miércoles, 26 de junio de 2024

LA CIUDAD Y SUS ESTACIONES

Franco Ricciardiello


 

Por ejemplo, en invierno a las cinco de la tarde ya es de noche, la cálida luz de los escaparates guía el paseo por Corso Libertà. Festones de bombillas de colores cruzan la calle en diagonal, el cielo tras la puesta del sol tiene un color amaranto eléctrico. La Torre dell’Angelo es un faro para los navegantes vespertinos, nuestro punto de referencia bajo los arcos helados de los soportales: paseamos tomados del brazo entre los edificios antiguos, sus austeras fachadas color pastel, evitando pensar en la duración del invierno en la llanura.

Una semana más tarde, las buenas intenciones de la Navidad se condensan ya en los cristales, como una pátina translúcida en el interior de las ventanas heladas: las solapas de los abrigos de lana, apretadas por las bufandas, las narices apuntando al aire para oler la nieve, y luego, en enero, las aceras de piedra se convierten en láminas de cristal.

Una tarde, los cristales blancos descienden ligeramente, bailando en el halo de luz artificial del alumbrado público. A la salida del colegio, Parco Kennedy se cubre de un manto vivo que cruje bajo las suelas, los estudiantes que esperan el autobús lanzan bolas de nieve en los jardines insonoros. Todos los pájaros han abandonado ya las ramas negras. El hielo hace crujir la hierba a lo largo de las cunetas, los gases de escape de los motores parados en los semáforos se evaporan en nubes gris hierro. Copitos de nieve de papel recortado en las ventanas de los colegios. Los domingos, la ciudad está prácticamente insonorizada.

Parches de nieve sucia a lo largo de Corso Casale, goteando de las cornisas, jubilados sentados junto al radiador. El viento es tan raro como siempre, pero el cielo tiene el color de la ira.

La primavera llega reticente, más lenta que las carrozas de carnaval, cuando nadie la espera. A primera hora de la mañana, los coches siguen la circunvalación en sola fila, frente a los aparcamientos aún desiertos de los centros comerciales. El agua corre helada bajo los puentes que cruzan el río Sesia: baja de las montañas y pasa de un arrozal a otro, estrechando su cerco alrededor de la ciudad. Campanarios y sauces se reflejan en los remansos de agua. Chicos y chicas de la mano, los niños gritan de alegría en los columpios del parque Camana. La tricolor en la brisa de abril, las banderas el primero de mayo. Las campanas en la mañana de Pascua, las Máquinas en procesión, el hábito blanco de las cofradías a la luz roja de las antorchas. Las niñas con sus trajes blancos de comunión, los granos de arroz en el patio de la iglesia; los novios saludando con el ramillete en la mano, con prisa por posar para las fotos de recuerdo. La temporada de fiestas: hileras de puestos en la feria de mayo, las coloridas tiendas a lo largo de Viale Rimembranza. Las vacaciones escolares, las pelotas de plástico rebotan en los patios de los oratorios. El órgano eléctrico y la guitarra acústica en las iglesias.

Y las interminables tardes de junio, por fin, el paseo en bicicleta por los bulevares, el oído atento a la música en la lejanía. Los grillos ensordecedores en los plátanos, cuando la luz se niega a ponerse. El ritual vespertino de las heladerías a lo largo de Viale Garibaldi, el canto del agua de las fuentes de hierro fundido, el pavimento de Piazza Cavour es hecho de guijarros de río. El humo azulado de los antimosquitos se eleva entre las hojas oscuras de los castaños de indias, es la guerra de todos los veranos. Es la temporada del amor del ginkgo. La música en las plazas, las luces en los cafés a través de las ventanillas bajadas de los coches.

La noche cálida e interminable, y los domingos por la mañana el sonido de las cucharillas sobre la porcelana en las panaderías, con las sombrillas proyectando largas sombras en la plaza. La ciudad convertida en un manto de asfalto abrasador: es la insoportable soledad de Ferragosto. El clamor a lo largo de los muros de las piscinas al aire libre, una carrera contra el primer chaparrón. Cúmulos sobre la llanura, el profundo retumbar de los truenos. Los gatos huyen quién sabe adónde: es temporada de tormentas. Unas semanas más y los bulevares se transforman en alfombras de hojas: Corso Italia, Corso San Martino.

