martes, 18 de junio de 2024

TORMENTA DEL OESTE

Laura Scheepers

 

El viento viene del oeste. Ella está sentada frente a la casa, la casa que también debería ser suya, pero a la que no siente así. Hambrienta, levanta la nariz al aire y respira profundamente. Huele algo verde, algo salado, algo que conoce muy bien, aunque no sabe de dónde.

Ella había pataleado y luchado mientras él la arrastraba hacia la playa. El miedo le daba fuerza extra, pero en esa forma no era fuerte. Él la sujetaba por el largo cabello y las muñecas en la otra mano. Continuó arrastrándola a través de las dunas, hasta que solo pudo oír las olas. La enrolló en una red y la arrojó en la parte trasera de un carro cubierto. Ella luchó contra las cuerdas que la rodeaban hasta que sintió un dolor agudo en la cadera, y luego nada más.

Cuando despertó, estaba en esta casita, lejos del mar. No podía escuchar el oleaje, no podía oler el agua salada. Se sentía extraña y abandonada, le faltaba algo. Poco a poco se dio cuenta: no tenía recuerdos. Era una mujer adulta, pero no sabía cómo había llegado allí, por qué estaba allí y con quién. Tenía una gran cicatriz en la cadera. El hombre con el que vivía decía que era su esposa, desde hacía años. Tenía que hacer lo que él decía: mantener su casa limpia, cocinar y estar siempre a su disposición. También en la cama. Lo detestaba, no podía imaginar que había elegido a ese hombre, que había compartido su cama voluntariamente, pero no podía hacer otra cosa. Siempre que él le daba una orden directa, ella hacía lo que él decía. Si quería protestar o negarse, todo se volvía negro por un momento y luego hacía lo que él quería. No tenían hijos, eso era algo que él no podía ordenarle, aunque lo intentaba.

El viento arrecia, ella se levanta y huele, saborea. ¡El mar! ¡Huele el mar! Y el mar huele a hogar, como esta casa nunca lo ha hecho. Extiende los brazos.

—¡Sopla, viento del oeste! ¡Llévame a casa! —Exclama cuando la tormenta empieza a ganar fuerza.

Es tarde cuando el hombre llega a casa. Parece preocupado. Cuando ve que ella está afuera y no ha cocinado, se enoja. Cuando están sentados a la mesa, él dice:

—Parece que se avecina una tormenta del oeste. ¡Tienes que hacer exactamente lo que digo! Si los diques se rompen, esto será muy peligroso. —Ella asiente. Siempre hace lo que él ordena, no puede hacer otra cosa. ¿Por qué hoy tendría que ser diferente? Sin embargo, se siente distinta, el olor del mar le ha dado valor.

—Sopla, viento del oeste, y llévame a casa —susurra suavemente mientras lava los platos.

Después de cenar, el vecino viene a buscar al hombre, deben unirse para reforzar el dique. No quiere ir, pero el vecino no se deja convencer; todos deben ayudar. Ella está de nuevo frente a la casa, disfrutando del viento. Saborea el olor salado en el viento.

—¡Sopla, viento del oeste! ¡Ruge, tormenta del oeste! ¡Ven a buscarme, llévame a casa! —El viento empieza a girar a su alrededor y se hace cada vez más fuerte. Ella ríe y llora a la vez.

El hombre llega tarde a casa, preocupado y malhumorado. Se enfurece cuando ve que ella está nuevamente afuera y la obliga a entrar de inmediato. Mientras él cae exhausto en la cama, ella permanece despierta, oyendo el aullido del viento. En medio de la noche, escucha un estruendo como nunca antes había oído. El hombre se despierta sobresaltado.

—¡Los diques se han roto, viene el agua viene! ¡Al desván, rápido! —Sube la escalera silenciosamente. Abajo, en la sala, ya hay agua. Agua que huele maravillosamente a sal, algas y hogar. Quiere ir allí, pero no puede. Antes de subir, el hombre saca de debajo de su colchón un extraño pedazo de cuero, que ata a su muñeca.

