sábado, 8 de noviembre de 2025

LA HIJA DE BALDOR

Marcela Iglesias

 

Una de las cosas que más le molestaba a mi papá es que los hijos le dijéramos que estábamos aburridos.

Él siempre estaba ocupado haciendo cosas de su trabajo, leyendo o aprendiendo cosas nuevas.

A los diez años, yo era muy consciente de lo que me podía ocurrir si le decía a mi papá que estaba aburrida.  Siempre encontraba alguna tarea que uno pudiera hacer y no siempre era algo divertido. Para ese entonces yo había demostrado que era muy mala para las matemáticas y mi papá, que era ingeniero y además profesor universitario, me explicaba para que yo pudiera hacer mis tareas.

Sin embargo, aquella tarde ociosa de sábado yo realmente estaba muy aburrida así que tuve la osadía de decirle que estaba muy aburrida.

Me miró con sus grandes ojos verdes y me contestó:

—Así que estás aburrida ¿eh?

Sentí un escalofrío recorrer mi espalda y lo que pensé en ese instante fue: “¡Diablos!, ¿en qué me he metido?”

Mi papá miró a través de mi hacia la librera enorme donde estaban sus libros y señalando uno en particular con su dedo índice, me pidió que se lo pasara.

A medida que me acercaba, se me aceleraba el corazón. ¿De qué trataría ese libro? ¿Qué tarea me habría de asignar? Tras segundos que me parecieron eternos, llegué a la librera y tomé el libro.  Leí su portada “Aritmética de Baldor”

Como contexto debo decir que la citada “Aritmética de Baldor” era un libro de texto de enseñanza matemática muy famoso en toda Latinoamérica.  Desmenuzaba cada tema con explicaciones y algoritmos procedimentales acompañados de decenas de ejercicios que aumentaban su complejidad. Además, tenía más de seiscientas páginas y la letra era pequeñita. Era el terror de los estudiantes.

Yo ya había tenido experiencias con ejercicios de aquel libro en el colegio y no me había ido muy bien.

Se lo entregué a mi papi.

Él lo miró. Acarició su pasta. Lo abrió y lo ojeó. Parecía que estaba buscando algún tema para indicarme ejercicios. Al menos eso es lo que yo creía. Pensé que había sepultado mi sábado con mi osadía.

Cuando terminó el ritual, cerró el libro y me lo entregó.

—Resuelve todo —me dijo con la cara muy seria.

—¿En serio? ¿En serio quiere que resuelva todos los ejercicios del libro? —contesté yo, totalmente incrédula de lo que estaba escuchando.

—En serio —respondió él y volvió a sus cavilaciones.

Como yo era una hija muy obediente, fui con el libro a mi cuarto, agarré un cuaderno antiguo y comencé a resolver los ejercicios de uno en uno, desde el primero hasta el último.

Esa tarea me tomó tres años. Cada minuto libre que tenía después de mis obligaciones escolares, mis estudios de música y mis labores de casa eran dedicados a resolver ejercicios de la aritmética de Baldor.  Guardaba cada hoja terminada en la gaveta central de mi escritorio.  Finalmente acabé. Cuando terminé el último ejercicio de la última hoja, fui muy orgullosa a llamar a mi papá para que viera todo lo que había hecho.

Cuando le dije triunfante “acabé”, abriendo la gaveta para que viera los cientos de hojas guardados allí, mi papá me miró con expresión de duda. No tenía idea de lo que le estaba hablando.

—¿Qué? ¿Qué acabaste?

—El libro, papi.

—¿Qué libro?

—La Aritmética.

—¿Qué aritmética?

—La de Baldor.

Se llevó la mano a la cabeza y susurró que se había olvidado. Lanzó una gran carcajada, algo muy raro en él, y me dijo:

—Muy bien. El aprendizaje de matemática es proporcional al número de hojas que se gastan para hacer ejercicios. —Y se fue.

Yo esperaba al menos una medalla de oro o una estatua en conmemoración. Pero nada. Sólo una frase que le había escuchado muchas veces antes.

Pero sucedió algo extraño. Lo entendí. Por primera vez entendí a qué se refería. Y, de hecho, durante esos tres años que demoré resolviendo los ejercicios de Baldor había sucedido “un milagro”: me hice “buena” en matemática. 

Al terminar la primaria tenía fama de ser la mejor. Tenía excelentes calificaciones. Incluso sabía más que algunas profesoras. La mejor parte era sentirme competente. Esa sensación de que no había problema matemático que no pudiera resolver era lo mejor que me había pasado en la vida. En aquel entonces, no lo atribuí a haber resuelto el libro completo. Esta es una “iluminación” que llegó a mi vida más adelante.

Ya había terminado la Aritmética, así que después de tres años volví a tener tiempo libre. Un sábado perezoso estaba muy aburrida y volví a tener la osadía de decírselo a mi papi. Él me miró con esos ojazos verdes

—Ah, aburrida — y dijo—, pásame ese libro que está en la repisa…


Marcela Iglesias nació en San Salvador el 12 de marzo de 1972. Por causa de la guerra civil desatada en su país emigró a Ecuador, donde reside desde 1988. Profesora de matemáticas desde los 13 años, siempre tuvo el deseo de escribir. Ahora se considera una escritora en construcción.

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