miércoles, 5 de junio de 2024

BILLETE DE IDA

Xavier Blanco

 


A veces la vida es un camino que nos lleva a ninguna parte...



Pronto aprendió que la vida era un camino perpetuo que se bifurca de forma caprichosa. Había que tomar decisiones. Se lió la manta a la cabeza y, un mal día, inició su viaje de ida hacia ninguna parte. Al final llegó a su destino, y allí nació su hija. Imaginar la entristece, se le disipaban los recuerdos. Podía visionar cómo su abuela tejía con su cabello diminutas trenzas. Resonaba en su memoria el sol inmenso de las mañanas, los atardeceres policromos, las noches claras de primavera.

Hoy es domingo, de los de verdad, libra uno de cada cuatro, deambula, pasea con su retoño del brazo por los parques y avenidas de esta gran ciudad. Existir es un desafío. La urbe la oprime, la maltrata, la empequeñece, enmudece su alegría, ahoga su silencio. No se ha acostumbrado a vivir sin cielo. Le falta el aire, añora el aullido del viento, el crepitar de la madera presa por el fuego. Mientras camina, entre el retumbo de los cláxones y el humear de los vehículos, sueña con su vida pasada. Fantasea con su niñez no vivida, con los árboles que crecían en su país, con el cielo inmenso y azul, lleno de estrellas, con el que cubría sus noches. Imagina el trinar de los pájaros, el aroma de la hierba que ascendía bajo sus pies. Divaga sobre el color de la lluvia, sobre el olor del firmamento. Sentada en el banco, su vista se pierde en la nada, y cuando el sol se derrumba fantasea con la luna que se mece en el horizonte, y sueña los sueños que nunca vivirá. Se siente sola, vacía, despoblada. Mira a su hija, le caen lágrimas, que surcan sus mejillas.

Han pasado los años, pero todavía le cuesta dormir. Algunas noches los sueños se convierten en pesadillas: en gritos que ahogan su cuello, en la sombra de la muerte que acecha tras el batir de las olas, en el agua salada que abrasa su piel, en el miedo al miedo. Revive los días a la deriva, al albor del viento, la noche infinita, los amaneceres fríos e inciertos. Se estremece al recordar aquella maldita patera que naufragó en las costas del primer mundo, donde ella se siente la última, sólo basura. De nada sirve lamentarse, sabe que no es cuestión de tiempo. Ya no recuerda cuándo perdió las ilusiones. Al borde del precipicio vagabundea la voz de su madre que le susurra historias, siente sus besos y esa es su única dosis de esperanza. Abraza a su niña, que nunca conocerá a su padre ni a su abuela. Llora, le abate la niebla. Hace tiempo que sabe que no hay billete de vuelta.



Xavier Blanco habla de sí mismo: "No os diré mucho sobre mí, tiene poca importancia, sólo que vivo en Barcelona, que tengo mas hijos que la media y que pasé hace tiempo de los 40. Soy de esos que se hicieron mayores en la transición, y de los que ya no llegaron a tiempo para correr delante de los grises. De los que jugaron con el escalextric, los muñecos madelman y el fuerte comansi. De los que íbamos en el coche sin cinturón de seguridad. De esos, como muchos de vosotros. De ideas, creencias y religiones no os diré nada, los que me conocen ya las tienen claras, y el resto poco a poco os encontraréis de bruces con ellas".    

LA BALA

Georges Bormand

 

El mensaje apareció el primero de abril sobre el escritorio de David Brinfeld. Al descubrirlo, se preguntó cuál de sus colegas pudo haber hallado la fuerza y el humor necesarios para celebrar el «April Fool’s day», a pesar de la dramática situación en la que se hallaban; pero como no tenía nada más interesante que hacer, empezó a leerlo.

Escrito en algo que se aproximaba al inglés, el mensaje decía: «Atomgorodok, 4 de julio 1966. Camarada Brinfeld, estamos todos muy contentos de ponernos en contacto con ustedes nuevamente y no sabemos cómo expresar hasta qué punto nos ha regocijado la noticia de que otros han sobrevivido al Desastre. Hemos necesitado muchos meses para construir una máquina equivalente a la vuestra porque muchas de las piezas indicadas en los planos que nos enviaron no están disponibles por aquí. Como en su refugio, las reservas de alimentos y de agua se están agotando, y es completamente imposible intentar salir para buscar objetos, herramientas o alimentos... Tampoco hemos recibido ninguna llamada de radio que indique la existencia de otros sobrevivientes, aparte de nosotros y ustedes, en otro refugio. El mensaje que ustedes enviaron es la única comunicación con el exterior que hemos tenido desde el Desastre. Como lo pidieron, les reenviamos adjuntos los planos que nos habían mandado, después de haberlos copiado, indicando las modificaciones que nos hemos visto forzados a hacer por la escasez de material. Esperamos con impaciencia su nuevo mensaje. Serguei Alexandrovitch Efremsky, jefe de la Unidad de Física Socialista de Atomgorodok».

