miércoles, 12 de marzo de 2025

UN ENCUENTRO MUY ESPECIAL

 Sergio Gaut vel Hartman

 

En San Petersburgo, bajo un cielo gris que parecía fundirse con las aguas del Nevá, Fedor Dostoievski caminaba lentamente por la avenida Nevsky. El peso de los años y de los recuerdos oscuros se reflejaba en sus ojos profundos. Había recibido una invitación peculiar, una nota escrita con caligrafía elegante y tono enigmático. La remitente era Alina Malinova, una joven viuda de quien había oído hablar en los círculos literarios, conocida por su afán de rodearse de almas atribuladas y complejas. La curiosidad lo había arrastrado hasta allí.

La casa de Alina en la calle Vosstaniya era discreta, casi anónima, con cortinas pesadas y una atmósfera cargada de silencio. Ella lo recibió con una sonrisa serena, invitándolo a una sala donde las sombras parecían susurrar secretos del pasado. Pero no estaban solos. Junto a la ventana, con la mirada fija en las calles sombrías, se encontraba un joven de rostro pálido y ojos febriles. Alina presentó al desconocido: Rodión Romanovich Raskolnikov.

El nombre resonó en la mente de Dostoievski con una extraña familiaridad, aunque no recordaba haberlo oído antes. Se miraron unos instantes, como si reconocieran algo en el otro que no podía ser explicado con palabras. Rodión lo observó con recelo, las manos temblorosas jugueteando con el ala de su sombrero.

Alina, ajena a la corriente invisible que cruzaba el espacio entre ambos, les ofreció té y se sentó cerca del fuego.

—Me pregunto, caballeros, ¿cuáles son los pensamientos que acechan en sus horas de insomnio? —les preguntó. Su voz era suave y estaba cargada de intención, tal vez condimentada con una pizca de malicia. Dostoievski sonrió, aunque su sonrisa era más un gesto de resignación que una expresión de agrado.

—Los fantasmas que uno crea en la oscuridad rara vez se disuelven con la luz del día —respondió.

Rodión lo miró fijamente y apretó, sus labios antes de responder en voz baja.

—A veces, uno se convierte en el propio fantasma que teme.

Por el semblante de Alina cruzó una sombra de aflicción, como si la cortesía y la afabilidad con que había tratado a sus huéspedes le hubieran producido una impresión dolorosa. ¿Se había equivocado al invitarlos?

El silencio que siguió fue casi tangible. La anfitriona contempló a los dos hombres. Sus ojos claros se movían entre los dos, como si midiera las sombras que proyectaba cada uno. En esa reunión estaba creciendo algo más que una simple charla. Un flujo inclasificable crepitaba bajo la superficie, una verdad inconfesable, aunque era obvio que a ninguno de los dos le importaba en lo más mínimo los juicios ajenos sobre sus respectivas personas. Tal ese fuera uno de los pocos rasgos que tenían en común.

Dostoievski sintió un escalofrío. Había escrito muchas historias sobre almas torturadas, pero nunca había sentido la presencia tan física de una conciencia desgarrada. Y en los ojos de ese joven, vio un reflejo oscuro de algo que tal vez era similar al suyo.

—¿Nos hemos visto antes? —preguntó, con un tono que intentaba disimular su inquietud.

Rodión bajó la mirada, y el silencio fue su única respuesta.

El destino parecía haberse tejido en torno a ellos en esa habitación, como si la literatura y la vida real hubieran decidido enredar sus hilos para pergeñar una trama extravagante. Quizá lo que empezaba como una mera casualidad, terminara se revelándose como algo mucho más oscuro y profundo.

—Sí, se han visto antes —dijo de pronto Alina—, pero no como imaginan.

—¿De qué otro modo pudimos habernos conocido? —dijo Rodión—. Jamás he visto antes a este caballero. Más aún: creo que nos movemos en círculos distintos, y si hemos coincidido en su casa, Alina, debe ser porque usted esconde un propósito que me resulta incomprensible. —Una mueca de disgusto cruzó el rostro de Raskolnikov. La sensación que lo oprimía y ahogaba cuando se dirigía a casa de Alina se había incrementado hasta hacerse insoportable.

Fedor observó a Rodión con detenimiento. Había en su gesto algo que desafiaba la lógica, como si las palabras de Alina hubieran rasgado un velo en su memoria, dejando al descubierto un abismo desconocido.

—Tal vez —aventuró el escritor—, no se trata de un encuentro en este mundo, sino en otro. Un mundo de ideas, de pensamientos compartidos. Quizá nuestras almas han transitado los mismos laberintos, aunque nuestros cuerpos jamás se hayan cruzado.

Rodión levantó la vista, y por un instante, su expresión se suavizó. Algo parecido a la comprensión titiló en su mirada, pero se desvaneció tan rápido como había llegado.

—No creo en esas cosas —replicó, aunque su voz no sonó tan firme como hubiera deseado.

Alina los contempló en silencio, mientras sus dedos jugueteaban con la taza de porcelana. Parecía deleitarse en el misterio que había provocado, en la inquietud que flotaba entre aquellos dos hombres como una niebla densa e inevitable.

—Quizá —dijo en voz baja— ustedes se han creado mutuamente.

El comentario quedó suspendido en el aire, una afirmación que parecía más una profecía que una simple observación. Afuera, la nieve comenzaba a caer, cubriendo las calles de San Petersburgo con un manto blanco que no lograba ocultar las sombras que acechaban en el alma de los presentes.

Fue Rodión el que finalmente se animó a dar una respuesta a la afirmación de Alina.

—¿Usted cree que, a diferentes niveles, todos somos la creación de otro?

—¿Diferentes niveles? ¿Qué significa eso? —Fedor se acomodó en la silla. Estaban ingresando a uno de los complicados laberintos mentales que tanto lo complacían, en especial porque incomodaban a sus interlocutores.

—Usted me entendió perfectamente. —El tono de Rodin estaba pasando de malhumorado a francamente hostil, por lo que Alina consideré adecuado intervenir.

