domingo, 23 de noviembre de 2025

MARCIANOS

Sergio Gaut vel Hartman

 

Ignacio estaba demasiado ocupado en otros menesteres como para ponerse a escribir un cuento cuando solo quedaban unos minutos para que se venciera el plazo de entrega. Así que optó por el recurso más fácil, sin preocuparse por la deshonestidad que implicaba. Tomó a Tiwot por el segundo brazo derecho y lo sacudió como si en lugar de ser su amado tutor marciano se tratara de una alfombra persa.

—Te pagaré cualquier cosa si me das una idea para un cuento. ¡Cien mil créditos solares!

El sabio Tiwot demoró varios minutos en responder, y cuando lo hizo, una luz verde se encendió en la cima de su cresta dorsal.

—Escribe: “Vio un animal, un ser que no estaba muerto ni vivo, algo que resplandecía con una débil luminosidad verdosa. Permaneció junto a las ruinas humeantes de la casa de Catmor y los hombres trajeron el equipo abandonado y lo pusieron debajo del morro del marciano. Se oyó un siseo, un resoplido, un rumor de engranajes”.

—¿Eso es… tuyo? —Ignacio vaciló un momento. Ya se había arrepentido de cortar por el atajo sucio; el párrafo dictado por el marciano le sonaba peligrosamente familiar.

—Es mío. Yo le dicté esas líneas, hace dos siglos terrestres, al que supuestamente las escribió.

—¡Es mentira! —exclamó Ignacio—. Cambiaste dos o tres palabras, pero sé de qué novela lo sacaste. Eso no fue lo que te pedí.

—¿No? ¿Seguro que no? No busques urdir una sucia triquiñuela para no pagarme los cien mil prometidos.

—¿Pagarte por plagiar a mi escritor favorito? Podría haberlo hecho yo.

—Pero no lo hiciste. Buscaste mi complicidad.

—Solo un poco de ayuda, aunque ya no la necesito.

Ignacio vio difuminarse la silueta de Tiwot y sonrió. Una vez más, el viejo y querido Ray Bradbury le había dado una mano, aunque no del modo esperado. Abrió la ventana y contempló la estrella azul que brillaba en el cielo marciano. Por un momento creyó que era cierto lo que decían los arqueólogos: la civilización del cuarto planeta había crecido y prosperado cuando los dinosaurios correteaban por la superficie de la Tierra, y había colapsado antes de que los humanos comenzaran a erguirse. Pero no tardó en recuperar la sensatez.

—Hola, Ignacio —dijo Xozed, sonriendo a la manera de los marcianos—. Veo que una vez más somos los protagonistas de uno de tus relatos.

Ignacio se encogió de hombros.

—No sé si protagonistas —dijo—. Aunque, en cierto modo… sí.

Xozed entró flotando al estudio de Ignacio, con esa elegancia gelatinosa que hacía difícil distinguir cuándo caminaba, cuándo se deslizaba y cuándo simplemente decidía no obedecer la gravedad. Se acomodó en el aire como quien acomoda un almohadón invisible.

—¿Y bien? —preguntó—. ¿Qué vas a escribir esta vez? ¿Otra historia sobre humanos que no entienden nada? ¿O tus preferencias derivan hacia una historia donde, por una vez, los marcianos no somos sabios, ni misteriosos, ni antiguos? Podríamos ser burocráticos, por ejemplo. Muy burocráticos. Una terrible raza de inspectores de formularios interplanetarios.

—Tentador —dijo Ignacio—, pero no da para el concurso.

Xozed inclinó sus cuatro ojos hacia distintas direcciones, gesto equivalente a un suspiro.

—Siempre los concursos. Siempre el plazo. Saben convertir el arte en una carrera de velocidad.

—No digas esas cosas —rio Ignacio—. Ustedes no tienen idea de lo que es luchar contra la página en blanco.

—Nosotros tampoco tenemos páginas —observó Xozed—. Ni blancas ni de ningún otro color. Todo lo escribimos en la memoria colectiva. Más cómodo, más ecológico.

—Y más peligroso —respondió Ignacio—. Un mal cuento podría infectar a toda tu especie.

Xozed lanzó una carcajada, ese peculiar sonido húmedo y rasposo que se parecía bastante al momento en que un zorro logra ingresar a un gallinero.

—Ah, pero no te confundas. Nosotros también borramos cosas. No te gustaría saber cuántos poetas marcianos han sido… ajustados.

Ignacio dejó la ventana. El cielo marciano lo distraía demasiado; uno empieza mirando una estrella y termina filosofando sobre su vida, sus decisiones, sus errores, las veces que podría haber sido feliz y no lo fue. Y él no estaba para eso. No con un cuento pendiente, no con un tutor marciano que reclamaba cien mil créditos solares por un párrafo robado a la literatura terrestre.

—Creo que voy a escribir algo simple —dijo—. Algo sobre un escritor desesperado que vive en Marte y que termina aceptando que no necesita robar ideas ajenas porque ya está lo suficientemente loco como para inventarlas solo.

—Autobiográfico —asintió Xozed—. Muy bonito. Pero te falta un conflicto.

—Podrías ser el conflicto.

—No. Ya estoy muy usado. Sería más saludable que pongas a Tiwot.

—Tiwot me quiere cobrar.

—Entonces es perfecto.

El silencio se hizo espeso. Ignacio se acercó al escritorio, encendió la pantalla y abrió un archivo vacío. Siempre funcionaba igual: la pantalla vacía provocaba miedo, pero también una especie de alivio. Miedo al fracaso; alivio porque todo puede comenzar desde cero.

—¿No te molesta que siempre hable de ustedes, los marcianos? —preguntó.

—Para nada — dijo Xozed—. Nos resulta entretenido ver cómo nos reinterpretan. Además, gracias a tus ficciones, la mitad de los turistas creen que somos una mezcla entre monjes tibetanos, fantasmas y bibliotecarios cósmicos. Eso nos da un aire bastante sugestivo, además de exótico.

Ignacio sonrió. Lo decía en broma, pero en el fondo tenía razón.

—¿Qué te parece si escribo algo sobre Catmor? —preguntó Ignacio mientras tecleaba—. Es un nombre hermoso. Suena a personaje trágico.

—Catmor fue real —dijo Xozed, con inesperada gravedad.

Ignacio dejó de escribir.

—¿Cómo que real?

—Muy real. Un explorador terrestre. Llegó en la tercera expedición. Era curioso, valiente y bastante imprudente. A veces pienso que ustedes, los humanos, solo existen porque el universo no tuvo tiempo de detenerlos. Bradbury no lo nombra, pero nuestros anales lo registraron y conservaron su memoria.

—¿Y qué pasó con él?

Xozed cerró los ojos –los cuatro– como si reviviera algo antiguo.

—Quemó su casa por error mientras intentaba fundir hielo marciano para obtener agua. Y algo salió de entre los escombros. Algo que no estaba muerto, ni vivo. Algo que brillaba con un resplandor verdoso.

Ignacio tragó saliva.

—Tiwot dijo lo mismo.

—Porque él fue testigo. Y no quiere recordar lo que pasó después.

Ignacio dejó el teclado.

—¿Qué pasó después?

—Eso deberías escribirlo, es tu tarea; recrear o inventar… no hay demasiada diferencia —respondió Xozed—. Aunque si te parece mejor, te puedo contar la verdad.

Ignacio dudó. Siempre había querido escuchar la verdad. Pero entonces, ¿qué lugar quedaba para la ficción?

—Mejor no —dijo al fin—. Si conozco los hechos verdaderos no voy a poder inventar nada. Escribir es un pacto. Cuando uno sabe demasiado, el pacto se rompe.

