Cristina Chiesa
Se despertó esa mañana sintiendo sus miembros
entumecidos, la boca contraída, y la inmensa tristeza de todos los días. Se
levantó y saludó apenas a la mujer que pasó a su lado. ¿Quién era? Cada mañana
debía hacer un esfuerzo para volver a ese presente agobiante. Apuró el café y
salió precipitadamente, sin mirar atrás.
Caminó hasta el tren a paso largo,
el del quiosco de revistas lo saludó pero él solo vio un rostro como el de una
hortaliza marchita, un achaparrado repollo a medio cocer. Todo comenzaba
nuevamente, sintió arcadas…
Llegó el tren y se metió de cabeza
empujando a uno que se le quiso adelantar. El olor del vagón era rancio y
sintió nuevamente náuseas. Las caras de los trabajadores se le metían debajo de
la piel, lo torturaban, eran caras como de corral, algunas bovinas, otras como
de aves desesperadas. Clavó espantado la mirada en el suelo, se sentía mal,
descompuesto del estómago y terriblemente violento, con unas ganas de
destrozar, de arrebatar esas miradas a la vida, de dejarlos sin boca, sin ojos,
nada que pudiera hacer esos ruidos húmedos con los párpados, esos sonidos
pegajosos con la garganta.
Sin pensar en lo que hacía se bajó
en una estación cualquiera; estaba todavía oscuro. Decidió caminar para ver si
se liberaba de la espantosa sensación, pero una bruta arcada lo dobló en dos y
vomitó el café que había tomado un rato antes; se sintió más aliviado y luego
de descansar en un escalón del andén, se largó a la calle.
La luna aún brillaba entre los
árboles y había un intenso olor de pasto fresco. Era consciente de la belleza
del momento, del sonido solitario de sus pasos sobre la vereda que costeaba las
vías del tren. La noche que iba deshaciéndose lentamente en luz, un perro
ladrando en la distancia. Pero, cómo dolía, cómo quemaba eso en su interior, no
podía más.
Prendió un cigarrillo buscando
atenuar la angustia que lo buscaba en ráfagas de pavor, pero el humo que se
quedaba casi impreso en el helado aire mañanero, no hacía más que traerle los
recuerdos que él ya no quería reeditar en su cabeza.
Era una extraordinaria sensación de
vacío, de soledad inaudita; un haber dejado atrás formas que anhelaba
desesperadamente recuperar, su vida, su historia. Pero estaba tan cansado, como
si su existencia fuera un eterno caminar en un sueño, en un espejismo, no esta
vida, no la otra vida, no él y sin embargo él, y la rueda girando siempre en el
mismo lugar.
Encontró un bar abierto, la luz de
la ventana iluminaba la calle como una linterna, adentro poca gente, algunos
trasnochados, otros, trabajadores que salían de madrugada hacia las fábricas. Se
sentó en una mesa sin mirar a nadie, temiendo ver formas espantosas o
estrafalarias, y pidió de beber.
La bebida de ellos le hacía bien.
Lo cambiaba. Lo llevaba a un estado en el que podía soportar esa melancolía
letárgica que lo atormentaba desde la hora de despertar. Ellos habían logrado
encontrar un modo de escape. Los suyos no, resistiendo eternamente las visiones
y las sensaciones táctiles o sonoras tal cual se manifestaban en la incendiaria
realidad de aquella tierra a la que un día había pertenecido y ya no, en donde
todo era tan vívido, tan extraordinariamente real, tan lancinante, como exponer
la carne a la perpetua quemadura de la verdad. Cada sonido, cada textura, cada
color eran como una descarga estremecedora en los ojos y los oídos, como un
alma ardiendo dentro de otra alma, con su propia voz y su propia identidad,
llevando cada uno un nombre, cada uno enarbolando su propia sombra; aquel su
mundo donde cada cosa ocupaba un espacio irreemplazable, donde cada ser hablaba
y reía y era inmensamente venturoso.
De allí venía. De allí lo habían
expulsado, a este universo de ellos, este curioso mundo que le había tocado por
su propio error; opaco, con una niebla navegando sobre todas las cosas que veía
y que tocaba, ya sin voz propia sino con una especie de silencio ominoso, como
un lamento extendido sobre la faz de esta tierra muerta, en la que nada
cantaba, nada resplandecía. Todo parecía una larga retahíla, una queja
infinita, un dolor irreparable.
