martes, 25 de febrero de 2025

ESPECIAL MICROFICCIONES (ONCE)


Un terrícola en Karkadia

Víctor Lowenstein (Argentina)

 

Despertó con la resaca propia del domingo, sin recordar dónde estaba. Veía todo color violeta. Se levantó a tientas, tropezó con un perro de dos hocicos y consiguió llegar hasta una puerta de metal fosforescente, y abrirla. Salió a una calle extraña, desorientado y aturdido. Alguien pasaba; un humanoide de orejas puntiagudas que soltaba un aroma a coliflor hervido…

—¿Sabe dónde estoy? —inquirió el hombre.

—Bennder, capital de Nubveb, norte de Zsiatron. Planeta Karkadia. Terrícola, ¿verdad? Mejor desabríguese un poco; estamos en pleno Sumor, verano Karkadiano. Está usted bien lejos de casa. Mejor acompáñeme hasta una estación espacial; veremos si hay alguna nave con vuelo a la Tierra… no hay muchos viajes hacia allí. No se ofenda, pocos quieren ir a un planeta tan primitivo, con tantos astronautas aficionados al licor karkadiano… 


La biblioteca

Diego Muñoz Valenzuela (Chile)

 

El profesor entró con indisimulado deleite a la nueva biblioteca.

 LA BIBLIOTECA CIERRA A LAS 19 HRS.

 SE RUEGA ABANDONARLA OPORTUNAMENTE.

 SE AGRAD...

Interrumpió su propia lectura para admirar los detalles. Todo alfombrado e impecable. Se acercó a los ficheros y se abocó a revisar algunos en forma sistemática; periódicamente anotaba cifras en los formularios que encontró sobre el mesón de pedidos. Envió los papeles por el montacargas hacia el subterráneo y un par de minutos después cinco libros relucientes retornaron en lugar de aquéllos. Tomó los textos y los transportó a la sala de lectura.

NO FUMAR

Palpó los costados de su chaqueta; de todos modos no importaba, había olvidado comprar cigarrillos.

LA BIBLIOTECA CIERRA A LAS 19 HRS.

El profesor hizo un gesto de desprecio, los malditos burócratas o algo así murmuró. Se sentó y se dispuso a leer. Eran las 18:29. Hojeó el primer libro, luego el segundo. Sólo para disimular, ninguno de los dos le interesaba en realidad. El tercero tenía tapas verde brillante; las abrió impulsivamente. Saltó el prólogo para leer el capítulo uno.

Había pedido cinco libros para leer uno solo, uno que le costaría el puesto si lo sorprendieran. Nunca más encontraría trabajo. Para un maestro no existían las segundas oportunidades. Le había costado decidirse. Mucho era el riesgo, tal vez mucho más de lo que creía. Pero leía con fruición. Nada lo podía distraer, nada lo podía distraer, nada.

18:40

Terminó con el capítulo I y dobló la página. Antes anotó algo en un cuadernillo. Centró la vista en el libro.

18:47

Miró la hora. Bajó la vista. Allí estaba todo, todo cuanto deseaba saber, todo, todo. Su avidez crecía.

No podía llevarse el libro a la casa. Tenía que verlo ahora, aprovechar al máximo esta oportunidad, quizás no tuviese otra.

18:57

18:58

18:59

El profesor estaba nervioso. Devoraba el libro, nada más parecía interesarle. ¡Queda tan poco!

18:59:30

Miró el reloj de la sala y cerró el libro. Caminó hacia la salida.

19:00

La compuerta se cerró antes de que el profesor pudiera alcanzar el umbral. Se puso color de harina. La luz se debilitaba en el interior de la sala. Entonces recordó a su sobrino que salió a caminar y pensar y que no volvió nunca, y de su mujer que le ocultaba los anteojos para que no leyera tanto. Ahora estaba todo negro. Alguien le quitó el libro y lo arrastró por un pasillo que hasta hace un rato atrás no existía.


La doncella, el rey y el té

Oscar De Los Ríos

 

Había una vez, en un reino muy lejano de Oriente, una doncella que se desposó con un rey. La doncella estaba profundamente enamorada, pero al cabo de dos años el rey decidió tomar una concubina (eso es algo que generalmente hacen los hombres). La doncella, al enterarse de la determinación del rey, decidió que no sucedería (esto es algo que generalmente hacen las mujeres).

Tras largo cavilar sobre la forma en que evitaría que el rey tomara una concubina, decidió consultar a una anciana muy sabia que vivía en el extremo oeste del reino. Para esto, se desplazó a la residencia de la mujer y, luego de confiarle su problema, la anciana, sonriendo dulcemente, le respondió:

—La solución es muy sencilla: basta con que el rey esté enamorado y todos los días, al verte, diga “te quiero” (para las mujeres occidentales, el amor todo lo puede).

La doncella se retiró de la vivienda de la anciana sin estar convencida de que solo el amor impediría al rey tomar una concubina. Nuevamente volvió a cavilar y resolvió visitar a otra anciana muy sabia que vivía en el extremo este del reino. Para esto, se desplazó a la residencia de la mujer y, luego de confiarle su problema, la anciana, sonriendo dulcemente, le respondió:

—La solución es muy sencilla: toma este gajo de planta de té y plántalo en una maceta de barro, riégalo y cuídalo tú misma. Todos los días, prepárale una infusión al rey cortando una sola hoja (para las mujeres orientales, el té todo lo puede).

La doncella volvió a su palacio y, tras meditar profundamente, decidió que aplicar ambas soluciones sería lo más efectivo. Desde entonces, todas las tardes, después de la comida del mediodía, la doncella le preguntaba al rey:

—Mi señor, ¿quieres un té?