Xozed sonrió, satisfecho.

—Eso sí que suena a escritor.

Ignacio volvió a teclear.

Las palabras salieron con fluidez inesperada: sobre Catmor, sobre la criatura verde, sobre la casa en ruinas, sobre Tiwot y los engranajes y el siseo. Sobre un escritor en un planeta que no era el suyo. Sobre un marciano que le cobraba por ideas usadas. Sobre otro marciano que entendía demasiado.

Y mientras escribía, comprendió algo.

Tiwot no había citado a Bradbury.

Bradbury había citado a Tiwot.

O quizá ambos se habían copiado mutuamente a través del tiempo, como si la imaginación fuese una corriente compartida entre mentes que nunca se conocieron.

—Xozed —dijo sin apartar la vista de la pantalla—, ¿estás dispuesto a aceptar que las ideas viajan solas?

—Claro que sí —respondió el marciano—. Igual que las tormentas de arena. Y, a veces, igual que los recuerdos.

Cuando terminó el cuento, quedaban cinco minutos para el cierre del concurso. Lo envió sin releerlo. No hacía falta.

—Haré una confesión, Xozed —dijo, recostándose—. Este cuento, al final, es mío, no es plagio.

—Sí —asintió el marciano—. Pero nosotros aparecemos en él.

—Bueno —dijo Ignacio, encogiéndose de hombros—. Nadie se libra fácilmente de sus amigos.

Xozed lo miró con ternura extraterrestre.

—Y menos de los buenos.

La luz azul de la estrella terrestre iluminó el estudio. En ese momento, Ignacio pensó que, si alguna vez ganaba un premio importante, tendría que incluir un apartado de agradecimientos. Pero dudaba entre poner: “Gracias, Ray”. O “Gracias, Tiwot y Xozed”.

Al final decidió que pondría ambos.

Después de todo, la buena literatura, como la amistad, siempre es cosa de más de un mundo.

—Finalmente —dijo Tiwot—, ¿vas a pagarme los cien mil créditos solares o no?

Sergio Gaut vel Hartman nació en Buenos Aires el 28 de septiembre de 1947. Es escritor, editor y antólogo. Inició su carrera literaria en 1970, publicando en la revista española Nueva Dimensión. En Argentina, fue parte del equipo de la revista El Péndulo y fundó el fanzine Sinergia y dirigió la revista Parsec. Su primer libro de cuentos, Cuerpos descartables, fue publicado en 1985 por Ediciones Minotauro. Ha sido finalista del Premio Minotauro 2005 con su novela El juego del tiempo, y del Premio UPC por su novelas cortas Otro caminoCarne verdadera y Otro dios caprichoso. Creó y coordina el TALLER 9 de escritura creativa y este blog, MICROFICCIONES Y CUENTOS. En las últimas semanas ha sido finalista en varios concursos literarios, aunque no ganó ninguno de ellos. 

TEMPORADA ALTA

Gerson Lodi-Ribeiro

 

—Conexión de Capella en la línea ansible. Es la gobernadora de los elfos en este sector de la periferia galáctica. Ya sabe lo que ellas quieren, ¿no? —El humano oye al programa maestro de la agencia susurrar dentro de su mente.

—Por desgracia. Vamos a dejarla en stand-by.

—Ella no apreciará en absoluto esa descortesía humana.

—Tal vez sirva para ablandarla un poco.

—¿Ablandar a una lady-elfo? Bueno, jefe, usted es quien manda.

El humano, alto y esbelto parpadea con la nítida impresión de que el sentido del humor del programa maestro de la agencia se está volviendo cada vez más sutil y afilado con el paso de los años.

Le pide al sistema oculto bajo el panel de roble sintético que reduzca la velocidad de transmisión de datos a su mente. Abre sus ojos azul claro y observa el paisaje desplegado en la ventana panorámica de su despacho.

Anochece en ese hemisferio de Marte. El panorama del crepúsculo rojo sobre aquellas mesetas serenas, visto desde la cima del volcán Olympus Mons, es un espectáculo incomparable en todo el Sistema Solar. Vastas llanuras rojas se extienden decenas de kilómetros en todas las direcciones, recortadas por cauces secos de ríos de un pasado muy antiguo y salpicadas aquí y allá por oasis verdes, lugares donde los trabajos de terraformación ya están avanzados.

Un alienígena que se encontrara con ese paisaje magnífico, visto desde los amplios ventanales polarizados de la oficina general de la agencia de turismo temporal, difícilmente imaginaría que se trata de una holografía ingeniosa proyectada desde el interior de la sala.

La estancia fue excavada en el núcleo de un pequeño asteroide; una roca que describe una órbita circular muy ajustada, cuyo radio es menos de una décima parte del radio de la órbita de Mercurio.

Una roca de apenas unos pocos kilómetros de longitud había sido remolcada hasta aquel lugar, donde permanece no sólo debidamente camuflada bajo el intenso flujo de la fotosfera, sino que además aprovecha una fracción sustancial de la energía incidente.

La ubicación exacta de la agencia es uno de los secretos mejor guardados de la humanidad y uno de sus pocos triunfos. Algunas civilizaciones galácticas imaginan que la agencia se encuentra en Honolulu, la capital de la Tierra. Otras creen que sus instalaciones están en la cima del volcán más grande del Sistema Solar. Apenas dos de las varias localizaciones falsas disponibles.

—¿Y entonces, Arthur? —La pregunta del programa maestro retumba en su mente, desviando su atención de la tarea que realiza con la ayuda de la otra IA. Suprime el bloqueo telepático para hacer la invasión menos dolorosa—. ¿Puede atender a la jerarca de los elfos ahora? La criatura viene mostrando señales claras de impaciencia y, sinceramente, no parece dispuesta a esperar más.

Contrariado, el humano da por concluido el diálogo que viene manteniendo con la IA residente en el panel frontal. Las actividades de rutina en la gestión de la agencia de turismo deben ser dejadas de lado una vez más en favor de las buenas relaciones diplomáticas de la humanidad con una de las civilizaciones galácticas dominantes en este sector de la periferia.

Pasa las manos por su largo cabello desordenado, intentando arreglarlo lo mejor posible. Levemente molesto, emite dos breves órdenes mentales. La primera, para que su sillón gire ciento ochenta grados, quedando frente al holotanque de comunicaciones. La segunda, para que la iluminación ambiental se atenúe bastante. La agudeza visual de los elfos es muy superior a la de los humanos sin implantes retinianos.

—¿No puede retenerla un poco más?

El programa maestro suelta una risita baja, que uno diría entre dientes, si los tuviera. Arthur sospecha que él también se está volviendo más voluntarioso a cada actualización, y a medida que los siglos pasan y los administradores humanos se suceden.

—Ella ya está harta de mi conversación. Y, a decir verdad, el sentimiento es recíproco. Amenazó con interrumpir la comunicación tres veces y está, en este preciso instante, insinuando que la demora podría llegar a tener consecuencias bastante desagradables para el progreso tecnológico de la humanidad.

—El viejo discurso de siempre. Ya sabe lo que pienso de la política de tratar a esos alienígenas con la deferencia debida a ministros plenipotenciarios del Espíritu Universal.

—Lo sé, lo sé. Dicen sus principios personales que no sirve de nada tratarlos bien, porque jamás nos proporcionarán la tecnología de los viajes hiperespaciales. Sin embargo, nosotros también tenemos algo que ellos ansían, ¿no es cierto?

