sábado, 8 de marzo de 2025

LAS CAZADORAS DE CHARCOS

Guy Hasson

 

Éramos cazadoras de charcos.

Las tres nos habíamos lanzado a la aventura. Y esperábamos volver las tres.

Porque los charcos eran notoriamente viciosos. Y en aquel entonces, cuando estaban casi extintos, esos temibles charcos se habían vuelto más viciosos aún.

Soy cazadora de charcos de cuarta generación, como bien sabes, querida. Mi bisabuela fue cazadora de charcos, asesinada por un charco salvaje y bárbaro cuando tenía menos de cincuenta años. Su hija, mi abuela, fue asesinada por un charco despiadado y a sangre fría cuando tenía treinta años. ¡Y mi madre fue asesinada por un charco diez años antes de que yo naciera!

—Espera, espera, Mameh. ¿Cómo pudo morir tu Mameh diez años antes de que nacieras?

Oye, ¿quién está contando la historia, tú o yo? ¿Cuál de las dos es cazadora de charcos?

—Tú.

Bien, entonces escucha la historia de cómo matamos al último charco de la Tierra.

—Sí, Mameh.

Y no te rías así. Esta es una historia seria y trágica.

—Sí, Mameh.

Nuestra misión era importante. Mi mejor amiga, la tía Dameh, acababa de perder a su madre, como tú perdiste a tu padre. Y se había sentido muy mal durante mucho tiempo. Lo cual es natural, ¿verdad?

—Verdad.

Así que la tía Tameh y yo decidimos llevar a la tía Dameh a una aventura, porque ¿qué te hace sentir mejor que una aventura?

—¿Televisión? ¿Tabletas? ¿Celulares?

Claro. Pero esto fue hace casi doce años. No había tabletas, ni teléfonos, ni siquiera televisores.

—¿Juegos?

No había juegos.

—¿Imaginación?

La imaginación aún no se había inventado. ¿Quieres escuchar la historia o no?

—Sí, Mameh.

Pero ella empezaba a verse sin luz en los ojos. Así que las dos le dijimos a la tía Dameh que vendría con nosotras y que tendría que volver a subirse al caballo. ¡Íbamos a cazar charcos otra vez! A ella realmente no le interesaba ir. Pero ¡victoria! ¡Aceptó de todas formas! Lo primero era organizar la caza. Tomamos nuestras armas habituales.

—¿Armas?

Palos. Palos y azúcar.

—¿Azúcar? ¿Eso se usa como arma?

El azúcar es para comer, por supuesto. Para que tengas energía cuando luches contra los charcos.

—Pensé que llevarías un paraguas.

¡Por supuesto que llevamos paraguas! ¿Crees que somos aficionadas? Y también llevamos otras armas. Como... Si eres tan lista, ¿por qué no me lo dices?

—¿Botas?

Oh, sí, ¡por supuesto que llevamos botas! Ni siquiera pensé que debía mencionarlo. ¿Qué más?

—¡Un secador de pelo!

¿Un secador de pelo?

—¡Para secar el charco!

¡No llevamos un secador de pelo! ¡Eso es una tontería! ¡Necesitas electricidad! Y hubiera sido un trabajo muy lento secar un charco. ¡Así que nos llevamos tres secadores!

—¿Tres?

¡Tres cientos, por supuesto! Con generadores para la electricidad, porque ¿cómo puedes cazar charcos sin electricidad para tus trescientos secadores de pelo? Así que allí estábamos. Saliendo de las murallas del castillo con…

—¿Vivías en un castillo?

Esto fue hace doce años. Todo el mundo vivía en castillos aquí. ¡Todo fuera de la ventana eran castillos y charcos, charcos y castillos! Luego los castillos se convirtieron en edificios de departamentos, pero esa es otra historia.

—¡Pensé que habías dicho que este era el último charco de la Tierra!

¿Desde cuándo escuchas a tu madre? ¿Puedo contar la historia, por favor? Y hagas lo que hagas, ¡en ninguna circunstancia empieces a escucharme ahora! ¡Es lo último que necesito! Además, no te rías. Porque reír convierte los castillos en edificios de departamentos.

—Pero aquí no hay ningún castillo.

Entonces puedes reírte. Pero sólo cuando algo no es gracioso. Si no, es muy raro.

—Vale.

Así que imagina esto. Estábamos saliendo del castillo. Quiero decir, imagínatelo como en una película. Salíamos del castillo, cada una de nosotras tres con cien secadores y un generador en cada mano. ¿Te lo estás imaginando?

—Claro.

Realmente heroico, ¿verdad?

—No lo sé.

¿Te lo estás imaginando en cámara lenta?

—No.

Caminábamos en cámara lenta. Tienes que imaginártelo en cámara lenta. ¿Lo estás haciendo?

—Sí.

¿Éramos heroicas?

—¿Cómo puedes parecer heroico sosteniendo ciento cincuenta secadores de pelo?»

¿Sabes qué? Tu Mameh es mucho más heroica de lo que crees. ¡Escucha y verás! Caminamos durante dos horas en completo silencio. La tía Dameh se sentía tan mal que no quería hablar ni cantar. ¡Y entonces nos sorprendió el primer charco! ¡Nos atacó por detrás! ¡Nos defendimos con viento caliente! Pero resultó que era una treta, porque había charcos a nuestra izquierda y charcos a nuestra derecha que esperaban para emboscarnos cuando no mirásemos. Estábamos mojadas, empapadas y ahogadas, ¡pero luchamos como nunca lo habíamos hecho! Manejábamos los secadores como profesionales.

—¿Como ninjas?

¡Como ninjas secadoras! ¡De repente eran cien! ¡Y luego mil! ¡Y todos querían matarnos! ¡No tenían corazón, esos malditos charcos! Venían y venían. ¡Pero nosotras tres teníamos una tecnología de secado como el mundo nunca había visto! ¡Teníamos drones secadores en el cielo! ¡Teníamos secadores autoalimentados! ¡Teníamos secadores con inteligencia artificial! Teníamos secadores genéticamente modificados, empalmados con ADN de gusano, de modo que si alguna pieza de uno se rompía, ¡ambos volvían a crecer para crear dos secadores! ¡Teníamos secadores Terminator! ¡Teníamos secadores que viajaban en el tiempo!

—¡Espera! ¿Sabes viajar en el tiempo?

Oh, sólo los secadores pueden viajar en el tiempo. Pero escucha. ¿Me estás escuchando?

—Estoy escuchando.

