martes, 4 de marzo de 2025

ESPECIAL MICROFICCIONES (DOCE)


Duplicación de los mundos posibles

Cristian Mitelman (Argentina)

 

En este universo alguien te rechaza. Esto implica que existe otro universo donde usted es aceptado por ella. Si esto es así, tristeza y alegría se complementan de un modo exacto y la melancolía que usted experimenta aquí es la exaltación que hay en otro lugar. Así es, mi amigo: todo triunfo o toda derrota son apenas miradas sesgadas.

No es ella quien lo rechaza, sino el orden absoluto del cosmos.

No es ella quien acepta al otro, sino el orden absoluto del cosmos.

 

Interruptus

Hernán Bortondello (Argentina)

 

La vida nos había llevado a ser amantes, y nuestros escasos encuentros siempre se producían en el departamento de Alina. Allí pasábamos casi todo el escaso tiempo que disponíamos para estar juntos. Y aquella tarde no había sido la excepción. Desnudos, recostados hombro con hombro contra el alto respaldar de la cama, hojeábamos un ejemplar del milenario Kama Sutra bromeando divertidos sobre algunas de las posiciones sexuales más creativas. Entre risas y risas, terminamos excitándonos y decidimos dejar la teoría para pasar a la práctica. Dejé el libro sobre la mesa de noche, nos liberamos de la sábana que nos cubría y comenzamos a ejercitar ardorosamente algunas de las enseñanzas de la antigua India. Casi una hora después continuábamos prodigándonos placer; gracias a la práctica del sexo tántrico podíamos retrasar la petite mort, extendiendo nuestro disfrute. Pese a esto, mi pareja ya había culminado dos veces. No era raro que Alina experimentara cinco o seis orgasmos antes de que yo obtuviera el mío, normalmente al finalizar el acto sexual.

De repente, tuve una ocurrencia:

—¿Sesenta y nueve? —propuse con cara de diablo a mi compañera.

—¡Sesenta y nueve! —no dudó en aceptar con infantil entusiasmo.

Me recosté boca arriba y ella ágilmente montó sobre mí. Cambió la orientación de su cabeza hacia mis pies, y, tras algunos ajustes, Alina enfrentó mi pubis y yo el suyo. Comenzamos entonces a estimularnos con pasión. De inmediato supe que esta vez no batiríamos nuestro record de resistencia; la profundidad del goce nos llevaría muy pronto al clímax. La vista se me nubló, todo desapareció a mí alrededor y sentí que mi mente se desconectaría. Sin embargo, antes de que la hábil lengua de mi amante rematara su faena, una voz fuerte me sobresaltó:

—¡Hazte a un lado!, ¡sigo yo! —la perentoria orden la había dado un hombre.

—¡Déjame seguir, Fernán! —ahora era una mujer quién contestaba agitada—. ¡Sesenta y nueve!, ¡setenta!, ¡setenta y uno! …

Mientras escuchaba el conteo comencé a sentir rítmicos golpes en mi pecho. Eran tan violentos que me quitaban el aire y parecía que no iban a detenerse. Tuve la certeza de que me ahogaría y abrí los ojos desesperado, boqueando agónicamente en busca de oxígeno. Me recibió una luz enceguecedora, que, luego de acostumbrarme a ella, resultó provenir de un tubo fluorescente. Tomé conciencia de que mis espaldas descansaban sobre algo duro. Tras palpar con mis manos pude darme cuenta que se trataba de un piso de baldosas. Fue entonces que la vi. Desorientado, no lograba entender por qué ella y ese tipo al que no conocía se hallaban a mi lado de rodillas vistiendo uniformes celestes, de los que se usan en enfermería.

—Alina… ¿Qué está pasando? —pregunté con voz débil.

Cómo única respuesta me devolvió una mirada de estupor. Luego giró la cabeza hacia el extraño que la acompañaba y le dijo:

—Fernán… ¿Cómo es posible que este señor conozca mi nombre?

 

El banquete del fin del mundo

Ismael Rivera Fuertes (Paraguay)

 

El planeta era un cadáver con fiebre. Los océanos se alzaban devorando las ciudades, las tormentas barrían continentes, y el aire quemaba los pulmones de los que aún se aventuraban a respirar sin filtros. Pero nada de eso preocupaba a los magnates. Desde la Torre Zénit, donde se había convocado la Cumbre de la Reestructuración, contemplaban el horizonte de cenizas a través de ventanales imposibles de romper.

La economía se había derrumbado. Los robots fabricaban productos en cantidades infinitas, pero no había consumidores. La gente, sin empleo, sin dinero, sin futuro, deambulaba por calles grises, demasiado hambrienta para comprar y demasiado insignificante para que a alguien le importara.

—Debemos actuar —dijo Rupert Vanderflint, el más anciano, sirviéndose una copa de agua, el bien más escaso de todos—. Si no intervenimos, el sistema colapsará.

—El sistema ya colapsó —bufó Otto Magisdorfer, ajustando su traje impecable—. Lo que falta decidir es si dejamos que la humanidad desaparezca o si la reabsorbemos de algún modo.

Un silencio denso se posó sobre la mesa de mármol. La humanidad era un problema. Necesitaban consumidores, pero sin posibilidad de trabajo, sin incentivos, sin recursos, la población solo se había convertido en un peso muerto.

—Podríamos restablecer el ciclo —sugirió Edna Ruswiance, una mujer de mirada fría—. Introducir una moneda universal basada en horas de vida. Trabajo garantizado, raciones de comida aseguradas. Si quieren vivir más, que trabajen más.

El concepto fue recibido con asentimientos. Era simple, elegante, una vuelta al contrato social, pero bajo nuevos términos.

—Y para los que no puedan pagar con trabajo… —murmuró un magnate junio, alguien ubicado al fondo del salón de conferencias.

Vanderflint bebió un sorbo de su copa y sonrió.

—Siempre habrá formas de contribuir, ¿no les parece? Las materias primas... quiero decir, el material genético… bueno, ya me entienden.

Desde las alturas, mientras la ciudad moría en silencio, los magnates se dieron la mano sonrientes. Creían haber salvado el planeta.

 

Fábrica de muñec@s

Gonzalo Montero Lara (Bolivia)

 

Es el año 3000, los extremos se unen, Majestad y Mercado, conformando M&M, es una monstruosa corporación patriarcal formada por los despreciados mercaderes, ahora plutócratas y aristócratas magnates, que retiran a las mujeres al sótano social, en condición de servidumbre. Ellas no son confiables, tienen sentimientos. M&M, es dueña de todo y comercia todo. Su producto estrella, luego de la Gran Guerra, es comida en la hambruna global. No es novedad: para los amos planetarios la comida sobra y la necesidad mayor es el placer. Mercado, especula con alimentos procesados como respuesta al hambre voraz de las masas obreras y posee los mecanismos militares de control. Majestad, proporciona la tecnología bélica y científica a la alianza, dentro la cual está la experimentación genética y la creación de cuerpos dóciles para el disfrute. Ya no quieren androides con IA peligrosa. “La carne pide la carne”. Fabrican bellísimas muñecas humanas destinadas al goce de los señores de la Tierra. Miles de infortunadas mujeres y niñas, son recolectadas de la miseria por siniestros escuadrones para este fin, o canjeadas por miserables vales de comida. Sus restos son reciclados para alimento.

Hembras sin útero, con senos que segregan afrodisíacos, pieles con feromonas perfumadas, vaginas supernumerarias hiper-prensiles y suctorias. Hermafroditas. Niñas neuroprogramadas para perversiones. Químicos para erecciones permanentes y eyaculaciones voluminosas con orgasmos múltiples a voluntad. Penes modificados genética o quirúrgicamente, para todo gusto. Todo es posible, todo tiene su precio.

Ya no era posible ocultarlo. Desapareció la libido y la agresividad en los hombres, menguando la combatividad de las tropas represivas. Las derrotas eran constantes. Sus enemigos del Ejercito Terrestre de Liberación (ETL), habían conseguido introducir un modificador del cromosoma Y, en el vapor de agua de las incubadoras de sus bebés de aura índigo, quienes nacen sonrientes.

 

La oferta

Víctor Lowenstein (Argentina)

 

Sentía un curioso calor, pese al frío de la tarde que le hacía tiritar todo el cuerpo. Las yemas de sus dedos se apegaban a la helada pared exterior; el viento azotaba su rostro y sus pies, bueno, trataban de equilibrarse sobre aquella cornisa del piso once del Imperial Building.

Todo había salido mal. Espantosamente mal. Los créditos le fueron negados, el acuerdo comercial rechazado y sus cuentas a punto de ser embargadas. Ya no tenía nada, pero Duncan no quería morir. Pese a haber agotado sus exiguas ofertas, y haber recibido otras tantas aún más exiguas, suya fue la decisión de atravesar la ventana de un piso once para enfrentar el vacío; un lapso de desesperación, más allá del cual deseaba vivir. La fuerza con que se apretaba al muro traicionaba el impulso suicida.

El drama era la falta de alternativas. Todo cuanto le ofrecieron tanto inversionistas como acreedores eran opciones abusivas y humillantes. Nada lo iba a rescatar de la bancarrota.

Un pájaro rozó su cara y casi pierde el equilibrio. En el aleteo del ave creyó escuchar una invitación: “vuela”.

—Jamás he recibido una oferta así de generosa —dijo Duncan, y se echó a volar. 

