lunes, 17 de noviembre de 2025

MATE AMARGO

Sergio Gaut vel Hartman

 

Gumersindo Salvatierra tomaba mate a la sombra de un ombú. La Pampa, inmensa, dormía la siesta acunada por el canto de las cigarras que, indiferentes a los eventos cósmicos, cumplían con su ritual, como vienen haciendo desde hace millones de años.

Tibicen linnei

Gumersindo, hombre calmo por naturaleza, pareció no darse por enterado de la intempestiva irrupción. Solo cuando completó el ingreso del líquido en la calabaza, aunque aún sin levantar la cabeza, se dignó a refutar la afirmación tan imprudentemente vertida acerca de la cigarra que chicharreaba con fervor a pocos centímetros de su bota.

Cryptotympana mandarina, amigo. La Tibicen linnei es verde; no marrón. ¿No distingue los colores o es simple ignorancia? Porque usted de chicharras sabe menos que el Tape Salinas, bruto si los hay por estos pagos... A menos que yo no lo haya comprendido porque estoy un poco sordo. ¿Es extranjero?

Las cigarras callaron. Gumersindo chupó y luego movió la bombilla para ubicarla en la posición opuesta y así aprovechar las partes de la infusión aún no lavadas por el agua.

—¿Habla mal idioma local? —dijo la voz; sonaba como un pájaro de dibujo animado japonés doblado al castellano por aficionados.

Solo cuando asimiló la referencia implícita en aquel comentario, el paisano alzó la vista y pispó por debajo del ala del chambergo. Lo que vio, ciertamente indescriptible, fue un monstruo de película, de tres metros de estatura, que hablaba haciendo vibrar unos pámpanos azules contra el clípeo amarillo ubicado en una cavidad que, con buena voluntad, podríamos llamar “boca”. Su aspecto general evocaba los más delirantes engendros del surrealismo. Salvador Dalí, no obstante, hubiera quedado pasmado ante tal derroche de formas y estructuras en apariencia inarticuladas: colgajos, protuberancias, hendiduras, jorobas, alforzas, piltrafas, intersticios…

—Habla bastante pasable, considerando las circunstancias —respondió Gumersindo sin inmutarse. Ladeó la cabeza para eludir el reflejo—. Pero insisto: de chicharras sabe poco, tirando a nada. Si confunde a la Cryptotympana mandarina con la Tibicen linnei estamos fritos, mi amigo.

—Yo aprende entomologia con la profesor Karl-Heinz von Lauffer de la Dusselfort jermana.

—Mire, don extraterrestre, porque supongo, aunque no soy hombre leído, que usted proviene del espacio exterior, que es un genuino alienígena llegado a la Tierra en una nave interestelar o algo por el estilo: yo no lo conozco al Lauffer ese que le enseñó semejantes barbaridades, y tampoco conozco a la hermana Dusselfort del sujeto, pero sé algo de chicharras, ya que tengo recorrido el territorio bonaerense de San Nicolás a Carmen de Patagones y del Tuyú al límite con la Pampa, lo que significa que, si se lo enseñaron, no le han enseñado el tema como corresponde.

Desorientado por las palabras del humano, el visitante del espacio cruzó dos extremidades sobre la parte media del cuerpo y alzó otras dos al cielo. No había venido a la Tierra a confrontar con los aborígenes sino a recoger información útil para invadir el planeta y liquidar a la especie humana. Siguiendo las instrucciones impartidas por sus superiores, lo más importante era ganarse la confianza de los habitantes del planeta, entender sus costumbres, en la medida de lo posible, claro. Y como no hay que escatimar sacrificios en pro de obtener el mejor resultado para la misión encomendada…

—Yo entender muchas cosas de cultura local y estar preparado para probar mate, infusión de hojas de ierba, plantas desecadas, cortajadas y molidas que tienen la sabor amargo por las taninas de las hojas. ¿Se dice mate? ¿Así mismo? ¿Convídame?

Al paisano no le hizo gracia el pedido del extraño, ya que implicaba que la bombilla fuera baboseada por flujos y emulsiones de origen impredecible, o predecibles, pero extraterrestres, pero igual tomó la patriótica decisión de aceptar lo pedido. Y a punto estuvo de escanciar el líquido elemento en la calabaza cuando una idea brillante le cruzó por la mente como un relámpago.

—¿Dulce o amargo? —dijo.

El forastero, desconcertado, movió las zilotas, articuló el vértex y retrocedió un paso, por lo que sus extremidades anteriores se enredaron en el fino raboide izquierdo, haciéndolo tambalear. Pero de todos modos logró mantener la estabilidad.

—¿Debo decidir momento mismo o poder consultar superiores galatos de mi mundo hogareño?

—No entiendo la pregunta —dijo Gumersindo. La había entendido a la perfección, pero todo era útil a la hora de ganar tiempo. Así que los alienígenas se llamaban galatos…

—Yo comunicar con planeta origen por instrucciones sobre tomar mate de ierba.