Evitemos la ferocidad de los comentarios que suelen proferir los enfermos mentales. Ustedes no lo son, no están dominados por ideas fijas.

—¿Cómo lo sabe? —dijo Rodión, cada vez más agresivo.

—Sé cosas que ustedes están obligados a ignorar. —Alina sonrió y se llevó la taza de té a los labios. Estaba frío.

—¿Por ejemplo? —Dostoievski adelantó el cuerpo; le encantaban los planteos provocativos.

—Usted podría escribir una historia en la que nuestro joven amigo, un estudiante de San Petersburgo, se ve obligado a suspender sus estudios por la miseria en la que se encuentra, a pesar de los esfuerzos de su madre y su hermana para enviarle dinero.

—¡Eso no es cierto! —estalló Rodión.

—No lo es, por supuesto. Solo se trata de una ficción. —Alina cruzó una mirada cómplice con Dostoievski—. Solo una ficción —insistió.

—¿Qué sentido tendría? —dijo Rodión.

—¿Lúdico? Escribir es jugar. Y no tiene límites.

—Conozco su afición por la literatura, querida Alina —dijo Fedor—. Y avanzando un paso más, usted podría escribir una historia en la que nosotros dos, el amigo Rodión y yo, somos los personajes de una ficción. Usted nos invita a tomar el té en su casa de la calle Vosstaniya y describe el modo en que uno puede convertirse en el propio fantasma que teme. O lo que es casi lo mismo, en una sombra que se agazapa en el interior de cada uno, lista para saltar al rostro del otro en cuanto advierte la más tenue oposición a sus apetencias y caprichos. ¿No le parece?

—No sé si lo comprendo —dijo Rodión—. ¿Usted propone que nuestra amiga escriba una historia en la que nosotros seamos personajes?

—¡Sí! —exclamó Dostoievski, enfático—. ¿Por qué no? Hasta para nosotros mismos somos personajes misteriosos, quimeras que parecen haber surgido de las entrañas de la tierra. ¿Qué sabemos, no ya de los otros, sino de los profundas impulsos y anhelos que pueblan las regiones ocultas de nuestro ser?

Alina, que había permanecido en silencio durante el arrebatado discurso de Fedor, tomó una cucharilla de plata y golpeó la taza de porcelana.

—En aras de hilar conjeturas —dijo—. ¿Por qué no avanzar otro paso más, como hace un momento propuso Fedor, e imaginar que hay un autor que nos imagina y plasma, a los tres, reducidos a un rol de personajes, aunque nosotros nos sintamos tan reales como el sol… o el té que habita ese samovar, esperando su turno para llenar nuestra boca con su líquido aroma?

Raskolnikov miró alternativamente a Fedor y Alina, y luego de repetir tres veces su gesto, lanzó una exclamación, tomó su abrigo del perchero y se precipitó hacia la salida.

—¿Usted oyó lo que dijo? —preguntó Alina.

—Creo que dijo que estamos dementes —respondió Dostoievski.

—Tal vez sea cierto —dijo la mujer.

—Tal vez. Pero no logro apreciar la diferencia con estar cuerdo.

—¿Otra taza de té?

—¡Por supuesto!


Sergio Gaut vel Hartman nació en 1947 en Buenos Aires, Argentina. Ha publicado novelas y cuentos y compiló una treintena de antologías. Actualmente, además de no cejar nunca en su empeño de escribir una obra maestra, cordina el TALLER 9, que creó en 2019, además de mantener activo este blog.    

 

martes, 11 de marzo de 2025

EL ESPEJO


Betina Goransky


Frente al espejo contemplo mi larga cabellera negra brillante con tintes rojizos. El abuelo materno era pelirrojo y sin duda heredé algunos de sus genes; me emociona recordarlo. Giro hacia un lado, me pongo de espaldas y noto que el pelo me cae por debajo de los omóplatos. Giro hacia el otro lado y, de refilón nomás, ¡ups! dos canas; el paso del tiempo, pienso. Sigo observándome con ojo crítico: los párpados algo caídos, y los labios demasiado finos. Con el dedo índice toco los bien definidos rasgos de mi cara, hasta llegar al cuello. De repente, amplío la mirada y veo el resto de mi cuerpo; me parece agradable, me gusta. Quisiera tener una mirada radiográfica para poder observar lo intangible, lo que no se toca, mi cerebro, mi alma.

 Mi frase mas común siempre ha sido “perdí lonjas de mí”, como si así pudiera graficar el modo en que afectan a mi alma los dolores y los duelos en mis elecciones, también frase común en los momentos bisagra de mi vida “el camino que elegí viene en un combo”, algunas cosas eran las previsibles pero también estaba lo no previsible, quizá porque recortaba mi mirada solo observando lo superficial y al aparecer el todo me sorprendía cuando en realidad solo era producto de mi negación. Eso a veces me hizo dar cuenta que los impulsos guiaban mis actos.

Miro muy detenidamente el espejo. Tengo doce años y esa nena me observa con sus enormes ojos negros, intensos; me mira, la miro. Me da mucha ternura; tiene un dejo de tristeza. Parece que no se sorprende; nos da alegría encontrarnos, ella con toda su frescura y yo con mis ojeras y arrugas; nos reconocemos… y de pronto, su imagen desaparece.

Siempre que me planto frente a este espejo veo pasar las distintas etapas de mi vida; las puedo identificar por años definidos. Será, como dicen algunas teorías espirituales, que cada diez años se inicia otra vida y es la muerte de la anterior; me parece que estoy de acuerdo con eso, porque en cada etapa tuve una pareja, cambié de trabajo... Y cada vez que ocurrió eso me renové, aunque en algunas ocasiones sentí mucha pena. Es una característica de mi forma de ser, esa capacidad para levantarme cuando caigo, renacer como el Ave Fénix, la sensación de comenzar algo nuevo, y también darme cuenta cómo se desarrollan aspectos desconocidos de mi personalidad; eso me fascina. El crecimiento como consecuencia de las pérdidas, o como dicen esas teorías, el duelo por lo que muere.

