viernes, 28 de febrero de 2025

WALLY, EL WÓMBAT, Y SU MEPHONE

 

Boris Glikman

 

Había una vez un wombat llamado Wally, un tipo realmente amable. Siempre caminaba con una sonrisa en el rostro y era en todo momento bondadoso y considerado con quienes lo rodeaban: con los canguros viejos y los jóvenes, con los kookaburras adultos y también con los polluelos. Nunca dejaba de quitarse el sombrero y decir “¡Buen día!” a cada animal que encontraba, preguntar por su salud y ofrecer ayuda si la necesitaban.

Con el tiempo, los pájaros y las bestias empezaron a sospechar de Wally, el wombat.

—¿Cuál podría ser la razón por la que es tan amable, respetuoso y servicial con todos? Seguramente debe haber un motivo oculto” —susurraban entre ellos mientras Wally pasaba alegremente durante su caminata matutina.

Así que le pidieron a Mona, la lagarta monitor, que observara sigilosamente el comportamiento de Wally en su vida privada. Sin duda, pensaban los canguros, equidnas y kookaburras, Wally debía dejar de lado su amabilidad y mostrar su verdadera naturaleza en casa.

Después de varias semanas de vigilancia constante, Mona regresó con los resultados: Wally, el wombat, era tan amable y considerado en su vida privada como lo era en público. Nunca levantaba la voz, jamás hacía berrinches y nunca decía ni hacía nada cruel en casa. Lo único ligeramente inusual que Mona notó en él era la cantidad extraordinaria de tiempo que pasaba hablando por teléfono.

Aun así, las criaturas del bosque seguían sin estar convencidas de la bondad de Wally. Entonces, idearon otro plan brillante: adherir furtivamente un diminuto dispositivo de lectura mental a la cabeza peluda y redonda de Wally. De esta manera, tendrían por fin una prueba irrefutable de los pensamientos malvados que él mantenía ocultos. Los canguros, equidnas y kookaburras se frotaban las patas y las alas con júbilo mientras esperaban impacientes los resultados. Por fin descubrirían lo que realmente pensaba de ellos y cuáles eran los pensamientos oscuros que cruzaban su mente mientras fingía hacer buenas acciones.

—Seguramente —se decían—, no puede ser que Wally no tenga pensamientos impuros de envidia, codicia, vanidad y odio. Sin duda, debe revelar su verdadero ser en lo que considera la privacidad absoluta de su mente.

Pero ¡ay!, los pensamientos que registró la máquina de lectura mental eran tan puros y virtuosos como las acciones de Wally. Nunca le cruzó por la mente un pensamiento de odio; solo tenía sentimientos afectuosos hacia cada criatura del bosque. Los animales quedaron atónitos y desconcertados. Habían buscado en cada rincón de la mente de Wally un solo pensamiento mezquino, un mínimo indicio de malicia o celos, pero no encontraron nada.

Entonces, los pájaros y las bestias comenzaron a sentirse molestos y frustrados con Wally por ser siempre tan bueno, feliz y amable.

—¡No podemos permitir que un bicho raro tan peligroso viva entre nosotros! —proclamaron—. ¡Algo drástico debe hacerse, y debe hacerse de inmediato!

Decidieron enfrentar a Wally y exigirle una explicación por su extraña conducta.

—Wally el wombat, ¿por qué eres siempre tan amable y puro de pensamiento y corazón? —quisieron saber—. ¿Por qué eres siempre tan feliz y bondadoso con todos?

Este estallido repentino de los canguros, equidnas y kookaburras angustió mucho a Wally, y no vio otra opción que revelar a los otros animales la fuente de su felicidad y bondad.

Abrió su maletín y sacó un aparato con gran entusiasmo.

—¡Contemplen el mePhone! ¡El primer teléfono con el que puedes llamarte y hablar contigo mismo! Lo inventé yo mismo y ha transformado por completo mi vida y mi carácter. Me ha traído dicha y ha hecho mi corazón puro —anunció Wally con su voz aguda rebosante de emoción—. Si me dan tiempo, puedo fabricar mePhones para todos ustedes y vendérselos a un precio muy razonable. ¡Sus vidas cambiarán también!

Todos los animales rieron a carcajadas.

—¡Ja, ja, ja! ¡Qué broma! ¿Para qué necesitaríamos llamarnos a nosotros mismos? ¿Cómo podría el mePhone hacer alguna diferencia en nuestras vidas?

—Si no están completamente satisfechos con el producto, les devolveré su dinero sin hacer preguntas. ¿Qué tienen que perder? —replicó Wally.

Así que, más por lástima que por otra cosa, todos los pájaros y bestias aceptaron comprar el mePhone.

