martes, 11 de marzo de 2025

PICNIC


Armando Rosselot

 

Tal vez habíamos aguardado mucho tiempo para ese momento. Quizá nuestras vidas solo fueron el cauce para otras existencias, ¿quién sabe? Pero al fin habíamos partido hacia aquel viejo deseo que casi abandonamos por olvido, cansancio o solamente resignación.

Yo sabía que Francisca estaría feliz de salir un día de la ciudad. De sus grises murallas y de su aplastante rutina, de su arduo trabajo, los recuerdos y de la soledad que la abrazaba desde hacía un tiempo.

Los dos sabíamos que ir de picnic a fines de abril no era lo más conveniente, pero no quise pasar otra temporada sin cumplir con mi promesa. Se lo había propuesto años atrás, más años de los que me había dado cuenta, ya que el tiempo se había desquitado de manera soez con nosotros. Los momentos transcurridos aquel primer fin de semana en Valparaíso, pasaron demasiado rápido para nuestras vidas. Para la vida de cualquiera.

Observé a Francisca de reojo mientras iba sentada a mi lado en el automóvil. Miraba la carretera pensativa y brillaba como siempre, con ese resplandor único que con los años muchas veces parece llenarse de grasa, polvo y hastío, hasta finalmente olvidarse; pero en ella no, Francisca aún conservaba la frescura pura y volátil de sus veinte años. De esos años en que nos amábamos y cuando no se veía ni la más remota amargura en el horizonte.

Pasaron un par de horas y ella ya dormía. El camino hacia nuestro destino no era tan fácil como lo recordaba, con lo que di un par de vueltas más de lo necesario.

Habíamos pasado por aquel lugar hacía muchos años, cuando aún no estaba embarazada de Miguel, ni cuando el dolor y la desgracia hizo brotar todo lo malo y frágil de nosotros.

Un poco después del mediodía Francisca despertó de su siesta, pero no hablamos nada.

Ambos tratamos de mirar el paisaje que nos rodeaba como algo nuevo, algo completamente desconocido, que se mostraba con toda la belleza posible para nuestra dicha. Pero el silencio se hizo cada vez más agobiante, hasta que bajé la ventana y le recordé que en aquella oportunidad el aire no era tan húmedo y ni tampoco olía a leña quemada. También puse algo de música en la radio del auto: un viejo CD de Sting.

Francisca sonrió levemente al escuchar los primeros acordes, con lo cual me alegré.

Conduje el automóvil hasta una calle que llevaba hacia el oriente y ahí tome una desviación, un camino más pequeño que se dirigía hacia las recordadas lomas verdes con algunos cipreses, pinos y alguno que otro árbol frutal. Aquel era el sitio, ambos lo recordábamos con claridad pero no dijimos nada. Llevé el automóvil hacia ese lugar.

Lo estacioné bajo la sombra de un ciruelo amarillento, aún sujetando sus hojas tozudamente ante el arribo del otoño. Todavía llegaban algunos rayos de sol, ya que unas nubes grises y oscuras se acercaban desde el sur.

—Sé que va a llover más tarde —le dije. Ella sólo me miró con ojos de una tierra en que las lluvias han barrido con todo y me invitó a sentarme, mientras ponía el mantel sobre la seca hierba y tatareaba una vieja canción, una que solía cantar siempre, y que yo ya había olvidado casi por completo; creo que era de Culture Club.

Dejó todo en su lugar, correcta y de una manera hermosamente casual. Nos sentamos, frente a frente. Serví el vino que había elegido para esta ocasión: un merlot de una viña pequeña y anónima; como nosotros, dos almas sin mucho que compartir con otras personas, sólo la tediosa noción que todo seguiría igual, o quizás peor. Brindamos mientras nos sonreíamos, sí, con mucha nostalgia y con deseos de ser otros, unos enamorados de veinte años, en otro lugar y quizás otro tiempo, que tuviesen todo por delante y que sintiéramos esa fuerza que da la convicción de ser joven y saberse querido. Pero sabíamos que todo eso había quedado muy atrás.

Comimos algo de queso y cubos de jamón con aceitunas negras, luego Francisca buscó en la canasta y me pasó un sándwich de pollo y palta en un suave pan croissant.

Reímos al recordar cuando todavía no nos habíamos casado y nuestra alimentación era, antes y después de hacer el amor, a base de pan con diferentes rellenos. Recordamos cuando pasábamos fines de semana completos en cama y disfrutábamos oyendo la lluvia en los inviernos y en Miguel, cuando nos interrumpía cada vez que las caricias comenzaban a aumentar. Reímos más, pero luego también lloramos un poco, en silencio y sólo con un par de lágrimas. Serví más vino y nos tendimos de espalda a ver pasar las nubes grises hasta que algunas gotas cayeron en mi frente y en la de Francisca. Nos miramos en silencio, ya que sabíamos que si la lluvia seguía tendríamos que irnos pronto y comer el postre en el auto.

—Es un pie de limón —me dijo—, como el que preparaba cuando vivíamos en la casa, ¿te acuerdas?

Por supuesto que me acordaba. ¿Cómo no iba recordar las mejores onces de mi vida, cómo? Aunque si ahora lo pienso bien, mi madre también hacía unas onces magníficas, pero con queques, pan con palta y huevos revueltos con queso. Todo estaba tan lejano que hasta las voces de mis padres se me estaban olvidando.

Al final la lluvia se declaró por completo. Tuvimos que despejar lo más rápido posible nuestra improvisada mesa sobre la hierba y correr hacia el auto. Entramos apurados dejando toda la merienda en los asientos de atrás envuelto en el mantel de Francisca. Reímos nuevamente un poco, sólo un poco, luego nos quedamos en silencio observando la cortina de agua que caía sobre el auto; hasta que me di cuenta que la botella de vino se nos había quedado afuera. Miré a Francisca.

—Siempre vas a todo cuando es el peor momento —me dijo—. Espera hasta que la lluvia pare un poco.

No le hice caso como tantas otras veces y abrí la puerta para ir a buscar la botella. No me demoré ni diez segundos y ya estaba de vuelta en el auto. Le ofrecí más vino pero no quiso. Yo me serví otra copa.

—¿Postre? —pregunté.

Lo aceptó, pero pidió cortarlo. A fin de cuentas ella lo había preparado y realmente estaba exquisito.

Lo comimos con gusto, mientras la lluvia parecía acabarse y luego retornaba con mayor fuerza. Yo miraba sorprendido a Francisca como disfrutaba del pastel, no recordaba que le gustara tanto lo dulce. Le serví un café sin preguntarle y me lo agradeció con la misma cortesía de aquellos años en que criábamos a nuestro hijo, cuando aquella llama que nos mantuvo floreciendo aún existía y todavía veíamos el futuro con optimismo.

