lunes, 27 de enero de 2025

EL CÍRCULO SE CIERRA

 

Sergio Gaut vel Hartman

 

 

—Buenas tardes, ¿me recuerda? —El hombre que había interrumpido la marcha del coronel Jorge Iribarren era bajo, de tez oscura y pelo crespo; vestía una campera de aviador, pantalones de lona y botas de cuero.

—No, no lo recuerdo —respondió Iribarren—. ¿Debería?

—Creo que sí —dijo el otro. Sacó un cigarrito del bolsillo interior de la campera y lo encendió con la misma mano, mediante un pase mágico, o que pareció mágico a los ojos de Iribarren—. Usted me mató, hace algún tiempo.

El coronel Iribarren se tomó unos segundos. El crepúsculo dejaba paso a la noche. Antes de contestar miró el cielo despejado y la Luna asomando entre los edificios de la avenida. —Ah, sí, aunque no lo recuerdo en particular; maté a varios como usted, pero no suelen volver para hacer reclamos. ¿Está seguro de que fui yo?

—¿De mi muerte o de que usted fue el operador?

—Ambas cosas —dijo Iribarren sin inmutarse. A lo largo de su vida se había visto en situaciones problemáticas y un mitómano no podía ser mucho peor.

—Tal vez me recuerde si le digo mi nombre.

—No lo creo —se apresuró a decir Iribarren.

—Igual. En vida fui el comandante Sampedro.

Iribarren dio un paso al costado con la económica intención de eludir el obstáculo y seguir su camino sin más trámite. Consideraba que, a pesar de lo bizarro de la situación, se había comportado correctamente, sin mostrar hostilidad ni más cinismo del que era habitual en él. Por eso, cuando el tal comandante Sampedro imitó su movimiento y volvió a bloquearle el paso, consideró que el tiempo de la paciencia se había agotado.

—Perdóneme. Vivo o muerto usted está impidiendo mi avance. Mi familia me espera. Ya le he dicho que no lo conozco, que no me consta que yo lo haya matado o que haya dado orden de matarlo. No tuve nada que ver con su muerte, por lo que le vuelvo a pedir, con educación, que salga de mi camino. —Salga de mi camino sonó una octava más alto que el resto de la frase. Al mismo tiempo, como obedeciendo a una señal o un programa, las farolas del parque de la Reconciliación Nacional se encendieron al unísono. Fue como si un relámpago hubiera decidido perpetuarse tras el estallido inicial.

Iribarren parpadeó y Sampedro sonrió. A espaldas del comandante se alineaba una multitud de hombres y mujeres de rostros graves y crispados. Había niños, había ancianos.

—Elija, coronel. Si cree que estoy equivocado, si cree que usted no me mató, aquí tiene una buena posibilidad de reparar el error. Estoy seguro de que asesinó a varios de estos, tal vez a muchos, aunque con uno, como muestra, sería suficiente, ¿no le parece?

La palidez lunar que cubrió el rostro de Iribarren puso en evidencia que esta vez había sido tocado por la pirueta de Sampedro. La multitud parecía haberse movilizado para reclamarle, a él en particular, por las conductas que había observado en el pasado. Vivos o muertos, ahí estaban. Reales o no, ahí estaban. Decidió, no obstante, no resultar obvio, argumentando que había obedecido órdenes de la superioridad. Fiel a su estilo, contraatacó.

—Recuerdo a alguno que otro. A un tal Bernal —dijo—; a Rosa Naranjo, a Bernardo Zelinsky y a un chico que se hacía llamar Metralla, Marcelo Cardoso. ¿Están entre todos estos? —Los abarcó con un movimiento de la mano. —¿Es suficiente?

—Están —dijo Sampedro, muy serio—. Si es suficiente... ya se verá.

Cuatro figuras se desprendieron de la multitud y avanzaron resueltamente hasta quedar dos a cada lado de Sampedro. La mujer llevaba a una niña de la mano. Zelinsky era un viejo decrépito y Metralla y Bernal casi adolescentes.