Ahora enfrento la imagen de los quince años… mis quince... esto sí que me hace estremecer. Es la primera etapa que registro con total conciencia: mi primer vestido largo, el blanco, ese que me volvió loca; hasta tenía una pequeña cola que después me incomodaba al bailar. Se cumplió lo que era sólo un juego; qué mujer no pasó horas frente al espejo siendo adolescente, poniéndose brillos, tules y lo que podía conseguir a espaldas de la madre; en ese espejo era la princesa mas bella de algún reino lejano. Observo mi imagen y advierto un gesto diferente: picardía, expectativa, sueños; esa mujercita me mira, la miro; es un nuevo encuentro. Ahora sí me tomo algunos momentos y le cuento cómo nos fue en la vida, con detalles; se crea una intimidad que no logro tener con nadie; todas mis defensas se escabullen, me desarmo y me reconstruyo, ella me escucha atónita, perpleja, y su sonrisa significa más que mil palabras.

Mi primer peinado de peluquería... en lo de la Juana Pérez, donde se reunían las mujeres del barrio, y le sacaban chispas a sus lenguas. Ese día me sentí grande, una mujer hecha y derecha, como si peinarme ahí fuera pertenecer a una elite; dejaba de ser una nena.

Mamá entra sorpresivamente al cuarto.

—Hija —me dice—, ¿qué hacés que demorás tanto? Vos y ese espejo… ¿Se puede saber por qué siempre tuvo tanta atracción sobre vos? Horas y horas hablando con él…

—Nada, mamá; en unos minutos voy.

Sale golpeando fuerte la puerta, como para que me dé cuenta que ella sigue diciéndome lo que debo hacer. Vuelvo a mirar y la imagen sale del espejo. No sé qué hacer con mi asombro, ¡que experiencia! Se pone frente a mí, pegadita.

—A esta edad, y todavía le tenés miedo —me dice—. ¿Así es nuestra vida? —Me toca la mejilla y en el calor de su mano percibo una fuerza especial, me siento más firme, entera, segura. Da media vuelta y con toda soltura desaparece dentro del espejo.

Ahora pasan las imágenes como si hubiera puesto una película en cámara rápida. El cumpleaños de la abuela Sara... sus ochenta… Al recordar ese momento, lo siento tan vívido que es como si tocara aquellas lágrimas; lloré desde que comencé a vestirme hasta el final del baile. Acerco mis manos tibias, toco; esta frío y suave. Y veo dos manos que se apoyan en las mías, mi hermana Clara.

—Gracias, hermana querida —dice—. Me ayudaste mucho aquel día, cuando descubrí que estaba embarazada. Lo primero que atiné a hacer fue compartirlo con vos; me abrazaste y supe que iba a poder enfrentar lo que viniera. —Me devuelve el abrazo, tantos años después, y yo la aprieto tan fuerte que el cariño traspasa nuestros cuerpos.

En ese momento se terminó abruptamente la edad de jugar, y Clara se volvió adulta sin desearlo. Yo no alcanzaba a entender qué pasaba en toda su magnitud, pero intuitivamente me pareció que en casa algo se había roto, algo se modificó de tal manera que hasta mi propia adolescencia ingenua terminó, y todo fue confuso. Lástima, pintaba tan linda la vida antes de eso... bueno no me voy a poner en víctima. Después de todo fue ella la que lo paso peor.

Vuelvo a encontrarme con mi mirada y veo mi imagen reflejada. Son otros y otros los hechos que se hacen presentes; los siento en mi cuerpo como si los estuviera viviendo: mi fiesta de graduación, el día que me casé, el nacimiento de mi hijo, mi divorcio…

Siento vibrar mi pantalón: el teléfono; que susto, estaba tan compenetrada en mis pensamientos... miro la pantalla, atiendo; es mi querido hijo Agustín.

—Hola, ¿por dónde vas?

—Hola, mamá; el micro se atrasó. Estoy devorando el sándwich que me dieron al subir, estaba hambriento. No había almorzado. Quería contarte que aprobé, y con un ocho, sé que te vas a poner feliz.

—¡Qué buena noticia! Estudiaste tanto, hijo de mi corazón; una menos. Con esta noticia ya me alegraste todo el fin de semana; avisame cuando estés cerca así vamos con el abuelo a buscarte, vos sabes que a él le encanta verte primero que nadie.

—Lo que te pido es que no te pongas nostálgica porque me aburro cuando empezás con las anécdotas, y lo peor es que casi siempre contás las mismas. —Se escucha la risa joven y picara—. Igual te adoro, mami queridísima, chau.

Él siempre corta así, y no me da posibilidad de retrucarle, ¿seré de esas madres pesadas? Yo, que hice tanto esfuerzo por no serlo, por no ser insoportable; hijo único, pobre. Tanto el padre como yo ponemos muchas expectativas en él, pero no tengo dudas de que se está haciendo un hombre hermoso, feliz y responsable, así que tan mala madre no debo ser. Sonrío interiormente; me quiero convencer, parece.

 Mis pensamientos vuelven al espejo y me acaparan nuevamente. Creo que nunca dejaré de tener esta necesidad de regresar a casa para festejar, para pensar, para resolver mis conflictos, como si al hacerlo pudiera meterme de nuevo en el útero y desde ahí desplegarme, volver a nacer, empezar otra vez. Porque una cosa fundamental que valorizo de mi familia es nuestra forma de enfrentar las dificultades. Al principio viene una tormenta, pero en seguida nos ponemos a elucubrar estrategias para resolverlas. “Nunca se agotan los recursos”, dice siempre papá; “todo tiene solución”.