—Matías, quiero irme —dijo sorpresivamente.

Asentí con la cabeza, me acomodé en el asiento y di el contacto. Limpié mis piernas de las migajas del pie de limón y guardé mi copa de vino en el mantel, entre todo lo demás.      

Francisca no habló más hasta que llegamos a Santiago. Dormitó un poco y a veces miró por la ventana la lluvia y las nubes que dejaban pequeñas aberturas azules en el cielo. Como siempre el regreso fue más rápido y pronto me encontré a pocas cuadras del edificio donde vivía Francisca.

—¿Cómo están tus hijos? —pregunté.

—Recién ahora me lo preguntas. Están bien. Marta pasó a cuarto año de Agronomía en Concepción y Sebastián sale este año de leyes.

Pensé en Miguel. Y ella supo en lo que estaba pensando.

—No te culpes —me dijo—. Ha pasado mucho tiempo. En mayo se cumplen los treinta y cinco años de su muerte. Voy a ir al cementerio a fin de mes, si quieres vamos.

Le respondí que sería mejor ir solo, ya que con seguridad ella también iría a dejarle flores a Marcos, y yo, aunque él estuviese muerto, todavía sentía celos y algo de rencor contra aquel que me quitó a mi mujer, aunque yo realmente la había perdido mucho tiempo antes. Junto con nuestro hijo.

Después de dos semáforos rojos y pasar una luz amarilla llegamos a donde vivía Francisca.

—Gracias por el picnic —dijo.

—Solo cumplí con la promesa– dije, mientras ella bajaba del automóvil.

Sonrió, se despidió con un beso rápido en mi mejilla y se dirigió a la entrada sin voltearse mientras encendía un cigarrillo.

No recordaba que ella fumase. Me quedé observándola hasta que se perdió tras la puerta de entrada y otra vez las gotas comenzaron a martillar el techo del auto. Me quedé en silencio un pequeño instante hasta que encendí nuevamente el motor y me fui con la radio apagada, tarareando una vieja canción de los ochenta mientras oscurecía y la lluvia comenzaba a tomar vigor.


Arturo Armando Rosselot CuevasSantiago, 1967. Ingeniero en sonido y diplomado en literatura infantil y juvenil. Narrador y poeta. Donde en su faceta de cuentista y novelista, aparte de escribir realismo, se ha inclinado hacia la ciencia ficción de carácter new weird, a lo fantástico y al terror. Libros de cuentos: El Triturador de Cabezas (Línea Estratos), El Informe 5002 (Editorial Segismundo), Thrasher y otros ruidos junto a Cristina Mars (Biblioteca de Chilenia) y Límite Crepuscular (Sietch Ediciones). Novelas: Te Llamarás Konnalef (Editorial Forja), Tarsis, Entidad y El Orden (Editorial Austrobórea); Toki (Ed. Segismundo), El Puente Infinito (Triada ediciones) y Reina Madre (Ed. Segismundo). En poesía, de carácter más introspectiva nos encontramos con: Huesos de pollo bicéfalo (Mago editores), American Home (Askasis), Cementerio de Mundo (Cerrojo ediciones) y Bicéfalo (Ed. Segismundo). También ha participado en varias antologías de relato y cuento en géneros de terror, fantástico y ciencia ficción. Es editor de la serie de antologías de literatura fantástica chilena Poliedro y realiza talleres de narrativa desde el 2014.

PARA TODA LA VIDA

Maritza Macías Mosquera


La reunión terminó trágica y abruptamente. Elisa entregó todas las joyas que Alan le había regalado; era parte del acuerdo prenupcial. Claro está que Alan se había casado para toda la vida, porque sus creencias religiosas así lo indicaban. No habían tenido intimidad sexual durante el noviazgo. Elisa, atea, lo había aceptado, porque también lo amaba, aunque, a veces, hubiera querido mandar todo a la cresta del mundo, pero aceptó las exigencias primero y las cláusulas luego.

Muy jóvenes ambos, habían coincido en la misma carrera en la universidad, se hicieron novios en secreto para evitar cualquier tipo de problemas y reuniones familiares que los distrajera del tema estudios y noviazgo.

Juntos terminaron su carrera y decidieron comunicar a sus padres el noviazgo y, tal como lo habían pronosticado, los padres de ambos rápidamente iniciaron planes para una boda.

—¿Porque esto va en serio, verdad hijo? —fue la consulta del padre de Alan.

Cada familia quiso conocer a la otra. Ese fue el primer escollo que tuvo que enfrentar la pareja: la diferencia social. Los padres de Alan pertenecían a una familia aristocrática, en cambo Elisa provenía de una familia de abuelos pobres y su madre era la primera en la familia que había alcanzados estudios técnicos superiores. Su padre alcanzó nivel universitario, pero debido a lo costoso de su carrera, había desistido, no pudo con tantas deudas y comenzó a trabajar en una oficina de abogados haciendo la parte más dura y recibiendo bastante menos paga de la adecuada, por no ser titulado. Con mucho esfuerzo criaron y educaron a sus dos hijos, el hermano de Elisa, Joaquín, llevaba años reclutado en las Fuerzas Armadas.

Alan, por el contrario, estudió en colegios pagados y la universidad era un paso más para seguir en la clínica de sus padres, ambos médicos de gran prestigio.

—¿De cuál de las familias Lermanda eres hija? —preguntó Sofía, madre de Alan—, ¿de los del norte o de los del sur?

—Nnno ssé, soy Lermanda, hija de mi padre…

—Pero debes saber si son los Lermanda, dueños de las lecherías en el sur o de los Lermanda dueños de las minas en el norte.

—Mmmm, yo creo que ni de una ni de otra de esas familias —contestó Elisa, confundida y sin terminar de comprender el porqué de la pregunta—; mi padre siempre ha vivido aquí, en esta ciudad, nunca en otra parte.

—Veo —Sofía se dirigió a su hijo— que tu Elisa no es hija de ninguno de los Lermanda, amigos nuestros. —Había cierta ironía en la voz de Sofía.

—Mamá, ¿eso qué importancia puede tener? Elisa y yo nos amamos, eso es todo lo que deben saber. —Arguyó Alan, con desánimo.

—No te equivoques hijo, No te equivoques —dijo la madre cargando firme su voz en esta frase—. En nuestro medio todo importa, principalmente, saber de qué familia vienes.

Salieron de aquella reunión familiar, cabizbajos los dos. Elisa rompió el silencio con un llanto que ya no podía contener.

—¡Cálmate, mi amor! —suplicó Alan.

—Ya ves —le dijo Elisa—, no podremos casarnos, será mejor seguir de novios y algún día terminar con esta relación para no perjudicarte.

