María Cristina Rolnik
La madre entró a la habitación, cerrando
despacio la puerta tras ella.
La habitación era blanca, las paredes
el piso, l
El niño flotaba cubierto de tubos que
emitían luces. Los tubos lo conectaban a
La madre se sentó con las piernas
juntas y las manos sobre las rodillas. Miró la cara del niño y su rostro
reflejó lo que observaba en ese momento: Nada. Ningún cambio. El niño seguía
igual.
Los virus lo necesitaban, necesitaban
sus células vivas. Pero llegaría el momento en que las células se agotarían, como
se agotó el niño.
La madre sabía porque ese era su
trabajo. Investigación. Los virus ingresaban a las células, se replicaban en
miles y las células estallaban para liberar a los nuevos. Modificaban el
organismo al ritmo de la reproducción. Cuando requerían más células aumentaban
el metabolismo del niño, este se agitaba en convulsiones y fiebre, transpiraba,
deliraba. Era el único momento que hablaba. No, lo que hacía era gritar.
Gritaba. El nombre de la madre y la palabra madre era lo que más gritaba. Sus
vasos sanguíneos se dilataban de tal manera que parecían que iba a sangrar por
cada poro. Un niño rojo gritando.
Pero la madre sabía que el niño aún
estaba allí.
Investigaba. Obtenía muestras del
hijo a través de conexiones de
Abandonó su trabajo en el Centro
cuando comenzó todo, justificada por madre. El Centro aceptó otorgarle los
materiales que necesitaba para instalar un laboratorio en la casa. La
enfermedad del niño era desconocida. No era generosidad, era especulación: una
madre científica desesperada valía por cien científicos en procura del Premio
Nóbel.
El laboratorio incluía centrífugas de
alta velocidad, cultivos de células soportes para réplica viral, microscopios
varios y simios. La madre no experimentaba con estos animales, desde que tuvo
al niño los consideraba demasiado humanos. Pero ahora los necesitaba: 99%
genéticamente semejantes. Los simios estaban agrupados en tres sectores, cada
uno separado por su jaula de vidrio inviolable.
Un grupo eran los simios sin
tratamiento. Abandonados a la evolución de la enfermedad, la mayoría había
muerto. Ella observó los detalles de cada agonía, macroscópicamente,
microscópicamente. Repetía las imágenes en sus pesadillas: el rostro del niño
se fusionaba con facciones de simios convulsionando, los gritos de madre,
madre, las células explotando en miles de pequeñas bestias, erupción de virus
cómo insectos polígonos que cubrían el cuerpo del niño y desde allí invadían
toda la habitación.
El segundo grupo de simios estaba
conectado a Máquinas Vitales, reproduciendo el estado del niño. El 30 % sobrevivía
en coma.
El tercer grupo eran los simios en
los cuales ensayaba tratamientos. Los resultados hasta el momento no eran
satisfactorios: la mayoría de las drogas destruían los virus pero afectaban a
las células en las que se reproducían. “Se puede decir que el virus se
convierte en la célula que invade”. Recordaba la voz del profesor, y apretaba
los puños con impotencia.
El niño flotaba quieto.
La madre bajó la cabeza agobiada.
Sorprendida vio dos pequeños círculos rojos en el piso por debajo del niño. Caminó
contando cuidadosamente sus pasos. Se detuvo en el número tres. No debía cruzar
la barrera invisible de rayos ultravioletas que cubría al niño y destruía los
virus que escapaban en cada respiración.
La barrera era una esfera de pocos
milímetros de espesor, rodeaba al niño sin tocarlo. La energía destruía al
virus pero también provocaba lesiones cutáneas y mucosas a los seres vivos que
establecían contacto con ella. Nadie podría atravesar la esfera sin sufrir
severos daños.
Lo extraño era que las gotas rojas,
mas de cerca se veía que eran gotas, estaban del otro lado de la barrera.
Debía ser el niño, el niño sangra,
comienza la última etapa de la enfermedad, la fase en que los virus despiertan
enloquecidos tratando de escapar, destruyendo todo lo que encuentran en el
cuerpo, provocando una hemorragia imparable.
Un golpe de horror dio contra la
doctora, la hizo doblarse y gemir. Gritó las palabras claves que desconectaban
la barrera y se arrojó hacia el niño.