—¿Son ustedes los que nombré? —dijo Iribarren—. No los recuerdo, no recuerdo sus rostros, por lo pronto.

—La mente selecciona —dijo Sampedro, reflexivo—. Es mejor olvidar algunos hechos, y en esa dirección, nada mejor que olvidar las caras de las personas que uno mató, ¿no le parece?

Iribarren no sintió nada especial al verse rodeado por personas que no sólo aseguraban estar muertas, sino que además lo acusaban de haberlas asesinado. Nada especial; y sabía por qué.

—¿Y ahora? —dijo—. ¿Desean vengarse? ¿Es eso?

Los cinco se miraron entre sí, arropados por un visible desconcierto. Finalmente habló la mujer, Rosa.

—¿Cree que no lo haríamos? Lo despedazaríamos sin asco ni remordimientos. Pero no podemos; los muertos no pueden matar.

—Entiendo —dijo Iribarren—, los muertos no pueden matar. —Su rostro inexpresivo servía de barrera a los imprecisos sentimientos que empezaban a roerlo interiormente.

—¿No tiene miedo? —dijo Bernal. Ahora parecía un hombre calmo y sencillo, no un chico, y mucho menos la clase de alucinado que uno puede liquidar como si fuese una cucaracha.

—¿Miedo de una pesadilla? —Iribarren fabricó una mueca que estuvo a punto de florecer en sonrisa, pero no ocurrió.

—Es eso, entonces —dijo Sampedro—, cree estar soñando. —El comandante se mordió el labio superior y permaneció así unos segundos. Iribarren adivinó que a su adversario no le gustaba el curso que elegían los hechos. Estaba seguro de que esa posibilidad había sido contemplada en los análisis previos, pero no contaba con recursos para convencerlo a él, al coronel Jorge Iribarren, de que no estaba soñando, que aquello no era una simple pesadilla de las que se disipan al despertar.

—Estoy soñando o alucinando —insistió Iribarren—. Una pesadilla puede ser cualquier cosa, incluso este delirio. Empezó cuando usted se cruzó en mi camino, aunque no recuerdo qué ocurrió antes de eso. Mi visión está saturada a partir de un punto del pasado y luego hay un abismo. Pero de algo estoy seguro: ustedes son una creación de mi mente; no existen.

—¿De su mente herida, de su mente enferma? —Sampedro buscaba recuperar la iniciativa, golpear con saña, pero Iribarren sabía que no lograría penetrar su coraza; se sabía duro, muy duro. El fantasma de un muerto no podría con él.

—De mi mente. —Iribarren miró a los cinco en abanico, sin temor ni gracia. Duraba demasiado y era demasiado convincente. Pero nunca lo habían perturbado las demasías.

—¿Qué quiere decir? —Zelinsky dio un paso hacia adelante y extendió el brazo. Tenía manos enormes y podría haber estrangulado a Iribarren con sólo una de ellas. —¿Cree que va a solucionar todo esto alegando insanía?

—No creo en fantasmas —dijo Iribarren—. Tampoco creo en la culpa, ni en los mitos, ni en el dolor. En lo único que creo, un poco, es en la muerte.

—¿Por todas esas razones —dijo Sampedro— está convencido de que sueña? ¡Pobre tipo!

Iribarren no se alteró, y encogiéndose de hombros, dijo: —No hay otra explicación. Bastará con que me esfuerce un poco y despertaré. Lo hice otras veces. —Cerró los ojos, apretó los párpados; unas líneas como pentagramas se le dibujaron en la frente; dos o tres verrugas y una cicatriz compusieron una melodía. Pero cuando los volvió a abrir la escena no había cambiado. Por primera vez pareció un poco desorientado.

