miércoles, 29 de mayo de 2024

EL ÚLTIMO PUNTO

Claudia Isabel Lonfat

 

En esos tiempos raros, mamá estaba siempre ocupada; lo suficiente para no realizar las tareas domésticas que se iban acumulando, o como para dejarnos a mis hermanos y a mí a nuestro libre albedrío. Tenía muchas amigas, y también personas desconocidas a quienes ayudar, y que le demandaban mucho de todo.

Era como si ella los buscara por las calles, mientras hacía las compras, pagaba los servicios, o simplemente se les pegaban en el trayecto, cual insectos en los radiadores de los autos. Entonces se sumergía en cada una de esas historias, siempre jodidas, y los llevaba a casa. Se pasaba horas escuchando sus lamentos, tratando de subsanar sus males con las herramientas que poseía; a veces era suficiente con un abrazo o con ponerles el hombro para llorar, otras, bastaba con alimentarlos, como la buena samaritana que siempre fue. Algunas de esas personas volvían por más, incluso se quedaban un tiempo viviendo en casa, para finalmente desaparecer de nuestras vidas.
 En una oportunidad la visitaron dos gitanas. Me asustaron con sus miradas oscuras y penetrantes. Cuando la vieron a mamá se les iluminó la cara y la abrazaron. Una de ellas se me acercó, quizás leyó en mi cierta desconfianza. Tenía un anillo enorme con una piedra roja.

—Niña —me dijo—, no me mires así que soy amiga de tu madre, un espíritu noble a quienes le auguramos larga vida. —Y luego agregó—: Sos muy inteligente, y por eso también dudas de todos. —Me tembló todo el cuerpo—. Aída —le dijo a mi madre mientras me apuntaba con su hermoso anillo—: tu niña es especial como vos, pero ella ve más allá…

No sé muy bien de qué hablaba la gitana, y su extraño acento lo complicaba, pero sabía que algo estaba ocurriendo, y no solo por las señales externas obviamente visibles, como el típico aislamiento de mi madre en la cocina, para conversar con algunas de esas visitas inesperadas y desconocidas, sino porque tenía sueños vívidos que me confundían, es decir, parecían muy reales porque no podía separar sueño realidad, ese instante intermedio se fundía entre ambos, entonces me quedaba enredada en esas imágenes pensando en qué había ocurrido.

A veces veía a la abuela Mecha, que había fallecido cuando yo era muy chica para recordar. Ella me hablaba de cosas incomprensibles para mí, como de su noviazgo con mi abuelo y de que él la había engañado. Otras veces me contaba que tuvo que huir de la casa de sus padres porque no aceptaban al abuelo, que era un peón de campo, y que ella era rebelde por naturaleza, por eso le gustaba, pero también dijo que se había equivocado y tuvo que pagar muy caro ser la oveja negra de la familia.

La primera vez que vi a la abuela se lo conté a mamá. Al principio se alarmó, pero luego le restó importancia, y dijo que se trataba de un sueño. Entonces decidí que esos sueños serían solo míos.

Algo pasó entre mamá y las gitanas. Empezaron a venir muy seguido y me querían llevar con ellas. La del anillo era la más insistente, incluso llegué a percibir cierta violencia en su mirada y aspereza en su acento. Mamá me dijo que si me las encontraba por ahí, me fuera corriendo o pidiera ayuda. Yo creo que ellas solo querían saber cosas. Las volví a ver, pero en mis sueños, muchos años después.

 
De todas las personas que transitaron por casa en esa década, la que más recuerdo es a Sonia. Antes solo venía a buscar a su hermano, amigo de los míos, pero solo lo hacía las pocas veces en que su madre no podía.

Sonia era adolescente. Estaba cursando el último año del comercial y además era muy buena alumna. Se estaba preparando para el ingreso a la universidad en la carrera de derecho, y todos estaban muy orgullosos de ella, hasta mamá, que soñaba lo mismo para mí. Su padre murió muy joven, cuando Sonia era chica y su hermanito solo un bebé. Un colectivo le pasó por encima mientras cruzaba, aparentemente distraído, la avenida San Martín. Sin embargo, le escuché decir a la mamá de Sonia, en una conversación, con nosotros presentes, que no fue un accidente, que su marido estaba deprimido y se arrojó bajo las ruedas, aunque nadie haya sido testigo de eso.