—Hablaré con mis padres, les diré que no podrán interponerse, que de todas maneras nos casaremos.

Muchas cláusulas le fueron impuestas a Elisa para poder optar por ese marido; ella finalmente las aceptó; solo quería estar con él. Pero sabía que Sofía la iba a perseguir hasta el cansancio con sus comentarios altaneros y provocativos. Sí, hasta el cansancio, porque un día Elisa le respondió de mal modo, tomó sus llaves y se marchó de esa casa. Tampoco se apareció por el hospital donde compartían algunas horas de trabajo con Alan. Luego él se iba a la clínica de sus padres a terminar la jornada.

Alan la llamó muchas veces, pero ella no contestó; su madre ni por un instante sintió pena, menos arrepentimiento. Por fin se había zafado de aquella cualquiera, de la trepadora, de la aprovechada. ¡Miren que no iba a saber que Alan era hijo de ellos y que tenía un sitial privilegiado en la alta sociedad local y nacional! ¡La trepadora no pudo con ella; ¡no iba a resignarse a perder a su hijo!

—Cuando hables con ella, recuérdale lo de la cláusula de las joyas y bienes que tú le pasaste, debe devolverlos, son de la familia.

—No todo, madre, hay cosas que yo le compré con mi dinero.

—¡Claaaro, el que ganas en nuestra clínica…!

—Mamá, ¡eres insufrible!

De tanto insistir con las llamadas, un día Elisa le respondió. Por fin había logrado contactarse con ella. Le pidió perdón, pero que regresara y le prometió que ya no trabajaría más en la clínica, que si ella no quería no irían más a casa de sus padres, le rogó, le recordó lo hermoso que era pasar tiempo juntos, lo vivido en la universidad y todo lo que se guardaron para poder casarse como dios manda.

Elisa aceptó verlo por última vez en el departamento que habían alquilado y que en los últimos tiempos solo ella ocupaba. La pocilga, le llamaba Sofía, cuando supo dónde vivirían.

Elisa tenía consigo algunos documentos y las joyas que, a lo largo de todo el noviazgo y el poco tiempo casados, él le había obsequiado.

Alan estaba inquieto, de pie en medio de la sala. Se acercó y la abrazó. Luego le susurró al oído la falta que le había hecho, que no podía vivir sin ella, que lo harían todo como ella quisiera.

Ella se despegó de aquel abrazo, lo miró con ternura, sacó de su bolso el paquete con las joyas y las dejó sobre la mesita de estar donde Alan había servido dos tragos para celebrar el reencuentro. Pero Elisa le habló con toda calma, explicándole que no podrían estar juntos habiendo tanas cosas que los separaban; ella renunciaba a su amor por amor. Alan se dejó caer en el sillón, abatido, pero casi de inmediato volvió a ponerse de pie, le tomo ambas manos y la abrazó de nuevo.

—No me rechaces —dijo—, te lo ruego, haremos todo distinto, donde mis padres no estén.

—Sabes que te amo, por eso mismo me alejaré, podrás hacer tu vida como siempre, yo no voy a estar al medio de tanta polémica, mi vida es mucho más simple que eso.

 

Los padres de ambos esperaron las veinticuatro horas correspondientes y luego estamparon la denuncia por desaparición, temiendo una posible desgracia. Al día siguiente consiguieron la orden para ingresar. Los padres de Elisa, absolutamente consternados, solo rezaban porque estuvieran bien "los niños". La policía echó la puerta abajo; nadie sabía de ellos, a nadie le respondían los teléfonos; los celulares estaban descargados.

Y estaban bien, bien muertos, al más puro estilo shakespeariano.

Maritza Macías Mosquera nació en Chile en 1959. Realizó sus estudios universitarios en la Universidad de Concepción, egresando como Profesora de Educación General Básica en el año 1984. Ha incursionado en la escritura en varios géneros como el epistolar, la lírica, la novela, el cuento y microcuentos y, en la actualidad en el ensayo; ha publicado algunos de sus escritos individualmente y participando con otras y otros escritores, en blogs y en Facebook. Trabajó en escuelas de alta vulnerabilidad, lo que la llevó a mejorar sus competencias, obteniendo el grado de diplomada en gestión de Liderazgo Educativo y en Pedagogía Teatral, y luego dos post títulos, como Orientadora Educacional y Como Jefe de Unidad Técnica Pedagógica. Para terminar, obtuvo el Grado de Magíster en Gestión Educativa, en la Universidad del Mar.

sábado, 8 de marzo de 2025

LOS ARREBATOS DEL TIEMPO

Carmina Shapiro

 

Con setenta y cinco años, Juan Carlos ya había aceptado que su memoria tenía más huecos que trama. Sin embargo, por las extraños órdenes de Mnemosyne, hay olvidos y remembranzas que ocurren sin que los humanos podamos entender su sentido subyacente. Esa mañana, Juan Carlos recordó. Recordó algo que había olvidado por largos y anchos años, algo que estaba tan lejos de su existencia actual que si algunos días antes le hubieran jurado que ese recuerdo era suyo, lo hubiera negado rotundamente.

Había estado leyendo a Günter Grass, Pelando la cebolla, un libro obtuso, un texto sin sentido, un derrotero desordenado entre realidad y ficción que lo confundía un poco pero no quería abandonar. Günter Grass le producía los sueños más extraños. Imágenes y sensaciones profusas que lo dejaban con una mezcla de confusión y extrañamiento al despertar. Así que esa mañana, cuando abrió los ojos, demorándose en la suavidad de las sábanas, paladeando la tenue vigilia que se abría paso en su conciencia, Juan Carlos recordó.

Recordó el febrero de sus once años. Recordó las vacaciones de verano del que sería el último año de su escuela primaria. Qué importaba el año, los años calendario sólo sirven para conocer la edad de los involucrados y él tenía una certidumbre asombrosa de los años que tenía en aquel entonces. Once años, cumplidos unos meses antes, en noviembre. El Juan Carlos de setenta y cinco recordó con graciosa satisfacción lo grande que se había sentido con once flamantes años entre sus primos. Su papá y su tío, que de repente se le figuraron tan jóvenes, dos enérgicos padres jóvenes, habían llevado a toda la prole en un campamento de cuatro días a un camping a treinta kilómetros de su ciudad. Habían preparado algunas actividades, habían llevado algunos juegos grupales y habían planificado una cocina colectiva. Eran los cuatro primos, los dos padres y la Lola, la perra cruza con pastor belga de sus primos. Una perra amorosa y compañera que todos querían y celebraban.

Esa mañana Juan Carlos recordó, impresionado de haber podido alguna vez olvidarlo, la ilusión que llenaba el apretado auto cuando iban camino al camping. Y recordó el abrupto y precipitado final del campamento, con una amargura tan intensa que podría haber sido la misma que la de aquel día.