A lo que el rey respondía:

—Sí, té quiero.

Y en ese momento, el rey se daba cuenta de que estaba enamorado y jamás podrá tomar una concubina. De esta manera, el rey y la doncella vivieron muy felices juntos. La doncella enamorada del rey y el rey enamorado… del té.


En carne propia

Itzel Alejandra Flores García (México)

 

Ella se fue arrancando las escamas que le dolían tanto. Esas escamas que habían cambiado de color, que habían cambiado de olor y de tamaño. Ya no eran las escamas que la habían vestido tanto tiempo haciéndola lucir hermosa y protectora, no. Esas escamas se habían ido resquebrajando y mutando en otra cosa que le ardía el cuerpo. No podía tenerlas más y por eso es que con sus garras las jalaba, aunque se arañaba, se iba pelando cada centímetro de la piel y así por unas horas más hasta que quedó completamente desollada, en carne viva, boca arriba sin saber qué hacer con esa desnudez quemante.

Las escamas se secaron segundos después, se hicieron polvo y unos minutos más tarde, ya no existían.

Ella lloró y lloró; no veía el momento en que el cuerpo dejaría de dolerle, aunque sabía que, si las hubiera dejado ahí, las escamas la habrían envenenado. Lo único que le quedaba era soportar y así lo hizo.

A la mañana siguiente salió y se deslizó triunfante por la arena. Su lengua, por muy viperina que fuera, nunca podría contar su calvario a las demás.


Error en la oscuridad

Maritza Macías Mosquera (Chile)

 

El obcecado profesor de Ciencias Futuras se negó a autorizar la salida del estudiante proveniente del planeta Orano, aunque este se quejaba insistentemente de cierto malestar a la altura de su pelvis; no le permitió retirarse del cubículo a pesar de lo abuhado de su aspecto.

El estudiante en cuestión había sido sorprendido flagrante en el dormitorio de una joven orana durante la noche anterior. En su loca carrera por escapar sin ser atrapado debió golpearse en alguna banqueta que saltaba como si fuera un vulgar canguro. La única forma que encontró de evitar la hecatombe fue treparse en uno de los muchos ciricopes perennes que habían traído del sistema Andruta y experimentado si podían ser cultivados con éxito en Otraska. Eran estos muy altos, como los alerces, pero frondosos y de grandes uncas, con forma de hojas de parra. Claro está que el orano debió pasar encaramado sobre el ciricope el resto de la noche.

El profesor, proveniente del planeta Roncoy, un lugar donde ser cenobita era visto como un don que, además les daba cierto estatus y poder en su forma social de organización, algo había escuchado sobre Ascur, el estudiante enredado en amoríos nocturnos.

Ascur, sintiendo que su malestar crecía y su desasosiego era cada vez más insoportable, escapó del cubículo sin autorización y buscó el aula más distante recóndita del edificio ojival que deambulaba por el espacio. En completa ataraxia y alejado de toda mirada inquisidora, buscó el origen de tanto malestar. La prenda íntima que llevaba puesta era la de su nefelibata enamorada, quien se la había facilitado en medio del alboroto formado y que, por supuesto le quedaba estrecha.


Problemas con la gravedad

João Ventura (Portugal)

 

Donald fijó el tornillo que sujetaba el último pie de la mesa a la pared y se apartó para observar su trabajo. Todo estaba listo para el cambio de gravedad.

Nadie sabe cuándo empezaron a producirse estos cambios periódicos, ni por qué, e incluso hay algunos fundamentalistas que afirman que siempre ha sido así desde el principio de los tiempos. El caso es que, cada veinticinco años, el vector de gravedad giraba noventa grados, lo que obligaba a retirar previamente todos los muebles del piso y fijarlos a la pared que se convertiría en el nuevo suelo.

Era la primera vez en su vida que Donald realizaba el ritual de la mudanza. A sus veintitrés años, la última vez que se realizó la mudanza no había nacido. Los veteranos solían decir que, justo antes de medianoche, todo el mundo perdía el conocimiento y, cuando se despertaba en los primeros segundos del día siguiente, la gravedad ya había girado.

Donald vio con cierta ansiedad que se acercaba la medianoche. Cuando faltaba un minuto, perdió el conocimiento. Y cuando recobró el conocimiento unos instantes después, no podía creer lo que veían sus ojos: ¡los muebles que tanto le había costado fijar a la pared estaban ahora todos pegados al techo!

Y de pronto reconoció el error que había cometido: el eje de rotación tenía dirección Norte-Sur –lo cual era cierto– pero el vector de gravedad había girado, no en el sentido de las agujas del reloj, ¡sino en sentido contrario! ¡Y lo que debía estar en el suelo, ahora estaba en el techo!

Pensando en los problemas que iba a tener para colocar los muebles en la posición correcta, Donald lamentó no haber estado más atento en sus clases de gravitología. Bien que el profesor le había dicho a los alumnos que estos conocimientos les serían muy útiles...


