domingo, 16 de noviembre de 2025

EL VIAJE

Armando Azeglio

 

El tren arrancó con un gruñido de esfuerzo, con una trepidación férrea de ruedas que se ponen en lento movimiento, poco a poco. Y este fuerte sonido fue, seguramente, el primer elemento de esa secuencia temporal de sucesos que llevaron a Germán Sánchez a despertar y murmurarse: “Sí, estoy vivo”. El segundo fue el apoyabrazos de un asiento al que miró con un intensidad casi febril, como conjurando el “aquí” y el “ahora” para que se organizaran alrededor de su cuerpo y formaran el presente. Tomó conciencia de sí mismo por partes: piernas, brazos, manos, tórax sudado y frío, cabeza. Ensayó un movimiento que le produjo un calambre y se sintió empujado a esa zona de la existencia donde las cosas son simples y tangibles. Quiso quejarse, pero le salió una especie de graznido sucio e incomprensible que terminó en tos. Se incorporó tambaleante, pero trastabilló en el angosto pasillo: las butacas estaban vacías y el tren avanzaba irregular en la cerrazón de la noche. La impasibilidad de esas butacas, de esos apoyabrazos, de esos portaequipajes, lo llenó de un miedo infantil. Nunca había comprendido la capacidad que tienen los objetos de estar presentes y ausentes al mismo tiempo.

 Se abalanzó sobre una puerta y una onda de aire helado y el momentáneo aumento del rumor de la locomotora lo golpearon en la cara. Atravesó varios vagones en penumbras, sin encontrar señales de vida. Hubiera querido que todo se disolviera como en los sueños y reencontrar, idénticos, su cama, el cuarto que ocupaba, el ropero, el contexto en el que habitualmente se dormía. Pero no, oscilaba, por momentos sentía como si todas las cosas hubieran perdido la seguridad de la mera existencia. Incluso en otros sentía que todo aquello tenía una cualidad de permanencia y una continuidad temporal que a sus fragmentarios e inextricables sueños solían faltarles.

Intentó, una vez más, reclamar esa zona que mantiene al mundo al alcance de la mano, pero eso no fue posible, ya qye en el aire flotaba una sensación extraña y anodina. Un latente sentido, quizá, de lo que no es estrictamente claro.

Entonces vio a una pareja de ancianos sentados, durmiendo profundamente.

El rostro de la mujer no le era ajeno. Tenía un febril y borroso recuerdo de esa cara arrugada y cansina. Una parte de su memoria la relacionaba con una larga y penosa convalecencia. Sí, le pareció increíble, pero minutos o unas horas antes creía haber visto un rostro casi idéntico.

Una mujer así lo había asistido en un episodio confuso. Una mujer así le había secado el sudor, le había hablado con dulzura, le había dado sorbos de horribles brebajes. Había intentado acudir en su auxilio.

Él había tenido un accidente yendo a Misiones, viajando en un tren parecido a este. La locomotora había descarrilado... después... todo era confuso e inconexo... ahora que lo pensaba, sus recuerdos también contenían al anciano sentado junto a la mujer. Ese viejo era un curtido hachero del monte, con las manos tan leñosas como los troncos que cortaba. Era el marido de la vieja, sin duda. Parecía haber trabajado milenios, mecánicamente, brutalmente, sin piedad, sin vocación, sin magia, sin feriados, sin descansos, sin familia, sin ilusión. Daba la impresión de arrastrar consigo un cansancio atávico y ancestral. Cada tanto el hombre había entrado en la habitación donde él convalecía y deliraba, le preguntaba a la mujer por su estado y luego desaparecía por horas. Volvía a trabajar.

Hubiera querido zamarrearlos, despertarlos y preguntarles: “¿Dónde estoy?” “¿Hacia dónde va este tren?” “¿Por qué estoy acá?”. Pero ese sentimiento de rabia e impotencia de pronto se transmutó en otro, de profunda gratitud. Murmuró un “gracias” desde lo más profundo de sí. Pensó que solo a él se le ocurría dar las gracias por cosas de las que no estaba cabalmente seguro si habían sucedido. Dejó que la pareja de ancianos durmiera y continuara su viaje.