Inevitablemente, al principio hubo cierta aprensión al usar el mePhone, pues ningún animal estaba seguro de qué tipo de respuesta recibiría al llamarse a sí mismo por primera vez. ¿Y si la llamada inesperada se consideraba una invasión inaceptable de la privacidad?

Con el tiempo, esos temores se disiparon cuando la mayoría de las criaturas descubrieron que eran recibidas con calidez y entusiasmo, y que sus llamadas eran una grata sorpresa. Hablar consigo mismo resultó ser como hablar con un viejo amigo al que no habías visto en mucho tiempo, y la conversación fluía con naturalidad.

Para su sorpresa, los pájaros y las bestias descubrieron que había grandes beneficios en tener una buena charla consigo mismos, ya que nunca se habían detenido a hacer un examen honesto de sus vidas. Siempre estaban ocupados buscando comida, cuidando a sus crías y tratando de acallar la pregunta persistente de si eran realmente felices. Como resultado, habían perdido todo contacto con su verdadero yo.

Así que fue una experiencia reveladora poder mantener una conversación profunda y significativa consigo mismos. Ahora podían ponerse al día con aspectos de su vida que nunca habían tenido oportunidad de pensar, enterarse de noticias vitales que se habían perdido mientras avanzaban por la senda del bosque de la vida.

No pocas veces se derramaron lágrimas al revelarse verdades que las criaturas se habían ocultado a sí mismas, expresadas con franqueza y sin rodeos. Las conversaciones adquirieron un tono confesional, ya que los secretos más oscuros y problemas que solo uno mismo conocía fueron revelados abiertamente a través de la línea telefónica. Con frecuencia, los animales se sorprendían al descubrir lo que realmente sentían en su interior: que en realidad no estaban felices con su posición en la comunidad del bosque o que hacía mucho tiempo habían dejado de amar a alguien. En otras ocasiones, la voz al otro lado de la línea les recordaba los sueños olvidados, los deseos y necesidades que habían reprimido durante demasiado tiempo.

El emú recordó finalmente cómo, cuando era joven, siempre había soñado con aprender a volar y comenzó a tomar clases en la escuela de vuelo local. El demonio de Tasmania descubrió un lado más amable y gentil de su naturaleza y decidió dedicar el resto de su vida a la enfermería. El kookaburra, al darse cuenta de que estaba harto de actuar siempre como un payaso, decidió estudiar artes dramáticas para convertirse en un actor serio. La koala, al ver por primera vez lo perezosa y con sobrepeso que estaba, contrató a un entrenador personal para ponerse en forma.

Todas las criaturas del bosque estaban profundamente agradecidas con la invención de Wally y le otorgaron grandes honores. El bosque se convirtió en un lugar mejor y más feliz gracias al mePhone, ya que los pájaros y las bestias finalmente comenzaron a ser fieles a sí mismos. Al haber desterrado sus tormentos internos, ahora se trataban unos a otros con amabilidad y respeto. La vida antes del mePhone se convirtió en un recuerdo lejano y descolorido, y ningún animal podía imaginarse jamás vivir sin uno.

 

Título original: Wally, the Wombat, and his mePhone

Traducción: Sergio Gaut vel Hartman


Boris Glikman es escritor, poeta y filósofo. Las mayores influencias en su escritura son los sueños, Kafka, Borges y Dalí. Sus historias, poemas y artículos de no ficción han sido editados en revistas electrónicas y publicaciones impresas. Boris ha aparecido varias veces en la radio, incluyendo la radio nacional australiana, interpretando sus poemas e historias y discutiendo el significado de su trabajo. Dice: "Escribir para mí es una actividad espiritual del más alto grado. La escritura me da el conducto a un mundo que es inalcanzable por cualquier otro medio, un mundo que está poblado por Verdades Eternas, Preguntas Inefables y Belleza Infinita. Es mi esperanza que estas historias mías permitan al lector echar un vistazo a este universo".

 

LA CRUZ TALLADA

 

Iván Bojtor

 


Módos era un pueblo próspero. Decían que eso se lo debía al Cerro del Ángel, que atrapaba y desviaba el gélido aliento que descendía de las montañas. En la cima desnuda del cerro se alzaba la famosa capilla de los peregrinos. Hay que mencionarla, porque esta historia también comenzó un día antes de una peregrinación.

Ya anochecía cuando Józsi, el viejo guardabosques, entró en la taberna diciendo que había vuelto a ver aquel gran pájaro.

Se rieron de él.

—¿Y por qué no le disparaste con tu escopeta de perdigones? — bromeó Pál Szekeres, el carnicero—. ¡Qué buena pechuga debe de tener esa enorme tórtola! Tal vez alcanzaría para la cena de diez personas.

