Víctor Lowenstein
Dobló la ochava sin
pensar, acostumbrada la conciencia juvenil a ese estado inercial de murmullos
internos con que su cabeza reaccionaba ante los últimos hechos oídos y sabidos
a su alrededor, no vistos todavía; sí siempre presentidos, por ende,
innegables. Hay verdades del corazón que la razón no tiene derecho a
cuestionar. Emiliano era tipógrafo; convivía entre periodistas que a menudo
eran poetas y defensores de la verdad. Una generación de jóvenes
revolucionarios, identificados con las ideas de liberación nacional. Se
le venía contagiando el asco ante la injusticia “de los de arriba y los de
afuera” el neocolonialismo yankee que dirigía el circo internacional, tanto
como cierta incredulidad ante lo que sin dudas estaba ocurriendo: las
detenciones arbitrarias, los secuestros y todo eso, que por ahora seguían
siendo noticias ajenas. Más se le pegaban al alma las poesías leídas de sus
camaradas o las líneas que imaginaba como futuros poemas propios. Tenía tanto
por leer y aprender aún…
Se
sentía inmerso en la poesía. Era un poco su modo de ser en el mundo. Respirando
la frescura de la noche creciente entró por el pasaje que llevaba hacia la
avenida, un atajo frecuentado a menudo pese a las advertencias de sus amigos y
colegas. “cuídate, chango” le repetían, pero Emiliano sonreía ante las
admoniciones amistosas y ante la desconocida vida y caminaba libremente,
mirando las baldosas y recordando aquella portentosa frase borgeana “Ya las
lustrales aguas de la noche me absuelven…” promediando el penumbroso corredor
fue que alzó la vista y los vio: eran cuatro o cinco sujetos, de pie junto a la
salida del pasaje. Lo miraban a él, indudablemente. No le quedaba otra que
continuar la marcha hasta la luz de la avenida. Fingiendo soltura apuró un poco
los pasos…
Más
se acercaba, mejor los veía. Eran cinco, sólo que uno de ellos se había puesto
de cuclillas, haciendo hueco con las manos para encender un cigarrillo. El
chisporroteo del fósforo los reveló adustos, vestidos de negro, con gafas
oscuras todos pero dirigiéndole miradas indisimuladas.
Emiliano
murmuró “permiso” pero los cinco lo rodearon de inmediato. Nada decían sus
caras, pétreas como las paredes que los rodeaban. Se miraron entre sí, lo
miraron; por primera vez supo lo que era el miedo.
Fueron
minutos interminables, entre largos intervalos de silencio, contestando todo
tipo de preguntas personales. Tuvo la vaga conciencia de estar bajo el asedio
de profesionales de un grupo de tareas, cuyas tácticas policiales conocía bien
de oídas: interrogaciones a voz de cuello, repetidas, para ponerlo más
nervioso. El énfasis en conocer datos privados, nombres, filiaciones. Que
buscaran a gente del semanario en que trabajaba, y no a él, no cambiaba las
cosas; el intendente de Escobar, un tal Luis Abelardo Patti quería a todo
disidente muerto. A Emiliano se le atiplaba la voz y aflojaban las piernas.
Aquello no parecía tener fin. Supo que tenía que ser valiente. Por ellos, los
que amaba, sus camaradas.
Sintió
un ardor muy agudo en las mejillas y se llevó los dedos a la nariz. Un cálido
hilo de sangre manaba de uno de los orificios. Le ocurría en situaciones
difíciles, antes de un examen, por ejemplo. No este tipo de examen. Los hombres
de negro lo advirtieron. Uno de ellos ahogó una risa, y Emiliano no aguantó
más. Dando la vuelta echó a correr, hacia la esquina de la ochava. Con los ojos
anegados de lágrimas y la oscuridad como aliada, el joven poeta corrió lo que
daban sus fuerzas. Llegó a escuchar un chasquido metálico, probablemente el de
un revólver, y la frase de uno de ellos dejada caer, como escupitajo: “ma sí,
dejalo”.
Logró
llegar. Las luces de la calle le provocaron tanta alegría como pánico; aprendía
a estar alerta como todo disidente. No se sentía orgulloso como había supuesto
que lo estaría, en alguna probable situación parecida. Había maginado que, en un
caso similar, se negaría a cualquier interrogatorio insultando a sus opresores.
Bueno, estaba claro que eso no había ocurrido; aún temblaba. Ya no se sentía protegido
por sus ideales. Estaba anegado por el miedo, la rabia y una culpa indefinida. Debería
estar orgulloso, algo así, no obstante la vergüenza lo abrumaba. ¿Tenía derecho
a ser tan vulnerable, tan humano? Aguzando los sentidos, caminó sorteando
distintas calles hasta llegar a su casa. Antes de entrar, buscó en sus
bolsillos algo para limpiarse la sangre del rostro. Encontró lo que era la
causa de su fuga entre las sombras. Un ejemplar muy arrugado de “El Actual” de
su amigo Tilo Wenner. Un periódico de la resistencia. Nunca se limpiaría la
sangre con eso. Prefirió releer un poema que su amigo plasmó en la primera
plana. Sintió con toda razón que lo había escrito sólo para él.
Creo
que el poema / con dientes y alma /capaz de andar cien siglos/ con una vuelta
de sangre/ vive / desnudo /brutal / oscuramente humano.
“Libre por principios y por propensión, mi estado natural es la libertad”
Lema del periódico “El Actual” Tilo Wenner (1931-1976?).
Víctor Lowenstein nació en Buenos Aires, Argentina, el 19 de enero de 1967. Escritor. Autor de seis libros de cuentos fantásticos. Dos menciones de honor de la Sociedad Argentina de escritores (S.A.D.E) y primero y segundo premio género cuento concursos “Siembra de letras” y antologías “Soles de América”. Participación en más de veinticinco antologías y una docena de revistas digitales. Escribe textos ficcionales, horror, weird, y ensayos sobre literatura moderna. Algunos de sus libros son: Paternóster, novela corta, 2014 y Artaud el anarquista, 2015.
No hay comentarios:
Publicar un comentario