Vista desde arriba, Vercelli es una bola de calles de piedra. Los tejados de tejas, la luz del sol entre las hojas de los arces, los patios silenciosos de los cuarteles vacíos. Música desde las ventanas del teatro, un piano anhelante. El concurso musical Viotti, las escuelas de baile, la universidad popular. Los aviones en los hangares del Aeroclub. El humo de las chimeneas del campamento nómada. El grito vertical sobre el estadio. Correr con ropa deportiva y zapatillas de jogging por el terraplén, los colores cambiando del verde al ocre. Las ventanas cerradas del hospital, los perros con correa, la partida de las golondrinas.

Otoño gris, la bruma se espesa sobre el frente de los campos arados a primera hora incierta de la mañana y, sin que nos demos cuenta, invade los suburbios. Bancos de niebla entre los columbarios de mármol del cementerio, los ladrillos de San Andrés vistos como a través de un cristal esmerilado. Los trenes silban como fantasmas al acercarse a los pasos a nivel. El nuevo curso académico. Molinos de hojas en la Piazza Mazzini.

El solsticio de invierno, el día se acorta: a las cinco de la tarde ya es de noche, como cada año la luz de los escaparates guía el paseo por Corso Libertà.


Nacido en Piamonte (Italia) en 1961, Franco Ricciardiello comenzó a publicar ciencia ficción hace más de veinte años. En los años ochenta participó en la redacción de uno de los más populares fanzines italianos: "The Dark Side" (TDS), que se convirtió en uno de los hitos de fandom y el fanzine de mayor circulación en Italia. Personalmente dirigió TDS de 1989 a 1991, cuando la publicación dejó de aparecer. El número de noviembre de 1989 fue una antología de ciencia ficción en la Argentina, con cuentos de Gaut vel Hartman, Noguerol, Antognazzi, Gorodischer, Nicastro y muchos otros, traducidos por Bruno Valle. Tras el cierre del fanzine, Ricciardiello entró en la redacción de otro fanzine, Intercom, la publicación de aficionados de más larga vida en Italia. Ha publicado seis novelas y más de 70 cuentos en varias revistas y antologías de gran difusión; en 1998 ganó el Premio de la editorial Mondadori Urania de la mejor novela de ciencia ficción con Ai margini del caos (Al borde del caos), también traducido en Francia bajo el título Aux frontières du chaos (ed. Flammarion). De 1996 a 2013 fue profesor de escritura creativa en el Piamonte y Génova e impartió seminarios sobre literatura en Turín, Nápoles, Cosenza y Novara. Desde 2007 comenzó a incursionar en la novela negra: Autunno antimonio del 2007, Cosa succederà alla ragazza del 2014.

ALGO QUE SE PARECE AL VIENTO

Cristian Mitelman

 

“Cruzando la avenida la cosa es diferente”, piensa Matilde mientras se interna en una calle de veredas rotas. Algo de razón tiene: de un lado está el barrio; del otro, el comienzo de la periferia. La villa casi inminente.

Los fragmentos de vidrio entre el pasto quieren duplicar la escasa luz de la mañana. Del río viene un olor a lluvia, tal vez la sudestada no tarde mucho.

Habrá que hacer rápido, porque el agua enseguida crece, se desboca del alcantarillado, arrastra las hojas muertas, los troncos. Alguien ha dicho que en tales circunstancias hay que saber esquivar los cuerpos de las ratas que se ahogaron. Es probable; el potrero está cerca.

Reconoce la pared despintada. El número de la casa está casi borrado.

Toca el timbre; nadie atiende. (Sabe que nadie va a atender.)

Mueve el picaporte; la puerta está abierta. Sorprendida por el coraje, se decide a entrar.

Hay algo helado en la habitación. Matilde no puede definir si es la mancha de humedad que parece una flor moribunda o la presencia de la garrafa sobre el piso.

En la cama a medio hacer reconoce la colcha que le regaló a Irma dos o tres meses atrás, poco antes de que comenzara el invierno.

“Para que te protejas”, le había dicho, “dicen que viene una ola de frío del sur”. Matilde se había sentido entonces complacida, “porque entre todos tenemos que ayudarnos, así que si te parece bien cinco pesos la hora, venís a limpiar los lunes, miércoles y viernes.”