Debajo del paquete aparecían unos planos muy groseros, sobre los que David Brinfeld reconoció unas anotaciones que parecían escritas por él, y otros apuntes en cirílico, o en inglés.

El hecho de que algunos refugios soviéticos pudieran haber sobrevivido a los bombardeos americanos, tal como había ocurrido con el que ocupaban los últimos físicos y matemáticos americanos, tan profundamente enterrado en las Rocosas que había resistido los bombardeos del enemigo, resultaba, finalmente, posible; pero ese mensaje, con fecha del mes de julio venidero, no tenía ningún sentido. No sólo era necesario creer que existía una máquina que fuera capaz de transferir objetos, a pesar de las tormentas electromagnéticas que se habían desatado sobre todo el globo desde la Guerra, sino también aceptar que esa máquina se burlaba de la cronología. Además, había que tener en cuenta el hecho de que los científicos soviéticos debían estar rodeados de militares y miembros del Partido, ciertamente mucho más numerosos que los escasos militares que compartían el refugio con los científicos americanos. Incapaces de ponerse en contacto con sus superiores, y tras admitir que los científicos, parecían conservar la calma mejor que ellos, los militares americanos habían dejado la gestión del refugio en manos de Brinfeld y sus colegas. Pero esta broma de abril excedía largamente los límites de lo verosímil. ¿Y si no obstante...?

David se precipitó al laboratorio contiguo, donde encontró a dos personas, les mostró los documentos y los planos, y les preguntó si ellos eran los autores del chiste; le contestaron que no; que la idea misma de hacer una broma les parecía estúpida, considerando las circunstancias, a pesar de la fecha... Todos los demás habitantes del refugio que David encontró luego se mostraron heridos de que él los hubiera considerarlos siquiera capaces de hacer una broma como esa.

 

La Guerra había sobrevenido como una consecuencia lógica, ineluctable, de la escalada militar en Vietnam. Detrás de la tentativa de asesinato que había sufrido en el mes de noviembre de 1963 en Dallas, episodio en el que lo habían herido de gravedad, pero no de muerte, el presidente Kennedy se había puesto cada día más agresivo, más paranoico, convencido de que era necesario destruir completamente a los comunistas. Cuando el general MacNamara le había pedido la autorización para bombardear Vietnam del Norte, él le había contestado afirmativamente; se había obstinado ante las amenazas soviéticas y chinas y había contestado con más amenazas. El riesgo de conflagración nuclear se había incrementado sin cesar. Hasta que un día resonaron las alarmas en los propios Estados Unidos, y él, inmediatamente, había ordenado responder. ¿Había buenos motivos para la alarma, o el primer golpe americano había sido prematuro? Nunca se sabría, porque el ataque –o respuesta– soviético fue mucho más fuerte de lo que habían previsto los estrategas más pesimistas.

De hecho, hasta donde los sobrevivientes del refugio podían saber, las oleadas de misiles de los diferentes ataques habían borrado del mapa del mundo a toda Europa, la mayor parte de la Asia, casi toda América del Norte, y grandes porciones de América del Sur y Africa. Además los bombardeos habían iniciado innumerables sismos y tanto Japón como California habían desaparecido para siempre. Sobre todo, casi nadie en el mundo había previsto el «invierno nuclear» que había transformado al mundo entero en un desierto de hielo y había aniquilado en unas semanas la agricultura y la vida en las pocas zonas que se habían salvado de los bombardeos y las radiaciones.

Pasados varios meses, las decenas de físicos y matemáticos sobrevivientes que habitaban el refugio que la Armada americana había preparado para ellos, no habían podido entrar en contacto con ningún otro grupo de sobrevivientes; las ondas electromagnéticas no lograban atravesar una atmósfera asolada por las tormentas y resultaba imposible comunicarse con los otros refugios americanos, en el caso de que todavía existiera en el país alguno que no hubiera sido destruido. ¿Habrían sobrevivido el Presidente, los generales, los jefes de la armada, otros grupos de científicos o de militares, o aún de civiles? Nadie podía saberlo. En el refugio, David Brinfeld se había convertido en el responsable del lugar, tras la renuncia de los únicos militares presentes, y estaba más preocupado por el agotamiento de las reservas de víveres que por cualquier iniciativa de reanudar las investigaciones científicas interrumpidas por la guerra.