Terminaba el segundo día. Habían cenado un guiso de lentejas hecho entre todos, que había estado de las mil maravillas, y se habían ido a dormir a las carpas luego de cantar un rato al son de la guitarra del tío y reírse como locos en el aire fresco de la noche. Los acompañaba una luna en cuarto creciente, casi llena, y el aire parecía tomar el mismo apacible espíritu de la luz lunar. Dormían sin preocupaciones cuando unos ruidos los despertaron a la madrugada. Asomados en las carpas no habían podido ver nada, pero el llanto de la Lola les indicó hacia dónde ir. Estaba tumbada contra un árbol con un pequeño charco de sangre oscura alrededor. El pelo oscuro y la luz de alborada no permitían ver muy bien qué le había pasado pero tanta sangre no prometía buenos augurios. Mientras su papá y su tío buscaban al culpable de semejante daño armados con unos palos, los chicos se habían quedado cuidando a la perra. Unos metros más allá, otro perro se arrastraba también sangrando en cantidad. Los niños gritaron cuando la querida Lola exhaló temblorosamente su último respiro y los adultos supieron que le esperaba el mismo destino al otro perro. Una muerte ignominiosa y pública es sin duda menos horrible para un condenado, habían dicho los adultos parados al lado del segundo perro, a la vez sufriendo por no poder hacer más que mirarlo en agonía y reconfortándose en una estúpida venganza de su compañera canina.

Un poco más tarde, viendo que la bestia aguantaba, se alejaron a buscar una sábana y una pala al baúl del auto. Maldiciendo todo el camino, sin desayunar ni tomar siquiera un café, y apestando a sudor, envolvieron a la perra, cavaron un pozo lo bastante profundo y, manchándose las manos de sangre pero sin tocar el cuerpo de la muerta, la colocaron delicadamente en la tierra húmeda y fragante. Desayunaron en silencio el mate cocido más triste que hubieran compartido hasta entonces. El tío no quiso dejar al otro perro a su suerte y se acercó a ver cómo estaba. Había muerto también y se turnaron para cavar un segundo pozo. Después de eso, levantaron campamento y se volvieron. La aventura había terminado.

Aquella vez, tuvo conciencia por primera vez del dolido llanto de dos de los adultos más cercanos, dos de los adultos más queridos y considerados más fuertes por él. Todo esto le había dado al Juan Carlos de once años una dura lección de injusticia. Y lo había provisto tempranamente de opiniones claras y definitivas sobre la necesidad y el significado de las lágrimas.

Esa mañana de setenta y cinco años, todo esto volvió a la memoria de Juan Carlos para llenar uno de los huecos que la habitaban. Volvió en un santiamén, como una ráfaga de certezas. Esa mañana, Juan Carlos recordó  la frágil humanidad que nos constituye siempre, a los once y a los setenta y cinco. Y esa mañana, Juan Carlos lloró.


Carmina Shapiro nació y vive en la ciudad de Rosario, Santa Fe, Argentina. Estudió (y sigue estudiando) Filosofía, es profesora e investigadora. Parte de su trabajo es dedicarse a la escritura académica. Después de varios años, volvió a la escritura creativa y sin fines predeterminados. En 2019 recibió una mención destacada en la segunda edición del Concurso de Relatos Filosóficos del Club de Escritura Fuentetaja con su relato “Ocupaciones inmundas”. Sueña con escribir cuentos infantiles y hacer algo de periodismo.

LAS CAZADORAS DE CHARCOS

Guy Hasson

 

Éramos cazadoras de charcos.

Las tres nos habíamos lanzado a la aventura. Y esperábamos volver las tres.

Porque los charcos eran notoriamente viciosos. Y en aquel entonces, cuando estaban casi extintos, esos temibles charcos se habían vuelto más viciosos aún.

Soy cazadora de charcos de cuarta generación, como bien sabes, querida. Mi bisabuela fue cazadora de charcos, asesinada por un charco salvaje y bárbaro cuando tenía menos de cincuenta años. Su hija, mi abuela, fue asesinada por un charco despiadado y a sangre fría cuando tenía treinta años. ¡Y mi madre fue asesinada por un charco diez años antes de que yo naciera!

—Espera, espera, Mameh. ¿Cómo pudo morir tu Mameh diez años antes de que nacieras?

Oye, ¿quién está contando la historia, tú o yo? ¿Cuál de las dos es cazadora de charcos?

—Tú.

Bien, entonces escucha la historia de cómo matamos al último charco de la Tierra.

—Sí, Mameh.

Y no te rías así. Esta es una historia seria y trágica.

—Sí, Mameh.

Nuestra misión era importante. Mi mejor amiga, la tía Dameh, acababa de perder a su madre, como tú perdiste a tu padre. Y se había sentido muy mal durante mucho tiempo. Lo cual es natural, ¿verdad?

—Verdad.

Así que la tía Tameh y yo decidimos llevar a la tía Dameh a una aventura, porque ¿qué te hace sentir mejor que una aventura?

—¿Televisión? ¿Tabletas? ¿Celulares?

Claro. Pero esto fue hace casi doce años. No había tabletas, ni teléfonos, ni siquiera televisores.

—¿Juegos?

No había juegos.

—¿Imaginación?

La imaginación aún no se había inventado. ¿Quieres escuchar la historia o no?

—Sí, Mameh.

Pero ella empezaba a verse sin luz en los ojos. Así que las dos le dijimos a la tía Dameh que vendría con nosotras y que tendría que volver a subirse al caballo. ¡Íbamos a cazar charcos otra vez! A ella realmente no le interesaba ir. Pero ¡victoria! ¡Aceptó de todas formas! Lo primero era organizar la caza. Tomamos nuestras armas habituales.

—¿Armas?

Palos. Palos y azúcar.

—¿Azúcar? ¿Eso se usa como arma?

El azúcar es para comer, por supuesto. Para que tengas energía cuando luches contra los charcos.

—Pensé que llevarías un paraguas.

¡Por supuesto que llevamos paraguas! ¿Crees que somos aficionadas? Y también llevamos otras armas. Como... Si eres tan lista, ¿por qué no me lo dices?

—¿Botas?

Oh, sí, ¡por supuesto que llevamos botas! Ni siquiera pensé que debía mencionarlo. ¿Qué más?

—¡Un secador de pelo!

¿Un secador de pelo?

—¡Para secar el charco!

¡No llevamos un secador de pelo! ¡Eso es una tontería! ¡Necesitas electricidad! Y hubiera sido un trabajo muy lento secar un charco. ¡Así que nos llevamos tres secadores!

—¿Tres?

¡Tres cientos, por supuesto! Con generadores para la electricidad, porque ¿cómo puedes cazar charcos sin electricidad para tus trescientos secadores de pelo? Así que allí estábamos. Saliendo de las murallas del castillo con…

—¿Vivías en un castillo?