 

Mensaje

Dora Gómez Q (Argentina)

 

Dormía junto a mí cuando recibí un mensaje. La luz del celular no lo había despertado. Era de mi expareja, y aunque no había quedado nada pendiente entre nosotros, tuve curiosidad, así que antes de bloquearlo, miré de nuevo su rostro en el aparato, para ver su sonrisa, que le anticipaba el carisma. Y aunque apagué el teléfono, ya no pude dormir.

¿Por qué olvidé borrar su contacto?

Reflexioné acerca de la relación que tenía con el hombre que dormía a mi lado: era tranquila y armoniosa; esa era la paz que buscaba cuando lo conocí: fue una vergonzosa tarde, cuando se volaron unos papeles que me ayudó a recoger, y supo por el membrete en alguno de ellos que estábamos en la misma actividad; luego nos encontramos por motivos profesionales, y una cosa llevó a la otra.

Nuestra convivencia transcurría sin sobresaltos, tal vez monótona, pero disfrutaba de su cariño y atenciones.

Seguía dormido, y yo insomne. No pude evitar recordar a mi expareja, con ese desparpajo que hacía que yo también tuviera actitudes desinhibidas. Extrañaba eso, y el balancearnos en el columpio, donde terminábamos derramando el vino, reírnos mucho, hacer el amor en la piscina, y nuestras noches de pasión que eran frecuentes.

Terminamos por tonterías; reconocí que fue una actitud impulsiva dejarlo. La llama entre nosotros no se había apagado.

Advertí que ya no dormiría, así es que, me levanté cuidadosamente, y fui con el teléfono a la cocina.

Cuando amaneció lo encendí, y lo desbloqueé.

 

Visitas

Gastón Caglia (Argentina)

 

La noche, impiadosa, acecha al caer del sol. La luna, cruel antagonista, aparece, y en el límite entre ambos, los pájaros regresan a cobijarse en sus nidos. Como ellos, los humanos deben hacer lo mismo, pero no siempre entienden las lecciones de la naturaleza. Y la batalla comienza; en el crepúsculo triunfarán los rayos de luna y al amanecer, los largos brazos del sol.

Juan observa su reloj: 19.45. Le pregunta a su esposa dónde están los niños. Un grito desde la otra habitación llega estertóreo: “en su cuarto”. Es la voz de Belén que, imbuida en las tareas domésticas, no gasta tiempo en moverse hasta donde está su esposo. Juan le pone llave a la puerta de entrada y mira la hora, han pasado cinco minutos, faltan diez para las veinte. Justo a tiempo.

Cuando se dispone a retirar la llave un grito casi humano rompe el silencio. De inmediato la familia se congrega en torno a Juan. Belén y los niños José y Darío. Todos miran hacia el centro en el círculo que han conformado naturalmente, rezan en un idioma desconocido. Se oyen más golpes y gritos. Nadie atina a decir algo.

—¿Qué fue eso?

Juan rompe el hielo:

—Vino de la casa de Velásquez.

Velázquez, el violinista, vive solo en la casa lindera desde que se tiene memoria. Un tanto distraído más por solitario que por anciano, nunca se llevó por los convencionalismos sociales ni festejó navidad ni se le conocen parientes que lo visiten. El patio que da al frente de la vivienda siempre luce desprolijo y sólo ante la presencia e intimación de los municipales hace cortar el césped o enderezar la cerca.

Al unísono los niños corren hacia la ventana.

—¿Adónde van, chicos? —grita la madre.

—A controlar si las ventanas están cerradas y trancadas —responden.

—No hay que temer —conjetura el padre en voz alta.

—¿Se volvió a oír algo más? —interroga Belén con las manos entrelazadas en señal de oración y con los ojos llorosos. Juan la ignora, por su bien y el conjunto de la familia. Decide investigar.

—Chicos, ¿ustedes escucharon algo más aparte que ese grito?

—No, papá —responden al unísono.

Mierda, mierda, que silencio que hay ahora, ¿le tocará a Velázquez?, no se ha oído nada más, seguro le tocó, no fue ese violín de mierda. No puede ser tan cerca, no, piensan Belén y Juan.

El silencio baña el crepúsculo y nada se anima a romper esa paz de cementerio. Así, como al pasar, se oye una puerta que se cierra con un golpe similar a un hachazo. El rechinar de los goznes oxidados corresponde a la casa de Velázquez. Se escuchan quedos pasos que se acercan. Tras interminables segundos un toc, toc, en la puerta. Los niños regresan junto a sus padres a formar el perfecto círculo áureo. Estamos en paz con el Señor, rezan los cuatro, y los pasos que oyeron se van, quizás de regreso por donde vinieron.

 

Las vueltas de la vida

Lidia Nicolai (Argentina)

 

Un ruido extraño me hizo ir hacia el escritorio. Un sacudón conmovió mi pecho: me vi a mí mismo de espaldas tomándome la cabeza con las manos, en cuclillas, frente al rincón que está a la izquierda de la ventana. Entonces fui presa de una inmovilidad ansiosa, que no sé si fue tan breve como la recuerdo ahora, después de tanto tiempo.

Él (yo) permaneció en la misma posición mirando fijo al rincón. Me acerqué muy despacio, en puntas de pie.

En el ángulo que forman las paredes y el piso se abría la boca de un túnel; me refregué los ojos y volví a fijar la vista en el boquete por sobre el hombro de mi doble, que seguía en la misma posición. Y antes de que atinara a defenderme me tomaron del cuello de la camisa y me levantaron de piso como si fuera una pluma. En menos de un par de segundos me vi deslizándome por el túnel a gran velocidad, la cara enfrentada a la salida luminosa.

Aún desconozco si lo soñé o no; estoy solo como nunca (siempre) lo he estado, viajando hacia mi niñez, a una velocidad inversamente proporcional a aquella a la que transcurrió mi vida real en las diferentes etapas. Recorrí sitios y vi personas y no siempre reconocí lo que veía. ¡Cuántas cosas sucumben en el olvido! En un momento descubrí el hilo amarillo que flotaba a mi lado. Miré hacia atrás y lo vi perderse en la lejanía, enredándose por momento, en otros muy tenso. ¿De qué se trataba? Pero no había tiempo para pensar… o solo había tiempo para pensar, no sé. En un instante me vi pequeño, muy pequeño, y sentí miedo. ¿Desaparecería de este mundo, sea cual fuere?

Entonces un estallido de luz me sorprendió y estuve de regreso en mi casa y ya no estaba mi doble, no lo veía. ¿Es el que me había llevado a recorrer mi vida pasada? ¿Con qué fines?

Descubrí el hilo amarillo, metros y metros de hilo amarillo enrollados confusamente en mi habitación. Y el susto que me pegué fue extraordinario: mi doble acostado en mi cama, con la cabeza sobre mi almohada, me miraba socarronamente.

—Ahora yo tomo el control —me dijo.

 

Profundidades

Luciano Doti (Argentina)

 

Sobre el suelo de la casa que fuera de la tía, encontró un espejo redondo. Al asomarse desde su altura, sintió que su propio reflejo lo atraía hacia abajo, como un pozo de agua que llegaba hasta quién sabe dónde, y se arrodilló antes de perder el equilibrio. La proximidad con el objeto le hizo notar que el marco tenía cierta elegancia, y lo siguiente fue verse yendo a la tienda de antigüedades.

Ese espejo tenía algo que no sólo lo había atraído hacia abajo, era más que eso: se reflejaba en el vidrio, pero de un modo diferente. Era su rostro con un dejo de codicia y maldad; eso lo veía mientras caminaba hacia la tienda, procurando obtener una ganancia de lo que tal vez fuera una reliquia familiar.

Entonces, oyó un maullido y sintió el contacto de un animal que frotaba su cuerpo contra el suyo. Saliendo de un estado de ensueño, un gato lo regresaba de las profundidades en que lo sumergiera el espejo, y seguía arrodillado en ese lugar, del cual no se había movido.

 

¿El infierno en la tierra o la tierra en el infierno?

Boris Glikman (Australia)

 

Queridos amigos, a pesar del escepticismo de algunos, he podido justificar plenamente vuestra opinión de que soy un filósofo de la esperanza y la alegría.

Estoy orgulloso y encantado de anunciar que recientemente, mientras intentaba encontrar una nueva prueba del Teorema de Pitágoras, me topé por casualidad con la prueba matemática más bella, elegante e ingeniosa de que, de hecho, todos vivimos en el Infierno.

En consecuencia, no tenemos nada de qué preocuparnos, ya que las cosas no pueden empeorar y no hay esperanza de salvación.

Las personas que piensan que esto es el infierno en la Tierra son en realidad optimistas extremadamente inanes que viven en el paraíso de los tontos, aferrándose todavía a la falsa esperanza de que las cosas podrían mejorar, mientras que nuestra situación real es de hecho infinitamente peor. Hay que acabar con sus ilusiones señalándoles con amabilidad lo erróneo de sus creencias.

Las personas que se dan cuenta de que esto no es el infierno en la Tierra, sino que toda la Tierra está en el infierno, se liberan de cualquier esperanza ilusoria y están en mejores condiciones para hacer frente a las realidades de la vida.

Pronto intentaré poner esta prueba al alcance de un profano.

 

Título original: Hell on earth or earth in hell?

