromiso revelando una información tan importante y tal vez
hasta secreta?
El intruso se sintió en falta. Incapaz de mentir
porque los galatos carecen de esa virtud, decidió explicar sin rodeos el
propósito de su misión.
—Mi especimen propia de nosotros mismos desea invadir
la Tierra planeta de ustedes terranos, eliminar a todos los humanos que
habitanla y modificar ecosistema drástico con objeto de vecinos nuestros, los
polibuts, los durelikos y los afer’inos, puedan visitar sin riesgo para
integridad física. Es que ellos respiran acido colorhídrico. Por otra parta,
científicos de nosotros llegaron conclusivos a que detruyir el mundo de ustedes
por propios manos es cuestiona de tiempo, ¿comprende? ¿Qué importancia si
nosotros galatos aceleraramonos el procesos.
—¡Claro que comprendo! —dijo Gumersindo cuando la
criatura terminó de exponer los planes de exterminio de sus congéneres—. Y
bueno, si hay que extinguirse, que sea con clase y sin chillar como marranos
degollados, ¿no le parece? Sería como el anunciado Apocalipsis de Juan, ¿no es
cierto?
—¿Juan? No conecer Juan. ¿Clase? ¿Marranos degollados?
—El ser del espacio exterior miró a su alrededor, algo que no le ofrecía
mayores dificultades habida cuenta de que poseía, además de sus cuatro ojos
frontales, dos laterales y uno encima del apéndice vermiforme que le servía
para expulsar los deshechos del organismo. Este último era un ojo artificial,
injertado por el gran cirujano oftalmólogo Dart’aanaan, un ojo biónico que
servía para captar incoherencias radiculares a nivel cuántico, pero no mucho más.
Y eso, de todos modos, no viene a cuento y no influye en el desarrollo de la
presente narración.
—Veo que es duro de entendederas —comentó Gumersindo—,
más que el Tape Salinas y mucho más que don Zoilo, que en paz descanse.
—¿Descansa en paz don Zoilo? ¿Dónde descansamos?
—Gumersindo notó que el interés del alienígena era genuino, lo que lo
habilitaba a ganar otra porción de tiempo.
—No se confunda, amigo. Usé un eufemismo para
referirme a la muerte de un amigo. Somos pudorosos cuando nombramos a la
Huesuda.
—¿Ufemismo? ¿Usuda? —Las antenas pedunculadas del
extraterrestre se movieron como las aspas de un molino. De pronto, una gran
placa córnea se desprendió de la parte central del cuerpo y cayó al suelo
produciendo un sonido sordo, pero no por ello menos escandaloso. Gumersindo
permaneció imperturbable.
—Me parece que anda perdiendo la pechera —dijo
señalando la pieza caída.
—¡Detenerse! Todavía no supo que es usuda y si
ufemismo es comestible. —El extraterrestre se inclinó para recuperar la placa,
pero el peso de la cabeza lo desmoronó sin piedad. Gumersindo consideró que a
la oportunidad la pintan calva.
—La Huesuda es la muerte, don. ¿Ustedes no se mueren?
¿Son inmortales? ¿Cuántos años viven? ¿Envejecen? ¿Se enferman? —Hasta él se
sorprendió por la andanada. Hombre parco y conciso, nunca interrogaba a nadie.
Pero algo le decía que era importante averiguar más datos acerca del
visitante—. ¿Son bisexuales? ¿Trisexuales? ¿Se casan? ¿Procrean mediante
sistemas naturales o artificiales?
—Momientito —dijo el forastero moviendo dos
extremidades hacia los costados y dos hacia abajo; se apoyó en unos seudópodos
retráctiles que casi tocaban el suelo y consiguió quedar en una posición que
podría denominarse “suspensión forzada”—. Recibo ahora mismo instrucciones
sobre mate y ierba.
—Ah, eso. ¿Y qué dicen sus jefes?
—¿Jefes? No es comprensible. Ellos…
—Ellos, sus jefes —insistió Gumersindo—. Los
superiores de su mundo de origen.
—Ah, jefes. —De ser posible, el eté hubiera sonreído,
pero no, no era posible con todos esos belfos, caireles y ocellas
entrechocándose—. Entiendo ahora. Superiores a mí. Ellos preguntando si
mateierbas contiene sustancias lucinógenas.
—¿Alucinógenas? ¡Para nada, mi amigo! La yerba mate es
más inofensiva que un gurí.
