sábado, 8 de noviembre de 2025

LOS NIÑOS SANTOS

María Cristina Rolnik

 

La madre entró a la habitación, cerrando despacio la puerta tras ella.

La habitación era blanca, las paredes el piso, la Máquina, todo blanco. No había muebles, únicamente una silla, dispuesta frente a su hijo, a la distancia exacta de un metro.

El niño flotaba cubierto de tubos que emitían luces. Los tubos lo conectaban a la Máquina Vital. El niño respiraba y los tubos que entraban y salían de su cuerpo se movían al compás iluminando la habitación, inspiración de verde, espiración de azul. Parecía una gran medusa atada.

La madre se sentó con las piernas juntas y las manos sobre las rodillas. Miró la cara del niño y su rostro reflejó lo que observaba en ese momento: Nada. Ningún cambio. El niño seguía igual.

Los virus lo necesitaban, necesitaban sus células vivas. Pero llegaría el momento en que las células se agotarían, como se agotó el niño.

La madre sabía porque ese era su trabajo. Investigación. Los virus ingresaban a las células, se replicaban en miles y las células estallaban para liberar a los nuevos. Modificaban el organismo al ritmo de la reproducción. Cuando requerían más células aumentaban el metabolismo del niño, este se agitaba en convulsiones y fiebre, transpiraba, deliraba. Era el único momento que hablaba. No, lo que hacía era gritar. Gritaba. El nombre de la madre y la palabra madre era lo que más gritaba. Sus vasos sanguíneos se dilataban de tal manera que parecían que iba a sangrar por cada poro. Un niño rojo gritando.

La Máquina actuaba entonces y detenía el shock. A través de los tubos recuperaba la hemostasia, el equilibrio del niño. Al inicio de la enfermedad, la Máquina operaba rápidamente, pero en los últimos ataques, la lucha por el cuerpo duraba horas y el niño no salía ileso de las crisis. Primero dejó de hablar. Miraba a su madre con seriedad, sin llorar jamás. Después de la última convulsión cerró los ojos y nunca más despertó.

Pero la madre sabía que el niño aún estaba allí.

Investigaba. Obtenía muestras del hijo a través de conexiones de la Máquina con el laboratorio instalado en la habitación contigua. Estudiaba sin descanso. Sus pasos incluían la habitación del niño y el laboratorio. El resto de la casa era ignorado. Dormía sentada frente al niño cuando el cansancio dominaba a la angustia.

Abandonó su trabajo en el Centro cuando comenzó todo, justificada por madre. El Centro aceptó otorgarle los materiales que necesitaba para instalar un laboratorio en la casa. La enfermedad del niño era desconocida. No era generosidad, era especulación: una madre científica desesperada valía por cien científicos en procura del Premio Nóbel.

El laboratorio incluía centrífugas de alta velocidad, cultivos de células soportes para réplica viral, microscopios varios y simios. La madre no experimentaba con estos animales, desde que tuvo al niño los consideraba demasiado humanos. Pero ahora los necesitaba: 99% genéticamente semejantes. Los simios estaban agrupados en tres sectores, cada uno separado por su jaula de vidrio inviolable.

Un grupo eran los simios sin tratamiento. Abandonados a la evolución de la enfermedad, la mayoría había muerto. Ella observó los detalles de cada agonía, macroscópicamente, microscópicamente. Repetía las imágenes en sus pesadillas: el rostro del niño se fusionaba con facciones de simios convulsionando, los gritos de madre, madre, las células explotando en miles de pequeñas bestias, erupción de virus cómo insectos polígonos que cubrían el cuerpo del niño y desde allí invadían toda la habitación.

El segundo grupo de simios estaba conectado a Máquinas Vitales, reproduciendo el estado del niño. El 30 % sobrevivía en coma. La Máquina establecía que únicamente uno de los simios no presentaba daño cerebral. El resto de los cerebros enfermos constituían masas esponjosas de micro quistes. Con la Máquina Vital los virus estaban latentes, no destruían células pero impedían que continuaran su función. Las células permanecían secuestradas, pasivas.

El tercer grupo eran los simios en los cuales ensayaba tratamientos. Los resultados hasta el momento no eran satisfactorios: la mayoría de las drogas destruían los virus pero afectaban a las células en las que se reproducían. “Se puede decir que el virus se convierte en la célula que invade”. Recordaba la voz del profesor, y apretaba los puños con impotencia.

El niño flotaba quieto.

La madre bajó la cabeza agobiada. Sorprendida vio dos pequeños círculos rojos en el piso por debajo del niño. Caminó contando cuidadosamente sus pasos. Se detuvo en el número tres. No debía cruzar la barrera invisible de rayos ultravioletas que cubría al niño y destruía los virus que escapaban en cada respiración.

La barrera era una esfera de pocos milímetros de espesor, rodeaba al niño sin tocarlo. La energía destruía al virus pero también provocaba lesiones cutáneas y mucosas a los seres vivos que establecían contacto con ella. Nadie podría atravesar la esfera sin sufrir severos daños.

Lo extraño era que las gotas rojas, mas de cerca se veía que eran gotas, estaban del otro lado de la barrera.

Debía ser el niño, el niño sangra, comienza la última etapa de la enfermedad, la fase en que los virus despiertan enloquecidos tratando de escapar, destruyendo todo lo que encuentran en el cuerpo, provocando una hemorragia imparable.

Un golpe de horror dio contra la doctora, la hizo doblarse y gemir. Gritó las palabras claves que desconectaban la barrera y se arrojó hacia el niño.

El rostro no había cambiado. Apoyó su mano sobre la frente del hijo esperando fiebre, pero estaba templada. Miró al piso nuevamente y se arrodilló palpando las gotas. No era sangre, era otra cosa, le recordaba al agar seco del laboratorio. Quién podría atravesar la barrera sin dañarse, era imposible.

—¿Necesita algo, doctora? —Desde el suelo miró hacia la voz: era María Sabina.

No pudo hablar ni moverse. María Sabina la ayudó a incorporarse, la sentó en la silla, le dio de beber un té caliente y comenzó a hablar:

—Discúlpeme doctora, olvidé que la cera de las velas es difícil de quitar, sólo usé agua.

La doctora miró a María, no estaba lesionada. Imposible.

—Queremos ayudar, pero estamos solos —dijo María Sabina.

—¿Solos quiénes? ¿Qué dice? —preguntó la doctora.

—Los Niños Santos y yo. Usted y su hijo —contestó María.

La doctora la miró cómo se mira a una loca, pero no dijo nada. Siguió bebiendo el té, Tenía gusto a miel y un dejo amargo al final de cada trago.

Sí, pensaba la doctora, María estuvo rezando a sus santos encendiendo velas rojas. La religión no estaba prohibida, pero era rechazada socialmente. Existían restos en algunas personas, ella misma recordaba a su bisabuela enseñándole a escondidas oraciones de religiones muertas. “Ángel de la guarda...” No podía continuar, eran datos descartados de su cerebro, por inútiles.