Sin embargo, en ese momento, ¿por qué no probar con los planos que habían llegado milagrosamente a su escritorio? Las escasas herramientas almacenadas no podían servir, de todos modos, para otros usos; no se pueden comer cables eléctricos o transistores. David y sus compañeros decidieron ensamblar el aparato dibujado en los planos recibidos con el mensaje y usarlo, si funcionaba, para enviar un mensaje; si el Bromista Celestial así lo quería, ese mensaje llegaría a los rusos…

 

Descubrieron, no sin sorpresa, que las piezas indicadas en los planos eran las mismas que tenían en los almacenes. El montaje fue terminado en poco más de un mes, y el aparato estuvo completo alrededor del 10 de mayo. Antes de enviar el mensaje, alguien, un paranoico, sugirió fecharlo en febrero, para que en el caso de que viajara realmente en el tiempo, los rusos no notaran la diferencia de fecha.

Entonces descubrieron, gracias a una lectura atenta del segundo mensaje recibido de los rusos, que ya conocían el hecho, y aparentemente también actuaban de buena fe: para cuando sus provisiones estuvieron casi agotadas (el mensaje, que recibieron el 15 de mayo, tenía fecha del 18 de agosto), no quedaba en el refugio ningún comunista, ni «revisionista» ni «capitalista», sino sólo un puñado de científicos, un grupo de hombres desesperados que confiaban en ellos; los militares y comisarios políticos habían cedido todo el poder y aceptaban la ayuda de los horribles capitalistas americanos, privados de cualquier asistencia que proviniera de sus superiores y dirigentes. La repetición del desfasaje en las fechas, de aproximadamente tres meses, parecía confirmar que el aparato podía hacer que un objeto viajara en el tiempo, y era necesario intentar el control de esa diferencia. A partir del segundo envío, hasta los americanos más desconfiados admitían que era necesario pasarle a los rusos la información correcta, a fin de permitir que se compartieran las experiencias tendientes a dar forma al aparato.

Pero los mensajes de Rusia cesaron en el mes de julio; el último que recibieron decía que no sobrevivirían al mes de octubre.

Los americanos tampoco esperaban resistir más allá de fin de año, además…

 

¿Quién tuvo la idea de que «nada de esto habría pasado si el Presidente hubiera fallecido en Dallas»? David no lo recordaba. De hecho, ahora que sabían que era posible enviar un objeto al pasado (David continuaba probando el modo de calcular el desfasaje del tiempo y el espacio, para elegir un blanco para el envío, y hasta imaginaba una teoría matemática compatible con las experiencias), necesitaban elegir cuál acontecimiento del pasado debían cambiar para impedir la Catastrofe. David determinó enseguida que era necesario elegir un acontecimiento muy reciente, porque la energía que se necesitaba para hacer el envío aumentaba muy rápidamente con el lapso de tiempo involucrado, más aún que con la distancia en el espacio.

Después de unos días de discusión, acordaron elegir el atentado de Dallas como «blanco». Aunque encontrar un fusil, ubicarlo en una posición lo suficientemente cerca del transmisor para enviar la bala al momento y al lugar elegidos, calcular y hacer todos los arreglos necesarios para que la bala llegara hasta Dallas en tiempo y forma exigió enormes esfuerzos y reflexiones, miles de operaciones e infinitos arreglos, arreglos que el uso mismo del aparato cuestionaba, el milagro mayor de esta historia fue, sin lugar a dudas, el hecho de que David y sus compañeros hubieran resistido sin que la fatiga nerviosa y el agotamiento de sus reservas de alimentos no los matara antes de acabar su trabajo. Pero nosotros, en nuestro espacio-tiempo, donde no sufrimos la guerra, hemos constatado su éxito: una bala disparada por un «segundo tirador» desconocido ha herido en la cabeza y matado a John Fitzgerald Kennedy. Y nadie ha podido explicar cómo un único tirador (según la versión oficial) podría, disparando desde muy lejos, lograr el asesinato del Presidente...

¿Y David Brinfeld y sus compañeros? Esa otra historia, una historia que ha actuado, interfiriendo en la nuestra. ¿Existen en un universo paralelo? ¿Ha ocurrido un milagro y han sobrevivido, pasando a otro universo? Pueden preguntárselo al gato de Schrödinger porque, a pesar de mi simpatía por ellos, yo lo ignoro...

 

Título original: La balle

Escrito en francés y traducido al castellano por el autor.



