miércoles, 5 de febrero de 2025

LA ODISEA DE TU VIDA

 Luis Saavedra

 

Nunca me siento cómodo en tu presencia. Sentarme en tu silla de visita es lo más cercano a sentirse un microbio bajo tu lente. Comienzo por cogerme las manos y a pensar en qué se te habrá ocurrido ahora a esa cabeza tuya. Pero sigues jugueteando con tu reloj y lo observas ociosamente. Finalmente dices:

—Mira, me lo compré el fin de semana. Era de los últimos que quedaban.

¿Me llamas para mostrarme tu nuevo juguetito? Son las cosas que me ponen nervioso. Como siempre ocurre en los ámbitos laborales, la relación entre un jefe y un subordinado se remite al saludo de la mañana, la pregunta sobre el fin de semana y el hasta-el-lunes del día viernes. Y, por supuesto, las reuniones de avance de los días miércoles, que son lo más parecido a esas sesiones de interrogación de los policiales negros que conozco. Es muy posible que salga con menos sangre de la que entré si no voy preparado.

—Te mide el ritmo cardíaco, la cantidad de kilómetros y las calorías. ¡Es la raja!

Desde el principio, finjo interés porque me parece una mierda. Pero mi rastrero ADN me obliga a adularte para matar el tiempo suficiente y evitar dar cabida a temas en los que no tengo la más mínima defensa; hablo de mi tiempo como trabajador de esta empresa. Tu rostro moreno y cuadrado se concentra en sacarle alguna función muy complicado al aparato, para que hable o cante o alguna cosa parecida. Yo me inclino en una señal calculada de apoyo y juntos miramos la pantalla de cristal líquido, que solamente el chino que lo armó puede descifrar completamente.

—Puta la weá complicada, estuve todo el fin de semana leyendo el manual, tiene como cien páginas.

—Es que debe ser para profesionales —retruco y sé que habla mi sistema límbico aprovechando todas las opciones para sobrevivir y dejarse caer en gracia. Lo odio, pero es un odio sin destino.

—Sí, poh, ahora que tengo la bicicleta, con la Ivana podemos hacer biking y trekking. —Tus delicadas manos de uñas manicuradas siguen atormentando al pobre reloj. Se me hace difícil verte arriba de una mountain bike pedaleando y sudando con la mirada en el suelo.

Declaro:

—Yo nunca uso reloj, desde que era chico que no uso. No me gusta la sensación de que me aprieta la muñeca.

Me miras un segundo entero con esos ojos tan profundamente negros, mientras el reloj comienza un pitido regular:

—Esto no es un reloj. Mira, ahí está el cardiómetro.

Marcos Mamani, llegaste a estudiar ingeniería industrial a Santiago en la Universidad Católica y nunca te sentiste distinto por tener origen aimara. Yo creo que parte de tu éxito en esta vida se debe a que nunca te acuerdas de ello porque en un ambiente en donde el dinero fluye, todos los hombres son iguales. No te has casado aunque llevas cuatro años conviviendo y no sientes pesar, te permite tener varias canas al aire al mismo tiempo. Bebes whisky después de la siete de la tarde y te inunda la ira cuando no tienes la razón. Te gusta tu status quo y siempre tenemos la clase de discusiones valóricas que nos separan por océanos. Hace un par de años nació Isabella, la niña de porcelana blanca que es tu hija, y sacó tus ojos intensamente negros.

—Aquí está el panel de control —dices triunfante y me hundo en una ensoñación salpicada de íconos grises de 8x8, mientras tu voz me arrulla. Veo el futuro, debería ser el mío, pero por designio divino solo puedo ver el tuyo. ¿Te preocupa que te lo cuente? Tranquilo, no lo vas a saber nunca porque me voy a la tumba con el recuerdo. Pero me debes una.

Tu hija Isabella será una chica chispeante y atractiva en trece años más y veintidós antes que se case. Siempre intentarás ocultar su fuerza vital a los lobos de tu misma especie, porque es el irónico karma de un depredador que se convierte de la noche a la mañana en pastor. Tu celo excesivo criará en ella a una chica fuerte y resiliente que siempre reclamará su libertad y a la que siempre se la negarás. No, no siempre. No puedes estar de patrullaje toda la vida y ella descubrirá su sexo con más intensidad que lo hiciste tú. También se divertirá llevándote a casa a los más perfectos hijos de puta para ver tu cara cobriza volverse púrpura. Al final moldearás una imagen involuntaria de ti mismo.

“Isabella”, se me escapa entre dientes y tú te detienes un rato y te iluminas. Siempre ha sido un gran tema para ti.

—Está super bien. El otro día la Ivana estaba pelando tomate y a ella le gustan mucho, y se acercó y la empezó a mirar y a decir “hum” todo el rato, pero la Ivana no la pescaba. Así que empezó a decir “qué rico tomatito” a cada rato hasta que la Ivana no aguantó más y le tuvo que dar un platito con tomate y se lo fue a comer al living.

Así es, siempre conseguirá lo que le plazca. No como la niña consentida que quieres que sea, sino por la vía de una vieja astucia de mujer que la misma Ivana arrastra en sus genes españoles. Además, ¿quién se podrá resistir a un par de ojos negros en un níveo rostro como el de ella? Hasta que el verano de 2030 levante la vista y vea por primera vez al Príncipe Negro.

Detrás de cada gran hombre hay una gran mujer, y detrás de cada gran mujer hay un gran pedazo de hombre. En Ibiza, Isabella encontrará la horma de su zapato en la figura del mulato de ojos verdes. Party boy y alemán de mezcla, el Príncipe Negro estará acostumbrado a una natural adoración femenina pasiva, pero Isabella no será pasiva y, sin embargo, será él quien la seduzca. Lo traerá de vuelta a Chile y te lo presentará y sabrás inmediatamente, como los lobos viejos frente a un nuevo macho alfa, que tu reinado está kaput. Se casará en el otoño de 2032 y tendrás que tragarte un apenas fingido sentimiento de devastación. El secreto deseo tuyo, de todos, es no volverte viejo.

—Viene con un cable para poder descargar tu ritmo cardíaco al PC.

—¿Y pa' qué te sirve esa weá?

—No sé, supongo que esperan que haga alguna estadística con eso.

Las estadísticas indican que el mundo se volverá una aldea global para el 2050 y el gen del pelo rubio se perderá en una marea de genes no caucásicos. El Príncipe Negro será un ejemplo de ello. Tomará a Isabella y se la llevará lejos de ti, a Amsterdam. Aquí es cuando desapareces de mi visión, pero no significa más que eso y no sé si mueres o es que simplemente el foco de la historia te deja de lado porque ya no importas.

Adolph nacerá en 2036 de la mano de una economía global ya tan intrincada que nadie se preocupará por entenderla. Adolph tendrá la piel suavemente chocolate y una nariz tan respingada que todos se preguntarán de qué parte de la familia viene. Por supuesto, tú también pondrás tu parte en el cóctel genético y esos ojos negros te corresponderán.

Será un niño tan callado y frío que asustará. Isabella nunca se podrá explicar bien la leve sensación de miedo que inspira Adolph, aunque habrá psicólogos y gente bien intencionada que le dirá que nació sin alma o que es un niño índigo. Y en realidad no habrá nada de qué preocuparse si solo será que el niño es como el agua estancada que acumula silencio y observa. Así será durante años para la familia en Amsterdam y el Príncipe Negro se convertirá en un digno hombre de trabajo llevando la empresa familiar: suplementos alimenticios para el tercer mundo, en base a fauna marina a granel. Pero Adoph, ah, Adolph, escribirá su primer libro a los diecisiete. Una gran sorpresa para ustedes, amarga por cierto.

—Ahora que hay más ciclovías, voy a empezar a venirme en bicicleta al trabajo —me dices.