—Me dejó sola con dos criaturas —dijo, y mamá la consolaba tratando de convencerla de la versión del accidente, para que no fuera tan difícil de aceptar. Solía rematarla agregando frases como “la vida a veces nos pone a prueba” y si la persona era religiosa, cambiaba la palabra “vida” por “Dios”.

Esas tardes en las que venía Sonia, y se quedaba hablando con mamá hasta el anochecer, yo estaba demasiado ocupada con las tareas escolares. Había empezado el secundario, y tantas materias juntas me complicaban la existencia, sobre todo porque debía dejar de lado mis largas lecturas de novelas de aventuras por falta de tiempo.

—Vos tenés que ser como Sonia. —Y me lo decía delante de ella. Sonia sonreía un tanto avergonzada porque sus mejillas se coloreaban. Le insistía para que me diera una mano con el colegio, y yo le mostraba mis letras redondillas y góticas desprolijas, con las hojas cuadriculadas salpicadas, o con mis huellas dactilares impresas. Mi problema era la pluma cucharita, que nada tenía que ver con el plumín que usaba para calcar mapas. Un mínimo error y a empezar de nuevo, y ya había tirado cinco hojas.

Le comentaba a Sonia que cuando estaba a punto de concluir se me arruinaba. Ella se reía y me decía: “Si vos estás pensando que algo puede salir mal, entonces va a salir mal”.

 

Sonia me gustaba, sobre todo porque se vestía bien a la moda. En ese tiempo yo veía programas musicales donde los bailarines que hacían playback de las canciones beat parecían modelos. Y ella, como las chicas de la TV, lucía pantalones pata de elefante de piel de durazno, que era una tela suave al tacto, como si tuviera pelusita. Las camisas entalladas a la cintura, a veces con mangas amplias, otras ajustadas, de marca Valentino, seguramente un Valentino local, con bordados y vainillitas en la fila de los botones, las cuales combinaba también con polleras cortas o largas. Cuando se ponía minifaldas, completaba con unas sandalias chatas que tenían unas tiras largas que se iban cruzando en las piernas hasta debajo de la rodilla, como las que se veían en las ilustraciones de los griegos y los romanos de la antigüedad. Sonia era altísima, le llevaba una cabeza a mamá, y sus piernas infinitas, muy delgadas. Cuando la miraba yo sentía que algo grave le iba a ocurrir; quizá la gitana del anillo tenía razón.

Yo estaba del otro lado de la puerta. Trataba de estudiar, pero no podía concentrarme debido a la ansiedad que iba creciendo hasta dejarme totalmente angustiada. Apoyé la oreja en la puerta y escuché a Sonia llorando. Le estaba contando que su novio, Marcelo, no estaba, él y toda su familia se habían esfumado.

Una tristeza profunda me invadió. Sabía que esa gente volvería. En mi cabeza pasaban escenas tremendas. Vi a los tipos oscuros romper las paredes, los muebles, y apuntar con armas a los padres y a Marcelo, Luego dentro de mi cabeza sonó un disparo, tremendo, como si un trueno me hubiese atravesado. Grité. Al segundo mi mamá abrió la puerta y me abrazó, como si supiera que entendía todo, pero yo me solté y fui a abrazar a Sonia. No le dije lo que vi en mi cabeza, pero lloré con ella y sentí todo su dolor, y un sabor amargo que desde ese momento jamás me abandonaría.

Sonia le dijo a mamá que yo tenía edad para saber lo que ocurría, porque era algo que nos estaban haciendo a todos. Mamá negaba con la cabeza, no estaba de acuerdo para nada. Yo tenía casi trece años, pero no era la nena que ella creía. Si bien por fuera la vida parecía normal, habían pasado cosas que jamás conté, para evitar dramas y escándalos, y que con seguridad terminarían en discusiones con papá, o algo mucho peor. De alguna manera me habían robado parte de esa inocencia, que mamá creía intacta, pero cómo explicarle que uno de sus refugiados jugaba al doctor conmigo, y que luego me pedía que no se le contara a ella. Yo sabía que tenía que callar.

Mi mamá, muy gentilmente, dio por terminada la conversación. Quería que yo siguiera viviendo en una supuesta burbuja: colegio, club, amigos, vacaciones, proyecciones futuras.