Han estado horas en el desván, cuando el agua llega al hueco de la escalera. Ella se acerca, pero el hombre le ordena subir al techo. No quiere, quiere ir al agua, pero aún no puede negarse. Sube al techo antes que él, y él la empuja bruscamente hacia arriba. Ella se sienta en el techo y mira el agua que sube. Cada vez más alto, cada vez más cerca. La llama y la atrae. ¡El agua salada es su hogar, no la casa sobre la que está! Se pone de pie, corre hacia la punta del techo.

—¡No! —grita él. En el momento en que va a saltar, siente sus brazos alrededor de ella. Intenta detenerla. Ella lucha, pero él sigue siendo más fuerte. Sin embargo, se acercan más. Ella se rinde, deja que su cuerpo se vuelva inerte en sus brazos y lo abraza. Y entonces se deja llevar. La sorpresa es demasiada y él no puede mantener el equilibrio, juntos caen en el agua tumultuosa. Se hunden, cada vez más profundamente. El hombre lucha, quiere subir, quiere salir del agua, pero ahora ella es más fuerte. Aquí está en su elemento. Su cuerpo comienza a cambiar. Su ritmo cardíaco se vuelve más lento, su piel se convierte en pelaje, sus piernas se funden y sus pies se vuelven planos, sin dedos. También sus manos cambian, casi no puede sostener al hombre. Siente un dolor punzante en su cadera, donde está la cicatriz y entonces lo sabe: ¡el cuero en su muñeca es su pelaje! ¡Así es como él ha podido dominarla! Sus manos ya no son manos, sino aletas, esa parte de ella nunca la recuperará. Pero el hombre tampoco la tendrá. Ella observa mientras él lentamente se hunde hasta el fondo, su piel se vuelve azul y deja de luchar. Luego, ella nada, lejos de esta tierra inundada, de regreso al mar, donde pertenece.


Laura Scheepers nació en 1979. Escribe desde la guardería. En el colegio sacaba buenas notas. En los últimos años, estar crónicamente enferma le ha dado al menos una cosa: tiempo para escribir. En 2019, comenzó a escribir de nuevo después de un bloqueo que le duró varios años, y desde entonces una serie de historias se han publicado en diversas colecciones. Le gusta escribir ficción histórica, ficción futurista, fantasía y ha incursionado en el slipstream, pero está dispuesta a probar casi cualquier cosa. También es jurado y editora de EdgeZero. Además de escribir, le encanta leer, jugar y hacer manualidades con todos los materiales posibles e imposibles. También le gusta mucho el café, el queso y la música. 

 

EL BAÑO

Gabriela Vilardo

 

Regresé a ese bar una docena de veces, y cada vez que lo hacía había un detalle que demostraba que no era el mismo bar, que no pertenecía al mismo universo. No estoy hablando de que cambiaba la decoración, el color de las sillas o las marcas de las bebidas que se exhibían en un escaparate. Era un cambio más profundo, drástico, y al mismo tiempo elemental.

Con el primer regreso me acomodé en una mesa junto a la ventana. Saqué mi grabador de periodista y un anotador. Tenía que escribir el editorial de la semana. Pedí un café y no tuve otra opción que permanecer mirando mis hojas blancas sin levantar la cabeza. La conversación de los de la mesa de al lado hizo que tocara las migas que habían quedado del cliente anterior sin asco, noticia sobre la quería trabajar. El programa de televisión empezaba a mostrar las del día que daban coherencia a la conversación que yo estaba escuchando.

—Necesitamos más hombres. Los negros no tienen nada que perder. Ya están en el ejército. Los voluntarios van a recibir un pago de cuatro pesos y a los gauchos que no obtienen salarios se les permitirá robar.

—No es el caso de Francisco Carril que recibió cien pesos por estar en el Ejército Restaurador.

—Gente importante, amigo. Las diferencias siempre están. Ahora hay que esperar el resultado de la nueva leva y si da incompleta ofreceremos otros beneficios: tierras, títulos, y grandes cantidades de ganado bovino. ¿Qué joven podría negarse a semejante recompensa?