—Ah, sí, puede consultar, claro —dijo Gumersindo con una sonrisa—. Y mientras espera la respuesta, que supongo demorará un rato, yo me sirvo otro.

El exótico alienígena se plegó sobre sí mismo y pareció conectar unos belfos plateados, que sobresalían de un pronoto chato, con los caireles estriados de las ocellas laterales. Gumersindo aguardó respetuosamente a que el ser del espacio terminara la ceremonia de la comunicación antes de formular la siguiente pregunta.

—¿Y qué lo trae por estos pagos, si se puede saber y no lo pongo en un compromiso revelando una información tan importante y tal vez hasta secreta?

El intruso se sintió en falta. Incapaz de mentir porque los galatos carecen de esa virtud, decidió explicar sin rodeos el propósito de su misión.

—Mi especimen propia de nosotros mismos desea invadir la Tierra planeta de ustedes terranos, eliminar a todos los humanos que habitanla y modificar ecosistema drástico con objeto de vecinos nuestros, los polibuts, los durelikos y los afer’inos, puedan visitar sin riesgo para integridad física. Es que ellos respiran acido colorhídrico. Por otra parta, científicos de nosotros llegaron conclusivos a que detruyir el mundo de ustedes por propios manos es cuestiona de tiempo, ¿comprende? ¿Qué importancia si nosotros galatos aceleraramonos el procesos.

—¡Claro que comprendo! —dijo Gumersindo cuando la criatura terminó de exponer los planes de exterminio de sus congéneres—. Y bueno, si hay que extinguirse, que sea con clase y sin chillar como marranos degollados, ¿no le parece? Sería como el anunciado Apocalipsis de Juan, ¿no es cierto?

—¿Juan? No conecer Juan. ¿Clase? ¿Marranos degollados? —El ser del espacio exterior miró a su alrededor, algo que no le ofrecía mayores dificultades habida cuenta de que poseía, además de sus cuatro ojos frontales, dos laterales y uno encima del apéndice vermiforme que le servía para expulsar los deshechos del organismo. Este último era un ojo artificial, injertado por el gran cirujano oftalmólogo Dart’aanaan, un ojo biónico que servía para captar incoherencias radiculares a nivel cuántico, pero no mucho más. Y eso, de todos modos, no viene a cuento y no influye en el desarrollo de la presente narración.

—Veo que es duro de entendederas —comentó Gumersindo—, más que el Tape Salinas y mucho más que don Zoilo, que en paz descanse.

—¿Descansa en paz don Zoilo? ¿Dónde descansamos? —Gumersindo notó que el interés del alienígena era genuino, lo que lo habilitaba a ganar otra porción de tiempo.

—No se confunda, amigo. Usé un eufemismo para referirme a la muerte de un amigo. Somos pudorosos cuando nombramos a la Huesuda.

—¿Ufemismo? ¿Usuda? —Las antenas pedunculadas del extraterrestre se movieron como las aspas de un molino. De pronto, una gran placa córnea se desprendió de la parte central del cuerpo y cayó al suelo produciendo un sonido sordo, pero no por ello menos escandaloso. Gumersindo permaneció imperturbable.

—Me parece que anda perdiendo la pechera —dijo señalando la pieza caída.

—¡Detenerse! Todavía no supo que es usuda y si ufemismo es comestible. —El extraterrestre se inclinó para recuperar la placa, pero el peso de la cabeza lo desmoronó sin piedad. Gumersindo consideró que a la oportunidad la pintan calva.

—La Huesuda es la muerte, don. ¿Ustedes no se mueren? ¿Son inmortales? ¿Cuántos años viven? ¿Envejecen? ¿Se enferman? —Hasta él se sorprendió por la andanada. Hombre parco y conciso, nunca interrogaba a nadie. Pero algo le decía que era importante averiguar más datos acerca del visitante—. ¿Son bisexuales? ¿Trisexuales? ¿Se casan? ¿Procrean mediante sistemas naturales o artificiales?

—Momientito —dijo el forastero moviendo dos extremidades hacia los costados y dos hacia abajo; se apoyó en unos seudópodos retráctiles que casi tocaban el suelo y consiguió quedar en una posición que podría denominarse “suspensión forzada”—. Recibo ahora mismo instrucciones sobre mate y ierba. 

—Ah, eso. ¿Y qué dicen sus jefes?

—¿Jefes? No es comprensible. Ellos…

—Ellos, sus jefes —insistió Gumersindo—. Los superiores de su mundo de origen.

—Ah, jefes. —De ser posible, el eté hubiera sonreído, pero no, no era posible con todos esos belfos, caireles y ocellas entrechocándose—. Entiendo ahora. Superiores a mí. Ellos preguntando si mateierbas contiene sustancias lucinógenas.

—¿Alucinógenas? ¡Para nada, mi amigo! La yerba mate es más inofensiva que un gurí.

