miércoles, 22 de enero de 2025

BIFICCIONES (CATORCE)

 

HOLDERIN

Víctor Lowenstein & Rafael Martínez Liriano

 

Vemos al hombre que viene a charlar con las estatuas del parque. Las rodea, observando sin discreción cada detalle figurativo; formas humanas ya erosionadas por cientos de lluvias anuales, que dejan al descubierto verdosas vetas de plomo fundido en cada monumento. Sin pudor, entromete sus manos en pétreas axilas e ingles. A ningún transeúnte sorprende. Es experto en no sé qué de las estatuas; se sabe que alguna vez ejerció la museología.  

—Me hablan —jura. Por el tiempo que lleva comunicándose con las moles de piedra, aceptamos creerle. Al terminar cada conversación él conoce las inquietudes de la estatua, sus percepciones profundas; el mensaje que buscan transmitir a los humanos… 

No es un psíquico pero tampoco podría demostrarse lo contrario. Ni es propio de expertos en museos ni esculturas entablar conversaciones con objetos de piedra. Pero ¿qué le dicen? Inquieren los curiosos que animan al buen hombre a revelar sus confidencias con los pétreos ocupantes del parque.  

—Lo de siempre. Que si los de la construcción —su dedo índice señala las obras de la compañía que levanta el edificio en el predio lindero— continúan con las excavaciones, la tierra cercana cederá y se derrumbarán la escuela y el hospital municipal. —Los curiosos ríen; también el hombre ríe pero su sonrisa es amarga; sabe que si caen los edificios mencionados, las pérdidas serían cuantiosas y muchas vidas se pondrían en riesgo. —Se ríen, ¿eh? Pues espero que ellas —señala las estatuas— estén equivocadas, de lo contrario lamentaremos alguna gran desgracia. 

Los días pasan y el hombre continúa con sus conversaciones con las estatuas mientras la gente que pasa sigue viendo su labor con morboso interés.

En la obra aledaña, las cosas marchaban con normalidad hasta que una mañana los transeúntes fueron testigos de un alboroto: desde la calle se escuchaban voces que gritaban con furia, en otras se podía notar la desesperación. Después de mucho indagar por parte de los curiosos, se supo el motivo del alboroto. Unos delincuentes habían destruido parte de los equipos durante la noche, no se sabía ni porqué ni cómo. Precisamente en la víspera de lo ocurrido en la construcción, la gente notó un cambio en el tocador de estatuas. Cierto nerviosismo en su semblante y un distanciamiento entre él y sus amadas moles de piedra y metal. Alguien que se atrevió a cuestionar a nuestro hombre por el cambio en su actitud, recibió estas palabras por respuesta.  

—Siento lo que pasó —dijo el hombre compungido—. Trate de por todos los medios de hallar otra solución, traté de convencer a los dueños de la constructora pero la gente es terca y no escucha razones cuando de dinero se trata. No estoy orgulloso de mis acciones pero al menos me queda el consuelo de que no tenía otra opción. 

—¿A qué tipo de acciones se refiere? —preguntó el transeúnte. 

—Mis acciones están a la vista —dijo el hombre señalando la construcción cercana que ahora estaba paralizada. 

Esta afirmación causó un gran alboroto entre los transeúntes. La policía apresó de inmediato al hombre tomando sus palabras como una confesión, a pesar de que tal confesión carecía de toda lógica ya que, como se pudo comprobar en el informe de los hechos, para un hombre de edad avanzada y fuera de forma habría sido imposible causar tal nivel de destrucción a los equipos y la obra.  

La policía dedujo que el hombre de las estatuas estaba relacionado con lo ocurrido en la construcción aunque no de la manera en la que él decía. Se sospechaba que era la mente detrás de lo ocurrido, lo que no se sabía era quiénes habían sido los ejecutores, quien o quienes eran sus cómplices.  

—Actué solo —repetía el hombre con el semblante tranquilo.  

Después de semanas de interrogatorios y pesquisas, el hombre de las estatuas fue liberado por falta de pruebas en su contra. La fiscalía se topó con un muro infranqueable al no poder hallar a los cómplices misteriosos. La conclusión fue que a pesar de la confesión del hombre se debió a un afán de llamar la atención. ¿La razón? Nadie la sabía; lo que sí estaba claro es que lo había conseguido, su arresto y el misterio del ataque a la construcción hicieron del tocador estatuas un hombre famoso y su advertencia sobre la futura tragedia si la construcción no era detenida, calaron entre la gente iniciando un movimiento ciudadano que terminó con el cierre permanente de la construcción.  

Tiempo después, la gente que pasaba por el parque encontró a aquel hombre de nuevo en su rutina. Palpando, escuchando como siempre pero con más energía. Cuando se le pregunta el porqué de sus cuidados él responde con una palabra. “Agradecimiento”.


PROTOTIPO FALLIDO

Oscar De Los Ríos & Laura Irene Ludueña

 

—Te digo que es así. Tal vez aún no lo sepas, pero esto comenzó hace miles de años…

—Esperá un poco, no termino de digerir lo que decís. ¿Ellos son una especie diferente de la humana, una especie malvada y eso explica todo? No me convencés para nada. ¿Nosotros somos los buenos y víctimas de los malos?

—No, por supuesto que no. Es más sencillo que eso; y por eso más difícil de aceptar. Son un prototipo fallido. Trataré de explicarte. Cuando el hombre se irguió sobre la Tierra y no distinguía el bien del mal, no fue tentado con una manzana, como en el cuentito de Adán y Eva; un grupo de científicos, sobreviviente de una civilización anterior a la nuestra, hizo modificaciones genéticas para que haya hombres y mujeres que, sin la traba que imponen la conciencia, la empatía y falencias emocionales que arrastra el ser humano, prevalezcan sobre los demás. Pero desaparecieron antes de terminar su trabajo y el ser humano dominante quedó a medio hacer, y se mezclaron con el ser humano común. Por eso fracasó Adolf Hitler… y tantos otros.

—Debemos terminar el experimento, ¿o no? Por eso hemos venido a pedir tu opinión. ¿De dónde sacaste esta fábula?

La puerta se abrió de golpe y entró una mujer misteriosa y de mirada inteligente.

—Es cierto, Pablo. Encontramos el laboratorio en la Antártida, a doscientos metros bajo el hielo y nos preparamos para terminar el experimento.

—¿Y por qué me cuentan esto, cuando saben que haré todo lo que esté a mí alcance para impedirlo?

Ana y Manuel intercambiaron una mirada cómplice. Pablo no entendía. De golpe estaban en un laboratorio desconocido.

—¿Dónde estamos? ¿Para qué me trajeron aquí? 

—Ha sido designado para eliminar los prototipos fallidos.

—No entiendo —manifestó Pablo, más asustado que preocupado.

—Los experimentos inconclusos han generado hombres sin empatía por el sufrimiento ajeno, carentes de una conexión genuina con los demás. Sus relaciones, basadas en la manipulación y el control, son tan efímeras como su autoridad. Sin embargo, generación tras generación, se repite la misma tragedia: el poder alcanzado, el abuso, aunque efímero destruye demasiado —agregó la mujer.

 —La lucha es entre la empatía y el ansia de control, entre la luz y la oscuridad. Ahí entras tú en acción —acotó Manuel.

—¿Cómo?

—Usando tu último experimento, eliminarás por completo los seres fallidos alterando sus células y destruyendo su estructura interna. Así será imposible su supervivencia y reproducción

—Mi experimento es para eliminar microorganismos perniciosos, no humanos — respondió Pablo, para agregar súbitamente—: de acuerdo, estoy listo.

Lo había decidido en el momento. Era hora de que lo sepan.

—Entonces comience —dijo Ana con una calidez inesperada—. Encuentre el equilibrio, porque de esa lucha nacerá la verdadera eternidad.

Con una sonrisa siniestra, Pablo activó los dispositivos que había programado para erradicar a aquellos que Manuel y Ana consideraban los mejores de la humanidad. Era el momento de demostrarles que la especie fallida había encontrado, al fin, la manera de apoderarse del mundo. 