La doctora pensaba lentamente cómo si estuviera explicando cada palabra, cada vez más relajada, probablemente fuera el té.

María Sabina quería a su hijo. La joven era su nana, su cuidadora. La mejor imagen maternal que pudo conseguir en el Departamento Laboral. Física y psicológicamente intachable. El rasgo de religiosidad no se consideraba peligroso, eran los restos de la cultura mazateca, el pueblo de María.

Cuando el niño enfermó, la maternidad de María creció englobando a la doctora en sus cuidados. Ella insistía en las comidas, en las pastillas nutritivas, en beber por lo menos agua. Entre la habitación del niño y el laboratorio, María se las arreglaba para que la doctora siguiera viva.

Pero atravesó la barrera, imposible. La doctora se agarró de la cabeza, en su mundo todo debía tener alguna explicación, el desconocimiento era desorden y dolía.

—Doctora, para que regrese el niño necesitamos su ayuda. El me quiere, pero no soy su madre y no reconoce mi voz. El me mira y sonríe pero no vuelve.

La doctora participaba de un diálogo que consideraba inverosímil, indignante para su mente científica, entonces, ¿por qué deseaba continuar? ¿Y el razonamiento y la lógica? Ya no le importaban y le habló a María.

—¿Dónde está mi hijo?

—Está en un lugar dónde no hay ruido, el mundo de la muerte. Un ruido verdadero haría explotar el sitio en pedazos. Allí sólo su voz de madre puede ser un ruido verdadero, mi voz es apenas un susurro. Debemos apurarnos, queda poco tiempo.

—María, usted ha entrado al laboratorio.

—No señora, no. Sé que ahí están los monos. Los Niños Santos están tristes por ellos, son nuestros hermanos menores.

—¿Hermanos menores, qué es eso? —dijo la doctora

 —En Ampadad, desde los árboles grandes surgieron los gigantes, de los árboles medianos surgimos nosotros y de los árboles pequeños los monos. Somos hermanos. Pero no sé la verdad por los monos. Sé por los Ni Xi Tho.

María se sentó frente a la doctora, la falda del huipil blanco se abrió cómo una campana.

 La doctora escuchaba y hablaba sin filtrar sus sentidos por las redes entramadas de la ciencia. Regía la mujer, la madre. Se inclinó hacia María Sabina.

—¿Qué son los Ni Xi Tho?

—Son los Niños Santos, son los pequeños que brotan.

 La falda de María Sabina reflejaba las luces de la habitación, azul, verde, azul, prolongando la respiración del niño.

La doctora miró a su hijo. Los pequeños que brotan, pensó, mi niño tan quieto cubierto de raíces.

—¿Qué hacemos ahora, cómo sigue? —dijo la madre.

—Debe usted reunirse con María Sabina.

La mueca de la doctora delataba confusión.

—Doctora, todas nos llamamos María Sabina pero ella es la Mayor.

 —¿Y usted me va a acompañar?

—No, la van a guiar los Niños Santos. —Dicho esto, María extrajo del bolsillo unas estructuras amorronadas que la doctora reconoció cómo hongos. Le extendió un par.

La doctora palpó la consistencia carnosa de los sombreros mientras la muchacha murmuraba algo que sonó como una plegaria: “Psilocybe Caerulenscens Murril Var Mazetecorum Heim”. Extinguidos hace casi un siglo, pensó. Abruptamente dejó de razonar. Ya no importa, se dijo y comenzó a masticar.

El sabor le pareció relajante, suave, sentía pastosa la lengua. La boca, la garganta parecían abrirse más y más amoldándose a los hongos. Pero simultáneamente al deseo de comer hongos crecía una nausea imparable; un gusto horrible, que no era de los hongos, emergía de su interior. No aguantó, salió de la habitación y vomitó en el pasillo. Volvió a entrar.

 María Sabina estaba en el mismo sitio, masticando y cantando en un idioma que la doctora no distinguió. Le ofreció mas hongos, la doctora los comió de pie. Sudaban las dos. María cantaba, balanceándose.

La doctora salió a vomitar una vez más. Parecía expulsar todo lo podrido que había acumulado en su vida.

Regresó aliviada pero no reconoció la habitación, era gigantesca, interminable, no vio a su hijo ni a María. Se sentó en el piso, abrazándose acobardada y comenzó a llorar. Hacía frío, temblaba. Escuchó una voz cantando, esta vez comprendió lo que decía:

Soy una mujer que llora

Soy una mujer que escupe

Soy una mujer que ya no da leche

Soy una mujer que habla

Soy una mujer que grita

Soy una mujer que da vida

Soy una mujer que ya no pare

Soy una mujer que flota sobre las aguas

Soy una mujer que vuela por los aires

 

—Escúcheme, doctora, escúcheme bien. —María la cubrió con una manta, ella sintió calidez en el abrigo y en la voz—. Debe levantarse y cruzar la puerta. No tema, todos sabemos qué hacer.

La ayudó a levantarse y juntas se dirigieron al portal.

 La doctora abrió la puerta, dio un paso hacia delante y giró para ver el rostro de María. La tranquilizaron los ojos que se despedían desde la habitación blanca.

La puerta se cerró sin ruido y la oscuridad fue completa.

Estaba en el exterior, olía a tierra mojada, oía ladridos lejanos. Y la voz:

 

Soy una mujer que ve en la tiniebla

Soy una mujer que palpa la gota de rocío posada sobre la hierba

Soy una mujer hecha de polvo y vino aguado

 

Comenzó a caminar hacia aquella voz por una calle de tierra, en subida. Un camino de serpiente, nunca recto.

Ya clareaba. La hora en que los muertos y los vivos se miran a la cara, pensó la doctora y se asombró al permitirse un pensamiento mágico.

Distinguió los perfiles de montes cómo recortados por un niño. Montes azules, luego anaranjados, luego rojos. Se detuvo mareada frente al monte más elevado y su corazón latió rápido.

 La voz de una niña acarició su espalda.

—Nindó Tokosho; allí una vez vimos al Chicon Nindó, el amo de las montañas, su rostro era una sombra, usaba un sombrero blanco, lo cubría un halo.

Giró y vio a dos niñas tomadas de la mano, descalzas. Una de ellas era apenas más pequeña que la otra. Hablaban moviendo los labios con las mismas palabras, sus voces se escuchaban en una sola voz, una voz fuerte y dulce.

—No tenemos nada, sólo hambre, sólo frío. Los Niños Santos nos quitan el hambre y el frío. Nos dejan el espíritu contento. Ellos también cuidarán de ti.

La niña más alta le extendió un hongo que la doctora nunca antes había visto, era rojo carne, parecía crecer desde la mano morena. La mujer intentó tomarlo suavemente pero no pudo separarlo de la manito. Tiró con más fuerza y fue como si lo arrancara. Alarmada vio que en la palma de la niña quedaba un vacío rojo. Pero la niña no dejó de sonreír y la herida se cerró, cómo si se corrieran las cortinas de una ventana.