La última tarde que vi a Sonia parecía un fantasma, con un vestido largo y blanco que la hacía ver más delgada y pálida de lo habitual. Sus ojos y su boca estaban hinchados, como si hubiera llorado durante horas. Solo me llegaban los murmullos.
Ella le dio algo a mamá y le pidió que se lo guardara, le dijo que había sido de su padre. Apenas alcancé a verla. Me dio un beso y un fuerte abrazo. Mamá le dijo que tenía que salir, y que no se preocupara tanto porque todo se iba a solucionar.

Pasaron días, que se hicieron meses, y Sonia no volvió. Le pregunté a mamá dónde estaba ella y su familia, y si era el mismo lugar donde estaba Marcelo. Ella no me respondió enseguida, estaba como buscando las palabras adecuadas, las que pudiera comprender, pero no las podía hallar, y yo creo que decidió ser práctica, solo dijo: “Desaparecieron… desaparecieron todos”.

Las palabras “desaparición y desaparecidos”, en esos momentos, y a mi edad, no eran palabras normales para asociarlas a las personas, es decir, desaparecían las medias, las galletitas de la alacena, solo objetos, cosas. No desaparecían personas como en un acto de magia, porque eso era una ilusión, la mano más rápida que la vista, simples trucos. Tampoco era un juego infantil donde nos escondíamos y desaparecíamos un rato, o algo que borráramos con la goma. Desaparecer es no estar. Luego el miedo, la incertidumbre, y esa expresión que empecé a ver en las caras de las personas y que se repetía en la TV.

Los años me dieron algunas respuestas. La vida sigue hasta que se corta en un punto. Es como si fuéramos una cámara de fotos; alguien apretará el obturador y el diafragma se irá cerrando hasta que no pueda penetrar la luz. Ese punto debe ser lo último que vemos; luego la nada. Entendí que todo se repite, todo muere y se convierte en tierra; las plantas, los animales, nosotros. Las personas que amamos se van en ese punto. El electroencefalograma da plano, una línea, y esa línea es una sucesión de puntos y el electrocardiograma con sus alteraciones sísmicas, termina también en una línea, como el horizonte, que nunca alcanzamos.


Claudia Isabel Lonfat es una narradora y poeta argentina, nacida en Caseros, provincia de Buenos Aires que actualmente reside en la localidad de Tortuguitas, de la misma provincia. Participó en antologías, tanto de narrativa como de poesía géneros, nacionales e internacionales, como Grageas 3Cuentos de terrorPrimera antología de escritores de Malvinas Argentinas, Sin fronteras y muchas otras. Es una de las fundadoras del grupo “EIMA” (escritores independientes de Malvinas Argentinas) que promovió la edición de una antología local. También colaboró como columnista en un diario digital, tocando temas sociales y políticos (México). Publicó Casi un libro de cuentos en coautoría con Luis Venosa y Los nombres que me nombran (cuentos, 2023). Además está terminando otro libro de relatos breves: La crueldad de las mariposas.

SERPIENTES ARCOÍRIS

Boris Mišić

 

Ra-Tea se vertió lentamente en la grieta entre los bloques de roca. Podía sentir el material áspero y triturado, las partículas que la pinchaban y resistían la llegada del intruso que no fue invitado a su reino. No le importaba. Todo en ella estaba cantando y parpadeando, anticipándose a la llegada del Gran Ser. Incluso a esta profundidad, podía sentir el pánico de las criaturas en la superficie.

Ra-Tea se estiró, evitando con mucho cuidado los puntos afilados. Y les susurró suavemente a los bebés que llevaba en su vientre.

Mis queridos. Cuando llegue el Gran Ser, habrá suficiente energía para todos ustedes. Navegarán las corrientes de aire, se infiltrarán en las rocas y mezclarán sus colores con el verde y el dorado de los árboles...

Un sonido amortiguado la sacó de su ensueño. Está comenzando. El Gran Ser está llegando. Miró a miles, cientos de miles de pequeñas bolas de luz esperando a lo largo del plano de la falla. Los Raomi. Molestos pequeños parásitos. Ra-Tea despreciaba a los Raomi, como a todas las demás formas de vida inferiores. Ra-Tea entendía que su pueblo poseía conocimiento y conciencia, pero tenían dificultades para traer jóvenes al mundo y había muy pocos de ellos. Los Raomi, en cambio, compensaban su falta de inteligencia con su número.