—Bien —te digo. Pero ya sabes tú, me interesa un cuerno.

Sus libros serán ácidos recuerdos inventados de su familia. Aunque no tendrá un motivo para ser infeliz en su infancia, volverá una y otra vez a narrar desgracias y abusos a cada cual más truculentos. Afortunadamente no aparecerás en ninguna de sus novelas, pero Isabella se llevará la peor parte y se volverá una mujer angustiada e insegura. El Príncipe Negro, para entonces un sapo ventrudo sin fuerzas para nada más que sus negocios, se alejará de ella durante semanas, meses y luego para siempre. Adolph continuará su estela despiadada de escritor y se elevará hasta el culto describiendo a una Europa metida hasta las gónadas en una decadencia preapocalíptica. Alguna vez se le preguntará de dónde sale tanta mala leche y responderá que siempre odió Europa, que nunca se sintió cómodo entre tanta estúpida burguesía, empezando por sus padres. A los veinticinco decidirá que estudiar una inútil carrera en Arte no viene con él y se va de viaje por el mundo con nada más que doscientos euros. Esperará ver paisajes, naturaleza, espacio abierto. Una imagen vaga nacida de la esperanza de que la furia que siente por dentro, y que piensa que es un resabio de la vieja lucha de clases, se aplacará con la panorámica de sistemas ecológicos menos intrincados. Pero no quedará mucho a esas alturas y la temida sexta extinción masiva vendrá, se quedará, se enseñoreará y al fin será el pan nuestro de aquellos días.

Pero será igual de fascinante para él. Su cuarto libro se llamará Anticipos del Fin y hablará sobre la ausencia de Gaia y la revelación de que la fauna ahora es completamente humana, que los hombres han tomado las formas animales ausentes y se podrán encontrar mujeres-venado y hombres-pájaro. En Hong-Kong se enamorará de una prostituta de mirada infantil y silenciosa, será la mujer-sirena. Tendrán un camino largo y tortuoso hacia el amor, con alejamientos y recaídas hasta que Amy Chee Hwa se despierte un día con el sabor de la mierda en la boca y sabrá. Caminará hasta el lugar de Adolph y le gritará con todo el odio de su pequeño cuerpo que está embarazada. Josephus nacerá en 2070 y tendrá los profundos ojos negros que te unen a él. Adolph volverá a Amsterdam con el niño, solos.

—¿Tú nunca has tenido bicicleta, Luis?

—No, nunca me compraron una.

La mujer-sirena desaparece de mi visión, se hunde en el caos mundial de 2079, cuando una profunda crisis financiera azote a este planeta impávido y desgastado. Aún hoy se ve a simple vista que no alcanza para todos; hasta tú podrías verlo, si no estuvieras tan inmerso en el “reloj”. ¿Cuál es su huella de carbono? Las Guerras del Agua comenzarán en 2085 en Venezuela, se extenderán al Medio Oriente y luego a África y al Asia más empobrecida.

La historia de Josephus es la más convulsa que me toca ver. Un escritor se debe únicamente a su arte, es un axioma que se corrobora en el tiempo con obras maestras y vidas destruidas. Los mejores escritores muchas veces fueron también los peores seres humanos –narcisistas, obsesivos, egoístas– que solo provocaron dolor. Adolph no será cualquier padre sino el peor. Isabella aparecerá de nuevo como una madre incompleta con una nueva oportunidad, mientras Adolph siempre estará ausente de la casa de Amsterdam. Serán días calmos y tensos entre ella y el niño, pero se avenirán. Sin embargo, el Hado es unívoco y no habrá piedad para nadie. Isabella morirá de un infarto un año antes de las Guerras del Agua, ya solo quedarán el padre y el hijo.

Josephus tendrá la mirada infantil de su madre, la fuerza aprendida de Isabella y la furia de su padre. No es retraído, pero le conviene serlo y aprende a convivir de sobreviviente en su propia casa, a establecer vínculos emocionales pasajeros con extraños y sobrellevar rápido las pérdidas. Adolph no entiende a ese adolescente tan distinto que lleva la misma sangre y desearía controlarlo, pero el chico ya ha desarrollado autosuficiencia para escapar el mismo día que llega el descontrol a Europa. Dejará una nota a su padre en su residencia en París porque lo quiere a pesar de todo, siente admiración por ese padre tan inflexible e inalcanzable. Reunirá unas pocas cosas y una carta muy extensa que le dejará Isabella como parte de su herencia. Y luego saldrá a las calles llenas de autos eléctricos incendiándose, mientras las fumarolas negras de la ciudad alcanzan la cúspide de la Torre Eiffel. Cruzará la frontera hacia la Europa del Este, donde sabe que jamás lo encontrarán. Entre viajes en vagones de tren y marchas por frías carreteras, Josephus leerá la carta de la abuela y se enamorará de ese país tan lejano que es Chile; Isabella jamás retornó y te extraña, y extraña la geografía hecha de silencio de la vez que la llevaste a conocer a sus abuelos, en el Norte. Desde entonces, Josephus escapa buscando la forma de cruzar el Atlántico.

—Bueno, vayamos a lo nuestro, Luis. —Ah, se acaba la diversión.

Tú ni te imaginas el caos. Si te contara, me echarías de tu oficina de una patada en el culo. Europa al fin se caerá a pedazos, después de siglos de decadencia, pero los tiempos duros son siempre bien aprovechados por los hombres de puño despiadado. El niño de mirada infantil al fin evoluciona y no siente mucho cuando balea a dos muchachos albaneses por orden de su Hermandad. Pero será una noche larga y cansadora, y comete el error: deja a uno de ellos vivo, suponiendo que morirá desangrado. En 2089, volverá a huir siguiendo la línea de la costa mediterránea, y recordará Chile. No hay camino seguro y sus años de circo como asesino le asegurarán un rápido pasaje hacia Portugal, seguido de cerca por la Hermandad. Al llegar, ya estará sin recursos y desesperado, pero conocerá a Branca que lo esconderá durante dos meses antes de conseguir cupo en un buque albacorero, que zarpa desde la empobrecida Setúbal. En medio del Atlántico, Branca le dirá a Josephus que está embarazada. Él querrá que se llame Isabel, si es niña, y le entregará la carta junto con tres pepitas de oro. Le hablará de su sueño y luego se irá con tres hombres que ella no alcanza a ver. No volverá.

Isabel será abandonada, a pesar de sus hermosos ojos negros. Chile es de nuevo una dictadura, casi toda Latinoamérica lo es. Recuerden, en tiempos interesantes los horribles hombres tienen oportunidades de hacerlos más interesantes. Sobrevivirá en una pequeña misión cristiana en Antofagasta hasta que tenga diecinueve, cuando sea violada en medio de un levantamiento del pueblo ante la pobreza y el agotamiento. Se escabulle como puede de los escombros y de la ciudad, pero la carta arde junto a los cuerpos de cientos de seres humanos. Ciega al destino, llegará a Conchi Viejo, un pueblito muy perdido cerca de Calama, donde solo viven dos hermanos aimaras, una mujer y un hombre muy viejos. El hombre lanzará una bienvenida y la mujer levantará la mirada hacia el Oriente para luego decir: “Ahora estamos solos”. Eurasia acaba de volar producto de decenas de antiguas ojivas nucleares en manos de mafias locales. Para Isabel eso será un mero detalle, estará más preocupada por la persona que crece en su vientre.

—¿Comencemos? —dices y yo asiento con la cabeza. Me duele saber que la visión se esfuma de a poco, pero hay algo tranquilizador en el final. ¿Sabes que Mamani significa el creador en aimara?

En 2110, nacerá Naira, la de los ojos grandes; la Pachamama la recibirá de vuelta, después de más de cien años desde que tú te alejaras de ella y con ella iniciaremos un nuevo ciclo para este subcontinente que siempre ha estado solo. Esta vez no le deberemos nada a nadie.