Y acá estoy, una vez más en la habitación que siempre compartí con Clara. Es amplia, luminosa; la pintura de las paredes todavía está buena y las dos camas son las mismas de siempre. Veo el ropero enorme, herencia de la tía Rosa, las lamparitas de noche, todo muy prolijo, como si no hubiera pasado el tiempo; a un costado, el sillón enorme que fue a parar ahí porque no había ningún otro lugar donde ponerlo, o porque era muy feo. Los años de la infancia vuelven a aparecer en mi cabeza; crecíamos. ¡Cuántas noches de charlas alocadas con Clara! Nos contábamos las últimas novedades, en especial acerca de los muchachos recién llegados al barrio, los disparates que hacíamos en el colegio, y siempre criticábamos a mamá. Aun hoy, cuando estamos juntas, pasamos largas horas poniéndonos al día. Seguimos caminos diferentes, pero en lo esencial somos idénticas, ya que ambas nos forjamos como mujeres luchadoras, fuertes, con una ideología de vida que nos ha mantenido unidas, privilegiando al ser humano y lo social.

Pero la imagen del espejo hace un gesto de advertencia; frunce el ceño y me obliga a regresar al presente. Que la nostalgia del pasado no me aparte del camino, parece decir; finalmente Agustín tiene razón. Estoy pasando por un momento difícil; tengo que tomar una decisión trascendental, aunque no quiero pensar en eso. Bueno, después de todo vine a mi ciudad natal para despejar la mente de fantasmas y enfrentar los hechos. Afuera se escuchan las risotadas de mamá, siempre tan franca y poderosa, y el silencio de papá, que seguramente la mira con adoración, como es su costumbre. Ella le está contando algo intrascendente, que a él, como siempre, le parece increíble.

Cuántas noches pasé escuchando aquellas largas conversaciones entre mis padres en la penumbra de mi habitación, bueno, monólogos. ¡Pero qué bien lo pasaban! ¿Por qué siempre me sentía dejada de lado? ¿Por qué no me prestaban atención? Eso influyó en todo lo que elegí en la vida, buscando constantemente que los hombres me miraran, destacarme en el trabajo, que me llamaran las amigas. Pagué años y años de terapia para descubrir finalmente que sólo quería competir con mamá por el cariño de papá, eso que llaman complejo de Electra. Tal vez por eso me casé a los veintitrés, porque tuve la ilusión de que Emiliano me haría sentir muy amada. ¡Qué fiasco! Al poco tiempo resulto que lo único que quería era una mujer que siempre estuviera pendiente de él, y que no pensara. Descubrí, en ese punto, todo lo sumisa y estúpida que puede ser una cuando solo vive eso, una ilusión. Lo mejor, tal vez lo único valioso de ese matrimonio fallido, es nuestro hijo Agustín; un sol, tierno, amable, cariñoso, un luchador.

Eso también pone en evidencia la fea sensación que produce equivocarse y que tus padres te miren por primera vez como una fracasada. Que frustrante, ¿no? Lo que más me importaba en la vida era hacerlo feliz a papá, que me mirara como la miraba a mamá. Pero cuando le anuncié que me iba a separar, solo me dijo: “¿Lo pensaste bien?”. Y ante mi respuesta, dio media vuelta y me dejó sola, en silencio. Percibí tristeza en su mirada.

Ahora, a punto de cumplir cuarenta y cinco, aparece la posibilidad de formar una nueva pareja. Una vez más necesito regresar a la casa de mis padres, ¿a despejar la cabeza de fantasmas o a encontrarme con ellos? Mi terapeuta me había dicho: “Ya es hora de que madures, que esa nena que siempre reclama atención, a la que nada satisface, supere carencias y se anime a entregarse”.

No puedo evitar las comparaciones: mi actual amor, Ezequiel y papá, ¿en qué se parecen, en qué son diferentes? Dicen mis amigas que me hago tantas preguntas por culpa de la terapia, que avance y me deje de cuestionar todo. Pero no puedo evitarlo, cada situación, cada cambio… cuestiono, pienso. Me gusta sacar conclusiones. Analizar lo que hago, lo que me pasa, es un vicio.

El espejo me llama, reclama de nuevo mi atención. De acuerdo: vuelvo a mirarme en él, y ¿qué veo? Las imágenes se superponen: soy una chiquilla asustada que guarda las cosas que le duelen, que necesita mostrar una imagen de mujer que puede enfrentar todo, una fortaleza que por momentos se transforma en coraza. Por otro lado, también veo a una mujer entera que necesita vivir intensamente, pelear por ser mejor, no quedarse en situaciones penosas, aunque le cueste tiempo y esfuerzo salir. Soy exitosa, estoy feliz con mi trabajo, amo lo que hago, me siento llena de energía porque he podido ir superando mis aspectos ingenuos, madurando y encontrando mi camino. Y sin embargo... sin embargo no es suficiente, falta algo, el acto final de una transformación que se demora, el pasaje de un mundo a otro, como si esperara una señal, una certeza...

En el espejo, mi espejo de siempre, se está produciendo un fenómeno extraño. En el centro se abre un círculo de luz oscura; primero un punto negro y diminuto que se va aclarando y se expande hasta que todo el espejo queda cubierto por esa luz brillante. Mi cuerpo se estremece y algo dentro de mí me invita a pasar del otro lado, algo que nunca me animé a hacer. Ahora es el momento. Mi pie derecho cruza la lisa superficie como si se sumergiera en un lago de plata líquida. Medio cuerpo. La cabeza... De pronto, sin temor, giro sobre mí misma y me veo afuera, contemplando mi larga cabellera negra y las tres canas que delatan el paso del tiempo.

Se huelen los aromas a la sabrosa comida de mamá, sonidos de cubiertos, sillas que se corren, murmullos de voces que no logro identificar. Supongo que es Clara y sus hijas. Me recrimino: una vez más no ayudé en los preparativos por estar acá, aunque igual sé que me sentaré a la mesa como siempre, y la cena será sabrosa y abundante. Escucharé los diálogos, amenos, superficiales, llenos de secretos y sorprenderé a mamá y a papá mirándome, tratando de descubrir en mis ojos lo que me pasa.

Suena nuevamente mi celular, es Agustín; ya está muy cerca de la terminal.

Bajo las escaleras más con una sensación de volar que de correr. Feliz, lo llamo a papá, y salimos raudamente a buscar a mi hijo en el viejo auto impecable, el que lava y lustra todas las mañanas.

