Sergiy Paltsun
—¿Se aburren,
pasantes?
Dos bachilleres de Mezhyhiria, a
quienes les tocó la guardia nocturna en la fiesta del Spas de las Manzanas, se
pusieron de pie al ver llegar al jefe de la Administración del Podil, el
centurión Depopalo.
—Oh —dijo uno de ellos.
—Siéntense, muchachos. No estoy de
servicio. No puedo dormir, así que pasé por aquí. A tomar un tecito, charlar un
poco. En las fiestas, hacer guardia por la noche es lo más aburrido. Ninguna
infracción. Las brujas, cuando hacen hechizos, lo hacen sobre el aguardiente, y
ahí ya… eso es asunto de la guardia criminal. —El centurión arrojó un manojo de
rosquillas sobre la mesa, se sentó y empezó a encender la pipa—. ¿Quizá
lamentan no haber entrado en la Administración de Pechersk? —Depopalo exhaló la
primera nube de humo—. ¿Creen que solo allí, en las colinas, se hacen las
grandes cosas y ocurren los grandes acontecimientos? —Los pasantes, en
silencio, le acercaron un vaso de té al centurión—. ¿Y saben ustedes que
justamente aquí, en el Podil, hace un cuarto de siglo con estas manos salvé al
mundo entero de la destrucción?
El risueño pasante Balabán se
atragantó con la rosquilla.
—¿Se refiere a nuestro planeta,
señor centurión? — preguntó Tudijata, su compañero, más prudente, tras darle
una palmada en la espalda.
—A ese mismo, muchachos… Si me
hubiese retrasado aunque fuera unos segundos… —Depopalo se recostó contra el
respaldo de la silla y se frotó las sienes—. Aquel verano vino a nosotros el
mundialmente famoso ilusionista Hall Helway. Bueno, no es que viniera deliberadamente,
sino que se detuvo un día, de camino de Siberia a París. A nuestra gente no la
sorprendes con trucos, pero ¡era el mismísimo Helway! Así que los funcionarios
del ministerio de Cultura le pidieron que mostrara sus números a los
ciudadanos. Él aceptó y eligió la plaza del ayuntamiento para la actuación. ¡Y
cómo maldecía entonces nuestro centurión! Estábamos justo tras la pista de un
famoso nigromante. Hasán al Magrib, también conocido como Alex von Pilz,
también conocido como Sañko Hryb, de los Basavriuki de Kozhumyaky. El viejo
pronunció mal un hechizo franco para el dolor de cabeza y empezó a creer que se
la habían cortado, sí, cortado su estúpida cabeza. Así que andaba buscando una
nueva, probando las cabezas de los transeúntes para elegir una adecuada. Por
suerte, pensaba que junto con la cabeza había perdido la vista, y no se alejaba
de su casa más de un par de manzanas. Pero para desgracia nuestra, en una de
esas manzanas estaba el ayuntamiento. ¡Y durante el espectáculo iba a haber
gran variedad de cabezas disponibles! Seguro se preguntarán por qué, sabiendo
tanto sobre el hechicero, no lo atrapamos enseguida. No lo atrapamos porque no
sabíamos cómo era ni dónde vivía. Todo lo que sabíamos, lo sabíamos por las
víctimas. Cuando te pruebas la cabeza de otro, muchachos, en ella inevitablemente
quedan huellas de tus pensamientos. ¡Pero en los pensamientos de un ciego no
hay nada que pueda verse! Cancelar el espectáculo era imposible, así que ese
día todos nuestros hombres estaban en la plaza. A mí, el más joven, me enviaron
con binoculares al tejado de la Hermandad. Había pocos transeúntes en las
calles cercanas, y podía observar tanto a ellos como al propio Helway. Éste
entretuvo al público sacando florecitas y conejos del sombrero, y luego adoptó
un tono solemne y declaró que ahora, especialmente para nuestros ciudadanos,
repetiría el número con el que alguna vez había impresionado a la capital
británica: Detener las agujas del reloj del carillón de la ciudad, y tal vez
también los relojes de algunos miembros de la nobleza. Tras esperar a que el
público comprendiera la importancia del momento, Helway giró hacia la torre y,
gritando un conjuro, agitó los brazos. Los espectadores, conteniendo el
aliento, miraban hacia arriba. La aguja de los minutos se acercó a la última
marca antes del mediodía, se detuvo… y saltó como siempre. El carillón empezó a
tocar las campanadas del mediodía. El ilusionista miraba desconcertado la
torre. Estaba convencido de que el reloj se detendría, pero la insensible
maquinaria seguía marcando los golpes sin inmutarse. La quinta, la sexta, la