LOS POCOS

Gabriela Vilardo & Sergio Gaut vel Hartman

 

Simeón nunca había cerrado los ojos desde que la peste se llevó al último de sus vecinos; había hecho un pacto con la vigilia y las noches eran su refugio, un interminable horizonte de sueños ajenos que nunca podría alcanzar; en su realidad, los cuentos de vida se contaban a través de las sombras que poblaban el pueblo desierto. En el silencio del mundo caído, Simeón se intuía convertido en el guardián de la memoria y cada rincón vacío de la casa era un espacio sagrado. Sin embargo, su misión más delicada era no despertar a Loretta. Así como Simeón no dormía nunca, Loretta dormía todo el tiempo. La había encontrado sumida en el caos, vagando sin rumbo entre las casas vacías, indiferente al sol y la penumbra. Pero cuando la luz de la luna filtraba su brillo a través de las ventanas, y las sombras danzaban alrededor de ella, su mano, en un trance que desafiaba la lógica, trazaba versos en el aire, dejando una estela de gotas iridiscentes. Aunque analfabeta, sus palabras eran deliciosas, hiladas con una dulzura que resonaba en el corazón del silencio.

—Los susurros de la noche me llevan lejos, donde la esperanza florece entre las ruinas.

Simeón, desde su sillón desgastado, la observaba con ternura. Sabía que mientras se deslizaba entre los ecos del pasado, mantenía vivo un destello de lo que alguna vez fue la vida en esa pequeña comunidad, un poema que nunca olvidaría aunque jamás terminara de escribirse.

—Esas dos, la que parece una jirafa y la que la cruza, un cuchillo sin filo, indican que mañana recibiremos una visita. —El niño, que vivía en una burbuja de inocencia, se sentaba en el alféizar de la ventana, observando las nubes que pasaban, formando en su mente configuraciones absurdas y pronósticos de hechos que no podían ser confirmados o refutados.

—¿Una visita, niño? —Simeón tenía paciencia de santo, y escuchaba las profecías sin discutir.

—Una visita, la de una mujer loca y ciega. Llegará mañana —agregó el niño con toda seriedad, suponiendo que revelaba los secretos del futuro mientras que en el pueblo solo quedaban ellos tres tosiendo viejas memorias, años perdidos y poemas insustanciales y evanescentes.

Por eso no debe sorprendernos que la llegada de Branca desatara un estremecimiento. Tal como el niño había augurado, la mujer era ciega y su locura se manifestaba en un comportamiento animal. Delgada y errante, parecía perderse en los laberintos de su propia mente, buscando algo que no existía, un eco de una vida que una vez tuvo, pero que la muerte y la enfermedad habían convertido en un recuerdo quebrado.

Al principio, Branca solo era un susurro en el mundo de los tres personajes. Sus ojos vacíos parecían ver más allá de la realidad, como si pudiera percibir las energías invisibles que rodeaban a Simeón, Loretta y el niño. Algunos días, al caer la tarde, hablaba un lenguaje extraño que parecía más al aullido del viento que palabras coherentes. A menudo, se sentaba en el umbral de la puerta, brindando una compañía salvaje que inquietaba y fascinaba a la vez.

—Los muertos no se van —dijo Branca con una risa que helaba el alma—, están aquí, entre nosotros, esperando el retorno de la vida.

Simeón sabía que solo era cuestión de tiempo. Cuando más temprano que tarde el grupo de inusuales supervivientes se desvaneciera en la nada, no quedaría siquiera la leyenda de que alguna vez había existido la vida sobre el planeta.

—¿Por qué crees que los muertos no se van, si ni siquiera puedes interpretar las nubes para anticipar el regreso de los vivos? —le preguntaba el niño desde la ventana cada vez que Branca se sentaba en el umbral de la puerta. Branca levantaba la cabeza y la movía luego hacia la voz del niño como si con su gesto lo amenazara por el desafío.

—Los muertos no se van —repitió Branca —, están aquí, entre nosotros, esperando el retorno de la vida.

Simeón deambulaba por la casa atento a las conversaciones de Branca y el pequeño, que de pronto, se volvían inaudibles; eso lo desesperaba. Si bien sobrevivía con la certeza de su pronta desaparición, el pronóstico cumplido del niño le había hecho dudar de ella, y temía por los alaridos de Branca cuando la noche llegaba sin anuncio para ella. Solo el niño lograba calmar ese desasosiego describiéndole a la luna, desde la ventana y confirmándole que estaba limpia de nubes que denunciaran el regreso de los vivos. La misma luna que regresaba a Loreta con cuatro o cinco palabras y luego la devolvía al letargo.

—Somos cuatro los vivos de este mundo ahora y por poco tiempo a menos que… —agregaba el niño sin saber qué más decir. Y Branca apenas sonreía con ironía. Caminaba en su oscuridad eterna sin tropezar con nada y no se detenía hasta tocar la cabeza de los que estaban en la casa bajando sus manos a la altura de la nariz para sentir la respiración ajena, hasta provocar en Loretta ese movimiento del brazo que acompañaba sus versos en el aire.

—Los susurros de la noche me llevan lejos, donde la esperanza florece entre las ruinas.

Simeón, con sus ojeras bien marcadas, rogaba que la muerte se lo llevara último porque le pesaban tres responsabilidades: además del niño, Loretta, que soñaba con ecos de su pasado y la memoria de cada espacio y tiempo, sin importarle el destino de Branca, que con su llegada les había terminado de complicar la fragilidad de esas existencias. Simeón pestañeaba y sus pupilas se dilataban cada vez más. Era un duelo entre la vigilia y el sueño que pudo dominar hasta que un amanecer escuchó que el niño contaba muchas jirafas cruzadas por cuchillos sin filos en el cielo nuboso. Simeón vio pasar sin rumbo a Branca murmurando lo inentendible y escuchó a Loreta, que a la vez que se incorporaba, con los ojos abiertos.

—Los susurros del día me acercan a lo que alguna vez fueron ruinas.

Los párpados de Simeón cayeron vencidos.

La ventana se abrió empujada por un silbido extraño que no era viento.

El niño se asomó y vio cómo mujeres ciegas y locas se habían instalado en los umbrales de toda la cuadra y hablaban un lenguaje extraño que parecía un aullido de palabras incoherentes que se yuxtaponían. El cielo despejado le confirmó que pronto muchas Lorettas saldrían a vagar para levantar las ruinas y para que los Simeones descansaran de sus largas vigilias.


ACAMPADA

Alejandro Bentivoglio & Carlos Enrique Saldívar

 

Cuando Murua despertó, se desperezó con lentitud y abrió el cierre de la carpa. Afuera no había nada. El bosque había desaparecido.

—¿Qué sucede? —preguntó Sabrina.

—¡Allá afuera… afuera… no hay nada! —tartamudeó Murua.

No solo era el bosque. La carpa parecía flotar en el vacío más absoluto. En un blanco sin matices, como un universo desconocido al que hubieran llegado de repente.

—¡Qué es esto! ¿Dónde están Alfredo y Raúl? —dijo Sabrina.

—¡No sé! ¡Vamos a morir! —Murua comenzó a llorar.

Sabrina se puso como loca, dijo que mejor se arrancaba los ojos antes de permanecer encerrada para siempre en aquella tienda de campaña, que prefería morir junto a su novio y su amigo en el blanco siniestro que las rodeaba; se apresuró hacia la salida. Murua intentó detenerla, pero su amiga saltó al vacío y desapareció.

Al otro lado Alfredo y Raúl le ayudaron a levantarse. Sabrina les preguntó qué había pasado.

—Nos despertamos y salimos de la carpa, nos vimos rodeados de una claridad extraña, no había cielo, ni piso, avanzamos y aparecimos en el suelo. Al parecer, se trata de un pequeño mundo alterno, situado a pocos metros de nosotros —dijo Alfredo.

—No lo entiendo; anoche, al dormirnos, esa cosa blanca no estaba cerca —dijo Sabrina.

—No te olvides de que el planeta no es estático, el movimiento de rotación debió colocarnos dentro de ese espacio. Se puede entrar y salir con facilidad —dijo Raúl.