Traducción: Sergio Gaut vel Hartman

 

Entonces es adiós

Juan Pablo Goñi Capurro (Argentina)

 

Era tiempo de separarnos. Para eso nos reunimos en el café. Ella llegó primero. Yo me senté de espaldas a la calle. Nos tomamos las manos. Ella había pensado en llorar. Por eso sonrió cuando pedí una lágrima. Por un instante sobrevoló la mesa la tentación de continuar. Inteligente, ella pidió un cortado. Solté su mano para aplaudirla. Era temprano, no más de las cinco y media de la tarde. Nos sentimos cómodos en el silencio que compartimos. Llegaron los pedidos. El café estaba un poco frío y liviano. Pese a eso, los bebimos despacio. Quedamos sin nada que tomar y sin saber qué decirnos, con qué adornar ese último recuerdo compartido. Comenzó a llover, ella me lo hizo notar, yo estaba de espaldas a la calle. Una despedida fría y lluviosa. Tal vez la mereciéramos, aunque hubiéramos preferido una separación heroica. No sé, un llamado a la guerra, una enfermedad terminal, un deber sagrado. No ese silencio que nos llevaba a preguntarnos por qué habíamos estado juntos. Silencio que sin embargo nos empeñábamos en mantener, como si temiéramos ensuciarlo con las huecas palabras que habíamos previsto. Entonces es adiós, le dije. Sí, me respondió ella ayudándose con la cabeza. Ella se marchó primero. Yo pagué la cuenta.

  

Nave cepa

Suray Annys (Argentina)

 

—Recuperamos el contacto. Active los visores por favor. Intentamos reiniciarlos desde aquí. No presentan daños y señalan bloqueo manual. ¿Está usted bien?...

Sabemos que la estructura general de la nave permanece íntegra y funcional. Nos asombra que la atmósfera de Thi no haya volatilizado todo. ¿Escucha?, ¡conteste!

—SeñorA: hicimos el escaneo completo. No está allí. El inventario dice que no falta ningún tipo de equipamiento, insumo o elemento. Hasta sus calcetines están dentro de la nave. El historial de navegación está completo y sano. No registra apertura de esclusas ni aberturas internas. Las ventilaciones permanecen apagadas y selladas. Todos los comandos excepto el de navegación fueron bloqueados. Pero no se reconoce nada vivo salvo el banco de biogenética en su cámara de conservación.

—¿Se habrá puesto en hibernación? Supongo que se vería en el historial.

—No, la cámara de hibernación no fue abierta. Nuestro virus de sondeo terminó de verificar que los comandos no fueron alterados. El autodiagnóstico de la nave Delta fue confirmado. No hay averías ni fallas de ningún tipo. La nave puede despegar, volar, aterrizar y no más… SeñorA.

—Descargue la caja negra.

—Ya lo intentamos, está vacía.

Una sombra de desconcierto se apoderó del control.

—-¿Hipótesis o deducciones? ¿Alguna idea?

—Inverificables desde aquí, SeñorA.

1 Que los transformadores de ventilación hayan dejado ingresar algún gas desconocido asimilándolo como uno conocido y que éste fuera capaz de eliminar la materia orgánica.

2 Que alguna frecuencia magnética haya modificado la estructura molecular del tripulante y el escáner no lo reconozca.

3 Que exista un modo ignorado por nosotros para salir de la nave sin abrirla…desmaterialización.

—¿Cree que podrá regresar?  ¿Podemos traerla?

—Podemos intentarlo.

—Háganlo.

—Entendido. Comandos de navegación activados.

En Thi, la nave cepa había ingresado absorbida por la cámara de reproducción.

Todo había sido exactamente clonado a excepción de la cadena de ADN. de la cámara de hibernación. Esta había sido ligeramente modificada. Ya estaba en dirección a la Tierra.  Ren había elegido quedarse cuando le ofrecieron la opción.

Este bello planeta con sus lunas ya no estaría en peligro por la invasión humana. Cuando estos regresaran, la nueva genética los habría transformado en seres menos hostiles.

 

De Lazaros y Raquel

María Cristina Rolnik (Argentina)

 

Todavía la tierra estaba porosa y había agua en los claveles de lástima que dejaron las lloronas. La luna giraba en tutú sin medias, haciendo la noche del cementerio mas comedia que drama. Los nuevos huéspedes, el cronista y Cristina, quietos, muy cerca, ya habían pasado por la marea de los recuerdos y tuvieron tiempo para el perdón. Pero antes de que emergiera la primera larva, se escucharon unos taconeos (sólo los zapatos charolados ruidan así), y el sueño cambió.

—Che, despiértense, ustedes, sí, ustedes, que no son rufianes completos —dijo la mujer de cabellos rojos y rostro contraluna que no se dejaba ver. Era Raquel, por supuesto. Un caballero de levita (el hombre para siempre) sostenía la pala.

Los Lázaros se sacudieron la sangre coagulada y el polvo ya eres.

—Vos, si vos, chiruza, que nunca ocupaste el útero con un pibe, ni un aborto clandestino te hiciste, ni nada —gritó Raquel; y para peor, continuó—: El libro que debías haber escrito para que te odien todos, no lo completaste y no fumaste más que tabaco importado, ni un porrito fumaste, vea. Y vos, si vos —la colorada señaló al cronista—, tenés el corazón tan a puro grito que no deja dormir al vecindario. De rufián no tenés más que la estampa y la mueca de madrugadas que no querés madrugar. Una mujercita te espera sentada, en la arena, amás esa espalda y ya es enero. Rajá.

—No miren hacia atrás —completó el de levita—, los acompañaremos a la estación y tomarán el tren que se merecen.

No hablaron por el camino, los Lázaros. Sus guías de la noche, reían bajito y se murmuraban cariñosas obscenidades. Olían a mar, como a limpieza de puertos de lejos.

El cronista tomó el primer tren hacia el Este.

Cristina se sentó en el banco esperando el suyo. Ya era madrugada y ni los muertos la acompañaban.

 

Arte

Alejandro Bentivoglio (Argentina)

 

El trabajo se paga bien. Quizás hasta haya una fiesta antes, eso es lo que nos ha dicho nuestro agente. La casa es grande, una mansión de esas que llevan años de pie, que guardan historias que el tiempo va disolviendo, como las polillas y las termitas que se hunden, interminables, en lo que encuentran a mano. Pasamos el portón, bajamos del auto y entramos por la puerta principal. Se avecina un pasillo largo, a medias iluminado, confuso, y un hombre que se anuncia como el anfitrión de la jornada.

Dos o tres grabados sin ningún valor adornan las paredes del pasillo. Observarlos lleva un instante. Son aburridos, una visión que no nos maravilla en ninguna forma. Un cierto pesar nos abruma, como de fastuosidad artificial. La pregunta no marca diferencia alguna, pero se hace de todos modos, ¿cuál es la función de ese proceso de entrar, mirar, desear saber qué decir ante el anfitrión que se para allí derecho, con su mirada severa, esperando un comentario sobre lo que él considera un gran tesoro? La respuesta es igualmente absurda. Un salvaje despropósito que queda regado en unas oraciones sin mayor relevancia. Las propias de un ganado bien educado.

—Debe haberle costado mucho conseguir todo esto —decimos.

—Los he hecho yo mismo —dice el anfitrión—. Podría decirse que encierran una tragedia.

Lo observamos atónitos, pero él solo señala una sala. En ella, recién comprendemos la magnificencia de su trabajo. Decenas de hombres y mujeres yacen muertos, mutilados en diferentes formas, las mismas que reflejan los grabados.

—Es increíblemente trágico cómo han manchado la más preciosa de mis alfombras —dice el anfitrión, cuyo apellido nos remonta a castillos, a condesas adeptas a baños de sangre y belleza—. Una antigüedad familiar.

Se apoya en el mango de un hacha, como si estuviera anticipando el cansancio de la tarea por delante. Una de esas indispensables diligencias que el arte requiere, aunque ignorantes modelos vivientes como nosotros seamos incapaces de valorar.

 

La danza de los gnomos

Laura Irene Ludueña (Argentina)

 

Hacía tanto calor que no podía dormir. Me levanté y miré por la ventana. La luna llena esparcía casi tanta claridad como durante el día lo había hecho el sol. La imagen era tan hermosa que me levanté de inmediato para salir al parque. Más por hábito que por necesidad, tomé mi bolso con dinero y las llaves de la casa. Afuera, el cielo limpio y azul y la brisa fresca me invitaban a caminar entre los árboles. Me interné en el parque disfrutando de la belleza del lugar cuando me pareció escuchar algo así como un rumor de alas, de ramas que se cortan y de miles de pies que pisan las hojas caídas.  Me había sentado en un banco a esperar no sé qué, cuando apareció un ser pequeño, extraño, que me miró e hizo una reverencia. En ese momento empezó a sonar una música rara y una voz angelical entonó un canto misterioso. No sé de dónde empezaron a salir más y más hombrecitos que comenzaron a bailar al ritmo de la melodía hasta que la luna se fue ocultando. Cuando el canto de un gallo se escuchó a lo lejos, la música terminó y el cielo se pintó de amarillos y naranjas. Todos los gnomos desaparecieron tan rápido como habían aparecido. ¿Acaso le temían al gallo? Decidí volver a casa con el alma llena de una emoción desconocida. Pero al llegar de nuevo a la casa advertí que no tenía ni el bolso ni las llaves. Volví al banco donde había presenciado el espectáculo y no había nada. ¿Me habrían robado? ¡Me habían robado!

