Armando Azeglio
El tren
arrancó con un gruñido de esfuerzo, con una trepidación férrea de ruedas que se
ponen en lento movimiento, poco a poco. Y este fuerte sonido fue, seguramente,
el primer elemento de esa secuencia temporal de sucesos que llevaron a Germán
Sánchez a despertar y murmurarse: “Sí, estoy vivo”. El segundo fue el
apoyabrazos de un asiento al que miró con un intensidad casi febril, como
conjurando el “aquí” y el “ahora” para que se organizaran alrededor de su
cuerpo y formaran el presente. Tomó conciencia de sí mismo por partes: piernas,
brazos, manos, tórax sudado y frío, cabeza. Ensayó un movimiento que le produjo
un calambre y se sintió empujado a esa zona de la existencia donde las cosas
son simples y tangibles. Quiso quejarse, pero le salió una especie de graznido
sucio e incomprensible que terminó en tos. Se incorporó tambaleante, pero
trastabilló en el angosto pasillo: las butacas estaban vacías y el tren
avanzaba irregular en la cerrazón de la noche. La impasibilidad de esas
butacas, de esos apoyabrazos, de esos portaequipajes, lo llenó de un miedo
infantil. Nunca había comprendido la capacidad que tienen los objetos de estar
presentes y ausentes al mismo tiempo.
Se abalanzó sobre una puerta y una onda de
aire helado y el momentáneo aumento del rumor de la locomotora lo golpearon en
la cara. Atravesó varios vagones en penumbras, sin encontrar señales de vida.
Hubiera querido que todo se disolviera como en los sueños y reencontrar,
idénticos, su cama, el cuarto que ocupaba, el ropero, el contexto en el que
habitualmente se dormía. Pero no, oscilaba, por momentos sentía como si todas
las cosas hubieran perdido la seguridad de la mera existencia. Incluso en otros
sentía que todo aquello tenía una cualidad de permanencia y una continuidad
temporal que a sus fragmentarios e inextricables sueños solían faltarles.
Intentó,
una vez más, reclamar esa zona que mantiene al mundo al alcance de la mano, pero
eso no fue posible, ya qye en el aire flotaba una sensación extraña y anodina.
Un latente sentido, quizá, de lo que no es estrictamente claro.
Entonces
vio a una pareja de ancianos sentados, durmiendo profundamente.
El
rostro de la mujer no le era ajeno. Tenía un febril y borroso recuerdo de esa
cara arrugada y cansina. Una parte de su memoria la relacionaba con una larga y
penosa convalecencia. Sí, le pareció increíble, pero minutos o unas horas antes
creía haber visto un rostro casi idéntico.
Una
mujer así lo había asistido en un episodio confuso. Una mujer así le había
secado el sudor, le había hablado con dulzura, le había dado sorbos de
horribles brebajes. Había intentado acudir en su auxilio.
Él
había tenido un accidente yendo a Misiones, viajando en un tren parecido a
este. La locomotora había descarrilado... después... todo era confuso e
inconexo... ahora que lo pensaba, sus recuerdos también contenían al anciano
sentado junto a la mujer. Ese viejo era un curtido hachero del monte, con las
manos tan leñosas como los troncos que cortaba. Era el marido de la vieja, sin
duda. Parecía haber trabajado milenios, mecánicamente, brutalmente, sin piedad,
sin vocación, sin magia, sin feriados, sin descansos, sin familia, sin ilusión.
Daba la impresión de arrastrar consigo un cansancio atávico y ancestral. Cada
tanto el hombre había entrado en la habitación donde él convalecía y deliraba,
le preguntaba a la mujer por su estado y luego desaparecía por horas. Volvía a
trabajar.
Hubiera
querido zamarrearlos, despertarlos y preguntarles: “¿Dónde estoy?” “¿Hacia
dónde va este tren?” “¿Por qué estoy acá?”. Pero ese sentimiento de rabia e
impotencia de pronto se transmutó en otro, de profunda gratitud. Murmuró un
“gracias” desde lo más profundo de sí. Pensó que solo a él se le ocurría dar
las gracias por cosas de las que no estaba cabalmente seguro si habían
sucedido. Dejó que la pareja de ancianos durmiera y continuara su viaje.