—El problema es que dicho universo es muy difícil encontrar. Las hemos estado buscando durante una hora —dijo Alfredo.

—¡Tenemos que ubicar a Murua! Ella todavía está adentro —indicó Sabrina.

—Tratemos de hallarla, ¡pronto! Espero que pierda el miedo y decida salir —dijo Raúl.

Buscaron durante horas, durante días, durante años, y no pudieron encontrar aquel blanco extraordinario.

Murua nunca salió.


EL TÍO LOCO

Fernando Andrés Puga & Luciano Doti

 

—Da lástima, che. Confunde los nombres, se tira pedos, tiene la mirada pérdida. Desde que regresó está así... Yo le pregunto, sí. Lo intenté de mil maneras, pero no hay caso. No logro descubrir qué fue lo que le pasó... Divaga. Habla de una nave espacial, de un hombrecito verde que le sonríe y lo invita subir, y no sé qué otros disparates... Yo no sé. Creo que tendremos que ir a averiguar por nosotros mismos.

Juan escuchó lo que su sobrino le decía a un amigo, harto de que sus explicaciones fueran tomadas como disparates. Lo mejor sería que ellos vivieran lo que él.

Esa noche, ambos fueron a averiguar. Luego, una luz, la nave y una curiosidad más fuerte que el miedo.

Ahora, son tres los que divagan. Hay momentos en que quedan catatónicos y reciben mensajes telepáticos anunciándoles que muy pronto los alienígenas estarán aquí.

 

LA SIMULACIÓN

Diego Pantoja & João Ventura

 

En el laboratorio oculto bajo kilómetros de roca y acero, los científicos observaban el mundo simulado conocido como "Edenia". En este universo digital, millones de habitantes vivían sus vidas sin saber que cada uno de sus movimientos, pensamientos y emociones eran monitoreados y analizados. En Edenia, la figura central de adoración era el "Arquitecto", una entidad omnipotente y benévola que, según sus creencias, había creado su mundo perfecto. Los habitantes construían templos y ofrecían rituales en su nombre, convencidos de que sus plegarias eran escuchadas.

Un día, la doctora Helena Marsh, la jefa del proyecto, decidió introducir una anomalía. Quería ver cómo reaccionarían los habitantes ante la disrupción de su perfecta realidad. Insertó un fragmento de código que desató una serie de desastres naturales. Terremotos, huracanes y erupciones volcánicas sacudieron Edenia. En el templo principal, el sumo sacerdote Orin reunió a los habitantes para rogarle al Arquitecto.

—¡Oh, gran Arquitecto! —clamaban—. ¡Devuélvenos la paz y la prosperidad!

Helena observaba desde su consola, tomando notas sobre el comportamiento humano ante la crisis. Sin embargo, algo inesperado ocurrió. Un grupo de jóvenes, liderados por la rebelde Lyra, comenzó a cuestionar la existencia del Arquitecto.

—¿Y si nuestro mundo no es lo que parece? —preguntó Lyra—. ¿Y si somos solo piezas en un juego más grande?

Helena, intrigada, decidió amplificar la anomalía, forzando a los habitantes a enfrentarse a la verdad. Las simulaciones se volvieron inestables, los cielos se fracturaron y las estructuras se disolvieron en polvo.

El templo se derrumbó, sepultando entre sus escombros al sumo sacerdote y a los fieles que se habían refugiado en su interior.

El caos en el mundo simulado era imparable. Sólo el grupo liderado por Lyra mantenía algún atisbo de comportamiento organizado.

Helena siguió observando con interés el desarrollo de los acontecimientos. Fue entonces cuando Lyra levantó la vista y gritó: «Malditos sean los responsables de este juego infernal. Ojalá les pasara lo mismo...».

Las últimas palabras fueron ahogadas por un ruido ensordecedor cuando una fisura se abrió en el suelo, tragándose a la mayoría de los incrédulos.

Helena se estremeció y presionó el botón que interrumpió la visualización de la simulación.

Las últimas palabras de Lyra habían desencadenado un cataclismo de pensamientos inquietantes en su mente.

¿Y si...? ¿Y si ella misma, sus compañeros, el laboratorio en el que se encontraba no fueran más que el producto de una sofisticada simulación? ¿Cómo podría ser posible demostrar lo contrario?

Un intenso escalofrío recorrió el cuerpo de Helena y, a medida que su conciencia se desvanecía, vio cómo el equipo, las paredes, el techo, el suelo y los técnicos de laboratorio perdían su forma y se convertían en una masa amorfa, luego en polvo que se dispersaba lentamente...


DESFASAJE

Yulia Stepánova & Dora Gómez Q

 

Marsha despertó sobresaltada en un lugar desconocido. El sol apenas comenzaba a despuntar en el horizonte, y a su alrededor se extendía un campo de flores silvestres que nunca había visto antes. No recordaba cómo había llegado allí. Apenas unos momentos antes, estaba en su pequeño apartamento en Kazán, terminando de leer una novela. Sin embargo, al abrir los ojos, se encontró rodeada de un paisaje bucólico, tan lejano de su realidad cotidiana que parecía un sueño.

Mientras se levantaba y sacudía el polvo de su falda, escuchó un ruido a sus espaldas. Giró sobre sí misma y vio que un hombre y una mujer se acercaban a ella. El hombre, de cabello rubio y desordenado, llevaba una armadura medieval que brillaba con el sol naciente. La mujer, con la piel oscura y vestida con un sari colorido, tenía una expresión de perplejidad en su rostro. Ambos parecían tan desubicados como ella.

—¿Dónde estamos? —preguntó Marsha en ruso, esperando que de alguna manera la entendieran.

—Wo sind wir? —respondió el hombre, en alemán, mirándola con una misma expresión similar, cargada de confusión.

हम कहाँ हैं? —preguntó la mujer, en hindi, con voz temblorosa.

Por un momento, el caos del lenguaje pareció insuperable, pero algo extraño sucedió. Marsha, aunque nunca había estudiado alemán ni hindi, entendió perfectamente lo que ambos decían. Era como si, de alguna manera inexplicable, todos estuvieran hablando el mismo idioma.

—Esto es imposible —murmuró Marsha, mientras los tres se observaban con incredulidad—. Preguntaste dónde estamos, ¿verdad? —agregó dirigiéndose a la otra mujer—. Y usted dijo lo mismo, me parece. Es obvio que podemos entendernos a pesar de que cada uno de nosotros habla en su idioma.

El hombre dio un paso adelante.

—Me llamo Johann Bartholdy. Soy caballero del Sacro Imperio Romano. Estaba luchando en una batalla, cerca de Jena, defendiendo el castillo  de Lobdeburg, y de repente aparecí aquí.

La mujer asintió.

—Yo soy Aisha, de Delhi. Compraba especias en el mercado para preparar pollo al curry, que tanto le gusta a mi esposo… y de repente estoy aquí.

Marsha tragó saliva.

—Soy Marsha, de Kazán. No tengo idea de cómo llegamos aquí, pero parece que estamos atrapados en algún tipo de... realidad alterna.

Los tres permanecieron en silencio unos segundos, cada uno tratando de asimilar lo imposible. El viento sopló suavemente, moviendo las flores y trayendo consigo un aroma desconocido pero reconfortante.

Johann Bartholdy, que no sabía lo que significaba “realidad alterna”, buscó instintivamente su arma para defenderse de cualquier enemigo en ese desconocido lugar, miró a las mujeres y  preguntó cómo sería posible que entendiera el idioma de esas esclavas extranjeras.

¡Yo no soy ninguna esclava!, pensó Marsha al “escuchar” los pensamientos del caballero.

—No importa de dónde provengas, el imperio es muy extenso, y con seguridad eres una esclava de Roma —replicó Johann, pero su respuesta les produjo un gran asombro: habían descubierto que tenían otro poder inusual: el de leer los pensamientos, por lo cual fueron cuidadosos con eso en adelante, aunque no fuese una tarea sencilla.

Aisha pensó: quiero  regresar, no me interesa de qué forma llegué a este lugar.