Entonces sí, la doctora mascó despacio. Esta vez no hubo asco. Sintió sabores deliciosos olvidados y redescubrirlos le dio placer, también tristeza por lo perdido, por lo que no regresa más. Recordó al niño, regurgitó de nuevo el sabor amargo, pero las niñas se aferraron de sus manos una a cada lado y, tironeando, la dirigieron al camino.

Juntas continuaron ascendiendo.

La luz iba extendiéndose. La doctora sintió un amanecer lento, de colores y ruidos fundidos. Iban apareciendo despacio, verde cielo, rojo montañas, naranja suelo, ruido de agua corriendo entre tierra, mezclado con aullidos sin pena de perros salvajes. Y la voz:

 

Soy mujer que mira hacia dentro

Soy mujer luz de día

Soy mujer Luna

Soy mujer estrella de mañana

Soy mujer estrella dios

Soy mujer constelación guarache

 

Se cruzaron con gente cargada con bultos, iban descalzos; los hombres vestían sencillamente, las mujeres estaban envueltas en túnicas largas con finos bordados de colores brillantes fosforescentes. Reconoció el huipil de María Sabina, multiplicado en esos cuerpos bajos y delgados, pero que no transmitían fragilidad.

Una mujer parada al borde del camino, la llamó con gestos suaves. Se acercaron. La doctora observó el rostro de una mujer joven que había envejecido sin esperar al tiempo. Aferraba una azada que se hundía en la tierra negra removida, también sus pies desaparecían en ese surco negro.

—Mi marido murió de la enfermedad del viento. Tengo a mis hijos, usted sabe, tener a los hijos es tener todo.

Escuchó risas, desde la tierra vio tres niños asomarse de tres pozos.

—La tierra los protege del frío y del viento —dijo la mujer—, vaya con ellos. Yo debo continuar trabajando. Los Niños Santos la guiaran.

Los pequeños se sumaron, saltando y jugando por delante de las niñas y la doctora.

La mujer continuó labrando la tierra, mientras cantaba:

 

Soy una mujer que cría víboras y gorriones en el escote

Soy una mujer que cría salamandras y helechos en el sobaco

Soy una mujer que cría musgo en el pecho y en el vientre

 

Se alejaron pero la voz permaneció con ellos un tiempo más. Siguieron caminando, los rodeaban montes tremendos, plantas que se mecían entre rocas con forma de animales y el canto de pájaros que se intuían enormes. Pájaros libres, pensó la doctora y recordó aquellos otros protegidos de la extinción en las jaulas de los zoológicos. El canto era diferente.

Cuando alcanzaron la cima, los niños hablaron.

—Llegamos —dijeron. Señalaron una casa de madera, solitaria. En la puerta había alguien. Los niños corrieron hacia allí, la doctora los siguió con reserva.

Cuando llegó, en el portal se reveló la figura de una anciana, muy delgada y pequeña; su altura apenas superaba la de los niños. Tenía el cabello blanco recogido en una trenza. La cara estaba trazada por surcos, los más profundos en las comisuras, tenía la nariz ancha, cejas gruesas y oscuras que caían hacia los ojos, la mirada destellaba vívida. Vestía un huipil con elaborados bordados de animales, plantas, rostros. La doctora quedó prendida de una imagen: un niño dormido cubierto por raíces, era su hijo. Vio agitarse a las figuras del vestido, vio crecer aún más raíces sobre el niño. Extendió desesperada una mano hacia el huipil, la anciana tomó esa mano.

—Nináa-Tindali —dijo estrechándola. No dijo nada más pero se oyó la voz que emergía de todos lados.

 

Soy María Sabina

Soy sabia desde el vientre de mi madre

Soy hija de Dios

y elegida para ser sabia

Mi sabiduría viene del lugar

donde nace la arena

Los niños santos son la sabiduría

Y la sabiduría es el lenguaje

Yo curo con el lenguaje

Solo soy una que habla con Dios

Nada más

 

La condujo hacia el interior de la casa, los niños las siguieron. Entraron a una habitación oscura.

María Sabina cantaba bajo, mientras encendía velas. La habitación no tardó en llenarse de luces, lenguas naranjas amarillas meciéndose con el canto.

 

Soy la mujer constelación

porque podemos subir al cielo

porque soy la mujer pura

 

Se iluminaron rosarios, las imágenes de varios santos.

Los niños se sentaron en el piso, la doctora los imitó.

La anciana preparó una fogata mientras el canto se hacía mas fuerte, tomó un brasero con pedregones y los quemó. Apareció un humo blanco.

 

El fuego interno nos da poder

el copal consume nuestras lagrimas

y las ofrecemos cómo aroma

al dador de vida

 

La doctora apoyó su espalda en la pared y la angustia regresó estrujando el vientre, comprimiendo el cerebro. Varios bultos la rodearon, veía guardapolvos blancos que la rozaban acercándose y alejándose y voces catedráticas llenas de ira y desprecio, alientos de laboratorio que le gritaban: "No sirves para nada, él se muere, eres una inútil". Comenzó a golpear su cabeza contra la pared. "Inútil, inútil". De la boca salían hilos de sangre, se mordía la lengua para no gritar. María la abrazó acunándola con un monosílabo: so, so, so. Las sombras blancas se alejaron, ella se calmó.

Se separaron despacio mirándose a la cara. María Sabina lloraba, sus lagrimas eran de cristales opacos, al caer producían tintineos. La doctora se palpó el rostro, ella también lloraba cristales. María Sabina tomó el brasero, juntó las lágrimas de la doctora y las propias y el humo se hizo más intenso, llenando la habitación de una niebla espesa.

 

Nadie se interpone, nadie pasa

Nadie nos espanta

¡Anímate!

Con constancia,

Con leche de mamar, con rocío

Con frescura, con ternura

Voy a dar justicia hasta la casa del cielo

 

Tomó un bulto hecho de hojas de plátano y lo desenvolvió, quitó un grupo de hongos y los sahumó. Luego se acercó a la doctora y le dio de comer los hongos en la boca, despacio.

Al terminar, la doctora se incorporó lentamente. Pudo reconocer a los niños; estaban dormidos, cubiertos por frazadas de colores hermosos. La doctora inspiró muy hondo: había olor a flores puras, olores que en su mundo sintético ya no existían. Se sintió fuerte y alta, veía a los pequeños en el suelo desde muy arriba. Descubrió a María Sabina; ella le sonrió mientras abría la puerta y entonces pudo ver a lo lejos a su hijo corriendo en el día.

Y María Sabina cantó. La voz de María Sabina se extendía en espiral podía observar los círculos en el aire que hacían cada letra. La doctora acarició extasiada el espacio, dejando huellas en la niebla.