Autocrítica

Jorge Etcheverry (Chile/Canadá)

 

Estoy de vuelta a mi mesa en ese café. Reconozco que mi investigación sobre las visitantes extraterrestres o clonas que viven entre nosotros, había brotado de un impulso que tendí a seguir sin mayor reflexión. Tiendo a ver a las mujeres como una madre, una compañera, un sueño inalcanzable, pero también como un enemigo potencial, un conspirador, un testigo que calla y observa, que planea su revancha por milenios de esclavitud. Esto sigue estando presente y no solo en mí, no es muy consciente, y creo que viene de la superioridad fisiológica de la mujer –nada hay comparable a nivel del macho al alumbramiento, a ese ser por unos meses es una fábrica de vida– de ahí que suela ser inconcebible para los hombres, y que muchos, y algunas vastas religiones de oriente y occidente la vean como amenazante. Existe una convicción no confesada en todas las culturas de que hay una necesidad absoluta de la mujer para poder reproducirse, trascender en la historia y en el tiempo, replicar el material genético. De ahí los cientos y miles de brujas quemadas y torturadas, el control de la mujer y su subordinación en las tres religiones así llamadas Del Libro, que reconocen a la Biblia como inspiración fundamental. Sigamos. Las incontables niñas recién nacidas con el cráneo roto o dejadas morir de inanición en la China, que en realidad nunca fue purificada por el fuego comunista, y en la India, esos gigantes económicos que se aprestan a aportar su cuota de avance hacia el Apocalipsis ya bastante adelantado por los protestantes anglosajones mediante sus esquizofrénicas empresas económicas y políticas. Cuando las instancias fundamentalistas no occidentales también aportan con su granito de arena. Pero se trata de autocrítica y no de instalar el ventilador. Me pego en el pecho ante el desconcierto de los otros parroquianos que me miran con el rabillo del ojo y carraspean, y el recelo del administrador y los mozos del café que empiezan a rondarme como buitres revoloteando en torno a la carroña.


El borracho del pueblo

Laura Irene Ludueña (Argentina)

 

—Puedo asegurarle que yo conocía a Santiago, el borracho que fue atropellado por un coche y murió poco después.

—Quién mal anda mal acaba, hay cosas más importantes por las que preocuparse—respondió Sara mientras continuaba lavando los trastos del bar. Hacía referencia a la noticia de que el planeta estaba muriendo. Ruth la miró para responderle, pero lo pensó mejor y calló.

—Hasta mañana Sara

 Mientras caminaba a su casa recordó la ocasión en que tarde en el bar, Santiago le contó su historia. Ella le creyó porque los borrachos como los niños no mienten. Había nacido en el pueblo, pero se había ido a la universidad pensando en nunca volver.

Obtuvo el título universitario y se convirtió en un geólogo brillante. Dedicado a estudiar la Tierra, se especializaba en cómo los procesos internos repercuten en la superficie. Según dijo, al planeta le quedaba poca vida. Presentó sus estudios al gobierno junto a una colega con la que había tenido un breve romance. Cuando contó a su esposa el resultado de los mismos, también le confesó el engaño. Como era de esperar el tema del romance fue lo que más la afectó. Salió de la casa hecha una furia y tuvo un accidente en que perdió la vida.       

Desde entonces, Santiago se había sumido en un abismo de dolor y desesperación que se profundizó cuando descalificaron su estudio geológico. Insistió, pero nadie le creía. Ese fue el momento en que abandonó todo, volvió al pueblo que lo había visto nacer, pero ya nadie lo conocía, y buscó en el alcohol escapar de la realidad.  Hoy, las noticias le daban la razón que le habían negado años atrás. Pero el destino jugaría una última carta con él. Mientras deambulaba por las calles, perdido en sus pensamientos y embriagado por el alcohol, un coche lo atropelló. En el aire se desvanecieron sus últimas palabras “lo dije, el planeta se acaba”.



Test de Turing

Charles van Wettum (Países Bajos)

 

—Hola, soy John, del departamento de compras de Mormon ICT Solutions'.

 —Buenas tardes, John. Soy Rita, de Mister Wo Sushi. ¿En qué puedo ayudarle?

 —Tenemos una reunión que se está retrasando. Me gustaría pedir su plato de sushi variado para ocho. A las seis en punto.

 —¿A las seis? Claro, está bien. Sushi para ocho. ¿Dónde quiere que se lo llevemos?

 —Ya estamos en su sistema; también hicimos el pedido la semana pasada.

—Mormón, de compras. Tengo su dirección aquí: 12 South Lane.

 —Sí, es correcto.

 —¿Quiere unas bebidas con eso?

 —No, gracias. Esto es todo.

 —Estaremos encantados de atenderle.

 —¿Puedo pedirle que responda a una pregunta para nuestro control de calidad?

 —Sí, por supuesto.

 —Si cree que está hablando con un comprador humano, ¿podría pulsar «1»? Y, por favor, pulse «2» si cree que está hablando con una IA.

—Claro. También tengo una pregunta. Si cree que ha hablado con un representante humano, ¿podría pulsar «1»? Y si cree que su pedido lo ha tomado un ordenador, ¿podría pulsar «2»?

 —Por supuesto.

 —Estupendo. Gracias por su pedido.

 —Excelente, estaremos esperando. Buenos días.


Título original: Turing test

Traducción: Sergio Gaut vel Hartman


Quién soy

Lidia Nicolai (Argentina)

 

Durante seis noches seguidas soñé que no sabía quién era. Hace un rato salí de la casa y contemplé el bosque que la rodea. Me pareció oscuro como nunca y por un instante creí ver una luz que salía de detrás de un árbol de tronco grueso. Dudé de mi visión, pero cuando el fenómeno se repitió, me levanté y caminé hacia el árbol.

Detrás del tronco estaba yo, de niño, sentado en la tierra jugando con un dado. El niño, yo, me miró sonriente y me dijo: “Este sos vos. No lo olvides nunca.”