 

Betina Goransky (San Juan, Argentina, 1954) es licenciada en psicología por la Universidad de Belgrano y está enrolada en la línea sistémica humanística. Se dedica a terapias de pareja, de familia y adicciones. Es docente y sexóloga; escribió numerosos trabajos y ponencias sobre su especialidad. Ha dado conferencias y participado en un gran número de jornadas y congresos. Su interés por la ficción es reciente y los textos que escribió pueden leerse en las antologías ¡Basta, cien mujeres contra la violencia de género! (2013), Grageas 3 (2014), Cien páginas de amor (2015) "¡Basta! contra la violencia de género" (2018) y Mal trato (2021).

PICNIC


Armando Rosselot

 

Tal vez habíamos aguardado mucho tiempo para ese momento. Quizá nuestras vidas solo fueron el cauce para otras existencias, ¿quién sabe? Pero al fin habíamos partido hacia aquel viejo deseo que casi abandonamos por olvido, cansancio o solamente resignación.

Yo sabía que Francisca estaría feliz de salir un día de la ciudad. De sus grises murallas y de su aplastante rutina, de su arduo trabajo, los recuerdos y de la soledad que la abrazaba desde hacía un tiempo.

Los dos sabíamos que ir de picnic a fines de abril no era lo más conveniente, pero no quise pasar otra temporada sin cumplir con mi promesa. Se lo había propuesto años atrás, más años de los que me había dado cuenta, ya que el tiempo se había desquitado de manera soez con nosotros. Los momentos transcurridos aquel primer fin de semana en Valparaíso, pasaron demasiado rápido para nuestras vidas. Para la vida de cualquiera.

Observé a Francisca de reojo mientras iba sentada a mi lado en el automóvil. Miraba la carretera pensativa y brillaba como siempre, con ese resplandor único que con los años muchas veces parece llenarse de grasa, polvo y hastío, hasta finalmente olvidarse; pero en ella no, Francisca aún conservaba la frescura pura y volátil de sus veinte años. De esos años en que nos amábamos y cuando no se veía ni la más remota amargura en el horizonte.

Pasaron un par de horas y ella ya dormía. El camino hacia nuestro destino no era tan fácil como lo recordaba, con lo que di un par de vueltas más de lo necesario.

Habíamos pasado por aquel lugar hacía muchos años, cuando aún no estaba embarazada de Miguel, ni cuando el dolor y la desgracia hizo brotar todo lo malo y frágil de nosotros.

Un poco después del mediodía Francisca despertó de su siesta, pero no hablamos nada.

Ambos tratamos de mirar el paisaje que nos rodeaba como algo nuevo, algo completamente desconocido, que se mostraba con toda la belleza posible para nuestra dicha. Pero el silencio se hizo cada vez más agobiante, hasta que bajé la ventana y le recordé que en aquella oportunidad el aire no era tan húmedo y ni tampoco olía a leña quemada. También puse algo de música en la radio del auto: un viejo CD de Sting.

Francisca sonrió levemente al escuchar los primeros acordes, con lo cual me alegré.

Conduje el automóvil hasta una calle que llevaba hacia el oriente y ahí tome una desviación, un camino más pequeño que se dirigía hacia las recordadas lomas verdes con algunos cipreses, pinos y alguno que otro árbol frutal. Aquel era el sitio, ambos lo recordábamos con claridad pero no dijimos nada. Llevé el automóvil hacia ese lugar.

Lo estacioné bajo la sombra de un ciruelo amarillento, aún sujetando sus hojas tozudamente ante el arribo del otoño. Todavía llegaban algunos rayos de sol, ya que unas nubes grises y oscuras se acercaban desde el sur.

—Sé que va a llover más tarde —le dije. Ella sólo me miró con ojos de una tierra en que las lluvias han barrido con todo y me invitó a sentarme, mientras ponía el mantel sobre la seca hierba y tatareaba una vieja canción, una que solía cantar siempre, y que yo ya había olvidado casi por completo; creo que era de Culture Club.

Dejó todo en su lugar, correcta y de una manera hermosamente casual. Nos sentamos, frente a frente. Serví el vino que había elegido para esta ocasión: un merlot de una viña pequeña y anónima; como nosotros, dos almas sin mucho que compartir con otras personas, sólo la tediosa noción que todo seguiría igual, o quizás peor. Brindamos mientras nos sonreíamos, sí, con mucha nostalgia y con deseos de ser otros, unos enamorados de veinte años, en otro lugar y quizás otro tiempo, que tuviesen todo por delante y que sintiéramos esa fuerza que da la convicción de ser joven y saberse querido. Pero sabíamos que todo eso había quedado muy atrás.

Comimos algo de queso y cubos de jamón con aceitunas negras, luego Francisca buscó en la canasta y me pasó un sándwich de pollo y palta en un suave pan croissant.

Reímos al recordar cuando todavía no nos habíamos casado y nuestra alimentación era, antes y después de hacer el amor, a base de pan con diferentes rellenos. Recordamos cuando pasábamos fines de semana completos en cama y disfrutábamos oyendo la lluvia en los inviernos y en Miguel, cuando nos interrumpía cada vez que las caricias comenzaban a aumentar. Reímos más, pero luego también lloramos un poco, en silencio y sólo con un par de lágrimas. Serví más vino y nos tendimos de espalda a ver pasar las nubes grises hasta que algunas gotas cayeron en mi frente y en la de Francisca. Nos miramos en silencio, ya que sabíamos que si la lluvia seguía tendríamos que irnos pronto y comer el postre en el auto.

—Es un pie de limón —me dijo—, como el que preparaba cuando vivíamos en la casa, ¿te acuerdas?

Por supuesto que me acordaba. ¿Cómo no iba recordar las mejores onces de mi vida, cómo? Aunque si ahora lo pienso bien, mi madre también hacía unas onces magníficas, pero con queques, pan con palta y huevos revueltos con queso. Todo estaba tan lejano que hasta las voces de mis padres se me estaban olvidando.