La batalla fue dura. Tu Mameh, tu tía Dameh, y tu tía Tameh, todas éramos heroínas como el mundo nunca había visto. Habíamos matado a todos los charcos. ¡Los cinco mil! Nos sentamos en las cálidas rocas, jadeamos, descansamos, miramos a nuestro alrededor y supimos que habíamos salvado el mundo y nos habíamos divertido haciéndolo. Al final, la tía Tameh estaba completamente agotada. Estaba en forma, pero ni de lejos estaba en forma para cazar charcos. Estaba tumbada en el barro e intentó levantarse, pero se cayó de bruces porque ya no tenía fuerzas. Se levantó y cayó de bruces. ¡Arriba, splat, arriba, splat, arriba, splat! La tía Dameh y yo nos reímos hasta que nos dolió el estómago y no pudimos respirar.

Entonces la tía Tameh dijo que se tomaría unos momentos antes de volver a intentarlo. Se quedó tumbada e inmediatamente empezó a roncar.

Y otra vez nos reímos y nos reímos. Y fue genial. Entonces miré a Dameh y le dije: ‘¿No es ésta una razón para levantarse por las mañanas? ¿Para recordar lo divertido que puede ser el mundo?’

Ella se limitó a gruñir. ‘Fue divertido. Pero ¿a quién le importa?’

‘Salvamos vidas’, le dije. Pero ella se encogió de hombros. ‘Pero ha sido divertido. ¿No ves que puedes divertirte?’ La diversión no es lo más importante, dijo.

‘Si la diversión no es lo más importante, ¿qué lo es?’ ‘Nada es importante para mí’. Y su voz era más fría que nunca. La miré fijamente, sin creer lo que oía. Al cabo de unos segundos, añadió al final de la frase: ‘Ya no’.

—¿Por qué dijo eso, Mameh?

Estaba muy, muy triste. Había pasado por algo horrible y yo no podía hacerle ver que había esperanza. Perdió toda esperanza.

—¿Cómo la recuperó?

Bueno, eh... le dije cosas que consiguieron que... eh... ¿Qué le hubieras dicho para que recuperara la esperanza?

—¿Por qué me miras así?

¿Yo? No. Sólo quiero una respuesta. ¿Qué le hubieras dicho?

—Tía Dameh, siempre puedes jugar.

Sí, claro.

—Y tienes amigos.

Cierto.

—Y... también hay televisión.

¡Eso es exactamente lo que le dije! Hay juegos y amigos y televisión y... tus hijos. ¿Verdad? Pero ella dijo: ‘Es muy duro. No veo ninguna luz en el futuro. Solía ser tan... optimista y... feliz. Pero no hay luz en ninguna parte. Me han quitado toda la luz’.

—¿Estás llorando?

No. Bueno, sí, estoy recordando lo duro que fue para ella. Es duro ver a tus amigos así, ¿verdad?

—Mmmm-hmmm.

Pero nada de lo que dijiste, quiero decir, ¡nada de lo que dije ayudó! ¿Qué puedes decir que la ayude?

—Yo, yo no sé.

¡Vamos, di algo! ¡Piensa en algo!

—Siempre pienso en cosas que me gustan.

Cierto.

—Y me gustan. Así que quiero hacerlas.

Cierto.

—¿Es eso lo que le dijiste a Dameh?

Se lo dije. Pero ella no vio una razón para hacerlas. Puedes... ¿Qué más sugieres? Quiero decir, ¿qué más crees que le dije?

—No lo sé.

¡Adivina!

—Yo... Uh... ¡Tratas de engañarme!

¿Yo?

—¡Sí! Vamos. Ya sabes el final de la historia!

¿Qué quieres decir?

—¡Dime qué le dijiste para que volviera a encontrar la esperanza!

¡Pero necesito que lo adivines!

—¡Dime qué le dijiste ya! ¡Vamos, Mameh!

Yo... Bueno, ya sabes... Creo que es suficiente por hoy. Mañana te cuento el resto.

—¡Ni hablar!

Es tarde.

—¡No me voy a dormir hasta que me cuentes el final de la historia!

Te estás despertando. ¡Vamos, estoy cansada!

—¡No! ¡Estás cerca del final! ¡Cuéntame el final!

Cariño...

—¡Dime lo que le dijiste!

Vale. Vale, vale. Sólo... recuéstate. Ya está.

Ok. Te lo diré.

Le dije... Claro... Te diré lo que le dije...

—Uh huh.

Le dije... Esto es lo que le dije.

—Uh huh.

Le dije, mira, le dije, ‘El dolor que sientes... es una emoción muy poderosa. Pero es sólo una emoción. Y detrás de ella... Detrás de ella está todo el resto de ti. Está todo lo que fuiste y todo lo que te hizo feliz y todo lo que te entristeció y todo lo que te dio miedo. Detrás de tu dolor están todos los recuerdos que tuviste y toda la vida que viviste y todos los buenos y los malos momentos. ¡Detrás de tu dolor está todo lo que te hace grande y todo lo que te hace molesto y todo lo que amo de ti y todo lo que amas de ti!’

‘Sigue ahí’, le dije. ‘Es más grande que el dolor. Es más importante que el dolor. Es más importante que tu miedo. Es más importante que tu pérdida. Pero incluye tu pérdida e incluye tu dolor e incluye tu miedo. E incluye todo lo que siempre fuiste’.

—Huh.»

¿Te gustó?

—Yo no habría dicho eso.

¡Ja, ja!

—¿Y eso es lo que funcionó?

Creo que sí.

—¿Crees que funcionó?

Oh, sí, claro. Lo hizo, definitivamente, absolutamente lo hizo. Hoy no está triste, ¿verdad?

—¡Cierto! Entonces, ¿qué hiciste?

Bueno... Ejem. Dame un minuto. Voy a beber un poco de agua. Sí. Sí. ¡La hizo sentir mejor! Eso fue sorprendente. Se sorprendió. Y entonces dijo... ‘No volvamos a cazar charcos. Dejémosles vivir sus vidas. Y nosotros viviremos nuestras vidas. Y tal vez incluso podamos vivir en cooperación felices para siempre’.

—¿Es esa la razón por la que hay charcos por todas partes cuando llueve?»

¡Así es! Y también es la historia de cómo Dameh inventó un juego que gusta tanto a los humanos como a los charcos: ¡saltar al agua con botas!

—¡Sabía que esta historia tenía una lección en alguna parte!

Desde luego que sí. Buenas noches, cariño.

—Buenas noches, Mameh.

 

Título original: The puddle hunters

Traducción: Sergio Gaut vel Hartman


Guy Hasson es un dramaturgo, guionista y escritor israelí adscrito a varios géneros, entre los que se encuentra la ciencia ficción. Su trabajo como guionista y dramaturgo generalmente lo realiza en hebreo, mientras que su trabajo literario casi exclusivamente en inglés. Entre sus obras literarias se destacan: In The Beginning... (2001), novela corta; Hope for Utopia (2002), novela corta; Hatchling (2003), colección de cuentos; Life: The Game (2005), novela. En 2014 se publicó la novela Tickling Butterflies y en 2023 The Forgotten Girl, el primer libro de la serie 'Lost in Dreams'. Pueden leer la traducción online al español de “Hatchling”: https://axxon.com.ar/rev/163/c-163cuento8.htm. 