 

La torre

Armando Azeglio (Argentina)

 

Vivir en una torre de marfil no dejaba de ser algo placentero, algo estrafalario, algo perfecto. No existía otro propósito; el propósito es él mismo. Que la canción autoindulgente, que el momento justo, o la antífona perfecta. Sin embargo, un sentimiento áspero (que en primera instancia fue como una endeble insinuación) comenzó a apoderarse de su atalaya. Al principio fue la nostalgia de las glorias pasadas. Luego los laureles del honor perdido. Más tarde el porcentaje del lucro cesante, la sed de venganza y (al final) un virulento anhelo por la destrucción del otro. Una pérfida oscuridad envolvía su corazón cual manto. Un día se encontró en cuatro patas, balbuceando en una lengua que desconocía y en medio de las propias excrecencias. La temperatura descendió. Algo, que dijo ser un ángel del Señor, se presentó. Él atinó a pedir una cosa ininteligible, el ser asintió. Entonces asistimos al rodamiento de su cabeza.

 

Gargax

Marcela Iglesias (Ecuador)

 

Gargax giró la cabeza. Todavía estaba mareado. Estaba acostado en esa cosa rara, que lo hacía temblar. No podía moverse. No tenía idea que estaba pasando. Había mucha oscuridad y aquel sonido, como susurros y silbidos, acompañaba a esas pequeñas cosas que giraban a su alrededor y se arremolinaban sobre su cara e intensificaban la sensación de seguir temblando. Nunca lo había sentido. Nada de lo que le habían enseñado lo había preparado para esto. A lo lejos vio un grupo de... ¿Qué eran? Se parecían un poco a él pero a la vez eran muy diferentes. Iban con esas luces apuntando a diferentes cosas. Cada vez se acercaban más. Se comunicaban entre ellos de una forma extraña.

Finalmente llegaron hasta donde él estaba. No entendía lo que le comunicaban, veía en esos rostros extraños una cosa que se abría y cerraba de la cual salían sonidos raros.

Cerró los ojos. Estaba demasiado asustado.

El temblor de su cuerpo se fue intensificando hasta convertirse en una vibración intensa que sacudió su cuerpo provocando un sonido insoportable y finalmente un destello y algo como una implosión. Los humanos, desconcertados, salieron corriendo.

Gargax dejó de sentir temor. Su cuerpo dejó de vibrar. Paulatinamente sus moléculas se fueron aquietando.

Al abrir los ojos, se encontraba en su estación.

No entendía, ¿había fracasado o había completado su misión?

 

Necrofilia 2

Diego Muñoz Valenzuela (Chile)

 

Ocioso, desesperado por la carencia de trabajo, vago por la ciudad. Entro en una capilla donde se advierte mucha actividad. Cuando la veo dentro del ataúd, infinitamente tranquila, sumisa ante la muerte, con una leve sonrisa de satisfacción dibujada en los labios algo pálidos, comprendo que me he enamorado perdidamente. Es la mujer perfecta para mí: jamás me reprochará, carente de caprichos, se someterá a mis designios sin objeciones perversas. Me acerco a los deudos con tranco lento, calculado. Primero abrazo a la madre, que llora sobre mi hombro sin consuelo; luego a su devastado progenitor, a sus hermanos y hermanas que no hallan consuelo. Me siento en las bancas que rodean el catafalco y simulo rezar con los ojos entrecerrados. Sigo el ritmo de las expertas ancianas que recitan letanías milenarias en un circuito sin fin.

 

La hora pasa y los deudos van menguando con velocidad creciente. Cada media hora me incorporo para observarla. Su belleza serena me conmueve y me excita. En la ventana alcanza a vislumbrarse el nacimiento de sus pechos soberbios. Las fotografías que descansan entre las guirnaldas atestiguan su hermosura arrobadora. El amor y el deseo crecen en mi interior como bestias incontenibles. Por fin se retiran los padres, arrastrando los pies, antes de despedirse me advierten que la capilla cerrará en unos minutos. Me desean conformidad. Les digo que me quedaré orando esos minutos. Quedo solo. Me oculto bajo el ataúd, atrincherado entre guirnaldas. Viene un ominoso silencio que interrumpe el sacristán, que entra al recinto y cierra la puerta con candado. Siento su respiración acezante, la brutalidad con que levanta la tapa de la urna. Desnudo se encarama sobre el cajón gimiendo palabras de amor, le arranca las vestiduras a tirones y lanza terribles imprecaciones. Entonces salgo de mi escondite y le propino a la bestia el golpe mortal con un candelabro. Lo aparto con repugnancia y tomo su lugar. Le hablo en susurros, la voy besando en toda su magnífica desnudez, seduciéndola con amor infinito. Toda una noche hay por delante. Después vendrán el duelo, la nostalgia, el amor eterno.

 

Setas

Sergio Gaut vel Hartman (Argentina)

 

Judas de Gamala designó a doce para que iniciaran la santa tarea de predicar la nueva fe, pudieran enseñar el uso de la sica y que tuvieran autoridad para sanar enfermedades y echar fuera los demonios. Estos eran Simón, a quien llamó Pedro, Jacobo, hijo de Zebedeo, y Juan, hermano de Jacobo, quienes lo iniciaron en el uso de la droga sagrada, la amanita muscaria de los acadios; también nombró a Andrés, Felipe, Bartolomé, Mateo, Tomás, Jacobo hijo de Alfeo, Tadeo, Simón, el cananita, y a Judas Iscariote, su sobrino.

Pero antes de partir volvieron todos juntos al hogar, en Galilea, para despedirse de los suyos. Hicieron una fiesta y se juntó tanta gente que ni siquiera podían comer en paz, aunque eso no les interesaba: ellos se alimentaban de setas, por lo que casi no se daban cuenta de lo que ocurría. No obstante, cuando los ancianos del pueblo advirtieron el escándalo que los jóvenes hacían, llamaron a los guardias para que los apresaran. Decían: «Están fuera de sí». Estaban fuera de sí, por cierto. Judas de Gamala, quien más tarde sería reinventado por Saulo como Jesucristo, el Ungido, el Mesías, era capaz, bajo los efectos de la droga, de crear demonios y echarlos fuera de su cuerpo, criaturas dementes y autónomas. Y ya fueran materiales o puras alucinaciones, eran tan poderosas que todos allí pudieron verlas.

viernes, 28 de febrero de 2025

UNA RARA ESPECIE

 

Gabriel Trujillo Muñoz

 

El contrabandista, después de subir las escaleras en caracol, puso en las manos del rey, un coleccionista de animales exóticos, la jaula cubierta.

Estaban en el torreón más alto de un castillo venido a menos, que se desmoronaba a plena luz del día, donde escaseaba el mobiliario y los cortinajes se mostraban apolillados.

“Lo único valioso aquí es la vista”, pensó mirando hacia la costa cercana, que en ese instante los rayos del sol acariciaban mientras iban retirándose.

A la entrada del castillo ni siquiera había guardias custodiando al monarca, cuyo reino abarcaba a lo más unos cuantos kilómetros cuadrados a corta distancia de Venecia.

Lo único que quedaba de sus antiguas posesiones era un zoológico.

Por lo que había visto al entrar, en sus jaulas se mantenían aún con vida una jirafa famélica, un león viejo y un tigre ciego.

—¿Qué rara especie me traes ahora? —preguntó el aristócrata.

El contrabandista le señaló la jaula.

—No quiero echársela a perder, su señoría. Véala por usted mismo.

El rey le quitó la lona y frunció el ceño: la jaula estaba vacía.

—¿Qué broma es ésta?

El contrabandista abrió la puerta de la jaula y le indicó que metiera la mano.

—Este que atrapamos es un mono transparente, señor. Tóquelo y verá.

El rey obedeció con reticencia, pero metió la mano.

Enseguida sintió el suave pelaje de un animal.

Su respiración agitada.

—¡Es asombroso! —exclamó.

Ahora acarició el rostro del mono que parecía gesticular.

Con la otra mano le entregó al contrabandista una bolsa de cuero.

El hombre sopesó su contenido y se percató que estaba siendo estafado.

La abrió y miró las monedas.

La mitad eran falsas.

El rey, por su parte, ya se veía mostrando su nueva adquisición en el baile de carnaval.

Pensaba que iba a ser de nuevo el centro de atención.

—Desde luego que es asombroso —dijo el contrabandista— y más si, como dicen los nativos de la Amazonia, esta especie de mono es antropófaga.

El rey frunció el ceño.

—No me gusta que me hables con términos raros. Si quieres que te pague bien de…

El grito fue repentino y murió en un instante.

El contrabandista contó las monedas y miró la jaula ensangrentada.

—¿No te dije que te iba a tratar a cuerpo de rey? —El mono, ocupado como estaba en devorar al soberano, ni siquiera respondió. El contrabandista se asomó por el torreón— ¿Qué vas a querer hoy de cenar: león o tigre?

El mono se hizo visible junto a él.

Miró hacia abajo y sonrió.

—Jirafa —masculló mientras seguía royendo un brazo casi descarnado.

El hombre asintió.

“Mientras no sea yo, que coma lo que apetezca”, pensó.

Pero el mono tenía una habilidad mayor que la de hacerse transparente.

Con el brazo del rey empujó por la espalda al contrabandista y lo vio caer allá abajo.

—Siempre he sabido lo que piensas, idiota.

Y volvió sobre sus pasos.

Hacia el vestíbulo.

Donde aún le esperaban los restos del soberano.

Antes tomó un busto del rey hecho de bronce.

Y con éste le rompió el cráneo.

Mientras metía su mano peluda en la masa encefálica, recordó lo que el monarca había pensado mientras acariciaba su rostro.

—El carnaval. Eso me gusta. Tantos platillos diferentes. Tantos sabores esperándome.

Esa sería su siguiente parada.

Un lugar lleno de carne por probar.

Y sin aguardar más tomó un pedazo de hueso del cráneo y lo metió en aquella masa blancuzca.

Luego, deleitándose de antemano, se la llevó a la boca.