Ahora eso cambiaría. Después de incontables ciclos de tiempo estériles, las Serpientes Arcoíris finalmente tendrían descendencia. Ra-Tea se sintió feliz. Los bloques se amontonaron, luego resbalaron, el plano se desplazó y la deidad se liberó de las cadenas.

El impacto fue terrible. No, no el Gran Ser. El Más Grande. Las ondas y vibraciones se extendieron, dividieron continentes, desmoronaron montañas en mares y elevaron nuevas cadenas montañosas. La energía se filtró en cada átomo de su ser. Los colores se mezclaron alegremente. Ra-Tea sintió que había recibido algo único, especial.

De repente sintió una ola de frío. Miles, cientos de miles de bolitas de luz y sonido chocaron contra ella. Gritó. Horrorizada, rebuscó en su conciencia, en sus conocimientos almacenados. Los Raomi siempre se habían nutrido de restos de energía, de sobras, alimentándose a lo largo del plano de la falla. Nunca atacaron a una Serpiente Arco Iris.

Ra-Tea trató de salir a la superficie, pero ahora estaba perezosa y lenta; la energía abrumadora que había absorbido dificultaba sus movimientos. Estaba perdiendo fuerzas; el número de parásitos le estaba pasando factura. En un último destello de conciencia, se dio cuenta de que una nueva criatura monstruosa crecía a partir de las innumerables bolas, y que también iba a alimentarse de sus bebés, y nada de lo aprendido y conocido la había preparado para eso.

Una bola gigante, hecha de luz y sonido, irrumpió en la superficie y flotó por encima de las corrientes de aire. No poseía inteligencia, sólo instintos. Uno de ellos era el Hambre. Le gustaba el sabor de esa colorida criatura parecida a una serpiente. Enviaba mensajes a copias más pequeñas de sí misma: los trabajadores. Sólo tenían una tarea. Atrapar más criaturas parecidas a serpientes. Alimentar a la Reina-Madre.

El sonido. El sonido más hermoso era su ausencia. En los hogares de las Serpientes Arco Iris, ya no había nadie que deseara el silencio.

 

Título original en serbio: Dugine zmije 

Traducción de la versión en inglés del autor: Sergio Gaut vel Hartman

 

Boris Mišić nació el 6 de mayo de 1974. Vive y trabaja en Novi Sad, Serbia. Se licenció en Derecho. Sus relatos de fantasía, ciencia ficción y terror han sido publicados en varias colecciones y revistas de Serbia y la región como: Nešto diše u mojoj torti, Nijanse zla (Nijanse, #1) V- Zbirka fantastičnih priča iz ravnice, Marsónico 8, Omaja, UBIQ y Regia fantastica. Varios de sus relatos se tradujeron al esloveno y publicados en la revista eslovena de SF Supernova. También ha publicado tres colecciones independientes de relatos fantásticos y de terror: Vila šatorica, Nebeska zvona y Srce Dinare.


INEFABLE

Susana Arroyo-Furphy

 

No sé cómo ni4 en qué edstoy escribiendo. No sé si escribir en un teclado iumaginario sea sensato, conveniente, prudente o al menos sirva para aklgo.

No sé si cometo errores tipográficos, creo quesí. No leo lo que escribo. Normalmente soy buena en lo que antiguamentre se llamaba mecanografìa. Pero hoy todo el mundo escribe en el tecladop de la computadora y puede regresar, corregir, releer y volver a escribir con gran faxilidad. Yo no. No veo nada. En fin,

Ddoy return para usar punto y aparte auqnue no sé si lo uso correctamente. Es màs, no hay teclado alguno ni monitor ni computador, nada. Escribo desde la invisibilidad del luagr en el que estoy. Pero esta necesidadf de escribir, vaya necesidad en estas circumstancias, me hace mover mis dedos como si toacara el piqano pero como no sé tocar el piano, escribo. Lo hago aquí, en la semioscuridad de este ¿...lugar? ¿Dónde estaré? No lo sè pero un yo interno me dice que tengo que escribir, debo continuarr ytratar de explicarle al mundo. bueno, a quien puedea leer mis ¿...letras? en algun lugar de un gran país. ¿no dijo eso Duncan dhu?