—¡No es tan simple! —murmuró el viejo—. ¿Quién sabe qué clase de pájaro nos ha enviado el buen Dios?

—Eso sí que no se sabe —asintió Jóska Balogh—. Mi tía Mári encontró una pluma enorme mientras recogía setas cerca del Bosque de Köves. Corrió con ella y se la mostró al párroco. No estoy bromeando. De verdad salió disparada con sus ochenta y siete años como si en algún lugar se hubiera desatado un incendio. Le pregunté qué había ocurrido, pero no quiso decir nada, solo se persignaba una y otra vez.

—Bueno, mañana yo mismo interrogaré al párroco cuando… —comenzó a decir Pál Szekeres, pero Jóska lo interrumpió:

—Eso será difícil, porque tomó el tren de la tarde a la ciudad. Lo vi con mis propios ojos cuando subía. Por alguna razón llevaba mucha prisa.

—¿Será que ha pasado un ángel por aquí, como en los viejos tiempos? —rio Pál Szekeres.

Su hijo, Pali, que estaba sentado en un rincón, tenía en mente a otro tipo de ángel, Marika, la hija del tabernero. Esperaba con ansias verla, aunque solo fuera un instante, aunque sabía que el padre de la muchacha no la dejaba servir por la noche a aquella clientela tambaleante.

 

A la noche siguiente se celebró el baile. Se dice que Pali fue el que lanzó la primera puñalada. Sus amigos intentaron ocultarlo, pero fue en vano, porque casi todo el pueblo estaba presente y muchos testificaron en su contra.

Los músicos tocaban con gran entusiasmo, pero eran pocos los que estaban bailando cuando apareció el forastero. Era alto, rubio, de rostro aniñado, pero bajo su abrigo, en la espalda, había un bulto o una malformación. Lo diré sin rodeos: parecía jorobado. Miró alrededor del patio de la taberna y enseguida se fijó en Marika, que estaba bajo el moral con dos amigas. Se acercó y la invitó a bailar.

Pali, que había entrado por un trago para animarse, salió justo en ese momento. Al verlos juntos, inmediatamente volvió por otro trago.

La música sonaba, las parejas danzaban. Los amigos de Pali lo empujaban hacia adelante, instándolo a que reclamara por la muchacha, que no fuera un cobarde.

El forastero, empapado en sudor tras el baile, se dirigió a uno de los bancos, se quitó la chaqueta y la lanzó sobre él. Quienes lo vieron exclamaron con horror, porque debajo de la chaqueta emergieron unas enormes alas blancas. El forastero no les prestó atención, simplemente se las arrancó y las puso junto a la chaqueta en el banco. Luego tomó a Marika de la mano e intentó llevarla de nuevo a la pista, pero ella se soltó y corrió hacia la puerta de la taberna. El forastero la persiguió, pero se topó con Pali, que permanecía inmóvil, rígido como la estatua de San Martín en la iglesia.

Lo siguiente ocurrió con mucha rapidez. Y los testigos vieron cosas diferentes.

Pronto se estableció que Pali fue el primero en lanzar la puñalada. Pero ese fue el único punto en el que los testimonios coincidieron.

Según el joven Józsi, el desconocido agarró a Pali por el brazo, le arrancó el cuchillo de la mano, le empujó al suelo y luego le asestó dos puñaladas en la cabeza. Según Pista Soós, después de la puñalada, Pali dejó caer el cuchillo—tal vez al ver el chorro de sangre—, el forastero lo recogió y se lo clavó dos veces en el cuerpo. Pero el anciano Józsi Korpás, que hay que decir que estaba más borracho que nadie esa noche, afirmó que el forastero simplemente extendió la mano hacia el cuchillo, y este saltó hacia su mano, para luego volar de vuelta por el aire y tallar una cruz en la frente de Pali.

Algunos quisieron abalanzarse sobre el forastero, pero cuando intentaron moverse, ya no estaba. La chaqueta y las alas también habían desaparecido del banco. Solo quedó un rastro de sangre que iba de la puerta de la taberna hasta el banco.

Pero la policía no creyó en este “cuento milagroso”, y cuando una semana después los leñadores encontraron un cadáver en el Bosque de Nagytát, Pali fue llevado a la ciudad.

El juez, István Rozgonyi Nagy, tenía fama de ser un hombre muy justo. Hasta los ladrones y asaltantes a los que había condenado lo reconocían, pues decían que siempre les daba la pena justa (quizá solo un poco menos). Pero en este caso estaba perplejo.

No creía ni por un segundo en la historia del ángel que peleaba con cuchillos. Solo después de interrogar a todos los testigos (lo que tomó casi una semana), mandó llamar a Pali desde la celda para escucharlo.