Levanté la cabeza y me estaban mirando. Disimuladamente me acerqué a la ventana y escuché un grito. ¡Viva la santa Federación! Confundido caminé hacia al baño. El teléfono negro a discado estaba sobre el mostrador. Escuché cómo se alejaba el ruido de la caja registradora. Mi celular no estaba funcionando y yo estaba entrando en una crisis de claustrofobia, encerrada sin necesidades fisiológicas.

Tomé coraje y volví a la mesa. El mozo se acercó y con temor le pregunté si tenían un tostado para consumir. Respuesta positiva, Los hombres que hacían planes ya no estaban en su mesa. Alivio, pensé. Tal vez debería consultar a mi psiquiatra por estos episodios. Sobre la mesa del bar, aparte de mi café y mi vaso de agua con soda. Sonreí. Ya estaba donde tenía que estar, año 2024. Hasta que reconocí una de las voces y me volteé. Los hombres estaban en otra mesa.

—El presidente se fue y esta comisión ya no alcanza. Algunos de los nuestros ya se contagiaron y murieron. Necesitamos voluntarios para desalojar los conventillos.

Otra vez la mirada de esos hombres se posaron sobre mi persona. A través de la vidriera vi pasar una carreta con una pila de cadáveres.

—Se multiplicaron las muertes y nadie dice la verdad. Sólo les importa el carnaval del 23 y 24 de febrero.

En la mesa de al lado dejaron un diario. Volví a mirar a través de la vidriera y la calle se había vaciado de gente. Fui al baño y me llevé el periódico. Allí pude leer que Argerich y Roque Pérez habían muerto contagiados de Fiebre amarilla.

Habían pasado más de treinta años del café de mi regreso a ese bar.

El mozo se acercó y me sirvió otro. El tercero, y saqué la cuenta que lo estaba tomando, más o menos, cada treinta y cinco años.

En la calle, policías al mando del comisario Falcon desarmaban a manguerazos las manifestaciones de los sindicatos que querían reivindicar a los trabajadores. Era una verdadera violencia recibida por hombres y mujeres de distintas culturas. Tratar de entender a los inmigrantes haría poner en riesgo mi libertad. Y yo tenía una sola respuesta. Un baño donde encerrarme ante tanta injusticia.

El estallido de vidrios me había hecho volver a la mesa. El bar tenía su persiana baja. Había sufrido actos de vandalismo. Traté de subir la persiana pero no pude. Conté cuatro pocillos de café nuevos. Y saqué las cuentas. Se me había ido mi tiempo. El almanaque rezaba: “año 2038”.


Gabriela Vilardo es profesora en psicopedagogía, artista plástica y escritora. Nació en Pergamino, provincia de Buenos Aires, en 1964. Ejerció la docencia desde el año 1989 hasta el 2016. Dictó talleres de creatividad y de apoyo a docentes. Obtuvo reconocimientos nacionales e internacionales por sus cuentos y microrrelatos, algunos de los cuales formaron parte de antologías. Publicó tres novelas juveniles: El misterio de Don Anselmo (2005) Rosendo, un esclavo en la Revolución de Mayo (2010) y Del revés (2018) En el año 2015 publicó Ausente de mí, novela que escribió con Alejandra Guallart Becerra. En el año 2018 presentó la novela De entrecasa y en 2023 SISA (novela histórica).

SOLEDADES

Sergio Patiño Migoya

 

Todos a los que nos gusta escribir nos encontramos de vez en cuando con el mítico síndrome de la hoja en blanco. Cada uno lo combate a su manera. Personalmente, cuando me sucede, me dedico a hacer listas disparatadas. Sí, tengo una carpeta llena de listas, listas de profesiones raras, de maneras de atravesar una puerta, de cicatrices, de clases de héroes en los cuentos, de formas de saludar, de hijos de parejas de animales o cosas diferentes, de tipos de sombreros... A veces, de esas listas, sale luego algún que otro relato. El caso es que ayer, aburrido, me puse a escribir una lista de cosas solitarias. Por ejemplo:

•Una botella flotando en el océano sin un mísero mensaje con el que pasar las horas muertas.