Sucedió mientras trabajaba en el proyecto de los diarios del monjke capuchjino. Yo como siempre leía en un monitor y registraba los datos en el otrop. El proceso de transcirpción se ha vuelto casi mecánico, conozco su escritura tanto o ma´s que la mía pues yo ya no hago nada o casi nada manuscriito, así qeu conozco muy bien al sacerdorte que hace 150 años escribiera lo que me haa encomendado la universidad. Se trata de un trabjo de paleografíia. ´El cuenta sus aventuras en la misión que fue afundar en la lejana Australia. Y de repente, como para sacudirme, la pantalla del regstro empezó a jugar, a hacerme travesuras. Si movía el cursdor, desaparecía el texto, si intemtaba escrivir la letra a por ehemplo, entonces se reducía o aumentaba la àgina que leía en propirciones desmesuradas. Pensé rprimero que era un virus, luego creí uqe era el dvd que tenía grabando desde la noche anterior. Sí, estaba<> Squé el dvd y reiniciè la compu. Esperè todo el tiempo pacientementr. Proceso que a ceces tarda mucho. O al menos a mí melo parece pueshay quequedarse biendo la pantalla y esperear lo cualpuede parecer eterno. Entocnes vi luces, sí, luces en mi monitor. Recordeñ que apenas unas horas antes vie n el noticiero de las 7, por la la tv que los jopurnalists británicos ttrataron de dar lap noticia en 1991 o 19923, no reuerdo bien el año, pero lo dieron a conocer y nadie les creeyó. Ahñi estaban, estaban ellos, los aliens.

ç

Entopnves Vi las luyces de los pixeles. vi los puntos de luz que lentamente se iluminaban para dar paso a las imágnees de la pantalla. Vi y conté 640 x 480. uno por uno, no podìa creerlo, estaban alrededor mìo, como si me hubieran invadido. Hatsa que vi, cont`´e, descirfrè 1280 x 1024. es decir,m estaba dentro de la mayor nitidez imaginabñle. Estaba dentro de mi compu. Me di ceunta que me rodeabna la mayor iluminación posible, nadie, creo, en este planeta (o en otrros? no sé=) ha visto tant aluz. recordé las palabras de Paz en el proólogo de las Enseñanzas de Don Jujan de Carlos castaneda: la mucha luz es como la mucha sombra, no deha ver. Entocnes, ¡estoy ciega?

Pero, no, veo sombrasy puedo reconocer la sombra entrew la penumbra. O la oscuridad entrela luz. Vaya, esto suena como una littote., esa figrua retórica que se refiere a los oppuestos.

En la tv dijeron que nadie les creyó cuando filamron, poruqe los filmaron, eran lucesa solamente, luces que volaban. Rcuersdo que PEedro Ferriz les llamaba Ovnis en un viejo programa ; un mucndo nos vigila. ¡Se llamaba asó? nO LO se creo que ya bo se nabda CREO QUE empeizo a desvariar y a estar más lñenta y má< retofrpe en el teclado, mias manosd estab penaasadas.. me temo que ya noc puedo swciribir on trelativa coherffencia. creo qeu si, qyue sdon ellllllos y hacen expietrientmentos conmmifgo. cogieeeron mi copmupuu y llueggo me llabraron con ellklos auqnuqaue espero peoder seeguir esc rfuoibiendo una poooco. nasdfuirheehi lo sietgonto, amigoas fdre dafahla ttierrrrrrrrrrzzsa, quizzaà deafbo decir aflggoa como hast a lab ista babiiiees...

 

Susana Arroyo-Furphy es mexicana y vive en Australia desde hace 22 años. Ha publicado una veintena de ensayos relacionados con su formación lingüística y literaria. Tiene dos novelas Rostro borroso Sueños publicadas ambas por Ápeiron Ediciones, Madrid. Un libro de cuentos: 20 figuraciones y una fantasía desesperada, publicado por BENMA, MéxicoTiene dos libros de relatos en coautoría: Emilio, In Memoriam con María Fernanda Cepeda y Contar por Contar con Inés Récamier, ambos publicados por BENMA, MéxicoHa publicado cuentos en diversas antologías. Ápeiron Ediciones, Madrid está por publicar su primer poemario: Si fueras fuego. Disfruta el mar, cocinar, leer, escribir, el cine y primordialmente la compañía de sus nietas y bisnietas. Ah, de los hijos y el esposo también.