Mientras tanto, ya había quedado claro que el cadáver hallado en el bosque no podía ser el del joven forastero, pues resultó ser un viejo vendedor ambulante que murió de un infarto subiendo la cuesta, sin señales de heridas ni cortes en su cuerpo.

En realidad, Pali pudo haber sido liberado de inmediato, pero el juez tenía curiosidad por su versión de los hechos.

Lo que oyó de él era aún más confuso que las demás historias:

—Bebí. Bebí mucho. El cuchillo estaba en mi bolsillo, cerrado. No sé en qué momento lo abrí. No recuerdo la puñalada, solo la sangre salpicándome la cara. En un instante me despejé, y lo vi sonriéndome como si nada hubiera pasado. Sentí un dolor punzante en la mano y solté el cuchillo, pero no cayó, sino que de repente estaba en su mano. Intenté retroceder, pero caí de espaldas. Quise levantarme, pero algo me oprimía, me inmovilizaba, ni siquiera podía mover las manos. Él se inclinó sobre mí, murmuró algo y me marcó esta cruz en la frente. Así contado parece largo, pero todo pasó en un par de segundos.

—No hay víctima —dijo el juez—, no hay denuncia, no hay crimen. Que pague una multa por el desorden y que se vaya con la bendición de Dios.

Cuando Pali fue arrojado fuera de la cárcel, miró a su alrededor para ver quién presenciaba su vergüenza. Solo había una persona en la calle: Marika.

—¿Tú?

—Sabes, Pali, yo quiero un hombre que, si es necesario, luche por mí hasta con los ángeles.

Entonces Pali recordó lo que el ángel le susurró mientras le marcaba la cruz en la frente.

Esta cruz me la agradecerás muchas veces en tus oraciones.

 

Título original: Vágott kereszt

Traducción: Sergio Gaut vel Hartman



Iván Bojtor nació en Szombathely, Hungría, en 1954; actualmente vive en Veszprém. Sus primeros artículos se publicaron en la antigua revista Ország-Világ. Fue el fundador del club de SF Kvark de Veszprém, que publicó su propio fanzine llamado PreVega, y después Kvark. Algunos de sus escritos se han incluido en GFK 300GFK 400 y en la antología Durchjáró 20. Sus relatos cortos se han publicado en la revista Castle Ucca Workshop, en el fanzine Black Aether, y sus artículos sobre los misterios de la historia han aparecido en la revista Incredible.

 

miércoles, 26 de febrero de 2025

ÁFRICA SIN MELENAS


Hernán Bortondello

 


Esa noche, Bimani no pudo acompañarme: había entrado en latencia debido a una actualización de software.  Sin alternativas, tuve que abandonar nuestro módulo base para lo que sería una larga y solitaria ronda de vigilancia.

Me había adentrado por media hora o poco más en la estepa arbustiva cuando empecé a oír que se quebraban algunas ramitas a mis espaldas, seguramente las de acacia que tanto abundan en estas tierras africanas. En un principio, supuse que se trataba de alguna bestia con la que nos habíamos cruzado circunstancialmente, pero esos crujidos parecían acompañarme, y calculé que provenían de unos diez metros atrás.

Después de recorrer un buen trecho, no tuve dudas de que algo grande y bastante pesado me seguía de cerca, y parecía no importarle que lo escuchara. Se me heló la sangre y me maldije por no tener apoyo. Sin embargo, no debía dejar que el terror controlara mi mente: si entraba en pánico, podría ser el fin.

Cada vello de mi piel se erizaba como respuesta instintiva al peligro inminente. Con un esfuerzo sobrehumano, mantuve relajados los músculos para poder usar el arma con eficacia si era atacado. De alguna manera, percibía el cosquilleo interno de la electricidad que recorría mi cuerpo, lista para desencadenar respuestas defensivas.

Fueron muchas las veces que me di vuelta pero, pese a usar casco con visión nocturna, solo pude ver cómo huían los pequeños grupos de cebras, ñus y búfalos que estaban a nuestro cuidado. Era extrañísimo que algo los asustase.  Ya no relacionaban nuestro olor con el peligro, y los predadores naturales de estos herbívoros llevaban medio siglo extintos; en parte por la caza ilegal y mayormente por un virus mutante que se ensañó particularmente con los grandes carnívoros.

No parecía haber cazadores furtivos, pero eran el único motivo que podría haber espantado a los animales; debía cerciorarme. Detuve la marcha, extraje de mi mochila las estacas láser y me apresuré a clavarlas. Inmediatamente activé el perímetro de seguridad: ya nada podría acercarse a mí en un radio de quince metros sin ser quemado.