La muchacha supo presentarse puntualmente a las ocho. Tenía ganas de hacer bien las cosas; además era muy juiciosa. Para Matilde esto equivalía a hablar poco y vestirse con alguna pulcritud.


Una pava ennegrecida, un platito con un poco de pan, algunas monedas de diez centavos desparramadas por ahí. A unos pasos, la ventana con un quiebre por donde entra el viento. Pronto lloverá.

Tiene que decirle un par de cosas. Tiene que decirle que ella es comprensiva, que si le devuelve las joyas no la va denunciar, aunque íntimamente no deja de pensar que a esta negrada vos la ayudás y te paga así, quitándote lo único que tenés. “En el fondo son como las fieras, no se los puede domesticar.”

De la otra habitación llega un ruido. Matilde no desea entrar, pero se ve obligada porque nadie parece darse cuenta de que ha llegado.

Echa un vistazo y comprende que es el cuarto de la nena. A esa hora ya la habrán llevado al jardín de infantes.

Irma está reclinada. Se cubre la cara.

—Vine a verte. Me desaparecieron unos anillos que había heredado de mi mamá. Están enchapados en oro, no sé si valen mucho, pero para mí son importantes. —Irma tiene la cara tapada—. Hablá. No te hagás problema; no te voy a traer a la policía.

Ahora Irma la mira de frente. Un rostro golpeado; debajo del ojo derecho el moretón comienza a coagularse; en los labios hinchados hay el resabio de algo antiguo, visceral.

—Yo no quise decirle nada, él me obligó señora, yo no quise... —comienza a repetir la mujer como si esas palabras fueran las únicas del universo.

Matilde no sabe qué hacer. Está en una habitación donde pareciera que se unen todas las corrientes de aire. Y además ha comenzado a llover sobre las chapas.


Cristian MItelman prefiere hablar de sí mismo en primera persona. "Nací en el 71 en la ciudad de Buenos Aires. Estudié Letras Clásicas en la Universidad de Buenos Aires, pero el Griego y el Latín, como huellas en la orilla del mar, se han ido desdibujando. Me gusta la música barroca; me gusta el rock de los setenta; me gusta viajar con mi pareja (que no ha dejado de alentarme en todos estos años); me gusta acariciar a mis gatos. Supongo que, al estar en la solapa de un libro, debo hablar de literatura. Poco pero claro: venero la prosa de Borges y la Rulfo como las dos cumbres inaccesibles del idioma. Leí con gusto la lírica griega arcaica y soy un admirador de mucha gente que enriqueció y enriquece mi vida: Yourcenar, Virgilio, Platón (más allá de que no existan los Arquetipos). Admiro las novelas de Rivera y los cuentos de Abelardo Castillo y Fernando Sorrentino. Y los poetas, claro. Eclecticismo absoluto: los Goliardos; la humanidad de Yanis Ritsos, la poesía china, el haiku, la cadencia de Lorca, el nihilismo místico de Omar Khayyam. Las máquinas cabalísticas de Sergio Corinaldesi y los versos de Rogelio Pizzi me causan una serena emoción. Intento transmitir algo de todo eso en mis clases. Publiqué varios cuentos y poemas"... concluye con excesiva modestia.


 

 

 

 

 

EL PASAJERO DE LA SOMBRA

Lucía Amanda Coria

 

Los cerros se habían retirado de mala gana para hacerle lugar a la flamante Estación Terminal de Ómnibus, instalada como un estrafalario nido metálico en la hendija telúrica, allí donde el viento pampero se adelgazaba en agujas de frío y se volvía chorrillero.

Aquella noche, la última del mes de octubre, un enorme autobús llegó al lugar, depositó gran parte de su contenido sobre las flamantes plataformas del recién inaugurado edificio y se retiró velozmente, como si temiera algo. Tal vez en alguna oportunidad una ciudad le rechazó los pasajeros; vaya a saber.

A nadie le llamó la atención ese pasajero rezagado, que parecía buscar las zonas menos iluminadas. En realidad parecía invisible. La gente incluso podía atravesarlo, como si fuese una cortina de hilos.