El rostro no había cambiado. Apoyó su
mano sobre la frente del hijo esperando fiebre, pero estaba templada. Miró al
piso nuevamente y se arrodilló palpando las gotas. No era sangre, era otra
cosa, le recordaba al agar seco del laboratorio. Quién podría atravesar la
barrera sin dañarse, era imposible.
—¿Necesita algo, doctora? —Desde el
suelo miró hacia la voz: era María Sabina.
No pudo hablar ni moverse. María
Sabina la ayudó a incorporarse, la sentó en la silla, le dio de beber un té
caliente y comenzó a hablar:
—Discúlpeme doctora, olvidé que la
cera de las velas es difícil de quitar, sólo usé agua.
La doctora miró a María, no estaba
lesionada. Imposible.
—Queremos ayudar, pero estamos solos —dijo
María Sabina.
—¿Solos quiénes? ¿Qué dice? —preguntó
la doctora.
—Los Niños Santos y yo. Usted y su
hijo —contestó María.
La doctora la miró cómo se mira a una
loca, pero no dijo nada. Siguió bebiendo el té, Tenía gusto a miel y un dejo
amargo al final de cada trago.
Sí, pensaba la doctora, María estuvo
rezando a sus santos encendiendo velas rojas. La religión no estaba prohibida,
pero era rechazada socialmente. Existían restos en algunas personas, ella misma
recordaba a su bisabuela enseñándole a escondidas oraciones de religiones
muertas. “Ángel de la guarda...” No podía continuar, eran datos descartados de
su cerebro, por inútiles.
La doctora pensaba lentamente cómo si
estuviera explicando cada palabra, cada vez más relajada, probablemente fuera
el té.
María Sabina quería a su hijo. La
joven era su nana, su cuidadora. La mejor imagen maternal que pudo conseguir en
el Departamento Laboral. Física y psicológicamente intachable. El rasgo de
religiosidad no se consideraba peligroso, eran los restos de la cultura
mazateca, el pueblo de María.
Cuando el niño enfermó, la maternidad
de María creció englobando a la doctora en sus cuidados. Ella insistía en las
comidas, en las pastillas nutritivas, en beber por lo menos agua. Entre la
habitación del niño y el laboratorio, María se las arreglaba para que la
doctora siguiera viva.
Pero atravesó la barrera, imposible.
La doctora se agarró de la cabeza, en su mundo todo debía tener alguna
explicación, el desconocimiento era desorden y dolía.
—Doctora, para que regrese el niño
necesitamos su ayuda. El me quiere, pero no soy su madre y no reconoce mi voz.
El me mira y sonríe pero no vuelve.
La doctora participaba de un diálogo
que consideraba inverosímil, indignante para su mente científica, entonces,
¿por qué deseaba continuar? ¿Y el razonamiento y la lógica? Ya no le importaban
y le habló a María.
—¿Dónde está mi hijo?
—Está en un lugar dónde no hay ruido,
el mundo de la muerte. Un ruido verdadero haría explotar el sitio en pedazos.
Allí sólo su voz de madre puede ser un ruido verdadero, mi voz es apenas un
susurro. Debemos apurarnos, queda poco tiempo.
—María, usted ha entrado al
laboratorio.
—No señora, no. Sé que ahí están los
monos. Los Niños Santos están tristes por ellos, son nuestros hermanos menores.
—¿Hermanos menores, qué es eso? —dijo
la doctora
—En Ampadad, desde los árboles grandes
surgieron los gigantes, de los árboles medianos surgimos nosotros y de los
árboles pequeños los monos. Somos hermanos. Pero no sé la verdad por los monos.
Sé por los Ni Xi Tho.
María se sentó frente a la doctora,
la falda del huipil blanco se abrió cómo una campana.
La doctora escuchaba y hablaba sin filtrar sus
sentidos por las redes entramadas de la ciencia. Regía la mujer, la madre. Se
inclinó hacia María Sabina.
—¿Qué son los Ni Xi Tho?
—Son los Niños Santos, son los
pequeños que brotan.
La falda de María Sabina reflejaba las luces
de la habitación, azul, verde, azul, prolongando la respiración del niño.
La doctora miró a su hijo. Los
pequeños que brotan, pensó, mi niño tan quieto cubierto de raíces.
—¿Qué hacemos ahora, cómo sigue? —dijo
la madre.
—Debe usted reunirse con María
Sabina.
La mueca de la doctora delataba
confusión.
—Doctora, todas nos llamamos María
Sabina pero ella es
—¿Y usted me va a acompañar?