Luis Saavedra Vargas nació en 1971 en Santiago de Chile. Siempre se interesó en lo fantástico por su estética de colores chillones y luminosos y sus monstruos siempre enfurecidos con buen gusto por las mujeres. Se le conoce mejor como editor del fanzine chileno Fobos y los Púlsares, los libros que recogieron los relatos ganadores del concurso del fanzine. Sin embargo tiene su faceta de escribir: su relato “Ol’fairies Bar” quedó finalista del concurso Domingo Santos 2005, en España, mientras que ha sido seleccionado para participar en antologías nacionales y extranjeras, y así también ha sido traducido al francés, italiano, inglés y, sorprendentemente, el árabe. Hoy forma parte del colectivo chileno de escritores fantásticos Poliedro, que lleva cinco colecciones de cuentos a la fecha y se prepara a sacar la sexta. 




lunes, 3 de febrero de 2025

BAJO LA APARIENCIA CREPUSCULAR

 

Gerardo Horacio Porcayo

 

Atardecer. La figura se recorta contra el disco solar rojizo y carcomido por una nubosidad que titila en su cromatismo.  La línea dentada, obscura e irregular de una ciudad, como dientes cariados y rotos, es perceptible más abajo. La alegría no se manifiesta en ninguno de los movimientos de aquella silueta. Parece un niño y la suerte de carrito que arrastra tras de sí confirmaría, en cualquier otra circunstancia, esa apreciación.

Pero no es cualquier otra circunstancia. Es esa. Y no se trata de una simple.

No se apresura. Avanza con firmeza, con cautela. La experiencia de pasadas incursiones ha dejado huellas indelebles en su ser.

 

Scavenger. La palabra da vueltas y más vueltas en su sinapsis. Un concepto en un tobogán con giros vertiginosos y sin salida alguna.

Palabra clave. Palabra sin sentido o significado. Ha extraviado su concepto y sólo le queda la sonoridad como guía. Algo que rebota bajo su cráneo y lo hace seguir adelante.

Adelante significa, a veces, kilómetros de parajes desiertos, de autopistas rotas y cuarteadas sin más tránsito automotor sobre ellas y, de vez en cuando, el arribo a un pueblo. A una ciudad. Caminar con el único faro de lo tecnológico como guía. Como inspiración o explicación a ese desasosiego que lo asalta cada vez con mayor contundencia entre más reestablece su arquitectura básica.

Atrás han quedado los días sin memoria, las jornadas de actuar por puro instinto o los mismos errores en la incorporación de memorias. En cada oportunidad perfecciona su manera de interrelacionarse con los distintos protocolos de diseño y universaliza la adecuada operatividad de los materiales de manera tal que puedan resultar de lo más eficientes y con el menor riesgo posible, aunque no cubran su desempeño nominal.

Scavenger, sigue diciendo su mente y no sabe si esa palabra implica su profesión, su destino o su simple misión.

 

Caos de letras y palabras. Caos de señalamientos. Alcanzar las puertas de la ciudad no siempre consigue aclarar su nombre o situación geográfica. Depende de su tamaño.

Urbanización. Esa es la palabra con la que busca sustituir el vocablo ciudad. El número de habitantes determinaba antes la diferencia. Pocos pobladores implicaban una villa, un pueblo.

Hoy todos serían pueblos, quizás menos, medita, mientras recorre la primera cuadra y va situando las estructuras, no según su decadencia, sino de acuerdo a la aparente solidez del diseño original. Reconocimiento de patrones. En las ruinas no queda más que el reconocimiento de patrones para la orientación.

Eso y las bibliotecas.

La extensión territorial habla de una urbe de tamaño medio. Los estragos de los bombardeos no parecen distinguibles, tras los desastres naturales, de la ruina generalizada. No a esa distancia. No sin instrumentos especializados.

Acercarse. Esa siempre es su meta mediática. Su fuente de satisfacciones. Una suerte de sucedáneo, de placebo para continuar su búsqueda. Su meta a la altura de su angustia. Lo demás...

 

Identidad. Ese es otro rubro que ocupa sus días, sus horas. Reconocerse. Reconstruirse. Saberse íntegro.

No recuerda su cara. Y experimenta con ella. Experimenta con todo su cuerpo. No recuerda su historia personal y algo en sus sinapsis lo lleva a creer, a especular sin base sólida para ello, que una vez que encuentre la apariencia de su identidad, cada una de las memorias volverá, como por arte de magia.

 

Ahora, como en otras escasas ocasiones, ha descubierto las ruinas de un centro tecnológico e industrial, antes que el emplazamiento mismo de la biblioteca.

El edificio ha perdido más de un 40 por ciento del techo y las paredes de la fachada parecen rasguñadas por las garras del tiempo y las lluvias. La resultante es una colección de basuras múltiples hacinadas sobre los originales materiales a la venta. A eso habría que sumar el pillaje de organismos con la programación dislocada. Cascarones de celulares, laptops y otros gadgets informáticos son la prueba de su presencia. Los restos de la rapiña yacen despanzurrados entre el lodo y una escasa y moribunda flora que al menos no registra radioactividad alguna.

El concepto de muchas maneras le resulta nuevo. Hace casi tres meses tuvo oportunidad de enfrentar una colonia moribunda de depredadores menores. Inteligencia modular, con chips desgastados, decadentes, de funcionamiento endeble. La erosión climática, las lluvias ácidas provocaron su rápida extinción, Ningún otro factor pudo resultar tan decisivo.

El encuentro, más allá de la alarma inicial ante su cerco, le permitió inferir el tamaño del desastre.

Justificando su acción como defensa personal, gastó tres días en cercar a los miembros de esa inteligencia colmenar para luego ejercer, sobre ellos, la misma labor de saqueo.

Su banco de datos resultó una fuente contradictoria de información, pero también un testimonio adecuado. Aquel organismo, que definiera para sus adentros como Colmena 1, había reconocido en varias oportunidades una corrupción grave en sus archivos de patrón de conductas y había intentado comunicarse vía satélite, sólo para descubrir varias cosas útiles: 1) La red celular fue corrompida y exterminada en el último tramo de la guerra. 2) El ímpetu de las intervenciones derribó satélites y dejó a otros con nulas posibilidades de corregir las órbitas, lo que a la larga los hiciera caer a tierra. Colmena 1 había grabado por los menos tres de esas caídas en una resolución muy pobre pero que, evidentemente, constituía un testimonio valiosísimo.

En otras palabras, Colmena 1 había descubierto una cosa siemple y terrible: estaba sola. No habría ya jamás respuesta de sus creadores.

 

Revisa la tienda, palmo a palmo y cuando se convence de la nula existencia de cajas de seguridad, se ocupa de recoger cualquier posible fuente de energía. Elige incluso un remolque de escaso tamaño y construido con aleaciones extraligeras donde es posible situar tanto el nuevo generador eólico como sus bases de datos.

La labor de construcción le lleva casi el total de la noche, entre limpieza, ensamblaje y adecuación de las partes. En cuanto el amanecer se filtra por las ventanas rotas y por el mismo hueco del techo, decide dedicarse un poco más a su apariencia.

Como por accidente, a la par que elegía materiales básicos para el funcionamiento, también ha seleccionado implementos con orientación cosmética.

Se mira al espejo. Trabaja en sus pómulos, en los superciliares, se detiene en las pestañas, en la mejora operativa de sus mismos objetivos oculares. Después regresa a sus dientes; sustituye uno de madera por una placa de oro y lo que mira al espejo le resulta cada vez más cercano, más semejante.

Pule las partes. Llega a sus piernas. Las mira con una suerte de nostalgia. Su pedestal todo terreno sigue constituyendo un ahorro de energía que no puede ignorar. A veces, como hoy, anhela encontrar pasillos estrechos, túneles que le den el pretexto necesario para volver a caminar sobre sus pies.

