Lu Evans
Osos, leones, gorilas... ¿Qué tienen en común además de ser mamíferos peludos, grandes, fuertes y peligrosos? Apuesto a que vas a quedarte pensando y pensando, pero no vas a adivinar.
Explico. Hace alrededor de treinta años,
cuando los humanos todavía jugaban a ser Dios, tuvieron una idea brillante,
quiero decir, la verdad no era tan brillante. Comenzaron a "mejorar"
a humanos con genes de animales, exactamente los genes de las tres especies que
mencioné al inicio de esta historia.
El objetivo de esos experimentos
realizados en diferentes laboratorios alrededor del mundo era crear soldados
más grandes, más fuertes, rápidos, musculosos, resistentes, feroces y audaces.
El experimento fue todo un éxito. De hecho, fue tan exitoso que aquellos
soldados acabaron sometiendo a los científicos y los obligaron a crear más
individuos de su especie y comenzaron a procrear.
Gestaciones más cortas, crecimiento
acelerado, fuerza descomunal, inteligencia superior, instinto de depredador,
agilidad y velocidad... Estos seres, llamados Homo-Sapiens-Ferox (cuya
definición al pie de la letra es Hombre-Sabio-Salvaje), rápidamente se
esparcieron por el mundo. Bien organizados e implacables, derrotaron a los
enemigos sin mucha dificultad donde quiera que llegaran. Las invasiones eran
brutales y rápidas y usaban nuestra tecnología a su favor.
No era un secreto para nadie lo que
querían: volverse la especie dominante. Y nadie se sorprendió cuando lo
lograron. A continuación, cambiaron las leyes y la estructura gubernamental.
Los seres humanos, hasta entonces los señores del planeta, pasaron a ser
sirvientes de aquellos a los que habían creado para servirlos. Los ferox eran
vengativos y querían desquitarse por todos los años que habían vivido
enjaulados en laboratorios y sometidos a los más dolorosos experimentos.
Las leyes que se habían establecido
recientemente violaban los derechos humanos. No teníamos derecho a ocupar
cargos de mando y las remuneraciones eran miserables; los niños no podían ir a
la escuela; las manifestaciones públicas contra el gobierno eran castigadas con
la muerte inmediata de los participantes; varios servicios de salud dejaron de
funcionar; los viajes de avión, tren, ómnibus o barco, prohibidos; se
interrumpieron las comunicaciones telefónicas y por internet; los servicios de
correo, telégrafos y radio desaparecieron.
Con el pasar del tiempo, más reglas,
más restricciones, más castigos severos, menos libertad. Al no recibir
cualquier atención médica, los humanos oprimidos comenzaron a morir de todo
tipo de enfermedades, incluso hasta de las que ya habían sido erradicadas en la
mayor parte del mundo.
La cantidad de seres humanos se
volvió menos que la de los ferox, las personas fueron esclavizadas, a veces,
incluso, tratadas como mascotas. Y algunos años después, poseer humanos se
volvió ilegal. Los ferox que mantenían a los humanos como mascotas o esclavos
tuvieron que entregar sus propiedades al gobierno, que envió a las personas
para reservas controladas y cercadas, campos de concentración, donde las
condiciones eran precarias y la comida escasa.
Al final, las autoridades anunciaron
que los humanos eran portadores de enfermedades y que tenían que ser
exterminados. Se abrió una temporada de caza y los humanos eran las presas.
Todo aquello sucedió en tan solo
treinta años, al fin de los cuales quedaban apenas algunos asentamientos
humanos en locales remotos. Escondidas, las personas intentaron multiplicarse,
pero cuando se volvían lo suficientemente numerosas como para llamar la
atención, eran localizadas y exterminadas sin compasión.
Se decía que
los ferox eran apreciadores de la carne humana poco cocida. En verdad, nunca
fui testigo de los ferox cazando humanos para comer, pero nunca quise estar
cerca para comprobarlo. Era suficiente con saber que disparaban a matar y nunca
fallaban.
Un día,
encontraron la aldea donde me escondía con una docena de fugitivos más. Solo
cuatro escaparon del ataque. Juntos, nos adentramos más en la selva, con la
intención de encontrar un lugar remoto para vivir en paz hasta el final de
nuestras vidas.
Construimos
una aldea nueva en el corazón de la selva amazónica, un área tan aislada que ni
los ferox se molestaban en ir allá. La vida era difícil. No teníamos acceso a
muchas cosas. El agua la conseguíamos en un río fangoso no muy distante. Allá
también pescábamos. Cazar era un poco más difícil, pero de vez en cuando,
alcanzábamos a unos monos y pájaros con pedradas. El suelo no era muy fértil,
pero replantamos bananeras y mandioca que crecían en la región. Nuestras casas
se parecían a las cabañas de los indios. En el verano, sufríamos con el calor;
cuando llovía, quedábamos calados hasta los huesos; en el invierno, no podíamos
dormir por el frío.
En un día de
lluvia fuerte, desperté con un terrible presentimiento. No había nadie más en
la cabaña. Me pareció extraño, pero pensé que me había quedado dormido hasta
tarde y que mis compañeros estaban afuera, ocupados con las tareas del día a
día.
Y estaban
afuera, sí... Pero estaban todos muertos, tirados en el piso, la lluvia regaba
la tierra con su sangre.
Me agarraron
por el cuello. Débil por el hambre e impresionado por la muerte de mis amigos,
no reaccioné.
—¿Sabes lo
que eres? —preguntó el ferox con voz ronca y profunda, mostrando los colmillos.
Su
apariencia era fascinante. Alto y musculoso. Su origen felino era innegable,
tenía melena y cola, además de colmillos y garras. Un pelaje corto, casi
dorado, tapaba las partes descubiertas de su cuerpo, y sus ojos almendrados de
color ámbar relucían.
Después de
examinar rápidamente la apariencia de mi captor, consideré su extraña pregunta.
Claro que sabía qué y quién yo era. Sin embargo, no me atreví a hablar, y fue
él, con gran satisfacción, quien respondió:
―Eres el
último de tu especie. Ya no hay hembras con las que te puedas reproducir, ya no
hay machos con los que te puedas juntar para intentar agredirnos. Ahora el
mundo nos pertenece.
Soltándome,
enderezó los hombros con altivez, giró sobre sí mismo y se fue sin mirar atrás.
A mí, el
último humano en la Tierra, apenas me queda esperar por el día de mi muerte.
Lu Evans es brasileña, licenciada en Periodismo y estudiante de Antropología en el Central New Mexico College/USA. Ha publicado dieciséis libros, algunos de los cuales han sido traducidos al inglés y al español. También es dramaturga, cuyos textos de teatro infantil y para adultos han sido representados y premiados en Brasil. Sus cuentos han aparecido en antologías y revistas nacionales e internacionales. Es miembro del Centro de Literatura y Cine André Carneiro, de la Academia Internacional de Literatura Brasileña y de la Speculative Literature Foundation/USA, de la que es jurado en los concursos A.C. Bose y Diverse Worlds + Diverse Writers. Coordina el proyecto Fantastic Literature by Women/US y Fantastic Writers (con Rozz Messias). Algunas de sus colecciones incluyen autores de distintos países: América Fantástica, Fator Morus, Vozes Intergalácticas, O Último Dia do Futuro y Terra Mágica.

Magnífico relato, posee toda la épica de una distopía tan bien ficcionada que al leer cree uno estar visionando un futuro apocalíptico nada distante. Mis felicitaciones Lu.
ResponderEliminarMuito bom, parabéns Lu.
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