—No, la van a guiar los Niños Santos.
—Dicho esto, María extrajo del bolsillo unas estructuras amorronadas que la
doctora reconoció cómo hongos. Le extendió un par.
La doctora palpó la consistencia
carnosa de los sombreros mientras la muchacha murmuraba algo que sonó como una
plegaria: “Psilocybe Caerulenscens Murril Var Mazetecorum Heim”. Extinguidos
hace casi un siglo, pensó. Abruptamente dejó de razonar. Ya no importa, se dijo
y comenzó a masticar.
El sabor le pareció relajante, suave,
sentía pastosa la lengua. La boca, la garganta parecían abrirse más y más
amoldándose a los hongos. Pero simultáneamente al deseo de comer hongos crecía
una nausea imparable; un gusto horrible, que no era de los hongos, emergía de
su interior. No aguantó, salió de la habitación y vomitó en el pasillo. Volvió
a entrar.
María Sabina estaba en el mismo sitio,
masticando y cantando en un idioma que la doctora no distinguió. Le ofreció mas
hongos, la doctora los comió de pie. Sudaban las dos. María cantaba,
balanceándose.
La doctora salió a vomitar una vez
más. Parecía expulsar todo lo podrido que había acumulado en su vida.
Regresó aliviada pero no reconoció la
habitación, era gigantesca, interminable, no vio a su hijo ni a María. Se sentó
en el piso, abrazándose acobardada y comenzó a llorar. Hacía frío, temblaba.
Escuchó una voz cantando, esta vez comprendió lo que decía:
Soy una mujer que llora
Soy una mujer que escupe
Soy una mujer que ya no da leche
Soy una mujer que habla
Soy una mujer que grita
Soy una mujer que da vida
Soy una mujer que ya no pare
Soy una mujer que flota sobre las
aguas
Soy una mujer que vuela por los aires
—Escúcheme, doctora, escúcheme bien. —María
la cubrió con una manta, ella sintió calidez en el abrigo y en la voz—. Debe
levantarse y cruzar la puerta. No tema, todos sabemos qué hacer.
La ayudó a levantarse y juntas se
dirigieron al portal.
La doctora abrió la puerta, dio un paso hacia
delante y giró para ver el rostro de María. La tranquilizaron los ojos que se
despedían desde la habitación blanca.
La puerta se cerró sin ruido y la
oscuridad fue completa.
Estaba en el exterior, olía a tierra
mojada, oía ladridos lejanos. Y la voz:
Soy una mujer que ve en la tiniebla
Soy una mujer que palpa la gota de
rocío posada sobre la hierba
Soy una mujer hecha de polvo y vino
aguado
Comenzó a caminar hacia aquella voz
por una calle de tierra, en subida. Un camino de serpiente, nunca recto.
Ya clareaba. La hora en que los
muertos y los vivos se miran a la cara, pensó la doctora y se asombró al
permitirse un pensamiento mágico.
Distinguió los perfiles de montes
cómo recortados por un niño. Montes azules, luego anaranjados, luego rojos. Se
detuvo mareada frente al monte más elevado y su corazón latió rápido.
La voz de una niña acarició su espalda.
—Nindó Tokosho; allí una vez vimos al
Chicon Nindó, el amo de las montañas, su rostro era una sombra, usaba un
sombrero blanco, lo cubría un halo.
Giró y vio a dos niñas tomadas de la
mano, descalzas. Una de ellas era apenas más pequeña que la otra. Hablaban
moviendo los labios con las mismas palabras, sus voces se escuchaban en una sola
voz, una voz fuerte y dulce.
—No tenemos nada, sólo hambre, sólo
frío. Los Niños Santos nos quitan el hambre y el frío. Nos dejan el espíritu
contento. Ellos también cuidarán de ti.
La niña más alta le extendió un hongo
que la doctora nunca antes había visto, era rojo carne, parecía crecer desde la
mano morena. La mujer intentó tomarlo suavemente pero no pudo separarlo de la
manito. Tiró con más fuerza y fue como si lo arrancara. Alarmada vio que en la
palma de la niña quedaba un vacío rojo. Pero la niña no dejó de sonreír y la
herida se cerró, cómo si se corrieran las cortinas de una ventana.
Entonces sí, la doctora mascó
despacio. Esta vez no hubo asco. Sintió sabores deliciosos olvidados y redescubrirlos
le dio placer, también tristeza por lo perdido, por lo que no regresa más.