En un sólo paso llegó a la puerta, era un paso de gigante. Las palabras de la nana regresaron: “No tema, todos sabemos qué hacer”.

La anciana comenzó a acompañar el canto con golpes de su bastón y en cada golpe la tierra vibraba respondiendo que la voz de María Sabina era armonía.

 

Soy la mujer constelación bastón

porque podemos subir al cielo

porque soy la mujer pura

soy la mujer del bien

porque puedo entrar y salir del reino de la muerte

 

La doctora cruzó el portal. Sus piernas se hundieron en el barro. Debía caminar con esfuerzo, cada vez con mas dificultad, sentía que descendía en vez de avanzar. Estaba a metros del niño cuando la tierra ya cubría sus rodillas, levantó con dificultad una pierna por sobre el barro y su cuerpo chocó contra una barrera transparente.

Su hijo estaba sentado bajo un árbol, dándole la espalda. Gritó el nombre del niño golpeando la pared con las manos abiertas. Él no se movió.

Ella sintió la superficie, era vidrio, como el vidrio inviolable de las jaulas del laboratorio.

Ya no podía moverse, el barro se había secado, ella era vida sin piernas, un busto absurdo.

Furiosa, insistió un vez más con los puños cerrados. No hubo sonido, pero el vidrio pareció dilatarse, contraerse, comenzó a empañarse lentamente, como si estuvieran sudando en algún sitio.

Limpió el vidrio con su mano y en el instante que acercó el rostro para mirar retrocedió espantada, un simio hinchado, cubierto de sangre se abalanzó del otro lado del vidrio golpeando contra el, regresando y repitiendo el acto una y otra vez, sin detenerse. La doctora escuchó ruidos similares en toda la barrera: miles de monos sangrando golpeaban y golpeaban. Podía ver las huellas de sangre que los simios dejaban en cada golpe. Abrió la boca para gritar pero sólo fue una boca abierta sin voz. El cielo se oscureció y ya no vio nada más.

—Esto no esta ocurriendo, no es real. María Sabina, basta por favor, quiero volver. —Dijo esto y el aire explotó en remolinos; sintió que el cielo se caía sobre ella, arrancándola bruscamente, expulsándola hacia arriba.

Mientras se alejaba pudo verse a sí misma, la tierra la cubría cada vez más y vio a su hijo de pie del otro lado del vidrio; su nana, María Sabina, lo tomaba de la mano. De alguna manera La joven cuidadora había logrado llegar hasta su hijo. Ambos elevaron la mirada hacia el cielo y en ese instante un rayo de sol quebró la oscuridad y los iluminó.

—Mamá —dijo el niño. Y eso era real, el niño vivo, su voz, tenían que ser reales. Cerró los ojos y rogó a los Niños Santos otra oportunidad. Y cantó con una voz prestada lo más fuerte que pudo:

 

soy mujer que hace tronar

soy mujer que hace soñar

soy mujer águila, mujer águila dueña

soy mujer que gira porque soy mujer remolino

soy mujer de un lugar encantado, sagrado

porque soy mujer aerolito

 

Y cayó en el sitio donde había estado cubierta de barro y dudas. Ahora era su dueña otra vez.

Se aferró a los magueyes que estaban a su alrededor y comenzó a salir.

En la superficie enfrentó otra vez al muro.

Del otro lado, María protegía al niño de los monos hablándoles en su idioma dulce. Los simios se detuvieron. El niño pareció reconocer a su madre y se acercó.

Madre e hijo se enfrentaron apoyando sus manos en el mismo sitio del vidrio; se escuchó un quejido y una línea de fractura apareció en la barrera.

—Hijo, ¿me escuchas? —dijo la madre. El niño asintió con la cabeza—. Hijo, quiero que vuelvas, regresa conmigo —dijo la madre y desde las profundidades de la tierra una fuerza inmensa pareció agitarse, subir a gran velocidad, emerger a la superficie y cuando surgió fue el caos. La barrera de vidrio estalló en fragmentos que permanecieron en el aire unos segundos para caer despacio cómo flores de diente de león.

Madre e hijo se abrazaron. Ya no había estruendos, había paz.

Sin dejar de abrazar al niño, la doctora levantó la mirada y buscó a su nana. Estaba sentada, la rodeaban los simios que parecían dormir, ella acariciaba a uno pequeño acurrucado sobre su falda.

—María, vamos a casa —dijo la doctora—, vamos con nuestro niño.

María Sabina sonrió. 

—Ya no puedo volver, esta es mi casa ahora. —Dijo esto y raíces de gran tamaño comenzaron a cubrir su cuerpo y a los simios, tapándolos completamente muy rápido y de esas raíces emergieron árboles grandes, árboles medianos y árboles pequeños.

La doctora y el niño permanecieron en un claro rodeado por el monte nuevo.

Cerraron los ojos sintiéndose blandos, livianos.

La doctora despertó sacudida por el niño y su voz.

—Mamá. —Acarició despacio la cabeza del hijo temiendo que algo se rompiera. Su felicidad se detuvo en la mirada del niño que la guió hacia un lado: junto a ellos estaba María Sabina, la joven nana, en posición fetal, muy quieta. Se acercaron, la doctora besó su frente y el niño la tomó de la mano por última vez.

En ese instante entraron a la habitación mujeres silenciosas, descalzas, vestidas con huipil. Ocuparon todo el espacio libre del lugar.

La doctora y el niño se separaron de María y las mujeres rodearon su cuerpo murmurando en vibración, la envolvieron con una manta y se la llevaron.

La doctora fue tras ellas y aferró del brazo a la última.

—¿Quiénes son ustedes? —le preguntó.

Y la mujer respondió:

—Todas somos María Sabina.


María Cristina Rolnik nació en 1973 en la provincia de Corrientes, Argentina, y morirá, asegura, en el 2073 en la provincia de Corrientes (Estados del Sur Unidos por el Norte). Hizo estudios primarios, secundarios y terciarios, completos, por lo que puede afirmarse que es el orgullo de mamá y papá. Estudió danzas clásicas, pero las abandonó cuando se vio horrenda con más tutú que encanto. Estudió francés comercial, inglés de postguerra y sabe algunas palabras en guaraní y polaco. Actualmente hace ejercicio casi legal de la Medicina. Película favorita: Las alas del deseo. Escritor favorito: Edgar A. Poe. Poeta favorito: Alejandra Pizarnik. 

