Víctor Lowenstein
Frente a la mesa de trabajo de su laboratorio, el profesor
Elías Rebbinger contemplaba la culminación de su obra con un sentimiento de
extasío en todo su ser y con las manos aferradas al bastón que sostenía la
débil humanidad, pues Rebbinger era viejo ya; había dedicado toda su vida a sus
investigaciones y descubrimientos. El resultado de tantos esfuerzos estaba ante
sus ojos: las bobinas transformadoras con el cable a tierra por debajo, y por
encima de ellas la cámara de resonancia conectada a un mástil que sobrepasaba
el techo, donde se convertía en una sofisticada antena para recolectar energía de
la atmósfera.
Lo que contemplaba eran cincuenta años de denuedos, sudor y lágrimas,
sin apoyos académicos ni subvención alguna, desde una comunidad científica que
siempre había renegado de su heterodoxia, una virtud que eran incapaces de
comprender desde su cerrado dogmatismo. A Rebbinger no le importaba demasiado;
era un científico por encima de todo. La ciencia era su credo, sin exagerar. A
menudo, en medio de una investigación o más ordinariamente, al finalizarla,
sufría una visión o epifanía que venía desde lo alto para iluminarlo sobre
alguna cuestión relativa a los aspectos más sutiles de aquello que lo venía
desvelando desde el principio de su estudio. Luego de recibir esa divina (así
lo entendía el profesor) intelección desde dimensiones inefables, el hombre de
ciencia –y de fe– se hincaba apoyado en su bastón y agradecía al creador por
otorgarle la gracia de su sabiduría.
Y es que la razón principal de los
afanes del profesor era ante todo humanitaria. Veía una sociedad que sufría los
arrebatos de su propia ignorancia, bien manipulada por la eterna codicia de sus
gobernantes. Veía un mundo devastado por el uso irracional de los recursos
naturales en un camino sin retorno que la humanidad transitaba a prisa y sin
conciencia de su irreflexiva autodestrucción. Y se veía a sí mismo como un
hombre de ciencia que debía hacer su aporte para frenar tanto caos, contribuir
desde su saber a una reinvención de esa sociedad enferma de la que formaba
parte. Desde esa posición, había concentrado todos los esfuerzos de una vida,
desde que era muy joven, para hallar una forma de energía limpia que
reemplazara la quema de combustibles con su correspondiente contaminación. Una
energía universal y gratuita que permitiría a todo el mundo liberarse del
trabajo esclavo y florecer espiritualmente hacia una civilización que mereciera
tal nombre.
Esa energía era la electricidad,
pero no de la forma en que se utilizaba. Era cara, insegura y no había podido
reemplazar el uso del petróleo y los hidrocarburos. Algo en esa maravillosa
energía debía ser transformado para ser llevada a su máxima expresión. Aquella
fuente guardaba secretos que debían ser descifrados aún. La desconocida que se
ha dejado vencer sin desenmascarar, la fuerza misteriosa y cautiva, la
inasequible aprisionada por nuestras manos, el rayo dócil encerrado en una
botella y distribuido luego por los innumerables hilos que, formando una red,
envuelven la tierra, la electricidad, prestaría su fuerza y su ayuda en todas
partes donde haga falta: en las casas, en las habitaciones, en el hogar, donde
el padre, la madre y los hijos vivirán sin separarse. No es un sueño. La
maquinaria feroz que muele en las fábricas las carnes y las almas, será
doméstica, íntima y familiar; pero de nada servirá que las garruchas, los
engranajes, las bielas, las manivelas, las excéntricas y los volantes se humanicen
si los hombres conservan su corazón de hierro.
En efecto, Rebbinger se sintió
compelido desde su temprana juventud a ser quien descifrara los enigmas de esa
fuerza indomable, hasta consumar el prodigio de arrebatarle los secretos a la
desconocida que se dejaba vencer sin ser desenmascarada, para brindarla a una
humanidad embrutecida por el trabajo esclavo.
Era la fuerza inasible del éter,
la que sabe ocultarse entre los electrones guardando esa chispa sagrada de luz
infinita. Y el sol, el mítico padre de la vida en la tierra emana rayos
cósmicos cargados de esas chispas. A Rebbinger le tocó el honor de conocer los
secretos que le permitieron recoger esas cargas estáticas de la atmósfera para
convertirlas en energía limpia, libre, universal. La electricidad en su genuina
forma, el secreto revelado, estaba casi listo para ser obsequiado ¡por sus
manos! a sus semejantes, en un acto de filantropía que lo definía como humano.
Se acercó más a la mesa y acarició
con dedos trémulos la broncínea cámara de resonancia, los conductores y la base
de la poderosa antena externa. Le costaba reconocerse como el hombre que estaba
a punto de cambiar el rumbo de la historia. No obstante, sabía el papel que le
tocaba jugar en la comedia humana de su tiempo; efectuar el giro hacia la
evolución de su misma especie, y era un paso inevitable que la ciencia estaba
destinada a dar un día, fuera él u otra mente brillante. Cuántas veces osó
declarar a viva voz ¡voglio fare miracoli! replicando al mismo Da Vinci. Ahora
le tocaba a él, Elías Rebbinger, ser el nuevo Leonardo, el nuevo Marconi y el
nuevo Tesla que podía no sólo ver el milagro ante sus ojos sino accionarlo a
fin de rotar el gozne de la realidad conocida hacia otra, inefable y
bienaventurada.