—Exceptuando su tono sarcástico, eso mismo. Lo peor es que siempre soy yo quien se somete a esas sesiones de amenazas y promesas. Los resultados son invariablemente nulos. Cuando no son los elfos, son los demigods u otros alienígenas de cualquier civilización galáctica.

—Sí, pero estos elfos se han mostrado más insistentes a lo largo de este siglo. Está también la cuestión del interés religioso... Ah, en este mismo momento está profiriendo una larga serie de improperios en su idioma nativo. ¿Le gustaría una traducción simultánea?

—Muchísimas gracias. Basta de charla. Pasa la conexión.

—Con todo gusto. Diviértase.

—Quédate cerca.

—No me perdería el espectáculo por nada de este lado de la periferia galáctica.

Los elfos son una especie típicamente humanoide. Su constitución delicada es un indicio claro de que evolucionaron en un mundo de baja gravedad. Sus rostros y brazos están en general recubiertos por cortos pelillos marrones, semejantes al pelaje de un caballo. Sus orejas afiladas, peludas como las de un gato, albergan aparatos auditivos más sensibles que los humanos. En esta especie las hembras son indiscutiblemente más grandes, vigorosas y agresivas.

Los humanos bautizaron a esos seres como “elfos” por una vaga y supuesta semejanza con los elfos oscuros de la obra de Tolkien.

Unos enormes ojos rojos de lémur brillan cuando su dueña se da cuenta de que está mirando al administrador de la agencia. La gobernadora gesticula nerviosa con los seis dedos finos de la mano izquierda, haciendo un saludo descuidado, normalmente empleado por su pueblo al tratar con especies racionales subalternas.

—Por fin se dignó a comparecer. ¡Y ni siquiera es una hembra!

—¿Cómo ha estado, gobernadora? —Arthur esperaba un comentario sexista de ese tipo, tratándose de una lady-elfo—. Como Vuestra Excelencia sin duda sabe, entre los humanos los machos también desempeñan funciones de responsabilidad política y diplomática.

—Respeto las idiosincrasias de su pueblo. Sin embargo, todavía preferiría tratar directamente con una hembra humana. Nada personal, se lo aseguro.

—La señora solicitó hablar personalmente con el administrador de la agencia, ¿no es así?

—No imaginé que las humanas permitieran a sus machos ejercer un cargo así. —Los hombros estrechos de la alienígena se remueven como si sintiera incomodidad—. Pero, si usted está seguro de que está calificado para representar a su especie, vamos a lo que interesa.

—Perfectamente.

La alienígena parece tragar en seco, como preparándose para abordar un asunto embarazoso y desagradable.

—La humanidad es la única civilización conocida que domina la tecnología de los viajes temporales al pasado. Deseamos aprender con las humanas y estamos dispuestas a recompensar a su especie por las enseñanzas que nos impartan, proporcionándoles técnicas y productos que hace tiempo ambicionan.

—Nuestros dos pueblos ya han discutido ese asunto antes. En realidad, podemos decir que emprender viajes retrotemporales es un viejo anhelo de los elfos, ¿no es cierto? Un sueño casi tan antiguo como el de los humanos de aprender las técnicas que posibiliten viajes estelares a velocidades superiores a la de la luz. Pues bien, señora, los términos no han cambiado.

—Las humanas son una especie tozuda e insensata. —Las irises de los ojos de la gobernadora centellean como hierro al rojo vivo. Arthur ni siquiera necesitaría de su formación en xenopsicología aplicada para saber lo que eso significa—. Ya les dijimos que estamos impedidas de proporcionarles el vuelo hiperespacial. Todas las civilizaciones avanzadas de este sector de la periferia decidieron de común acuerdo que las especies más jóvenes de la comunidad galáctica deben desarrollar esa tecnología por sí mismas.

—Ya hemos escuchado ese discurso de boca de muchos pueblos distintos. Los que se autoproclaman “comunidad galáctica” ven el desarrollo de esa técnica como una prueba de madurez. Es sabido, sin embargo, que sólo una civilización tecnológica de cada mil parece capaz de descubrir las técnicas de navegación hiperespacial sin ayuda. Aunque existan actualmente más de treinta especies que construyen hipernaves, esta tecnología sólo fue desarrollada de forma independiente cuatro veces, de acuerdo con los registros de todas las especies civilizadas con las que hemos establecido contacto. Y, en los cuatro casos, se trató de un descubrimiento accidental. Un hallazgo difícilmente reproducible mediante un esfuerzo de investigación.

—Sus estimaciones no están lejos de la realidad. Existe, sin embargo, una lógica tras esa ley que impera desde hace cientos de miles de sus años. No nos atrevemos a permitir que la periferia sea inundada por un aluvión de especies inmaduras.

—Comprendemos su posición. A cambio, esperamos que acepten la nuestra. La tecnología del viaje retrotemporal es potencialmente muy peligrosa. Ni siquiera hace falta recordarle los riesgos implicados en la creación de paradojas temporales negativas. Los elfos saben tan bien como nosotros que una paradoja de ese tipo podría originar una serie de catástrofes de alcance cósmico.

—¿Está insinuando que mi especie no tendría la madurez para lidiar con esos riesgos y tomar providencias para evitar que ocurran?

—Lejos de mí tal idea. Sin embargo, póngase en nuestro lugar. Confieso que abrigamos temores sobre lo que podría ocurrir si una tecnología tan peligrosa como esa cayera en poder de ese aluvión de civilizaciones inmaduras que habitan nuestro sector de la periferia.

—No apreciamos las manifestaciones groseras de aquello que las humanas consideran sentido del humor.

—Lo siento muchísimo, Vuestra Excelencia.

—Mi pueblo ya contaba con esa negativa a cedernos la tecnología temporal. Sin embargo, hay otro asunto igualmente importante que deseamos tratar con usted.

Mientras presiona al administrador humano, la alienígena enrolla distraídamente un mechón de su larga cabellera pelirroja en una de las garras retráctiles de la mano derecha.

Arthur sabe que el largo del cabello constituye una excelente medida de la posición social que una lady-elfo ocupa en la jerarquía de su pueblo. Y el cabello de la gobernadora es particularmente largo, cayendo hasta la mitad de sus hombros. Se pregunta si el hecho de mantener el cabello largo no habrá confundido a la alienígena.

Ella mira al humano con una expresión que pretende ser amistosa.

—¿Es cierto que están patrocinando viajes turísticos a su pasado histórico?

—En efecto, ese tipo de servicio se está ofreciendo de forma experimental.

—¿Y podría ser contratado por no humanos?

—Sí. Ya hemos tenido varios turistas alienígenas en visita a algunos pocos eventos históricos de nuestra fase monoplanetaria.

—Algunas filósofas élficas están interesadas en asistir a un determinado evento del pasado humano.

—De acuerdo. La crucifixión de Cristo, ¿verdad?

—Exacto. ¿Cómo lo supo?

—Somos la única especie racional que creó el concepto de religión. Los alienígenas que nos visitan se muestran, en general, encantados y muy curiosos con un fenómeno socioantropológico de esa envergadura. También somos los únicos capaces de efectuar viajes al pasado. Es natural que los turistas quieran presenciar ciertos eventos cruciales in loco, para discriminar mejor los mitos de la realidad. En cuanto a la crucifixión de Cristo, parece ser el punto central de esa curiosidad morbosa, por así decirlo.

—¿Quiere decir que otros alienígenas ya han estudiado ese evento histórico?

—Ah, sí. La crucifixión es una especie de temporada alta en lo que concierne al turismo retrotemporal. A decir verdad, tuvimos algunos problemas de contención de paradojas con ese evento en particular.

—Prometemos tomar todas las medidas de seguridad posibles.