Georges Bormand nació el 19 de agosto 1950 en París, Francia. Estudió matemáticas y se graduó en 1974. Ha enseñado matemáticas en escuelas secundarias desde entonces hasta su jubilación en 2015. Ha empezado a escribir cuando tenía tiempo libre porque su trabajo era corregir ejercicios de enseñanza a distancia en el CNED. Se casó en 1974 y se divorció en 2001, por lo que ahora permanece soltero. Ha empezado a participar en el fandom de ciencia ficción en 1998, concurriendo a convenciones y festivales desde 2001, y a escribir en el fanzine Présences d'esprits. Ahora también escribe en Phenix (webzine) y Galaxies (revista). Tradujo cuentos del inglés y del castellano e intenta mejorar su escritura en ambos idiomas para también poder traducir desde el francés y difundir las ficciones que producen los escritores franceses.


LOS HUÉSPEDES NEGROS

Graciela De Mary

 

Don Manuel Achával era un miembro distinguido de la burguesía porteña. Rescató a ciertos líderes de la rebelión de Haití caídos en desgracia y los hizo trasladar a Buenos Aires. Sus superiores de la Logia le habían ordenado iniciar una revolución y le facilitaron la misión burlando el cerco impuesto por las grandes potencias. Si la revuelta se extendía, toda la vida tal como se conocía en las cortes europeas corría serio peligro: los palacios esculpidos en mármol de los Pirineos y cubiertos de sedas, los salones enjoyados con caireles y escenas bíblicas, los jardines y las fuentes; todo, hasta los puentes coronados de ángeles, dependían de la zafra amarga del azúcar. Trescientos años de látigo y sangre no habían sido suficientes. Los esclavos levantiscos de Haití debían ser exterminados. O usados para otros fines. Doña Violeta, la esposa de don Manuel, ignoraba lo que ocurría más allá de sus tertulias y tampoco tenía interés en saber dónde quedaba el Caribe. En cambio, la excitaba conocerlo todo sobre los poderes ancestrales de los negros. Por diferentes razones, los Achával escondieron a los haitianos con el mayor sigilo en las piezas que rodeaban el segundo patio de la casona y la señora se ocupó personalmente de que estuvieran bien atendidos.

 Al cabo de varios días de reuniones con los huéspedes secretos, doña Violeta escribió una esquela. Ya era de noche y fue necesario despertar a Jesús, el más fiel de sus sirvientes, para que la entregara. El hombre, agotado, se levantó de mala gana. Ya sabía que a esa hora y con tanta urgencia, debía correr hasta el lugar de siempre, sin importar el lodazal que cubría las calles. Le hirvió la sangre de pensar que los otros negros dormían calentitos en los cuartos del fondo. ¿Acaso no eran aún más negros que él y que cualquier otro esclavo? La excitación de esa noche no le permitió a doña Violeta desarrollar su caligrafía habitual, que solía ser exquisita. Tampoco pudo introducir en el sobre ninguna ramita de lavanda. Las atesoraba en una caja de maderas finas con herrajes de plata que su hermano le había traído del Alto Perú. Cada vez que abría su caja, el aroma de las flores se mezclaba con la loción inglesa que se contrabandeaba de ordinario en la ciudad puerto y que impregnaba sus pañuelos vaporosos de encaje holandés.

 Esteban, antiguo empleado de don Manuel, recibió la nota en su cuartucho de dependiente ubicado a dos calles de la Plaza Mayor. Por la hora, tuvo la certeza de que se trataba de la confirmación que estaba esperando. La lámpara aún tenía aceite. Leyó con gesto serio: “Ya he comenzado, amor mío. Sólo tuya, Violeta”. Al terminar, acercó la nota a la llama y la quemó teniendo cuidado en recoger bien las cenizas.