El pasajero de la sombra acomodó su paso a la lunática circunstancia de no alcanzar el último taxi disponible. No tenía más equipaje que su desencanto, ya bastante ejercitado, así que siguió caminando sin ningún apuro.

—¿Taxi, señor? —dijo una voz amable a sus espaldas. —Al volverse encontró una anchísima sonrisa. Asintió en silencio y esperó a que el otro le abriera la puerta. Entró al vehículo esquivando el espacio visual que le otorgaba el espejo retrovisor, donde lo esperaban todas las miradas posibles. Una de ellas logró captarlo—. ¿Adonde lo llevo?

Con voz atiplada dio una dirección. Una calle bastante céntrica, en el casco antiguo.

La mirada del taxista siguió recorriendo la figura del pasajero. Era muy viejo, pero estaba vestido con un modernísimo equipo deportivo adornado con detalles de líneas plateadas, como es frecuente ver en los adolescentes. El calzado era del mismo estilo. Aunque siempre a la expectativa, lo apremió la necesidad de hablar. Al taxista, como la mayoría de quienes ejercen ese oficio, le gustaba conversar con sus pasajeros. Comentarios de diversos tonos poblaron el habitáculo, pero todos chocaron con el hermetismo del anciano, que ni siquiera se dignó mirarlo.

Este viejo es tonto o es mudo, pensó, bastante molesto. Aceleró la marcha y no habló más.

Siempre en silencio, llegaron a destino. El pasajero le extendió un flamante billete de cien pesos, con la imagen de Eva Perón. El taxista lo rechazó fríamente.

—Deme cambio, por favor —le dijo.

Sin contestar, el otro puso en su mano otro billete de menor valor, también flamante. Ya había descendido y con un gesto le dio a entender que se quedara con el vuelto.

Caminó despacio, saludando a los vecinos que tomaban mate en la vereda. Aspiraba el perfume de las madreselvas en flor, con los ojos muy abiertos. Sentía la sangre recorrer sus arterias con un ruido de acequia. El viento en sus piernas desnudas, y el ardor de las rodillas raspadas durante ese partido interminable. Tenía miedo. Pero igual golpeó con fuerza la gruesa puerta de madera, imaginando lo que vendría.

—Muchacho de porra —diría su madre entre coscorrones en la cabeza—. Que sea la última vez que te vas a jugar a la pelota sin mi permiso.

Y sabía también que le reprendería por llegar tarde a la cena. Tendría que contarle lo del accidente. Y del pacto que había hecho para poder venir. Golpeó de nuevo.

Finalmente la puerta se abrió muy despacio, con un quejido de bisagras oxidadas. En el vano se instaló la oscuridad, como un bostezo fantástico, interminable.

—Hola mamá, siento haberme demorado —dijo con voz contrita. Y entró rápidamente, cubriéndose la cabeza con ambas manos, para atajar los golpes.

Muy arriba, engarzada en un cielo purísimo, el increíble cielo de San Luis, la luna nueva, abría un paréntesis argentado. Su tenue luz alumbraba apenas un gran cartel que anunciaba: “Próximamente aquí. Edificio Torre SIGLO XXI”. Y detrás, los escombros de una casa en demolición, de la cual solo quedaba en pie un macizo marco de madera con su ruinosa puerta… que se abrió de golpe y empezó a moverse impulsada por el viento chorrillero.

Aunque la mirada curiosa regresó una y otra vez no pudo ver nada en la calle solitaria. El pasajero de la sombra había desaparecido.


Lucía Amanda Coria vive en San Luis, Argentina. Es licenciada en Enseñanza de la Economía de la Universidad Nacional de San Luis. Se desempeña como docente del nivel medio y superior de su ciudad natal. Ha participado en congresos literarios nacionales e internacionales. Sus trabajos literarios están publicados en antologías de poesía y narrativa de Argentina, México, Perú, Chile, España y Canadá.

