Sergio Gaut vel Hartman
Ignacio estaba
demasiado ocupado en otros menesteres como para ponerse a escribir un cuento
cuando solo quedaban unos minutos para que se venciera el plazo de entrega. Así
que optó por el recurso más fácil, sin preocuparse por la deshonestidad que
implicaba. Tomó a Tiwot por el segundo brazo derecho y lo sacudió como si en
lugar de ser su amado tutor marciano se tratara de una alfombra persa.
—Te pagaré cualquier cosa si me das
una idea para un cuento. ¡Cien mil créditos solares!
El sabio Tiwot demoró varios
minutos en responder, y cuando lo hizo, una luz verde se encendió en la cima de
su cresta dorsal.
—Escribe: “Vio un animal, un ser
que no estaba muerto ni vivo, algo que resplandecía con una débil luminosidad
verdosa. Permaneció junto a las ruinas humeantes de la casa de Catmor y los
hombres trajeron el equipo abandonado y lo pusieron debajo del morro del
marciano. Se oyó un siseo, un resoplido, un rumor de engranajes”.
—¿Eso es… tuyo? —Ignacio vaciló un
momento. Ya se había arrepentido de cortar por el atajo sucio; el párrafo
dictado por el marciano le sonaba peligrosamente familiar.
—Es mío. Yo le dicté esas líneas,
hace dos siglos terrestres, al que supuestamente las escribió.
—¡Es mentira! —exclamó Ignacio—.
Cambiaste dos o tres palabras, pero sé de qué novela lo sacaste. Eso no fue lo
que te pedí.
—¿No? ¿Seguro que no? No busques
urdir una sucia triquiñuela para no pagarme los cien mil prometidos.
—¿Pagarte por plagiar a mi escritor
favorito? Podría haberlo hecho yo.
—Pero no lo hiciste. Buscaste mi
complicidad.
—Solo un poco de ayuda, aunque ya
no la necesito.
Ignacio vio difuminarse la silueta
de Tiwot y sonrió. Una vez más, el viejo y querido Ray Bradbury le había dado
una mano, aunque no del modo esperado. Abrió la ventana y contempló la estrella
azul que brillaba en el cielo marciano. Por un momento creyó que era cierto lo
que decían los arqueólogos: la civilización del cuarto planeta había crecido y
prosperado cuando los dinosaurios correteaban por la superficie de la Tierra, y
había colapsado antes de que los humanos comenzaran a erguirse. Pero no tardó
en recuperar la sensatez.
—Hola, Ignacio —dijo Xozed,
sonriendo a la manera de los marcianos—. Veo que una vez más somos los
protagonistas de uno de tus relatos.
Ignacio se encogió de hombros.
—No sé si protagonistas —dijo—.
Aunque, en cierto modo… sí.
Xozed entró flotando al estudio de
Ignacio, con esa elegancia gelatinosa que hacía difícil distinguir cuándo
caminaba, cuándo se deslizaba y cuándo simplemente decidía no obedecer la
gravedad. Se acomodó en el aire como quien acomoda un almohadón invisible.
—¿Y bien? —preguntó—. ¿Qué vas a
escribir esta vez? ¿Otra historia sobre humanos que no entienden nada? ¿O tus preferencias
derivan hacia una historia donde, por una vez, los marcianos no somos sabios,
ni misteriosos, ni antiguos? Podríamos ser burocráticos, por ejemplo. Muy
burocráticos. Una terrible raza de inspectores de formularios interplanetarios.
—Tentador —dijo Ignacio—, pero no
da para el concurso.
Xozed inclinó sus cuatro ojos hacia
distintas direcciones, gesto equivalente a un suspiro.
—Siempre los concursos. Siempre el
plazo. Saben convertir el arte en una carrera de velocidad.
—No digas esas cosas —rio Ignacio—.
Ustedes no tienen idea de lo que es luchar contra la página en blanco.
—Nosotros tampoco tenemos páginas
—observó Xozed—. Ni blancas ni de ningún otro color. Todo lo escribimos en la
memoria colectiva. Más cómodo, más ecológico.
—Y más peligroso —respondió Ignacio—.
Un mal cuento podría infectar a toda tu especie.
Xozed lanzó una carcajada, ese peculiar
sonido húmedo y rasposo que se parecía bastante al momento en que un zorro
logra ingresar a un gallinero.
—Ah, pero no te confundas. Nosotros
también borramos cosas. No te gustaría saber cuántos poetas marcianos han sido…
ajustados.
Ignacio dejó la ventana. El cielo
marciano lo distraía demasiado; uno empieza mirando una estrella y termina
filosofando sobre su vida, sus decisiones, sus errores, las veces que podría
haber sido feliz y no lo fue. Y él no estaba para eso. No con un cuento pendiente,
no con un tutor marciano que reclamaba cien mil créditos solares por un párrafo
robado a la literatura terrestre.
—Creo que voy a escribir algo
simple —dijo—. Algo sobre un escritor desesperado que vive en Marte y que
termina aceptando que no necesita robar ideas ajenas porque ya está lo
suficientemente loco como para inventarlas solo.
—Autobiográfico —asintió Xozed—.
Muy bonito. Pero te falta un conflicto.
—Podrías ser el conflicto.
—No. Ya estoy muy usado. Sería más
saludable que pongas a Tiwot.
—Tiwot me quiere cobrar.
—Entonces es perfecto.