—¿Gurí? Esa palabra no tiene en enorme léxico aprendido con la profesor Karl-Heinz von Lauffer de la Dusselfort jermana, pero yo puede probar infusión utoctona, dicen superiores. No hay malo nada en confraternidad con futurosos enemigos y se puede ecsterminar especie otra si ser necersario, pero sin ser necersario odiar a los individuales y particularmentes de la especie. Tampoco es diferente dulce y amargo.

—Buena decisión —dijo Gumersindo, que se había perdido la mitad del discurso del extraterrestre gracias a la oscuridad expositiva del mismo—. Pero le voy a cambiar la yerba porque este mate está lavado.

—Lavado, limpio —confirmó el alienígena—. Bien. Galatos ocsesivos de limpieza. Mejor mateierba limpio que sucio. ¿Dije bien?

—¡Perfecto! —consintió Gumersindo—. Su dicción haría las delicias de más de un antropólogo. ¿Sabía que el hijo de don Belisario Laguna anda estudiando antropología en Buenos Aires? Mozo inteligente el Diego. —Cambió la yerba y puso la pava sobre el brasero. El eté, que luego de las revelaciones apuntadas trataba de caer simpático, dibujó una especie de sonrisa en lo que con buena voluntad podríamos llamar rostro.

—¿Se siente bien? —preguntó Gumersindo.

—¡Optimio! —respondió el visitante.

—Bueno, le doy el primero a usted; así se acostumbra por estos pagos. Ojo que es yerba uruguaya, es decir, brasileña, porque los uruguayos toman el mate con yerba de Río Grande do Sul, pero molida a su manera, muy finita. Es contradictorio, pero qué se le va a hacer.

—Contra edición —repitió el alienígena.

—Y no sople, chupe.

—Entendo. No soplo inflando. Chupo como hembras en vistas de amores. Visto programas ducativos de hembras de especie suya chupeando…

—Eso mismo —lo interrumpió Gumersindo, ya que el comentario del extraterrestre lo había incomodado un poco; hombre de campo, recatado, medido y tímido, no veía con buenos ojos cierta clase de excesos cosmopolitas. Pero se rehízo de inmediato y pudo capear el temporal—. Veo que se vino preparado para lo que raye.

—¿Raye? Tomamos cautelas —dijo el alienígena apoyando la bombilla en una cavidad que oscilaba entre dos palpos—. ¿Hago correcto? Usted guíe en mastranza.

—Perfecto, amigazo. Chupe, chupe con confianza.

El alienígena chupó con energía y casi de inmediato, la mayoría de sus ojos empezaron a girar como ruedas locas, se desmoronaron los frunces pendulares de la cresta y las zilotas se abrieron como flores. A continuación el cuerpo cayó levantando una gran polvareda. Por lo visto debía pesar sus buenos doscientos cincuenta kilos. No se volvió a levantar. Gumersindo lo movió un poco tocándolo con la punta de la bota y nada. Estaba muerto, más duro que la momia de Tutankamón.

—¡La pucha que resultó flojo el bicharraco! Ni un amargo de yerba oriental aguantó, el pobre. Tal vez le tendría que haber ofrecido un jugo de frutas, o una gaseosa. ¡Qué si le va a hacer! No lo hice a propósito, pero si uno es cortés y bien educado y, de paso, salva a la Tierra de una invasión extraterrestre, tiene que darse por bien servido—. Hay que hacerle honor al nombre que uno carga sobre las espaldas.

Clavó la bombilla en uno de los muchos ojos del galato, por las dudas, no fuera cosa que el muerto resucite, y se fue a buscar otra para seguir mateando. La tarde empezaba a dar indicios de que pretendía dejar paso al crepúsculo y la Pampa seguía tan inmensa como siempre.


Sergio Gaut vel Hartman nació en Buenos Aires el 28 de septiembre de 1947. Es escritor, editor y antólogo. Inició su carrera literaria en 1970, publicando en la revista española Nueva Dimensión. En Argentina, fue parte del equipo de la revista El Péndulo y fundó el fanzine Sinergia y dirigió la revista Parsec. Su primer libro de cuentos, Cuerpos descartables, fue publicado en 1985 por Ediciones Minotauro. Ha sido finalista del Premio Minotauro 2005 con su novela El juego del tiempo, y del Premio UPC por su novelas cortas Otro camino, Carne verdadera y Otro dios caprichoso. Creó y coordina el TALLER 9 de escritura creativa y este blog, MICROFICCIONES Y CUENTOS. En las últimas semanas ha sido finalista en varios concursos literarios, aunque no ganó ninguno de ellos. 

 

No hay comentarios:

Publicar un comentario

MATE AMARGO

Sergio Gaut vel Hartman   Gumersindo Salvatierra tomaba mate a la sombra de un ombú. La Pampa, inmensa, dormía la siesta acunada por el ca...