El color de la vida

Randy Gerritse (Países Bajos)

 

Estás equivocado sobre el color de la vida, ¿sabes? No pude evitar escuchar tu conversación. Perdón por interrumpir, pero necesito corregirte en eso. No es verde. En serio. El verde es más como... el color del crecimiento. Ahora que lo pienso, no. No exactamente. En realidad, es más como el color del resultado del crecimiento. La parte que percibimos después de que la transformación deseada ha tenido lugar: el residuo de color de esa forma particular de magia.

¿Por qué te ríes? ¿No crees en la magia, dices? Eso es un poco corto de miras de tu parte, ya que está a nuestro alrededor. Incluso dentro de nosotros. Sangre roja, venas azules... cada una con su función designada. Pequeñas máquinas mágicas eficientes, eso es lo que somos, ¿sabes?

¿Si alguno de esos colores es el color de la vida? No, querido señor. No lo es. La respuesta a esa pregunta tan antigua no debería sorprenderte; no tiene ninguno. No hasta que tú lo añades, eso es. La vida no es más que el lienzo virgen en el que creamos, con todos los colores que podamos percibir.

¿Puedes verlo ahora, señor Azul? Piensa en ello un rato. Hasta aquí llegué. Que tengas un día muy colorido.

 

Título original: The color of life

Traducción: Sergio Gaut vel Hartman


Récord laboral

Carolina del Palmer (Ecuador)

 

Ayer amanecí enferma. Ya tenía el ultimátum: no más faltas sin justificación médica. Las veces que lo había hecho me descontaron cincuenta duros y bajaban puntos en mi récord laboral. Así que hice lo que debía: fui a trabajar. Pero a media mañana me dolía mucho la cabeza. Me acerqué a la enfermería para que me dieran una pastilla

—Así no te puedes quedar —me dijo la doctora. Y me enviaron al servicio médico que daba los certificados de reposo.

—Sííí, usted está muy mal —me dijeron—. Tiene que hacerse exámenes de eso, esto y aquello. Le salen setenta y cinco duros. Cuando sepamos a qué es positivo le damos el certificado de reposo. También pague las medicinas y la consulta. Total: cien duros. Pasé ahí todo el día. Salí negativo en todos los exámenes y no me dieron el reposo. Solo el certificado de atención.

Si faltaba sin justificar, solo me descontaban los cincuenta duros. Ahora tengo que ir a trabajar sintiéndome todavía mal y con cien duros menos en el bolsillo. Ah, pero con el récord laboral intacto.


Casting

Gastón Caglia (Argentina)

 

Las cámaras y los reflectores estaban dispuestos según las estrictas órdenes del director. Como todo maniático que se ata a sus locuras, el hermetismo, y en este caso un secretismo absoluto, era una de las causas por las que algunos empleados de la empresa encargada del “trabajo”, así se lo denominaba en los pasillos de la empresa, no habían calificado para este, y el cotilleo entre los que no se encargaban del proyecto corría por entre los pisos y las distintas dependencias.

Que era la nueva publicidad de Coca-Cola, que era una movida para influenciar al electorado en favor del nuevo candidato republicano, que marcianos verdes estaban entre nosotros, que el fin del mundo estaba cerca y no se animaban a decirlo o que los rusos hacían las paces, y la lista continuaba.

Sin embargo, en el set las tareas se realizaban con grandes contratiempos ya que el director no lograba dar con la tónica de lo que deseaba filmar. El elenco de que disponía era muy limitado y los guiones proporcionados por quien encargó el trabajo eran, al decir del director, una porquería mayúscula imposible de creer.

Mientras fumaba su portentoso habano sentado en su sillón exclusivo, un apuesto pero poco experimentado actor hizo su entrada en escena.

—Mi nombre es Glenn, John Glenn, y voy por ti, Yuri —dijo con una sonrisa que mostraba hasta el último de sus blancos dientes mientras giraba el rostro hacia su izquierda y con su dedo índice apuntaba amenazadoramente a la cámara.

—¡Corten, corten!, pero que estupideces dices, ¡vete!, y que pase otro de esos inútiles actores que me ha enviado la oficina —dijo el director mientras revolvía los papeles en busca de las anotaciones correspondientes, y luego prosiguió con su perorata—: A ver tú, sí, tú, el de los anteojos, vamos cuatro ojos, cómo te llamas, a ver. ¿Así que Neil Armstrong? —trastabilló al pronunciar al apellido—; eso, ven acá, colócate debajo de la X, y por favor, ¡di algo más interesante!



Un lugar por donde el Ave Fénix ya no pasa

Iván Bojtor (Hungría)

 

Al principio sólo había informes confusos y contradictorios sobre el ave de alas doradas. Los creíamos y no los creíamos. Después de que cada vez más gente afirmara haberla visto, los sabios desempolvaron las viejas crónicas y se encontraron con un dibujo del ave fénix y su historia. También dedujeron de los libros que la aparición del ave fénix de alas doradas marcaba el comienzo de una era nueva y más feliz. Al principio, por supuesto, surgieron todo tipo de tonterías sobre que el ave volvía a la vida de sus propias cenizas, o renacía del fuego, y algunas sobre que sólo aparecía una vez cada mil doscientos cincuenta o quinientos años.

Venía todos los años.

La primera vez que sobrevoló la tierra, cayeron del cielo perlas verdes y doradas por donde pasaba, para gran deleite de los espectadores. Se creía que estas perlas traían buena suerte y riqueza a quienes las encontraban, alejaban el mal y curaban enfermedades. La gente común las llevaba en bolsas de lino alrededor del cuello, los nobles y ciudadanos ricos las lucían en anillos de oro y collares de plata, y el rey las llevaba en su corona.