 

®BRAINLINK

Charles van Wettum

 

—¡Maldición! Qué trabajo tan horrible. Estoy harto. —Herman acaba de hacer el pedido semanal de comestibles. Después del complicado proceso de buscar y seleccionar, y de presionar el botón de enviar, se estira—. Y ahora, el café. —El ritual del café con galleta ya está listo. Jeanet sabe cómo le gusta a Herman—. Todos los viernes hago esta miserable lista de la compra. Cada semana pedimos casi lo mismo. Primero, tengo que hacer que tú apruebes la lista. Luego, tengo que ingresarla en Appie. Ahí comienza el problema: cosas que no están en stock, envases con menos cantidad de repente. Siempre es algo. Entonces tengo que volver a ti y... Bueno, es todo tan increíblemente engorroso... —Jeanet suspira. Sabe que su marido es perezoso. Holgazán, solo activo en sus eternos videojuegos. Pero que ahora también se queje…—. Pero ¿sabes qué? —Ella lo conoce: ahora va a proponer gastar dinero para vivir aún más perezosamente—. La semana pasada vi el anuncio de esa nueva nevera. Ella misma mantiene el inventario y hace los pedidos, y no tienes que hacer nada. ¡Es genial!

—Ya hablamos de eso, Herman —lo detiene Jeanet, irritada—. Sabes que no quiero eso. Quiero decidir por mí misma lo que pedimos.

—Pero es que… —Alarga la última sílaba para crear la máxima expectativa. Ese truco ya lo conoce—. BrainSoft ha resuelto eso. Ahora tienen neveras con conexión ®BrainLink. —Se muestra orgulloso, como si fuera personalmente responsable de la idea y el desarrollo y de la perfecta aplicación. Para complacerlo, Jeanet lo acompaña a la sala de exposición a la mañana siguiente.

 

—Sí, señora. ®BrainLink nos ayudará a hacer nuestra vida mucho más fácil. —El vendedor señala su cuello, donde Jeanet solo puede ver un delgado cable que parece pegado a su piel. Cuando levanta algunos mechones de su largo cabello, ve que el cable se introduce justo debajo de su oreja.

—¿Y cómo funciona eso?

—¡Qué bueno que lo pregunte, es tan increíblemente simple! —El joven está sinceramente entusiasmado—. Usted le da a su nevera la orden de hacer una lista de la compra. Ajusta esa lista pensando en quitar o agregar artículos. Y luego piensa en enviar la lista a su supermercado. Es así de simple.

—Pero entonces necesito un Neurodinges. —Jeanet mira con desagrado al vendedor—. ¿Y eso también es caro? —El sujeto muestra la amplia sonrisa que sin duda usa siempre en este momento.

—Sí, señora, ese es nuestro famoso ®BrainLink. ¡Tiene suerte! Esta semana tenemos una oferta especial: instalamos su ®BrainLink gratis si nos compra tres artículos ®BrainLink. —Observa que Jeanet está mirando el cable en su cuello. La expresión en su rostro indica que la interpretó correctamente—. No hay nada que temer, señora. Es un cable neural autoguiado. Lo pegamos en su cuello, se introduce y establece todas las conexiones necesarias en una hora. Luego está listo para usar. No sentirá nada. Es increíblemente simple.

—Y todo eso por una nevera… —dice ella con desdén. Quiere señalarle a Herman la vulgar estrategia de venta cruzada, pero él ya no está a su lado. Probablemente deambulando por las consolas de videojuegos.

—Tómese su tiempo para mirar, señora. Podemos suministrar todos los aparatos con ®BrainLink. —Puedes decir lo que quieras sobre este vendedor, piensa Jeanet, pero está entusiasmado. Y él mismo tiene la conexión, eso hace que la historia sea creíble. Es una pena que Herman no esté cerca, le gustaría consultar con él—. Tenemos televisores, lavavajillas, microondas combinados, neveras, prácticamente todo funciona con la misma conexión. Al comprar tres aparatos, también obtiene un diez por ciento de descuento adicional en todo el paquete. —Señala los llamativos carteles publicitarios que Jeanet ya había visto al entrar: SATISFACCIÓN. COMODIDAD. PLENITUD. FELICIDAD. Letras masivas sobre coloridas imágenes de neveras y campanas extractoras y lavadoras.

—Mira, Herman, es ridículo —había dicho ella mientras caminaban hacia el mostrador de asesoramiento—. Como si los electrodomésticos te hicieran más feliz. Es pura engañifa, deberían prohibirlo. —Herman no había respondido. Miraba a la derecha, hacia las ofertas de consolas de videojuegos. Esas probablemente sí le brindarían experiencias felices, pensó Jeanet con envidia. El vendedor no se da cuenta de que sus pensamientos se han desviado por un momento.