De pronto me di cuenta de que ya no escuchaba ruidos que me indicaran que el misterioso perseguidor se estuviera acercando. Pensé entre aliviado y divertido que no le convenía atravesar mi cerca invisible. Recordando a los posibles intrusos, desprendí la minicámara dron y la tableta monitor que llevaba adheridas a mi chaleco protector. Tras encender los instrumentos, lancé al aire el ojo volador. De inmediato comencé a recibir imágenes térmicas, pero solo pude detectar algunos búfalos enormes, de los que no temen a nada, ni a nadie. No había infiltrados en la reserva, ni tampoco rastros de algo que pudiera haberme acechado. Me burlé mentalmente por dejar que mi imaginación me volviera paranoico. El frío despiadado de la sabana alcanzó su mínimo y decidí armar mi carpa para guarecerme y descansar unas dos horas. Ya dentro de ella, disfruté una sopa caliente de mi ración de campaña. Mientras levantaba la cuchara para beber otro sorbo, un tremendo rugido me sobresaltó y todo el líquido se volcó sobre el pantalón. Desesperado, me arrojé sobre mi fusil activando el modo aturdidor. Lo que había escuchado, por increíble que pareciera, provenía de un león macho y no sería justamente yo quien matara a un extraordinario superviviente. De un tirón, abrí el cierre de la tienda y me zambullí afuera. Tras rodar varias veces sobre el polvoriento suelo rojo, logré hincar una rodilla en tierra apuntando mi arma hacia donde calculé que estaba el gran gato. Nada, absolutamente nada se veía a través de la mira de visión nocturna. ¡Era demasiado para mí! ¿Había sido acaso el fantasma de un león lo que me había estado acosando? Entonces, un gran chispazo refulgió en la oscuridad. ¡Algo quiere atravesar el perímetro!, exclamé en mi mente. Sin embargo, el visor de mi casco no mostraba ningún ser a la vista. Me negué a enloquecer y activé el modo letal del fusil. Usando vertiginosamente la más pura lógica, deduje que si el láser había sido interferido, no cabía otra posibilidad que allí hubiese realmente algo, aunque fuera invisible... ¡Invisible!, aullé con toda mi furia y empecé a descargar pulso tras pulso electromagnético. Aún estaba disparando cuando comencé a darme cuenta de que a mis espaldas sonaba un aplauso.

—¡Bravo, camarada ¡Finalmente tu pequeño cerebro humano dio en la tecla! —escuché, y esa voz era inconfundible...

—¡Bimani! —grité sin comprender nada. Por un instante, no pude distinguirlo, pero lentamente su cuerpo de tungsteno se fue revelando.

—Cuidado, cuidado, cuidado... Por favor, mi querido Andor, baja el cañón de ese artilugio. Tu corral ya le dispensó una buena quemada a mi exoesqueleto —pidió con su tradicional ironía mientras señalaba una mancha oscura a un costado de su tórax.

—Pero... —solo atiné a decir.

—¿Sabes? Mi última actualización incluyó los planos de un minúsculo gran milagro. ¡Un micromecanismo que puede invisibilizar en todos los espectros de onda! —exclamó entusiasta.

—Pero... —repetí estúpidamente.

—Solo tardé quince minutos en fabricarlo utilizando mis nanoherramientas —informó con su tono insoportablemente vanidoso.

—Pedazo de chatarra, eres un... —comencé a gruñir.

—¡Ja, ja, ja! —rio con ganas Bimani—. Disculpa, pero no resistí la tentación ¡Hoy es veintiocho de diciembre! ¡Feliz día, homínido! 


Hernán Ernesto Bortondello, escritor argentino, nació el 7 de setiembre de 1960 en la ciudad de Santa Fe de la Vera Cruz, donde actualmente vive. Su narrativa, generalmente especulativa, se desarrolla desde una mirada existencial. Cuando escribe poesía, esta es despojada y minimalista, muy influenciada por el arte japonés. Gusta, además, de expresarse a través del dibujo, la pintura y la fotografía. Ha publicado poesías y cuentos en grupos literarios digitales como "Escritores Independientes", "Escritos, Insomnio y Café", "Poetas y Escritores del Mundo, etc., y sus relatos pueden leerse en revistas literarias digitales como "Sinergia", "Cronopio" y "Microficciones y Cuentos".

IRONÍAS DE LA VIDA

Maritza Macías Mosquera

 

El brioso ejemplar pura sangre, blanco armiño, inquieto cual veleta en un faro al sur del mundo, donde los vientos son eternos y, ágil como el mejor saltimbanqui de un gran circo, demostraba su contagiosa y desbordada energía en cada salto y cada relincho.

Favio lo observaba con una mezcla de ternura y preocupación. Sabía que el vínculo entre su hijo y el caballo era especial y que la recuperación de Ángelo, su hijo, era la prioridad. Sin embargo, no podía evitar sentir un nudo en el estómago al recordar el accidente.