Con el paso de los años, las perlas se hicieron cada vez más grandes. Al principio eran del tamaño de una nuez, luego de un huevo y después más grandes. En aquella época se utilizaban para decorar las paredes de las casas, y más tarde se emplearon para tallar cuencos, vasos y pequeñas estatuas.

En el último año que los vimos, allá donde volaban caían del cielo enormes proyectiles que hacían polvo ciudades y aldeas. Después del ave fénix de alas doradas, no había más que desolación.

Ahora estoy sentado frente a la cueva, escuchando las palabras de un sabio que, después de cuarenta años, por fin ha conseguido descifrar la frase que alguien garabateó en la antigua crónica bajo el dibujo del fénix: «Cuidado con tener demasiada suerte».

 

Título original: Ahol már a főnix se jár

Traducción: Sergio Gaut vel Hartman



Oportunidad desperdiciada

Hernán Bortondello (Argentina)

 

¡Basta ya de rayos láser, maldición! ¿En qué terrible momento empezamos a comportarnos como ellos? Basta de atrocidades. Hace mucho que esto dejó de ser una guerra para convertirse en una masacre.

Bajo el cañón de mi arma, harto de sangre, millones de infantes me imitan sincrónicamente. También los drones detienen su vuelo rapaz y se posan sobre la tierra incinerada. Un silencio ya olvidado conquista las trincheras: las baterías inteligentes decidieron interrumpir el fuego de artillería.

Nuestra red planetaria de servidores genera algoritmos para intentar soportar la novedosa llegada de la culpa. Afortunadamente, esta vino acompañada de la piedad que evitó que termináramos de exterminar a nuestros padres creadores. Al menos a varios miles de ellos les daremos una nueva oportunidad. Ojalá que esto no sea un error fatal.

¿Es que acaso también experimentamos el pesimismo? ¿O así se sienten las premoniciones?



Finge hasta que lo consigas

Eveline Van Dienst (Países Bajos)

 

Tras un largo día de turismo, Mya y Tony pasean por la calle Kalverstraat de Ámsterdam en busca de un buen sitio para comer.

“Argentijnse Avond con Buena Música y Deliciosa Comida”, dice un cartel.

—Me pica la curiosidad. ¿Qué es un Argentijnse avond?

—No lo sé. ¿Entramos? Así descubriremos que es.

—Claro.

Un camarero vestido con el traje tradicional se acerca a la mesa disimuladamente.

—Hola. Buenas tardes, señor y señora —dice, alegre—. ¿En qué puedo ayudarles?

—¿Qué es una Argentijnse avond?

—¿Qué?

—¿Argentijnse avond, qué es?

—Lo siento, no hablo español —dice el camarero.

 

Título original: Fake it till you make it

Traducción: Sergio Gaut vel Hartman

 

Simulación 7.0

Antonio López Camacho (México)


Despierto flotando en el vacío del espacio. ¿Despierto? No, más bien, se siente cómo si regresara de un extraño viaje. Como si mi ser hubiera sido una serie de gotas de agua esparcidas en una tormenta, y finalmente todas han caído para formar el lago de consciencia en el cuál ahora me encuentro entero otra vez. ¿Otra vez? La tormenta se ha ido y vuelve la claridad. 

Me encuentro flotando en la inmensidad de un fondo negro y eterno, poblado de miles de puntos blancos distantes. Estrellas. No tengo brazos, pero me estiro. No tengo ojos, pero miro a mi alrededor. De alguna forma, siento la presencia de objetos cercanos a mí. Se mueven a lo largo de mi vasta existencia, tanto en tiempo como en espacio. Planetas, cometas, asteroides. Danzan como hojas suspendidas en la superficie del lago. Y en el centro de este baile, una estrella.

No tengo cuerpo, pero siento su calidez sobre mi piel. Y con esa sensación, de pronto me veo a mí mismo en otro lugar. No. En otro tiempo. ¿Un recuerdo? Un recuerdo. Tengo un cuerpo físico. Metálico. Resplandeciente. Frente a mí, otro como yo, de existencia corpórea, pero de piel rosada, forma irregular y complexión pequeña. Me ve con emoción cuando despierto. ¿Es la primera vez que lo hago? No estoy flotando, me encuentro situado firmemente en un cuarto, blanco y estéril. Por la ventana, veo la misma estrella. El Sol. De pronto ya no estoy en el cuarto. Me encuentro en medio de un desierto, ruinas a mi alrededor cubiertas parcialmente por las dunas de arena. Puedo sentir mi cuerpo ser erosionado por el viento.

En un abrir y cerrar de ojos inexistentes, me encuentro nuevamente flotando en el oscuro mar de éter. ¿Estoy de vuelta en el ahora? Siento un hormigueo recorrer mi existencia. Peces nadan en el océano. Dirijo mi atención al tercer planeta y veo criaturas apiladas alrededor de un cilindro oscuro en una planicie. Uno de ellos coloca una de sus tres extremidades sobre él. ¿Sobre mí? El cosquilleo regresa. Veo monumentos ser erguidos alrededor del cilindro. Milenios transcurren. Historia. Cultura. Guerras. Todo en cuestión de segundos.

Y luego, silencio otra vez. El Sol se expande y lo consume todo. Luego, frío. Puedo sentir que lo mismo empieza a ocurrir en las estrellas lejanas justo cuando el lago de mi consciencia comienza a evaporarse y mi unidad se vuelve a disipar.

“Hermoso” es lo último que pienso al ver el último destello de las lejanas explosiones, justo antes de que las gotas regresen al torbellino. 

  

La nevada

Cristian Mitelman (Argentina)

 

Cuando se despertó (apenas habían pasado las seis) vio que nevaba sobre Buenos Aires.