 Don Manuel, tal vez el comerciante más rico de la ciudad, empezó a sentir los efectos del maleficio a los dos días del despacho de la carta que su esposa le había escrito a Esteban. Al principio creyó que lo había picado un insecto, de esos que pululan en la orilla barrosa del Río de la Plata. Era común se que acercara hasta la costa de madrugada para supervisar la mercadería que llegaba desde Colonia, antes de introducirla en el enjambre de túneles que él tan bien conocía. La inflamación le cubrió el lado derecho del cuello. La piel se tornó rosada, como la de los chanchos recién nacidos que criaban en una de sus chacras. No le duró mucho y por eso le restó importancia. Su mujer y sus nuevos amigos recién llegados de Haití, probaban nuevos hechizos durante oscuras ceremonias. El segundo ataque lo debilitó. Empezó a escupir sangre y durante dos días no salió de su dormitorio. El pobre Jesús iba y venía con la bacinilla de loza fina. La esposa le servía, con estudiados melindres, infusiones de hierbas y otras pociones que empeoraban su condición. El médico de la familia estaba desorientado. Como si fuera un juego, don Manuel salía y entraba de estos episodios con insólita rapidez. Cuando se sentía bien, conspiraba para derribar al virrey y establecer un nuevo gobierno con la alianza circunstancial de las clases bajas y los esclavos. Preparaba un golpe para que los grandes comerciantes como él tomaran el poder. Durante sus mejorías temporales, pasaba muchas horas fuera de la casa planificando, ordenando, tejiendo alianzas. Doña Violeta aprovechaba la ausencia del marido para perfeccionar sus técnicas. Ya no guardaba las formas y pasaba el día sin arreglarse, incluso bebiendo con los brujos. En camisón y con el pelo renegrido suelto, disfrutaba de la atmósfera turbia de la que se había hecho adicta. En el salón, la platería reflejaba las luces de los velones negros que ardían alimentadas por polvos de fórmulas secretas. Los terciopelos densos que cubrían los ventanales atenuaban los gemidos de los que danzaban en estado de trance. Jesús le había prohibido al resto de los esclavos siquiera acercarse. Una noche, al borde de la locura, doña Violeta clavó varias agujas en el muñeco de paja y trapo que representaba a su esposo. El éxtasis le produjo espasmos de placer. Al poco tiempo, dejó de ver a su amante. Ya no la satisfacía. Había sido su capricho de mujer joven mal casada con un viejo. Esteban no parecía preocupado ni la buscaba. Al contrario, se preparaba en silencio desde su oscuro puesto de escribiente. Ante la debilidad de su patrón, tomó las riendas del negocio. Don Manuel se moría de a poco, mientras sembraba el germen de la revolución entre la burguesía porteña. Violeta se consumía en su propia venganza de mujer sometida. El matrimonio se exterminó a sí mismo.

 El antiguo empleado supo que había llegado su momento. Los enterró a los dos. Reemplazó a don Manuel en la Logia y en los negocios. Gestionó la compra de las armas y las distribuyó entre el populacho con la asistencia de los haitianos. Encabezó la milicia que por fin entró a sangre y fuego a la fortaleza. Presidió la junta que se hizo cargo del gobierno y redactó las nuevas leyes.

 En el primer aniversario de la revolución, don Esteban, como se hacía llamar ahora, pensó que era tiempo de consolidar su poder. Había leído alguna vez que para un hombre de estado era preferible ser temido a ser amado. Le llevó tiempo decidir una nueva forma de martirio. Quiso imprimirle un sesgo aleccionador, bien criollo, para diferenciarse de los anteriores amos. Inspirado en los antiguos sacrificios precolombinos, recurrió a los haitianos que aún estaban vivos y los condenó a muerte por herejes.

 Los habitantes de la ciudad, que ahora eran libres, asistieron conmocionados a la ejecución colectiva que el nuevo gobierno organizó en la plaza, muy cerca del río marrón.


Graciela De Mary nació el 8 de marzo de 1963 y reside en Villa Ballester, Buenos Aires. Es profesora de historia y escritora. Ha publicado el ensayo La enseñanza de la historia y la literatura (2017) y el libro de cuentos Un laberinto de vidrios rotos (2019). También participó en numerosas antologías como Gente de pocas palabras (2018), Más allá de un no (2018), Antología del Primer Concurso Nacional e Internacional de Relatos breves, Israel (2019) y  Caperucita feroz (2020). Colaboró con la Revista Yzur (Universidad estatal de Rugers de Nueva Jersey) Vol. 3, Nº 1, julio de 2021. Publicó su segundo libro de cuentos Cría cuervos (2022) y participó en la antología Calladita te ves mejor (2024).

 

 

 

 

 

 

 

LA LLEGADA DE LAS BOMBAS

Paul Di Filippo

 

El escuadrón de bombarderos de largo alcance B-5 «Shelly O» Stealth, que había partido unas horas antes de la base aérea McConnell de Kansas, llegó a Igboland, en el sureste de Nigeria, a las 3.13 hora local. Las defensas aéreas de la aislada y hostil dictadura, un Estado ausente desde el colapso de la industria global del petróleo después de la aparición de la energía generada por microbios a partir de la basura, no pudieron detectar a los invasores.

No obstante, la carga liberada por los bombarderos fue harina de otro costal.

Cada uno de los paquetes que colgaba de los paracaídas era tan grande como un baño químico y estaba envuelto en espuma protectora y con un conducto.

Pronto, flores sintéticas en forma de hongo salpicaron el cielo nocturno por toda Igboland y las tropas nigerianas se movieron para enfrentarse con eso en cuanto tocara tierra.