Lo llamaron Cotton, nombre elegido por Sophie, la madre del niño, que en español significa algodón. Fue el regalo para el niño cuando cumplió cinco años y, desde entonces cada vez que el clima lo permitía, salía con él a recorrer el campo. Cotton y Ángelo crecieron juntos; de cierta forma, se hicieron necesarios uno para el otro.

Pero desde hacía un tiempo un accidente había desatado el caos y la incertidumbre en la familia. Ángelo y Cotton corrían por la pradera cuando un extraño animal se atravesó ante ellos, lo que produjo el susto y la repentina frenada en seco del caballo. Ángelo, salió disparado por sobre el hermoso cuello de albas y largas crines de Cotton, y el animal desapareció como si nada. Cotton se acercó a su amo, lo examinó, lo movió con su hocico, pero éste no respondió. Instintivamente Cotton corrió de regreso al rancho y, al verlo llegar solo, los trabajadores sospecharon lo ocurrido, informando de inmediato a los patrones. Cotton se acercó a ellos sin dejar de moverse, de saltar, de relinchar por lo que decidieron seguirlo.

 Favio y Sophie corrieron de la mano, ambos sospechaban lo peor. Todo el pasado, toda la lucha, todo el esfuerzo, toda la vida se les fue presentando en esa interminable carrera hacia la desgracia de su hijo. Sin haberlo visto, sabían, porque era más que intuición, que algo malo había ocurrido, Cotton jamás habría regresado sin él.

 Favio, hijo de inmigrantes italianos que habían huido de la ocupación de los alemanes, había nacido y crecido en el lugar, lo conocía perfectamente.

 Sophie llegó a América proveniente de Inglaterra, becada por la universidad para el estudio de especies autóctonas de América del Sur. Chile era el país elegido por la multiplicidad de climas que el país ofrecía y con ellos, la diversidad de especies que podían habitarlo. Así fue como llegó al rancho, en busca de un animal del cual no había certeza de su existencia, pero que el pueblo y el país entero estaba alterado con su supuesta aparición, se trababa ni más ni menos que del Chupacabras, animal mítico, de leyenda o real, pero ella fue la encargada de su búsqueda. Con ese propósito llegó un día al rancho, Favio la recibió, y ella se sorprendió al verlo. Sintió un inusual estremecimiento al apretar la mano del hombre y supo que no regresaría a Inglaterra. Sus ojos profundamente azules no la perturbaron, pero atravesaron su corazón para quedarse en él para siempre y, aunque nunca encontró al ser que buscaba, había encontrado el lugar donde quería vivir el resto de su vida.

 Sophie y Favio prepararon el hogar para el regreso del niño. Juntos, organizaron su habitación, llenaron el espacio de juguetes y recuerdos, lo esperaban con ansias. La casa, que había estado en silencio antes de la llegada de Ángelo, comenzaba a cobrar vida de nuevo. Las risas de los trabajadores y el murmullo del viento a través de los árboles creaban un ambiente cálido y acogedor.

Aunque Ángelo les narró a sus padres lo ocurrido cuando Cotton y él se toparon con el animal, Sophie no siguió indagando; lo importante para ella era la recuperación de su hijo, lo demás podía esperar.

Fueron muchos días de hospitalización en la capital, la demora, por la cantidad de exámenes aplicados para asegurar que estaba en perfectas condiciones, se hizo absolutamente necesaria, ya que al rancho quedaba a más de mil kilómetros hacia el sur.

 Cotton vio llegar el automóvil y que su amo descendía de él. Siguió con la mirada todos los movimientos, pero Ángelo fue trasladado de inmediato a su cuarto.

 Al atardecer del día siguiente del regreso de Ángelo al rancho, cuando el sol comenzaba a ocultarse en el horizonte, tiñendo el cielo de naranjas y púrpuras, Cotton estaba ansioso e impaciente. El caballo había esperado ese momento; su instinto le decía que su amigo necesitaba su presencia, su energía, su espíritu indómito y él necesitaba verlo, olerlo, darle hocicadas en la cabeza, como siempre hacían.

—¡Cotton! —gritó Ángelo, corriendo hacia el corral.

 El caballo, al escuchar la voz del muchacho, relinchó alegre y corrió a la orilla del corral, moviendo la cabeza de un lado a otro, como si también estuviera celebrando el reencuentro. Favio y Sophie sonrieron al ver la escena; sabían que ese lazo era indestructible.

 Ángelo se acercó a Cotton, extendiendo su mano para acariciar su suave pelaje. El caballo se inclinó, buscando el contacto y ambos se quedaron así por un momento, disfrutando de la conexión que solo ellos compartían.