LA ILUSTRE SOCIEDAD DE LOS UNIVERSOS PARALELOS

Luis Saavedra

 

This is a story of boy meets girl,

but you should know upfront,

this is not a love story.”

(500) Days of Summer

 

Esto lo conté en otra oportunidad, con menos detalle. No es mi culpa, entonces solo conocía a Harry. Ahora se las cuento a ustedes, la versión uncut, pero deben saber desde ya que esta historia siempre estará en desarrollo.

El chico, que en esta parte se llama Harry, conoció a «Sally» cuando ella solo tenía dos meses, pero ya sabía que la amaba. Por supuesto, Harry no se llamaba así, pero lo prefería infinitamente al Juan que aparecía en el Registro Civil. «Sally» la dibujaba un coreano que había llegado a España como estudiante de intercambio y la escribía un guionista gordo que tiraba a pelado y tenía la imaginación de un niño de siete años. Harry trabajaba de operador de redes y por la tarde se pasaba por la librería para ver las nuevas series. «Sally» salió en la portada del número dos de «Princesa Sadako», que valía dos euros y el papel era reciclado. Harry vio a «Sally» esa tarde y se dio cuenta que lo único que valía en la vida era saber qué había debajo de su coqueta falda plisada.

Ideó un plan. Se inscribió en VrtuaLfe® y se compró un avatar de 250 dólares, fastuoso y vicioso como nunca sería Harry. Las chicas se le tiraron encima –las virtuales, claro está– y se la pasó realmente bien twerkiando y catarateando su poco money. Un pendejo le dijo que «Princesa  Sadako» era una mierda, pero que igual tenía un bucle VIP de pago, auspiciado por la editorial. Harry le dio las gracias y después le reventó la cabeza. Virtualmente, por supuesto. Le pidió a un ruso en la Dark Web que le crackeara el puerto por 50 dólares y entró. El ambiente era una orgía de inocencia, lleno de putos viejos ricachones con avatares de niños de nueve años. La «Princesa Sadako» era una perra retozona con superpoderes y una varita mágica, una inteligencia cuántica de Google que aprendía a ser humana. Todos los avatares de niños le corrían mano apenas podían. Buscó a «Sally» y la vio con un pokémon rosado que le metía la cola entre las piernas. «Sally» era otra IA, potenciada por un cluster de 10 hexaflops. El pokémon era un arquitecto de Madrid y tuvo que provocarle un shock a la conexión del pepinero para alcanzarla. «Sally» le sonrió cuando transmitió sus falsos antecedentes de crédito. «Ven acá», le dijo en kanji. Pero cuando le metió mano, se espantó. El puto coreano jamás tuvo en mente dibujarle un pussy. Al puto coreano le gustaba el futanari. Así que Harry la pasó muy mal esa noche cuando «Sally» le mostró su enorme weenie en medio de sollozos japoneses y enormes ojos.

Harry ya no se llama así. Ahora es Juan y se deshizo de su colección de manga. Tiene una empresa de software que coloca paquetes world-class en empresas pequeñas y dedica todo su tiempo a la estéril función de programar siguiendo las reglas de un libro de contabilidad. Sale a las once de la noche de su oficina y siempre pasa por la vitrina de la comiquería. La última vez me contó que volvió a ver a «Sally», en el número 18 de «Princesa Sadako». Estaba muy distinta, pero igual. Me preguntó si el amor podía abarcarlo todo, traspasar el papel, el metal y el asterisco. No entendí nada. Juan extraña a «Sally» más de lo que se permite reconocer.

Ahora les presento a Silky Ardiente, una chica emo que por supuesto no es su nombre, pero no tengo otra opción. Sí sé que tiene un trabajo miserable, pero que le ocupa pocas horas, escribiendo spam en blogs y sitios de noticias. No tiene muchos pelos en la lengua ni en ninguna parte. Le gusta estar así, depilada incluso allí donde no llega mucha luz. Dije «no llega mucha luz» porque un par de veces al año me honra con ese raro privilegio. Es de aquellas que no les importa bailar el tango horizontal con un ser humano si la encamada es buena, pero ya es más recatada con sus verdaderos gustos. Al igual que Juan, también le rompieron el corazón.

Silky tiene un gusto exquisito en Arquitectura y puede parlar de eso hasta que se te caigan las orejas; si dependiera de ella, te llevaría a todos sus rincones favoritos como el Barrio Francés y El Club Batidora. Comenzó como un simple coqueteo por la ciudad porque se sentía con suerte. Ella se vistió de lino y taco alto en esos días de primavera, usando un sombrero etéreo de ala ancha. Dice que le encanta Edward Hopper y por eso me la imagino como la imagen viva de «Summertime». Se metió entre unos barrios residenciales de edificios añosos que eran galantes y le hacían ojitos. Sí, se sentía halagada, pero buscaba algo extra a la tranquilidad moral de la burguesía. Hasta que lo vio en el horizonte, blanco como un caballero armado. Una erección de 200 metros de vidrio, metal y acero de alta densidad que se adelgazaba hacia arriba hasta rematar en un capuchón de hongo, una imagen muy gráfica pero fielmente transmitida, que se encontraba en el downtown de la ciudad. Inmediatamente asaltó un taxi que la acercó sensualmente como en un sueño húmedo hasta casi perder la conciencia. Enmudecida entró en el hall central para comprobar que el verdadero amor existía, y ascendió por su interior en uno de los diez ascensores turbo. La sangre le incendió la cabeza: sistemas de ecología interna, sistemas redundantes de seguridad, exteriores de biopolímero. En el último piso encontró un rinconcito con mirador para juguetear sin testigos, tan solo ella y ÉL. La sensación de sus pezones contra la frivolidad de los ventanales: uf, casi-casi, pero no sería digna de ella irse tan pronto. Sus piernas temblorosas le gritaban que estaba enamorada. Continuó con una cabalgata ultrasensible-arqueo-dorsal contra uno de los pilares duros como brazo de marinero y rugosos como piel de naranja, mientras la mullida alfombra hizo lo suyo, dando micro sensaciones a las plantas de sus pies. Cuando encontró el pomo de la puerta de servicio un relámpago de sonrisa le cruzó la cara, y dando revolcones y saltitos –no fuera que ÉL se sintiera presionado– se encaramó hasta sentirse cómoda. Dos pequeños versos musitados en SU honor y el primigenio ritmo atrás-adelante del amor la hundieron en sedas flamígeras como su nombre. Se desvaneció en la alfombra que le cantaba arrullos sensuales, sudorosa. Pero algo anduvo mal y ÉL simplemente seguía tan altivo y silencioso. Soñó con un mundo paralelo vestida de novia en la que eran felices ever after. Un guardia la encontró, viejo como vaquero de museo que ya no dispara, y tuvo la gentileza de vestirla. Le enseñó la torre gemela, que no veía por el ángulo forzado, y entendió SU frialdad. ÉL jamás podría ser su amante, ÉL ya tenía de amante a sí mismo. Me llamó a las 3am, durante mi segunda pesadilla. «No puedo seguir así», me dijo, «voy a dejarlo». Bien, ahora está en rehabilitación dos veces a la semana en un taller sobre parafilias.