Cada uno de los paquetes, al posarse sobre el campo, la ciudad o las aldeas, desechaba el revestimiento y el paracaídas automáticamente y de inmediato, eliminando cualquier evidencia del aterrizaje. Quedaba así al descubierto lo que parecía ser un baño químico: una aerodinámica estructura de plástico del tamaño de una cabina, sin ventanas y con un panel curvo como puerta.

En el noventa por ciento de los aterrizajes, los soldados fueron los primeros en llegar al lugar y rodearon las estructuras amenazadoramente, con las armas en alto, hasta que llegaron los camiones militares para llevarse a los invasores.

En ocasiones, los ciudadanos comunes eran los primeros en llegar a las bombas y en general cooperaban, sustrayendo las estructuras a la mirada de las autoridades. Pero a veces estallaban peleas o intervenían bandas de piratas. En la mayoría de los casos, a menos que los ciudadanos actuaran con rapidez, los soldados no tardaban en aparecer y se llevaban los objetos, de forma brutal y sangrienta.

Sin embargo, un pequeño porcentaje de los objetos lograba pasar inadvertido y quedaba a buen resguardo, en secreto, en manos de los civiles.

 

Un joven huérfano y soltero, Okoronkwo Mmadufo, cultivaba mijo perlado y criaba cabras en los aledaños de una planta china de procesamiento de coltán que había quedado abandonada, un terreno que no le interesaba a nadie ya que estaba sembrado de residuos tóxicos. La granja apenas podía asegurar la subsistencia de una persona. El suelo enfermaba los cultivos y la vegetación a los animales. Okoronkwo se desesperaba por ser rico y poder, algún día, sostener a una esposa y una familia.

La noche del bombardeo, el granjero estaba despierto y en movimiento, atendiendo a una cabra enferma. Levantó la vista cuando oyó un golpe sordo pero considerable y vio la bomba asentarse sobre un parche de plantas de mijo raquíticas. Soltó a la cabra y corrió hacia la estructura.

Empezó a empujar la bomba, sin éxito, ya que esta era casi tan grande como su casa. Pero entonces vio un gran botón rojo sin etiquetar junto al panel de la puerta y lo pulsó.

La bomba se elevó sobre un conjunto de ruedas y un efecto de colchón de aire.

Okoronkwo corrió con la bomba hacia la fábrica, decrépita y vacía. Una pequeña dependencia anexa parecía impenetrable tras derrumbarse sobre sí misma, pero Okoronkwo sabía el secreto de su acceso.

Movió algunas vigas, apartó una pared de hojalata galvanizada y consiguió esconder la bomba. Luego, con una rama, borró las huellas que habían quedado al arrastrar el artefacto desde el lugar del aterrizaje.

Los soldados lo encontraron acunando a su cabra enferma.

Tras un interrogatorio y una discusión, los soldados decidieron no investigar en la planta abandonada, ya que habían oído que el efecto de los desechos tóxicos hacía desaparecer los penes. Se divirtieron mucho especulando sobre el encogimiento de los genitales de Okoronkwo, y luego se marcharon.

Okoronkwo esperó hasta la noche siguiente para investigar la bomba en el cobertizo. Cuando el portal plástico curvo se abrió, la luz inundó el interior de la bomba. Okoronkwo entró rápidamente y cerró la puerta.

El interior de la estructura parecía mucho más pequeño de lo esperado, lo que indicaba maquinaria o depósitos ocultos. Las únicas características visibles eran: una tolva de admisión, un conducto de dispensación y un teléfono celular acoplado.

Salpicado con glifos animados, apareció el rostro de un joven blanco.

—Aquí Sticky. ¿Cuál es tu nombre?

—Okoronkwo Mmadufo.

—Voy a llamarte OM. A partir de ahora eres el orgulloso propietario de una Unidad de Campo BioFab. Viene equipada con materiales de alimentación, solo cosas comunes que podrás reemplazar, y microbios inteligentes que manejarán su propia reproducción, así como instrumentos de diagnóstico, ingeniería e interfaz. PCR, desacopladores y enlazadores de nucleótidos, secuenciadores: todo. Puedes usar la BFU para hacer casi cualquier medicina u otros productos de procesos orgánicos naturales o sintéticos. La Unidad también adaptará dosis de agentes activos para su dispersión en el medio ambiente. Podrás manejar todo a través del celular. Ahora verás el panel de control en la pantalla táctil, con un enlace a un tutorial interactivo. Haz clic en los términos de acuerdo, por favor, OM... ¡Genial! Adiós.

—¡Espere! ¡Tengo muchas preguntas!