—No será necesario. La agencia Contingencias Retrotemporales, nuestra agencia madre por así decir, se encargará de la seguridad.

La gobernadora cierra lentamente sus estrechos labios correosos. Aparentemente, no contaba con una supervisión humana en las investigaciones de sus filósofas.

—Además, todos los alienígenas viajarán disfrazados de humanos y vestidos como los nativos de Jerusalén en los primeros años del Imperio Romano. Deberán también aprender los idiomas latín y arameo tal como se articulaban en la época.

—Naturalmente. No habrá ningún problema con eso, siempre que podamos contar con la orientación humana. No pretendemos de ninguna manera interferir en su pasado histórico.

—¿Cuántas estudiosas elfas irían?

—Unas cinco o seis. Nos gustaría que asistieran al evento disfrazadas de legionarias romanas.

—Eso no será posible. Las plazas para legionarios romanos ya están todas ocupadas por historiadores y arqueólogos humanos. No podemos alterar eso, dado que ellos ya han estado allí en el pasado y, efectivamente, ya han presenciado la crucifixión.

—Eso es lamentable. Bueno, debo confesar que yo misma conozco relativamente bien ese período de la historia de su pueblo. ¿Qué tal, entonces, mercaderes sirios?

—Ya tenemos siete jerarcas demigods disfrazados de mercaderes y otros quince alienígenas de cuatro especies distintas. Nuestro cupo de mercaderes sirios galácticos está completo.

—Siempre podríamos asumir el papel de campesinos o pequeños artesanos locales. Al parecer, varios centenares de ellos acompañaron el evento.

—Es verdad. Pero pocos lo presenciaron de principio a fin. Y esos pocos estaban dispersos en la multitud que siguió el cortejo de la cruz por las callejuelas de Jerusalén. Sería absurdo dispersar a un pequeño grupo de elfos en una turba de humanos semibárbaros. Sería invocar un paradoja negativa.

—Estoy dispuesta a intentar reducir el número de filósofas élficas a dos o tres, si usted me asegura los lugares de las otras dos crucificadas.

—Eso es simplemente inaceptable. No podemos andar crucificando alienígenas impunemente en nuestro pasado.

—Parece que todos los buenos lugares ya están ocupados. ¿Todavía queda alguna nativa auténtica en ese evento histórico?

—Esa misma crítica pertinente ha sido presentada por los programas autoconscientes que gestionan los viajes retrotemporales y procuran evitar la aparición de paradojas negativas.

—Se están preocupando demasiado. El Universo no es tan frágil. El continuo espaciotemporal posee un poder de cicatrización admirable. ¿Recuerda aquel incidente del Cruce del Mar Rojo?

Arthur se sorprende con el conocimiento de la lady-elfo. Un punto para el servicio de inteligencia de la representación diplomática de los elfos en el Sistema Solar.

De hecho, cuando los historiadores visitaron por primera vez el lugar espaciotemporal donde debía haberse producido el cruce del Mar Rojo, se toparon con un grupo de campesinos hebreos en fuga, liderados por un anciano que presentaba una vaga semejanza con el Moisés bíblico. Los fugitivos acabaron acorralados entre las tropas del faraón y la playa. No había salida y fueron masacrados. Los pocos supervivientes regresaron a Egipto como esclavos.

En el presente, la leyenda de la apertura de las aguas del Mar Rojo siguió sin una explicación plausible. Algunos años más tarde, otra expedición, esta vez compuesta por un equipo mixto de humanos y alienígenas, volvió al punto donde la travesía de los hebreos había fracasado. Programado de forma errónea, un generador de campo alienígena se disparó solo, formando un túnel de energía cilíndrico que conectó accidentalmente las dos orillas, por debajo de las aguas del Mar Rojo. Ávidos por un milagro, los hebreos se lanzaron al interior del túnel creado por el campo defensivo. Comprendiendo el alcance del acontecimiento, el programa maestro que coordinaba aquella visita al pasado recomendó mantener el campo energético activado hasta que los seguidores de Moisés llegaran sanos y salvos al otro lado. Y esa interferencia del futuro en el pasado generó una paradoja temporal positiva, cuya única consecuencia concreta fue el milagro conocido como la Apertura de las Aguas del Mar Rojo.

—Aquello fue distinto. Una paradoja positiva. No hubo alteración del pasado, sino un refuerzo de lo que ya estaba registrado en algunas de nuestras fuentes históricas.

La alienígena lanza una mirada fulgurante a Arthur. Un indicio claro de que está a punto de perder la calma.

—¿Y qué nos queda entonces?

El humano suspira hondo antes de responder.

—Mire, sé que pueden incluso sentirse ofendidas, pero en realidad no nos han sobrado muchas opciones. Si están de acuerdo, no tendrán que preocuparse por el arameo y el latín. Descubrimos la presencia de dos animales de tiro que arrastraban una pequeña carreta de dos ruedas, confiscada por un decurión romano que estaba de franco ese día y decidió presenciar de cerca todo el espectáculo de la crucifixión.

—¿Podríamos embarcar en ese vehículo? Pensé que una carreta era demasiado pequeña para transportar a más de una persona. No se preocupe por si nos sentimos ofendidas. Percibo que la situación es crítica y no tomaré a mal la sugerencia de que embarquemos como pasajeras de un vehículo tan primitivo.

—La sugerencia no es exactamente esa. Hace algunos años, nuestros neuropsicólogos desarrollaron una técnica segura para implantar temporalmente la conciencia de una criatura inteligente en el cerebro de un animal superior.

—¿Qué? ¿Está sugiriendo que visitemos el pasado humano embarcadas en las mentes de animales de carga? Seríamos objeto de bromas maliciosas en todo el Grupo Local hasta el fin de la Gran Expansión.

—Bueno, sé que puede parecer...

—¡Escuche bien, macho humano estúpido! Ya perdí la paciencia con su sentido del humor idiota. Si pudiera tomar sola una decisión de esa envergadura, ordenaría que el Sol fuera convertido en un agujero negro.

—Sabía que la señora se sentiría ofendida.

—Y aun así articuló su propuesta. Eso es típico de ustedes. Después preguntan por qué los consideramos inmaduros para colonizar la Vía Láctea.

La gobernadora hace un gesto brusco con la mano izquierda y el holograma se disuelve en un destello verdoso.

—Vaya, jefe, ni siquiera se despidió. Creo que esta vez se pasó un poco.

—Eso no va a alterar significativamente las relaciones entre humanos y elfos. Además, después de nuestra agradable conversación, le garantizo que nos dejarán en paz durante algunas décadas.

—En eso tiene razón —el tono del programa maestro es de alivio sincero—. Ya estaba visualizando el momento en que propondría cambiar el lugar de Jesús en la crucifixión por el secreto del vuelo hiperespacial.

—Ya hemos caído en ese cuento antes. Los demigods aseguraban que era completamente seguro. Al fin y al cabo, su agente especial convivió varios años con los nativos de la Judea precristiana. Todo parecía perfecto, ¿recuerda?

—Sólo de pensar en la multitud aterrorizada, presenciando aquella sangre azul verdosa chorreando por el cuerpo de Cristo, cruz abajo. Y en las docenas de antenas serpentinas que brotaron de la corona de espinas cuando el demigod perdió el control. Sin mencionar el tumulto y las muertes por pisoteo que se siguieron al incidente.

—Y en el trabajo que dio limpiar todo aquel desastre de los registros históricos únicamente con los recursos de que disponíamos en el pasado. Una carrera alucinada para evitar un tremendo paradoja negativa que, sin duda, barrería de la Espiral a la civilización humana tal como la conocemos.