Juan y la señorita Silky se conocieron un miércoles muerto, a las 19.00 horas en una de esas sesiones del Taller. No es que no se hayan echado un ojo antes, pero no era el mejor lugar para una atmósfera mágica. Llovía ese miércoles, ¿lo dije?, y, como siempre, a todos los dejaron en la parte de afuera de la sede social, donde sesiona el Taller, a las ocho en punto. Chica mira a chico, chico está perdido en la distancia, chica habla un par de frases. Chica se mosquea y decide llevárselo a la casa. La historia de cama es irrelevante, pero fueron los primeros en recibir el canturreo complaciente de los sicólogos del Taller. «Estaban curados». Ja.

El primer mes, el segundo y el tercero, completamente OK. Mucho amour fou, inmundicia y desvarío clásico de la primera etapa. Pero todo buen amante sabe que es mejor huir al sexto mes. Quizás el problema más recurrente del amor es nuestra poca disposición a conocer al otro. Así que fue inevitable que ambos comenzaran a extrañar viejas prácticas y no fue hasta que «Sally» se escapó de la boca de Juan, justo en el suspiro más íntimo, que se inició una tensión soterrada. Se comportaron como seres maduros y lo parlaron durante horas, eso de por qué estaban en el Taller; hubieran partido por ahí desde el principio. Sin embargo, no sirvió de nada y Juan comenzó a meterse a salas de chat, mientras Silky estaba ausente. Pero la situación había cambiado radicalmente para «Sally», un año en el manga y parecerá que murieran generaciones. Ya no la encontraba por ningún lado, «Princesa Sadako» la dibujaba ahora un pendejo salido de las escuelas de arte UC que introdujo un par de cambios: Amerimanga, el híbrido bastardo entre un otaku recalentado y un editor independiente gringo con ínfulas de grande, y no más «Princesa Sadako», ahora solo shonen-ai. Primero, se le reventó una vena de cólera, pero luego sobrevino una molesta melancolía, y después tuvo el mismo impulso que tenemos al buscar un/a ex en Facebook. Encontró un par de foros infestados de mangakas furiosos por el cambio; por supuesto, su nick fue «viudo de Sally». ¿Qué fue del coreano que la dibujaba? Se regresó a su país de origen donde se vive mejor que en España, no hay duda. ¿Qué fue de «Princesa Sadako»? Murió en el episodio 27, aplastada bajo un oso de peluche de dos toneladas. ¿Qué fue de «Sally»? No se la volvió a ver desde el capítulo 31. Las especulaciones iban desde que el nuevo dibujante la odiaba de antemano hasta que el guionista pensaba hacer un spin-off de ella, elija usted.

Y mira tú por dónde, entro yo de nuevo al baile con una larga conversación con Juan, en un barcito acogedor que tiene cerveza negra como no hay otra. Mono sonriente a reventar, me contó lo que acabo de relatarles. «No entiendo, ¿eso no fue trágico? ¿por qué tan alegre?», dije. «Ah, ni te lo imaginas», me dijo. Posteó un par de comentarios durante las siguientes semanas, nada serio, hasta que recibió un MP de una chica con el nick «viuda de Sally». Se cayeron bien y ella le habló de VrtuaLfe®. De manual, chico, impresiónala. Y así fue, y el avatar de ella no estaba nada mal. Comenzaron a salir, suena raro estando atado al teclado, pero es de hidalgo reconocer que ese Juan empezó a tener mejor semblante. Apenas se iba Silky, se conectaba y «viuda de Sally» aparecía 15 minutos después. Inevitablemente, las gozadas terminaban un poco antes de que Silky pusiera las llaves en la puerta. Silky, «viuda de Sally», «viuda de Sally», Silky. Pobre Juan, nunca sumó muy rápido dos más dos. Pero lo hizo, amén por eso, y desentrañó esa curiosa sincronía. De nuevo en la carretera del amor, Juan se siente un ser real e imaginario a la vez, con Silky durante el día y «viuda de Sally» cuatro noches por semana, todo en el mismo paquete.

Ah, el gran triunfo del amor, ¿verdad?

Pero Silky me llamó de nuevo a las 3am. Justo en el momento en que una enorme boca me devoraba en el sueño. «Los sueños en los que muero son los mejores que he tenido», canta Tear for Fears, años antes del Halloween de 1988. Mis pesadillas sirven para otro relato; no hoy, pero son una pasada. Ella me dijo: «demos un paseo», «estás loca», respondí, pero allí fui tras ella. Supuse que me quería hablar de su amor reencontrado, pero bullshit, me llevó a un café de mediamadrugada y me enchufó un largo monólogo sobre arquitectura, como en los viejos tiempos. Entremedio me habló con ojos asombrados sobre Juan y sus ataques de amor, como si la ausencia de ella cada vez más le recordara el hombre que fue. Al principio, se sintió halagada, por supuesto, pero luego, se desconcertó. Juan no solo no se molestaba que ella saliera, sino que parecía más contento y enamorado si las salidas se hacían más largas. Me grité un metafórico «¿Cómo, quién?» y mantuve mi mejor cara de invitado de piedra. En media semana se acostumbró, «el amor es completamente idiota». Y que lo diga. «Si fueras una viuda, ¿quién serías?», pregunté y ella me clavó su visión de rayos X. «No pienso ser viuda de nadie», respondió; de acuerdo. Y ahí fue otra vez la cantinela sobre lugares construidos por gente muerta hasta que me largó lo de «estoy teniendo una aventura. Qué te parece, ¿no es guapo?». Y seguí su mirada hasta la torre que en las tinieblas era la más fucKing joya iluminada de la ciudad: un monstruo macizo y medio retorcido clavado como estaca en medio de un fantasilandia consumista. Qué cambios de ánimo, chica, ¿te gustan musculosos ahora? Fuimos hasta SUS pies –no tenía opción– y el ataque de vértigo fue inmediato. Debo reconocer que ÉL era impresionante, no en la faceta sexual que Silky veía, sino en la del horror del simple ser humano al que le hacen mierda el ego. Me observó un rato la cara de pelotudo. Las mujeres siempre disfrutan de eso con cada nueva conquista, ver la sorpresa en los otros. A propósito, ella llevaba puesto un pequeño vestido negro y sombrero con una trenza larga de cabello azabache; su etapa de inocencia con Hopper se había ido a la shit. «Es un amante espectacular, darling». Era muy joven para decir «darling», pero en sus labios sonaba excitante, «me provoca cosas que ninguno hizo. Oye, hagamos un trío». Y aunque no era un paisaje del todo equivocado, le dije que mejor que no y ella se encogió de hombros y sonrió pícara. «Tú te lo pierdes. Un beso». No saben cuánto lo lamento, pero yo no voy por esos rumbos. Así que Silky se dio la vuelta y se fue taconeando por el camino de adoquines amarillos como la versión perra de Dorothy en Oz: toda ella una fiera: segura, lozana, revivida. ÉL le abrió el portal de SU recepción y el guardia gordo siguió durmiendo. «No le digas nada a Juan, es tan sensible». Desapareció por la puerta del ascensor ya sin la faldita y con su pequeña línea de vello púbico a la luz. Qué amazing forma de robar película.