¿Qué había hecho? ¿Cómo podía
reparar aquel agravio, aquella grieta abierta, aquel inquietante delito sin
redención alguna? El anatema de las Erinias lo salpicaba como una sangre negra
e incandescente; Alecto lo había condenado al exilio, extendiendo su uña
siniestra lo había maldecido, el zopenco útil, el tonto aquél, que cantaba
sobre la hierba tierna y las aguas claras, el que creía en la lealtad
irreductible de Endimión, dormido en el claro de su amante al borde la noche
ancestral. El los había visto, él los conocía.
Qué hacía entonces allí, en estas
tierras inhóspitas habitadas por seres grotescos, gentes horrendas que siempre
sonreían y siempre escondían algo detrás del alambrado de sus dientes. Qué
hacia allí sintiendo en su carne y en sus sueños el agorero odio de lo que no
se soporta ni perdona. Por qué él, justamente él, el ínfimo en los dominios de
los olvidados, en la tierra de los perfectos, que lo soportaban por piedad, y
con un gentil disgusto; todo por su eterna dolencia, su incurable enfermedad.
El ridículo amor por ellos, desde el principio, por qué más…
Por ese mundo insólito, apenas
entrevisto de lejos, los no-perfectos, esos que de tanta farsa posiblemente ni
siquiera existieran. Y la fascinación por esas miradas, por aquel olor, por una
arruga, un gesto con las manos, y la ternura extraña que lo hacía gemir por la
noches, espiando las lágrimas de ellos, apenas soportándolas sobre sí mismo,
sintiéndolas como la quemadura de una especie de magma viscoso; postrándose en
las noches, con los ojos abiertos, escudriñándolos en la oscuridad, amándolos
por la maravilla y el milagro de esas existencias que no lograba entender del
todo.
Fue por eso que ella lo supo, lo
supo y lo odió en el momento de saberlo. Nadie se lo dijo, ni los árboles, ni
las hojas. El viento y los azules astros testigos mudos fueron fieles, pero
ella lo supo finalmente. Una noche despertó en el medio de la sombra y sintió
el amor, y la compasión, y sintió que la quemaba ese peligro.
Y ella dictó sentencia de
inmediato. Y el veredicto se cumplió.
—Vivirás la vida de lo que has
osado amar. Te acercarás a ellos, los olerás, los tocarás y sabrás lo que
sienten, lo que creen en sus internas tierras sin final. Conocerás el dolor y
el hastío de las formas, el horror de la igualdad de los días, la estupidez y
la fealdad que no puede ser redimida ni siquiera con tu amor.
Y fue así como ahora se había
convertido en una historia más en la inmensidad de la ciudad. Lo habían
condenado al Tiempo de ellos, los que beben y los que sufren, los que fundan y
los que arruinan lo que tocan, los que ocultos en un bar esperan la madrugada o
la muerte detrás de las paredes de una caja de cemento. Esos feos esperpentos
de la noche, que lloran y se quejan, que claman con terror a un cielo que
inexorablemente les parece ciego y que odian lo que no pueden comprender. El
también ahora amaba y despreciaba lo que era, porque siendo en el mundo de
ellos, aun así no era de allí.
Solo lo seguía uniendo a este
universo –y esa era su condena– la clemencia ante esos gestos, sus silencios,
sus pérdidas y triunfos, y sobre todo esa finitud doliente, ese enigma que al
fin había podido llegar a vislumbrar.
Seres absurdos destinados a
perecer, a no dejar tras de sí más que una estela pálida que se disuelve
fácilmente, como una mano que mueve el ras del agua de un estanque. Ellos,
ellos encendían todo eso dentro suyo, por ellos cada noche daba un paso adelante
saliendo la niebla, y cada noche se reconocía en un rostro diferente. Y cada
día les brindaba las prendas de ficción que el mundo reclamaba.
Salió del bar, la luz le chocó en
los ojos, se acomodó la camisa y el pelo revueltos y decidió de cualquier modo
ir a eso que ellos llamaban trabajar. Soy el que no existe, pensó, aquel en el
que nadie cree, soy un desterrado y estoy trágicamente solo, igual que ellos.
El sol de aquí me traspasa, me da
vida, y es precario y me duele, igual que a ellos. Sé lo que vendrá fatalmente,
igual voy hacia ello. Todo es intensamente fugaz… Los poetas de estas gentes no
se equivocaron... “ed é subito será”...
Cristina Enriqueta Chiesa, nació en Rosario el 1° de mayo de
1957, es Licencia en Ciencia Política. Le fueron publicados cuentos en Axxón
195, NM 16, 24 y 28, y en las antología Cien Páginas de Amor editada por
Sergio Gaut vel Hartman en Ediciones Desde la Gente. Desde el 2013 colabora en
la corrección de la Revista NM (La nueva literatura fantástica
latinoamericana).

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