—Sí, jefe, quizá tenga razón. El pasado humano es demasiado frágil para permitir que esos turistas alienígenas anden paseándose libremente por nuestros libros de historia.


Título original en portugués: "Alta temporal"

Traducción: Sergio Gaut vel Hartman

Gerson Lodi-Ribeiro es un escritor brasileño de ciencia ficción, con títulos en Ingeniería Electrónica y Astronomía por la UFRJ. Sus primeros cuentos aparecieron en fanzines como Boletim Antares y Somnium en la década de 1980, pero su debut profesional como escritor se dio, de hecho, con la noveleta “Alienígenas Mitológicos”, publicada en la edición brasileña de la Isaac Asimov Magazine n.º 15. En el n.º 25 de la misma revista también publicó “A Ética da Traição” (1993), un cuento largo del subgénero de historia alternativa que también apareció en la revista semiprofesional francesa Antarès—Science Fiction sans Frontieres, y en la antología O Atlântico Tem Duas Margens (1993). Esta obra es reconocida como un clásico moderno de la ciencia ficción brasileña. En 1996, Lodi-Ribeiro recibió el Premio Nova al Mejor Trabajo de Ciencia Ficción y Fantasía por O Vampiro de Nova Holanda y, en 1999, el Premio Nautilus a la Mejor Noveleta por A Filha do Predador, escrita bajo el seudónimo de Daniel Alvarez y publicada ese mismo año en el fanzine Intrepid. El autor también recibió el Premio Argos Especial por el conjunto de su obra y, en 2012, el Premio Argos al Mejor Novela de Ciencia Ficción y Fantasía por A Guardiã da Memória. En 2018 volvió a recibir el Premio Argos a la Mejor Novela de Ciencia Ficción y Fantasía por Octopusgarden. Entre 2004 y 2010, el autor trabajó en el desarrollo del universo ficcional del juego Taikodom. En abril de 2009 se publicó el libro Taikodom: Crônicas por Devir Livraria. Entre sus últimas obras publicadas pueden citarse Estranhos no Paraíso (novela, 2015), la ya citada novela Octopusgarden (2017) y Pecados Terrestres (novela corta, 2022). 

ETERNIDAD

Kristijan Šarac

 

Su olor está en mi piel. Necesito una ducha, pero no quiero borrarlo.

Nos conocíamos desde hacía tiempo, pero recién entonces —esa tarde en el pequeño recinto con piscina— nos atrevimos a cruzado la línea. Una silenciosa intimidad aún vibraba en el aire cuando él, de pronto, rompió la calma.

—¿Cómo está Marko?

Eran amigos y trabajaban juntos.

Yo debería haber contestado con suma cortesía: “¿Y tu prometida, está bien?”.

Pero algo me ató la lengua.

Él se puso el bóxer. Era parecido al mío. Todo entre nosotros parecía tener un reflejo común. Incluso la manera de escapar del mundo era idéntica. Se incorporó, apoyándose en la almohada, con una sonrisa que aligeraba la fragilidad del momento.

“Somos iguales”, pensé. Y habría querido decírselo en voz alta. Pero mi nuevo amante –mi nuevo amado– no debía ni sospechar cuánto significaba ya para mí. Porque si uno piensa algo con demasiada insistencia… puede volverse verdad.

Él seguía sonriendo. No sabía si yo me engañaba a mí misma o si él se atrevía a pensar lo mismo que yo. Quería que me abrazara de nuevo. Horas. Días.

Mientras me abrochaba el sujetador, también empecé a sonreír.

Ambos mirábamos hacia la pared, evitando cruzar las miradas; si lo hacíamos, no saldríamos de esa habitación en mucho, mucho tiempo.

—Te amo —susurró él de repente, temblando como si no creyera haber dicho esas palabras.

—Nadie puede saberlo —le respondí automáticamente.

Pasaron años…

Seguimos juntos en secreto, siempre que era posible.

Ese era nuestro refugio, donde podíamos ser “nosotros”, donde nadie más existía.

 

No hay lágrimas. No hay dolor. Solo un vacío donde antes estuvo él.

Miro a los demás llorar sin entender para qué sirve el llanto. Es un gesto vacío, una distracción teatral que desvía la atención del difunto hacia ellos.

A mí las lágrimas no me devolverán nada.

Con los años, su lado de la cama –y de mi corazón– se llenó únicamente de recuerdos de la felicidad compartida.

 

Nunca dudé de mi propia locura cuando intentaba aceptar un mundo sin él. Me preguntaba una y otra vez qué era real. Nunca hallé una respuesta para ningún “¿por qué?”. ¿Cuántas veces debo perderte? ¿Cuántas veces debo enterrarte? ¿Qué tendría que hacer para evitar que tu tumba vuelva a cerrarse entre nosotros? Hay comprensiones que solo algunos reciben. Es un sentido que no puede enseñarse.

 

El Portador de Luz cayó, dejando tras de sí un mito cruel.

Las historias de los vencedores quizá son ciertas… o quizá nos cubrieron los ojos para que viéramos solo lo que ellos quieren. Yo marcaré el sendero por el que caminé antes de salir de la oscuridad.

Una rebelión nació contra la tiranía. Una batalla sangrienta derribó al último de los voladores, los que eran nuestra esperanza de vivir iluminados. Pero no se rindieron. Por fortuna. Ganaron poco para ellos, mucho para nosotros.

Siempre agradeceré a mi protector, Antiquus Serpens, por liberarnos de esas jaulas doradas y permitirnos pensar con nuestras propias mentes.

Nosotros nos mostramos indignos de los sacrificios de héroes como Abadón, Belcebú y Belial, que lo perdieron todo por nuestra libertad.

Y aun así, caímos de nuevo en la sombra disfrazada de luz.

Por él daría mi vida. Y por él cometí todas las atrocidades que hice creyendo hacer el bien, engañada por los invasores. Ahora mis ojos están abiertos: veo al guardián de la puerta ígnea, Magnus Drakoa. Me espera. Es mi turno de entrar en el amparo de los caídos. He ganado un poco de paz tras tantos años de lucha entre las sombras y esos breves destellos de penumbra. Toda mi esperanza está en que la firma que dejo –sellada con mi sangre– me alivie la existencia en este cuerpo. Es un pacto que vale dos almas.

 

La gente me dice que no quiero estar sola. Pero no entienden lo que implica “matarlo dentro de mí”. Me da igual lo que digan: vivo para su recuerdo, no para el hombre que ellos lloran. Cada noche, desde que él…

Me siento en la pesada butaca y miro los dos espejos negros en la pared. Cuando me reflejo en ellos, soy prisionera y, a la vez, vuelo libre como un cóndor. Esos ojos oscuros me queman como un Fénix y me congelan como un espíritu de hielo. No sé cómo no perderme para siempre en ese negro con un matiz indefinido de marrón. He sido su prisionera durante tanto tiempo… Una cautiva en frías mazmorras. Una esclava de esas garras afiladas que, a cada parpadeo cansado, arrancan un pedazo de mi alma. Y sin embargo, me embriaga la idea de destruir el mundo con el fuego que llevo dentro. Ese impulso me eleva, feroz, como un ave en pleno ataque. En esos lagos oscuros y helados –en sus ojos, en los míos, en ese espejo– inventé la perfección. Un ideal imposible de su rostro, de sus gestos, de sus palabras. Allí dormía él, acurrucado en mi amor. Luego me pierdo de nuevo en ese mar negro, y me veo en el reflejo… pero no soy yo. Es una versión idealizada de mí misma. Las sombras mienten: muestran una versión más brillante, más perfecta. Un ser que no pertenece a este mundo. Que nunca existió. Él dejó mi vacío y solo quedaron tormentas. Piedras en el lugar de los pulmones. No respiro desde hace una eternidad.