—No te preocupes, amigo —le dijo Ángelo con una voz dulce—, ya estoy bien. Prometo no volver a caerme.

 Cotton, como si entendiera cada palabra, movió su cabeza afirmativamente, repleto de energía y vitalidad. Desde ese día, la vida en el rancho se reinició. Las risas de Ángelo resonaban por todo el lugar, mientras él y Cotton exploraban los campos y praderas, compartiendo aventuras como lo habían hecho desde que eran pequeños.

 Sophie había llegado para esclarecer un misterio, pero había descubierto algo mucho más valioso.


Maritza Macías Mosquera nació en Chile en 1959. Realizó sus estudios universitarios en la Universidad de Concepción, egresando como Profesora de Educación General Básica en el año 1984. Ha incursionado en la escritura en varios géneros como el epistolar, la lírica, la novela, el cuento y microcuentos y, en la actualidad en el ensayo; ha publicado algunos de sus escritos individualmente y participando con otras y otros escritores, en blogs y en Facebook. Trabajó en escuelas de alta vulnerabilidad, lo que la llevó a mejorar sus competencias, obteniendo el grado de diplomada en gestión de Liderazgo Educativo y en Pedagogía Teatral, y luego dos post títulos, como Orientadora Educacional y Como Jefe de Unidad Técnica Pedagógica. Para terminar, obtuvo el Grado de Magíster en Gestión Educativa, en la Universidad del Mar.


EL QUE ACECHA EN LA OSCURIDAD

 

Guillermo Cannata

 

En febrero de 2022 decidí tomarme un descanso y alquilé una cabaña en el paraje conocido como El Águila, en la provincia de Córdoba, a pocos kilómetros del pueblo de Miraflores. El lugar cuenta con un arroyo de aguas claras y una vegetación abundante y variada, que incluye un amplio bosque de quebrachos en el que casi no penetran los rayos del sol. A lo lejos se puede divisar la majestuosidad de las altas cumbres.

La misma mañana de mi llegada al paraje, fui hasta el pueblo de Miraflores para conseguir comida, y cuando conté dónde estaba vacacionando comencé a oír comentarios atroces y repugnantes. Que de noche se oyen gritos infernales que provienen del bosque; que han aparecido animales mutilados; que algunos testigos han visto una especie de monstruo con garras y ojos centellantes en la espesura y hasta que una familia entera, que estaba acampando a orillas del arroyo, había desaparecido el año anterior.

En mi condición de profesor de antropología, no tardaron en venirme a la mente las leyendas de los pueblos originarios que habitaron la zona: la del Tahuachí, un ser humano con aspecto de lobo que aparece en las noches de luna llena, y la del Urupecu, una especie de felino salvaje con cabeza de hombre. Sin embargo, no podría saber con certeza hasta qué punto esas leyendas perduran en el imaginario colectivo de la población actual.

Por la tarde salí a recorrer el lugar. La belleza del paisaje contrastaba con su desolación. Pude constatar la existencia de pocas viviendas, consistentes en precarias casillas de madera, con huertas y criaderos de cerdos. Como ya mencioné, existe un bosque en el que la frondosa arboleda crea un ambiente de oscuridad casi total, con un suelo húmedo y musgoso. Al caminar por allí, llamó mi atención la existencia de un pozo de aproximadamente un metro de diámetro, tapado con una piedra circular blanca. ¿Por qué estaba allí, en medio del bosque? Quise retirar la tapa pero me resultó muy pesada.

Mientras el sol del atardecer caía sobre el horizonte, tomé mis cosas y emprendí el regreso a la cabaña.

Después de cenar, me acosté y quedé profundamente dormido. Tuve terribles pesadillas, donde una voz grave, como de ultratumba, repetía: «Itahí alaaf loent ergt verff nietch». Desperté empapado en sudor y de inmediato me di un baño. Luego del desayuno fui hasta el pueblo por más provisiones, y me enteré de las noticias que alguien había llevado hasta allí: durante la noche, algo había atacado a los cerdos de Manuel Sánchez, un poblador del lugar, matando a dos de ellos.

Decidí cerciorarme por mi cuenta y me dirigí hasta la vivienda de Sánchez, que se encontraba a unos doscientos metros al norte de mi cabaña y a la que se llegaba por un camino rodeado de árboles. Golpeé la puerta varias veces hasta que el hombre salió a recibirme. Luego de presentarme le pregunté si podía hablar unas palabras con él; me respondió afirmativamente con la cabeza, y luego me invitó a pasar a su hogar.