“¿Por qué no me capturaron antes?”, inquirió para sí con los ojos cerrados.

Transparente de nuevo.

De nuevo sonriente.


Gabriel Trujillo Muñoz nació en Mexicali, Baja California, México, el 21 de julio de 1958. Es poeta, narrador y ensayista. Es profesor de tiempo completo de la Facultad de Ciencias Humanas de la UABC-Mexicali y uno de los editores de la Revista Universitaria de la Universidad Autónoma de Baja California. Ha publicado más de ciento treinta libros como autor y compilador. Una apretada síntesis permite citar, entre muchos otros, Miríada (cuentos, 1991), Laberinto (novela, 1995), Mezquite Road (novela, 1995), Conjurados (novela, 1999), Espantapájaros (novela, 1999), Trebejos (cuentos, 2001), Mercaderes (cuentos, 2002), Aires del verano en el parabrisas (cuentos, 2009), Trenes perdidos en la niebla (novela, 2010), Moriremos como soles (novela, 2011), Círculo de fuego (novela, 2014), Música para difuntos (novela, 2014) y Vecindad con el abismo (novela, 2015).

 

WALLY, EL WÓMBAT, Y SU MEPHONE

 

Boris Glikman

 

Había una vez un wombat llamado Wally, un tipo realmente amable. Siempre caminaba con una sonrisa en el rostro y era en todo momento bondadoso y considerado con quienes lo rodeaban: con los canguros viejos y los jóvenes, con los kookaburras adultos y también con los polluelos. Nunca dejaba de quitarse el sombrero y decir “¡Buen día!” a cada animal que encontraba, preguntar por su salud y ofrecer ayuda si la necesitaban.

Con el tiempo, los pájaros y las bestias empezaron a sospechar de Wally, el wombat.

—¿Cuál podría ser la razón por la que es tan amable, respetuoso y servicial con todos? Seguramente debe haber un motivo oculto” —susurraban entre ellos mientras Wally pasaba alegremente durante su caminata matutina.

Así que le pidieron a Mona, la lagarta monitor, que observara sigilosamente el comportamiento de Wally en su vida privada. Sin duda, pensaban los canguros, equidnas y kookaburras, Wally debía dejar de lado su amabilidad y mostrar su verdadera naturaleza en casa.

Después de varias semanas de vigilancia constante, Mona regresó con los resultados: Wally, el wombat, era tan amable y considerado en su vida privada como lo era en público. Nunca levantaba la voz, jamás hacía berrinches y nunca decía ni hacía nada cruel en casa. Lo único ligeramente inusual que Mona notó en él era la cantidad extraordinaria de tiempo que pasaba hablando por teléfono.

Aun así, las criaturas del bosque seguían sin estar convencidas de la bondad de Wally. Entonces, idearon otro plan brillante: adherir furtivamente un diminuto dispositivo de lectura mental a la cabeza peluda y redonda de Wally. De esta manera, tendrían por fin una prueba irrefutable de los pensamientos malvados que él mantenía ocultos. Los canguros, equidnas y kookaburras se frotaban las patas y las alas con júbilo mientras esperaban impacientes los resultados. Por fin descubrirían lo que realmente pensaba de ellos y cuáles eran los pensamientos oscuros que cruzaban su mente mientras fingía hacer buenas acciones.

—Seguramente —se decían—, no puede ser que Wally no tenga pensamientos impuros de envidia, codicia, vanidad y odio. Sin duda, debe revelar su verdadero ser en lo que considera la privacidad absoluta de su mente.

Pero ¡ay!, los pensamientos que registró la máquina de lectura mental eran tan puros y virtuosos como las acciones de Wally. Nunca le cruzó por la mente un pensamiento de odio; solo tenía sentimientos afectuosos hacia cada criatura del bosque. Los animales quedaron atónitos y desconcertados. Habían buscado en cada rincón de la mente de Wally un solo pensamiento mezquino, un mínimo indicio de malicia o celos, pero no encontraron nada.

Entonces, los pájaros y las bestias comenzaron a sentirse molestos y frustrados con Wally por ser siempre tan bueno, feliz y amable.

—¡No podemos permitir que un bicho raro tan peligroso viva entre nosotros! —proclamaron—. ¡Algo drástico debe hacerse, y debe hacerse de inmediato!

Decidieron enfrentar a Wally y exigirle una explicación por su extraña conducta.

—Wally el wombat, ¿por qué eres siempre tan amable y puro de pensamiento y corazón? —quisieron saber—. ¿Por qué eres siempre tan feliz y bondadoso con todos?

Este estallido repentino de los canguros, equidnas y kookaburras angustió mucho a Wally, y no vio otra opción que revelar a los otros animales la fuente de su felicidad y bondad.

Abrió su maletín y sacó un aparato con gran entusiasmo.

—¡Contemplen el mePhone! ¡El primer teléfono con el que puedes llamarte y hablar contigo mismo! Lo inventé yo mismo y ha transformado por completo mi vida y mi carácter. Me ha traído dicha y ha hecho mi corazón puro —anunció Wally con su voz aguda rebosante de emoción—. Si me dan tiempo, puedo fabricar mePhones para todos ustedes y vendérselos a un precio muy razonable. ¡Sus vidas cambiarán también!

Todos los animales rieron a carcajadas.

—¡Ja, ja, ja! ¡Qué broma! ¿Para qué necesitaríamos llamarnos a nosotros mismos? ¿Cómo podría el mePhone hacer alguna diferencia en nuestras vidas?

—Si no están completamente satisfechos con el producto, les devolveré su dinero sin hacer preguntas. ¿Qué tienen que perder? —replicó Wally.

Así que, más por lástima que por otra cosa, todos los pájaros y bestias aceptaron comprar el mePhone.

Inevitablemente, al principio hubo cierta aprensión al usar el mePhone, pues ningún animal estaba seguro de qué tipo de respuesta recibiría al llamarse a sí mismo por primera vez. ¿Y si la llamada inesperada se consideraba una invasión inaceptable de la privacidad?

Con el tiempo, esos temores se disiparon cuando la mayoría de las criaturas descubrieron que eran recibidas con calidez y entusiasmo, y que sus llamadas eran una grata sorpresa. Hablar consigo mismo resultó ser como hablar con un viejo amigo al que no habías visto en mucho tiempo, y la conversación fluía con naturalidad.

Para su sorpresa, los pájaros y las bestias descubrieron que había grandes beneficios en tener una buena charla consigo mismos, ya que nunca se habían detenido a hacer un examen honesto de sus vidas. Siempre estaban ocupados buscando comida, cuidando a sus crías y tratando de acallar la pregunta persistente de si eran realmente felices. Como resultado, habían perdido todo contacto con su verdadero yo.

Así que fue una experiencia reveladora poder mantener una conversación profunda y significativa consigo mismos. Ahora podían ponerse al día con aspectos de su vida que nunca habían tenido oportunidad de pensar, enterarse de noticias vitales que se habían perdido mientras avanzaban por la senda del bosque de la vida.

No pocas veces se derramaron lágrimas al revelarse verdades que las criaturas se habían ocultado a sí mismas, expresadas con franqueza y sin rodeos. Las conversaciones adquirieron un tono confesional, ya que los secretos más oscuros y problemas que solo uno mismo conocía fueron revelados abiertamente a través de la línea telefónica. Con frecuencia, los animales se sorprendían al descubrir lo que realmente sentían en su interior: que en realidad no estaban felices con su posición en la comunidad del bosque o que hacía mucho tiempo habían dejado de amar a alguien. En otras ocasiones, la voz al otro lado de la línea les recordaba los sueños olvidados, los deseos y necesidades que habían reprimido durante demasiado tiempo.

El emú recordó finalmente cómo, cuando era joven, siempre había soñado con aprender a volar y comenzó a tomar clases en la escuela de vuelo local. El demonio de Tasmania descubrió un lado más amable y gentil de su naturaleza y decidió dedicar el resto de su vida a la enfermería. El kookaburra, al darse cuenta de que estaba harto de actuar siempre como un payaso, decidió estudiar artes dramáticas para convertirse en un actor serio. La koala, al ver por primera vez lo perezosa y con sobrepeso que estaba, contrató a un entrenador personal para ponerse en forma.

Todas las criaturas del bosque estaban profundamente agradecidas con la invención de Wally y le otorgaron grandes honores. El bosque se convirtió en un lugar mejor y más feliz gracias al mePhone, ya que los pájaros y las bestias finalmente comenzaron a ser fieles a sí mismos. Al haber desterrado sus tormentos internos, ahora se trataban unos a otros con amabilidad y respeto. La vida antes del mePhone se convirtió en un recuerdo lejano y descolorido, y ningún animal podía imaginarse jamás vivir sin uno.

 

Título original: Wally, the Wombat, and his mePhone

Traducción: Sergio Gaut vel Hartman


Boris Glikman es escritor, poeta y filósofo. Las mayores influencias en su escritura son los sueños, Kafka, Borges y Dalí. Sus historias, poemas y artículos de no ficción han sido editados en revistas electrónicas y publicaciones impresas. Boris ha aparecido varias veces en la radio, incluyendo la radio nacional australiana, interpretando sus poemas e historias y discutiendo el significado de su trabajo. Dice: "Escribir para mí es una actividad espiritual del más alto grado. La escritura me da el conducto a un mundo que es inalcanzable por cualquier otro medio, un mundo que está poblado por Verdades Eternas, Preguntas Inefables y Belleza Infinita. Es mi esperanza que estas historias mías permitan al lector echar un vistazo a este universo".