Pero nada. Tiene esto. Y eso es lo único que queda. Lo único que hay a menos que siga trabajando. Refuerza su torso, aún sin alcanzar una decisión definitiva sobre su arquitectura.

Y sabe que aún falta más. Muchísimo más. Quizás una tienda de ropa pueda ayudarle en su decisión. Si aún queda algo allí, claro está.

 

Meta. Objetivo. No sabe de manera precisa cuál puede llegar a ser, pero la necesidad de recorrer las calles no se aplaca con mirarse al espejo.

Las gasolineras estalladas, como si hubieran sido blanco de los bombarderos. Desplazamiento de prioridades en una guerra total.

Ni un solo mapa ha sobrevivido en los parques. Sigue sin poder identificar el nombre o situación geográfica del lugar. Es caminar a ciegas, en más de un sentido, pero no puede dejar de hacerlo. Su viejo generador habrá de esperar mejor suerte en los viejos autos. Piensa en estacionamientos subterráneos repletos, quizá en pipas abandonadas; pero todo eso es objetivo secundario en estos instantes.

Distiende al máximo sus paneles solares, por sobre su cabeza, y no deja de avanzar hacia lo que su análisis le indica debe ser una universidad. Las tiendas de ropa, los supermercados han sido víctimas colaterales de los bombardeos. También las bibliotecas públicas, junto con los edificios de gobierno. Debió tratarse de una urbe de importancia simbólica para la nación, de otra forma nada de todo aquel desastre quedaría justificado.

De muchas maneras agradece el paso del tiempo. Los escasos cadáveres que aún son distinguibles en la calle se reducen a meros esqueletos vestidos. Nada más queda.

Acelera la marcha y trata de no extrapolar a partir de todo lo recopilado, el escenario tras el bombardeo. El dolor...

 

Scavenger, vuelve a decirle su mente mientras recorre los pasillos húmedos, polvosos, de ventanas rotas. Una gran esperanza se anida en su ser, la frase Universidad Tecnológica.

No es perceptible rastro alguno de organismos colmena operativos, por eso se ha permitido dejar el generador eólico anclado a las afueras del edificio con las hélices desplegadas. Por eso avanza con menos precauciones de las que tomara previamente.

En el tablero principal ha descubierto el nombre de la universidad seguido de la localidad del campus, pero ha resultado una palabra tan vacía como la misma Scavenger. Los nombres de las facultades, el mapa mismo de la distribución ya es otra cosa que promete mejores dividendos.

Hacia ingenierías, hacia el edificio de mecatrónica dirige sus llantas. Ha subido las orugas ahora que el terreno resulta mucho más estable. Ha abierto sus monitores a 360° y va archivando los estados de cada aula, de cada locker en el área de estrategia y análisis de su mente.

La rapiña sigue ausente, como si hubieran cerrado el edificio, como si nadie estuviera presente durante la conflagración.

Cruza los talleres de ensamblaje y aunque la tentación resulta enorme, la biblioteca es su objetivo primario.

Abre las puertas de cristal y la desesperación comienza su asedio. En las tuberías de aire acondicionado hay, al fin, huellas de rapiña. Las terminales de consulta son carcasas rotas, mordisqueadas, perforadas, con cables rotos saliendo de sus heridas de plástico y metal.

Busca los libreros, esos enormes anaqueles que deberían ser la imagen preponderante en ese enorme galerón blanco lleno de micro y macroterminales despanzurradas.

Ni un solo libro. Ni una sola muestra de pulpa y papel.

Vacío.

Allí, en el centro de su plexo. Y aunque sabe que debería ser imposible esa emoción, la percibe, la experimenta, mientras acelera y va dejando pasillo tras pasillo de computadoras despanzurradas. Alcanza el área de mantenimiento y ahí, al fin, es visible la bóveda de seguridad, su puerta de plomo, bien cerrada.

Suspira. Sin pulmones ni oxígeno, suspira. Desprende sus pies del pedestal y avanza hacia la bóveda.

Coloca la mano derecha sobre el tablero de acceso, la izquierda sobre el volante de apertura.

Entonces llega la voz.

—No hay nada ahí adentro, pepenador...

No hace falta que gire, pero lo hace, sobre sus pies metálicos, aunque ya sabe que dos hombres avanzan hacia él. Enfermos a simple vista. Las pieles les cuelgan, de manera holgada. Destaca su esqueleto, su hambre.

—Has llegado al final —explica.

 

Alarmas activadas. Sentidos extrafocalizados.  Luego el desconcierto, el descubrimiento.

En su estatus hay tres solicitudes de conexión bluetooth. Existen tres intentos de conexión modem en dieciséis distintos protocolos, algunos de los cuales es incapaz de interpretar.

Accede al establecimiento de conexión bluetooth y su cabeza da un giro. Su consciencia parece parpadear.

—Hemos tratado con otros semejantes a ti, pepenador. Y eso quiere decir la palabra que tanto te repites. Scavenger es alguien que recoge basura. El concepto lo obtuviste de la Colmena 1.

—Yo...

—Tú, has llegado a casa, pero la función está apenas a punto de iniciarse.

Uno de ellos se quita la cara. Abajo hay un rostro que se parece más al suyo; también de metal.

—Perdón por no quitarme la piel, pero la mía está mejor adherida —asegura el segundo.

—No hay nada allí, pero nosotros te compartiremos lo que de ahí sacamos.

 

La silueta se recorta contra el disco anaranjado del amanecer. Ahora va vestida y viaja en algo que recuerda los viejos windsurf.

Las aspas de su generador aminoran en cierto grado su avance pero le proveen de la energía necesaria para seguir adelante.

Sus pies se afirman sobre la tabla de ese velero todo terreno. Atrás mantiene, con cadenas aseguradas, el vínculo con su pedestal, su mismo banco de datos, esa suerte de carrito donde va depositando cada una de sus experiencias.

Lleva un viejo puro que no puede aspirar mordido entre los dientes y la mueca que mantienen sus pómulos móviles de metal sugiere una sonrisa.

Su ropa es una mezcla rara. No lleva distintivos sobre su sexo porque ha asumido que su estatura sugiere la vieja entrada a la pubertad.

Ya no busca sus recuerdos. Sabe que no los hay.

Los recuerdos de otros, de sus creadores serán su objetivo.

Basurero, pepenador de recuerdos y crónicas. Subrutina activada tras la extinción comprobable de todo lo humano.

Su raza es ahora heredera. Su misión, contar esa absurda historia de sueños, deseos y aspiraciones que llevaran a sus dioses, a sus creadores, al holocausto final.

Bardo cibernético, irá de pueblo en pueblo recopilando cada noticia ahora que la comunicación global es otra vez un sueño.


Gerardo Horacio Porcayo Villalobos (Cuernavaca, Morelos, México, 1966), es uno de los escritores más destacados entre los que cultivan la narrativa conjetural en México. Ha publicado, entre otros trabajos, La primera calle de la soledadCiudad Espejo, Ciudad NieblaSombras sin tiempoSueños sin ventanasEl cuerpo del delirio y Plasma exprés.

sábado, 1 de febrero de 2025

FRUSTRACIÓN

 Marcela Iglesias

 

Todas las mañanas, Fresia Altozano se levantaba a las cinco de la mañana para preparar el desayuno de Mario, su hijo cuarentón, que había dejado su vida a un lado para quedarse cuidando de ella cuando las hijas mayores se fueron a vivir a otras ciudades, lo más lejos que habían podido. El padre falleció cuando Mario era pequeño, obligando a Fresia a trabajar en la cocina de un hotel porque ella “no sabía hacer más que cocinar”. Cuando Mario obtuvo un trabajo en el archivo del municipio, decidieron que Fresia no trabajaría más.