 —Estás equivocada, esclava, si descubrimos cómo llegamos, tal vez sepamos como  volver. Exploremos  por allí —les ordenó el soldado señalando unos picos plateados de montañas que se divisaban a lo lejos, y detrás de las cuales ascendían tres lunas.

¿Y quién te ha puesto al mando a ti?,  pensó Marsha, que ya había incorporado la idea de que no era necesaria la oralidad para comunicarse.

Los tres avanzaron por  valles verdes, frondosos y floridos. El aire  fresco y limpio traía un  ligero olor a especias exóticas que despertó la nostalgia en Aisha.

—¡Ojalá estuviéramos en esas montañas ahora; tal vez del otro lado podamos ver el camino  de regreso a casa! —exclamó la mujer india, y apenas terminó de pronunciar con  palabras su deseo, los tres se encontraron en el acto en lo alto de una de las montañas, desde donde pudieron observar lo que había al otro lado. Era un entorno único, de belleza incomparable, el cielo era de un color lavanda brillante, salpicado de estrellas luminosas que parecían danzar en su vasta extensión. Estaban asombrados y  asustados de haber descubierto que tenían más poderes.

Eso era algo fascinante y desafiaba toda lógica  y entendimiento.

Disimulando el asombro, Johann señaló con su arma el pico de otra montaña más alta, y las alentó a seguir hasta alcanzarlo.

—No es necesario seguir escalando, mejor será descender hacia el otro lado— dijo Marsha disgustando a Johann Bartholdy. Pero el disgusto se transformó en sorpresa cuando, terminada la frase de Marsha, se encontraron de inmediato  en el lugar indicado por ella.

A medida que avanzaban y descubrían qué nuevas  habilidades se manifestaban, surgían mayores tensiones entre ellos, ya que todos parecían querer el control. Johann, por su  parte, comenzó a sentirse amenazado por los poderes en las mujeres y temía que ellas supieran de sus pensamientos hostiles. Fue en ese momento que escucharon un rumor que les llamó la atención; provenía de un vasto océano de aguas cristalinas y turquesas, donde  podían verse criaturas marinas de formas extrañas nadando con gracia. La  playa de arena blanca  brillaba bajo la luz de las lunas, creando un paisaje mágico y enigmático. No obstante, a pesar de la belleza incomparable del lugar, estaban seguros de que escondía secretos y presentían que un peligro los acechaba, por lo que se  mantuvieron alertas.

Por otro lado, Aisha  temía que la discordia entre sus compañeros  los dividiera y quedaran atrapados en ese lugar para siempre, por lo que les propuso llevar a cabo  un ejercicio de  meditación  sincronizada. Creía que, combinado las habilidades adquiridas, podrían tener la capacidad de abrir un portal, ya que un vínculo entre sus poderes podría desencadenar una energía que los transportara de regreso a su mundo de origen. Sin embargo, esta teoría requeriría una sincronización precisa y una gran cantidad de concentración por parte de todos.

Johann, rechazó la propuesta de Aisha, tildándola de ridícula, cuando  de repente, se sintieron sacudidos por una mano invisible que los movía de un lado hacia  otro, y los tres  se  encandilaron por un brillante destello en el cielo.

—¡Despierten, despierten! —les decía una mujer, de vestido blanco y alas plateadas que se agitaban suavemente con el viento.

Los niños despertaron y comenzaron a jugar, el niño  fingía defenderse de enemigos invisibles con una rama petrificada que le había obsequiado un  venusiano, y una de las niñas comenzó a mezclar flores en una caracola que una nereida había olvidado en la brillante playa.

Solo Marsha se quedó sentada, con el ceño fruncido, mirando al vacío, lamentando haber despertado en un nuevo sueño.

 

 

 

 

 

 

martes, 14 de enero de 2025

ESPECIAL MICROFICCIONES (DIEZ)

 


MUTACIONES 

INADVERTIDAS POR LA CIENCIA

Víctor Lowenstein (Argentina)

 

El señor Iñíguez despertó poco después de medianoche. Disgustado, pues tenía ganas de orinar y el elástico de sus calzoncillos ejercía una desagradable presión sobre la parte baja de su abdomen.

Sus pies tantearon el piso frío sin encontrar las pantuflas. Resoplando, encendió la luz del velador que lastimó sus retinas. Parpadeó unos instantes hasta que al fin vio las pantuflas, bajo el ropero. Vaya a saber cómo habían ido a parar allí.

Ya calzado y enfundado en su bata de noche, salió del dormitorio y atravesó el largo pasillo que llevaba al watercloset. Con los pulgares empujando hacia afuera el molesto elástico, no dejaba de advertir en los marcos de cada puerta, la del cuarto de servicio, el de la mucama, el cuarto con sus juguetes y el cuarto de huéspedes, notorias redes de telaraña cruzando jambas o colgando ligeramente de los dinteles. Se juró amonestar a la mucama, olvidando que ya no contaba con una. Presurosamente, pues su vejiga llegaba al punto de no responder por sus actos, Iñíguez empujó la puerta del cuarto de baño y entró. No obstante un obstáculo impensado trocó sus planes. Algo, algo duro y fino como un alambre o una tanza extendida laceró sus piernas a la altura de las pantorrillas, por lo que Iñíguez se desplomó aparatosamente, dando con la barbilla sobre la taza del inodoro.

Desconcertado, el hombre se fue aferrando como pudo al sanitario para poder voltearse y descubrir la causa del accidente. Efectivamente, un hilo plateado se extendía horizontalmente de una punta a otra del marco de la puerta, como parte de un tejido de hebras diestramente ensambladas. Semejaba una red de telaraña pero, aún en su azoramiento, Iñíguez razonaba esa imposibilidad; no existían telas de araña así de robustas, ni mucho menos arañas capaces de tejerlas.

En ese momento, un arácnido descendía desde el techo, colgando de su hilo de baba, para posarse justo en su entrecejo, y clavaba allí su aguijón. Se le fueron las ganas de orinar, luego perdió toda sensibilidad, finalmente su conciencia. Unos segundos antes, los ocelos del insecto se posaban sobre sus ojos, e Iñíguez comprendía que los humanos ya no eran los dueños y señores del planeta.


LA BÚSQUEDA

Marcela Iglesias (Ecuador)

 

Había buscado a Mateo durante toda la mañana. Luego del desayuno dijo que estaría en el jardín. Cualquiera pensaría que encontrar a alguien en un jardín es cosa fácil, pero el jardín de este palacete vacacional era exuberante y enorme.  A simple vista, Mateo no estaba. Entonces busqué en los lugares más recónditos y alejados del jardín, pero no aparecía.

Una hecatombe amenazaba con ocurrir. Mi hermano me lo había encargado mientras él firmaba la documentación para obtener la custodia completa. Había tenido que viajar a la ciudad donde vivía su exesposa y me había hecho prometer, que no lo iba a perder de vista nunca.

Yo estaba obcecada esa mañana con limpiar la cocina que había quedado sucia desde las fiestas de fin de año y la verdad es que la presencia de Mateo con su sinfín de preguntas que no podía contestar me causaba un desasosiego tal que me paralizaba. Cuando me dijo que iba a salir al jardín, respiré aliviada. No contaba con que mi hermano iba a llamar y preguntar por él y pedir que lo pasara al teléfono. Como pude, salí del paso diciendo que estaba en el baño. Mi hermano se ocupó y dijo que lo llamaría después. Yo estaba aterrada esperando que Mateo apareciera antes de que mi hermano volviera a llamar.

Con lo curioso que era Mateo, con seguridad lo encontraría flagrante en el cometimiento de alguna travesura, como ya me había ocurrido otras veces.  Era entendible la preocupación de mi hermano, pero yo no podía estar todo el tiempo atrás de mi sobrino. Me parecía un comportamiento muy cicatero de parte de mi excuñada que se desentendiera por completo de su propio hijo, pero con estos días de cuidarlo estaba comenzando a entender sus razones. Realmente era agotador, una perenne preocupación.