Manuel Sánchez era una persona mayor, pero con una mente muy despierta. Toda su vida había vivido en el campo, continuando con la tradición de sus antepasados. Tenía un hijo que lo ayudaba en las labores, mientras que otro hijo menor se había mudado a Buenos Aires hacía varios años. De a poco, la conversación fue derivando hacia lo que había oído en el pueblo esa mañana sobre la matanza de los cerdos. Con tristeza, corroboró los hechos y me dijo que hacía algo más de un año le había ocurrido lo mismo. Cuando despertó esa mañana, tuvo el presentimiento de que algo malo había sucedido, porque durante la noche lo atormentaron las mismas horribles pesadillas que la vez anterior, incluida la extraña voz, con palabras que no podía descifrar. (No le comenté que a mí me había sucedido lo mismo). Con respecto a quién podría ser el responsable del ataque a los animales, al que conocían como «El que acecha en la oscuridad», no tenía ninguna certeza, aunque lo relacionó con la aparición de extrañas luces provenientes del bosque.

Cuando terminamos la charla, le pedí que me acompañara a ver los animales que habían sido atacados. Estos presentaban cortes profundos en varias partes del cuerpo, con algunas vísceras expuestas, y un gran charco de sangre alrededor. El comisario del pueblo estaba al tanto de estos hechos, pero no había podido hacer nada hasta ese momento.

 Saqué del bolso un frasquito de vidrio y recolecté algunas muestras de pelo y de trozos de uña que se encontraban sobre los cadáveres, para luego analizarlas.

Después de despedirme, partí hacia la ciudad de Córdoba. En el laboratorio del Hospital Provincial me recibió Pedro Parodi, un antiguo compañero del colegio secundario. Le comenté el origen de las muestras a analizar y me prometió que en diez días iba a tener los resultados del ADN.

Me propuse encontrar una explicación para este caso, aunque esta estuviera fuera de mi ámbito profesional. Había una coincidencia inquietante: aquella noche el señor Sánchez y yo tuvimos similares pesadillas y oímos las mismas voces. Sánchez también mencionó la presencia de luces en el bosque a lo que yo agregué la existencia del extraño pozo.

Por la mañana, me dirigí a la biblioteca municipal y solicité algunos libros de ocultismo para consultar en la sala. Tras revisar varias páginas, hallé una traducción para las palabras que había oído en los sueños en el libro Estudios esotéricos, de Paul Ricard. Itahí alaaf loent ergt verff nietch podía traducirse como: Itahí, el que mora en la profundidad, volverá para gobernar. Según este autor, existe una deidad inmaterial llamada Itahí que desde el principio de los tiempos gobernaba sobre gran parte del universo. Sin embargo, luego de una disputa contra las fuerzas del dios Kameth, debió recluirse en el interior de la tierra, aguardando desde entonces la oportunidad para volver a gobernar.

La semana siguiente, recibí un mensaje de Pedro Parodi en el que me informaba que ya podía retirar los resultados de los análisis de ADN. Esa misma tarde me dirigí al laboratorio. Al llegar, una secretaria me entregó un sobre con el informe. Al abrirlo, el resultado era concluyente y aterrador:

El material analizado contiene ADN que no coincide con el de ninguna especie conocida.

¿Es «El que acecha en la oscuridad» un enviado del dios Itahí? Decidí que tenía que volver al paraje para encontrar más respuestas.

Llegué al anochecer y me adentré en el bosque, hasta escasa distancia del pozo. Me senté sobre un tronco caído y esperé con mi cámara de fotos en la mano, mientras la oscuridad de la noche envolvía el lugar.

Comencé a realizar llamados que podrían despertar a la entidad que habitaba en las profundidades.

Itahí, Itahí, Itahí…

De repente, la tapa de piedra comenzó a moverse y una luz blanca muy potente emergió de su interior.

De la luz pareció corporizarse un ser amorfo que, poco a poco, tomó forma humana.

¡El que acecha en la oscuridad!

La bestia repetía, con una voz grave, las mismas palabras que oí en sueños.

Intenté tomarle una foto, pero, por el nerviosismo, la cámara resbaló de mis manos.

Creo que ya me vio, con sus ojos rojos brillantes, y viene hacia mí…


Guillermo Cannata nació en Rosario el 10 de enero de 1971, y allí vive en la actualidad. Es bioquímico y le gusta la lectura, a la que empezó a abocarse más hace unos años, cuando se sintió más libre de obligaciones. Sus escritores preferidos a nivel local son Bioy Casares, Borges (el de Ficciones y el Aleph), Pablo De Santis y Guillermo Martínez. También le gusta el policial inglés y el thriller al estilo de Dan Brown. Ahora está leyendo cuentos de  ciencia ficción, un género que considera de mucha imaginación. Un cuento de su autoría fue incluido en la antología sobre distopía "Ecos de mundos perdidos" de la editorial Nebula, de reciente publicación.

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