La rutina era la misma todos los días, preparar un desayuno contundente para que Mario no tuviera hambre en todo el día y “no se gastara la plata comiendo afuera”. Había que pelar las papas y la zanahoria para la sopa y para el guiso. Sofreír la cebolla con el ajo para dar sabor, tostar los fideos en la sartén, escoger buenos trozos de hueso carnudo para el estofado y desmenuzar el queso para la sopa. Ah, y no te olvides de licuar la fruta de temporada para el batido y secar el arroz blanco. Doña Fresia, como le decían todos, menos Mario que la llamaba “madre”, no tenía tiempo de pensar. Llevaba demasiados años haciendo lo mismo, lo hacía como un autómata de línea de fábrica, con gran precisión y sin cometer errores.

Dejaba “parando las ollas” como solía decir y se apresuraba planchando la camisa del día y la corbata a juego para que Mario fuera pulcro a su trabajo y nadie osara decir que no tenía madre que lo cuidara. Le ponía la ropa en la cama mientras Mario se duchaba, ducha de diez minutos para ahorrar agua y gas y no más tiempo para no dar paso a veleidades que pusieran en peligro la moralidad y buenas costumbres.

Lista la comida, doña Fresia corría a la panadería a retirar el pan recién salido del horno, caliente y delicioso, que religiosamente había pagado la noche anterior. Por otra parte, las monjitas del convento vecino le entregaban el café recién molido en agradecimiento a sus penitencias y limosnas.

Todo funcionaba como un relojito en aquella casa.

Mario salía del baño, se ponía su ropa recién planchada, se hacía el nudo de corbata tal como su padre se lo había enseñado muchos años atrás, se peinaba y salía completamente acicalado a tomar su desayuno.

Su madre lo esperaba siempre con la sopa de fideo con queso y papas, humeante y apetitosa. Pero antes, “el jugo primero mijito, el jugo primero” y Mario bebía de un sorbo el jugo espeso y dulce que su mamá le preparaba. Luego la sopa, el segundo plato con el guiso de carne y el arroz blanco, graneado y perfecto “que le había enseñado aquel chef cuando ella trabajaba en la cocina del hotel”. Terminaba siempre la comida con la discusión por la temperatura del café, servido en una taza de peltre que no se enfriaba nunca y la pieza de pan dulce, especialmente comprado para él.

Mario se levantaba de la mesa, agradeciendo a su madre por tan suculentos manjares, se cepillaba los dientes y mientras terminaba ya estaba doña Fresia con la chaqueta, el maletín y el paraguas esperando a Mario en la puerta para que se dirigiera al trabajo y todo esto justo a las siete y treinta y cuatro, para que Mario no perdiera el autobús que pasaba a las siete y cuarenta y uno por la parada que quedaba a dos cuadras de la casa. Un relojito.

Mario regresaba a las diecisiete y cincuenta, trayendo el periódico de su oficina para que su madre hiciera el crucigrama mientras lo veía comer la misma dosis del desayuno, con la diferencia que para la noche había postre, budín de pan, con los panes que quedaban duros del día anterior.

Veían el noticiero y Mario se retiraba a dormir a las veinte y treinta. Fresia se quedaba un rato más, ordenando la cocina para que nada le quitara tiempo en la mañana.

Siempre lo mismo, cada semana, de cada mes, de cada año durante los últimos quince años.

Pero un día sucedió algo diferente.

Mario siguió durmiendo. Cuando abrió los ojos, el sol ya estaba alto. Miró su reloj, las siete. ¡Las siete! Corrió a la ducha, cronometró los diez minutos, salió y su ropa no estaba sobre la cama. Tuvo que decidir él qué ponerse. No lo había hecho hacía muchísimo tiempo y tras varios minutos de reflexión, se puso la combinación de camisa celeste con corbata azul que a su madre le gustaba tanto. “Pero esto está todo arrugado” pensó. Se acomodó lo mejor que pudo y se dirigió a la cocina. La olla de la sopa borboteaba derramando el contenido, la cacerola con el guiso estaba quemada, el arroz tenía olor ahumado y no había jugo, no había café hirviendo en la taza de peltre, no había pan. Nada estaba en su lugar aquella mañana. Mario no sabía qué hacer. “¿Qué hago, qué hago?” repetía mientras daba vueltas por toda la cocina, agarrándose la cabeza. Sonó el timbre. Mario se acercó a la puerta pensando que todo este desastre le iba a provocar un retraso. Iba a perder el bus, tendría que esperar quince minutos hasta que el otro bus pasara. Volvió a sonar el timbre, una vez más, dos veces. “Ya voy, ya voy” comenzó a gritar. Llegó a la puerta, se encontró con el panadero, las monjitas y un policía. Aturdido, les dijo que se apartaran que se iba a atrasar. El panadero lo miró con tristeza, las monjitas lo abrazaron y el policía pronunció las peores palabras que alguien podría decirle “doña Fresia está muerta”; el panadero le comenzó a explicar que saliendo de la panadería se había llevado las manos al corazón y había caído al piso, que habían llamado a los paramédicos, que el sacerdote le había dado la extremaunción, que las monjitas le habían puesto las estampitas, pero que nada había funcionado y que estaban en la obligación de avisarle que se estaban llevando el cuerpo a la morgue del hospital y que él debía…

—¡Basta! —gritó Mario haciendo grandes ademanes—. ¡Basta, no diga más!

Empezó a romper todos los adornos que encontró, la vajilla china con borde dorado que “sólo era para las ocasiones especiales”, todo lo que encontró a su paso. El panadero, el policía y las monjitas lo miraban asustados. Como no pudieron calmarlo, se retiraron diciéndose entre ellos que ya le darían las referencias para que fuera a retirar el cuerpo.

Mario se quitó los zapatos y la corbata, lloraba, gritaba. Fue al cuarto de doña Fresia, se retiró a la esquina que miraba a la parada del bus y viéndolo pasar, se acuclilló desesperado.

—Madre, ¿por qué me hace esto, no ve que me voy a retrasar?


Marcela Iglesias nació en San Salvador el 12 de marzo de 1972. Por causa de la guerra civil desatada en su país emigró a Ecuador, donde reside desde 1988. Profesora de matemáticas desde los 13 años, siempre tuvo el deseo de escribir. Ahora se considera una escritora en construcción.

 

TRAVESÍA

 

Luisa Madariaga Young


 

Muchas personas creen que la fortaleza se encuentra en la musculatura física obtenida en los gimnasios, pero puedo asegurarles que existe una superior, aquella que sale a flote cuando nos enfrentamos a situaciones difíciles o extremas; me refiero a la fortaleza de espíritu para librar batallas que parecen imposibles. Evelyn es mi hija menor; se mudó lejos y pocas veces nos veíamos en un año, aunque siempre nos hemos comunicado a diario, esa es la razón por la cual quedé devastada cuando ya desesperada por no saber de ella, recibí un correo que fielmente transcribo aquí:

 “Madre querida, mientras lees mi carta yo estoy luchando por un sueño. Te conozco y se cuánto vas a llorar, pero te ruego comprendas que no me despedí precisamente para evitar ver toda la angustia reflejada en tu rostro al embarcarme en una incierta travesía donde todo puede pasar.

Comienzo diciéndote que el primero en irse, hace tres meses, fue Carlos (ahora querrás desear que nunca nos hubiéramos casado) con la idea de trabajar duro para ir pagando la deuda, ambos pensamos que si esa afortunada circunstancia llegaba a producirse el niño y yo viajaríamos después para reunirnos en Estados Unidos (no lo hicimos juntos por razones de dinero).