Como comprendo ahora, soy un puto cobarde. ¿Debí decir algo? ¿Aunque sea la pelotudez que matara el encanto de ambas partes? Me late que cada cual merece mojar su pancito en miel como mejor le parezca, pero ¿ni siquiera una insinuación de lo que pasaba? Por otra parte, ¿quién soy yo para decirle a esos dos cómo funcionan las cosas en el mundo que conozco? Volví a mi casa y a mis pesadillas. En uno de los sueños de esa madrugada, me cité con «Viuda de Sally» en el mismo barcito de la cerveza negra. Tenía un velo negro y brazos musculosos con un Popeye tatuado, no pude averiguar quién era. Me desperté, pero reprimí mis deseos de llamar a Juan. Sigo sin saber quién es «Viuda de Sally».

OK, el final feliz. Los volví a ver meses después, me parlaron que se querían casar. «¿El uno con el otro?», se me escapó y, después del molesto silencio, me dijeron que esa era la idea en un mundo de toda la vida. Entonces se me escapó una risotada y los abracé tratando de minimizar las pérdidas humanas. Actualmente, esas dos ratas de laboratorio son inmensamente felices juntos, pero no revueltos, como en esas novelas de ciencia ficción donde se sueña en la misma cama, pero en universos paralelos. ¿Quién dice que no hay mundos perfectos?


Luis Saavedra Vargas nació en 1971 en Santiago de Chile. Siempre se interesó en lo fantástico por su estética de colores chillones y luminosos y sus monstruos siempre enfurecidos con buen gusto por las mujeres. Se le conoce mejor como editor del fanzine chileno Fobos y los Púlsares, los libros que recogieron los relatos ganadores del concurso del fanzine. Sin embargo tiene su faceta de escribir: su relato “Ol’fairies Bar” quedó finalista del concurso Domingo Santos 2005, en España, mientras que ha sido seleccionado para participar en antologías nacionales y extranjeras, y así también ha sido traducido al francés, italiano, inglés y, sorprendentemente, el árabe. Hoy forma parte del colectivo chileno de escritores fantásticos Poliedro, que lleva cinco colecciones de cuentos a la fecha y se prepara a sacar la sexta. 

jueves, 6 de marzo de 2025

ESTÚPIDA, ESTÚPIDA


Dora Gómez Q



Levántate, estúpida, que es tardísimo, ya va a llegar el plomero, dijo el fantasma de Marcos, un fantasma que fue construyendo con el pasar de los años. Conocía de memoria lo que le diría, sus inflexiones de voz cuando estaba enojado, sus juicios implacables, su ceño fruncido.

Se levantó arrastrando el cuerpo que parecía pesar cien kilos, dispuesta a tomar un té y darse una ducha en el chalet ahora silencioso, después que se deshizo de los inquilinos del taller de arte. Aunque eso significaba un ingreso menos, dejaría de encontrarlos usando su cafetera, interviniendo sus paredes y hasta desconociendo que ella era la propietaria. Susurraban a sus espaldas, creía que hablaban de ella. Traían gente desconocida que la miraban de un modo extraño, y caminaban por el jardín, a pesar de que les había prohibido pisar el césped. Y no solo estaba molesta, sino que comenzó a tenerles miedo, así que les pidió que se fueran apenas se venciera el contrato.

Vamos, vamos, junta agua, que el plomero la va a cortar, le ordenó el fantasma.

Dejó la taza de té por la mitad, y juntó agua en bidones de plástico. La interrumpió el timbre. Abrió la puerta. El plomero había llegado.

 

La vida lleva a transitar caminos sinuosos entre la oscuridad y la felicidad, entre la rutina y lo inesperado. Eso fue lo que ocurrió cuando concurrió a la exposición de muebles; quería estar al tanto de las novedades para cuando tuviera que vestir la vieja casa que acababa de comprar. A su lado, un hombre comentó sobre la nobleza de los materiales y Ana sobre lo bien que quedarían esos muebles en la vieja casa. La conversación se tornó amena, y quién sabe por qué, ella anotó el número del hombre y prometió llamarlo.

 La excusa para un encuentro sería el hecho de que él era arquitecto y la podía asesorar en su proyecto. Así que lo llamó una tarde lluviosa, en la que el agua se filtraba desde las tejas hacia la mitad de la cocina.

—Hola, soy Ana, nos conocimos en la exposición de muebles, ¿me recuerda?

—Sinceramente, no. Y no recuerdo haber ido a ninguna exposición de muebles.

—Discúlpame, debo haber anotado mal el número —le contestó desconcertada.

—No, no corte. También puedo asesorarla. Si estuvo en una exposición de muebles, y necesita consejos para la decoración de los ambientes, yo me dedico a eso, así que si puedo ayudarla…

Le dio la dirección del chalet, sin preguntar si también él era arquitecto.

Llegó puntual, y efectivamente no era el arquitecto que conoció en la exposición, era solo un seductor que aprovechó el equívoco. Así fue como conoció a Marcos. Tan amable y atento al principio que creyó haber encontrado su alma gemela. Rápidamente se fueron a vivir juntos, para lo que debieron superar obstáculos. Marcos había dejado a su esposa después de muchos años de matrimonio, y ella pudo superar el hecho de relacionarse con un hombre que estaba casado, de no considerarse una “rompe hogares”, a callar la voz de su madre juzgándola por renunciar a los valores éticos y religiosos inculcados.

 Los hijos de ambos era adultos. Los de Ana eran indiferentes a la decisión de rehacer su vida, ella estaba divorciada hacía muchos años, y sus hijos se sintieron aliviados de que ella ya no estuviera sola. Por el contrario, los hijos de él la odiaban.