 

LA CRUZ TALLADA

 

Iván Bojtor

 


Módos era un pueblo próspero. Decían que eso se lo debía al Cerro del Ángel, que atrapaba y desviaba el gélido aliento que descendía de las montañas. En la cima desnuda del cerro se alzaba la famosa capilla de los peregrinos. Hay que mencionarla, porque esta historia también comenzó un día antes de una peregrinación.

Ya anochecía cuando Józsi, el viejo guardabosques, entró en la taberna diciendo que había vuelto a ver aquel gran pájaro.

Se rieron de él.

—¿Y por qué no le disparaste con tu escopeta de perdigones? — bromeó Pál Szekeres, el carnicero—. ¡Qué buena pechuga debe de tener esa enorme tórtola! Tal vez alcanzaría para la cena de diez personas.

—¡No es tan simple! —murmuró el viejo—. ¿Quién sabe qué clase de pájaro nos ha enviado el buen Dios?

—Eso sí que no se sabe —asintió Jóska Balogh—. Mi tía Mári encontró una pluma enorme mientras recogía setas cerca del Bosque de Köves. Corrió con ella y se la mostró al párroco. No estoy bromeando. De verdad salió disparada con sus ochenta y siete años como si en algún lugar se hubiera desatado un incendio. Le pregunté qué había ocurrido, pero no quiso decir nada, solo se persignaba una y otra vez.

—Bueno, mañana yo mismo interrogaré al párroco cuando… —comenzó a decir Pál Szekeres, pero Jóska lo interrumpió:

—Eso será difícil, porque tomó el tren de la tarde a la ciudad. Lo vi con mis propios ojos cuando subía. Por alguna razón llevaba mucha prisa.

—¿Será que ha pasado un ángel por aquí, como en los viejos tiempos? —rio Pál Szekeres.

Su hijo, Pali, que estaba sentado en un rincón, tenía en mente a otro tipo de ángel, Marika, la hija del tabernero. Esperaba con ansias verla, aunque solo fuera un instante, aunque sabía que el padre de la muchacha no la dejaba servir por la noche a aquella clientela tambaleante.

 

A la noche siguiente se celebró el baile. Se dice que Pali fue el que lanzó la primera puñalada. Sus amigos intentaron ocultarlo, pero fue en vano, porque casi todo el pueblo estaba presente y muchos testificaron en su contra.

Los músicos tocaban con gran entusiasmo, pero eran pocos los que estaban bailando cuando apareció el forastero. Era alto, rubio, de rostro aniñado, pero bajo su abrigo, en la espalda, había un bulto o una malformación. Lo diré sin rodeos: parecía jorobado. Miró alrededor del patio de la taberna y enseguida se fijó en Marika, que estaba bajo el moral con dos amigas. Se acercó y la invitó a bailar.

Pali, que había entrado por un trago para animarse, salió justo en ese momento. Al verlos juntos, inmediatamente volvió por otro trago.

La música sonaba, las parejas danzaban. Los amigos de Pali lo empujaban hacia adelante, instándolo a que reclamara por la muchacha, que no fuera un cobarde.

El forastero, empapado en sudor tras el baile, se dirigió a uno de los bancos, se quitó la chaqueta y la lanzó sobre él. Quienes lo vieron exclamaron con horror, porque debajo de la chaqueta emergieron unas enormes alas blancas. El forastero no les prestó atención, simplemente se las arrancó y las puso junto a la chaqueta en el banco. Luego tomó a Marika de la mano e intentó llevarla de nuevo a la pista, pero ella se soltó y corrió hacia la puerta de la taberna. El forastero la persiguió, pero se topó con Pali, que permanecía inmóvil, rígido como la estatua de San Martín en la iglesia.

Lo siguiente ocurrió con mucha rapidez. Y los testigos vieron cosas diferentes.

Pronto se estableció que Pali fue el primero en lanzar la puñalada. Pero ese fue el único punto en el que los testimonios coincidieron.

Según el joven Józsi, el desconocido agarró a Pali por el brazo, le arrancó el cuchillo de la mano, le empujó al suelo y luego le asestó dos puñaladas en la cabeza. Según Pista Soós, después de la puñalada, Pali dejó caer el cuchillo—tal vez al ver el chorro de sangre—, el forastero lo recogió y se lo clavó dos veces en el cuerpo. Pero el anciano Józsi Korpás, que hay que decir que estaba más borracho que nadie esa noche, afirmó que el forastero simplemente extendió la mano hacia el cuchillo, y este saltó hacia su mano, para luego volar de vuelta por el aire y tallar una cruz en la frente de Pali.

Algunos quisieron abalanzarse sobre el forastero, pero cuando intentaron moverse, ya no estaba. La chaqueta y las alas también habían desaparecido del banco. Solo quedó un rastro de sangre que iba de la puerta de la taberna hasta el banco.

Pero la policía no creyó en este “cuento milagroso”, y cuando una semana después los leñadores encontraron un cadáver en el Bosque de Nagytát, Pali fue llevado a la ciudad.

El juez, István Rozgonyi Nagy, tenía fama de ser un hombre muy justo. Hasta los ladrones y asaltantes a los que había condenado lo reconocían, pues decían que siempre les daba la pena justa (quizá solo un poco menos). Pero en este caso estaba perplejo.

No creía ni por un segundo en la historia del ángel que peleaba con cuchillos. Solo después de interrogar a todos los testigos (lo que tomó casi una semana), mandó llamar a Pali desde la celda para escucharlo.

Mientras tanto, ya había quedado claro que el cadáver hallado en el bosque no podía ser el del joven forastero, pues resultó ser un viejo vendedor ambulante que murió de un infarto subiendo la cuesta, sin señales de heridas ni cortes en su cuerpo.

En realidad, Pali pudo haber sido liberado de inmediato, pero el juez tenía curiosidad por su versión de los hechos.

Lo que oyó de él era aún más confuso que las demás historias:

—Bebí. Bebí mucho. El cuchillo estaba en mi bolsillo, cerrado. No sé en qué momento lo abrí. No recuerdo la puñalada, solo la sangre salpicándome la cara. En un instante me despejé, y lo vi sonriéndome como si nada hubiera pasado. Sentí un dolor punzante en la mano y solté el cuchillo, pero no cayó, sino que de repente estaba en su mano. Intenté retroceder, pero caí de espaldas. Quise levantarme, pero algo me oprimía, me inmovilizaba, ni siquiera podía mover las manos. Él se inclinó sobre mí, murmuró algo y me marcó esta cruz en la frente. Así contado parece largo, pero todo pasó en un par de segundos.

—No hay víctima —dijo el juez—, no hay denuncia, no hay crimen. Que pague una multa por el desorden y que se vaya con la bendición de Dios.

Cuando Pali fue arrojado fuera de la cárcel, miró a su alrededor para ver quién presenciaba su vergüenza. Solo había una persona en la calle: Marika.

—¿Tú?

—Sabes, Pali, yo quiero un hombre que, si es necesario, luche por mí hasta con los ángeles.

Entonces Pali recordó lo que el ángel le susurró mientras le marcaba la cruz en la frente.

Esta cruz me la agradecerás muchas veces en tus oraciones.

 

Título original: Vágott kereszt

Traducción: Sergio Gaut vel Hartman



Iván Bojtor nació en Szombathely, Hungría, en 1954; actualmente vive en Veszprém. Sus primeros artículos se publicaron en la antigua revista Ország-Világ. Fue el fundador del club de SF Kvark de Veszprém, que publicó su propio fanzine llamado PreVega, y después Kvark. Algunos de sus escritos se han incluido en GFK 300GFK 400 y en la antología Durchjáró 20. Sus relatos cortos se han publicado en la revista Castle Ucca Workshop, en el fanzine Black Aether, y sus artículos sobre los misterios de la historia han aparecido en la revista Incredible.

 

miércoles, 26 de febrero de 2025

ÁFRICA SIN MELENAS


Hernán Bortondello

 


Esa noche, Bimani no pudo acompañarme: había entrado en latencia debido a una actualización de software.  Sin alternativas, tuve que abandonar nuestro módulo base para lo que sería una larga y solitaria ronda de vigilancia.

Me había adentrado por media hora o poco más en la estepa arbustiva cuando empecé a oír que se quebraban algunas ramitas a mis espaldas, seguramente las de acacia que tanto abundan en estas tierras africanas. En un principio, supuse que se trataba de alguna bestia con la que nos habíamos cruzado circunstancialmente, pero esos crujidos parecían acompañarme, y calculé que provenían de unos diez metros atrás.

Después de recorrer un buen trecho, no tuve dudas de que algo grande y bastante pesado me seguía de cerca, y parecía no importarle que lo escuchara. Se me heló la sangre y me maldije por no tener apoyo. Sin embargo, no debía dejar que el terror controlara mi mente: si entraba en pánico, podría ser el fin.

Cada vello de mi piel se erizaba como respuesta instintiva al peligro inminente. Con un esfuerzo sobrehumano, mantuve relajados los músculos para poder usar el arma con eficacia si era atacado. De alguna manera, percibía el cosquilleo interno de la electricidad que recorría mi cuerpo, lista para desencadenar respuestas defensivas.

Fueron muchas las veces que me di vuelta pero, pese a usar casco con visión nocturna, solo pude ver cómo huían los pequeños grupos de cebras, ñus y búfalos que estaban a nuestro cuidado. Era extrañísimo que algo los asustase.  Ya no relacionaban nuestro olor con el peligro, y los predadores naturales de estos herbívoros llevaban medio siglo extintos; en parte por la caza ilegal y mayormente por un virus mutante que se ensañó particularmente con los grandes carnívoros.