—¿Gurí? Esa palabra no tiene en enorme léxico
aprendido con la profesor Karl-Heinz von Lauffer de la Dusselfort jermana, pero
yo puede probar infusión utoctona, dicen superiores. No hay malo nada en
confraternidad con futurosos enemigos y se puede ecsterminar especie otra si
ser necersario, pero sin ser necersario odiar a los individuales y
particularmentes de la especie. Tampoco es diferente dulce y amargo.
—Buena decisión —dijo Gumersindo, que se había perdido
la mitad del discurso del extraterrestre gracias a la oscuridad expositiva del
mismo—. Pero le voy a cambiar la yerba porque este mate está lavado.
—Lavado, limpio —confirmó el alienígena—. Bien.
Galatos ocsesivos de limpieza. Mejor mateierba limpio que sucio. ¿Dije bien?
—¡Perfecto! —consintió Gumersindo—. Su dicción haría
las delicias de más de un antropólogo. ¿Sabía que el hijo de don Belisario
Laguna anda estudiando antropología en Buenos Aires? Mozo inteligente el Diego.
—Cambió la yerba y puso la pava sobre el brasero. El eté, que luego de las
revelaciones apuntadas trataba de caer simpático, dibujó una especie de sonrisa
en lo que con buena voluntad podríamos llamar rostro.
—¿Se siente bien? —preguntó Gumersindo.
—¡Optimio! —respondió el visitante.
—Bueno, le doy el primero a usted; así se acostumbra
por estos pagos. Ojo que es yerba uruguaya, es decir, brasileña, porque los
uruguayos toman el mate con yerba de Río Grande do Sul, pero molida a su
manera, muy finita. Es contradictorio, pero qué se le va a hacer.
—Contra edición —repitió el alienígena.
—Y no sople, chupe.
—Entendo. No soplo inflando. Chupo como hembras en
vistas de amores. Visto programas ducativos de hembras de especie suya
chupeando…
—Eso mismo —lo interrumpió Gumersindo, ya que el
comentario del extraterrestre lo había incomodado un poco; hombre de campo,
recatado, medido y tímido, no veía con buenos ojos cierta clase de excesos
cosmopolitas. Pero se rehízo de inmediato y pudo capear el temporal—. Veo que
se vino preparado para lo que raye.
—¿Raye? Tomamos cautelas —dijo el alienígena apoyando
la bombilla en una cavidad que oscilaba entre dos palpos—. ¿Hago correcto?
Usted guíe en mastranza.
—Perfecto, amigazo. Chupe, chupe con confianza.
El alienígena chupó con energía y casi de inmediato,
la mayoría de sus ojos empezaron a girar como ruedas locas, se desmoronaron los
frunces pendulares de la cresta y las zilotas se abrieron como flores. A
continuación el cuerpo cayó levantando una gran polvareda. Por lo visto debía
pesar sus buenos doscientos cincuenta kilos. No se volvió a levantar.
Gumersindo lo movió un poco tocándolo con la punta de la bota y nada. Estaba
muerto, más duro que la momia de Tutankamón.
—¡La pucha que resultó flojo el bicharraco! Ni un
amargo de yerba oriental aguantó, el pobre. Tal vez le tendría que haber
ofrecido un jugo de frutas, o una gaseosa. ¡Qué si le va a hacer! No lo hice a
propósito, pero si uno es cortés y bien educado y, de paso, salva a la Tierra
de una invasión extraterrestre, tiene que darse por bien servido—. Hay que
hacerle honor al nombre que uno carga sobre las espaldas.
Clavó la bombilla en uno de los muchos ojos del
galato, por las dudas, no fuera cosa que el muerto resucite, y se fue a buscar
otra para seguir mateando. La tarde empezaba a dar indicios de que pretendía
dejar paso al crepúsculo y la Pampa seguía tan inmensa como siempre.
Sergio Gaut vel Hartman nació en Buenos Aires el 28 de septiembre de 1947. Es escritor, editor y antólogo. Inició su carrera literaria en 1970, publicando en la revista española Nueva Dimensión. En Argentina, fue parte del equipo de la revista El Péndulo y fundó el fanzine Sinergia y dirigió la revista Parsec. Su primer libro de cuentos, Cuerpos descartables, fue publicado en 1985 por Ediciones Minotauro. Ha sido finalista del Premio Minotauro 2005 con su novela El juego del tiempo, y del Premio UPC por su novelas cortas Otro camino, Carne verdadera y Otro dios caprichoso. Creó y coordina el TALLER 9 de escritura creativa y este blog, MICROFICCIONES Y CUENTOS. En las últimas semanas ha sido finalista en varios concursos literarios, aunque no ganó ninguno de ellos.

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