Al final la lluvia se declaró por completo. Tuvimos que despejar lo más rápido posible nuestra improvisada mesa sobre la hierba y correr hacia el auto. Entramos apurados dejando toda la merienda en los asientos de atrás envuelto en el mantel de Francisca. Reímos nuevamente un poco, sólo un poco, luego nos quedamos en silencio observando la cortina de agua que caía sobre el auto; hasta que me di cuenta que la botella de vino se nos había quedado afuera. Miré a Francisca.

—Siempre vas a todo cuando es el peor momento —me dijo—. Espera hasta que la lluvia pare un poco.

No le hice caso como tantas otras veces y abrí la puerta para ir a buscar la botella. No me demoré ni diez segundos y ya estaba de vuelta en el auto. Le ofrecí más vino pero no quiso. Yo me serví otra copa.

—¿Postre? —pregunté.

Lo aceptó, pero pidió cortarlo. A fin de cuentas ella lo había preparado y realmente estaba exquisito.

Lo comimos con gusto, mientras la lluvia parecía acabarse y luego retornaba con mayor fuerza. Yo miraba sorprendido a Francisca como disfrutaba del pastel, no recordaba que le gustara tanto lo dulce. Le serví un café sin preguntarle y me lo agradeció con la misma cortesía de aquellos años en que criábamos a nuestro hijo, cuando aquella llama que nos mantuvo floreciendo aún existía y todavía veíamos el futuro con optimismo.

—Matías, quiero irme —dijo sorpresivamente.

Asentí con la cabeza, me acomodé en el asiento y di el contacto. Limpié mis piernas de las migajas del pie de limón y guardé mi copa de vino en el mantel, entre todo lo demás.      

Francisca no habló más hasta que llegamos a Santiago. Dormitó un poco y a veces miró por la ventana la lluvia y las nubes que dejaban pequeñas aberturas azules en el cielo. Como siempre el regreso fue más rápido y pronto me encontré a pocas cuadras del edificio donde vivía Francisca.

—¿Cómo están tus hijos? —pregunté.

—Recién ahora me lo preguntas. Están bien. Marta pasó a cuarto año de Agronomía en Concepción y Sebastián sale este año de leyes.

Pensé en Miguel. Y ella supo en lo que estaba pensando.

—No te culpes —me dijo—. Ha pasado mucho tiempo. En mayo se cumplen los treinta y cinco años de su muerte. Voy a ir al cementerio a fin de mes, si quieres vamos.

Le respondí que sería mejor ir solo, ya que con seguridad ella también iría a dejarle flores a Marcos, y yo, aunque él estuviese muerto, todavía sentía celos y algo de rencor contra aquel que me quitó a mi mujer, aunque yo realmente la había perdido mucho tiempo antes. Junto con nuestro hijo.

Después de dos semáforos rojos y pasar una luz amarilla llegamos a donde vivía Francisca.

—Gracias por el picnic —dijo.

—Solo cumplí con la promesa– dije, mientras ella bajaba del automóvil.

Sonrió, se despidió con un beso rápido en mi mejilla y se dirigió a la entrada sin voltearse mientras encendía un cigarrillo.

No recordaba que ella fumase. Me quedé observándola hasta que se perdió tras la puerta de entrada y otra vez las gotas comenzaron a martillar el techo del auto. Me quedé en silencio un pequeño instante hasta que encendí nuevamente el motor y me fui con la radio apagada, tarareando una vieja canción de los ochenta mientras oscurecía y la lluvia comenzaba a tomar vigor.


Arturo Armando Rosselot CuevasSantiago, 1967. Ingeniero en sonido y diplomado en literatura infantil y juvenil. Narrador y poeta. Donde en su faceta de cuentista y novelista, aparte de escribir realismo, se ha inclinado hacia la ciencia ficción de carácter new weird, a lo fantástico y al terror. Libros de cuentos: El Triturador de Cabezas (Línea Estratos), El Informe 5002 (Editorial Segismundo), Thrasher y otros ruidos junto a Cristina Mars (Biblioteca de Chilenia) y Límite Crepuscular (Sietch Ediciones). Novelas: Te Llamarás Konnalef (Editorial Forja), Tarsis, Entidad y El Orden (Editorial Austrobórea); Toki (Ed. Segismundo), El Puente Infinito (Triada ediciones) y Reina Madre (Ed. Segismundo). En poesía, de carácter más introspectiva nos encontramos con: Huesos de pollo bicéfalo (Mago editores), American Home (Askasis), Cementerio de Mundo (Cerrojo ediciones) y Bicéfalo (Ed. Segismundo). También ha participado en varias antologías de relato y cuento en géneros de terror, fantástico y ciencia ficción. Es editor de la serie de antologías de literatura fantástica chilena Poliedro y realiza talleres de narrativa desde el 2014.

PARA TODA LA VIDA

Maritza Macías Mosquera


La reunión terminó trágica y abruptamente. Elisa entregó todas las joyas que Alan le había regalado; era parte del acuerdo prenupcial. Claro está que Alan se había casado para toda la vida, porque sus creencias religiosas así lo indicaban. No habían tenido intimidad sexual durante el noviazgo. Elisa, atea, lo había aceptado, porque también lo amaba, aunque, a veces, hubiera querido mandar todo a la cresta del mundo, pero aceptó las exigencias primero y las cláusulas luego.

Muy jóvenes ambos, habían coincido en la misma carrera en la universidad, se hicieron novios en secreto para evitar cualquier tipo de problemas y reuniones familiares que los distrajera del tema estudios y noviazgo.

Juntos terminaron su carrera y decidieron comunicar a sus padres el noviazgo y, tal como lo habían pronosticado, los padres de ambos rápidamente iniciaron planes para una boda.

—¿Porque esto va en serio, verdad hijo? —fue la consulta del padre de Alan.

Cada familia quiso conocer a la otra. Ese fue el primer escollo que tuvo que enfrentar la pareja: la diferencia social. Los padres de Alan pertenecían a una familia aristocrática, en cambo Elisa provenía de una familia de abuelos pobres y su madre era la primera en la familia que había alcanzados estudios técnicos superiores. Su padre alcanzó nivel universitario, pero debido a lo costoso de su carrera, había desistido, no pudo con tantas deudas y comenzó a trabajar en una oficina de abogados haciendo la parte más dura y recibiendo bastante menos paga de la adecuada, por no ser titulado. Con mucho esfuerzo criaron y educaron a sus dos hijos, el hermano de Elisa, Joaquín, llevaba años reclutado en las Fuerzas Armadas.