Siguió
avanzando por el sombrío vagón. Vio un perfil femenino recortado en la
penumbra... le resultó familiar. Se acercó. Quiso constatar. Era Adela, su
primera novia, su primer amor. Recordaba que el enamoramiento por ella se había
producido rápida e inesperadamente. Quizá porque el deseo intenso de amar la
había precedido. Quizá porque su llegada no había sido sino la segunda fase de
una profunda necesidad de amar a alguien,
y su propia hambre de amor entonces se cristalizó en ella. Luego hubo momentos
de su vida en los que se preguntó si Adela había existido tal y cómo se la
había figurado. Si no había sido una simple alucinación que él había inventado
para impedir un inevitable colapso adolescente por falta de amor.
Pensó
en aquella frase de Proust, “la esencia
misma del amor radica en que el objeto amado no existe sino en la imaginación
del amante”. La tocó. Tenía consistencia, una cierta materialidad física
que su tacto verificaba. Parecía hecha de crespón, o muselina, aunque movida
por un hálito vital... ¿Cómo era posible? ¿Adela así de joven? Un aroma
delicadamente indescifrable a tierra, o a tierna y sana vegetación se filtró
por las ventanillas. Inhaló.
Más
atrás encontró a la que había sido su primera mujer, pero no tal y cual la
había dejado, sino tal y cual la había conocido treinta años atrás.
Por
mucho tiempo había creído que gozaba de la paz del olvido total, si es que tal
cosa existe en alguna parte, pero constataba que ello no era cierto. Sus
detalles eran lamentablemente definidos. Volvía a no saber si se trataba de una
visión o un espejismo. Aunque hubiera deseado con fervor que se tratara solo de
eso. Cuando quiso acariciarla con el dorso de la mano, lo invadió una sensación
de pasado muy remoto, vencedor de cualquier recuerdo, más allá incluso del
tiempo en que comenzó a poseer su actual cuerpo.
—Ni
siquiera estoy seguro de estar aquí —murmuró a manera de pellizco— o de que el
que está aquí sea yo. —Fantaseó que su figura (manejada por hilos superiores)
había comenzado a deparar formas incomprensibles de conducta y de pasmo. Unos
chillidos agudos y golpes fuertes en una dirección que no pudo determinar lo
sobresaltaron. La simple curiosidad inicial se había transformado ahora en
frenesí. Se movió hiperquinético de un vagón a otro con una fruición casi
insana. Buscaba algo.
Lo
que siguió en los demás vagones fue un discurrir frenético de personas y
personajes que habían pasado por su azarosa vida. Varios rostros le resultaron
conocidos, aunque el reconocimiento hubiera sido mejor si no lo hubiese
dificultado el trabajo que en ellos había realizado la ensoñación y el vapor
del tren. En medio de una muchedumbre increíblemente quieta, él resultaba el
más increíble, el más solitario.
Ahí
estaban: una italiana gorda y descomunal que –sonámbula– comía golosinas con
monerías y gesticulaciones golosas. Su abuelo paterno, mutilado, brutal y
morfinómano, la tía Vanna, maestros, profesores, jefes, compañeros de escuela,
colegas de múltiples –y olvidables– trabajos. Personas que habían sido extras,
utileros o estrellas fugaces en el arco de su existencia. Todos dormían... o al
menos eso parecía.
Gritó,
zamarreó a uno que otro, trató de interrogarlos. Inútil. Empezó a correr a
través de los vagones tratando de ganar la locomotora. Llegó a lo que suponía
era un coche comedor.
De
pronto, ante sus ojos se presentó algo presentido desde el momento en que se
encontró en el tren, aunque de manera no totalmente consciente. Lo saludó un
camarero de guantes blancos, con una lustrosa sonrisa, peinado impecable,
chaquetilla con doble hilera de botones dorados.
—¡Pase,
señor, por favor! —le dijo con un gentil ademán, invitándolo a entrar—. Lo
estábamos esperando.
—¿Qué
pasa? ¿Por qué duermen todos? ¿Por qué estoy aquí? ¿Hacia dónde vamos?
—preguntó desesperado.
—Tranquilícese,
señor, y pase —dijo el mozo— que enseguida le explico. ¡Lo estábamos esperando!