 

—Llegó temprano —le dijo al plomero, que se encogió de hombros y se fue a cortar el agua, desde la llave de paso que estaba en la pared baja del jardín, junto a la canilla.

Ana se resignó ante el hecho de no haberse podido bañar, dándose ánimo en la creencia de que terminaría pronto.

 

Había estado llamando a Marcos todo el día. Quería saber dónde estaba y por qué no había regresado a la casa. Tuvo la intención de llamar a la policía, pero se detuvo, considerando que no era la primera vez que desaparecía, sobre todo después de un periodo de contacto romántico, como de luna de miel, lo cual la dejaba perpleja, como cada vez que de la nada cortaba toda comunicación y desaparecía. Había períodos en que se convertía en un hombre de hielo, que contestaba de mal humor y con monosílabos. La llevaba del paraíso al infierno en una montaña rusa de emociones, que hacía que ella, en vez de dejarlo, se desvivía por complacerlo, esperando recuperar aquel hombre que conoció por haber marcado mal un número de teléfono, aquel romántico y amable, al que llegó a considerar su alma gemela.

Quizá se fue a buscar admiradoras o fans, pensó Ana, ya que Marcos se aburría rápido y nunca tenía suficiente.

Él era adicto a la admiración, y ella era adicta a él, tanto que estaba dispuesta a olvidar sus infidelidades, a perdonar todas las cosas humillantes que le había dicho, cuando usaba su lengua como un látigo para lastimarla mucho.

Ella lo justificaba, creyendo que su inflada autoestima era una máscara para ocultar heridas más profundas. Dispuesta a perdonar más embustes, y desesperada por conocer su paradero, revisó los papeles en su escritorio, buscando alguna pista para saber de él, encontró un documento que decía que la casa, que había comprado con los ahorros de su vida, y que había puesto a nombre de Marcos cuando decidieron irse a vivir juntos, estaba hipotecada.

Miró al plomero por la ventana. Estaba cavando una zanja para encontrar el caño roto. Hacía un calor insoportable.

Estúpida, supongo que habrás comprado el tramo de caño para reemplazar el que se rompió, el pegamento, la cinta de teflón.

—Callate, ya estoy de bastante mal humor, por el calor, porque no pude bañarme, y por el plomero que trabaja en cámara lenta.

Tendrías que haberte levantado más temprano, pachorrienta, estúpida.

A las tres de la tarde aún seguía sin agua, con el plomero trabajando en el jardín. Corrió las cortinas del ventanal y vio al plomero apoyado en la pala, mirando el teléfono, tal vez viendo una película de Netflix o chateando con la novia. La invadió una gran sensación de impotencia, tuvo la fantasía de golpearlo en la cabeza con la pala y enterrarlo en la misma zanja, con la pala como lápida.

Puedo saber lo que estás pensando estúpida, siempre supe que eras una mujer siniestra.

Golpeó el vidrio de la ventana para llamar la atención del plomero, golpeteó con su índice derecho su muñeca izquierda, para indicarle la hora avanzada. él levantó la mano en una señal que no comprendió.

¿Seis horas para cambiar un pedazo de caño? ¿De dónde salió este tipo? A vos cualquiera te engaña, te ven la cara de estúpida,

Siguió mirando por la ventana. El plomero estaba cavando más allá. Más cerca del árbol. ¿Pero por qué cava ahí? No, por ahí no está el caño. ¿Qué hace? Voy a salir, ¡tiene que detenerse ahora mismo! Miró otra vez por la ventana y quedó petrificada El plomero, después de dejar el teléfono, había punteado con la pala algo duro, que colocó sobre el césped. Retrocedió asustado, buscando el teléfono que había dejado a unos metros.

Va a llamar a la policía, supuso Ana, mientras el albañil, mirando hacia la ventana le señalaba el hallazgo. Sobre el césped brillaban los restos óseos de Marcos.

Ana solo lamentó el no haberse podido bañar, mientras el fantasma de Marcos reía, y no dejaba de decirle: ¡estúpida, estúpida!


Dora Angélica Gómez Quiroga nació en Buenos Aires el 8 de julio de 1953. Es psicóloga  social, técnica en gestión cultural y poeta, incursionando actualmente en la narrativa. Ha publicado el poemario Arena Negra, en la Antología Federal de poesía por la región de Cuyo Andino del Consejo Federal de Inversiones y en también en antologías “La herida Cierta” y “Vestigios”.


DANZA MACABRA

Gastón Caglia

Llegaste una noche sin luna. Los pocos diáconos que aún viven lo recuerdan como si ese hecho tan poco usual se hubiera tratado de un presagio funesto. Eras tan solo un niño hambriento que había atravesado el Desierto de la Desolación Radiactiva; lo atestiguaban tus úlceras y las protuberancias cutáneas que destilaban horrorosos humores, como si hubieras querido que nos regodeemos en tu dolor, porque supimos al instante que sufrías.

Durante diez lunas, los diáconos, que no soportaban verte en forma directa, rezaron en la habitación contigua día y noche, aunque todos sabíamos, incluso tú, que no hay diácono que soporte la luz diurna. Las compresas con mandrágora aplicadas sobre todo tu cuerpo, fueron dando resultado lentamente, y a la decimoprimera noche –hasta en los mínimos detalles te aprovechabas de las simbologías–, abriste los ojos.

El abad en persona deseó interrogarte de inmediato, pero no creo que lo sepas, su cuerpo de escribas y asesores se lo impidieron. Regresó a su claustro, del que rara vez salía.

 

Todo aquello te lo recordé susurrándote al oído. Asentiste en silencio temiendo que me aproveche de ti por incursionar en tu mente. Luego montamos a nuestras bestias y tomaste el control de la Legión de Soldados de Dios, cien humanos deformados, hambrientos y enfermos. Debíamos partir sin demora hacia el Sitio Prohibido, el lugar del que llegaste atravesando el Desierto de la Desolación Radiactiva siendo un niño.

 

La Muerte es un ser real y efectivo, aunque por lo general invisible, dijiste al despertar, luego de esas once lunas de reposo. Esa noche quedamos pasmados por la revelación. Como un místico, aseguraste verla suspendida en el aire junto con el Ángel Exterminador, esa figura oscura envuelta en telas blancas, como una momia, que nos era prohibido observar a los ojos.

Luego continuaste orando; susurro que apenas pudieron escuchar los que se encontraban más cerca:

 

Y miré, y vi un caballo amarillo;

y el que lo montaba tenía por nombre Muerte,

y el Hades lo seguía;

y les fue dada potestad sobre la cuarta parte de la tierra,

para matar con espada, con hambre,

con mortandad y con las fieras de la tierra”.

 

Jamás habíamos oído ese poema, y menos en boca de un niño.