Esto fue hace doce años. Todo el mundo vivía en castillos aquí. ¡Todo fuera de la ventana eran castillos y charcos, charcos y castillos! Luego los castillos se convirtieron en edificios de departamentos, pero esa es otra historia.

—¡Pensé que habías dicho que este era el último charco de la Tierra!

¿Desde cuándo escuchas a tu madre? ¿Puedo contar la historia, por favor? Y hagas lo que hagas, ¡en ninguna circunstancia empieces a escucharme ahora! ¡Es lo último que necesito! Además, no te rías. Porque reír convierte los castillos en edificios de departamentos.

—Pero aquí no hay ningún castillo.

Entonces puedes reírte. Pero sólo cuando algo no es gracioso. Si no, es muy raro.

—Vale.

Así que imagina esto. Estábamos saliendo del castillo. Quiero decir, imagínatelo como en una película. Salíamos del castillo, cada una de nosotras tres con cien secadores y un generador en cada mano. ¿Te lo estás imaginando?

—Claro.

Realmente heroico, ¿verdad?

—No lo sé.

¿Te lo estás imaginando en cámara lenta?

—No.

Caminábamos en cámara lenta. Tienes que imaginártelo en cámara lenta. ¿Lo estás haciendo?

—Sí.

¿Éramos heroicas?

—¿Cómo puedes parecer heroico sosteniendo ciento cincuenta secadores de pelo?»

¿Sabes qué? Tu Mameh es mucho más heroica de lo que crees. ¡Escucha y verás! Caminamos durante dos horas en completo silencio. La tía Dameh se sentía tan mal que no quería hablar ni cantar. ¡Y entonces nos sorprendió el primer charco! ¡Nos atacó por detrás! ¡Nos defendimos con viento caliente! Pero resultó que era una treta, porque había charcos a nuestra izquierda y charcos a nuestra derecha que esperaban para emboscarnos cuando no mirásemos. Estábamos mojadas, empapadas y ahogadas, ¡pero luchamos como nunca lo habíamos hecho! Manejábamos los secadores como profesionales.

—¿Como ninjas?

¡Como ninjas secadoras! ¡De repente eran cien! ¡Y luego mil! ¡Y todos querían matarnos! ¡No tenían corazón, esos malditos charcos! Venían y venían. ¡Pero nosotras tres teníamos una tecnología de secado como el mundo nunca había visto! ¡Teníamos drones secadores en el cielo! ¡Teníamos secadores autoalimentados! ¡Teníamos secadores con inteligencia artificial! Teníamos secadores genéticamente modificados, empalmados con ADN de gusano, de modo que si alguna pieza de uno se rompía, ¡ambos volvían a crecer para crear dos secadores! ¡Teníamos secadores Terminator! ¡Teníamos secadores que viajaban en el tiempo!

—¡Espera! ¿Sabes viajar en el tiempo?

Oh, sólo los secadores pueden viajar en el tiempo. Pero escucha. ¿Me estás escuchando?

—Estoy escuchando.

La batalla fue dura. Tu Mameh, tu tía Dameh, y tu tía Tameh, todas éramos heroínas como el mundo nunca había visto. Habíamos matado a todos los charcos. ¡Los cinco mil! Nos sentamos en las cálidas rocas, jadeamos, descansamos, miramos a nuestro alrededor y supimos que habíamos salvado el mundo y nos habíamos divertido haciéndolo. Al final, la tía Tameh estaba completamente agotada. Estaba en forma, pero ni de lejos estaba en forma para cazar charcos. Estaba tumbada en el barro e intentó levantarse, pero se cayó de bruces porque ya no tenía fuerzas. Se levantó y cayó de bruces. ¡Arriba, splat, arriba, splat, arriba, splat! La tía Dameh y yo nos reímos hasta que nos dolió el estómago y no pudimos respirar.

Entonces la tía Tameh dijo que se tomaría unos momentos antes de volver a intentarlo. Se quedó tumbada e inmediatamente empezó a roncar.

Y otra vez nos reímos y nos reímos. Y fue genial. Entonces miré a Dameh y le dije: ‘¿No es ésta una razón para levantarse por las mañanas? ¿Para recordar lo divertido que puede ser el mundo?’

Ella se limitó a gruñir. ‘Fue divertido. Pero ¿a quién le importa?’

‘Salvamos vidas’, le dije. Pero ella se encogió de hombros. ‘Pero ha sido divertido. ¿No ves que puedes divertirte?’ La diversión no es lo más importante, dijo.

‘Si la diversión no es lo más importante, ¿qué lo es?’ ‘Nada es importante para mí’. Y su voz era más fría que nunca. La miré fijamente, sin creer lo que oía. Al cabo de unos segundos, añadió al final de la frase: ‘Ya no’.

—¿Por qué dijo eso, Mameh?

Estaba muy, muy triste. Había pasado por algo horrible y yo no podía hacerle ver que había esperanza. Perdió toda esperanza.

—¿Cómo la recuperó?

Bueno, eh... le dije cosas que consiguieron que... eh... ¿Qué le hubieras dicho para que recuperara la esperanza?

—¿Por qué me miras así?

¿Yo? No. Sólo quiero una respuesta. ¿Qué le hubieras dicho?

—Tía Dameh, siempre puedes jugar.

Sí, claro.

—Y tienes amigos.

Cierto.

—Y... también hay televisión.

¡Eso es exactamente lo que le dije! Hay juegos y amigos y televisión y... tus hijos. ¿Verdad? Pero ella dijo: ‘Es muy duro. No veo ninguna luz en el futuro. Solía ser tan... optimista y... feliz. Pero no hay luz en ninguna parte. Me han quitado toda la luz’.

—¿Estás llorando?

No. Bueno, sí, estoy recordando lo duro que fue para ella. Es duro ver a tus amigos así, ¿verdad?

—Mmmm-hmmm.

Pero nada de lo que dijiste, quiero decir, ¡nada de lo que dije ayudó! ¿Qué puedes decir que la ayude?

—Yo, yo no sé.

¡Vamos, di algo! ¡Piensa en algo!

—Siempre pienso en cosas que me gustan.

Cierto.

—Y me gustan. Así que quiero hacerlas.

Cierto.

—¿Es eso lo que le dijiste a Dameh?

Se lo dije. Pero ella no vio una razón para hacerlas. Puedes... ¿Qué más sugieres? Quiero decir, ¿qué más crees que le dije?

—No lo sé.

¡Adivina!

—Yo... Uh... ¡Tratas de engañarme!

¿Yo?

—¡Sí! Vamos. Ya sabes el final de la historia!

¿Qué quieres decir?