séptima, la octa… El carillón carraspeó y enmudeció, y Helway se llevó la mano
al corazón, gimió y cayó. Me pareció que alguien más gritó en la torre, pero al
momento siguiente estalló tal estruendo que no se habría distinguido ni un
estornudo propio. El público clamaba. Nadie notó la caída de Helway, porque
todos miraban sus propios relojes. Y, a juzgar por los gritos, había muchos
elegidos. Además, su número aumentaba cada instante. En sentido literal. Como
se expande en el agua un círculo tras arrojar una piedra, así se expandía desde
el estrado una ola de gritos jubilosos y manos alzadas con relojes muertos. Ahí
fue cuando me preocupé. Y no por Helway, a quien ya corrían a socorrer los
guardias, sino por el reloj de mi abuelo. Una vez, en su juventud, había
recibido un cronómetro con dedicatoria de la mismísima reina británica. Y ese
día, a escondidas, había tomado yo esa reliquia, porque el cristal de mi reloj
se había roto. ¡Y ahora ese regalo real, que jamás había ido al relojero y que
el abuelo nunca había olvidado dar cuerda, tenía que detenerse…! Bajé al patio
de la Hermandad y me alejé de la plaza rápidamente. Saqué el cronómetro de mi
abuelo… y casi tropecé con una piedra que yacía imperturbable en medio del
patio. “¡¿Qué demonios?!” pensé dirigiéndome mentalmente al albañil descuidado,
pero entonces vi que la superficie de la piedra estaba cubierta de números y
marcas, y en el centro brillaba una placa de bronce. Un reloj de sol. Instalado
quizá aún por los fundadores de la Hermandad o de la Academia… Sin embargo, no
había tiempo para reflexiones historiográficas. Avancé… y me quedé petrificado.
Un reloj de sol… ¡Un reloj! Pero dentro de unos minutos todos los relojes
alrededor de donde estaba se detendrían. Sus partes móviles dejarían de
moverse. Y la parte móvil de un reloj de sol, caballeros, ¡es la Tierra!
Recordé la lección en la que el maestro hablaba de las terribles consecuencias
de la detención repentina de nuestro planeta. Las tormentas sin precedentes que
barrerían todo lo creado por Dios y el hombre, los océanos que se abalanzarían
sobre la tierra completando la destrucción, otras catástrofes tras las cuales
la vida en el planeta podría desaparecer por completo… Salvar la reliquia dejó
de importar instantáneamente. ¡Había que salvar a la humanidad! Si al menos
supiera cómo… Estaba allí, pensando con todas mis fuerzas. El cronómetro del
abuelo aún hacía tictac, la aguja de los segundos saltaba en su círculo, pero
cualquier salto podía ser el último… La aguja… ¿Qué había prometido exactamente
Helway? ¡Detener las agujas de los relojes! No sus mecanismos, sino las agujas.
Y eso significa… Dejé el cronómetro y traté de arrancar la placa del piedra.
Mis pantalones crujieron, y pensé de pronto que no era propio recibir el fin
del mundo con el trasero al aire. ¿Se imaginan la vergüenza? Me detuve a
pensar. ¿Por qué, en realidad, me había obsesionado con ese pedazo de metal?
Porque el tiempo en un reloj de sol no lo marca la placa, sino su sombra. ¡La
sombra es la aguja que debe ser eliminada! Me desvestí, extendí los brazos y me
situé de espaldas al sol, cubriendo con mi sombra la piedra. Y diez segundos
después se detuvo el cronómetro británico… Los estudiantes se habían ido de
vacaciones. El padre superior les había ordenado a los hermanos que se
mantuvieran ese día en sus celdas, lejos del pecado. Y yo, visto solo por un
gato lustroso por el sudor que se había tumbado descaradamente en mi sombra,
daba vueltas alrededor del reloj siguiendo al sol hasta el anochecer. Los
muchachos me encontraron cuando ya oscurecía. No sentía el cuerpo, la cabeza
tan recalentada que la sangre me chorreaba de la nariz, la lengua hinchada que
se negaba a moverse… Sin embargo, conseguí explicarles de algún modo de qué se
trataba, y caí solo cuando ya habían levantado una tienda alrededor del reloj. Ahora,
en el lugar de esa tienda, se alza una cúpula de hierro fundido, parecida a una
campana. Se rumorea que, antes del fin del mundo, se alzará de la tierra y
sonará. Pero nadie sabe que el fin del mundo puede llegar precisamente si
levantan esa campana… Nadie excepto yo, y… bueno, para ustedes aún es pronto.