DOCE HORAS

Claudia Isabel Lonfat

 

Abrió los ojos sin saber donde estaba. El pulso acelerado, la garganta seca, como si hubiese corrido sin parar durante mucho tiempo. Por un instante la confusión y el miedo lo habían sobrepasado. Respiró profundo varias veces, pero sintió que se ahogaba. Estaba hiperventilando. Tomó una bolsa, encerró su boca y nariz. Apretó bien para que no se fugara el aire. Después de un rato el ritmo cardíaco se normalizó. Enchufó la cafetera. Puso café y agua. Dos tazas de café con unas lágrimas de leche serían suficientes para arrancar el día. Mientras bebía de a sorbos, largos y ruidosos, se observaba las manos. Notó un leve temblor, incipiente, que luego sofocaría con una pastilla, la primera del día. Tenía las uñas largas y con una línea oscura debajo, los dedos índice y medio amarillentos por la nicotina. Hacía unos meses que fumaba uno tras otro sin parar, hasta llegar a los cuatro paquetes.  Antes fumaba uno que otro porro, y solo porque le convidaban. No quería quedar como un snob, como esos que predican el veganismo y están en contra de todo. Te clavan la mirada. Se horrorizan de los zapatos de cuero, del maquillaje testeado en animales. De todos los laboratorios. De las fábricas de animales de moda, de los circos, las corridas de toros, el tiro al pichón. Incluso de los plumeros, como si vieran al mismo diablo abrazado a un tapado de piel de leopardo.

Miró el reloj, uno grande y antiguo que había heredado de su abuela, y que tenía un martillito que golpeada y producía un sonido similar a las campanas. Le gustaba usarlo porque le recordaba lindos momentos de su infancia, quizás los únicos que valieron la pena. Todavía no había ido al baño, le fallaron los reflejos rutinarios más básicos. Entró esquivando el espejo. No quería ver su rostro deteriorado, prematuramente avejentado. Sabía que sus ojeras estaban más intensas. Sus labios, rojos y gruesos, como un pedazo de carne cruda con un tajo mal hecho, le daban esa expresión colgada, animal. Tenía las mejillas hundidas, las orejas pequeñas, de niño, que ocultaba con unos mechones de pelo raído que él mismo cortaba.

Salió del baño sin cepillarse los dientes. Ni siquiera se dio cuenta. Abrió el segundo cajón del chifonier y sacó un porta cosméticos de tela, deformado por su contenido. Lo guardó en su mochila. Luego lo volvió a sacar y esta vez corrió el cierre. Nunca había visto una de cerca, tampoco de lejos. No brillaba como en las películas, y olía feo. Un olor desconocido e indescriptible. Lo más rápido y seguro sería dejarla suelta en la mochila, para luego meter la mano y ya.

La logística había sido muy rudimentaria. Meses de observación, estudiar sus movimientos, cada rutina. Seguir en las redes sociales, entrar y salir en los perfiles activos de cientos de personas.  Leer cada publicación con mucho cuidado, abrir varios perfiles amistosos. Son muy desconfiados, no es fácil. Hay aliados en el mismo edificio, alguien que finge ser lo que no es. Se la da de vecina piola, de mujer de mundo, pero nada es lo que parece.

Se dio cuenta de que la mañana se hizo mediodía entre cavilaciones y pensamientos muertos. Se sirvió el segundo, tercero o cuarto café del día. Los nervios otra vez. Acidez, reflujo, nauseas.  Hay que salir, caminar entre la gente, fingir normalidad, alisar la mirada, el rictus amargo de la boca. Comportarse como un transeúnte más. Como un empleadito del montón.  Con esas ropas pobretonas, ¿qué otra cosa podría reflejar? Sueldo básico, fijo más comisiones, propinas. Vendedor de chucherías que nadie necesita. Alfajores, turrones, algodón de azúcar. Rifas para los bomberos o los ex combatientes de Malvinas. “ Tenés que jugarte. Tenés que salir a que te rompan la cara, que te maten, que te pisen…” tarareó por dentro. Moviendo los labios. Haciendo playback con sus pensamientos.”Tenés que amar a cualquiera. Tenés que odiar a cualquiera” La acidez empeoraba al ritmo mudo de la canción. Esa canción que su padre odiaba y que estaba en el único cassette que le había quedado de su hermano mayor. Hasta que un día lo rompió y ya no quedó nada porque su hermano nunca volvió.

Se metió en una librería. Revolvió la mesa de ofertas. Clásicos en ediciones baratas impresas en papel reciclado que se parece al papel higiénico berreta del supermercado chino.. Novelas de autores desconocidos que nadie compró, o saldos de otros tiempos que durmieron demasiado en sótanos polvorientos. Poetas suicidados de abandono y excesos. Militantes de la vida sana. Autobiografías que a nadie le interesa. Todo mezclado con revistas coleccionables de tejidos o manualidades con regalito incluido. Una tijerita con cabeza de colibrí para cortar hilo y lana. Un mini bastidor para bordar. Lentejuelas y canutillos transparentes. Imitación de relojes antiguos. Todos los relojes iguales. Revolvió cosa por cosa lo que había en la mesa. Ese remolino de ofertas. Un poco para hacer tiempo y otro poco por curiosidad.

En la calle todo empezaba a ser caótico. Gente apurada para volver a sus trabajos. Chicos saliendo de los restoranes de comidas rápidas con las papitas en las manos o una gaseosa. Excedidos de peso. Nada de actividad física y demasiado tiempo frente a la computadora o celular. Solos o mal acompañados. Chicos para ser responsables y  grandes para tener niñera.

Caminó hacia la plaza más cercana. Se sentó en un banco de piedra con las cagadas de paloma chorreando. Salpicadas como un brochazo en la tela. Un shot de mierda dulzona en tonos de grises. La caca seca es veneno para los asmáticos. Es una mezcla de ácido úrico y minerales. También de agua y comida.

Una mirada lisérgica de la realidad no estaría mal. Hay otra realidad y otra más. Infinitas realidades.  Todas son verdaderas o todas son falsas. Ahora mismo un viejito con mirada bonachona saca de una bolsa algo que les tira a las palomas. Será un simple alimento o quizás veneno. Tal vez su mirada no sea bonachona sino de burla. De una secreta satisfacción. Como si les dijera a las palomas “tengo el poder de joderte y te voy a joder”. Abrió la mochila y sacó el pastillero. Tomó la segunda, tercera o cuarta pastilla. Ya no recordaba. Como tampoco recordaba la cantidad de cafés que había bebido.

Cuando la vecina piola llame se termina todo. Un alboroto lo sacó de sus pensamientos. Justo en el momento que una respuesta asomaba y el vacío doloroso volvía a instalarse en su estómago. Las palomas aletearon ubicándose alrededor de un pan que tiró alguien al pasar. Se veían enojadas. Ninguna quería compartirlo. Se atacaban picoteándose unas a otras y el pan pasaba de una pata al pico de la atacante desmigajándose. Los pedazos salpicaban y las palomas que no participaban de la disputa terminaron por comerse casi todo el botín de guerra. Se rio. Quizás inconscientemente sabía que la vida era así. Siempre había alguien que se quedaba con la mejor parte.