 Llegamos a Nicaragua en la noche y estuvimos viajando por varias horas. Cuando amaneció vi como la luz cálida caía sobre los lejanos volcanes ¡Es increíble admirar esas cúpulas blancas! Y me preguntaba ¿Será la nieve? ¿Es posible que exista el invierno en medio de las montañas aunque estemos finalizando el verano? Mientras marchábamos (hay tramos que tenemos que hacerlos a pie), no dejaba de recordar tus enseñanzas cada vez que teníamos que cruzar un río caminando por un estrecho y elevado puente colgante; algo más complicado que mantenerse de pie luego de una pasada de copas.

En Honduras formamos un grupo mayor con personas de otros países, entre ellos había un niño de cinco años que lloraba asustado, el pobrecillo no encontraba a su padre, me acerque y le ofrecí unas golosinas para consolarlo, casi inmediatamente llegó su papá que con una explosión de triunfo ahogó el dolor de creerlo perdido en medio de tantas gentes. Me dijo que eran venezolanos y que viajaban solos. A lo largo del camino hicimos buena amistad y nos ayudábamos mutuamente. Me había percatado que ellos poseían salvoconductos, pero él me confesó que todos los documentos eran falsos, lo único verdadero eran nuestras identificaciones y pasaportes.

Madre, es cierto el peligro que se corre. En Guatemala un hombre se acercó a nuestro guía que observó al intruso con evidente desconfianza, se notaba claramente que era de las fuerzas policiales. Te confieso que hasta ese momento no había visto un arma en ninguno de ellos, debían de tenerlas ocultas, pero sin yo saber cómo, el guía ya lo tenía encañonado y lo condujo al abismo desde el borde del angosto camino que estábamos cruzando. Todos estábamos paralizados, solo atiné a cubrirle los ojos a Carlitos y susurrarle bajito ¡No es nada más que un juego! No escuchamos disparos, pero tampoco quisimos averiguar qué sucedió…

Antes de llegar a México nos separaron en grupos pequeños y nos volvieron a reagrupar, luego de cinco días de viaje, en un rancho aislado, muy cerca de Tapachula. Ahí volví a reencontrarme con el venezolano (Francisco es su nombre), lo reconocí porque usaba la misma indumentaria que usó cuando nos vimos la primera vez, apenas era una sombra de la persona vivaracha que me había ofrecido amistad unas semanas antes. Le pregunté por su hijo y un rictus de amargura desfiguró su rostro, llorando me dijo que en la selva algún insecto había picado a su niño provocándole fiebres y sudoraciones extremas, que le había rogado al guía hacer una parada cerca de algún pueblo para al menos comprar medicamentos, que el guía vino, observó por unos minutos a su hijito y se volvió diciendo “No hay duda de que está enfermo, pero no podemos parar, la vida de una sola persona no puede poner en riesgo la de los demás ni el dinero que se está pagando, negocios son negocios” ¡Perdió a su niño, madre, y yo quedé angustiada pensando en el mío! Traté de encontrar palabras que lo reconfortaran y no pude ¡No existen palabras de consuelo, los padres nunca deben ver morir a un hijo! Solo atiné a ponerle una mano en su hombro y me susurró que ese horrible momento de sepultarlo en medio de la selva, sin apenas unos minutos de despedida prefirió olvidarlo para no sentir otra vez el vacío de la pérdida. Hasta ese momento yo no tenía total conciencia de los verdaderos peligros a los cuales me estaba exponiendo, pero me sobrepuse a la debilidad momentánea con voluntad de acero.

En México nos quedamos estancados por muchos días; éramos más de doscientas personas amontonadas en una casa con las mínimas condiciones higiénicas, ningún mobiliario y sobre la mesa de madera había varios rollos de nylon para acumular los desechos ya que no podíamos salir al exterior, todos dormíamos en el piso sobre colchas que nos trajeron, eso sí, nunca nos faltó la buena comida (demasiado picante pero hicimos de tripa corazón y ya nos acostumbramos).

Finalmente sacaron al primer grupo y nos dijeron al resto que estuviéramos preparados para salir en la madrugada. Esperamos por horas y nada. Luego vino uno de los guías para informarnos que una de las camionetas del traslado se había volcado y tristemente unas diez personas murieron, por lo que las fuerzas federales estaban en operativos, en otras palabras, suspendidos los traslados hasta nuevo aviso. Un colombiano les recordó el juramento que habían hecho de protegerlos hasta la frontera por una suma de dinero bastante alta. El guía levantó la mano para sujetarse los lentes antes de responder que se reunirían esa noche en algún lugar cerca de Chiapas para coordinar con todos sus contactos un traslado seguro; luego añadió: “Nosotros somos buenos, pero no quieran vernos molestos”. Era evidente la amenaza ante tantos interrogantes que definitivamente no iban a responder.

Madre amada, a partir de este momento ya no podré comunicarme más. Voy a cruzar el puesto fronterizo, pasaré un tiempo detenida en inmigración y luego esperar a que mi hermana venga por nosotros. Por favor, no la culpes, es cierto que ella es la que está financiando gran parte de esta travesía, pero fue nuestra la decisión. Soy fuerte, madre, no te imaginas cuanto, he sobrepasado límites que yo misma desconocía. Sé que estás desgarrada por dentro, que a partir de ahora apenas podrás respirar esperando con angustia noticias mías ¡Ten fe y confianza en mí, estaremos bien! ¡Mi decisión y fortaleza de espíritu es grande! Un beso enorme desde lo más profundo de mi corazón, los amo con locura por siempre y para siempre”.


Luisa Madariaga Young nació en Holguín, Cuba y actualmente vive en Vive en Clearwater, Florida, Estados Unidos. Es geóloga, aunque la literatura ocupa buena parte de su tiempo libre. Es una de las participantes más efectivas y aventajadas del TALLER 9 de escritura creativa. 

 

LAS PATAS EN EL BALDE

Víctor Lowenstein

Despertarse con los ojos tapados y las manos atadas a la espalda no le produjo a Romualdo más que la certeza de haber llegado a la hora justa para pagar por sus errores. Sus piernas estaban libres; podía hasta patalear en el aire sobre la silla donde lo habían sentado, pero de poco servía. El silencio era casi absoluto. Una cadencia hecha de susurros suaves iba y volvía hacia sus oídos como un oleaje sereno. Romualdo soltó un sollozo sin querer. Friccionaba sus muñecas hasta sentir en la piel la aspereza de una inconfundible soga que lo maniataba por detrás del respaldo. Era tarde para llorar. 

Casi un año distrayendo las ganancias fraccionadas de una mesa de juego lo convencieron de que podría seguir haciéndolo indefinidamente. “Somos tontos, los vivos” reflexionó con amargura. Había jugado con fuego ese último mes; Vicenzo venía pesquisando el faltante en su club y tarde o temprano iba a averiguar de los descuidos que pasaban a las manos de su hombre de confianza, el mismo que se retorcía las manos anudadas ahora. De haberse detenido hace unos días, estaría a salvo en algún lanchón del delta planeando un largo viaje… la angurria lo perdió y estaba donde se merecía, en la silla donde iba a morir. 

 

Dónde estarían Montoni, Franco, Luzzeti… siempre estaban cuando pasaba algo. Hubiera o no hubiera orden de Vicenzo ellos sabían estar en el lugar indicado. Parecía no haber nadie allí; no podía ver y solo escuchaba un lejano susurrar en medio de un silencio de aguantadero. Porque tenía que estar en esa cueva que Vicenzo les prestaba para usar de guarida de vez en cuando. No olía como el aguantadero conocido. Olor a cemento y tierra húmeda.

Era raro todo; la silla en la que estaba atado se movía; a un ritmo regular, como si el piso entero se moviera de izquierda a derecha. Era un piso de madera. Lo constataba con solo sentirlo en la suela de los zapatos. A lo mejor el bamboleo venía desde adentro de su cabeza. El golpe que habían tenido que darle para desmayarlo era el causante del mareo que sentía, más allá del dolor consistente y soportable en su cabeza.