—Perdón, pero los Federales no me pagan para responder a tus preguntas. Soy estrictamente freelance. Así que, me voy. Salvo que… ¿puedes conseguirme alguna grabación rara de highlife?

—¿Le gustan los shows del Dr. Sir Warrior?

—¡Claro que sí!

—Puedo conseguir algunos de esos.

—Tráeme grabaciones que no tenga, y estaré a tu disposición.

Durante la siguiente semana, Okoronkwo y su nuevo amigo, usaron la BFU para fabricar un tratamiento para mejorar el suelo, una cura para el mijo perlado y nutracéuticos para las cabras.

Okoronkwo tomó confianza en el manejo de la BFU, y acabó despidiéndose de Sticky. Ahora sabía que podía seguir ayudándose a sí mismo y a sus vecinos, y que su futuro personal incluiría una mujer e hijos.

Pero primero debía diseñar un virus letal, que afectara solo al genoma de los que gobernaban Nigeria. Estos hombres eran poco cuidadosos con el uso del preservativo Esos hombres eran poco estrictos en el uso del condón y, por cierto, ciertamente obtener su semen no suponía un gran problema.

 

Título original: Bombs away

Traducción del inglés: Sergio Gaut vel Hartman & IA GPT


Paul Di Filippo nació el 29 de octubre de 1954 en Woonsocket, Rhode Island, Estados Unidos. Es crítico literario y escritor de ciencia ficción. Ha trabajado para  las revistas Asimov's Science Fiction, The Magazine of Fantasy & Science Fiction, The New York Review of Science Fiction e Interzone. Su historia corta "Kid Charlemagne"; publicada en Amazing Stories, fue nominada al Premio Nébula al mejor relato corto en 1987. También, su historia corta "Lennon Spex" fue nominada al mismo premio en 1992, la novela corta "Karuna, Inc." fue nominada al Premio Mundial de Fantasía en esa categoría en 2002 y la novela Un año en la ciudad lineal (2002) fue nominada al Premio Hugo. Ha publicado The steampunk trilogy (1995), Destroy All Brains! (1996), Ribofunk (1996), Fractal Paisleys (1997), Lost Pages (1998), Joe's liver (2000), Strange Trades (2001), Neutrino Drag (2001), A mouthful of tongues: her totipotent tropicanalia (2002), A year in the Linear City (2002), Fuzzy dice (2003), Spondulix (2004), Harp, pipe and symphony (2004), Creature from the Black Lagoon: time's black lagoon (2006), Cosmocopia (2008), Roadside Bodhisattva, (2010), A Princess of the Linear Jungle (2011) y The big get-even (2018), entre otros.

 

LA APATÍA DEL HAMBRE

Joyce Barker Bucat

 

Era el primer día de José como trabajador del Centro de Investigaciones Extraordinarias (CIE). No era un gran puesto, pero debido a los efectos de sus antiguos vicios, no podía ambicionar un cargo mejor.

Lo recibió Mario, un obeso científico que lo supervisaría, y tuvo que firmar un juramento que prohibía comentar cualquier cosa que se hablara o viera adentro del CIE. Además, le comentó que si hacía bien su trabajo durante la primera semana, quedaría efectivo con un aumento de sueldo, y si no, el puesto volvería estar vacante.

—Sígame, por favor —dijo Mario, apurado: había vuelto recién de sus vacaciones y tenía que ponerse al día en el CIE. Dejó a José en una caseta, luego de explicarle vagamente el trabajo que debía realizar, y se retiró.

El puesto consistía en cuidar la bodega de objetos mitológicos, mirándolos desde una ventanilla de la caseta. La bodega contenía una vitrina perimetral llena de cajas, y un gran mueble metálico del tamaño de un congelador de supermercado. “Ese debe ser el congelador del que me habló el gordo”, pensó José. 

Durante la mañana, José se mantuvo en su cubículo, sentado frente a la ventanilla, como debía estar la jornada completa. Tenía prohibido entrar a la bodega y esa era una más de las normas inquebrantables del CIE, le dijo Mario, pero su curiosidad por ver qué había en el congelador lo puso ansioso, provocándole pensamientos que siempre tomaban un rumbo divergente de la realidad, haciendo de José un trabajador incumplidor e irresponsable.

Entró a la bodega. Sonó la alarma. Se acercó al congelador. Lo abrió; en su interior encontró una barra de hielo no muy grande, con una cuerda adentro. Tocó: el bloque era una masa húmeda y blanda. No era hielo.

—¡Qué haces! —gritó Mario, que llegó primero al sonar la alarma de la bodega—. ¡Te dije que no podías tocar nada!