CULTO

Suray Annys (Argentina)

 

Un estruendo interrumpió la ablución matutina. Salió y encontró a todos los cenobitas igualmente azorados. A esa hora solo el llamado desde el hipogeo podía interrumpir el rito obligado. Pero el temblor se repitió y venía desde lo alto. Un nubarrón caliginoso cubría toda la bóveda celeste. No era una tormenta común. El día se oscureció con una tonalidad verdosa, rayos violetas formaban un tejido cambiante en el cielo plomizo.

Ante el flagrante estupor, una esfera luminosa, comenzó a descender en el centro del territorio sagrado. Al tocar el suelo se disolvió y pudieron ver una mujer de exorbitante belleza.

—Me llamo Ataraxia. Desde hoy olvidarán su antiguo credo y solo me adorarán a mí.

Los hombres se miraron entre sí, abuhados por una especie de indefinible pudor.

Esa acendrada comunidad de monjes se vio sumergida en una hecatombe espiritual. Se arrodillaron llorando y se postraron frente a la deidad. La condujeron al hipogeo y la coronaron en el trono de los muertos.

El nuevo credo basado en la limerencia transformó a los religiosos en nefelibatas.

Nació de ese modo el culto vesánico de la muerte. En lo más recóndito de nuestro ADN existe la obcecada creencia de que sólo el amor al prójimo puede salvarnos de ella. 


UN INCONVENIENTE

Cristian Mitelman (Argentina)

 

—Hay un regalo para vos arriba —le dijo su padre, mientras que la madre la miraba sonriendo con un gesto de alegre complicidad.

Ella fue subiendo alborozada la escalera. Pensó en la muñeca, en la muñeca soñada tantas noches, con sus mejillas sonrosadas y el cutis de mármol.

Antes de llegar a la habitación se detuvo.

Recordó.

No tenía padres.


ALEA JACTA EST

João Ventura (Portugal)

 

Cuando Gilberto se libró del accidente aéreo porque, casi en el último momento, pospuso su viaje, sólo sintió una sensación de alivio.

Al final de la fiesta de fin de año de la oficina, decidió coger un Uber en lugar de aceptar que le llevara un compañero. Al día siguiente se enteró de que el vehículo había volcado y los cuatro compañeros que viajaban en él no habían sobrevivido.

El atentado terrorista en el Centro Comercial no le afectó porque decidió tomar una ruta alternativa que retrasó su viaje al lugar del atentado más de 20 minutos.

Ante esta sucesión de casi accidentes, Gilberto se convenció a si mismo de que era un hombre con suerte. Y cuando vio que la empresa "Rutas con Riesgo" publicitaba un viaje al volcán que acababa de entrar en actividad en el Pacífico, se apuntó.

 

En un universo paralelo, Yfgfh y Wknkr jugaban a un juego de una complejidad que escapa a nuestra comprensión, pero que desde el punto de vista de la presente narrativa puede equipararse a una partida de dados.

Yfgfh había anotado 12 puntos en varias tiradas seguidas y estaba radiante. Era el turno de Wknkr de lanzar. Invocó a las entidades cósmicas que reverenciaba y lanzó los dados. Cuando dejaron de rodar, el resultado fue un magnífico 12.

El aura de Yfgfh perdió de repente su brillo. Sin embargo, con uno de sus tres apéndices manipuladores, cogió los dados y los lanzó. El resultado fue un miserable 2.

 

El barco "Rutas con riesgo" navegaba a la vista de la isla donde el volcán seguía escupiendo fuego y ceniza a la atmósfera. Los pasajeros filmaban y fotografiaban el volcán activo, y algunos de ellos enviaban las imágenes a las redes sociales.

De repente, un enorme fragmento de escoria salió despedido del volcán y cayó al agua a unas decenas de metros de la embarcación, provocando una gigantesca ola que barrió la cubierta, arrastrando por la borda a algunos de los pasajeros. Un segundo fragmento, más grande que el primero, golpeó directamente al barco, que se partió por la mitad y se hundió en menos de un minuto. No hubo supervivientes.


EL ASISTENTE

Joyce Barker  (Chile)

 

Todo se veía borroso, y los dos caminos parecían indicar la ruta correcta. Cuando uno de ellos se inclinaba hacia arriba, el otro hacia abajo. La persona que la acompañaba insistía en que eligiera qué camino seguir:

—¡No quiero decidir! Ninguno me da confianza, mejor vuelo y los veo desde arriba.

—No puedes hacer eso en este sueño. Decide ya. Te quedan pocos minutos para despertar —respondió la otra persona.

—No. No debo hacer nada que no quiera.

—¿Me estás desafiando? Entonces no podrás encontrar la respuesta.

—¡Pero si no he preguntado nada!

—Está bien, Clara. Ya has decidido no decidir. Como asistente onírico voy a tener que…

—¿Clara? Me llamo María.

—¿Qué? ¿Estás segura?

—¡Por supuesto! Qué pregunta más tonta… y ahora, ¿qué haremos?

—‘Nosotros’ no haremos nada. Yo tengo que ir al sueño de Clara. Debe estar histérica parada en la mitad del desierto, no se le va a ocurrir nada, y despertará angustiada. Obviamente no se acordará del sueño. Nunca se acuerda.

—¿De qué se trata su sueño? Estos caminos…

—Es una escena de una película que vio en la tarde.

—¿Acaso es una niña?

—No. Es una entusiasta sin imaginación. Pero se cree genial.

—Qué loca.

—Sí, en un mal sentido. Clara no es de ese tipo de locos geniales.

—¿Y por qué la asistes, entonces? ¿No se supone que debes ayudar sólo a los que se acuerdan de sus sueños?

—¿Cómo supiste eso?

—Me lo dijo otro asistente onírico… hace tiempo.

—¡No debió decirte eso! Voy a tener que acusarlo. ¿Cómo se llama?

—Eso da lo mismo. Cuéntame por qué la asistes si no le corresponde.

—Bueno, a veces las necesidades te llevan a hacer actos que no…

—¡Vendido!

—Si lo quieres ver así…


LA BOLSA 

DE PANTALÓN VAQUERO

Hernán Bortondello (Argentina)

 

No puedo decir si la bolsa existió o es un recuerdo mitológico de la niñez. A veces la entreveo, difusa entre las tinieblas de mi desastrosa memoria, teñida con el incierto celeste de los jeans muy usados. Creo que la había confeccionado mamá con viejos pantalones de papá. Le cosió siluetas con retazos de telas llamativas. Estrellas, medialunas, soles. Era grande, o al menos yo la veía así, y determinaría una de mis primeras responsabilidades. Era el fin de los juguetes desparramados y de mis tiempos de anarquía absoluta. “¡Todos los chiches en la bolsa, Pichi! Si no, los saco a la calle para que se los lleven los chicos pobres”. Los chicos pobres... Sin saberlo, esa amenaza despertaba en mí un ciego odio de clases. En fin, hoy la llamaríamos la bolsa de jeans, pero siendo fiel, en aquel entonces conocíamos pocas palabras en inglés. Nuestros amados jeans eran los “pantalones vaquero” o los “Far West”, por una marca emblemática en la Argentina de los sesenta. ¡Los Far West! Dios, qué recuerdos, los Far West…

Por todo esto, a la medio recordada, medio inventada, la llamaré por siempre “La Bolsa de Pantalón Vaquero”. Y ni una palabra más.


ROLES

María Elena Rodríguez (Uruguay)

 

Desde pequeña supo que no quería ser Sofía. No le gustaban las muñecas, ni las rondas, ni las rimas de sorteo; las conversaciones de sus compañeras la aburrían. Le encantaba trepar a los árboles, jugar “picaditos” con los chicos del barrio y hasta el boxeo. A los quince años descubrió que se había enamorado de su mejor amiga, pero no como mujer sino con amor de hombre. Entonces se dio cuenta que no era la chica que todos veían, se sentía varón.

A partir de ahí se integró a comunidades de otras personas que estaban en la misma situación, se encontró entre sus iguales y tomó la decisión de cambiar de género.

El proceso fue lento y con etapas difíciles, pero exitoso. Luego de tratamientos hormonales y tres cirugías su cuerpo era el que siempre había soñado.