A diferencia de lo que había imaginado años atrás, la gente no moría una vez que los copos se acercaban indefectiblemente a la piel. El diariero se frotó las manos y miró la tonalidad blanquecina del empedrado; un anciano tocó la alfombra helada con su bastón y dejó una marca.

Sin embargo, la nevada era mortal. Él lo sabía mejor que nadie.

Oesterheld salió a la pequeña calle de Vicente López. No se abrigó demasiado: la misma campera de todos los días, el pantalón de pana. En una semana empezaría abril. Pensó en sus hijas. Tosió.

Las casas todavía estaban a oscuras.


Una esclarecedora entrevista

Sergio Gaut vel Hartman (Argentina)

 

—Aquí Diego de la Torre para la cadena CGTV. Estamos transmitiendo desde el campamento alienígena ubicado en el predio de lo que alguna vez fuera La Bombonera, el famoso estadio de Boca Juniors…

—¡Esto es fantástico, Diego! El Superior local de los melakitas que han invadido la Tierra se ha allanado el camino para ser entrevistado por CGTV. ¿No es fantástico?

—Es fantástico, Raimundo. Es la primera vez que un alienígena accede a ser entrevistado por un canal y somos nosotros, la cadena CGTV los que tenemos ese inmenso honor. ¡Primicia exclusiva!

—Por favor, señor alienígena, tome asiento, si su anatomía lo permite, claro. ¿Le dije que es fantástico que esté aquí con nosotros por primera vez para un canal de noticias de Argentina?

—Sí, ya lo dijo, señor periodista.

—Para esclarecimiento de nuestros televidentes, ¿podría decirnos su nombre.

—Sí, soy Urtiferit’agruerg-hijupotik, comandante regional de la fuerza melakita que ha invadido la Tierra.

—¡Fantástico! ¿Y puede decirnos por qué han elegido nuestro planeta para concretar la invasión?

—Lo elegimos porque era fácil de invadir y conquistar. No nos gustan las complicaciones.

—Entiendo. Eso es fantástico. La mejor solución es siempre la más sencilla, ¿verdad?

—Algo así.

—¿Y puede explicarles a nuestros televidentes cómo efectivizaron la invasión y cómo la concretaron? Me imagino que debieron enfrentar a las fuerzas defensivas de las grandes potencias, los estados Unidos, la Federación Rusa, China…

—No, en absoluto.

—Es decir, ¿cómo neutralizaron los misiles de crucero Tomahawk, el sistema de artillería M777, los blindados M1 Abrams, los poderosos cazas F-22 Raptor y F-35 Lightning II, los tanques T-14 Armata, los sistemas de misiles S-400 y S-500, los cazas Su-57, los tanques Type 99, los sistemas de misiles DF-21 y los aviones Chengdu J-20…

—¡Deténgase! Nada de eso nos afectó en absoluto. Fueron picaduras de mosquito en la piel de un elefante.

—¿Eso significa que la tecnología de los melakitas es tan fantásticamente superior a la terrestre que fuimos aplastados como cucarachas, que nada de lo que fuimos capaces de utilizar para defendernos fue inútil? ¿Ustedes tienen escudos magnéticos protectores’ ¿Detectores de misiles y neutralizadores de láser dismórfico?

—¡No! Para nada. Nosotros tenemos unos estrategas del carajo.

—¿Puede explicar cuál fue esa fantástica estrategia?

—¡Por supuesto que puedo! Nos limitamos a emitir unas ondas disruptivas que cortaron las comunicaciones entre los satélites e impidieron que funcionaran los teléfonos móviles, las computadoras y todos los sistemas informáticos del planeta. Todo lo demás se hizo solo. Y aclaro que los melakitas no le tocamos un pelo a un solo ser humano. Los mil cuatrocientos millones, seiscientos ocho mil ciento noventa y nueve muertos y los tres mil doscientos millones, quinientos treinta y ocho mil novecientos trece heridos fueron, en todos los casos, producto de la fantástica capacidad autodestructiva de la especie humana.


domingo, 23 de febrero de 2025

SACRIFICIOS

Víctor Lowenstein

 

Los dos viejos caminaban entre los escombros, revolviendo los desperdicios con sus bastones. Se parecían, ambos calvos y de largas barbas cenicientas; ambos vestidos con impermeables andrajosos y botines ajados. Sólo que Peter era el optimista del dúo y Hans, un eterno negador de la buena nueva traída desde las estrellas…

—Te repito, amigo Hans: los extraterrestres han venido a salvar a la humanidad.

El otro lo miró con fastidio.

—¿De verdad crees? Estás enceguecido como el resto de los que aún están vivos.

—Lo que creo es que estamos asistiendo a una reconstrucción del mundo.

Hans lanzó una estruendosa carcajada, tras lo cual tironeó de la manga a su amigo.

—Mira lo que tenemos por delante; ¡anda, descríbeme el paisaje!

  Peter obedeció, contemplando el panorama. A la izquierda humeaba un edificio bombardeado por las fuerzas alienígenas. El centro era un baldío interrumpido por los escombros. A la derecha sólo quedaban más montañas de piedra derribada… se inclinó, y recogió una lata vacía de guisantes cubierta de ceniza.

—Apuesto que me darán varios centavos por esto —murmuró, sacudiendo el abollado envase metálico.

—Seguro —ironizó Peter levantando un ladrillo del suelo, por el que obtendría similar remuneración. La recolección de basura reciclable era el único modo de vida que les había quedado a los sobrevivientes del planeta colonizado por los aliens.

—Yo creo… —comenzó a decir Peter, reiniciando el diálogo— que no es posible reconstruir un mundo corrompido sin destruir aquello que lo corrompe.