 

 

LA MUÑECA

Fernando Andrés Puga

 

 

Me levantan con suavidad esas manos ásperas de lavandina y franelas. Me miran fijo esos ojos nocturnos, pero no me ven; ven a alguien más en mis ojos. Cada mañana, esos dedos tristes se detienen en mi cuerpo de trapo y lo aprietan sin violencia.

Algo le sucede a esta mujer joven cuando me sostiene en sus brazos. Me acuna y susurra una melodía húmeda y caliente que remonta el río perezoso en busca del oído de una niña que se hamaca al compás de los trinos que nacen en la selva.

—¡Llévame contigo! —dice mi voz finita y entonces le nace la idea.

Olvida que no debe, que no puede, que no quiere. Olvida que la señora lo notará, que dará vuelta la casa buscándome, que dudará, que acabará sospechando…

Esta mujer joven clava la negrura de sus ojos en mi pupila inerte. Quiere evitar que rebalse la ternura, pero no consigue eludir el llanto que estalla repentino. Y es entonces cuando decido irme con ella y le sonrío con un guiño cómplice.

—Hola Yoli. Te llamo porque no encuentro la muñeca de Agustina que le regaló el padrino. Es la más nueva que tiene. ¿Sabés de cuál te hablo?

Ahora no son lágrimas lo que baja por el rostro gastado de esta mujer que me abraza. Son gotas de sudor que se deslizan hasta esa boca que se demora un instante en responder. Un breve instante delator.

—¿Cuál, señora?

—La de trencitas con el vestidito amarillo. La que habla.

—¡Ah! Sí señora. Debe estar ahí con las otras en la repisa del cuarto de Agus. ¿Se fijó bien?

—Claro que me fijé bien; si no, no te estaría llamando.

—Sí, disculpe. ¿Quiere que vaya ahora y la ayude a buscarla?

—No, no. No hace falta. Cuando vengas el lunes la buscás. Tiene que estar en casa. Agustina y yo estuvimos jugando antes de ayer y estaba. Así que tiene que aparecer.

Sube al micro la Yoli. Piensa que Agustina no sentirá la ausencia; ¡con todas las muñecas que tiene! En cambio su niña allá en el monte…

Me aprieta fuerte contra su pecho.

—¿Quieres jugar conmigo? —invita esa vocecita que escondo entre mis ropas.

—Cuando lleguemos a casa, mi amor. Ahora cierra los ojitos y duerme que es muy largo el viaje de regreso.


Fernando Andrés Puga nació en Buenos Aires el 11 de diciembre de 1957. Es antropólogo recibido en la UBA, pero se ha dedicado a los más variados emprendimientos comerciales. Últimamente tomó la firme decisión de ser escritor y, asevera, hasta el Cervantes no para. Esa iniciativa lo llevó a publicar un libro de cuentos breves, Habito entre los pliegues del día.


EL ÚLTIMO HOMBRE

Lídia Fedina

 

Dios estaba sentado en la cima de la montaña. A su alrededor flores se abrían, y el cielo era azul sobre él. Dios habló consigo mismo, ya que estaba solo.