Siguió avanzando por el sombrío vagón. Vio un perfil femenino recortado en la penumbra... le resultó familiar. Se acercó. Quiso constatar. Era Adela, su primera novia, su primer amor. Recordaba que el enamoramiento por ella se había producido rápida e inesperadamente. Quizá porque el deseo intenso de amar la había precedido. Quizá porque su llegada no había sido sino la segunda fase de una profunda necesidad de amar a alguien, y su propia hambre de amor entonces se cristalizó en ella. Luego hubo momentos de su vida en los que se preguntó si Adela había existido tal y cómo se la había figurado. Si no había sido una simple alucinación que él había inventado para impedir un inevitable colapso adolescente por falta de amor.

Pensó en aquella frase de Proust, “la esencia misma del amor radica en que el objeto amado no existe sino en la imaginación del amante”. La tocó. Tenía consistencia, una cierta materialidad física que su tacto verificaba. Parecía hecha de crespón, o muselina, aunque movida por un hálito vital... ¿Cómo era posible? ¿Adela así de joven? Un aroma delicadamente indescifrable a tierra, o a tierna y sana vegetación se filtró por las ventanillas. Inhaló.

Más atrás encontró a la que había sido su primera mujer, pero no tal y cual la había dejado, sino tal y cual la había conocido treinta años atrás.

Por mucho tiempo había creído que gozaba de la paz del olvido total, si es que tal cosa existe en alguna parte, pero constataba que ello no era cierto. Sus detalles eran lamentablemente definidos. Volvía a no saber si se trataba de una visión o un espejismo. Aunque hubiera deseado con fervor que se tratara solo de eso. Cuando quiso acariciarla con el dorso de la mano, lo invadió una sensación de pasado muy remoto, vencedor de cualquier recuerdo, más allá incluso del tiempo en que comenzó a poseer su actual cuerpo.

—Ni siquiera estoy seguro de estar aquí —murmuró a manera de pellizco— o de que el que está aquí sea yo. —Fantaseó que su figura (manejada por hilos superiores) había comenzado a deparar formas incomprensibles de conducta y de pasmo. Unos chillidos agudos y golpes fuertes en una dirección que no pudo determinar lo sobresaltaron. La simple curiosidad inicial se había transformado ahora en frenesí. Se movió hiperquinético de un vagón a otro con una fruición casi insana. Buscaba algo.

Lo que siguió en los demás vagones fue un discurrir frenético de personas y personajes que habían pasado por su azarosa vida. Varios rostros le resultaron conocidos, aunque el reconocimiento hubiera sido mejor si no lo hubiese dificultado el trabajo que en ellos había realizado la ensoñación y el vapor del tren. En medio de una muchedumbre increíblemente quieta, él resultaba el más increíble, el más solitario.

Ahí estaban: una italiana gorda y descomunal que –sonámbula– comía golosinas con monerías y gesticulaciones golosas. Su abuelo paterno, mutilado, brutal y morfinómano, la tía Vanna, maestros, profesores, jefes, compañeros de escuela, colegas de múltiples –y olvidables– trabajos. Personas que habían sido extras, utileros o estrellas fugaces en el arco de su existencia. Todos dormían... o al menos eso parecía.

Gritó, zamarreó a uno que otro, trató de interrogarlos. Inútil. Empezó a correr a través de los vagones tratando de ganar la locomotora. Llegó a lo que suponía era un coche comedor.

De pronto, ante sus ojos se presentó algo presentido desde el momento en que se encontró en el tren, aunque de manera no totalmente consciente. Lo saludó un camarero de guantes blancos, con una lustrosa sonrisa, peinado impecable, chaquetilla con doble hilera de botones dorados.

—¡Pase, señor, por favor! —le dijo con un gentil ademán, invitándolo a entrar—. Lo estábamos esperando.

—¿Qué pasa? ¿Por qué duermen todos? ¿Por qué estoy aquí? ¿Hacia dónde vamos? —preguntó desesperado.