Alan, por el contrario, estudió en colegios pagados y la universidad era un paso más para seguir en la clínica de sus padres, ambos médicos de gran prestigio.

—¿De cuál de las familias Lermanda eres hija? —preguntó Sofía, madre de Alan—, ¿de los del norte o de los del sur?

—Nnno ssé, soy Lermanda, hija de mi padre…

—Pero debes saber si son los Lermanda, dueños de las lecherías en el sur o de los Lermanda dueños de las minas en el norte.

—Mmmm, yo creo que ni de una ni de otra de esas familias —contestó Elisa, confundida y sin terminar de comprender el porqué de la pregunta—; mi padre siempre ha vivido aquí, en esta ciudad, nunca en otra parte.

—Veo —Sofía se dirigió a su hijo— que tu Elisa no es hija de ninguno de los Lermanda, amigos nuestros. —Había cierta ironía en la voz de Sofía.

—Mamá, ¿eso qué importancia puede tener? Elisa y yo nos amamos, eso es todo lo que deben saber. —Arguyó Alan, con desánimo.

—No te equivoques hijo, No te equivoques —dijo la madre cargando firme su voz en esta frase—. En nuestro medio todo importa, principalmente, saber de qué familia vienes.

Salieron de aquella reunión familiar, cabizbajos los dos. Elisa rompió el silencio con un llanto que ya no podía contener.

—¡Cálmate, mi amor! —suplicó Alan.

—Ya ves —le dijo Elisa—, no podremos casarnos, será mejor seguir de novios y algún día terminar con esta relación para no perjudicarte.

—Hablaré con mis padres, les diré que no podrán interponerse, que de todas maneras nos casaremos.

Muchas cláusulas le fueron impuestas a Elisa para poder optar por ese marido; ella finalmente las aceptó; solo quería estar con él. Pero sabía que Sofía la iba a perseguir hasta el cansancio con sus comentarios altaneros y provocativos. Sí, hasta el cansancio, porque un día Elisa le respondió de mal modo, tomó sus llaves y se marchó de esa casa. Tampoco se apareció por el hospital donde compartían algunas horas de trabajo con Alan. Luego él se iba a la clínica de sus padres a terminar la jornada.

Alan la llamó muchas veces, pero ella no contestó; su madre ni por un instante sintió pena, menos arrepentimiento. Por fin se había zafado de aquella cualquiera, de la trepadora, de la aprovechada. ¡Miren que no iba a saber que Alan era hijo de ellos y que tenía un sitial privilegiado en la alta sociedad local y nacional! ¡La trepadora no pudo con ella; ¡no iba a resignarse a perder a su hijo!

—Cuando hables con ella, recuérdale lo de la cláusula de las joyas y bienes que tú le pasaste, debe devolverlos, son de la familia.

—No todo, madre, hay cosas que yo le compré con mi dinero.

—¡Claaaro, el que ganas en nuestra clínica…!

—Mamá, ¡eres insufrible!

De tanto insistir con las llamadas, un día Elisa le respondió. Por fin había logrado contactarse con ella. Le pidió perdón, pero que regresara y le prometió que ya no trabajaría más en la clínica, que si ella no quería no irían más a casa de sus padres, le rogó, le recordó lo hermoso que era pasar tiempo juntos, lo vivido en la universidad y todo lo que se guardaron para poder casarse como dios manda.

Elisa aceptó verlo por última vez en el departamento que habían alquilado y que en los últimos tiempos solo ella ocupaba. La pocilga, le llamaba Sofía, cuando supo dónde vivirían.

Elisa tenía consigo algunos documentos y las joyas que, a lo largo de todo el noviazgo y el poco tiempo casados, él le había obsequiado.

Alan estaba inquieto, de pie en medio de la sala. Se acercó y la abrazó. Luego le susurró al oído la falta que le había hecho, que no podía vivir sin ella, que lo harían todo como ella quisiera.

Ella se despegó de aquel abrazo, lo miró con ternura, sacó de su bolso el paquete con las joyas y las dejó sobre la mesita de estar donde Alan había servido dos tragos para celebrar el reencuentro. Pero Elisa le habló con toda calma, explicándole que no podrían estar juntos habiendo tanas cosas que los separaban; ella renunciaba a su amor por amor. Alan se dejó caer en el sillón, abatido, pero casi de inmediato volvió a ponerse de pie, le tomo ambas manos y la abrazó de nuevo.

—No me rechaces —dijo—, te lo ruego, haremos todo distinto, donde mis padres no estén.

—Sabes que te amo, por eso mismo me alejaré, podrás hacer tu vida como siempre, yo no voy a estar al medio de tanta polémica, mi vida es mucho más simple que eso.

 

Los padres de ambos esperaron las veinticuatro horas correspondientes y luego estamparon la denuncia por desaparición, temiendo una posible desgracia. Al día siguiente consiguieron la orden para ingresar. Los padres de Elisa, absolutamente consternados, solo rezaban porque estuvieran bien "los niños". La policía echó la puerta abajo; nadie sabía de ellos, a nadie le respondían los teléfonos; los celulares estaban descargados.

Y estaban bien, bien muertos, al más puro estilo shakespeariano.