—Discúlpeme, pero tuve que entrar porque se movió una caja, pero creo que me confundí, no se había movido nada; y al entrar, aproveché de revisar el resto… —mintió, como solía hacerlo. Mario lo miraba con desaprobación, mientras callaba la alarma desde su dispositivo personal, para evitar que se activara el protocolo de urgencias. Este es el primer y último día que veré a este inepto, pensó, pero al acercarse al congelador abierto, vio que la cuerda se contorneaba en el interior de la barra, bajo el calor de la mano de José.

—¡Qué es esto! ¡Es un milagro! —tartamudeó Mario, y en un acto casi instintivo, se arrodilló ante el cuidador—. Es un honor conocerlo…

La cuerda –de dudoso aspecto– había salido del bloque, subiendo por el brazo de José, hasta enrollarse en su cabeza.

—Perdón, pero ¿es normal que pase algo así? ¿Qué es esto? —preguntó José, sin darle mucha importancia a la confusa actitud del científico.

—Señor, debe esperar un momento así—respondió Mario como si le hablara a una criatura celestial—. La cuerda lo eligió: ni se imagina lo que le espera…

—¿En serio? —La cuerda apretaba con más fuerza, José intentó quitársela pero era imposible, parecía estar pegada a su piel—. No creo que sea el elegido de nada, además, me está doliendo… ¡Sáquemela, por favor! —exclamó José, ya desesperado, pero Mario ignoró por completo los alegatos del cuidador.

Los mitos y leyendas eran algo sin importancia para los científicos del CIE; sólo se usaban para obtener información. En este caso, el mito consistía en que si alguien lograba que la cuerda se moviera, era el real dueño del objeto. La reencarnación de algún dios fenicio.

Mario sacó su teléfono y llamó a su colega, Antonio, todavía arrodillado frente a José.

—Debes venir a la bodega de objetos.

—No puedo, estoy ocupado —respondió Antonio—. Y fue una falsa alarma: así me lo indica el sistema de seguridad. Además, la bodega de…

—¡Ven ahora! —. Mario lo interrumpió, y cortó.

 Antonio, suponiendo que Mario aún no estaba actualizado con los cambios que se habían hecho durante sus vacaciones, fue a la bodega del primer piso.

—¡Qué haces arrodillado! —exclamó Antonio al ver la extraña escena—. ¿Quién es usted? —Miró a José.

—¡No le hables así! ¿Que no te das cuenta? Deberías arrodillarte también. ¡Estás frente a un milagro! José, el nuevo cuidador de la bodega, es el elegido por la cuerda, ¡logró que saliera del hielo!

—¿Me estás hablando en serio? ¡No seas absurdo, Mario! ¿Cómo es posible que creas en eso? Además, ¡la cuerda roja está en el tercer piso! Está claro que no leíste las actualizaciones en la redistribución de las bodegas. Ésta es ahora la bodega de criaturas, ¡no de objetos! Y esto —dijo apuntando a la cuerda—, es un parásito que le extraje hace poco a una investigadora en la Antártica; y de los parásitos legendarios, este es uno de los más crueles. Ahora, párate, no seas ridículo.

Mario, dominado por la vergüenza, se levantó del piso:

—Y… ¿pudiste salvarla? —le preguntó rápidamente, para no ahondar en el error que podría costarle, fácilmente, el despido.

—No, no pude llegar a tiempo —respondió Antonio mientras ambos miraban el largo parásito deslizarse por la cara de José, que se mantenía erguido y con la mirada perdida, como si estuviera bajo un efecto hipnótico—. Mario —continuó impávido ante el espectáculo que, por protocolo, no podían tocar sin trajes especiales—: Esta es la última vez que te dejo pasar una equivocación así, o tendré que informar al comité. —El parásito casi había desaparecido por la boca de José.

—Seré más cuidadoso, no volverá a pasar —dijo Mario, aún avergonzado, mientras José se desvanecía con los ojos en blanco—. ¿Lo llevamos al pabellón quirúrgico? Hay que sacárselo antes de… ¿Le diste comida en la mañana? —La consulta de Mario era fundamental para saber cuánto duraría José con un parásito hambriento.

—No me corresponde esa tarea; pero supongo que sí… ahora necesito un momento para comer algo antes de la cirugía. ¿Me acompañas al casino?

—Pero, ¿estás seguro que José podrá soportar media hora así?

—Sí… —respondió Antonio mirando su reloj—. ¿Vienes?

—¡Claro!


Joyce Barker Bucat es una arquitecta y escritora nacida en Santiago de Chile. Se dedica a los cuentos cortos de ficción. Ha publicado en antologías y en el fanzine Estrellita mía.

 

INFORMÁGICA