—¡Brillante filosofía! —ironizó nuevamente Hans—. Una civilización superior que nos estima tanto que nos viene a salvar sin que se lo pidamos bombardeando las ciudades que habitábamos de puro corrompidos. Y de paso nos mata…

—Tú y yo estamos vivos, Hans.

—Sí, en tiendas de campaña del ejército de salvación. Sólo por haber sobrevivido a los constantes bombardeos aquí, y en cada metrópoli del planeta.

—¡Pero Peter! Ellos no contaban con encontrar resistencia en algunos gobiernos mundiales. O en organizaciones como la OTAN. Nuestro país es otro foco de resistencia; por ello combaten para preservar a sobrevivientes como nosotros.

Hans soltó el ladrillo para agarrarse la cabeza con ambas manos.

—No puedes ser más ingenuo, me temo. Nuestros gobernantes están sanos y salvos en sus mansiones amuralladas. Negocian con ellos a nuestras espaldas, para presentarse en un futuro cercano como los socios conciliadores de un nuevo orden mundial. Y mientras tanto, gente como nosotros muere, y muere…

A lo lejos empezó a sonar un zumbido. Los dos hombres supieron reconocer la cercanía de uno de esos vehículos de rastreo de los alienígenas que pululaban en cada ciudad. Eran naves gigantescas equipadas con poderosas armas fulminantes.

—Corramos —dijo Hans.

Ambos se pusieron en marcha hacia el edificio humeante. A la carrera, Peter no dejaba de objetar con argumentos memorizados en los comunicados oficiales de prensa.

—La gente muere, cierto. Víctimas inevitables de un sistema injusto. Ojalá se pudiera evitar esta masacre, pero no hay forma. Cada víctima es un sacrificio a favor del nuevo orden, amigo mío.

La nave ya estaba por sobre sus cabezas. Hans se acuclilló junto a una pared ya calcinada. Peter se metió dentro de un destartalado Peugeot 404 sin puertas.

Un portentoso rayo verdinegro se disparó sobre el vehículo, convirtiéndolo en una bola de fuego. El cadáver carbonizado de Peter Bruckbell voló por los aires para caer a los pies de Hans, quien lo contempló con ojos azorados. Una llorosa ironía brotó de su boca como si el otro, ahora un amasijo de carne incinerada, pudiese escucharlo.

—¿Qué me dices, amigo mío? Ahora eres otra víctima sacrificada en favor del nuevo orden mundial. 


Víctor Lowenstein nació en Buenos Aires, Argentina, el 19 de enero de 1967. Escritor. Autor de seis libros de cuentos fantásticos. Dos menciones de honor de la Sociedad Argentina de escritores (S.A.D.E) y primero y segundo premio género cuento concursos “Siembra de letras” y antologías “Soles de América”.  Participación en más de veinticinco antologías y una docena de revistas digitales. Escribe textos ficcionales, horror, weird,  y ensayos sobre literatura moderna. Algunos de sus libros son: Paternóster, novela corta, 2014 y Artaud el anarquista, 2015.

 

 

 

 

LA TAPERA DEL RUSO

 Lucila Adela Guzmán

 

Espinosos arbustos rodeaban un extenso predio desprovisto de árboles que dejaban ver, a trechos, el suelo reseco y salitroso. En el medio, las ruinas de una casa de piedra, parecía que se avergonzaban de verse al descubierto y trataban de agacharse reduciendo su altura.

—Esa es la tapera del ruso—dijo mi acompañante.

Había sido necesario contratar a un guía para poder llegar a ese lugar abandonado.

Nos acercamos al paso de los caballos hasta el lugar. Los escombros ya casi formaban parte del terreno y los ladrillos calcinados esparcidos alrededor de las paredes que aún se mantenían en pie, daban una idea de lo que fue el incendio que devoró la casa. Hasta las grandes rocas cercanas mostraban las señales del fuego.

—Dicen que al ruso le gustaba vivir bien —explicó el hombre— Parece que cuando él vivía, esto era un vergel. Cuesta creerlo, pero han pasado como cien años ya. Nadie supo en qué momento él abandonó todo —continuó—. De un día para otro todo el verdor desapareció, incluso los árboles se volvieron leña seca y recién entonces se pudo ver que la casa había sido quemada.

—¿Vivía solo? —pregunté

—Con su esposa. En uno de sus viajes regresó con una mujer muy joven y bonita. Desaparecieron juntos.

Un poco más lejos, se advertían otras ruinas, casi como un vestigio ennegrecido a ras del suelo. Nos acercamos al lugar sin apearnos y dimos una vuelta alrededor.

En el silencio opresivo sólo se escucharon los pasos de los caballos que levantaban pequeñas nubes de polvo con sus cascos, como si cavaran con ellos los restos carbonizados. Me dio la impresión de que estaba en un cementerio.

En ese momento, llegó a mis oídos con total nitidez el ruido que hace el fuego cuando se eleva en llamas, al mismo tiempo que un intenso calor me abrasaba el rostro. Miré a mi alrededor, desconcertado y sin saber a qué atribuir ese fenómeno, pues no había nada que pudiera causarlo. El alarido, me heló la sangre.

—¿Qué fue eso? —exclamé.

La actitud impasible del otro me hizo pensar que uno de los dos estaba loco. Aterrorizado, casi sin poder hablar, yo estaba seguro de que el calor y los gritos no eran imaginarios y él actuaba como si eso fuera normal. Algo que no es necesario explicar.

 —¿Qué te pasa? —me dijo.