•Un espejo de cara a la pared abandonado en un trastero sin luz.

•Un anacoreta por las calles de una gran ciudad.

•Un bidé en el piso de un hombre soltero.

•Un calcetín desparejado que, irremisiblemente, va siendo relegado poco a poco hacia el fondo del cajón, hasta que un último empujón lo aboca al suicidio de ese mundo paralelo que es el hueco entre los cajones y el cuerpo del mueble.

•Una lata de sardinas vacía en el fondo de un mar por el que pasan sardinas que, con una actitud completamente egoísta, nunca quieren meterse dentro.

•La Luna que, con la edad, ha perdido vista y ya no puede ni entretenerse con las tonterías del mundo.

•Un dos que quisiera ser un veintidós pero ni siquiera es un uno para poder congraciarse con su soledad.

•San Pedro, funcionario ocioso ante unas Puertas del Cielo por las que últimamente no pasa ni Dios.

En esas alturas andaba cuando a traición me asaltó una idea. Que quizá, maldita sea, lo más solitario del mundo podría ser un escritor escribiendo en completa soledad sobre las cosas más solitarias del mundo. Terrible. De repente me sentí angustiosamente solo. Miré a mi alrededor. Solo, solito, solísimo. Mis ojos se posaron en el móvil. Supongo que una persona normal habría entonces llamado a un colega, a una chica, a su madre o incluso a uno de esos programas de radio en los que la gente se siente mejor contando sus miserias. Hace ya bastante tiempo que tengo asumido que no soy demasiado normal, así que lo que se me ocurrió en ese momento fue marcar un número al azar. Al cuarto o quinto intento contestaron —una mujer— y así fue la conversación, o al menos como mi mente la recuerda:

—¿Sí?

—Hola.

—Eh..., hola. Perdona, ¿quién eres??

—Soy yo.

—¡Ah, joder, tú! Oye, ¿y este número?

—Es el mío.

—¡Coñe! ¿Y cuando lo cambiaste?

—...

—¿Oye?

—¿Sí?

—Ah, nada, ya lo guardo en la agenda.

—Es tarde. ¿No te habré despertado?

—No, tranquilo. Estaba a punto pero aún no.

—Ah, bien, menos mal.

—¡Ja, ja! Dime.

—Pues… nada. Que me siento solo.

—...

—O sea, je, que vi el móvil y me apeteció llamar.

—Ya... bueno... Mira, es que esta noche va a ser complicado.

—¿Complicado el qué?

—Pues que vengas. Mañana tengo cosas que hacer temprano y no...

—Pero yo no quiero ir ahí.

—Ah. No. ¿Y entonces?

—Pues eso. Que me sentía solo.

—...

—...

—Jorge, tío, ¿estás borracho?

—¿Quién es Jorge??

—...

—¿Hola?

—¿No eres Jorge? ¿Quién eres?

—Sergio.

—Um... Creo que te has equivocado.

—¡Qué va! He acertado de pleno. Ahora mismo ya no me siento solo.

—Oye, yo soy Silvia, ¿a quién llamas tú?

—A ti.

—Pues no caigo en quién eres.

—Sergio.

—Ya, vale, pero no conozco a ningún Sergio que pueda tener mi número.

—Ahora sí.

—Eh... mira, voy a colgar, ¿ok?

—Vale, que duermas bien, Silvia.

—Uh… vale, chao.

—Chao.

Anoche dormí como un bendito. Hoy me olvidé el móvil y, cuando volví a casa, entre las llamadas perdidas estaba el número de Silvia. Me dio pena no haber estado para contestar. A lo mejor, se había sentido sola.


Sergio Patiño Migoya nació en Vilagarcía de Arousa, España, en 1972. Trabajos suyos han aparecido en medios escritos como los suplementos culturales de los diarios La Jornada (México) y Faro de Vigo (España), las revistas R (España), De Palabras (España) y La Mirada (México). También ha colaborado como escritor y estructurador de varias antologías publicadas en papel.


LIBRARSE DEL VAMPIRO

Ken Hanggara

 

Las personas se van de la fiesta, pero yo no puedo ir a ningún lado. No puedo gritarles para que me lleven lo más lejos posible.