Los ojos… no, no estaban vendados. No sentía la presión de ninguna venda alrededor de las orejas. Los abrió despacio. Descubrió que el desmayo, y la fuerte luz de ese lugar le habían obligado a cerrar los párpados y legañas de lágrimas secas le pegoteaban las pestañas.

Ya podía ver. Delante suyo, una pared. No era la pared de ladrillos del aguantadero, con su argamasa despareja y gris que tan bien conocía; olía a cemento, pero era un aroma que se mezclaba con otro olor a malezas y aguas estancadas, olor que parecía ir de la mano con el bamboleo que hacía zarandear la pieza, y no su cabeza fatigada.

Era una pared de madera. Rústica, como el techo y el piso de tablones. El olor a cemento salía de una bolsa abierta y echada junto a la pared. Al lado había una pala y un balde de chapa.

La cabeza dejó de dolerle. Era otra cosa lo que lastimaba los ojos, o algo entre los ojos y la realidad frente a ellos. Ese cuarto de madera solo podía ser una sentina; y el bamboleo, un golpetear de aguas contra el casco de ese barco o barcaza. Estaba en medio de algún río, y esa era una mala noticia.

Oyó pasos a sus espaldas. Unos tipos bajaban alguna escalerita haciendo crujir sus peldaños y pronto los tuvo de frente. Eran Montoni, Franco y Luzzeti, sus amigos, pero se veían raros. Ninguno reía y los tres, al unísono, masticaban las puntas de sus cigarrillos echando el humo por entre los dientes. Romualdo los miró, sin encontrarles los ojos.

No entendía; no entendía porqué Franco, su mejor amigo, le estaba sacando los zapatos y las medias mientras Luzzeti y Montoni, nerviosos, revolvían cemento y agua dentro del balde de chapa. No quería entender porqué no le hablaban y le hacían eso a él; qué era eso de meterle las patas en el balde gruñendo como perros enojados.

¿Una broma, muchachos? No, si ahora entendía demasiado bien. Ni Franco ni Montoni se animaban a mirarlo a la cara. Luzzeti sí; el frío, el metódico Luzzeti le preguntaba con voz de acero si quería algo para el final.

Por sobre el susurro del oleaje manso, Romualdo le pidió un revólver. Luzzeti salió y volvió a bajar con un vasito de caña quemada en la mano. Romualdo no entendió que eso era por piedad y lo bebió, de la mano de Luzzeti, mientras Franco le sostenía la cabeza y Montoni miraba para otro lado, ahogando un sollozo.

Los muchachos dejaron pasar quince minutos, entre gimoteos pueriles y preguntas sin contestar. Es que Romualdo no terminaba de entender; tal vez, tal vez todo tenía que ser así; en una de esas era lo mejor. En cuanto el cemento estuvo seco, entre los tres lo subieron a la rastra por la escalerilla. Puteando y gruñendo lo alzaron por cubierta hasta el borde de la barcaza y, sabiendo que algo había que decir, lanzaron gritos propios de un matasiete borracho, auque estaban más dolorosamente sobrios que nunca y, nerviosos como nunca, dejaron que un inmovilizado Romualdo cayera por la borda.

El chapoteo del cuerpo en el agua sonó como un disparo en el pecho de los tres, que seguían masticando sus colillas. Atardecía en el litoral sombrío. Las aguas continuaban meciendo la barcaza. Los tres permanecieron en cubierta largo rato, sin saber qué hacer y sin animarse a mirar al otro.      


Víctor Lowenstein nació en Buenos Aires, Argentina, el 19 de enero de 1967. Escritor. Autor de seis libros de cuentos fantásticos. Dos menciones de honor de la Sociedad Argentina de escritores (S.A.D.E) y primero y segundo premio género cuento concursos “Siembra de letras” y antologías “Soles de América”.  Participación en más de veinticinco antologías y una docena de revistas digitales. Escribe textos ficcionales, horror, weird,  y ensayos sobre literatura moderna. Algunos de sus libros son: Paternóster, novela corta, 2014 y Artaud el anarquista, 2015.     

 

viernes, 31 de enero de 2025

1957

 

Erica Echilley

 

La colisión se hacía inminente. Intenté aferrarme al asiento, pero las llamas no dejaban nada a su paso. Mi cara solo devolvía la expresión del horror. No iba a salir con vida del fuego que se acercaba y devoraba todo a su andar. Voy a morir pensé, mientras mi pecho bombeaba tan rápido que parecía abandonar mi tórax. Y de pronto una explosión, las partículas de escombros se aproximaban hacia mi retina. Grité y me cubrí el rostro. La brusquedad del movimiento me despertó de mi trance. Mi cuerpo se mecía por el breve oleaje del mar en el que estaba nadando. De cara al cielo, observé la quietud abúlica del día despejado y suspiré. Era otra de esas pesadillas. “Hay que dar gracias por lo que tenemos”, me decía mi madre cuando era pequeña. Por eso, siempre agradecía poder escapar de la hiperproductividad de la oficina y entregarme al placer inigualable de nadar en el Caribe.

Las playas paradisíacas de Punta Cana se reflejaban en mis pupilas azules que se confundían con la tonalidad del agua. Me mecía con los brazos extendidos apuntando mi rostro hacia el camino de las aves. La preocupación solo se hacía carne en mí cuando volvía a volar. Odiaba volar. Odiaba las turbulencias sorpresivas de esos baches en el aire, hasta que aterrizaba en el aeropuerto y me olvidaba de mis pensamientos derrotistas. Tenía vértigo de morir. Así se lo definía a mi psicóloga cada vez que nos veíamos y le contaba sobre mis ataques de pánico cuando volaba. Tenés que vencer tus miedos, me decía con obviedad como un podcast de cualquier psicólogo famoso de turno. Por eso, cuando mis pies tocaban las manos de la madre tierra, daba gracias por un día más de vida, o uno menos. Daba gracias, a veces, a Dios. A veces solo agradecía mirando al celeste ficticio de los cielos.

Mi saco de huesos estaba bronceado. Mi abdomen era un himno a lo bello, pero también al deseo de todas aquellas mujeres a las que les había dicho que no. Las miradas no se dirigían a otro lugar que no fuera a mi inmensidad. Solía caminar con la arena entre mis dedos y sonreír como una rockstar, como si hubiera una cámara mirándome todo el tiempo. Mi postureo exagerado me situaba en la categoría de ególatra, de soberbia, nada más alejado de ser una agradecida. Nunca hay mejor defensa que un buen ataque, pensaba mientras caminaba como si estuviera en una pasarela. Tenía que sobrevivir al mundo, a mis complejos más marcados, tenía que sobrevivir a mis inseguridades y, en definitiva, a todos los fantasmas que yo misma alimentaba. Pero no quería que nadie lo supiera. A eso se debía el postureo, por eso la soberbia.

Ese jueves llovía. El camino de las ballenas estaba más agitado que nunca, pero a mí no me importó. Nadé hasta una cueva llena de corales y me quedé contemplando un punto de fuga en la perspectiva oscura e inhóspita que refractaba la profundidad del lugar. No me percaté de que llovía más fuerte. La cueva se iba llenando cada vez más de agua ante mis ojos curiosos y ambiciosos que querían seguir nadando para ver qué había en el fondo. Parecía el final del túnel. Nunca había pensado en la muerte tanto como en este viaje. ¿Qué habrá más allá del túnel? ¿Qué habrá más allá del sueño eterno? Sorpresivamente, un estruendo ensordecedor me despertó de mis cavilaciones. Cuando quise darme cuenta, el agua de la cueva había subido en segundos. La corriente me llevó hacia adentro. A esa profundidad. Intentaba nadar, pero la inercia del oleaje me succionaba hacia ese punto negro donde la cueva empequeñecía. El terror de mis ojos se transfiguraba en mis piernas que intentaban patear sin éxito y en mis brazos que lanzaban manotazos sin sentido. De pronto, vi a mi madre, a mi padre, al perro que se había perdido y nunca más volvió. Y vi a mi abuela, y a mi abuelo y a los limoneros en los que solía colgarme en el patio de la casa de mi infancia. Tuve miedo, pero seguramente era otro sueño. Me iba a despertar, pero solo sentía paz. Una paz profunda. Una levedad en el cuerpo. Un silencio sepulcral.