—¡Dime qué le dijiste para que volviera a encontrar la esperanza!

¡Pero necesito que lo adivines!

—¡Dime qué le dijiste ya! ¡Vamos, Mameh!

Yo... Bueno, ya sabes... Creo que es suficiente por hoy. Mañana te cuento el resto.

—¡Ni hablar!

Es tarde.

—¡No me voy a dormir hasta que me cuentes el final de la historia!

Te estás despertando. ¡Vamos, estoy cansada!

—¡No! ¡Estás cerca del final! ¡Cuéntame el final!

Cariño...

—¡Dime lo que le dijiste!

Vale. Vale, vale. Sólo... recuéstate. Ya está.

Ok. Te lo diré.

Le dije... Claro... Te diré lo que le dije...

—Uh huh.

Le dije... Esto es lo que le dije.

—Uh huh.

Le dije, mira, le dije, ‘El dolor que sientes... es una emoción muy poderosa. Pero es sólo una emoción. Y detrás de ella... Detrás de ella está todo el resto de ti. Está todo lo que fuiste y todo lo que te hizo feliz y todo lo que te entristeció y todo lo que te dio miedo. Detrás de tu dolor están todos los recuerdos que tuviste y toda la vida que viviste y todos los buenos y los malos momentos. ¡Detrás de tu dolor está todo lo que te hace grande y todo lo que te hace molesto y todo lo que amo de ti y todo lo que amas de ti!’

‘Sigue ahí’, le dije. ‘Es más grande que el dolor. Es más importante que el dolor. Es más importante que tu miedo. Es más importante que tu pérdida. Pero incluye tu pérdida e incluye tu dolor e incluye tu miedo. E incluye todo lo que siempre fuiste’.

—Huh.»

¿Te gustó?

—Yo no habría dicho eso.

¡Ja, ja!

—¿Y eso es lo que funcionó?

Creo que sí.

—¿Crees que funcionó?

Oh, sí, claro. Lo hizo, definitivamente, absolutamente lo hizo. Hoy no está triste, ¿verdad?

—¡Cierto! Entonces, ¿qué hiciste?

Bueno... Ejem. Dame un minuto. Voy a beber un poco de agua. Sí. Sí. ¡La hizo sentir mejor! Eso fue sorprendente. Se sorprendió. Y entonces dijo... ‘No volvamos a cazar charcos. Dejémosles vivir sus vidas. Y nosotros viviremos nuestras vidas. Y tal vez incluso podamos vivir en cooperación felices para siempre’.

—¿Es esa la razón por la que hay charcos por todas partes cuando llueve?»

¡Así es! Y también es la historia de cómo Dameh inventó un juego que gusta tanto a los humanos como a los charcos: ¡saltar al agua con botas!

—¡Sabía que esta historia tenía una lección en alguna parte!

Desde luego que sí. Buenas noches, cariño.

—Buenas noches, Mameh.

 

Título original: The puddle hunters

Traducción: Sergio Gaut vel Hartman


Guy Hasson es un dramaturgo, guionista y escritor israelí adscrito a varios géneros, entre los que se encuentra la ciencia ficción. Su trabajo como guionista y dramaturgo generalmente lo realiza en hebreo, mientras que su trabajo literario casi exclusivamente en inglés. Entre sus obras literarias se destacan: In The Beginning... (2001), novela corta; Hope for Utopia (2002), novela corta; Hatchling (2003), colección de cuentos; Life: The Game (2005), novela. En 2014 se publicó la novela Tickling Butterflies y en 2023 The Forgotten Girl, el primer libro de la serie 'Lost in Dreams'. Pueden leer la traducción online al español de “Hatchling”: https://axxon.com.ar/rev/163/c-163cuento8.htm. 


LA ILUSTRE SOCIEDAD DE LOS UNIVERSOS PARALELOS

Luis Saavedra

 

This is a story of boy meets girl,

but you should know upfront,

this is not a love story.”

(500) Days of Summer

 

Esto lo conté en otra oportunidad, con menos detalle. No es mi culpa, entonces solo conocía a Harry. Ahora se las cuento a ustedes, la versión uncut, pero deben saber desde ya que esta historia siempre estará en desarrollo.

El chico, que en esta parte se llama Harry, conoció a «Sally» cuando ella solo tenía dos meses, pero ya sabía que la amaba. Por supuesto, Harry no se llamaba así, pero lo prefería infinitamente al Juan que aparecía en el Registro Civil. «Sally» la dibujaba un coreano que había llegado a España como estudiante de intercambio y la escribía un guionista gordo que tiraba a pelado y tenía la imaginación de un niño de siete años. Harry trabajaba de operador de redes y por la tarde se pasaba por la librería para ver las nuevas series. «Sally» salió en la portada del número dos de «Princesa Sadako», que valía dos euros y el papel era reciclado. Harry vio a «Sally» esa tarde y se dio cuenta que lo único que valía en la vida era saber qué había debajo de su coqueta falda plisada.

Ideó un plan. Se inscribió en VrtuaLfe® y se compró un avatar de 250 dólares, fastuoso y vicioso como nunca sería Harry. Las chicas se le tiraron encima –las virtuales, claro está– y se la pasó realmente bien twerkiando y catarateando su poco money. Un pendejo le dijo que «Princesa  Sadako» era una mierda, pero que igual tenía un bucle VIP de pago, auspiciado por la editorial. Harry le dio las gracias y después le reventó la cabeza. Virtualmente, por supuesto. Le pidió a un ruso en la Dark Web que le crackeara el puerto por 50 dólares y entró. El ambiente era una orgía de inocencia, lleno de putos viejos ricachones con avatares de niños de nueve años. La «Princesa Sadako» era una perra retozona con superpoderes y una varita mágica, una inteligencia cuántica de Google que aprendía a ser humana. Todos los avatares de niños le corrían mano apenas podían. Buscó a «Sally» y la vio con un pokémon rosado que le metía la cola entre las piernas. «Sally» era otra IA, potenciada por un cluster de 10 hexaflops. El pokémon era un arquitecto de Madrid y tuvo que provocarle un shock a la conexión del pepinero para alcanzarla. «Sally» le sonrió cuando transmitió sus falsos antecedentes de crédito. «Ven acá», le dijo en kanji. Pero cuando le metió mano, se espantó. El puto coreano jamás tuvo en mente dibujarle un pussy. Al puto coreano le gustaba el futanari. Así que Harry la pasó muy mal esa noche cuando «Sally» le mostró su enorme weenie en medio de sollozos japoneses y enormes ojos.