Hoy esos ojos no me conceden piedad. Me muestran como una inquisidora, una torturadora. Pero esa no soy yo: solo es otra imagen torcida bajo los juicios humanos. Nadie necesita saber de mis heridas ni de mi sangre ofrecida. Él…

Cuando vuelvo a mirar esos dos espejos negros, solo veo mi reflejo roto. Espinas donde antes había algo vivo. No existo en esta realidad. Cuando no me reflejo en ellos, estoy vacía, como una cáscara. Sin ellos no existo. Me vuelvo un fantasma. Mi nuevo entorno tiene muchos espejos, pero ninguno mezcla verdad y mentira como los ojos negros de mi amado. Allí estoy, tumbada en el abismo oscuro, en el marco de sus ojos. Allí duermo, sobre las piedras donde mis alas se rompieron contra su cuerpo y su piel pálida. A donde vaya, me perseguirán los espejos de mi alma: sus ojos negros.

 

Estoy cansada. Estoy sola. Sigues vivo en mi recuerdo, así que no me abandonaste por completo. Me dejaste algo por lo que valía la pena vivir. Pero ahora, cuando mi corazón y mi alma están gastados por la falta que me haces, solo lamento una cosa: Que tú, igual que tu recuerdo, morirás conmigo.


Título original en serbio: Večnost

Traducción: Sergio Gaut vel Hartman

 

Kristijan Šarac nació en 1981 en Split. En 2015 puso en marcha el portal www.fantasticnivodic.com, donde escribe reseñas y análisis centrados en la literatura y la fantasía. En 2017 fundó la asociación “Autostoperski vodič kroz fantastiku” (“La Guía del Autoestopista por la Fantasía”), que se dedica a crear, desarrollar y llevar a cabo los programas de la Asociación orientados al estímulo y desarrollo de la literatura fantástica en la región, lo que incluye también la gestión de la parte editorial, no lucrativa, del trabajo de la Asociación. Es el editor principal y responsable de quince ediciones publicadas hasta ahora y de tres números de revista. Editó los libros Madre distorsión y El último refugio, de Vlatka Basioli. También participa ocasionalmente en la edición de la colección anual de relatos Regia Fantastica. Es colaborador de las editoriales Forme B y Golconda, y autor de numerosos prólogos para sus ediciones de cómics de las series Morgan Lost, Brendon, Nathan Never y Julia. Se han publicado sus relatos en las antologías del “Fantastični vodič”, “Avetinje i anđame”, “Ubiq” y “Marsonic”.


EL ERROR DEL NIGROMANTE, O EL HEROÍSMO DEL CENTURIÓN DEPOPALO

Sergiy Paltsun

 

—¿Se aburren, pasantes?

Dos bachilleres de Mezhyhiria, a quienes les tocó la guardia nocturna en la fiesta del Spas de las Manzanas, se pusieron de pie al ver llegar al jefe de la Administración del Podil, el centurión Depopalo.

—Oh —dijo uno de ellos.

—Siéntense, muchachos. No estoy de servicio. No puedo dormir, así que pasé por aquí. A tomar un tecito, charlar un poco. En las fiestas, hacer guardia por la noche es lo más aburrido. Ninguna infracción. Las brujas, cuando hacen hechizos, lo hacen sobre el aguardiente, y ahí ya… eso es asunto de la guardia criminal. —El centurión arrojó un manojo de rosquillas sobre la mesa, se sentó y empezó a encender la pipa—. ¿Quizá lamentan no haber entrado en la Administración de Pechersk? —Depopalo exhaló la primera nube de humo—. ¿Creen que solo allí, en las colinas, se hacen las grandes cosas y ocurren los grandes acontecimientos? —Los pasantes, en silencio, le acercaron un vaso de té al centurión—. ¿Y saben ustedes que justamente aquí, en el Podil, hace un cuarto de siglo con estas manos salvé al mundo entero de la destrucción?

El risueño pasante Balabán se atragantó con la rosquilla.

—¿Se refiere a nuestro planeta, señor centurión? — preguntó Tudijata, su compañero, más prudente, tras darle una palmada en la espalda.