Dicen que el ave de hierro cayó a la deriva con sus hélices consumidas por el fuego. Con su pico besó el mar transparente de las playas del Atlántico. Fue una cuestión de segundos. Su cuerpo metálico e impávido se volvió partículas luego de chocar abruptamente contra los dominios de Poseidón. Los restos del naufragio se mecían entre las olas del mar inexplorado. No hubo sobrevivientes. Nadie del vuelo 1957 llegó a las costas de Punta Cana aquel jueves. Nadie pudo. Yo tampoco.

DETRÁS DE ASTOLFO

Gerardo Horacio Porcayo


Otro de esos días. Primero es el aroma. Los aromas, debería decir; alegres, impertinentes, danzando vaporosos sobre la olla. Si no me gustara tanto ver las burbujas, la agitación de la superficie, creo que jamás volvería a la cocina. Odio el aceite. Las manchas de aceite, la textura del aceite. Por eso prefiero el agua hirviendo. La prefiero cuando está sola, inmaculada. La prefería antes de ponerle las especies. Ahora todo huele a ajos, cebollas, orégano. Y quiero decir todo. Todo, todo. Mis manos, mi cabello, mi vestido...

Es inútil, pero de todas formas le coloco la tapa.

Ahora hay dos sonidos que me acrecientan las náuseas. La tapa en su indeciso ascenso, la tapa vibrando al impulso de esas burbujas que ya no veo reventar. Y el maldito tic-tac del reloj. No sé por qué no he comprado un cronómetro digital. Uno de esos con alarma. Ellos se saben callar cuando no importa el tiempo. Ahora no importa. Tengo el manojo de espaguetis aún en la mano...

El tiempo no importa. No debería ser importante.

Ahora llega otro sonido. Las breves uñas de Astolfo pidiéndome que lo deje entrar; rasguñando una y otra vez la puerta. No sé qué tanto se imagine. O recuerde. Quizás puede verme en su mente, sentada aquí, con los espaguetis en una mano y la otra devastándome el peinado. Una y otra vez.

Quizá es así.

Por la ventana se filtran apagados los sonidos del tráfico, la lenta marcha que también ocurre allá afuera. No sé por qué aún no le abro. A veces es como si me encantara seguir macerándome en esta soledad. O siempre.

Astolfo no tiene puertas de gato. Siempre ha de pedir ayuda. Siempre tratando de franquear las barreras que le pongo. Ahora es peor. Porque sé. Porque sabe.

Me paro a regañadientes y lo dejo pasar. Se aprieta apenas contra mis pantorrillas en una caricia de formulario. A él le interesan los aromas. A mi cada vez me vuelven más loca.

Destapo la olla, dejo caer el puñado de pasta. Y la sensación es semejante a lo que veo, algo hierve esófago abajo, algo que pugna por salir. Me vuelvo a sentar en el banco y sostengo mi cabeza entre las manos. De mi peinado no queda nada y los mechones aumentan las náuseas al rozar mi nariz, al adherirse a toda mi cara.

Astolfo tira la coladera y suicidamente ronda la olla, camina hasta el fregadero. Y se queda ahí, extasiado en su abstracción de gato. Mirando algo que no son las cortinas.

El latir mecánico me hace acudir a su lado. Quizá solo mira el cristal. A veces es así, con sus cosas de gato parece dispuesto a brindar ayuda. Abro la ventana y el aroma no es mejor; solo más frío.

Astolfo se cuela por debajo de la cortina y pierde los iris amarillos en un punto. Uno que está más allá del encaje, de la manija.

Tic-tac. Tic-tac.

Vuelvo a caer en su hechizo. Otra vez estoy tratando de distinguir lo que sus ojos persiguen. La tela es succionada, por efecto del viento, hasta el marco. Y en ese instante los miro. O creo mirarlos.

Astolfo no hace el intento de perseguirlos. Solo se queda ahí como vigilante de piedra, como efigie egipcia, ajeno al tejido que se restriega en su lomo antes de volver a la inmovilidad. Están en el patio, a lo que llaman tiro de piedra. Y Astolfo no les quita de encima los atentos, desmesurados ojos.

Bajo los párpados y cuando los levanto, me extravío en las rayas grises y paralelas de su pelaje. Después busco en la ventana. Siguen ahí y me pregunto si cada vez que Astolfo se pone en esa actitud, los mira a ellos. Cuando estamos en la recámara, cuando leo en la sala o solo espero frente a la tele a que acabe el día.

Destapo el vino, sin dejar de observarlos. Y no lo uso para el espagueti. No he empezado la salsa. Lo tomo directo de la amplia boca. Es frío, dulce y pésimo. Me siento en el banco y masajeo otra vez mi cuero cabelludo.

Tic-tac. Tic-tac.

Media botella y Astolfo se echa atrás, tira el sartén y los grandes tenedores al fregadero. Están casi en la ventana. Y no sé qué hacer.

Me concentro en los músculos felinos, en toda esa estrategia de caza que no ejercita, excepto cuando se meten las cucarachas.

Tic-tac. Tic-tac.

Me pego la botella en la frente. Es tarde. Apenas alcanzo a llegar al fregadero y vomito las tres tazas de café y las pocas galletas que por la mañana pude obligarme a tragar. El aroma es horrible pero más soportable que el guiso.

Miro el reloj. Y destapo la olla sin prisas. Hace mucho que no hay textura al dente. Hace mucho que ese líquido empezó a parecer gelatina.

Apago la hornilla y Astolfo me maúlla con hambre.

Se fueron como llegaron. En el momento en que yo no veía nada.

Suspiro y arrojo el paquete de carne molida, con todo y charola de unicel, al piso. Los gatos no sonríen. Eso dice la gente, pero siempre, en estos momentos, los ojos amarillos parecen hacerlo.

Vacío la olla y dejo que el desastre crezca en el fregadero.

Camino con cansancio y la botella de vino colgando con la mano izquierda.

Basta una tecla para llamar a las pizzas. El largo sonido de enlace, la grabación de espera.

Astolfo sale corriendo de la cocina, se para frente a la puerta, se sienta sobre sus cuartos traseros y pone otra vez esa mirada.

Los cristales son esmerilados, solo translucidos y tampoco me interesa verlos.

No ahora.

No otra vez.

Cuelgo la bocina, justo cuando una señorita trata de atenderme. Sigo bebiendo el poco vino que resta. De cualquier manera no sé para quién cocinaba. Supongo que solo es un pretexto para darle de comer bien a Astolfo.

Repito, no alcanzo a ver nada. Pero los sé afuera. Interminables, imprevisibles.

Y me sé cansada. Demasiado cansada para hacer nada, para incluso arriesgarme a abrir la puerta para recibir comida que apenas pellizcaré. No hay radios lejanas. Solo Astolfo mirándolos.

Y el tic-tac perenne del reloj.


Gerardo Horacio Porcayo Villalobos (Cuernavaca, Morelos, México, 1966), es uno de los escritores más destacados entre los que cultivan la narrativa conjetural en México. Ha publicado, entre otros trabajos, La primera calle de la soledadCiudad Espejo, Ciudad NieblaSombras sin tiempoSueños sin ventanasEl cuerpo del delirio y Plasma exprés.

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