Harry ya no se llama así. Ahora es Juan y se deshizo de su colección de manga. Tiene una empresa de software que coloca paquetes world-class en empresas pequeñas y dedica todo su tiempo a la estéril función de programar siguiendo las reglas de un libro de contabilidad. Sale a las once de la noche de su oficina y siempre pasa por la vitrina de la comiquería. La última vez me contó que volvió a ver a «Sally», en el número 18 de «Princesa Sadako». Estaba muy distinta, pero igual. Me preguntó si el amor podía abarcarlo todo, traspasar el papel, el metal y el asterisco. No entendí nada. Juan extraña a «Sally» más de lo que se permite reconocer.

Ahora les presento a Silky Ardiente, una chica emo que por supuesto no es su nombre, pero no tengo otra opción. Sí sé que tiene un trabajo miserable, pero que le ocupa pocas horas, escribiendo spam en blogs y sitios de noticias. No tiene muchos pelos en la lengua ni en ninguna parte. Le gusta estar así, depilada incluso allí donde no llega mucha luz. Dije «no llega mucha luz» porque un par de veces al año me honra con ese raro privilegio. Es de aquellas que no les importa bailar el tango horizontal con un ser humano si la encamada es buena, pero ya es más recatada con sus verdaderos gustos. Al igual que Juan, también le rompieron el corazón.

Silky tiene un gusto exquisito en Arquitectura y puede parlar de eso hasta que se te caigan las orejas; si dependiera de ella, te llevaría a todos sus rincones favoritos como el Barrio Francés y El Club Batidora. Comenzó como un simple coqueteo por la ciudad porque se sentía con suerte. Ella se vistió de lino y taco alto en esos días de primavera, usando un sombrero etéreo de ala ancha. Dice que le encanta Edward Hopper y por eso me la imagino como la imagen viva de «Summertime». Se metió entre unos barrios residenciales de edificios añosos que eran galantes y le hacían ojitos. Sí, se sentía halagada, pero buscaba algo extra a la tranquilidad moral de la burguesía. Hasta que lo vio en el horizonte, blanco como un caballero armado. Una erección de 200 metros de vidrio, metal y acero de alta densidad que se adelgazaba hacia arriba hasta rematar en un capuchón de hongo, una imagen muy gráfica pero fielmente transmitida, que se encontraba en el downtown de la ciudad. Inmediatamente asaltó un taxi que la acercó sensualmente como en un sueño húmedo hasta casi perder la conciencia. Enmudecida entró en el hall central para comprobar que el verdadero amor existía, y ascendió por su interior en uno de los diez ascensores turbo. La sangre le incendió la cabeza: sistemas de ecología interna, sistemas redundantes de seguridad, exteriores de biopolímero. En el último piso encontró un rinconcito con mirador para juguetear sin testigos, tan solo ella y ÉL. La sensación de sus pezones contra la frivolidad de los ventanales: uf, casi-casi, pero no sería digna de ella irse tan pronto. Sus piernas temblorosas le gritaban que estaba enamorada. Continuó con una cabalgata ultrasensible-arqueo-dorsal contra uno de los pilares duros como brazo de marinero y rugosos como piel de naranja, mientras la mullida alfombra hizo lo suyo, dando micro sensaciones a las plantas de sus pies. Cuando encontró el pomo de la puerta de servicio un relámpago de sonrisa le cruzó la cara, y dando revolcones y saltitos –no fuera que ÉL se sintiera presionado– se encaramó hasta sentirse cómoda. Dos pequeños versos musitados en SU honor y el primigenio ritmo atrás-adelante del amor la hundieron en sedas flamígeras como su nombre. Se desvaneció en la alfombra que le cantaba arrullos sensuales, sudorosa. Pero algo anduvo mal y ÉL simplemente seguía tan altivo y silencioso. Soñó con un mundo paralelo vestida de novia en la que eran felices ever after. Un guardia la encontró, viejo como vaquero de museo que ya no dispara, y tuvo la gentileza de vestirla. Le enseñó la torre gemela, que no veía por el ángulo forzado, y entendió SU frialdad. ÉL jamás podría ser su amante, ÉL ya tenía de amante a sí mismo. Me llamó a las 3am, durante mi segunda pesadilla. «No puedo seguir así», me dijo, «voy a dejarlo». Bien, ahora está en rehabilitación dos veces a la semana en un taller sobre parafilias.

Juan y la señorita Silky se conocieron un miércoles muerto, a las 19.00 horas en una de esas sesiones del Taller. No es que no se hayan echado un ojo antes, pero no era el mejor lugar para una atmósfera mágica. Llovía ese miércoles, ¿lo dije?, y, como siempre, a todos los dejaron en la parte de afuera de la sede social, donde sesiona el Taller, a las ocho en punto. Chica mira a chico, chico está perdido en la distancia, chica habla un par de frases. Chica se mosquea y decide llevárselo a la casa. La historia de cama es irrelevante, pero fueron los primeros en recibir el canturreo complaciente de los sicólogos del Taller. «Estaban curados». Ja.

El primer mes, el segundo y el tercero, completamente OK. Mucho amour fou, inmundicia y desvarío clásico de la primera etapa. Pero todo buen amante sabe que es mejor huir al sexto mes. Quizás el problema más recurrente del amor es nuestra poca disposición a conocer al otro. Así que fue inevitable que ambos comenzaran a extrañar viejas prácticas y no fue hasta que «Sally» se escapó de la boca de Juan, justo en el suspiro más íntimo, que se inició una tensión soterrada. Se comportaron como seres maduros y lo parlaron durante horas, eso de por qué estaban en el Taller; hubieran partido por ahí desde el principio. Sin embargo, no sirvió de nada y Juan comenzó a meterse a salas de chat, mientras Silky estaba ausente. Pero la situación había cambiado radicalmente para «Sally», un año en el manga y parecerá que murieran generaciones. Ya no la encontraba por ningún lado, «Princesa Sadako» la dibujaba ahora un pendejo salido de las escuelas de arte UC que introdujo un par de cambios: Amerimanga, el híbrido bastardo entre un otaku recalentado y un editor independiente gringo con ínfulas de grande, y no más «Princesa Sadako», ahora solo shonen-ai. Primero, se le reventó una vena de cólera, pero luego sobrevino una molesta melancolía, y después tuvo el mismo impulso que tenemos al buscar un/a ex en Facebook. Encontró un par de foros infestados de mangakas furiosos por el cambio; por supuesto, su nick fue «viudo de Sally». ¿Qué fue del coreano que la dibujaba? Se regresó a su país de origen donde se vive mejor que en España, no hay duda. ¿Qué fue de «Princesa Sadako»? Murió en el episodio 27, aplastada bajo un oso de peluche de dos toneladas. ¿Qué fue de «Sally»? No se la volvió a ver desde el capítulo 31. Las especulaciones iban desde que el nuevo dibujante la odiaba de antemano hasta que el guionista pensaba hacer un spin-off de ella, elija usted.