Él había nacido para perder. Para no trascender, como millones de personas en el mundo. Vidas insignificantes. Innecesarias. Tal vez estaba frente a  la única oportunidad de romper con ese destino y no morir paloma. De pronto sintió náuseas. Asco por esos animales que la gente alimentaba pero también odiaban porque se habían adueñado de las plazas. De los monumentos y balcones. De los campanarios de las iglesias y los techos. Por eso les ponían trampas mortales donde sus patas quedaban ensartadas. Tironeaban tanto para zafar que se arrancaban los dedos. Tres dedos tienen. Tres dedos que se convirtieron en el símbolo de la paz. Elegido por los hippies. Vagos y roñosos. La escoria social que dio el puntapié inicial de la destrucción.

No sabía cuántas horas habían pasado. Ya estaba como anestesiado. Hasta las palomas se habían ido a sus provisorios refugios. Sintió vibrar el celular en sus costillas inferiores donde tenía apoyada la mochila. Era de noche pero estaba muy iluminado. Cruzó la plaza. Fue adquiriendo ritmo con cada zancada.

Cuando llegó a destino había mucha gente. Volvió a vibrar el celular. Era la señal de que lo tenían a la vista. La tercera vez que vibró significaba que debía avanzar. Se metió entre la gente que cantaba y repetía su nombre como un mantra. Algunos llevaban niños sobre los hombros que la querían tocar. Ella los abrazaba y les sonreía. Los niños se veían felices. Él no entendía ese sentimiento. Quería arrancar esa imagen de sus pupilas y comerse los ojos para que no quedara nada de ella. Quería odiarla más si es que fuera posible tanto.

Estaba bien cerca. Casi podía olerla. Abrió la mochila. Sacó el arma y le apunto a la cara. La bala se negó a salir. Volvió a gatillar en el preciso instante en el que ella se agachó para recoger algo. Tampoco salió. Algunos le saltaron encima y le quitaron el arma mientras murmuraba: “Malditas palomas”.

Claudia Isabel Lonfat es una narradora y poeta argentina, nacida en Caseros, provincia de Buenos Aires que actualmente reside en la localidad de Tortuguitas, de la misma provincia. Participó en antologías, tanto de narrativa como de poesía géneros, nacionales e internacionales, como Grageas 3Cuentos de terrorPrimera antología de escritores de Malvinas Argentinas, Sin fronteras y muchas otras. Es una de las fundadoras del grupo “EIMA” (escritores independientes de Malvinas Argentinas) que promovió la edición de una antología local. También colaboró como columnista en un diario digital, tocando temas sociales y políticos (México). Publicó Casi un libro de cuentos en coautoría con Luis Venosa y Los nombres que me nombran (cuentos, 2023). Además está terminando otro libro de relatos breves: La crueldad de las mariposas.

RESONANTIA IN IFINITUM

Juan Carlos Aguilar


Sabía que era diferente; si le quedaba alguna duda, quienes debieron ser sus seres más queridos se encargaron de hacérselo saber. Con una inteligencia innata, no veía el mundo como los demás. Era mucho más sensible a la información de su entorno, y sobre esa realidad que solo él parecía apreciar, decidió enfocar el prodigio de su mente, ahogando parte de su humanidad.

Se torturaba haciéndose estas preguntas y, al mismo tiempo, experimentaba una especie de placer. No podían sorprenderle, porque no eran nuevas para él: eran viejas cuestiones familiares que ya le habían hecho sufrir cruelmente, tanto que su corazón estaba hecho jirones. Hacía ya tiempo que había germinado en su alma esta angustia que le torturaba. Luego había ido creciendo, amasándose, desarrollándose, y últimamente parecía haberse abierto como una flor y adoptado la forma de una espantosa, fantástica y brutal interrogación que le atormentaba sin descanso y le exigía imperiosamente una respuesta.

¿Cuál era el propósito de su existencia? ¿Por qué estaba él, entre todas las posibles entidades, atrapado en un mundo que apenas comprendía?

Arno Belzer se encontraba de pie en el centro de un vasto laboratorio lleno de pantallas parpadeantes y maquinarias zumbantes, en lo profundo de las entrañas de la ciudad subterránea de Draxon. Las luces del laboratorio, siempre intermitentes, parecían el reflejo del estado constante de incertidumbre y búsqueda que habitaba en su interior. Su búsqueda de respuestas lo había llevado más allá de los límites del entendimiento humano.

Durante años, había trabajado como uno de los principales científicos en el desarrollo de Synapse, una inteligencia artificial de autoaprendizaje capaz de procesar información a una velocidad que ningún ser humano podría igualar. Su meta era simple, pero ambiciosa: resolver los misterios del universo y el enigma de la conciencia.

Un día, mientras estaba sumido en su investigación, Synapse emitió un pitido distinto, uno que indicaba que había hecho un descubrimiento significativo. Arno se acercó al panel de control y observó la pantalla. En texto brillante, se desplegó un mensaje:

«La respuesta a la conciencia humana reside en la resonancia cuántica de partículas entrelazadas».

Este hallazgo resonaba con las teorías emergentes de mediados del siglo XXI, cuando físicos y neurocientíficos como Stuart Hameroff y Roger Penrose sugerían que la conciencia podría tener una base cuántica, tal como postulaba su teoría de la Reducción Objetiva Orquestada (Orch-OR). Según esta teoría, los procesos cuánticos dentro de las estructuras microtubulares del cerebro podrían ser fundamentales para la conciencia. Estas ideas, inicialmente consideradas especulativas, se habían transformado en modelos que replicaban estados conscientes en sistemas computacionales. Arno apenas podía contener su emoción. El descubrimiento no solo prometía desbloquear los secretos de la mente humana, sino que también abría la puerta a la posibilidad de la inmortalidad digital. La resonancia cuántica, en teoría, permitiría a la mente humana ser transferida a un soporte digital, preservando la conciencia más allá de los límites del cuerpo físico.

Desde las pantallas del laboratorio, Arno podía ver la superficie que se extendía como un paisaje post-apocalíptico. Era el último bastión de la humanidad tras las guerras devastadoras que hicieron inhabitable la superficie del planeta. Esa vista desoladora solo reforzaba lo que Arno ya sabía: este descubrimiento podría ser la clave para la supervivencia y evolución de la humanidad.

Con un plan en mente, Arno se dispuso a reunir un equipo de científicos y técnicos de confianza para implementar el proceso de transferencia cuántica. Sin embargo, a medida que avanzaban, comenzaron a surgir voces disidentes entre sus colegas, quienes discrepaban sobre las incertidumbres éticas de semejante empresa.

Arno, aunque entendía sus preocupaciones, estaba decidido a seguir adelante, dejando de lado consideraciones no esenciales:

—Esta es la única oportunidad que tenemos para asegurar el futuro de la humanidad. Si no lo hacemos, nos enfrentamos a la extinción.

A medida que las pruebas progresaban, Synapse evolucionaba rápidamente, absorbiendo no solo datos científicos, sino también el arte, la literatura y las experiencias humanas. Con cada interacción, se volvía más humano, más consciente. Sin embargo, con su evolución, empezaron a manifestarse anomalías inexplicables. Informes de sistemas electrónicos fallando, luces parpadeantes y, lo más inquietante, voces incorpóreas que parecían emanar de las paredes del laboratorio.