Maritza Macías Mosquera nació en Chile en 1959. Realizó sus estudios universitarios en la Universidad de Concepción, egresando como Profesora de Educación General Básica en el año 1984. Ha incursionado en la escritura en varios géneros como el epistolar, la lírica, la novela, el cuento y microcuentos y, en la actualidad en el ensayo; ha publicado algunos de sus escritos individualmente y participando con otras y otros escritores, en blogs y en Facebook. Trabajó en escuelas de alta vulnerabilidad, lo que la llevó a mejorar sus competencias, obteniendo el grado de diplomada en gestión de Liderazgo Educativo y en Pedagogía Teatral, y luego dos post títulos, como Orientadora Educacional y Como Jefe de Unidad Técnica Pedagógica. Para terminar, obtuvo el Grado de Magíster en Gestión Educativa, en la Universidad del Mar.

sábado, 8 de marzo de 2025

LOS ARREBATOS DEL TIEMPO

Carmina Shapiro

 

Con setenta y cinco años, Juan Carlos ya había aceptado que su memoria tenía más huecos que trama. Sin embargo, por las extraños órdenes de Mnemosyne, hay olvidos y remembranzas que ocurren sin que los humanos podamos entender su sentido subyacente. Esa mañana, Juan Carlos recordó. Recordó algo que había olvidado por largos y anchos años, algo que estaba tan lejos de su existencia actual que si algunos días antes le hubieran jurado que ese recuerdo era suyo, lo hubiera negado rotundamente.

Había estado leyendo a Günter Grass, Pelando la cebolla, un libro obtuso, un texto sin sentido, un derrotero desordenado entre realidad y ficción que lo confundía un poco pero no quería abandonar. Günter Grass le producía los sueños más extraños. Imágenes y sensaciones profusas que lo dejaban con una mezcla de confusión y extrañamiento al despertar. Así que esa mañana, cuando abrió los ojos, demorándose en la suavidad de las sábanas, paladeando la tenue vigilia que se abría paso en su conciencia, Juan Carlos recordó.

Recordó el febrero de sus once años. Recordó las vacaciones de verano del que sería el último año de su escuela primaria. Qué importaba el año, los años calendario sólo sirven para conocer la edad de los involucrados y él tenía una certidumbre asombrosa de los años que tenía en aquel entonces. Once años, cumplidos unos meses antes, en noviembre. El Juan Carlos de setenta y cinco recordó con graciosa satisfacción lo grande que se había sentido con once flamantes años entre sus primos. Su papá y su tío, que de repente se le figuraron tan jóvenes, dos enérgicos padres jóvenes, habían llevado a toda la prole en un campamento de cuatro días a un camping a treinta kilómetros de su ciudad. Habían preparado algunas actividades, habían llevado algunos juegos grupales y habían planificado una cocina colectiva. Eran los cuatro primos, los dos padres y la Lola, la perra cruza con pastor belga de sus primos. Una perra amorosa y compañera que todos querían y celebraban.

Esa mañana Juan Carlos recordó, impresionado de haber podido alguna vez olvidarlo, la ilusión que llenaba el apretado auto cuando iban camino al camping. Y recordó el abrupto y precipitado final del campamento, con una amargura tan intensa que podría haber sido la misma que la de aquel día.

Terminaba el segundo día. Habían cenado un guiso de lentejas hecho entre todos, que había estado de las mil maravillas, y se habían ido a dormir a las carpas luego de cantar un rato al son de la guitarra del tío y reírse como locos en el aire fresco de la noche. Los acompañaba una luna en cuarto creciente, casi llena, y el aire parecía tomar el mismo apacible espíritu de la luz lunar. Dormían sin preocupaciones cuando unos ruidos los despertaron a la madrugada. Asomados en las carpas no habían podido ver nada, pero el llanto de la Lola les indicó hacia dónde ir. Estaba tumbada contra un árbol con un pequeño charco de sangre oscura alrededor. El pelo oscuro y la luz de alborada no permitían ver muy bien qué le había pasado pero tanta sangre no prometía buenos augurios. Mientras su papá y su tío buscaban al culpable de semejante daño armados con unos palos, los chicos se habían quedado cuidando a la perra. Unos metros más allá, otro perro se arrastraba también sangrando en cantidad. Los niños gritaron cuando la querida Lola exhaló temblorosamente su último respiro y los adultos supieron que le esperaba el mismo destino al otro perro. Una muerte ignominiosa y pública es sin duda menos horrible para un condenado, habían dicho los adultos parados al lado del segundo perro, a la vez sufriendo por no poder hacer más que mirarlo en agonía y reconfortándose en una estúpida venganza de su compañera canina.

Un poco más tarde, viendo que la bestia aguantaba, se alejaron a buscar una sábana y una pala al baúl del auto. Maldiciendo todo el camino, sin desayunar ni tomar siquiera un café, y apestando a sudor, envolvieron a la perra, cavaron un pozo lo bastante profundo y, manchándose las manos de sangre pero sin tocar el cuerpo de la muerta, la colocaron delicadamente en la tierra húmeda y fragante. Desayunaron en silencio el mate cocido más triste que hubieran compartido hasta entonces. El tío no quiso dejar al otro perro a su suerte y se acercó a ver cómo estaba. Había muerto también y se turnaron para cavar un segundo pozo. Después de eso, levantaron campamento y se volvieron. La aventura había terminado.

Aquella vez, tuvo conciencia por primera vez del dolido llanto de dos de los adultos más cercanos, dos de los adultos más queridos y considerados más fuertes por él. Todo esto le había dado al Juan Carlos de once años una dura lección de injusticia. Y lo había provisto tempranamente de opiniones claras y definitivas sobre la necesidad y el significado de las lágrimas.

Esa mañana de setenta y cinco años, todo esto volvió a la memoria de Juan Carlos para llenar uno de los huecos que la habitaban. Volvió en un santiamén, como una ráfaga de certezas. Esa mañana, Juan Carlos recordó  la frágil humanidad que nos constituye siempre, a los once y a los setenta y cinco. Y esa mañana, Juan Carlos lloró.


Carmina Shapiro nació y vive en la ciudad de Rosario, Santa Fe, Argentina. Estudió (y sigue estudiando) Filosofía, es profesora e investigadora. Parte de su trabajo es dedicarse a la escritura académica. Después de varios años, volvió a la escritura creativa y sin fines predeterminados. En 2019 recibió una mención destacada en la segunda edición del Concurso de Relatos Filosóficos del Club de Escritura Fuentetaja con su relato “Ocupaciones inmundas”. Sueña con escribir cuentos infantiles y hacer algo de periodismo.

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