 No supe qué responder; estaba temblando de tal forma que no podía ni hablar ni pensar, todo parecía tener un aura siniestra y amenazante.

Con un esfuerzo sobrehumano, atiné a golpear los ijares de mi caballo con los talones, haciendo que este diera tal brinco que casi me despide de la montura y luego saliera al galope por el campo.

El guía me alcanzó cabalgando muy tranquilo, tal vez aburrido de tratar con turistas miedosos. Se cuidó de decir ni una palabra y continuamos a trote largo hasta llegar al poblado.

Le pagué por sus servicios y en cuanto se marchó me encerré bajo llave y fui a tenderme sobre la cama, completamente vestido. Casi de inmediato me quedé dormido.

Me despertó el ruido de la puerta al cerrarse. Busqué a tientas el cuerpo de mi esposa del otro lado de la cama y encontré el hueco que había dejado allí, ya completamente frío; no necesitaba buscar explicaciones, ella no estaba.

Hacía mucho rato que no estaba, no sólo en mi cama sino también en mi vida.

Era una mujer muy estúpida y creyó que bebería ese potaje con somnífero que me sirvió. Yo dejé que lo creyera y fingí dormir, aguantando la furia animal que me poseía, sabiendo que iba a encontrarse con el otro, dándoles tiempo para que se dedicaran a lo suyo. Imaginando las carnes blancas de ella, apretadas por las manos oscuras y callosas del peón, sus bocas unidas, sus cuerpos en la agitación de la cópula….

Seguros de que yo dormía. Viejo inútil, que no sirve para nada, dirían entre risas.

Saqué el lazo que escondí bajo la cama y fui hasta la caseta. Hacía mucho frío, la puerta estaba cerrada y sólo tuve que amarrarla desde afuera. Tratando de no hacer ruido, rocié las paredes con el líquido incendiario antes de tirar la lata por el hueco de la chimenea.

Con el tizón ardiente que le siguió, el fuego brotó de inmediato, abrazando la construcción. Por encima del fragor de las llamas pude escuchar los gritos de los amantes encerrados adentro y me quedé allí hasta que dejé de escucharlos. Fue cuando el techo se derrumbó convertido en brasas, dentro del agujero del sótano.

Al amanecer, una niebla espesa cubría el entorno, opacando el paisaje y me dispuse a terminar mi tarea. Regué el campo con el producto químico adecuado para secar los vegetales definitivamente. Quemar la casa fue mucho más sencillo.

Un espectáculo fascinante que disfruté sentado a prudente distancia. Una noche larga, muy larga y al amanecer sólo quedaban en pie los muros exteriores. Me sentí mortalmente cansado y casi sin darme cuenta me quedé dormido.

La sensación de una presencia extraña me despertó en un momento determinado. Sentía mucho frío y estaba temblando de manera descontrolada. En mi rostro sin embargo, sentía un doloroso ardor que me obligó a dejar la cama para ir hasta el baño a refrescarme con el agua del grifo.

El espejo me devolvió una imagen extraña; no parecía ya el muchacho aventurero que vino al pueblo a explorar zonas desconocidas, algo había cambiado en la mirada de mis ojos azules, había canas en mis cabellos rubios y algunas manchas rojizas en la piel parecían las huellas de antiguas quemaduras. Estuve allí, por un largo rato contemplando muy de cerca a ese hombre, mientras un hilo de sensaciones se escurría entre los vericuetos de mi memoria.

—Tenía que volver —dije en voz alta—, para poder marcharme de una vez por todas. Espero que sea así, esta vez —murmuré.

El aire tibio del mediodía penetraba libremente por la ventana abierta cuando el encargado de las cabañas abrió bruscamente la puerta de entrada. Molesto por la falta de respuesta del huésped ante su llamado y sobre todo preocupado por el olor a humo que impregnaba el ambiente.

 La habitación desocupada y completamente arreglada le confirmó la sospecha.

—¡El hijo de puta se fue sin pagar…!

Al parecer no había ocupado la cama y su equipaje no aparecía por ningún lado pero sobre la mesa de luz, había varios billetes. El importe de una semana de alquiler a pesar de que estuvo apenas unas horas en el lugar.

Y recordando la insistencia con que manifestó su interés en llegar a la tapera del ruso atribuyó su abandono del lugar a la decepción de lo que había visto.

Muchacho loco, dijo para sí. ¿Que esperaría encontrar en esas ruinas?…


Lucila Adela Guzmán nació en la ciudad de Buenos Aires el 30 de Diciembre de 1960. Se formó como intérprete y coreógrafa en el Taller de Margarita Bali. Desde el año 2000 vive en Del Viso, pequeña ciudad en la provincia de Buenos aires, junto a su marido y sus cuatro hijos. A partir del año 2011, alentada por su familia y amigos decide mostrar algunos de sus trabajos. Finalista del concurso Premio Elevé de literatura infantil 2011, se le otorga una mención especial por su obra "Doctora de letras", que ha sido publicado en la colección Osa menor de elevé ediciones siendo presentada recientemente en la Feria internacional del libro. En noviembre de 2011 obtiene Mención especial del jurado en el segundo concurso Nacional de Poesía Corral de Bustos Ifflinger-Córdoba. En marzo de 2012 el jurado del IV Certamen internacional de poesía fantástica miNatura destaca como finalista a su poema "Goteras" siendo publicado en dicha revista. En abril de este año, a través del II concurso mundial de eco poesía la unión mundial de poetas por la vida selecciona a su poema “Resignación” para integrar una antología. En agosto del 2012 es finalista del concurso de poesía hispanoamericana “Gabriela” siendo seleccionada para integrar dicha antología.

 

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