Y mira tú por dónde, entro yo de nuevo al baile con una larga conversación con Juan, en un barcito acogedor que tiene cerveza negra como no hay otra. Mono sonriente a reventar, me contó lo que acabo de relatarles. «No entiendo, ¿eso no fue trágico? ¿por qué tan alegre?», dije. «Ah, ni te lo imaginas», me dijo. Posteó un par de comentarios durante las siguientes semanas, nada serio, hasta que recibió un MP de una chica con el nick «viuda de Sally». Se cayeron bien y ella le habló de VrtuaLfe®. De manual, chico, impresiónala. Y así fue, y el avatar de ella no estaba nada mal. Comenzaron a salir, suena raro estando atado al teclado, pero es de hidalgo reconocer que ese Juan empezó a tener mejor semblante. Apenas se iba Silky, se conectaba y «viuda de Sally» aparecía 15 minutos después. Inevitablemente, las gozadas terminaban un poco antes de que Silky pusiera las llaves en la puerta. Silky, «viuda de Sally», «viuda de Sally», Silky. Pobre Juan, nunca sumó muy rápido dos más dos. Pero lo hizo, amén por eso, y desentrañó esa curiosa sincronía. De nuevo en la carretera del amor, Juan se siente un ser real e imaginario a la vez, con Silky durante el día y «viuda de Sally» cuatro noches por semana, todo en el mismo paquete.

Ah, el gran triunfo del amor, ¿verdad?

Pero Silky me llamó de nuevo a las 3am. Justo en el momento en que una enorme boca me devoraba en el sueño. «Los sueños en los que muero son los mejores que he tenido», canta Tear for Fears, años antes del Halloween de 1988. Mis pesadillas sirven para otro relato; no hoy, pero son una pasada. Ella me dijo: «demos un paseo», «estás loca», respondí, pero allí fui tras ella. Supuse que me quería hablar de su amor reencontrado, pero bullshit, me llevó a un café de mediamadrugada y me enchufó un largo monólogo sobre arquitectura, como en los viejos tiempos. Entremedio me habló con ojos asombrados sobre Juan y sus ataques de amor, como si la ausencia de ella cada vez más le recordara el hombre que fue. Al principio, se sintió halagada, por supuesto, pero luego, se desconcertó. Juan no solo no se molestaba que ella saliera, sino que parecía más contento y enamorado si las salidas se hacían más largas. Me grité un metafórico «¿Cómo, quién?» y mantuve mi mejor cara de invitado de piedra. En media semana se acostumbró, «el amor es completamente idiota». Y que lo diga. «Si fueras una viuda, ¿quién serías?», pregunté y ella me clavó su visión de rayos X. «No pienso ser viuda de nadie», respondió; de acuerdo. Y ahí fue otra vez la cantinela sobre lugares construidos por gente muerta hasta que me largó lo de «estoy teniendo una aventura. Qué te parece, ¿no es guapo?». Y seguí su mirada hasta la torre que en las tinieblas era la más fucKing joya iluminada de la ciudad: un monstruo macizo y medio retorcido clavado como estaca en medio de un fantasilandia consumista. Qué cambios de ánimo, chica, ¿te gustan musculosos ahora? Fuimos hasta SUS pies –no tenía opción– y el ataque de vértigo fue inmediato. Debo reconocer que ÉL era impresionante, no en la faceta sexual que Silky veía, sino en la del horror del simple ser humano al que le hacen mierda el ego. Me observó un rato la cara de pelotudo. Las mujeres siempre disfrutan de eso con cada nueva conquista, ver la sorpresa en los otros. A propósito, ella llevaba puesto un pequeño vestido negro y sombrero con una trenza larga de cabello azabache; su etapa de inocencia con Hopper se había ido a la shit. «Es un amante espectacular, darling». Era muy joven para decir «darling», pero en sus labios sonaba excitante, «me provoca cosas que ninguno hizo. Oye, hagamos un trío». Y aunque no era un paisaje del todo equivocado, le dije que mejor que no y ella se encogió de hombros y sonrió pícara. «Tú te lo pierdes. Un beso». No saben cuánto lo lamento, pero yo no voy por esos rumbos. Así que Silky se dio la vuelta y se fue taconeando por el camino de adoquines amarillos como la versión perra de Dorothy en Oz: toda ella una fiera: segura, lozana, revivida. ÉL le abrió el portal de SU recepción y el guardia gordo siguió durmiendo. «No le digas nada a Juan, es tan sensible». Desapareció por la puerta del ascensor ya sin la faldita y con su pequeña línea de vello púbico a la luz. Qué amazing forma de robar película.

Como comprendo ahora, soy un puto cobarde. ¿Debí decir algo? ¿Aunque sea la pelotudez que matara el encanto de ambas partes? Me late que cada cual merece mojar su pancito en miel como mejor le parezca, pero ¿ni siquiera una insinuación de lo que pasaba? Por otra parte, ¿quién soy yo para decirle a esos dos cómo funcionan las cosas en el mundo que conozco? Volví a mi casa y a mis pesadillas. En uno de los sueños de esa madrugada, me cité con «Viuda de Sally» en el mismo barcito de la cerveza negra. Tenía un velo negro y brazos musculosos con un Popeye tatuado, no pude averiguar quién era. Me desperté, pero reprimí mis deseos de llamar a Juan. Sigo sin saber quién es «Viuda de Sally».

OK, el final feliz. Los volví a ver meses después, me parlaron que se querían casar. «¿El uno con el otro?», se me escapó y, después del molesto silencio, me dijeron que esa era la idea en un mundo de toda la vida. Entonces se me escapó una risotada y los abracé tratando de minimizar las pérdidas humanas. Actualmente, esas dos ratas de laboratorio son inmensamente felices juntos, pero no revueltos, como en esas novelas de ciencia ficción donde se sueña en la misma cama, pero en universos paralelos. ¿Quién dice que no hay mundos perfectos?


Luis Saavedra Vargas nació en 1971 en Santiago de Chile. Siempre se interesó en lo fantástico por su estética de colores chillones y luminosos y sus monstruos siempre enfurecidos con buen gusto por las mujeres. Se le conoce mejor como editor del fanzine chileno Fobos y los Púlsares, los libros que recogieron los relatos ganadores del concurso del fanzine. Sin embargo tiene su faceta de escribir: su relato “Ol’fairies Bar” quedó finalista del concurso Domingo Santos 2005, en España, mientras que ha sido seleccionado para participar en antologías nacionales y extranjeras, y así también ha sido traducido al francés, italiano, inglés y, sorprendentemente, el árabe. Hoy forma parte del colectivo chileno de escritores fantásticos Poliedro, que lleva cinco colecciones de cuentos a la fecha y se prepara a sacar la sexta. 

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