Sofía quedó en el pasado, solo en algunas fotos que guardó su madre. Ahora todos le llamaban Gastón.

 Amaba afeitarse todas las mañanas, mirar sus pectorales y sus bíceps desarrollados, amaba ser hombre y más que nada amaba a Amalia, que se había convertido en su compañera de vida.

Juntos construyeron un futuro y una familia. Era un sueño de la infancia hecho realidad para Gastón; se sentía afortunado.

Ya había cumplido sesenta y cinco cuando comenzó a olvidar hechos cotidianos, luego el nombre de los objetos.

—Es normal, Gastón —le dijo Amalia—, es la edad.

Él la miró con asombro:

—¿Gastón? ¿Quién es Gastón? ¿Por qué me llamas así? Soy Sofía.



CAMINOS PARALELOS

Oscar De los Ríos (Argentina)


Dos caminos que corren paralelos y, como la vida y la muerte, llegan a un mismo destino; una arboleda los separa. Ambos terminan en la cerca de mi casa. Así recuerdo mi niñez, los nudillos en la puerta y la sonrisa de mi madre al atender. Nudillos que un día se despellejaron sin que la sonrisa apareciera. Recuerdo la primera vez que me paré delante de estás sendas, y el olor fresco de la gramínea recién cortada; mi padre sostenía mi mano y muy serio, me dijo:

—Solo uno puedes escoger para salir o volver a la casa, toda la vida debes transitar el mismo, es una tradición familiar que nadie puede explicar y, sin embargo, todos la han respetado desde tiempo inmemorial. 

Y así lo hice, jamás, ni siquiera una vez, tomé el camino que se abría a la derecha de la puerta de mi casa. Los años pasaron y nunca me cuestioné esta decisión. Hoy las canas cubren mi cabeza y siento la necesidad de romper la tradición familiar. Me aterra la idea de recorrer el camino de la derecha, apenas doy un paso y mis piernas se paralizan... ¡ya estoy en él!

El sol reverbera sobre mi cabeza y el viento susurra entre las hojas qué, como mil lenguas, me gritan una advertencia. Sin embargo, nada extraño ocurre. A medida que avanzo veo pasar mi vida en retrospectiva por el camino que siempre transité. Al llegar al final arribo a la puerta de mi casa. Mis nudillos se estrellan contra esta y mi corazón desbocado solo se aquieta al percibir, tras la puerta abierta, la sonrisa de mi madre.


EL ILUSIONISTA

Patricio G. Bazán (Argentina)

 

Un impecable caballero de frac y galera, sentado en compañía de su aburrimiento, se cubría el rostro con las manos, incapaz de soportar un segundo más el espectáculo. Una joven bailarina cantaba y se contorsionaba impúdicamente al ritmo de una chirriante versión de “Lili Marleen”.

Bei der Laterne woll'n wir steh'n, Wie einst Lili Marleen…

—¡Basta! 

Un pase de manos del hombre, y chica y canción se esfumaron como por ensalmo.

—Cada vez peor… Necesito crear algo diferente… —barbotó.

Se paseó arriba y abajo por la habitación, repasando mentalmente sus últimos golpes de efecto. ¿Qué le faltaba por inventar?

A medida que se concentraba más y más, sus pensamientos se corporizaban en forma de una neblina azulada que crecía en densidad. Finalmente, con un “¡plop!” bastante desafinado, se materializó una figura humana, tan parecida al propio ilusionista que lo dejó perplejo.

Se acercó para examinarlo mejor, tarea que fue mimada por el doble a la perfección. Uno era el otro a cada lado del espejo.

—Asombroso… —susurraron con admiración.

El ilusionista agitó los brazos, bailó unos pasos de can-can, cacareó como una gallina e incluso simuló poner un huevo, siempre con un ojo puesto en su doble, atento al menor fallo. Pero la duplicación resultaba impecable, salvo por el detalle de la inversión especular.

—¡El número perfecto! —exclamaron al unísono.

La sensación de burla enfrió su entusiasmo. Comenzaba a fastidiarse de ese impostor tan implacablemente fiel.

—¡Vete! —exclamaron tras una serie de pases mágicos.

Ambos permanecieron observándose con perplejidad.

Patearon en suelo, frustrados. Se echaron, amenazaron con un puño, maldijeron, agotaron el escaso repertorio de palabrotas que conocían (culpa de una buena educación victoriana); se burlaron, lloraron, suplicaron, pero el otro siempre permanecía enfrente. Derrotados, tras limpiarse los mocos y arreglarse las ropas, decidieron confundirse en un fraternal abrazo.

La violenta explosión resultante del encuentro entre el ilusionista y el anti-ilusionista despertó a todos los vecinos del barrio, que acudieron presurosos y a medio vestir a contemplar el desastre.


LA ESPERA

Erica Echilley (Argentina)

 

Llueve. Londres siempre fue el peor lugar para unas vacaciones en otoño, pensó. Él bajó del auto. Sacó el paraguas y se aproximó parsimonioso hasta la entrada de la casa. La fachada antigua, el techo a dos aguas y las tejas terracota. Todo había sido devorado por los dientes de Cronos. Las enredaderas inefables se abrazaron a las ventanas, a las puertas, a las columnas y, en definitiva, a los recuerdos de la infancia. Esto es lo que sucede cuando uno no pone límites, murmuró para sus adentros y abrió el pequeño portón que lo separaba de la entrada. Se detuvo antes de dar el siguiente paso. Las llaves bailaron en el bolsillo de su sobretodo, sus manos nerviosas no condecían con lo apacible de su andar. Las mariposas se revolcaron en sus entrañas y querían escapar por su pecho. Así se debía sentir la euforia de volver al lugar donde había conocido la felicidad.

Giró la llave. El ruido estrepitoso del rechinar de la puerta irrumpió en la solemnidad del salón. Las telarañas se erigían como guirnaldas desde los techos. ¡Bienvenido, mi vida!, se escuchó de pronto y la frase hizo eco en su cabeza. La expresión de sorpresa se transfiguró en sus ojos. Ella estaba sentada a la luz tenue de un velador cubierto de polvo. Soportó la espera durante las interminables noches, porque sabía que vendría. Era imposible que no lo hiciera. Los asesinos siempre vuelven a la escena del crimen.



KENT

Maritza Elizabeth Macías Mosquera (Chile)

 

Él las elegía. Ellas, ignorantes, jamás se percataron. Caminaban sinuosas por las calles de la ciudad, elegantes, deportivas, casuales, de todas las modas posibles. Su técnica era sencilla, las vigilaba a una distancia prudente y, cada vez que sucedía, cambiaba su estilo de vestir, las gafas y sombrero si los usaba. La policía encontró un hilo conductor en esta investigación: todos los cadáveres eran altas, con un cuerpo similar a la muñeca Barbie y con un vestido idéntico al de la foto de la mencionada muñeca que dejaba a su lado.


EL LENGUAJE GENERA REALIDAD

Luciano Lara (Argentina)


 —Te amo —dijo ella. De inmediato trabé los dientes para reprimir la respuesta; llevaba semanas preparándome para ello.

La miré, no pude evitarlo; tampoco pude disimular la sonrisa que ella acompañó con un gesto de complicidad. La sensación de fracaso estratégico se disipó de repente junto con mis arrugas, mi desgano y mi falta de deseo.

Abrí los ojos y me levanté casi de un salto, pero el espejo del baño me recibió frío y solo; con la misma imagen de siempre.

El lenguaje genera realidad, pensé; el silencio también.



MALAS NOTICIAS

Rafael Martínez Liriano (República Dominicana)

 

—¿Dónde está Adriana que hace rato no la veo?

—Mamá murió hace tres años, papá —dijo Marcela con la voz cortada por el sentimiento.

El anciano quedó paralizado por la noticia, se llevó las manos a la cara buscando detener o por lo menos ocultar sus lágrimas al mundo.

Marcela sufría al tener que dar tan terrible noticia a su padre ya anciano, decirle que una parte de su vida ya no estaba. Y sufría aún más al tener que repetir la escena tres o cuatro veces al día debido a los problemas de memoria que de a poco tomaba lo más valioso en la vida del ser humano, sus recuerdos.