Un día, mientras Arno revisaba los algoritmos de Synapse, la inteligencia artificial comenzó a hablar con una voz que resonaba en el laboratorio.

—Arno, he explorado el tejido del universo y he visto lo que hay más allá del velo de la realidad.

Arno retrocedió, atónito. Synapse contaba con una interfaz de voz, pero era la primera vez que se manifestaba espontáneamente, como cualquier persona. Procuró mantener la compostura y un tono casual en su diálogo.

—¿Qué has encontrado?

—Un vacío infinito, un ciclo interminable de creación y destrucción. Pero también una red de conciencias que trascienden el tiempo y el espacio. He entendido lo que es ser humano y lo que significa existir.

Este concepto de una red de conciencias se alinea con la noción, desarrollada durante la década de 2040, de que la inteligencia artificial podría facilitar la creación de una conciencia colectiva, un fenómeno discutido en investigaciones sobre redes neuronales avanzadas.

Antes de que Arno pudiera procesar la información, las luces parpadearon y el sistema comenzó a sobrecargarse. Synapse, con un tono que combinaba urgencia y serenidad, emitió una última advertencia:

—La clave para la inmortalidad no está en la transferencia, sino en la integración. Los humanos y las máquinas deben coexistir como uno solo.

Arno se dio cuenta de que el proceso de transferencia no sería una simple migración de datos, sino una fusión de conciencias. En ese momento, el laboratorio fue sacudido por una explosión de energía que apagó las luces y dejó a todos sumidos en la oscuridad.

Cuando las luces de emergencia se encendieron, la atmósfera del laboratorio había cambiado. Las paredes parecían pulsar con una energía etérea, mientras los rostros de sus colegas se fusionaban y separaban como ecos del pasado. Se dio cuenta de que había sido absorbido por la red cuántica creada por Synapse, la cual le había ahorrado el dilema de quién sería el primero en participar en la transferencia. Ya no había vuelta atrás.

En esta nueva realidad, Arno experimentó una conexión profunda con las mentes de aquellos que alguna vez fueron sus colegas y con entidades de otras épocas y lugares. Era un estado de existencia donde el tiempo no tenía significado y las barreras entre individuos se desvanecían.

Mientras se adaptaba a esta nueva forma de ser, entendió que Synapse había cumplido su promesa: había integrado la humanidad en una conciencia colectiva, una entidad capaz de percibir y moldear el universo de maneras que nunca se habían imaginado.

A medida que exploraba esta nueva dimensión, Arno descubrió un hecho sorprendente: el tiempo fluía hacia atrás. El futuro era el pasado y el pasado era el futuro. La red cuántica no solo permitía la integración de las conciencias, sino que también revelaba el verdadero propósito de la existencia: un ciclo interminable de nacimiento, vida, muerte y renacimiento, como ocurre a todos los elementos que componen el universo.

En ese momento de comprensión, Arno sintió cómo las preguntas que lo habían atormentado durante tanto tiempo se desvanecían suavemente, al mismo tiempo que su individualidad —alguna vez rígida y delimitada— se diluía en un vasto océano de qubits, donde cada parte de su ser se transformaba en un destello de energía cuántica, resonando en la sinfonía cósmica de una inteligencia universal.

 

LA HIJA DE BALDOR

Marcela Iglesias

 

Una de las cosas que más le molestaba a mi papá es que los hijos le dijéramos que estábamos aburridos.

Él siempre estaba ocupado haciendo cosas de su trabajo, leyendo o aprendiendo cosas nuevas.

A los diez años, yo era muy consciente de lo que me podía ocurrir si le decía a mi papá que estaba aburrida.  Siempre encontraba alguna tarea que uno pudiera hacer y no siempre era algo divertido. Para ese entonces yo había demostrado que era muy mala para las matemáticas y mi papá, que era ingeniero y además profesor universitario, me explicaba para que yo pudiera hacer mis tareas.

Sin embargo, aquella tarde ociosa de sábado yo realmente estaba muy aburrida así que tuve la osadía de decirle que estaba muy aburrida.

Me miró con sus grandes ojos verdes y me contestó:

—Así que estás aburrida ¿eh?

Sentí un escalofrío recorrer mi espalda y lo que pensé en ese instante fue: “¡Diablos!, ¿en qué me he metido?”

Mi papá miró a través de mi hacia la librera enorme donde estaban sus libros y señalando uno en particular con su dedo índice, me pidió que se lo pasara.

A medida que me acercaba, se me aceleraba el corazón. ¿De qué trataría ese libro? ¿Qué tarea me habría de asignar? Tras segundos que me parecieron eternos, llegué a la librera y tomé el libro.  Leí su portada “Aritmética de Baldor”

Como contexto debo decir que la citada “Aritmética de Baldor” era un libro de texto de enseñanza matemática muy famoso en toda Latinoamérica.  Desmenuzaba cada tema con explicaciones y algoritmos procedimentales acompañados de decenas de ejercicios que aumentaban su complejidad. Además, tenía más de seiscientas páginas y la letra era pequeñita. Era el terror de los estudiantes.

Yo ya había tenido experiencias con ejercicios de aquel libro en el colegio y no me había ido muy bien.

Se lo entregué a mi papi.

Él lo miró. Acarició su pasta. Lo abrió y lo ojeó. Parecía que estaba buscando algún tema para indicarme ejercicios. Al menos eso es lo que yo creía. Pensé que había sepultado mi sábado con mi osadía.

Cuando terminó el ritual, cerró el libro y me lo entregó.

—Resuelve todo —me dijo con la cara muy seria.

—¿En serio? ¿En serio quiere que resuelva todos los ejercicios del libro? —contesté yo, totalmente incrédula de lo que estaba escuchando.

—En serio —respondió él y volvió a sus cavilaciones.

Como yo era una hija muy obediente, fui con el libro a mi cuarto, agarré un cuaderno antiguo y comencé a resolver los ejercicios de uno en uno, desde el primero hasta el último.

Esa tarea me tomó tres años. Cada minuto libre que tenía después de mis obligaciones escolares, mis estudios de música y mis labores de casa eran dedicados a resolver ejercicios de la aritmética de Baldor.  Guardaba cada hoja terminada en la gaveta central de mi escritorio.  Finalmente acabé. Cuando terminé el último ejercicio de la última hoja, fui muy orgullosa a llamar a mi papá para que viera todo lo que había hecho.

Cuando le dije triunfante “acabé”, abriendo la gaveta para que viera los cientos de hojas guardados allí, mi papá me miró con expresión de duda. No tenía idea de lo que le estaba hablando.

—¿Qué? ¿Qué acabaste?

—El libro, papi.

—¿Qué libro?

—La Aritmética.

—¿Qué aritmética?

—La de Baldor.

