Marcela Iglesias
Una de las cosas que más le molestaba a mi papá es que
los hijos le dijéramos que estábamos aburridos.
Él siempre estaba ocupado haciendo
cosas de su trabajo, leyendo o aprendiendo cosas nuevas.
A los diez años, yo era muy
consciente de lo que me podía ocurrir si le decía a mi papá que estaba
aburrida. Siempre encontraba alguna
tarea que uno pudiera hacer y no siempre era algo divertido. Para ese entonces
yo había demostrado que era muy mala para las matemáticas y mi papá, que era
ingeniero y además profesor universitario, me explicaba para que yo pudiera
hacer mis tareas.
Sin embargo, aquella tarde ociosa de
sábado yo realmente estaba muy aburrida así que tuve la osadía de decirle que
estaba muy aburrida.
Me miró con sus grandes ojos
verdes y me contestó:
—Así que estás aburrida ¿eh?
Sentí un escalofrío recorrer mi
espalda y lo que pensé en ese instante fue: “¡Diablos!, ¿en qué me he metido?”
Mi papá miró a través de mi hacia la
librera enorme donde estaban sus libros y señalando uno en particular con su
dedo índice, me pidió que se lo pasara.
A medida que me acercaba, se me
aceleraba el corazón. ¿De qué trataría ese libro? ¿Qué tarea me habría de
asignar? Tras segundos que me parecieron eternos, llegué a la librera y tomé el
libro. Leí su portada “Aritmética de
Baldor”
Como contexto debo decir que la
citada “Aritmética de Baldor” era un libro de texto de enseñanza matemática muy
famoso en toda Latinoamérica.
Desmenuzaba cada tema con explicaciones y algoritmos procedimentales
acompañados de decenas de ejercicios que aumentaban su complejidad. Además,
tenía más de seiscientas páginas y la letra era pequeñita. Era el terror de los
estudiantes.
Yo ya había tenido experiencias con
ejercicios de aquel libro en el colegio y no me había ido muy bien.
Se lo entregué a mi papi.
Él lo miró. Acarició su pasta. Lo
abrió y lo ojeó. Parecía que estaba buscando algún tema para indicarme
ejercicios. Al menos eso es lo que yo creía. Pensé que había sepultado mi
sábado con mi osadía.
Cuando terminó el ritual, cerró el
libro y me lo entregó.
—Resuelve
todo —me dijo con la cara muy seria.
—¿En serio? ¿En serio quiere que resuelva todos los ejercicios del
libro? —contesté yo, totalmente incrédula de lo que estaba escuchando.
—En serio —respondió él y volvió a sus cavilaciones.
Como yo era una hija muy obediente,
fui con el libro a mi cuarto, agarré un cuaderno antiguo y comencé a resolver
los ejercicios de uno en uno, desde el primero hasta el último.
Esa tarea me tomó tres años. Cada
minuto libre que tenía después de mis obligaciones escolares, mis estudios de
música y mis labores de casa eran dedicados a resolver ejercicios de la
aritmética de Baldor. Guardaba cada hoja
terminada en la gaveta central de mi escritorio. Finalmente acabé. Cuando terminé el último
ejercicio de la última hoja, fui muy orgullosa a llamar a mi papá para que
viera todo lo que había hecho.
Cuando le dije triunfante “acabé”,
abriendo la gaveta para que viera los cientos de hojas guardados allí, mi papá
me miró con expresión de duda. No tenía idea de lo que le estaba hablando.
—¿Qué? ¿Qué acabaste?
—El libro, papi.
—¿Qué libro?
—La Aritmética.
—¿Qué aritmética?
—La de Baldor.
Se llevó la mano a la cabeza y
susurró que se había olvidado. Lanzó una gran carcajada, algo muy raro en él, y
me dijo:
—Muy bien.
El aprendizaje de matemática es proporcional al número de hojas que se gastan
para hacer ejercicios. —Y se fue.
Yo esperaba al menos una medalla de
oro o una estatua en conmemoración. Pero nada. Sólo una frase que le había
escuchado muchas veces antes.
Pero sucedió algo extraño. Lo
entendí. Por primera vez entendí a qué se refería. Y, de hecho, durante esos
tres años que demoré resolviendo los ejercicios de Baldor había sucedido “un
milagro”: me hice “buena” en matemática.
Al terminar la primaria tenía fama de
ser la mejor. Tenía excelentes calificaciones. Incluso sabía más que algunas
profesoras. La mejor parte era sentirme competente. Esa sensación de que no
había problema matemático que no pudiera resolver era lo mejor que me había
pasado en la vida. En aquel entonces, no lo atribuí a haber resuelto el libro
completo. Esta es una “iluminación” que llegó a mi vida más adelante.
Ya había terminado la Aritmética, así
que después de tres años volví a tener tiempo libre. Un sábado perezoso estaba
muy aburrida y volví a tener la osadía de decírselo a mi papi. Él me miró con
esos ojazos verdes
—Ah, aburrida — y dijo—, pásame ese
libro que está en la repisa…
Marcela Iglesias nació en San Salvador el 12 de marzo de 1972. Por causa de la guerra civil desatada en su país emigró a Ecuador, donde reside desde 1988. Profesora de matemáticas desde los 13 años, siempre tuvo el deseo de escribir. Ahora se considera una escritora en construcción.

La hermosura de este cuento está en su sencillez.
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