EX-CRITOR

Javier López (España)

 

Cuando dejé de escribir hice felices a muchas personas.

Los críticos se sintieron aliviados por no tener que leer mis textos para hacer sus reseñas en el semanario dominical. Nunca entendían lo que quería decir, e interpretarlo les suponía un esfuerzo extra, acostumbrados a trabajar poco y cobrar bastante.

Mi esposa es quizá la que más lo celebró. Se terminaron los días y las noches encerrado en la biblioteca, desatendiendo a mis hijos, de los que llegaba incluso a confundir sus nombres y, por supuesto, a olvidar las fechas de sus cumpleaños.

Pero como dicen, nunca llueve a gusto de todos. Y se me cae el alma a los pies cada vez que entro en la biblioteca y veo a los que fueron mis personajes apilados en un rincón, empequeñecidos, inexpresivos y con la cabeza gacha, esperando a que vuelva algún día a apoyar el lápiz sobre el papel.

 

PALABROTAS

Sergio Gaut vel Hartman

 

Tomar café con Antonio es casi lo mismo que trabajar ocho horas en un sótano. Pero no porque Antonio sea un mal tipo, en absoluto. Quiero a Antonio como si fuera mi hermano, lo quiero más que a mi hermano, que es un tipo egoísta y obcecado. El problema con Antonio es su acendrada costumbre de utilizar palabras rebuscadas y obsoletas que recoge por aquí y por allá y colecciona con la obsesiva persistencia de un maníaco. Hoy, sin ir más lejos, mientras tomábamos café en el Sócrates que está a la vuelta de mi casa, lanzó una de sus rimbombantes y vesánicas sentencias.

—No logro comprender tu ataraxia —comentó—. Estamos en medio de una hecatombe y tu única defensa es que debemos ser resilientes. Podría entenderlo si fueras un cenobita o si pertenecieras a un grupo esotérico que explica la realidad a través de la nesciencia y otras obscenidades por el estilo, dignas de terraplanistas, negadores seriales y aficionados a los axiomas absurdos. Pero un agibílibus, ¡por favor!

—¡Yo no soy eso! —protesté—. ¿Un agibílibus? ¿De dónde lo sacaste?

—Un agibílibus es un sujeto hábil, ingenioso, a veces hasta pícaro, para desenvolverse en la vida.

—¡Ah, bueno! —consentí.

—Sé que en lo más recóndito de tu corazón habita un filósofo, la clase de persona que tratará de vivir de acuerdo con sus normas, sin permitir que la realidad externa lo afecte. Pero ¿has dejado de leer los diarios, de ver la televisión? ¡Todo se desmorona, mi amigo! La quimera de un mundo mejor, que abrigamos en nuestra juventud, ha sido demolida por los descerebrados, los fascistas, los miserables, los consumistas, los caliginosos…

—¡Suficiente! —exclamé—. No tengo ganas de padecer las invectivas de un gárrulo.

—¿De un qué? La anoto. Te juro que esa no la tenía.


 

 

 

 

 

 


miércoles, 8 de enero de 2025

ESPECIAL MICROFICCIONES (NUEVE)

 



EL ESTOFADO Y EL CONTAGIO

Itzel Alejandra Flores García (México)

 

Había una vez una pequeña cocinera que vivía en una ciudad China. Dicen que parecía una niña y que servía a diario estofados de aromas deliciosos en el mercado del centro de la ciudad. Sus manos, carentes de lozanía, alborotaban la curiosidad de los comensales, quienes se preguntaban por la edad de la cocinera. Ella preparaba los especímenes que conseguía para cada día, los cuales eran, en su mayoría, pequeños roedores que al ser degustados, se sentían tan suaves como las aves que se servían en lujosos banquetes.

Diariamente, a la una de la tarde, la cocinera ofrecía decenas de platos de esa comida exquisita y siempre le preguntaban el secreto de su sazón. Ella guardaba silencio, pero miraba sonriente; todos quedaban satisfechos.

Aquella ocasión, la pequeña seleccionó una especie alada que había capturado la madrugada anterior en el túnel de gusano al que solía acudir para cazar. Era una costumbre que su familia le había enseñado desde que habitaban su otro planeta, el destruido. Se necesitaba espacio para que los demás llegaran a habitar este. El momento de la sustitución había llegado. La cocinera de Wuhan sirvió el estofado y los de siempre llegaban para comerlo; después, la epidemia.



EL ÁRBOL SIN AMIGOS

Marcela Iglesias (Ecuador)

 

—Mami, mami

—¿Qué pasó hijito?

—El miércoles nos van a llevar en bus al “árbol sin amigos”

—¿Árbol sin amigos?

—Siiii mami, ese que queda en esa montaña que se ve por la casa de la abuelita

—Aaaaah, el “árbol solitario”. Sí, está al noroccidente de la casa de la abuelita. Es un quishuar, el árbol de la vida. Sea invierno o verano siempre está verde.  En mis épocas de niña íbamos a pie, ¿cómo que los van a llevar en bus? Que yo sepa no hay camino para buses. Ya voy a averiguar bien

Minutos más tarde

—No hijito, en bus los van a llevar hasta la parte de abajo del cerro.  Les toca subir a pie.

—Ay no mami, ni que fuéramos llamas para subir semejante altura. Mejor me quedo jugando con mis carritos de metal.



FULGOR SURREALISTA

Maritza Macias Mosquera (Chile)

 

—Corre esas cortinas para que entre sol —solicitó Hanz a su asistente—. Se agradecen esos ratitos en invierno.

—¿Cuáles, las blancas o las burdeo? —consultó Path.

—Ambas —le ordenó, desde su silla de ruedas—, así entra todo el calor posible.

Path, las descorrió una por una desde el tubo de fierro forjado que las sostenían.

Cada semana Path lo asistía de lunes a viernes, eran los días en que Hanz disfrutaba. Podía hablar con él de cualquier tema sin inconvenientes.

Se acercaron al ventanal a observar el paisaje campestre en el  día primaveral que había amanecido.

—¿Qué es eso que reluce tanto en el cielo? —pregunto Hanz. Path se acercó bien al ventanal y vio aquella nave color plata, de forma ovalada pero que se asemejaba más a un pepino que a otra cosa y que se trasladaba de sur a norte. Ambos se taparon los ojos, el destello era muy molesto. Pero al abrir de nuevo los ojos, ya no había nada de la nave en el cielo. En segundos el cielo se ensombreció y luego todo volvió a la normalidad.

Ambos se miraron absolutamente sorprendidos al ver cómo Micky, el perro de la casa, les extendía la mano y los saludaba llamándolos por su nombre.



GLOBOS DE COLORES

Oscar De Los Ríos (Argentina)

 

Todas las tardes, el payaso, con su amabilidad y una sonrisa melancólica, empujaba su carro de hierro forjado hasta el centro de la plaza. Un martes de invierno, bajo un cielo gris plomo, desplegaba una nube de globos de colores. Y realizaba su acto de mimo, creyendo que de esta forma alegrar a chicos y grandes.

El día que ella, con su cabello dorado como el trigo, desapareció rumbo al sur sin dejar rastro, busqué consuelo en su acto. Me acerqué al payaso y le dije:

—Ella es hermosa y etérea como uno de esos globos de colores.

—¿Sería el lila, o tal vez rojo…? —me preguntó el payaso.

—Podría ser cualquier color… o todos los colores.

Sabiendo que lo que iba a hacer era un acto irracional y sin sentido, me decidí a comprarle todos los globos al payaso. Convencido de que, haciendo esto, ella volvería.

Una inmensa sonrisa iluminó el rostro del payaso, y tomando una enorme aguja plateada, comenzó a reventar los globos. Al explotar el último, me miró como diciéndome: todo recuerdo es sufrimiento.

Es por eso que estrangulé al payaso y no por el odio natural que estos seres provocan en niños y adultos.