De inmediato todos nos prosternamos ante ti y te juramos lealtad. Te levantaste de la cama, trastabillaste, pero te asiste de los hierros oxidados de tu lecho y te erguiste todo lo que lo permitieron tus heridas todavía sangrantes.

El abad llegó presuroso, titubeante entre los restos de las otras camas, y besó tus pies y lamió y bebió la sangre que te corría por las piernas y de inmediato te sentiste rey, ese día lo vi en tus ojos, pecaste de arrogancia, pero callé porque me debía a ti. Y así lo hice durante estos últimos veinte años en que te formaste en las Escrituras.

 

Todo eso, ¿recuerdas?, te lo dije antes de que nos marcháramos, pues previamente debías encender la pira para que los cadáveres ardan y la Muerte se los lleve de inmediato. El hedor de nuestros hermanos era insoportable, un río de humores putrefactos regaba las inmediaciones del convento y el abad era sostenido por sus escribas. Él levantó la mano quedamente, como dando una orden a alguien que no la necesita.

 Así lo hiciste y, sin un ápice de miedo, asco o vergüenza, encendiste la carne de nuestros hermanos. Pronunciaste de viva voz: “Proclamo la igualdad ante la Muerte” y las voces de terror hicieron temblar los muros del convento.

Finalmente te pusiste delante de la Legión y alzaste el brazo desnudo. Las cicatrices que surcaban tu piel eran visibles más allá de los muros exteriores, inclusive más allá del Río de la Desesperanza.

Partimos y sólo se oyeron los cascos de las bestias hollar la tierra marchita. Luego de unas horas de marcha forzada por el sendero que lleva al desierto me acerqué a ti, pero el silencio en que te encontrabas inmerso era impenetrable. Descansamos en el último oasis lindero al Desierto. Intenté escrutar el interior de tus ojos, pero el frío horror parecía haber borrado de tu memoria los dolores que sufriste hacía años en aquel lugar, si es que pasaste por allí.

Descendiste de tu preciosa bestia de dos cabezas y diste un Sermón Fúnebre Igualitario. Fue el acto más demagógico que vi en mi larga vida, pero qué bellas fueron tus palabras, parecías inspirado por una Chorea Machaboerum, pues todos los fieles que se habían ido sumando a los Soldados a lo largo del camino bailaban y se contorsionaban al son de la inspiración de las Pestes Mortales.

Al acabar tu alegato las piernas te fallaron y caíste sobre la tierra yerma. No hubo Soldado que se atreviera a tocarte. Ordené que se levantara un campamento en el lugar y dentro de la carpa principal te alojé por unas horas hasta que regresaste del más allá.

Dijiste que tu fech se te había aparecido en un sueño. No lo entendí. Pero me ordenaste que eran tus deseos descansar. Salí de la carpa cuando el sueño se adueñó nuevamente de ti.

Despertaste con las primeras luces de la Luna Menguada. Cuando eras niño te aterraba observar el pedazo de roca que la Guerra Del Gran Hongo había cercenado a la Luna Menguada. Te pusiste en pie y solicitaste agua, comida y una espada. Todo te fue provisto por solícitos Soldados.

A la siguiente luna partimos silenciosos. Tu mutismo era contagioso, tanto como las Once Plagas Radiactivas. Sin embargo unas noches después algo rompió la monotonía, del Convento llegó la noticia que el Abad había fallecido leyendo las Sagradas Escrituras. No le diste importancia, parecías ya saberlo, como también sabías que el abad era ciego. Veinte Soldados emprendieron el regreso al convento pues el sentido del deber lo tenían hacia el abad. Tú los maldijiste, pero no fue suficiente para que cambiaran el rumbo. Nosotros entonces seguimos en la dirección contraria y nos internamos en el Desierto de la Desolación Radiactiva.

Cabalgaste y también caminaste hacia la Ciudad Prohibida durante cuarenta noches y nosotros te seguimos, los que quedábamos en pie. Cuando llegaste a la Gran Ciudadela de Cemento, lindera al Desierto, dijiste: aguarden fuera. Todos obedecimos aunque nos carcomió la duda. Creímos que no regresarías, pero luego de dos lunas de espera ansiosa emergiste de entre las entrañas de concreto. Tu rostro indicaba que lo habías logrado. Habías conseguido lo que fuiste a buscar, o lo que te llamaba para que lo encuentres. Empero tu rostro también denotaba un cansancio de muerte y agotamiento espiritual.

De regreso estuviste más parco que de costumbre. Los Soldados seguían muriendo de hambre, sed y sol, pero a ti no te importó, ya estabas con los pies en el otro mundo, como cuando llegaste esa noche al convento siendo un niño.

Al arribar de regreso al mismo oasis me dijiste en la carpa, que usábamos exclusivamente, que tomaste el Pulsador Del Gran Dios Destructor.

—¿Quién es el Gran Dios Destructor —te interrogué, y tú murmuraste a mis oídos como si fuera un secreto mortal: un cilindro plateado acabado en una punta dorada como el maldito Sol Abrasador del tamaño de quince hombres.

Yo no emití palabra y eso pareció enfurecerte más. Deseabas que preguntara, lo vi en tus ojos, en el abismo negro que se había abierto en tu ser, mas sabía la respuesta al porqué de tu viaje.

Finalmente regresaste. Tan solo once Soldados y yo te hicimos coro.

Al arribar al convento las oscuras túnicas de los diáconos que rondaban en éxtasis por el perímetro le conferían un aspecto fantasmal y casi alegórico, con sus rostros velados y las mortecinas luces de sus antorchas. Enardecido sentenciaste: Esta turba de impíos que osan danzar celebrando un oficio no divino son maldecidos por mí y por el Gran Dios Destructor irritado por tanta blasfemia. Los condeno a probar el látigo infernal.

Pero nada los acalló. Descendiste de tu bestia, te acercaste a los diáconos que extasiados o en trance se contorsionaban como afectados por una de las Once Plagas. Tomaste al vuelo a uno de los frenéticos danzantes por el brazo, pero este siguió retorciéndose con tanta violencia que su miembro fue arrancado de ese cuerpo putrefacto. No vi afectación en tus ojos. Sin embargo todos cesaron su ritual cuando tú gritaste y apagaste las llamas de las velas de las primeras filas de diáconos con tu saliva y sangre que brotaba desde tu garganta.

Luego caíste desvanecido y nunca más despertaste. De inmediato tomé de entre tus manos el Pulsador Del Dios Destructor y lo guardé entre los pliegues de mis ropajes. Siempre lo supiste, no eras el mejor guardador, hablabas en sueños, de los Secretos de nuestra Fe y la conjunción de mandrágora y drogas del pasado hicieron mella en tu cuerpo allá en el oasis.

