Víctor Lowenstein
Se calzó las gafas lo más
rápidamente que pudo y salió del edificio, hacia Libertador, pensando en
perderse por cualquier calle aledaña. Perderse por un rato del mundo y sus
embrollos.
Advirtió que
había olvidado cepillarse los dientes antes de salir. Esas negligencias propias
le resultaban irritantes, pero ya se había resignado un poco a dejar de luchar
contra cada tira y afloje con que su alma enfrentaba cada día a día. Era la mar
de frustrante.
Se detuvo en
un kiosko por una barrita de Cherry Liptus. Le dio un mordisco a la primera
pastilla caminando más lentamente, dirigiendo sus pasos por una calle
cualquiera de las que bajan hasta la gran avenida. Se cerró el cuello del
impermeable casi por instinto; que nadie descubriera que debajo llevaba el
piyama. De nuevo las palpitaciones. Una puntada en el pecho, real o imaginaria.
A respirar hondo…
Ahora no
estaba tan agitado. El cafetín en una esquina le pareció buen refugio. Apresuró
el paso sin darse cuenta y entró, buscando una última mesa, allá en el fondo. Esos
cafés de paso eran todos iguales. Todos tenían una mesa reservada para él, en
el rincón más oscuro de algo que no podía llamarse salón, que era un reducto,
con un mozo que era siempre el mismo, un tipo grueso, que hablaba entre
dientes, que no tenía vida ni alma propias. Que se acercaba sin siquiera dar
los buenos días.
—Café, por
favor.
—¿Sólo, o lo
acompaña con algo?
—Nada.
—¿Quiere el
diario?
—No.
Agradeció
quedarse a solas con sus pensamientos. Ese rumor vicioso y suave, constante,
que parasitaba su conciencia con la misma retahíla de ideas siempre similares.
Pensamientos como nubes ligeras frente a las que se detenía a divagar, a
perderse en sus formas… esa cosa casi física de las ideas, de sus texturas, que
podía ver pero jamás tocar. Y luego esos otros pensamientos. Los procaces,
urgentes e inevitables.
Los últimos
diez mil dólares que Mamá le había dado ya se estaban agotando. De la semana de
licencia pedida en la inmobiliaria quedaban tres días, nada más. No era para
desesperarse, pero las preguntas volvían como saetas. Qué hacer. En qué
dirección moverse.
No se
preocupó en un principio, cuando aquello era apenas una inquietud; cuando las
penumbras invadían la habitación al atardecer, y las persianas filtraban juegos
de claroscuros que llenaban su alma de un estupor desconocido; su cuerpo entero
comenzaba a temblar y los brazos se le agarrotaban hasta provocar puntadas
intolerables de dolor en los hombros. Se sentaba en el sofá e intentaba
controlar sus pulsaciones. Respiraba hondo. Bajaba los párpados y ahí percibía
el zumbido en sus oídos. Los sonidos más imperceptibles parecían amplificarse
anormalmente. Abría los ojos entonces, casi asustado, sin saber qué esperar: el
temblor bajaba hasta sus manos y ahí permanecía por largo tiempo. Los minutos
se hacían agónicos. Cuando ya no lo soportaba, bajaba a las calles a perderse
en algún bar.
Seguía
pensando que no era para preocuparse de más. Unos temblores, algunos miedos, no
podía ser tan grave. Tal vez la cuestión pasaba por no estar tan solo siempre y
por darse tanta máquina. Se llevó dos dedos a la frente y notó la piel
aceitosa. Ni se había lavado la cara al levantarse. Al volver al departamento
se daría una buena ducha. No se dejaría vencer por ninguna depresión. Todavía
faltaba transcurrir un día por delante. Después de aquel café…
Parecía fácil
darse ánimo, pero aquello, de fácil, no tenía nada… una opresión imprecisa lo
sujetaba a esa silla, le dejaba los brazos colgando con restos de ese
agarrotamiento que nunca se iba del todo… y la cabeza. Los pensamientos pasaban
por su conciencia sin voluntad para ser considerados, percibidos lejanamente, tardíos.