—Así fue desde el principio, ya que estaba solo. Creé el cielo y la tierra de mí mismo, creé el mundo. Todo lo creé de mí mismo, ya que fuera de mí no había nada. Luego creé lo infinito y lo coloqué en lo que creé, y el mundo se expandió en él, llenándolo en todas direcciones. En ese momento, pensé en crear la vida. Con innumerables caras, formé la vida a mi propia imagen, la coloqué en el mundo, y la llenó. El infinito universo se llenó de vida. En ese momento, di sentido a la vida, la doté de varios grados de conciencia, y el grado más alto de sentido lo llamé humano. Creé al hombre a mi propia imagen y semejanza. El hombre también se creó en infinitas variaciones, al igual que todo lo demás. Sin embargo, el hombre estaba solo, cada hombre en todas partes en el universo, así que le creé un compañero y, para que nunca estuviera solo nuevamente, lo doté con la capacidad de reproducirse. Esto también se expandió en lo infinito, y se crearon innumerables variaciones. El hombre se reprodujo, pero en última instancia, cada nuevo ser humano provenía de mí, porque yo soy el principio y el fin, el fundamento y la llegada. Al principio, los humanos no morían, y a medida que se reproducían, me dividí en cada uno de ellos, tanto en su forma física como en su alma, dependiendo de cómo los humanos pensaran en las diversas partes del universo. El hombre era yo, y yo era el hombre. En formas infinitamente diversas, porque quería llenar el universo. El hombre sabía de dónde venía y quién era, pero aún así quería separarse. ¿Cómo puede el agua convertirse en moléculas? Está formada por moléculas, pero solo se llama agua cuando las moléculas están juntas; si se separan en moléculas, ya no es agua. Lo mismo ocurre con el hombre. Juntos, hay vida; separados, hay destrucción. El hombre trajo la destrucción al mundo, así que creé la muerte causada por el hombre. La muerte abrió nuevas dimensiones y parecía ser una buena idea. Solo que el hombre no consideró que cada muerte de nuestros seres queridos nos llevaría un pedazo hacia el otro infinito, que se formó en el borde de la destrucción. El hombre y el reino animal se multiplicaron y se expandieron, llenando el infinito universo con sus formas infinitamente variadas. Sin embargo, cada nuevo humano surgió del antiguo, y cada muerte llevó consigo una parte del todo, que originalmente era el hombre. No duró infinitamente, y dado que todo lo que creé se expande en lo infinito, llegó el momento de la dimensión de la muerte. Llegó el momento en que el hombre ya no se multiplicó, pero la muerte los atrapó uno tras otro, hasta que solo quedó uno, uno solo, el último, que perdió todo, cada uno de sus muertos se llevó consigo un pedazo, y solo le quedó lo que él podría llevar a través de la puerta de la muerte. No hay tristeza en esto, una forma de existencia se extinguió para nutrir la vida en otro lugar, en otro infinito.

Dios se quedó en silencio y se sentó sin apuro sobre el mundo muerto, en la cima de la montaña. El cielo se volvió gris sobre él, las flores se desvanecieron. Dios sonrió. Así que llegó el tiempo del último hombre. Si él, Dios, moría, este infinito universo iba a finalizar. Había cierta emoción en Dios mientras miraba hacia adelante. Allá, en el infinito mundo de la dimensión de la muerte, todo sucedió exactamente al revés. Allí, las criaturas llegaron primero, y finalmente, el creador, aunque no es que eso hiciera una gran diferencia. Después de todo, en última instancia, todo provenía de Dios, todo lo creó de sí mismo y lo envió a través de la muerte. Era hora de cruzar y ver cómo se desarrollaron las cosas allá. Si cruzaba, todo volvería a ser uno con toda la vida que creó, porque regresaría a él. Una vez más se recargaría de fuerza y seguramente crearía algo nuevo, algo que aún no existía. Porque su tiempo es infinito, al igual que sus posibilidades y su materia. Es lo que siempre ha sido y siempre será lo que es. No hay más, pero tampoco es necesario, porque esto también es infinito. Dios se recostó en la roca congelada que era parte de la montaña, y la roca se deslizó con él en el oscuro y espacio sin aire. Miró hacia los días que se extinguían, que salpicaban el espacio que lo rodeaba, luego con un suspiro feliz, la vida estalló en él. El último hombre murió, y con él todo llegó a su fin. El infinito se contrajo a un solo punto, y a través de la puerta unidimensional del cuerpo muerto de Dios cayó al universo de la muerte para llevar lo que aún faltaba de allí. Mientras tanto, allá, el Amanecer brilló.

 

Título original: Az utolsó ember

Traducción del húngaro: Sergio Gaut vel Hartman

 

Lídia Fedina vive en Budapest, Hungría. Además de libros infantiles y de cuentos de hadas, ha publicado novelas para jóvenes, ensayos científicos, novelas policiales e históricas. Entre sus libros de ciencia ficción y fantasía se destacan A bűn kódjaVirokalipszisIdiótazás, Az elfelejtett varázsigék. También participó en varias antologías y publica cuentos con regularidad en revistas como Galaktika y SF.Galaxis, lo que le ha permitido recibir el Premio Zsoldos de ciencia ficción, siendo la primera mujer en su país que recibe tal galardón.

 

INFORMÁGICA