—… y así es como ®BrainLink ofrece una nueva visión del hogar, señora. Un concepto integral que otorga una nueva dimensión al trabajo diario. Es una experiencia total: usted da la orden, su aparato hace el trabajo y cuando la tarea se completa, experimenta la satisfacción correspondiente. Recompensas positivas gracias a la retroalimentación de dopamina patentada de ®BrainLink. —Jeanet duda. Herman ya está en una de las sillas de juego, esto tendrá que hacerlo sola—. Todas esas tareas frustrantes en la casa que le cuestan energía, la obligan a dedicar su valioso tiempo… Con ®BrainLink todo es más sencillo, pero aún experimenta la satisfacción. ¿Por qué no pueden ser simples las tareas del hogar? ¿Por qué no obtener una recompensa al completar una tarea?

Tiene razón, decide Jeanet. Sus electrodomésticos necesitan ser reemplazados urgentemente. Ella gana la mitad del dinero del hogar. Ella puede decidir sobre esto.

—Entonces quiero la nevera, el lavavajillas y la secadora. Y ponga el ®BrainLink también.

En la caja, Herman refunfuña sobre el dinero gastado, pero ella lo obliga a callar de inmediato: lo hace por él, ya no tendrá que confeccionar listas de compras y fue él quien lo mencionó primero. Además, el pedido es de servicio completo: Herman puede seguir jugando mientras los aparatos se instalen, esa misma tarde.

 

Por la noche, Jeanet hornea la pizza en el viejo microondas combinado. Tiene que ajustar la temperatura y el tiempo de cocción a mano y presionar el botón de inicio ella misma. Pero después de la comida… Llena su nuevo lavavajillas ®BrainLink con expectación. Veamos si puedo iniciarlo. Piensa: lavavajillas y programa normal. Las luces comienzan a brillar de inmediato. Luego piensa: inicio. La máquina comienza a funcionar de inmediato.

—¿Ves esto, Herman? ¡Es increíble! —Él no la oye; está concentrado viendo el partido de la NFL que durará hasta altas horas de la noche—. Me voy a la cama. Hasta mañana.

Mientras intenta dormirse, el lavavajillas le avisa. Programa completado, se forma el mensaje en su mente. Al mismo tiempo, siente una calidez que lentamente invade todo su cuerpo. Plena satisfacción. Unas cuantas breves sacudidas. Al borde de la máxima felicidad. Eso debe ser la retroalimentación de dopamina patentada de ®BrainLink, se da cuenta sorprendida. Esto es bueno. Realmente muy bueno. Un poco más fuerte sería genial. ¿Puedo…? Piensa en configuración y luego en retroalimentación máxima. Inmediatamente su ®BrainLink responde: aumentando la retroalimentación del 40% al 100%. Y ahora, hacer que el aparato funcione una vez más: Lavavajillas y programa más corto. Inicio. Seis minutos. Con expectación, se acuesta de espaldas, con los brazos abiertos y los ojos cerrados. Esperando la máxima satisfacción de un ciclo de lavado completado.


Charles van Wettum escribe historias de ciencia ficción desde 2022. Como astrónomo, prefiere la ciencia ficción dura con rostro humano. Como le gusta decir: "La ciencia ficción trata sobre nosotros y nuestro mundo, incluso cuando no se trata de nosotros y nuestro mundo". Ha publicado decenas de cuentos en neerlandés en sitios web y en antologías. También tiene varios libros firmados con su nombre. Algunas novelas cortas se han traducido al inglés. Todos sus libros y novelas cortas están disponibles digitalmente.

 

CADÁVERES

Rafael Blanco Vázquez

 

Al llegar a casa esa noche, lo primero que vio el inspector Villena fue a su mujer con una maleta en cada mano:

—Te dejo a vos y a tu micropene sonrosado. Me voy con Martín que es géminis.

El inspector Villena no reaccionó. Se limitó a quitarse el sombrero y la gabardina y a colgarlos en el perchero. Su mujer se fue dando un portazo.

Había sido un mal día para el inspector. Había visto ocho cadáveres humanos, dos de gorrión y uno de perro. Peinazo, su compañero del alma, había perdido el prepucio en un tiroteo. Y su jefe no paraba de gritar desde que había dejado el tabaco.