Podía conjeturar e imaginar a esa
nueva humanidad. Gente feliz, caminando por ciudades iluminadas por energías
libres, respirando aire puro y dedicada a aprendizajes espirituales y
conquistas más allá de todo lo material. El delirio de un loco o de un
visionario.
Pero los sueños del profesor
solían adolecer de despertares ingratos. A menudo, observando los danzantes
fluidos eléctricos dentro de sus generadores electromagnéticos, le daba por
pensar qué pasaría si sus hallazgos llegaban a caer en las manos equivocadas. Procuraba
alejar de sí esos pensamientos, enfocado en el futuro y el bien de la ciencia.
Esta vez no pudo hacerlo. Su
corazón comenzó a palpitar más deprisa. Miró su mesa de trabajo, pero los
objetos se desdibujaban ante sus ojos que apenas vislumbraban formas borrosas.
Conocía esos síntomas, nunca tan fuertes, por lo que sus manos soltaron el
bastón y buscaron la silla en que se dejó caer pesadamente. A continuación, un
zumbido le llenó los oídos y perdió contacto con la realidad circundante.
Estaba sucediendo otra vez. Era
una Epifanía, que venía a comunicarle un mensaje desde lo desconocido.
Jadeando, Elías Rebbinger presenció un drama que podría ocurrir a partir de
todo aquello por lo que había luchado una vida entera.
Vio sus peores conjeturas volverse
realidad. A punto de cumplir su sueño dorado, la providencia venía a avisarle que
podía estar dando un paso fatídico para la humanidad que amaba. Sus viejos
temores no eran sino formas en que su conciencia se anticipaba a una realidad
indeseada.
Se vio a sí mismo recibiendo
condecoraciones y reverencias de aquellos que lo habían despreciado desde
siempre. Y a su invento encumbrarse como el hallazgo científico del siglo. Un
logro que podía no tener retorno si avanzaba en la dirección equivocada. Luego
estaban los monopolios que ofrecían un precio por las patentes, y tras aplastantes
coerciones acababan fijando un monto razonable a sus intereses. Se vio reducido
a dar conferencias y escribir artículos que pasaban por censura académica antes
de ser publicados. Un Rebbinger exitoso y asustado se enteraba de que las
patentes pasaban a dominio de la inteligencia militar deseosa de convertir su
energía libre en combustible de barcos y aviones de guerra…
El mundo no cambiaría como
imaginaba el profesor. El mundo tenía sus propias reglas y un lugar en las
sombras para subversivos del orden secular que mantiene el mundo tal como está y
seguirá estando hasta su culminación. Y mejor que lo aceptase, pues el poder no
tolera bien a los disidentes.
Emergió del trance con síntomas de
ahogo, inhalando con toda su fuerza el aire que sus pulmones parecían necesitar
desesperadamente. Entendía a la perfección lo que acababa de vivenciar, por lo
que no tardó en recuperarse. Se le había advertido y prevenido que el fruto de
sus labores iba a ser envenenado, y que debía salvarse al precio de enterrar su
sueño en las cenizas. Consciente del desenlace dramático que los hechos podían
tomar, y de la pérdida que estaba por afrontar, Rebbinger buscó a tientas el
bastón en el suelo, lo recogió y con firmeza se incorporó y avanzó unos pasos
hacia su mesa de trabajo.
Con decisión, elevó el bastón por
encima de su cabeza y descargó un golpe brutal sobre la campana que contenía
las bobinas. Resonó anunciando una suerte de juicio final, con un juez que
continuó una andanada de golpes que destrozaron cámara, bobinas, cables y todo
lo que cayó de la mesa, incluyendo la base de la antena, precipitada desde el
techo hasta el piso en una nube de polvo y trizas. Incrédulo ante su propio
vigor, El profesor finalizó la destrucción pisoteando cada pieza que había
armado con sus propias manos, sin lamentarlo. Algún día su sueño se haría
realidad, pero no era él el elegido para regalarlo a un mundo gobernado por
necios.
Finalmente, Elías Rebbinger dejó
caer el bastón al piso, se arrodilló y agradeció al altísimo y todos sus
ángeles el privilegio de haber recibido una admonición divina. Largo rato
permaneció así, meditando en silencio la tragedia y revelación puesta sobre su
vida como un aprendizaje fatal pero necesario. Hasta que el dolor en las
rodillas lo sacó del ensimismamiento. Se irguió, respiró profundamente
sintiendo un alivio que no esperaba experimentar, la sensación de que lo único
importante era lo aprendido, más allá de cualquier sacrificio. Esa noche y las
que siguieron durmió muy bien, y vivió con la paz que los sabios conocen por
gracia divina.
Víctor Lowenstein nació en Buenos Aires, Argentina, el 19 de enero de 1967. Escritor. Autor de seis libros de cuentos fantásticos. Dos menciones de honor de la Sociedad Argentina de escritores (S.A.D.E) y primero y segundo premio género cuento concursos “Siembra de letras” y antologías “Soles de América”. Participación en más de veinticinco antologías y una docena de revistas digitales. Escribe textos ficcionales, horror, weird, y ensayos sobre literatura moderna. Algunos de sus libros son: Paternóster, novela corta, 2014 y Artaud el anarquista, 2015.

Excelente! Me encantó 👍
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