No parecía haber cazadores furtivos, pero eran el único motivo que podría haber espantado a los animales; debía cerciorarme. Detuve la marcha, extraje de mi mochila las estacas láser y me apresuré a clavarlas. Inmediatamente activé el perímetro de seguridad: ya nada podría acercarse a mí en un radio de quince metros sin ser quemado.

De pronto me di cuenta de que ya no escuchaba ruidos que me indicaran que el misterioso perseguidor se estuviera acercando. Pensé entre aliviado y divertido que no le convenía atravesar mi cerca invisible. Recordando a los posibles intrusos, desprendí la minicámara dron y la tableta monitor que llevaba adheridas a mi chaleco protector. Tras encender los instrumentos, lancé al aire el ojo volador. De inmediato comencé a recibir imágenes térmicas, pero solo pude detectar algunos búfalos enormes, de los que no temen a nada, ni a nadie. No había infiltrados en la reserva, ni tampoco rastros de algo que pudiera haberme acechado. Me burlé mentalmente por dejar que mi imaginación me volviera paranoico. El frío despiadado de la sabana alcanzó su mínimo y decidí armar mi carpa para guarecerme y descansar unas dos horas. Ya dentro de ella, disfruté una sopa caliente de mi ración de campaña. Mientras levantaba la cuchara para beber otro sorbo, un tremendo rugido me sobresaltó y todo el líquido se volcó sobre el pantalón. Desesperado, me arrojé sobre mi fusil activando el modo aturdidor. Lo que había escuchado, por increíble que pareciera, provenía de un león macho y no sería justamente yo quien matara a un extraordinario superviviente. De un tirón, abrí el cierre de la tienda y me zambullí afuera. Tras rodar varias veces sobre el polvoriento suelo rojo, logré hincar una rodilla en tierra apuntando mi arma hacia donde calculé que estaba el gran gato. Nada, absolutamente nada se veía a través de la mira de visión nocturna. ¡Era demasiado para mí! ¿Había sido acaso el fantasma de un león lo que me había estado acosando? Entonces, un gran chispazo refulgió en la oscuridad. ¡Algo quiere atravesar el perímetro!, exclamé en mi mente. Sin embargo, el visor de mi casco no mostraba ningún ser a la vista. Me negué a enloquecer y activé el modo letal del fusil. Usando vertiginosamente la más pura lógica, deduje que si el láser había sido interferido, no cabía otra posibilidad que allí hubiese realmente algo, aunque fuera invisible... ¡Invisible!, aullé con toda mi furia y empecé a descargar pulso tras pulso electromagnético. Aún estaba disparando cuando comencé a darme cuenta de que a mis espaldas sonaba un aplauso.

—¡Bravo, camarada ¡Finalmente tu pequeño cerebro humano dio en la tecla! —escuché, y esa voz era inconfundible...

—¡Bimani! —grité sin comprender nada. Por un instante, no pude distinguirlo, pero lentamente su cuerpo de tungsteno se fue revelando.

—Cuidado, cuidado, cuidado... Por favor, mi querido Andor, baja el cañón de ese artilugio. Tu corral ya le dispensó una buena quemada a mi exoesqueleto —pidió con su tradicional ironía mientras señalaba una mancha oscura a un costado de su tórax.

—Pero... —solo atiné a decir.

—¿Sabes? Mi última actualización incluyó los planos de un minúsculo gran milagro. ¡Un micromecanismo que puede invisibilizar en todos los espectros de onda! —exclamó entusiasta.

—Pero... —repetí estúpidamente.

—Solo tardé quince minutos en fabricarlo utilizando mis nanoherramientas —informó con su tono insoportablemente vanidoso.

—Pedazo de chatarra, eres un... —comencé a gruñir.

—¡Ja, ja, ja! —rio con ganas Bimani—. Disculpa, pero no resistí la tentación ¡Hoy es veintiocho de diciembre! ¡Feliz día, homínido! 


Hernán Ernesto Bortondello, escritor argentino, nació el 7 de setiembre de 1960 en la ciudad de Santa Fe de la Vera Cruz, donde actualmente vive. Su narrativa, generalmente especulativa, se desarrolla desde una mirada existencial. Cuando escribe poesía, esta es despojada y minimalista, muy influenciada por el arte japonés. Gusta, además, de expresarse a través del dibujo, la pintura y la fotografía. Ha publicado poesías y cuentos en grupos literarios digitales como "Escritores Independientes", "Escritos, Insomnio y Café", "Poetas y Escritores del Mundo, etc., y sus relatos pueden leerse en revistas literarias digitales como "Sinergia", "Cronopio" y "Microficciones y Cuentos".

IRONÍAS DE LA VIDA

Maritza Macías Mosquera

 

El brioso ejemplar pura sangre, blanco armiño, inquieto cual veleta en un faro al sur del mundo, donde los vientos son eternos y, ágil como el mejor saltimbanqui de un gran circo, demostraba su contagiosa y desbordada energía en cada salto y cada relincho.

Favio lo observaba con una mezcla de ternura y preocupación. Sabía que el vínculo entre su hijo y el caballo era especial y que la recuperación de Ángelo, su hijo, era la prioridad. Sin embargo, no podía evitar sentir un nudo en el estómago al recordar el accidente.

Lo llamaron Cotton, nombre elegido por Sophie, la madre del niño, que en español significa algodón. Fue el regalo para el niño cuando cumplió cinco años y, desde entonces cada vez que el clima lo permitía, salía con él a recorrer el campo. Cotton y Ángelo crecieron juntos; de cierta forma, se hicieron necesarios uno para el otro.

Pero desde hacía un tiempo un accidente había desatado el caos y la incertidumbre en la familia. Ángelo y Cotton corrían por la pradera cuando un extraño animal se atravesó ante ellos, lo que produjo el susto y la repentina frenada en seco del caballo. Ángelo, salió disparado por sobre el hermoso cuello de albas y largas crines de Cotton, y el animal desapareció como si nada. Cotton se acercó a su amo, lo examinó, lo movió con su hocico, pero éste no respondió. Instintivamente Cotton corrió de regreso al rancho y, al verlo llegar solo, los trabajadores sospecharon lo ocurrido, informando de inmediato a los patrones. Cotton se acercó a ellos sin dejar de moverse, de saltar, de relinchar por lo que decidieron seguirlo.

 Favio y Sophie corrieron de la mano, ambos sospechaban lo peor. Todo el pasado, toda la lucha, todo el esfuerzo, toda la vida se les fue presentando en esa interminable carrera hacia la desgracia de su hijo. Sin haberlo visto, sabían, porque era más que intuición, que algo malo había ocurrido, Cotton jamás habría regresado sin él.

 Favio, hijo de inmigrantes italianos que habían huido de la ocupación de los alemanes, había nacido y crecido en el lugar, lo conocía perfectamente.

 Sophie llegó a América proveniente de Inglaterra, becada por la universidad para el estudio de especies autóctonas de América del Sur. Chile era el país elegido por la multiplicidad de climas que el país ofrecía y con ellos, la diversidad de especies que podían habitarlo. Así fue como llegó al rancho, en busca de un animal del cual no había certeza de su existencia, pero que el pueblo y el país entero estaba alterado con su supuesta aparición, se trababa ni más ni menos que del Chupacabras, animal mítico, de leyenda o real, pero ella fue la encargada de su búsqueda. Con ese propósito llegó un día al rancho, Favio la recibió, y ella se sorprendió al verlo. Sintió un inusual estremecimiento al apretar la mano del hombre y supo que no regresaría a Inglaterra. Sus ojos profundamente azules no la perturbaron, pero atravesaron su corazón para quedarse en él para siempre y, aunque nunca encontró al ser que buscaba, había encontrado el lugar donde quería vivir el resto de su vida.

 Sophie y Favio prepararon el hogar para el regreso del niño. Juntos, organizaron su habitación, llenaron el espacio de juguetes y recuerdos, lo esperaban con ansias. La casa, que había estado en silencio antes de la llegada de Ángelo, comenzaba a cobrar vida de nuevo. Las risas de los trabajadores y el murmullo del viento a través de los árboles creaban un ambiente cálido y acogedor.

Aunque Ángelo les narró a sus padres lo ocurrido cuando Cotton y él se toparon con el animal, Sophie no siguió indagando; lo importante para ella era la recuperación de su hijo, lo demás podía esperar.

Fueron muchos días de hospitalización en la capital, la demora, por la cantidad de exámenes aplicados para asegurar que estaba en perfectas condiciones, se hizo absolutamente necesaria, ya que al rancho quedaba a más de mil kilómetros hacia el sur.

 Cotton vio llegar el automóvil y que su amo descendía de él. Siguió con la mirada todos los movimientos, pero Ángelo fue trasladado de inmediato a su cuarto.

 Al atardecer del día siguiente del regreso de Ángelo al rancho, cuando el sol comenzaba a ocultarse en el horizonte, tiñendo el cielo de naranjas y púrpuras, Cotton estaba ansioso e impaciente. El caballo había esperado ese momento; su instinto le decía que su amigo necesitaba su presencia, su energía, su espíritu indómito y él necesitaba verlo, olerlo, darle hocicadas en la cabeza, como siempre hacían.

—¡Cotton! —gritó Ángelo, corriendo hacia el corral.

 El caballo, al escuchar la voz del muchacho, relinchó alegre y corrió a la orilla del corral, moviendo la cabeza de un lado a otro, como si también estuviera celebrando el reencuentro. Favio y Sophie sonrieron al ver la escena; sabían que ese lazo era indestructible.