Recordó al niño, regurgitó de nuevo el sabor amargo, pero las niñas se
aferraron de sus manos una a cada lado y, tironeando, la dirigieron al camino.
Juntas continuaron ascendiendo.
La luz iba extendiéndose. La doctora
sintió un amanecer lento, de colores y ruidos fundidos. Iban apareciendo
despacio, verde cielo, rojo montañas, naranja suelo, ruido de agua corriendo
entre tierra, mezclado con aullidos sin pena de perros salvajes. Y la voz:
Soy mujer que mira hacia dentro
Soy mujer luz de día
Soy mujer Luna
Soy mujer estrella de mañana
Soy mujer estrella dios
Soy mujer constelación guarache
Se cruzaron con gente cargada con
bultos, iban descalzos; los hombres vestían sencillamente, las mujeres estaban
envueltas en túnicas largas con finos bordados de colores brillantes
fosforescentes. Reconoció el huipil de María Sabina, multiplicado en esos
cuerpos bajos y delgados, pero que no transmitían fragilidad.
Una mujer parada al borde del camino,
la llamó con gestos suaves. Se acercaron. La doctora observó el rostro de una
mujer joven que había envejecido sin esperar al tiempo. Aferraba una azada que
se hundía en la tierra negra removida, también sus pies desaparecían en ese
surco negro.
—Mi marido murió de la enfermedad del
viento. Tengo a mis hijos, usted sabe, tener a los hijos es tener todo.
Escuchó risas, desde la tierra vio
tres niños asomarse de tres pozos.
—La tierra los protege del frío y del
viento —dijo la mujer—, vaya con ellos. Yo debo continuar trabajando. Los Niños
Santos la guiaran.
Los pequeños se sumaron, saltando y
jugando por delante de las niñas y la doctora.
La mujer continuó labrando la tierra,
mientras cantaba:
Soy una mujer que cría víboras y
gorriones en el escote
Soy una mujer que cría salamandras y
helechos en el sobaco
Soy una mujer que cría musgo en el
pecho y en el vientre
Se alejaron pero la voz permaneció
con ellos un tiempo más. Siguieron caminando, los rodeaban montes tremendos,
plantas que se mecían entre rocas con forma de animales y el canto de pájaros
que se intuían enormes. Pájaros libres, pensó la doctora y recordó aquellos
otros protegidos de la extinción en las jaulas de los zoológicos. El canto era
diferente.
Cuando alcanzaron la cima, los niños
hablaron.
—Llegamos —dijeron. Señalaron una
casa de madera, solitaria. En la puerta había alguien. Los niños corrieron
hacia allí, la doctora los siguió con reserva.
Cuando llegó, en el portal se reveló
la figura de una anciana, muy delgada y pequeña; su altura apenas superaba la
de los niños. Tenía el cabello blanco recogido en una trenza. La cara estaba
trazada por surcos, los más profundos en las comisuras, tenía la nariz ancha,
cejas gruesas y oscuras que caían hacia los ojos, la mirada destellaba vívida.
Vestía un huipil con elaborados bordados de animales, plantas, rostros. La
doctora quedó prendida de una imagen: un niño dormido cubierto por raíces, era
su hijo. Vio agitarse a las figuras del vestido, vio crecer aún más raíces
sobre el niño. Extendió desesperada una mano hacia el huipil, la anciana tomó
esa mano.
—Nináa-Tindali —dijo estrechándola.
No dijo nada más pero se oyó la voz que emergía de todos lados.
Soy María Sabina
Soy sabia desde el vientre de mi
madre
Soy hija de Dios
y elegida para ser sabia
Mi sabiduría viene del lugar
donde nace la arena
Los niños santos son la sabiduría
Y la sabiduría es el lenguaje
Yo curo con el lenguaje
Solo soy una que habla con Dios
Nada más
La condujo hacia el interior de la
casa, los niños las siguieron. Entraron a una habitación oscura.
María Sabina cantaba bajo, mientras
encendía velas. La habitación no tardó en llenarse de luces, lenguas naranjas
amarillas meciéndose con el canto.
Soy la mujer constelación
porque podemos subir al cielo
porque soy la mujer pura
Se iluminaron rosarios, las imágenes
de varios santos.
Los niños se sentaron en el piso, la
doctora los imitó.
La anciana preparó una fogata
mientras el canto se hacía mas fuerte, tomó un brasero con pedregones y los
quemó. Apareció un humo blanco.