En algún lugar, en varios momentos no intencionados, en la cabeza de esas personas, surge una imagen de mí: "Sarmila, la niña dulce y afortunada. ¡Dios la puso en las manos correctas!"

¡Ellos piensan que mi padre adoptivo es tan bueno!

Mi padre adoptivo es rico, pero es un vampiro. Todos los días tiene sed de sangre y no puedo hacer nada más que darle mi sangre. Consume continuamente esa sangre, proveniente del sudor y las lágrimas. La gente no lo sabe. La gente solo sabe lo que ve.

—Señor Mudakir, usted es tan noble. ¡Cuida a esta huérfana tan tiernamente como si fuera su propia hija! —dice una voz.

—Bueno, todo esto es voluntad de Dios. ¿Qué puedo hacer yo? —dice ese hombre vil, lleno de falsedad.

Entonces, quiero escapar. Quiero huir de la casa de Mudakir lo más rápido posible.

Solo que no sé cómo hacerlo. Mudakir siempre amenaza con matarme si intento escapar o si revelo toda su depravación como el vampiro que siempre chupa mi sangre.

—Tu sangre me corresponde — dice siempre—, porque tu vida nunca fue mejor que ahora, desde que te traje a mi casa.

Por Dios, nunca he estado bien. Mi vida es un desastre. Ni siquiera la fiesta organizada por Mudakir puede salvarme. No soy lo suficientemente valiente.

A veces, imagino a Mudakir muriendo atropellado o envenenado, y yo siendo libre. ¿Es eso posible? Entonces, envenené la sangre que siempre bebe. Esa sangre es el sudor que cubre toda la superficie de mi cuerpo. Unté mi cuerpo con veneno. Espero que el ritual vil que lleva a cabo esta noche sea la última que yo deba sufrir.

Cuando Mudakir sea encontrado muerto, mañana, tal vez yo aún esté viva y pueda testificar que él nunca fue un buen padre para mí.


Título original: Membebaskan Diri dari Serigala
Traducción del indonesio: Sergio Gaut vel Hartman & IA GPT


Ken Hanggara nació el 21 de junio de 1991 en Indonesia. Este joven escritor es el feliz propietario de la fábrica de cuentos y novelas que habitan su cabeza. Ha publicado cuentos, poesía, ensayos y guiones para la TV. Entre otros, pueden citarse los siguientes libros: Dermaga Batu (2013), Jalan Setapak Aisyah (2013), Minus Menangis (2014), Menulis Cerpen Itu Gampang (non fiction, 2015), Museum Anomali (cuentos de horror contemporáneo, 2016), Babi-Babi Tak Bisa Memanjat (2017), Negeri yang Dilanda Huru-Hara (2018), Dosa di Hutan Terlarang (2018), Buku Panduan Mati (2022) y Pengetahuan Baru Umat Manusia (2024). Se lo puede encontrar en Instagram: @kenhanggara.


DON JUSTINIANO

Génesis García

 

—Pudiste elegir un instrumento más fácil, hija —comentó la madre mientras la niña batallaba con las teclas y el fuelle.

La pequeña, sin embargo, hizo caso omiso a sus palabras y continuó practicando con el ceño fruncido, empujando la frustración al fondo de su mente. De momento, el pobre instrumento sonaba como un animal moribundo, pero Mariana estaba decidida a lograrlo. Sus mejores recuerdos eran las tardes que pasó a los pies de su abuelo, escuchándolo tocar con los ojos maravillados y el corazón cantando. Ese hombre, menudo y de voz suave, fue el único padre que conoció y el alma más dulce que alguna vez pisó la tierra. Don Justiniano recorría las calles con su acordeón llenando el pueblo de música y color. De su acordeón brotaban animales fantásticos, hadas danzantes y príncipes valientes que luchaban contra dragones hechos de fuego frente a la asombrada audiencia.