—insistió con alegría.
El
vagón era lujosísimo: terciopelo rojo, cristalería de la más fina, brocados,
cuadros antiguos, detalles en oro y marfil. Por un momento se imaginó víctima
de un programa de cámaras ocultas, pero ¿quién querría gastarle una broma así?
¿Y por qué? El camarero entró trayéndole un whisky con hielo; era su marca
preferida.
—El
director del tren le ofrece, en nombre de la compañía, sus más sentidas
disculpas —dijo con una obsequiosidad entre servil y reverente—. Me ha dicho
que le comunique que puede pedirme lo que quiera. En el transcurso de este
viaje la compañía le ofrecerá cualquier cosa, cualquier comida, cualquier tipo
de placer o entretenimiento por... ¡ejem! legal o ilegal que fuere. Lo que
usted pida se lo ofreceremos en forma gratuita y con agrado.
En
un primer momento Sánchez dudó. Pero luego del tercer Jack Daniel’s, la segunda
prostituta y la primera línea de cocaína, la cosa empezó a gustarle. Durante
días gozó de todo tipo de experiencias y placeres que, a lo largo de los años,
y por distintas razones, no se había permitido. Cada vez que el camarero acudía
él tenía una nueva petición, y esta no tardaba en ser satisfecha.
Varias
veces y durante el tiempo que duró la travesía el convoy fue alcanzado por
aviones especiales procedentes de París con cajas repletas de Bordeaux, de
Burgundy y langostas vivas para preparar delicias para el nuevo y singular
comensal, que se había convertido ahora en un refinado gourmet, un probado
cinéfilo y un enmarañado libertino. Y cada vez que un deseo se veía realizado,
aparecían en él cien caprichos más, algunos con nimias variaciones, pero que
Germán insistía en experimentar como su fueran los únicos, o los últimos de su
vida.
Fue
sistemáticamente complacido.
El
tiempo pasó. Los primeros vagones llegaron a ser un vago recuerdo. Hacía ya
tiempo que Sánchez no abandonaba el coche comedor.
Cierta
vez, rodeado de una masa informe de ilusoria, humana y voluptuosa compañía, se
preguntó que cómo era posible que desde el episodio de los aviones procedentes
de París jamás se hubieran detenido. Pero una lúbrica boca lo sacó
inmediatamente de sus cavilaciones. El tren continuó impertérrito su marcha.
Un
día se observó de frente a un espejo. Esa masa de carne flácida y rosácea en la
que se había convertido lo nauseó. Todo le pareció contingente, aleatorio, como
si él se encontrara allí por mera casualidad. Como si le hubieran sustraído el
suelo bajo los pies y todo el mundo empezara a ondular.
Llamó
súbitamente al camarero y le dijo desafiante que estaba aburrido de todo, que
ningún tipo de experiencia lo saciaba ya. Quería algún trabajo para hacer, o
que se le permitiera volver a los primeros vagones a buscar a su gente, o a
despertar a su primera novia.
—Lo
siento —dijo gélidamente el camarero con voz distante— eso es lo único que no
puedo hacer por usted.
—¡Entonces
prefiero irme al infierno! —vociferó el hombre con impulsividad.
El mozo comenzó a sonreír. Atónito, Germán Sánchez empezó a advertir que algo extraño y oscuro en el rostro de su interlocutor, se hacía cada vez más y más siniestro...
Armando Azeglio nació en San Juan, Argentina en 1964. Es Licenciado en Administración de Empresas y máster en Planificación Pública del Turismo. Profesor titular de las materias Investigación de Mercados en la Universidad de Quilmes (UNQ), Planificación de Espacios Turísticos y Marketing de Servicios Turísticos (UADE). Ha trabajado como capacitador de la AHT (Asociación Argentina de Hoteles de Turismo) y como gestor de contenidos para Webs de varias administraciones polìticas. Columnista del Nuevo Diario de San Juan desde 2001. Ha escrito numerosas poesías y cuentos cortos. Tiene un blog http//elojociegoblogspot.com donde cuelga sus artículos. Se declara lector omnívoro, fumador de pipa y admirador de Roberto Bolaño.

Gracias Ruso!
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