Se dio una ducha rápida, se cascó una paja lenta, se preparó una comida ligera y se sirvió un coñac cargado.

Se puso un disco de jazz y se encendió un buen puro.

—Y ahora a ver si consigo desentrañar ese maldito minirrelato.

 

El inspector Villena se había aficionado a los textos breves. Fue una noche de insomnio en que vio un cortometraje que culminaba con un aforismo. Le pareció que aquellas pocas palabras que desfilaban por la pantalla recogían el universo entero. Poniendo en ello la pasión devoradora que nunca supo que llevaba dentro, pronto se convirtió en un experto en la materia, y no le importaba que sus compañeros y su mujer se riesen de él, que lo llamasen el rarito, el niño especialito, el tontolhaba. A él sólo le importaban sus silogismos, sus microcuentos, sus videominutos.

(¿Por qué nunca le interesaron las canciones ni los poemas?)

No había sido fácil. Todo universo requiere un aprendizaje. Se había tenido que ir acostumbrando a unos conceptos, a un lenguaje, a una concisión. Pero lo había logrado, vaya si lo había logrado. Hoy por hoy se jactaba de comprender cualquier narración, reflexión, meditación (en prosa), que no superase las cinco páginas o el cuarto de hora.

Hoy por hoy. En fin, mejor dicho hasta la semana anterior.

Y es que hacía exactamente seis días que había leído un minirrelato de tres páginas cuyo sentido profundo se le escapaba. ¿Cómo era posible? ¿Se estaba haciendo viejo? ¿Se le estaba derritiendo el cerebro de tanto trabajar? Lo que estaba claro es que la cosa tenía tres bemoles.

 

En ese momento sonó el teléfono. Chasqueando la lengua, el inspector Villena descolgó el auricular.

—Sí.

—Gumersindo, soy tu hermana.

—¿Qué tal estás?

—Mal, me ha dejado Antonio.

—A mí me ha dejado Mariela. Pero yo estoy bien.

—Normal, era una petarda.

—Antonio es un palurdo y ya ves.

—No te permito que hables así del padre de mis hijos.

—Bueno, ¿qué quieres?

—Tienes que curarte, Gumersindo. No puedes seguir así. Te estás volviendo huraño, hosco, retraído.

—Tampoco es que antes fuera la alegría de la huerta.

—Fíjate cómo le hablas a tu hermana. Me tienes muy preocupada, que lo sepas. Miniescritores, os odio.

—¿Algo más?

—Sí. ¿Quieres que mañana vaya a tu casa y te haga de cenar? No es bueno que estés solo.

—No, necesito reflexionar.

—Como quieras. Un beso.

El inspector colgó, se levantó del sillón, fue a la biblioteca, sacó el volumen en cuestión, lo abrió por la página de marras, releyó el susodicho minirrelato y se echó a llorar. Lágrimas como huevos de avestruz. No lo entendía. No había forma ni modo ni manera. No lo entendía.

Arrellanado en su sillón se quedó dormido.

 

Soñó con su madre muerta. Soñó con su amigo Peinazo, circuncidado para siempre por un calibre 22. Soñó con todas las veces que la suerte les había librado de las balas. Soñó con los cuerpos de los gorriones. Soñó con películas de John Carpenter. Soñó con Un perro andaluz. Soñó con su infancia, su adolescencia, su primera paja. Soñó con Hitchcock. Por un cielo de aforismos blancos aleteaba una bandada de minirrelatos que de pronto se abalanzó sobre los paseantes, todos con sombrero y gabardina.

 

Se despertó con el cañón de una pistola en la boca. Todo estaba oscuro. No podía ver la cara de su agresor. Intentó hablar.

—No entiendo nada de lo que dices. Así sin la pistola será más fácil.

—Que digo que no quiero morir.

—¿Y a mí qué coño me importa?

—¿Quién eres?

—¿Y eso qué coño importa?

—Necesito comprender ese maldito minirrelato.

—Todos necesitamos comprender.

—Pero.

 

El disparo rompió la calma de la noche.

El cadáver del inspector Villena fue encontrado al día siguiente por su hermana, que le llevaba un plato de sopa caliente, una chuleta y un poquito de gazpacho.

INFORMÁGICA