Las personas pagaban por su talento con monedas sueltas y un billete ocasional: mendrugos para un don como el suyo. Sin embargo, don Justiniano no se quejaba. Tomaba lo poco que conseguía y lo convertía en pan para la familia y dulces para su nieta favorita. Su acordeón mantuvo a su mujer e hijos por años, hasta que éstos crecieron y dejaron el hogar, buscándose la vida en ciudades lejanas donde no existía la magia. “Como si la vida pudiese ser encontrada”, rezongaba don Justiniano, tocando una triste melodía que cubrió los campos de lluvia en abril e hizo que las hojas de los árboles cayeran antes de tiempo. Pero, nunca dejó de tocar. Incluso después de la partida de su mujer, él siguió tocando, sin descanso, hasta que un buen día sus piernas decidieron que era buena idea llamar a una huelga indefinida y se negaron a sostenerlo ya más.

Don Justiniano cayó postrado en la cama, pero no perdió la alegría. Sus hijos lo sentaban bajo el techo de láminas de la galería y ahí él construyó su pequeño reino. Los niños del barrio lo visitaban con frecuencia, sentándose a jugar a sus pies mientras él amenizaba sus tardes con canciones. Los niños bailaban con las hadas y los dragones, con los caballeros y los animales, convirtiendo su calle en una fiesta que parecía nunca acabar. Tristemente, nada es para siempre. El corazón de don Justiniano se unió a la huelga un día viernes por la tarde y su alma luminosa los dejó atrás, llevándose con él todo el color y la luz del pueblo.

El cielo, las calles, las casas, los árboles; todo perdió su color y una pátina gris y espesa cubrió todas las superficies. Los niños ya no reían y la música desapareció por completo, sumiéndolos en una tristeza que parecía no tener fin. En medio del peso del desconsuelo general, Mariana trepó a la cima del viejo armario y rescató la ajada caja de cuero donde guardaban celosamente el precioso acordeón del abuelo. Al abrir la maleta, el aroma de su jabón y el sonido de su risa llenaron el cuarto y la niña supo que tenía una misión. Le tomó meses de arduos esfuerzos arrancar una melodía decente de las preciosas teclas de marfil. Pero lo logró. Un valsecito costeño llenó la sala de su casa y las paredes recuperaron su color. Mariana, entusiasmada, tocó más y más fuerte y su abuelo se materializó frente a sus ojos, sonriente, antes de alejarse por la ventana, devolviendo el color a las calles y llenando el aire con flores, hadas y animales imposibles con cabeza de elefante y patitas de cucaracha.

Su madre salió corriendo a la calle, a bailar con las vecinas y Mariana la siguió, sin dejar de tocar, siguiendo a la sombra risueña de su abuelo. Don Justiniano pintó las margaritas con los colores del arcoíris, tiñó el cielo de verde y las hojas de azul y armó un carnaval en la plaza principal para espanto del alcalde. El párroco estuvo a punto de sufrir una apoplejía al verlo de regreso y doña Concha juró que moriría del soponcio mientras él la hacía girar en la pista de baile. Mariana tocó y tocó hasta que sus dedos sangraron y sus brazos lloraron de dolor, negándose a dejarlo ir. Pero, don Justiniano sabía que era momento de partir. Se acercó a su nieta y dejó un largo beso en su frente.

—Sigue así, mi niña —le dijo con su voz imperturbable pese a las inclemencias de la muerte—. Sigue tocando que yo siempre estaré contigo.

Mariana era una niña obediente. Continuó tocando hasta que su pelo se volvió gris y su corazón llamó a huelga. Se alejó un día de primavera, siguiendo a su abuelo y dejando atrás tres generaciones de músicos destinados a llenar el mundo de color como don Justiniano.

 

Génesis García (Concepción, Chile, 1990) es historiadora, escritora y tallerista. Ha publicado en más de cincuenta revistas literarias especializadas, entre las que se cuentan Especulativas, Licor de Cuervo, El Nahual Errante, El Axioma, Teoría Ómicron, Nudo Gordiano, Chile del Terror y La Sílaba. A su vez, es acreedora de más de una docena de premios nacionales e internacionales y ha participado también en diversas antologías publicadas en América Latina y España.

 

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