 

Ahora te encuentras en un sueño profundo, tan profundo que no creo que puedas oírme, pero igual te lo cuento, porque en cierta forma estoy en deuda contigo. No te preocupes, gobierno el convento en tu nombre y hoy ha ocurrido algo extraño, una flor ha brotado de entre los ladrillos del muro.


Gastón Caglia es abogado, mediador y profesor de ajedrez. Ejerce como funcionario del Poder Judicial de la provincia de Santa Fe. Tiene 48 años, y vive en la localidad de Reconquista, provincia de Santa Fe. Escribe cuentos y relatos de ficción en general y ciencia ficción y terror en particular, bajo el pseudónimo de “Felipe Bochatay”. Ha publicado en algunas antologías de cuentos en formato papel y también en medios electrónicos latinoamericanos como en “Anapoyesis”, o “Narrativa”, entre otras. Asimismo escribe ensayos de sociología, literatura y ciencia ficción en su blog o en medios digitales y  podcast. Formó parte del comité científico de “Iberoamérica Social”.


 

 


IDEAS

 Judith Shapiro

 

Julio quería y quería, pero ninguna idea se le cruzaba por la cabeza.

Estaba sentado ente el escritorio de pino, con el termo y el mate a su derecha, y la ventana abierta a su izquierda.

Me miraba, un poco preocupado, sin saber qué decirme, qué contarme, y la pluma seguía dando vueltas en su mano, con la tinta esperando en el cartucho.

Tenía una remera azul, bastante vieja y que le quedaba medio grande, y unos pantalones de entrecasa.

Yo lo observaba a mi vez, intentando pensar en algo para ayudarlo, pero como nos suele pasar a todas nosotras, siempre, estaba en blanco.

En un momento, cerró los ojos para concentrarse (o para dejar de mirar por la ventana una paloma que daba vueltas por el árbol de enfrente, es lo mismo), y los volvió a abrir con una idea clarita, que le saltaba por el brazo hasta la mano y de la mano a la pluma.

Comenzó a exponerme esta idea que se le había ocurrido, con movimientos seguros de su mano. Pero no llegó a escribir tres renglones, cuando el teléfono empezó a sonar, obstinado y estridente, para comunicarlo, seguramente, con el editor, su sobrinita o su mamá, desesperados todos por que hiciera alguna cosa o se reunieran en algún lugar (por supuesto, los pedidos de su sobrinita siempre pesaban más que los otros y eran cumplidos con más ganas y cariño).

Habló unos momentos con la voz que le llegaba. Tenía que encontrarse en el parque con su hermano, la mujer de este y la hijita de ambos, para luego ir a comer los cuatro juntos.

Agarró una campera, las llaves y salió.

Yo me quedé sola, en el escritorio, con algunas locas palabras que fichaban la última idea de Julio.

Afuera, el viento charlaba con los árboles y la paloma de enfrente, y vi pasar a Julio caminando tranquilo, con el pelo un poco revuelto y las manos en los bolsillos del pantalón.

Cuando el viento lo vio irse, se paró en la ventana para saludarme. Contenta por la atención de mi amigo, salí a devolverle el saludo. Y él, siempre tan alegre, me levantó hasta la copa de un árbol y me enredó entre las ramas. Una amiga de la paloma de enfrente, que tenía su nido en la rama sobre la que me doblaba, me saludó con el pico y revisó las notas que tenía. Siguió retocando su nido, después, sin prestarme mayor atención. Yo me tiré al piso balanceándome divertida.

No había mucha gente caminando, aunque casi todos los que salían de las casas de esa cuadra, saludaban (con la mano o un “Buen día”) a doña Josefa, sentada como todas las mañanas, mediodías y tardes, tomando “calle” en la puerta de su casa.

Un chico que se acababa de bajar de un auto corrió hasta la puerta de doña Josefa. Yo estaba en el camino, y como los chicos no le prestan demasiada atención (o, por lo menos, este en particular) a lo que llevan en las suelas de las zapatillas cuando están buscando algo que quieren, me quedé pegada a un pedazo de chicle que no parecía muy viejo.

El chico siguió corriendo para saludar a su abuela. Sólo se dio cuenta de que me estaba llevando con él, cuando, antes de entrar, su madre se lo dijo.

Un artístico trozo del chicle quedó adornando mi revés. Pero eso no impidió (porque no había razón para que lo hiciera) que el chico notara las letras del trazo de la pluma. Intrigado, le preguntó a su madre qué decían, y cuando lo supo se le ocurrió, muy brillantemente, doblarme en forma de avión y lanzarme desde la terraza.

Así fue como me volví a encontrar con mi amigazo el señor Viento Otto (como me gusta llamarlo desde que, hace tiempo, escuché a Julio practicando un cuento que tenía que relatar), que me llevó planeando hasta la calle, para alegría y satisfacción del niño.

Pero pasaban algunos autos, y con toda lógica, aplastaron mis pliegues. Enseguida, Otto vino al rescate.

Volé rauda hasta una vidriera, donde un señor leía un libro (que bien podría haber sido un diccionario), sentado entre el mostrador y el vidrio. Estaba quieto, muy concentrado, sin darse cuenta de que los lentes estaban a punto de caérsele. Mientras bajaba otra vez al piso, pude ver fugazmente que se trataba de un local de arreglo de cámaras fotográficas.

Quedé ahí tirada un rato largo, pero tranquila. Miraba el cielo, el sol, los desagües, las manchas de humedad en la parte inferior de los balcones... Yo sabía, con mucha certeza, que la paloma que había visto por la ventana me vigilaba desde el alero de una de las casas de la esquina.

Eventualmente, aburrida de estar ahí quieta, voló hasta donde yo estaba, y me llevó con las patas al escritorio de Julio.

Más despierta de lo que hubiera creído, después de apoyarme, buscó en la vereda una piedrita, y me la puso encima para que no me fuera otra vez. Luego, se fue a visitar al nieto de doña Josefa y sus miguitas de pan.

Cuando volvió y me vio con mi piedrita, Julio tuvo una nueva idea que le resplandeció en la cabeza. Pero como ya no podía usarme para escribir, sacó rápidamente algunas hojas limpias del cajón, y me arrojó despreocupadamente al tacho de basura, en el rincón.


Judith Shapiro nació en Rosario, Santa Fe, Argentina, el 16 de enero de 1989. Es Profesora en Antropología por la Universidad Nacional de Rosario y, en otras facetas, bailarina, acróbata aérea, profesora de la disciplina en varios talleres en Rosario y mamá, lo que desde hace algún tiempo la tiene alejada de la escritura. Ha publicado cuentos en Axxón y varias antologías, entre las que se cuentan Desde el taller y Grageas 3, editadas por Desde la Gente. Sus autores favoritos son J. G. Ballard, Mario Levrero, Phillip K. Dick y Cordwainer Smith, entre otros.


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