El cansancio de costumbre. Cansancio acumulado, persistente, inamovible… y era
más que eso, lo sabía. La lentitud en los reflejos, la vista nublada y los
leves mareos, el zumbido en los oídos…
No se iba a
levantar de esa mesa. No todavía. Dedicó unos minutos en recordar a Carla, y
sus últimos días en la facultad. Ya debía ejercer como psicóloga, seguro. Carla
y su cara de ángel y aquella última conversación que no podría olvidar y que
marcó la ruptura definitiva. Las mujeres no saben comprender a un hombre de
espíritu adolescente. La vida continuó como un cansancio eterno. Un eterno y
solitario lunes. Y él seguía recordando la charla al pie de las escalinatas.
Lo
tuyo es menos que misantropía. No es fobia social, es puro bajón, te das manija
solo. No es lo que pensás; ni paranoia ni ninguna cosa rara. Tampoco entiendo
bien eso que llamás síntomas.
Luego aquella
aseveración. Cruel, exasperante.
¿Sombras?
¿Qué sombras? ¿Cómo se puede tener miedo a…?
No se
volverían a ver.
Abordó el ascensor y subió sin
interrupción los once pisos hasta el suyo. Entró, cerró la puerta y se dejó
caer sobre el sofá de la sala. Mentalmente bosquejó algunas inmediateces. “Voy
a ducharme. A dejar de leer a Pessoa y escuchar más música. También a dejar de
hablar sólo; no es bueno…”
Las sombras
comenzaron a entrar por la ventana. Lánguidas, ondulantes. Subían por las
paredes y se agrupaban en el techo, anidando como a la espera de algo. Otra
sombra plana, suspendida en medio de la sala, levitaba ascendiendo hasta el
cielorraso para reunirse con las otras. Juntas formaron una única masa gaseosa
que giraba en rítmicas vueltas hasta detenerse por completo y quedar fija en el
techo simulando una mancha de humedad gigantesca.
El cuerpo se
le empezaba a acalambrar. De nuevo el agarrotamiento en brazos y piernas.
Vanamente intentó mover los labios. Supo que no era un acto que obedeciera a su
voluntad. No existía voluntad alguna.
No podía
decidir nada ya. Su cuerpo no era su cuerpo, era un antiguo templo en ruinas,
habitado por sombras. El silencio aplastaba las cosas hasta sus límites. El
espacio de la sala no existía, olvidado del mundo, y qué era él sino la nada
misma paralizada en algún punto impreciso de un mundo desconocido.
Otra sombra
entró por la ventana, reptando desde la pared exterior. Se desmigajó en
hilachas que proyectaban opacidades por todo el ambiente. Haces grisáceos se
soltaban cual lágrimas; cierto centro de tormenta absorbía la lluvia de
lágrimas y las escupía más ennegrecidas cada vez, y la gran mancha del techo se
sacudía liberando sus partes.
Sin entender
cómo consiguió ponerse de pie. Se dejó invadir por una tremenda angustia que no
le era desconocida. Una fe que no entendía lo poseyó por entero y pudo ver en
cada sombra una certidumbre, viva.
Espirituales,
se movían en su dirección. Volaban, eran ángeles, eran eternos, Dioses
desnudos. Adanes sin mácula, no caídos, puros. Los bienaventurados Dioses que
venían a buscarlo. Y al fin pudo llorar y agradecer por su llegada.
Víctor Lowenstein nació en Buenos Aires, Argentina, el 19 de enero de 1967. Escritor. Autor de seis libros de cuentos fantásticos. Dos menciones de honor de la Sociedad Argentina de escritores (S.A.D.E) y primero y segundo premio género cuento concursos “Siembra de letras” y antologías “Soles de América”. Participación en más de veinticinco antologías y una docena de revistas digitales. Escribe textos ficcionales, horror, weird, y ensayos sobre literatura moderna. Algunos de sus libros son: Paternóster, novela corta, 2014 y Artaud el anarquista, 2015.

Muy bueno. Y muy buen final.
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