El silencio se hizo espeso. Ignacio
se acercó al escritorio, encendió la pantalla y abrió un archivo vacío. Siempre
funcionaba igual: la pantalla vacía provocaba miedo, pero también una especie
de alivio. Miedo al fracaso; alivio porque todo puede comenzar desde cero.
—¿No te molesta que siempre hable
de ustedes, los marcianos? —preguntó.
—Para nada — dijo Xozed—. Nos
resulta entretenido ver cómo nos reinterpretan. Además, gracias a tus ficciones,
la mitad de los turistas creen que somos una mezcla entre monjes tibetanos,
fantasmas y bibliotecarios cósmicos. Eso nos da un aire bastante sugestivo,
además de exótico.
Ignacio sonrió. Lo decía en broma,
pero en el fondo tenía razón.
—¿Qué te parece si escribo algo
sobre Catmor? —preguntó Ignacio mientras tecleaba—. Es un nombre hermoso. Suena
a personaje trágico.
—Catmor fue real —dijo Xozed, con
inesperada gravedad.
Ignacio dejó de escribir.
—¿Cómo que real?
—Muy real. Un explorador terrestre.
Llegó en la tercera expedición. Era curioso, valiente y bastante imprudente. A
veces pienso que ustedes, los humanos, solo existen porque el universo no tuvo
tiempo de detenerlos. Bradbury no lo nombra, pero nuestros anales lo
registraron y conservaron su memoria.
—¿Y qué pasó con él?
Xozed cerró los ojos –los cuatro–
como si reviviera algo antiguo.
—Quemó su casa por error mientras
intentaba fundir hielo marciano para obtener agua. Y algo salió de entre los
escombros. Algo que no estaba muerto, ni vivo. Algo que brillaba con un
resplandor verdoso.
Ignacio tragó saliva.
—Tiwot dijo lo mismo.
—Porque él fue testigo. Y no quiere
recordar lo que pasó después.
Ignacio dejó el teclado.
—¿Qué pasó después?
—Eso deberías escribirlo, es tu
tarea; recrear o inventar… no hay demasiada diferencia —respondió Xozed—.
Aunque si te parece mejor, te puedo contar la verdad.
Ignacio dudó. Siempre había querido
escuchar la verdad. Pero entonces, ¿qué lugar quedaba para la ficción?
—Mejor no —dijo al fin—. Si conozco
los hechos verdaderos no voy a poder inventar nada. Escribir es un pacto.
Cuando uno sabe demasiado, el pacto se rompe.
Xozed sonrió, satisfecho.
—Eso sí que suena a escritor.
Ignacio volvió a teclear.
Las palabras salieron con fluidez
inesperada: sobre Catmor, sobre la criatura verde, sobre la casa en ruinas,
sobre Tiwot y los engranajes y el siseo. Sobre un escritor en un planeta que no
era el suyo. Sobre un marciano que le cobraba por ideas usadas. Sobre otro
marciano que entendía demasiado.
Y mientras escribía, comprendió
algo.
Tiwot no había citado a Bradbury.
Bradbury había citado a Tiwot.
O quizá ambos se habían copiado
mutuamente a través del tiempo, como si la imaginación fuese una corriente
compartida entre mentes que nunca se conocieron.
—Xozed —dijo sin apartar la vista
de la pantalla—, ¿estás dispuesto a aceptar que las ideas viajan solas?
—Claro que sí —respondió el
marciano—. Igual que las tormentas de arena. Y, a veces, igual que los
recuerdos.
Cuando terminó el cuento, quedaban
cinco minutos para el cierre del concurso. Lo envió sin releerlo. No hacía
falta.
—Haré una confesión, Xozed —dijo,
recostándose—. Este cuento, al final, es mío, no es plagio.
—Sí —asintió el marciano—. Pero
nosotros aparecemos en él.
—Bueno —dijo Ignacio, encogiéndose
de hombros—. Nadie se libra fácilmente de sus amigos.
Xozed lo miró con ternura
extraterrestre.
—Y menos de los buenos.
La luz azul de la estrella
terrestre iluminó el estudio. En ese momento, Ignacio pensó que, si alguna vez
ganaba un premio importante, tendría que incluir un apartado de
agradecimientos. Pero dudaba entre poner: “Gracias, Ray”. O “Gracias, Tiwot y Xozed”.
Al final decidió que pondría ambos.
Después de todo, la buena
literatura, como la amistad, siempre es cosa de más de un mundo.
—Finalmente —dijo Tiwot—, ¿vas a
pagarme los cien mil créditos solares o no?
Sergio Gaut vel Hartman nació en Buenos Aires el 28 de septiembre de 1947. Es escritor, editor y antólogo. Inició su carrera literaria en 1970, publicando en la revista española Nueva Dimensión. En Argentina, fue parte del equipo de la revista El Péndulo y fundó el fanzine Sinergia y dirigió la revista Parsec. Su primer libro de cuentos, Cuerpos descartables, fue publicado en 1985 por Ediciones Minotauro. Ha sido finalista del Premio Minotauro 2005 con su novela El juego del tiempo, y del Premio UPC por su novelas cortas Otro camino, Carne verdadera y Otro dios caprichoso. Creó y coordina el TALLER 9 de escritura creativa y este blog, MICROFICCIONES Y CUENTOS. En las últimas semanas ha sido finalista en varios concursos literarios, aunque no ganó ninguno de ellos.

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