El fuego interno nos da poder
el copal consume nuestras lagrimas
y las ofrecemos cómo aroma
al dador de vida
La doctora apoyó su espalda en la
pared y la angustia regresó estrujando el vientre, comprimiendo el cerebro.
Varios bultos la rodearon, veía guardapolvos blancos que la rozaban acercándose
y alejándose y voces catedráticas llenas de ira y desprecio, alientos de
laboratorio que le gritaban: "No sirves para nada, él se muere, eres una
inútil". Comenzó a golpear su cabeza contra la pared. "Inútil,
inútil". De la boca salían hilos de sangre, se mordía la lengua para no
gritar. María la abrazó acunándola con un monosílabo: so, so, so. Las sombras
blancas se alejaron, ella se calmó.
Se separaron despacio mirándose a la
cara. María Sabina lloraba, sus lagrimas eran de cristales opacos, al caer
producían tintineos. La doctora se palpó el rostro, ella también lloraba
cristales. María Sabina tomó el brasero, juntó las lágrimas de la doctora y las
propias y el humo se hizo más intenso, llenando la habitación de una niebla
espesa.
Nadie se interpone, nadie pasa
Nadie nos espanta
¡Anímate!
Con constancia,
Con leche de mamar, con rocío
Con frescura, con ternura
Voy a dar justicia hasta la casa del
cielo
Tomó un bulto hecho de hojas de
plátano y lo desenvolvió, quitó un grupo de hongos y los sahumó. Luego se
acercó a la doctora y le dio de comer los hongos en la boca, despacio.
Al terminar, la doctora se incorporó
lentamente. Pudo reconocer a los niños; estaban dormidos, cubiertos por
frazadas de colores hermosos. La doctora inspiró muy hondo: había olor a flores
puras, olores que en su mundo sintético ya no existían. Se sintió fuerte y
alta, veía a los pequeños en el suelo desde muy arriba. Descubrió a María
Sabina; ella le sonrió mientras abría la puerta y entonces pudo ver a lo lejos
a su hijo corriendo en el día.
Y María Sabina cantó. La voz de María
Sabina se extendía en espiral podía observar los círculos en el aire que hacían
cada letra. La doctora acarició extasiada el espacio, dejando huellas en la
niebla.
En un sólo paso llegó a la puerta,
era un paso de gigante. Las palabras de la nana regresaron: “No tema, todos
sabemos qué hacer”.
La anciana comenzó a acompañar el
canto con golpes de su bastón y en cada golpe la tierra vibraba respondiendo
que la voz de María Sabina era armonía.
Soy la mujer constelación bastón
porque podemos subir al cielo
porque soy la mujer pura
soy la mujer del bien
porque puedo entrar y salir del reino
de la muerte
La doctora cruzó el portal. Sus
piernas se hundieron en el barro. Debía caminar con esfuerzo, cada vez con mas
dificultad, sentía que descendía en vez de avanzar. Estaba a metros del niño
cuando la tierra ya cubría sus rodillas, levantó con dificultad una pierna por
sobre el barro y su cuerpo chocó contra una barrera transparente.
Su hijo estaba sentado bajo un árbol,
dándole la espalda. Gritó el nombre del niño golpeando la pared con las manos
abiertas. Él no se movió.
Ella sintió la superficie, era
vidrio, como el vidrio inviolable de las jaulas del laboratorio.
Ya no podía moverse, el barro se
había secado, ella era vida sin piernas, un busto absurdo.
Furiosa, insistió un vez más con los
puños cerrados. No hubo sonido, pero el vidrio pareció dilatarse, contraerse, comenzó
a empañarse lentamente, como si estuvieran sudando en algún sitio.
Limpió el vidrio con su mano y en el
instante que acercó el rostro para mirar retrocedió espantada, un simio
hinchado, cubierto de sangre se abalanzó del otro lado del vidrio golpeando
contra el, regresando y repitiendo el acto una y otra vez, sin detenerse. La
doctora escuchó ruidos similares en toda la barrera: miles de monos sangrando
golpeaban y golpeaban. Podía ver las huellas de sangre que los simios dejaban
en cada golpe. Abrió la boca para gritar pero sólo fue una boca abierta sin
voz. El cielo se oscureció y ya no vio nada más.
—Esto no esta ocurriendo, no es real.
María Sabina, basta por favor, quiero volver. —Dijo esto y el aire explotó en
remolinos; sintió que el cielo se caía sobre ella, arrancándola bruscamente,
expulsándola hacia arriba.