—Tranquilícese, señor, y pase —dijo el mozo— que enseguida le explico. ¡Lo estábamos esperando! —insistió con alegría.

El vagón era lujosísimo: terciopelo rojo, cristalería de la más fina, brocados, cuadros antiguos, detalles en oro y marfil. Por un momento se imaginó víctima de un programa de cámaras ocultas, pero ¿quién querría gastarle una broma así? ¿Y por qué? El camarero entró trayéndole un whisky con hielo; era su marca preferida.

—El director del tren le ofrece, en nombre de la compañía, sus más sentidas disculpas —dijo con una obsequiosidad entre servil y reverente—. Me ha dicho que le comunique que puede pedirme lo que quiera. En el transcurso de este viaje la compañía le ofrecerá cualquier cosa, cualquier comida, cualquier tipo de placer o entretenimiento por... ¡ejem! legal o ilegal que fuere. Lo que usted pida se lo ofreceremos en forma gratuita y con agrado.

En un primer momento Sánchez dudó. Pero luego del tercer Jack Daniel’s, la segunda prostituta y la primera línea de cocaína, la cosa empezó a gustarle. Durante días gozó de todo tipo de experiencias y placeres que, a lo largo de los años, y por distintas razones, no se había permitido. Cada vez que el camarero acudía él tenía una nueva petición, y esta no tardaba en ser satisfecha.

Varias veces y durante el tiempo que duró la travesía el convoy fue alcanzado por aviones especiales procedentes de París con cajas repletas de Bordeaux, de Burgundy y langostas vivas para preparar delicias para el nuevo y singular comensal, que se había convertido ahora en un refinado gourmet, un probado cinéfilo y un enmarañado libertino. Y cada vez que un deseo se veía realizado, aparecían en él cien caprichos más, algunos con nimias variaciones, pero que Germán insistía en experimentar como su fueran los únicos, o los últimos de su vida.

Fue sistemáticamente complacido.

El tiempo pasó. Los primeros vagones llegaron a ser un vago recuerdo. Hacía ya tiempo que Sánchez no abandonaba el coche comedor.

Cierta vez, rodeado de una masa informe de ilusoria, humana y voluptuosa compañía, se preguntó que cómo era posible que desde el episodio de los aviones procedentes de París jamás se hubieran detenido. Pero una lúbrica boca lo sacó inmediatamente de sus cavilaciones. El tren continuó impertérrito su marcha.

Un día se observó de frente a un espejo. Esa masa de carne flácida y rosácea en la que se había convertido lo nauseó. Todo le pareció contingente, aleatorio, como si él se encontrara allí por mera casualidad. Como si le hubieran sustraído el suelo bajo los pies y todo el mundo empezara a ondular.

Llamó súbitamente al camarero y le dijo desafiante que estaba aburrido de todo, que ningún tipo de experiencia lo saciaba ya. Quería algún trabajo para hacer, o que se le permitiera volver a los primeros vagones a buscar a su gente, o a despertar a su primera novia.

—Lo siento —dijo gélidamente el camarero con voz distante— eso es lo único que no puedo hacer por usted.

—¡Entonces prefiero irme al infierno! —vociferó el hombre con impulsividad.

El mozo comenzó a sonreír. Atónito, Germán Sánchez empezó a advertir que algo extraño y oscuro en el rostro de su interlocutor, se hacía cada vez más y más siniestro... 


Armando Azeglio nació en San Juan, Argentina en 1964. Es Licenciado en Administración de Empresas y máster en  Planificación Pública del  Turismo. Profesor titular de las materias Investigación de Mercados  en la Universidad de Quilmes (UNQ), Planificación de Espacios Turísticos y Marketing  de Servicios Turísticos (UADE). Ha trabajado como capacitador de la AHT (Asociación Argentina de Hoteles de Turismo) y como gestor de contenidos para Webs de varias administraciones polìticas. Columnista del Nuevo Diario de San Juan desde 2001. Ha escrito numerosas poesías y cuentos cortos. Tiene un blog http//elojociegoblogspot.com donde cuelga sus artículos. Se declara lector omnívoro, fumador de pipa y admirador de Roberto Bolaño. 

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