—A ese mismo, muchachos… Si me hubiese retrasado aunque fuera unos segundos… —Depopalo se recostó contra el respaldo de la silla y se frotó las sienes—. Aquel verano vino a nosotros el mundialmente famoso ilusionista Hall Helway. Bueno, no es que viniera deliberadamente, sino que se detuvo un día, de camino de Siberia a París. A nuestra gente no la sorprendes con trucos, pero ¡era el mismísimo Helway! Así que los funcionarios del ministerio de Cultura le pidieron que mostrara sus números a los ciudadanos. Él aceptó y eligió la plaza del ayuntamiento para la actuación. ¡Y cómo maldecía entonces nuestro centurión! Estábamos justo tras la pista de un famoso nigromante. Hasán al Magrib, también conocido como Alex von Pilz, también conocido como Sañko Hryb, de los Basavriuki de Kozhumyaky. El viejo pronunció mal un hechizo franco para el dolor de cabeza y empezó a creer que se la habían cortado, sí, cortado su estúpida cabeza. Así que andaba buscando una nueva, probando las cabezas de los transeúntes para elegir una adecuada. Por suerte, pensaba que junto con la cabeza había perdido la vista, y no se alejaba de su casa más de un par de manzanas. Pero para desgracia nuestra, en una de esas manzanas estaba el ayuntamiento. ¡Y durante el espectáculo iba a haber gran variedad de cabezas disponibles! Seguro se preguntarán por qué, sabiendo tanto sobre el hechicero, no lo atrapamos enseguida. No lo atrapamos porque no sabíamos cómo era ni dónde vivía. Todo lo que sabíamos, lo sabíamos por las víctimas. Cuando te pruebas la cabeza de otro, muchachos, en ella inevitablemente quedan huellas de tus pensamientos. ¡Pero en los pensamientos de un ciego no hay nada que pueda verse! Cancelar el espectáculo era imposible, así que ese día todos nuestros hombres estaban en la plaza. A mí, el más joven, me enviaron con binoculares al tejado de la Hermandad. Había pocos transeúntes en las calles cercanas, y podía observar tanto a ellos como al propio Helway. Éste entretuvo al público sacando florecitas y conejos del sombrero, y luego adoptó un tono solemne y declaró que ahora, especialmente para nuestros ciudadanos, repetiría el número con el que alguna vez había impresionado a la capital británica: Detener las agujas del reloj del carillón de la ciudad, y tal vez también los relojes de algunos miembros de la nobleza. Tras esperar a que el público comprendiera la importancia del momento, Helway giró hacia la torre y, gritando un conjuro, agitó los brazos. Los espectadores, conteniendo el aliento, miraban hacia arriba. La aguja de los minutos se acercó a la última marca antes del mediodía, se detuvo… y saltó como siempre. El carillón empezó a tocar las campanadas del mediodía. El ilusionista miraba desconcertado la torre. Estaba convencido de que el reloj se detendría, pero la insensible maquinaria seguía marcando los golpes sin inmutarse. La quinta, la sexta, la séptima, la octa… El carillón carraspeó y enmudeció, y Helway se llevó la mano al corazón, gimió y cayó. Me pareció que alguien más gritó en la torre, pero al momento siguiente estalló tal estruendo que no se habría distinguido ni un estornudo propio. El público clamaba. Nadie notó la caída de Helway, porque todos miraban sus propios relojes. Y, a juzgar por los gritos, había muchos elegidos. Además, su número aumentaba cada instante. En sentido literal. Como se expande en el agua un círculo tras arrojar una piedra, así se expandía desde el estrado una ola de gritos jubilosos y manos alzadas con relojes muertos. Ahí fue cuando me preocupé. Y no por Helway, a quien ya corrían a socorrer los guardias, sino por el reloj de mi abuelo. Una vez, en su juventud, había recibido un cronómetro con dedicatoria de la mismísima reina británica. Y ese día, a escondidas, había tomado yo esa reliquia, porque el cristal de mi reloj se había roto. ¡Y ahora ese regalo real, que jamás había ido al relojero y que el abuelo nunca había olvidado dar cuerda, tenía que detenerse…! Bajé al patio de la Hermandad y me alejé de la plaza rápidamente. Saqué el cronómetro de mi abuelo… y casi tropecé con una piedra que yacía imperturbable en medio del patio. “¡¿Qué demonios?!” pensé dirigiéndome mentalmente al albañil descuidado, pero entonces vi que la superficie de la piedra estaba cubierta de números y marcas, y en el centro brillaba una placa de bronce. Un reloj de sol. Instalado quizá aún por los fundadores de la Hermandad o de la Academia… Sin embargo, no había tiempo para reflexiones historiográficas. Avancé… y me quedé petrificado. Un reloj de sol… ¡Un reloj! Pero dentro de unos minutos todos los relojes alrededor de donde estaba se detendrían. Sus partes móviles dejarían de moverse. Y la parte móvil de un reloj de sol, caballeros, ¡es la Tierra! Recordé la lección en la que el maestro hablaba de las terribles consecuencias de la detención repentina de nuestro planeta. Las tormentas sin precedentes que barrerían todo lo creado por Dios y el hombre, los océanos que se abalanzarían sobre la tierra completando la destrucción, otras catástrofes tras las cuales la vida en el planeta podría desaparecer por completo… Salvar la reliquia dejó de importar instantáneamente. ¡Había que salvar a la humanidad! Si al menos supiera cómo… Estaba allí, pensando con todas mis fuerzas. El cronómetro del abuelo aún hacía tictac, la aguja de los segundos saltaba en su círculo, pero cualquier salto podía ser el último… La aguja… ¿Qué había prometido exactamente Helway? ¡Detener las agujas de los relojes! No sus mecanismos, sino las agujas. Y eso significa… Dejé el cronómetro y traté de arrancar la placa del piedra. Mis pantalones crujieron, y pensé de pronto que no era propio recibir el fin del mundo con el trasero al aire. ¿Se imaginan la vergüenza? Me detuve a pensar. ¿Por qué, en realidad, me había obsesionado con ese pedazo de metal? Porque el tiempo en un reloj de sol no lo marca la placa, sino su sombra. ¡La sombra es la aguja que debe ser eliminada! Me desvestí, extendí los brazos y me situé de espaldas al sol, cubriendo con mi sombra la piedra. Y diez segundos después se detuvo el cronómetro británico… Los estudiantes se habían ido de vacaciones. El padre superior les había ordenado a los hermanos que se mantuvieran ese día en sus celdas, lejos del pecado. Y yo, visto solo por un gato lustroso por el sudor que se había tumbado descaradamente en mi sombra, daba vueltas alrededor del reloj siguiendo al sol hasta el anochecer. Los muchachos me encontraron cuando ya oscurecía. No sentía el cuerpo, la cabeza tan recalentada que la sangre me chorreaba de la nariz, la lengua hinchada que se negaba a moverse… Sin embargo, conseguí explicarles de algún modo de qué se trataba, y caí solo cuando ya habían levantado una tienda alrededor del reloj. Ahora, en el lugar de esa tienda, se alza una cúpula de hierro fundido, parecida a una campana. Se rumorea que, antes del fin del mundo, se alzará de la tierra y sonará. Pero nadie sabe que el fin del mundo puede llegar precisamente si levantan esa campana… Nadie excepto yo, y… bueno, para ustedes aún es pronto.

El centurión guardó silencio y se puso a vaciar la pipa. Los pasantes también guardaban silencio.

—¿Y por qué nos cuenta esto a nosotros, señor centurión? —preguntó entonces Tudijata—. Esto es, digamos, un secreto de Estado…

—¡Bien dicho! Vas al grano —elogió el centurión, y sacó del bolsillo un gran reloj de bolsillo—. Este es ese mismo cronómetro. ¡Y ahora escuchen! —El centurión apretó un botón, la tapa del reloj se abrió, y la habitación se llenó con una melodía antigua—. ¡Hace una hora volvió a ponerse en marcha! ¡El plazo del hechizo se terminó! ¡El fin del mundo ha sido cancelado!

Con estas palabras, el centurión sacó de su pecho una botella de coñac de Jadzhibey.

El ágil Balabán salió corriendo a enjuagar los vasos…

El rescate de la humanidad fue celebrado, y el centurión, reclinándose en el respaldo, volvió a perderse dentro de una nube de humo. Los pasantes, ya sonrojados, también se relajaron, pero se veía claramente que a Tudijata no lo dejaba en paz algún pensamiento. Finalmente no pudo contenerse.

—Señor centurión, ¿y qué fue de ese nigromante?

—¿De al Magrib? Mientras nosotros lo buscábamos entre la multitud, él estaba tan tranquilo en la torre, probándose cabezas. Resulta que allí debía estar de guardia el asistente de Helway, que justo a las doce debía detener el carillón. Pero ese muchacho, para su desgracia, había pasado por la mañana frente a la ventana de Hasán, y al Magrib se probó su estúpida cabezota. Después de eso el asistente fue convertido en cuervo y se quedó en una jaula en la cocina del hechicero, y Hasán, vestido con su ropa, se encaminó al ayuntamiento. Claro está, no pensaba ayudar a Helway, pero segundos antes del mediodía justo empezaba a probarse la cabeza del ilusionista, ¡y le gustó! Tanto, que al Magrib de inmediato comenzó a trasladar en ella su conciencia. Y como Helway en ese instante pensaba en detener las agujas, la conciencia de Hasán por inercia emitió el hechizo adecuado, y pasó lo que pasó.

—¿Y por qué esperaron tantos años? ¿Por qué no obligaron de inmediato al malhechor a quitar su propio hechizo?

—Porque la nigromancia, muchachos –el centurión levantó el índice –¡es cosa estrictamente prohibida! —Depopalo hizo una pausa y continuó—. Hasán creía que estaba ciego. Y muchos rituales mágicos requieren medir el tiempo con precisión. Así que sincronizó el ritmo de su corazón con el ritmo de su propio reloj. Lo que sucedió después, adivínenlo ustedes mismos… —Los pasantes se miraron entre sí, perplejos—. Bueno, sigan de guardia, muchachos, yo me voy a casa. —El centurión se levantó y se dirigió a la puerta.

—Vaya cosas que pasan… —murmuró Tudijata.

—¿“Pasan”? ¡Qué van a “pasar”! —gritó Depopalo desde la puerta —¡Si supieran lo que pasó cuando mi abuelo se enteró lo del cronómetro…!