Mientras se alejaba pudo verse a sí
misma, la tierra la cubría cada vez más y vio a su hijo de pie del otro lado
del vidrio; su nana, María Sabina, lo tomaba de la mano. De alguna manera La
joven cuidadora había logrado llegar hasta su hijo. Ambos elevaron la mirada
hacia el cielo y en ese instante un rayo de sol quebró la oscuridad y los
iluminó.
—Mamá —dijo el niño. Y eso era real,
el niño vivo, su voz, tenían que ser reales. Cerró los ojos y rogó a los Niños
Santos otra oportunidad. Y cantó con una voz prestada lo más fuerte que pudo:
soy mujer que hace tronar
soy mujer que hace soñar
soy mujer águila, mujer águila dueña
soy mujer que gira porque soy mujer
remolino
soy mujer de un lugar encantado,
sagrado
porque soy mujer aerolito
Y cayó en el sitio donde había estado
cubierta de barro y dudas. Ahora era su dueña otra vez.
Se aferró a los magueyes que estaban
a su alrededor y comenzó a salir.
En la superficie enfrentó otra vez al
muro.
Del otro lado, María protegía al niño
de los monos hablándoles en su idioma dulce. Los simios se detuvieron. El niño
pareció reconocer a su madre y se acercó.
Madre e hijo se enfrentaron apoyando sus
manos en el mismo sitio del vidrio; se escuchó un quejido y una línea de
fractura apareció en la barrera.
—Hijo, ¿me escuchas? —dijo la madre.
El niño asintió con la cabeza—. Hijo, quiero que vuelvas, regresa conmigo —dijo
la madre y desde las profundidades de la tierra una fuerza inmensa pareció
agitarse, subir a gran velocidad, emerger a la superficie y cuando surgió fue
el caos. La barrera de vidrio estalló en fragmentos que permanecieron en el
aire unos segundos para caer despacio cómo flores de diente de león.
Madre e hijo se abrazaron. Ya no
había estruendos, había paz.
Sin dejar de abrazar al niño, la
doctora levantó la mirada y buscó a su nana. Estaba sentada, la rodeaban los
simios que parecían dormir, ella acariciaba a uno pequeño acurrucado sobre su
falda.
—María, vamos a casa —dijo la doctora—,
vamos con nuestro niño.
María Sabina sonrió.
—Ya no puedo
volver, esta es mi casa ahora. —Dijo esto y raíces de gran tamaño comenzaron a
cubrir su cuerpo y a los simios, tapándolos completamente muy rápido y de esas
raíces emergieron árboles grandes, árboles medianos y árboles pequeños.
La doctora y el niño permanecieron en
un claro rodeado por el monte nuevo.
Cerraron los ojos sintiéndose
blandos, livianos.
La doctora despertó sacudida por el niño y su voz.
—Mamá. —Acarició despacio la cabeza del hijo temiendo que algo
se rompiera. Su felicidad se detuvo en la mirada del niño que la guió hacia un
lado: junto a ellos estaba María Sabina, la joven nana, en posición fetal, muy
quieta. Se acercaron, la doctora besó su frente y el niño la tomó de la mano
por última vez.
En ese instante entraron a la
habitación mujeres silenciosas, descalzas, vestidas con huipil. Ocuparon todo
el espacio libre del lugar.
La doctora y el niño se separaron de
María y las mujeres rodearon su cuerpo murmurando en vibración, la envolvieron
con una manta y se la llevaron.
La doctora fue tras ellas y aferró
del brazo a la última.
—¿Quiénes son ustedes? —le preguntó.
Y la mujer respondió:
—Todas somos María Sabina.
María Cristina Rolnik nació en 1973 en la provincia de Corrientes, Argentina, y morirá, asegura, en el 2073 en la provincia de Corrientes (Estados del Sur Unidos por el Norte). Hizo estudios primarios, secundarios y terciarios, completos, por lo que puede afirmarse que es el orgullo de mamá y papá. Estudió danzas clásicas, pero las abandonó cuando se vio horrenda con más tutú que encanto. Estudió francés comercial, inglés de postguerra y sabe algunas palabras en guaraní y polaco. Actualmente hace ejercicio casi legal de la Medicina. Película favorita: Las alas del deseo. Escritor favorito: Edgar A. Poe. Poeta favorito: Alejandra Pizarnik.