 Ángelo se acercó a Cotton, extendiendo su mano para acariciar su suave pelaje. El caballo se inclinó, buscando el contacto y ambos se quedaron así por un momento, disfrutando de la conexión que solo ellos compartían.

—No te preocupes, amigo —le dijo Ángelo con una voz dulce—, ya estoy bien. Prometo no volver a caerme.

 Cotton, como si entendiera cada palabra, movió su cabeza afirmativamente, repleto de energía y vitalidad. Desde ese día, la vida en el rancho se reinició. Las risas de Ángelo resonaban por todo el lugar, mientras él y Cotton exploraban los campos y praderas, compartiendo aventuras como lo habían hecho desde que eran pequeños.

 Sophie había llegado para esclarecer un misterio, pero había descubierto algo mucho más valioso.


Maritza Macías Mosquera nació en Chile en 1959. Realizó sus estudios universitarios en la Universidad de Concepción, egresando como Profesora de Educación General Básica en el año 1984. Ha incursionado en la escritura en varios géneros como el epistolar, la lírica, la novela, el cuento y microcuentos y, en la actualidad en el ensayo; ha publicado algunos de sus escritos individualmente y participando con otras y otros escritores, en blogs y en Facebook. Trabajó en escuelas de alta vulnerabilidad, lo que la llevó a mejorar sus competencias, obteniendo el grado de diplomada en gestión de Liderazgo Educativo y en Pedagogía Teatral, y luego dos post títulos, como Orientadora Educacional y Como Jefe de Unidad Técnica Pedagógica. Para terminar, obtuvo el Grado de Magíster en Gestión Educativa, en la Universidad del Mar.


EL QUE ACECHA EN LA OSCURIDAD

 

Guillermo Cannata

 

En febrero de 2022 decidí tomarme un descanso y alquilé una cabaña en el paraje conocido como El Águila, en la provincia de Córdoba, a pocos kilómetros del pueblo de Miraflores. El lugar cuenta con un arroyo de aguas claras y una vegetación abundante y variada, que incluye un amplio bosque de quebrachos en el que casi no penetran los rayos del sol. A lo lejos se puede divisar la majestuosidad de las altas cumbres.

La misma mañana de mi llegada al paraje, fui hasta el pueblo de Miraflores para conseguir comida, y cuando conté dónde estaba vacacionando comencé a oír comentarios atroces y repugnantes. Que de noche se oyen gritos infernales que provienen del bosque; que han aparecido animales mutilados; que algunos testigos han visto una especie de monstruo con garras y ojos centellantes en la espesura y hasta que una familia entera, que estaba acampando a orillas del arroyo, había desaparecido el año anterior.

En mi condición de profesor de antropología, no tardaron en venirme a la mente las leyendas de los pueblos originarios que habitaron la zona: la del Tahuachí, un ser humano con aspecto de lobo que aparece en las noches de luna llena, y la del Urupecu, una especie de felino salvaje con cabeza de hombre. Sin embargo, no podría saber con certeza hasta qué punto esas leyendas perduran en el imaginario colectivo de la población actual.

Por la tarde salí a recorrer el lugar. La belleza del paisaje contrastaba con su desolación. Pude constatar la existencia de pocas viviendas, consistentes en precarias casillas de madera, con huertas y criaderos de cerdos. Como ya mencioné, existe un bosque en el que la frondosa arboleda crea un ambiente de oscuridad casi total, con un suelo húmedo y musgoso. Al caminar por allí, llamó mi atención la existencia de un pozo de aproximadamente un metro de diámetro, tapado con una piedra circular blanca. ¿Por qué estaba allí, en medio del bosque? Quise retirar la tapa pero me resultó muy pesada.

Mientras el sol del atardecer caía sobre el horizonte, tomé mis cosas y emprendí el regreso a la cabaña.

Después de cenar, me acosté y quedé profundamente dormido. Tuve terribles pesadillas, donde una voz grave, como de ultratumba, repetía: «Itahí alaaf loent ergt verff nietch». Desperté empapado en sudor y de inmediato me di un baño. Luego del desayuno fui hasta el pueblo por más provisiones, y me enteré de las noticias que alguien había llevado hasta allí: durante la noche, algo había atacado a los cerdos de Manuel Sánchez, un poblador del lugar, matando a dos de ellos.

Decidí cerciorarme por mi cuenta y me dirigí hasta la vivienda de Sánchez, que se encontraba a unos doscientos metros al norte de mi cabaña y a la que se llegaba por un camino rodeado de árboles. Golpeé la puerta varias veces hasta que el hombre salió a recibirme. Luego de presentarme le pregunté si podía hablar unas palabras con él; me respondió afirmativamente con la cabeza, y luego me invitó a pasar a su hogar.

Manuel Sánchez era una persona mayor, pero con una mente muy despierta. Toda su vida había vivido en el campo, continuando con la tradición de sus antepasados. Tenía un hijo que lo ayudaba en las labores, mientras que otro hijo menor se había mudado a Buenos Aires hacía varios años. De a poco, la conversación fue derivando hacia lo que había oído en el pueblo esa mañana sobre la matanza de los cerdos. Con tristeza, corroboró los hechos y me dijo que hacía algo más de un año le había ocurrido lo mismo. Cuando despertó esa mañana, tuvo el presentimiento de que algo malo había sucedido, porque durante la noche lo atormentaron las mismas horribles pesadillas que la vez anterior, incluida la extraña voz, con palabras que no podía descifrar. (No le comenté que a mí me había sucedido lo mismo). Con respecto a quién podría ser el responsable del ataque a los animales, al que conocían como «El que acecha en la oscuridad», no tenía ninguna certeza, aunque lo relacionó con la aparición de extrañas luces provenientes del bosque.

Cuando terminamos la charla, le pedí que me acompañara a ver los animales que habían sido atacados. Estos presentaban cortes profundos en varias partes del cuerpo, con algunas vísceras expuestas, y un gran charco de sangre alrededor. El comisario del pueblo estaba al tanto de estos hechos, pero no había podido hacer nada hasta ese momento.

 Saqué del bolso un frasquito de vidrio y recolecté algunas muestras de pelo y de trozos de uña que se encontraban sobre los cadáveres, para luego analizarlas.

Después de despedirme, partí hacia la ciudad de Córdoba. En el laboratorio del Hospital Provincial me recibió Pedro Parodi, un antiguo compañero del colegio secundario. Le comenté el origen de las muestras a analizar y me prometió que en diez días iba a tener los resultados del ADN.

Me propuse encontrar una explicación para este caso, aunque esta estuviera fuera de mi ámbito profesional. Había una coincidencia inquietante: aquella noche el señor Sánchez y yo tuvimos similares pesadillas y oímos las mismas voces. Sánchez también mencionó la presencia de luces en el bosque a lo que yo agregué la existencia del extraño pozo.

Por la mañana, me dirigí a la biblioteca municipal y solicité algunos libros de ocultismo para consultar en la sala. Tras revisar varias páginas, hallé una traducción para las palabras que había oído en los sueños en el libro Estudios esotéricos, de Paul Ricard. Itahí alaaf loent ergt verff nietch podía traducirse como: Itahí, el que mora en la profundidad, volverá para gobernar. Según este autor, existe una deidad inmaterial llamada Itahí que desde el principio de los tiempos gobernaba sobre gran parte del universo. Sin embargo, luego de una disputa contra las fuerzas del dios Kameth, debió recluirse en el interior de la tierra, aguardando desde entonces la oportunidad para volver a gobernar.

La semana siguiente, recibí un mensaje de Pedro Parodi en el que me informaba que ya podía retirar los resultados de los análisis de ADN. Esa misma tarde me dirigí al laboratorio. Al llegar, una secretaria me entregó un sobre con el informe. Al abrirlo, el resultado era concluyente y aterrador:

El material analizado contiene ADN que no coincide con el de ninguna especie conocida.

¿Es «El que acecha en la oscuridad» un enviado del dios Itahí? Decidí que tenía que volver al paraje para encontrar más respuestas.

Llegué al anochecer y me adentré en el bosque, hasta escasa distancia del pozo. Me senté sobre un tronco caído y esperé con mi cámara de fotos en la mano, mientras la oscuridad de la noche envolvía el lugar.

Comencé a realizar llamados que podrían despertar a la entidad que habitaba en las profundidades.

Itahí, Itahí, Itahí…

De repente, la tapa de piedra comenzó a moverse y una luz blanca muy potente emergió de su interior.

De la luz pareció corporizarse un ser amorfo que, poco a poco, tomó forma humana.

¡El que acecha en la oscuridad!

La bestia repetía, con una voz grave, las mismas palabras que oí en sueños.

Intenté tomarle una foto, pero, por el nerviosismo, la cámara resbaló de mis manos.

Creo que ya me vio, con sus ojos rojos brillantes, y viene hacia mí…


Guillermo Cannata nació en Rosario el 10 de enero de 1971, y allí vive en la actualidad. Es bioquímico y le gusta la lectura, a la que empezó a abocarse más hace unos años, cuando se sintió más libre de obligaciones. Sus escritores preferidos a nivel local son Bioy Casares, Borges (el de Ficciones y el Aleph), Pablo De Santis y Guillermo Martínez. También le gusta el policial inglés y el thriller al estilo de Dan Brown. Ahora está leyendo cuentos de  ciencia ficción, un género que considera de mucha imaginación. Un cuento de su autoría fue incluido en la antología sobre distopía "Ecos de mundos perdidos" de la editorial Nebula, de reciente publicación.

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