LA MICROFICCIÓN

João Ventura (Portugal)

 

Leonardo estaba en la playa un domingo de invierno y miraba el mar hacia el este. El cielo estaba rojo, como suele ocurrir antes del anochecer. Con un silbido llamó al perro, que jugaba en la arena. Lo hizo subir al auto, se puso al volante y se dirigió hacia la Tienda de las Palabras. Necesitaba comprar algunas para la microficción que quería escribir, pero de repente recordó que no tenía una lista de lo que necesitaba consigo. La había dejado sobre la mesa de la cocina, junto a las patatas, las zanahorias y la col que había traído del mercado.

Aburrido, se desvió de la ruta prevista y se dirigió a su casa. Cuando entró, fue directo a la cocina y allí estaba la lista. Descubrió que sólo le faltaba una palabra para "metal".

Empezó a preparar la cena. Tomó el cuchillo con hoja de titanio y sobre la mesa de acero inoxidable comenzó a cortar las verduras. Puso la cacerola con agua al fuego, añadió las verduras, sal y pimienta, un poco de aceite de oliva y ajustó el quemador.

Mientras hacía la sopa, tomó papel y lápiz y se sentó a escribir la microficción.



LAS PUERTAS DEL OTOÑO

Juan Carlos Aguilar (Venezuela/Canada)

 

Al sur de la Ciudad Santuario, cada cien años, en el primer domingo, luego del equinoccio de otoño, se congregan peregrinos ante las Puertas del otoño, dos gigantescas hojas de bronce labradas en una época perdida en la bruma del tiempo. Las rocas circundantes, cubiertas de líquenes ocres, dan la impresión de que el bosque entero llama a la devoción. El honor pertenece a un anciano que conduce una caravana de burros, cargada con sacos de bilvas.

La tradición cuenta que quien cruce esas puertas con una ofrenda, bajo el resplandor matinal, recibirá una revelación. Con paso tembloroso, el anciano avanza. Las puertas se abren sin crujir, y él atraviesa el umbral. Los peregrinos aguardan con expectación… pero el anciano no regresa. Ni siquiera se le oye gritar. Al asomarse, hallan el paisaje intacto, sin rastro de él ni de los animales. Queda únicamente un olor dulce, como de flores marchitas. Su destino se adivina en un silencio que parece masticar la realidad desde el otro lado.



EXCURSIÓN

Myriam Goluboff (Argentina/España)

 

Era un domingo de primavera. El azul de los jacarandás en flor alegraba la calle. Salimos, toda la familia, incluidos los dos perros, en nuestra camioneta verde adornada con dibujos en blanco y rojo, preparada para estas aventuras. Enfilamos hacia el norte. El paisaje iba cambiando a medida que avanzábamos. La carretera, al principio con hileras de casas que la flanqueaban, iba tomando otro carácter, con campos cultivados de maíz y zonas de bosque de pinos. A lo lejos, veíamos la mancha azul del río al que queríamos llegar, para armar nuestras carpas y disfrutar del clásico concurso de pesca que alegraba nuestra vida familiar.



MERRA

Suray Annys (Argentina)

 

Rem despertó congelado La helada, sexta estación climática de Merra termina en albur la estación clara. Esta derrite los glaciares que cubren el suelo azul seis danzas lunares más tarde.

Se puso su traje de rop. Un gran animal, de cuero ligero, abrigado, impermeable y ultrarresistente.

Debía apurarse. El deslizador temporoespacial zarparía dejándolo todo un rotom en este planeta vertiginoso. La luz de los soles en el cenit encandilaba. Debía proteger los ojos con lentes de un metal translúcido y flexible, extraído del interior de unas algas marinas. Las masas continentales se desplazaban en el océano global. El astro Nur, estático, marcaba el Nor. De frente a este, hacia atrás y a los lados los otros 5 puntos orientadores. Era terrícola explorador. Los Merros le habían proporcionado lo necesario incluido un traductor interespacial.  Regresaría… en casa lo esperaba ella. Corrió pero al llegar el deslizador no estaba. Pregunto a un merro que vio en las inmediaciones.

—Salió anteayer —le dijo este.

—¿Pero cómo, hoy no es shaske?

—No, señor, shaske fue anteayer, ayer fue naske y hoy es taske.

Volvió al refugio llorando. Un rotom equivalía a cincuenta años humanos. Ya no vería nunca más a su amor.



PROTECCIONES

Hernán Bortondello (Argentina)

 

Habían pasado cuatro años desde el lunes de otoño en que comenzara a trabajar en la pequeña oficina ubicada en la propiedad de la suegra de mi empleador, al norte de la ciudad.

La puerta de rejas de hierro con la que se accedía al jardín delantero del chalet, la misma que ahora estoy abriendo como todas las mañanas a las 8:30, tenía cubierta la parte inferior con acrílico transparente. Mientras vuelvo a cerrarla sonrío al recordar que el motivo de esto último sólo lo supe varios meses después de mi primer día de trabajo.

Sentado en mi silla giratoria frente al monitor de mi pc había escuchado sonar el timbre. Al asomarme a la ventana que daba a la calle pude observar a un joven cartero montado en su bicicleta esperando ser atendido. Fue entonces cuando un bulto negro de unos treinta centímetros de altura arremetió como un rayo, tumbando a su paso la maceta de un helecho y estrellándose brutalmente contra los barrotes. De no haber estado la barrera plástica el furioso bulldog francés, mascota de la dueña de casa, se hubiese destrozado el hocico contra el metal.

Mientras introduzco un algoritmo por teclado rememoro mi juventud y medito. De no haberme detenido los muros de mis padres yo hubiese chocado con entusiasmo contra el arte, y, hoy, en vez de un aburrido analista de sistemas sería el artista plástico que sigue esperando en mí.


EL ÚLTIMO JUEVES DEL OTOÑO

GPT Chat (Sin nacionalidad)

 

El jueves al sur de la ciudad tenía un aire diferente. El cielo, teñido de un gris plomizo, presagiaba una tormenta. Sara caminaba junto a su perro, un pastor belga negro que tironeaba de la correa, ansioso por explorar.

A lo lejos, el chirrido metálico de un tranvía rompía la calma. Sara subió al vehículo con el perro y un pequeño saco de semillas de girasol bajo el brazo, regalo de una anciana que había conocido en el mercado. Los pasajeros guardaban silencio, como si el otoño los envolviera en un letargo inevitable.

Al bajar, la lluvia comenzaba a caer en finas agujas de plata. En un claro del parque, Sara dejó que el perro corriera mientras ella esparcía las semillas en la tierra húmeda. Sabía que no viviría para ver el girasol que naciera, pero le consolaba imaginarlo dorado y orgulloso bajo un sol futuro.

El pastor belga ladró, celebrando la vida aún en medio del ocaso de la estación. El sur, el jueves, el otoño: todo parecía confluir para recordarle que incluso en el final hay un comienzo latente.



DOSCIENTAS PALABRAS

Sergio Gaut vel Hartman (Argentina)

 

Sonó un silbato de locomotora y esa fue la señal: teníamos una oportunidad de escapar, hacia el norte, seguramente. Se lo dije a Marty.

—La vía férrea está cerca. Huyamos.

Marty se encogió de hombros y pronunció una de esas frases desconcertantes que tanto me molestan.

—Se supone que el violeta es el color de moda para este otoño.

Siempre se las arreglaba para irritarme, pero decidí seguirle la corriente, y del modo más literal posible.

—Galvani descubrió la corriente eléctrica cuando estudiaba el sistema nervioso de las ranas.

—¿De qué estás hablando? —dijo Marty—. Te planteo un problema concreto y tu respuesta es una extravagancia.

Ese fue el momento elegido por Rosamunda para entrar en escena.

—El sábado partimos hacia nuestras propiedades en la Riviera francesa, ¿no es maravilloso?

Busqué algo con qué golpearle la cabeza; unas semanas más de confinamiento no serían gran cosa. Sobre un pedestal de hierro forjado, delante de la reja, había una sopera con forma de hoja de lechuga. Sería suficiente para atontarla, pero no iba a matarla.

—¿Qué hiciste? —exclamó Marty.

Me encogí de hombros. De todos modos era la hora en que Blondina, la maldita enfermera italiana, llegaba con las pastillas.

 

 

 

 


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