El centurión guardó silencio y se
puso a vaciar la pipa. Los pasantes también guardaban silencio.
—¿Y por qué nos cuenta esto a
nosotros, señor centurión? —preguntó entonces Tudijata—. Esto es, digamos, un
secreto de Estado…
—¡Bien dicho! Vas al grano —elogió
el centurión, y sacó del bolsillo un gran reloj de bolsillo—. Este es ese mismo
cronómetro. ¡Y ahora escuchen! —El centurión apretó un botón, la tapa del reloj
se abrió, y la habitación se llenó con una melodía antigua—. ¡Hace una hora
volvió a ponerse en marcha! ¡El plazo del hechizo se terminó! ¡El fin del mundo
ha sido cancelado!
Con estas palabras, el centurión
sacó de su pecho una botella de coñac de Jadzhibey.
El ágil Balabán salió corriendo a
enjuagar los vasos…
El rescate de la humanidad fue
celebrado, y el centurión, reclinándose en el respaldo, volvió a perderse
dentro de una nube de humo. Los pasantes, ya sonrojados, también se relajaron,
pero se veía claramente que a Tudijata no lo dejaba en paz algún pensamiento.
Finalmente no pudo contenerse.
—Señor centurión, ¿y qué fue de ese
nigromante?
—¿De al Magrib? Mientras nosotros
lo buscábamos entre la multitud, él estaba tan tranquilo en la torre,
probándose cabezas. Resulta que allí debía estar de guardia el asistente de
Helway, que justo a las doce debía detener el carillón. Pero ese muchacho, para
su desgracia, había pasado por la mañana frente a la ventana de Hasán, y al
Magrib se probó su estúpida cabezota. Después de eso el asistente fue
convertido en cuervo y se quedó en una jaula en la cocina del hechicero, y
Hasán, vestido con su ropa, se encaminó al ayuntamiento. Claro está, no pensaba
ayudar a Helway, pero segundos antes del mediodía justo empezaba a probarse la
cabeza del ilusionista, ¡y le gustó! Tanto, que al Magrib de inmediato comenzó
a trasladar en ella su conciencia. Y como Helway en ese instante pensaba en
detener las agujas, la conciencia de Hasán por inercia emitió el hechizo
adecuado, y pasó lo que pasó.
—¿Y por qué esperaron tantos años?
¿Por qué no obligaron de inmediato al malhechor a quitar su propio hechizo?
—Porque la nigromancia, muchachos –el
centurión levantó el índice –¡es cosa estrictamente prohibida! —Depopalo hizo
una pausa y continuó—. Hasán creía que estaba ciego. Y muchos rituales mágicos
requieren medir el tiempo con precisión. Así que sincronizó el ritmo de su
corazón con el ritmo de su propio reloj. Lo que sucedió después, adivínenlo
ustedes mismos… —Los pasantes se miraron entre sí, perplejos—. Bueno, sigan de
guardia, muchachos, yo me voy a casa. —El centurión se levantó y se dirigió a
la puerta.
—Vaya cosas que pasan… —murmuró
Tudijata.
—¿“Pasan”? ¡Qué van a “pasar”! —gritó
Depopalo desde la puerta —¡Si supieran lo que pasó cuando mi abuelo se enteró
lo del cronómetro…!
Título original: Pomylka chornoknyzhnyka, abo Zvytiaha sótnyka Depopálo
Traducción del ucraniano: Sergio Gaut vel Hartman
Sergii Páltsun nació en la ciudad de Lutsk, Ucrania, en 1961, pero ha vivido en la capital, Kiev, casi toda su vida. Se licenció en el Instituto Politécnico de Kiev y ahora enseña física allí. Le encanta la ciencia ficción en todas sus manifestaciones. Desde 1981 ha publicado un centenar de relatos fantásticos y humorísticos en cuatro idiomas en antologías y publicaciones periódicas.

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