Título original: Pomylka chornoknyzhnyka, abo Zvytiaha sótnyka Depopálo

Traducción del ucraniano: Sergio Gaut vel Hartman


Sergii Páltsun nació en la ciudad de Lutsk, Ucrania, en 1961, pero ha vivido en la capital, Kiev, casi toda su vida. Se licenció en el Instituto Politécnico de Kiev y ahora enseña física allí. Le encanta la ciencia ficción en todas sus manifestaciones. Desde 1981 ha publicado un centenar de relatos fantásticos y humorísticos en cuatro idiomas en antologías y publicaciones periódicas.

sábado, 22 de noviembre de 2025

HOMO-SAPIENS-FEROX

Lu Evans

 Osos, leones, gorilas... ¿Qué tienen en común además de ser mamíferos peludos, grandes, fuertes y peligrosos? Apuesto a que vas a quedarte pensando y pensando, pero no vas a adivinar.

Explico. Hace alrededor de treinta años, cuando los humanos todavía jugaban a ser Dios, tuvieron una idea brillante, quiero decir, la verdad no era tan brillante. Comenzaron a "mejorar" a humanos con genes de animales, exactamente los genes de las tres especies que mencioné al inicio de esta historia.

El objetivo de esos experimentos realizados en diferentes laboratorios alrededor del mundo era crear soldados más grandes, más fuertes, rápidos, musculosos, resistentes, feroces y audaces. El experimento fue todo un éxito. De hecho, fue tan exitoso que aquellos soldados acabaron sometiendo a los científicos y los obligaron a crear más individuos de su especie y comenzaron a procrear.

Gestaciones más cortas, crecimiento acelerado, fuerza descomunal, inteligencia superior, instinto de depredador, agilidad y velocidad... Estos seres, llamados Homo-Sapiens-Ferox (cuya definición al pie de la letra es Hombre-Sabio-Salvaje), rápidamente se esparcieron por el mundo. Bien organizados e implacables, derrotaron a los enemigos sin mucha dificultad donde quiera que llegaran. Las invasiones eran brutales y rápidas y usaban nuestra tecnología a su favor.

No era un secreto para nadie lo que querían: volverse la especie dominante. Y nadie se sorprendió cuando lo lograron. A continuación, cambiaron las leyes y la estructura gubernamental. Los seres humanos, hasta entonces los señores del planeta, pasaron a ser sirvientes de aquellos a los que habían creado para servirlos. Los ferox eran vengativos y querían desquitarse por todos los años que habían vivido enjaulados en laboratorios y sometidos a los más dolorosos experimentos.

Las leyes que se habían establecido recientemente violaban los derechos humanos. No teníamos derecho a ocupar cargos de mando y las remuneraciones eran miserables; los niños no podían ir a la escuela; las manifestaciones públicas contra el gobierno eran castigadas con la muerte inmediata de los participantes; varios servicios de salud dejaron de funcionar; los viajes de avión, tren, ómnibus o barco, prohibidos; se interrumpieron las comunicaciones telefónicas y por internet; los servicios de correo, telégrafos y radio desaparecieron.

Con el pasar del tiempo, más reglas, más restricciones, más castigos severos, menos libertad. Al no recibir cualquier atención médica, los humanos oprimidos comenzaron a morir de todo tipo de enfermedades, incluso hasta de las que ya habían sido erradicadas en la mayor parte del mundo.

La cantidad de seres humanos se volvió menos que la de los ferox, las personas fueron esclavizadas, a veces, incluso, tratadas como mascotas. Y algunos años después, poseer humanos se volvió ilegal. Los ferox que mantenían a los humanos como mascotas o esclavos tuvieron que entregar sus propiedades al gobierno, que envió a las personas para reservas controladas y cercadas, campos de concentración, donde las condiciones eran precarias y la comida escasa.

Al final, las autoridades anunciaron que los humanos eran portadores de enfermedades y que tenían que ser exterminados. Se abrió una temporada de caza y los humanos eran las presas.

Todo aquello sucedió en tan solo treinta años, al fin de los cuales quedaban apenas algunos asentamientos humanos en locales remotos. Escondidas, las personas intentaron multiplicarse, pero cuando se volvían lo suficientemente numerosas como para llamar la atención, eran localizadas y exterminadas sin compasión.

Se decía que los ferox eran apreciadores de la carne humana poco cocida. En verdad, nunca fui testigo de los ferox cazando humanos para comer, pero nunca quise estar cerca para comprobarlo. Era suficiente con saber que disparaban a matar y nunca fallaban.

Un día, encontraron la aldea donde me escondía con una docena de fugitivos más. Solo cuatro escaparon del ataque. Juntos, nos adentramos más en la selva, con la intención de encontrar un lugar remoto para vivir en paz hasta el final de nuestras vidas.

Construimos una aldea nueva en el corazón de la selva amazónica, un área tan aislada que ni los ferox se molestaban en ir allá. La vida era difícil. No teníamos acceso a muchas cosas. El agua la conseguíamos en un río fangoso no muy distante. Allá también pescábamos. Cazar era un poco más difícil, pero de vez en cuando, alcanzábamos a unos monos y pájaros con pedradas. El suelo no era muy fértil, pero replantamos bananeras y mandioca que crecían en la región. Nuestras casas se parecían a las cabañas de los indios. En el verano, sufríamos con el calor; cuando llovía, quedábamos calados hasta los huesos; en el invierno, no podíamos dormir por el frío.

En un día de lluvia fuerte, desperté con un terrible presentimiento. No había nadie más en la cabaña. Me pareció extraño, pero pensé que me había quedado dormido hasta tarde y que mis compañeros estaban afuera, ocupados con las tareas del día a día.

Y estaban afuera, sí... Pero estaban todos muertos, tirados en el piso, la lluvia regaba la tierra con su sangre.

Me agarraron por el cuello. Débil por el hambre e impresionado por la muerte de mis amigos, no reaccioné.

—¿Sabes lo que eres? —preguntó el ferox con voz ronca y profunda, mostrando los colmillos.

Su apariencia era fascinante. Alto y musculoso. Su origen felino era innegable, tenía melena y cola, además de colmillos y garras. Un pelaje corto, casi dorado, tapaba las partes descubiertas de su cuerpo, y sus ojos almendrados de color ámbar relucían.

Después de examinar rápidamente la apariencia de mi captor, consideré su extraña pregunta. Claro que sabía qué y quién yo era. Sin embargo, no me atreví a hablar, y fue él, con gran satisfacción, quien respondió:

―Eres el último de tu especie. Ya no hay hembras con las que te puedas reproducir, ya no hay machos con los que te puedas juntar para intentar agredirnos. Ahora el mundo nos pertenece.

Soltándome, enderezó los hombros con altivez, giró sobre sí mismo y se fue sin mirar atrás.

A mí, el último humano en la Tierra, apenas me queda esperar por el día de mi muerte.

Lu Evans es brasileña, licenciada en Periodismo y estudiante de Antropología en el Central New Mexico College/USA. Ha publicado dieciséis libros, algunos de los cuales han sido traducidos al inglés y al español. También es dramaturga, cuyos textos de teatro infantil y para adultos han sido representados y premiados en Brasil. Sus cuentos han aparecido en antologías y revistas nacionales e internacionales. Es miembro del Centro de Literatura y Cine André Carneiro, de la Academia Internacional de Literatura Brasileña y de la Speculative Literature Foundation/USA, de la que es jurado en los concursos A.C. Bose y Diverse Worlds + Diverse Writers. Coordina el proyecto Fantastic Literature by Women/US y Fantastic Writers (con Rozz Messias). Algunas de sus colecciones incluyen autores de distintos países: América Fantástica, Fator Morus, Vozes Intergalácticas, O Último Dia do Futuro y Terra Mágica.

LA MUJER-PLUMA O LA IRONÍA DEL ESPANTAPÁJAROS

Itzel Alejandra Flores García     Mientras leías línea a línea las palabras del poema de Girondo, la mirabas de reojo estremecerse en ...