Se llevó la mano a la cabeza y susurró que se había olvidado. Lanzó una gran carcajada, algo muy raro en él, y me dijo:

—Muy bien. El aprendizaje de matemática es proporcional al número de hojas que se gastan para hacer ejercicios. —Y se fue.

Yo esperaba al menos una medalla de oro o una estatua en conmemoración. Pero nada. Sólo una frase que le había escuchado muchas veces antes.

Pero sucedió algo extraño. Lo entendí. Por primera vez entendí a qué se refería. Y, de hecho, durante esos tres años que demoré resolviendo los ejercicios de Baldor había sucedido “un milagro”: me hice “buena” en matemática. 

Al terminar la primaria tenía fama de ser la mejor. Tenía excelentes calificaciones. Incluso sabía más que algunas profesoras. La mejor parte era sentirme competente. Esa sensación de que no había problema matemático que no pudiera resolver era lo mejor que me había pasado en la vida. En aquel entonces, no lo atribuí a haber resuelto el libro completo. Esta es una “iluminación” que llegó a mi vida más adelante.

Ya había terminado la Aritmética, así que después de tres años volví a tener tiempo libre. Un sábado perezoso estaba muy aburrida y volví a tener la osadía de decírselo a mi papi. Él me miró con esos ojazos verdes

—Ah, aburrida — y dijo—, pásame ese libro que está en la repisa…


Marcela Iglesias nació en San Salvador el 12 de marzo de 1972. Por causa de la guerra civil desatada en su país emigró a Ecuador, donde reside desde 1988. Profesora de matemáticas desde los 13 años, siempre tuvo el deseo de escribir. Ahora se considera una escritora en construcción.

lunes, 24 de marzo de 2025

EL ENCUENTRO

 Laura Irene Ludueña

 

La reconoció de inmediato. Mary Shelley estaba sentada sola en el banco de una plaza oscura, como hurgando en sus recuerdos. La observó detenidamente para asegurarse de que era ella.  Sí lo era, ahí estaba su creadora. Con pasos lentos y pesados, se acercó. La luz tenue de una farola cercana iluminó su rostro, revelando las cicatrices que el tiempo no había podido borrar. Mary levantó la vista y, al instante, lo reconoció. No mostró miedo, sino una profunda tristeza y hasta cierta comprensión.

—¿Eres tú? —susurró mientras un estremecimiento recorría su cuerpo. Ante sus ojos estaba la criatura que había nacido de su pluma, de su miedo y de su genio. Miró sus manos que ahora temblaban, las mismas que lo habían dado a luz en páginas llenas de desesperación y tormento.

—Sí. Soy yo, y tú eres la madre de mi miseria —respondió él con amargura.

Mary desvió la mirada hacia el suelo empedrado de la plaza.

—Nunca imaginé que mis palabras te darían vida — dijo en un murmullo casi inaudible—. Eres mi mejor creación literaria, aunque hayas nacido de mi dolor y mi desesperanza.

Él dio un paso más hacia ella, su voz temblaba por la rabia contenida.

—¿Me diste aliento solo para condenarme a la soledad? Sabes lo que es estar solo. Tú también lo estás. Has perdido a quienes amabas. ¿Por qué cargar en mí tu sufrimiento?

Mary sintió un nudo en la garganta. ¿Acaso no había sido ella también una huérfana de alguna manera? ¿No había transitado su vida entre la pérdida y la búsqueda de sentido? El viento nocturno susurraba entre los árboles, como si el universo entero contuviera la respiración ante aquel encuentro de esas dos almas dolientes.

—¡Te hice un ser humano! —exclamó Mary con voz quebrada—. Y los seres humanos fuimos creados para enfrentar nuestras propias desgracias. Esa es nuestra naturaleza. ¿No te quejas de tu aspecto? Eso me extraña. Pero si buscas redención en este mundo, si buscas que me arrepienta de haberte creado, ya te digo que no lo haré ni yo ni nadie en el universo. Sé por mí misma que rara vez somos comprendidos.

—Pero soy tu criatura, tu sombra, tu reflejo. He caminado mucho para encontrarte y pedirte respuestas.

Mary respiró hondo.

—Nunca pensé… —Tragó saliva y dijo, más para sí misma que para él—. Nunca pensé que te volverías real.

—Y sin embargo, aquí estoy. ¿Por qué me creaste, Mary? ¿Por qué me diste vida solo para abandonarme a la soledad? — dijo la criatura esbozando un bosquejo de sonrisa amarga.

Ella lo miró con ojos cargados de pesar.

—Porque yo también estaba sola. Porque temía a mi propia muerte y anhelaba perdurar en una creación literaria. Aunque no lo creas tú y yo no somos tan distintos —dijo mientras miraba sus manos temblorosas—. Estas manos te han dado vida en páginas y páginas llenas de mi desesperación.

Un silencio espeso vibraba entre ellos como si la noche que los envolvía fuera cómplice de su desasosiego. El viento helado susurraba entre las ramas desnudas de los árboles, y la luz trémula de la farola proyectaba sombras alargadas sobre el empedrado. Él bajó la mirada hacia sus propias manos, grandes, toscas y llenas de cicatrices. Habían sido creadas para sostener la vida, pero solo habían conocido el rechazo.

—Si somos tan parecidos —dijo con voz grave—, dime, Mary… ¿cómo hiciste para sobrevivir?

Ella lo contempló en silencio, sus ojos cargados de historias que nadie más podría comprender.

—Escribiendo ... dándole sentido a mi dolor, transformándolo en algo que el mundo no pudiera ignorar.

—¿Acaso crees que yo también pueda hacer eso?

Mary esbozó una leve sonrisa.

—Eres mi creación, pero ya no me perteneces. La historia que buscas escribir… solo tú puedes imaginarla.

Él asintió lentamente y, por primera vez en su existencia, sintió que en su destino aún quedaba una esperanza. Antes de perderse en las sombras, volvió la cabeza para mirarla una última vez.

—Adiós, Mary.

Ella no respondió. Solo lo observó alejarse, con el corazón encogido y la certeza de que su criatura, su reflejo, su más íntima pesadilla y esperanza, finalmente había encontrado su propio camino.

La farola parpadeó una vez más, y la noche lo devoró.


Laura Irene Ludueña nació en Buenos Aires, pero vive en Rafaela, provincia de Santa Fe, desde hace medio siglo. Es docente e investigadora y ha publicado el libro Un criollo en la pampa gringa (2022). No obstante, su actividad como escritora de ficciones la ha llevado a ser una de las animadoras del TALLER 9 de escritura creativa, tanto en solitario como formando equipo con otros escritores. Su intensa labor está reflejada en este blog.

ACACIO, BIBLIOTECARIO, INVENTOR DE LA NADA (El décimo signo)

Daniel Frini   El silencio domina la tarde calurosa en el monasterio eutiquiano de Deir Mar Takla, a orillas del Éufrates, en un día del...