—Saturada o no —dijo Sampedro— la visión persiste. ¿Qué le queda? ¿Queda algo? Del abismo, digo, de la noche negra. No sueña, no está loco, no alucina. ¿Qué le queda?

—Discúlpeme: no entiendo lo que dice. Tal vez estoy sumido en un trance inducido por una droga. Eso es posible. Alguien me suministró una droga para obligarme a vivir esta experiencia. Pero el efecto no puede ser eterno. Saldré, tenga por seguro que saldré.

El comandante Sampedro resopló. —Es más fuerte de lo que pensaba. No, coronel Iribarren; lo que estamos construyendo para usted no es una pesadilla, es algo semejante a una prisión, se quedará allí para siempre. Usted no volverá a salir; nosotros nos ocuparemos de que así sea.

—Saldré —dijo Iribarren con la mayor tranquilidad—. No sea necio. Me despertaré. —Hizo una pausa y sacó un cigarrillo. Él no sabía hacer pases mágicos: lo encendió con un fósforo. Luego de exhalar una compleja bocanada de humo apuntó a Sampedro con la misma mano que sostenía el cigarrillo; le temblaba un poco. —Le diré qué haré para terminar de una buena vez con esta ilusión. Ustedes están muertos y bien muertos, mis compañeros y yo nos aseguramos de que así fuera. Por lo tanto voy a arremeter, voy a pasar a través de sus cuerpos, y una vez que esté del otro lado todos ustedes desaparecerán como el humo de este cigarrillo.

—Pero no está seguro —dijo Zelinsky—. Si choca contra los muertos, si no estamos hechos de niebla va a estar metido en un grave problema, ¿no es cierto?

Iribarren pensó en la raíz del problema. Era exactamente lo que el muerto había dicho: debía arriesgarse y probar la consistencia de la muralla. Pero, ¿y si los muertos eran sólidos? ¿Qué haría luego?

—No tiene necesidad de hacer la prueba —dijo Sampedro, petulante—. Crea en mi palabra y acepte mansamente su destino. ¿Nunca le pasó por la cabeza que tendría que pagar por lo que hizo?

El coronel sintió que una marea incontenible subía hasta su boca: una carcajada, y esta vez no la impugnó. —¿Castigo? ¿Se cree que hicimos lo que hicimos para pasar el resto de nuestras vidas esperando ser castigados por la misma voluntad que armó nuestras manos? Nosotros sabemos reconocer cuando Dios nos circula por las venas, mezclado con la sangre. ¿Acaso ustedes dudaban al matar a los nuestros? ¿Su religión no es parecida a la nuestra?

El paraje en el que miles de muertos y el asesino permanecían de pie, cruzados como si se tratara de un tablero de ajedrez y ellos las piezas, recuperó de pronto su protagonismo. El parque de la Reconciliación Nacional volvía a ser el yermo erial de la batalla. Una única garganta —la multitud allí reunida— rugió un alarido puro y el coronel Iribarren no pudo evitar estremecerse.

—No, no dudábamos —dijo finalmente Sampedro.

—Pero tampoco dudaremos ahora —dijo Zelinsky mostrando el puño a centímetros de la nariz del militar.

Iribarren abrió los ojos como mandíbulas y los hizo chasquear. Los muertos retrocedieron.

—¿Se dan cuenta ahora? —dijo Iribarren—: ustedes no son nada, humo, niebla, vapor, condensaciones de mis propias dudas, ya que no me permito sentir culpa alguna por lo que hice, por lo que hicimos.

—Estamos empatados, Iribarren —dijo Sampedro, regresando a la posición anterior—, y atesoramos una pequeña ventaja, microscópica. ¿Sabe jugar al ajedrez?

—¿A qué viene eso, ahora? Sé jugar, ¿y qué le importa?

—Sabrá entonces —dijo Sampedro sin hesitar— que un buen jugador es capaz de ver la continuación ganadora en el corazón del equilibrio más férreo. Simetría y equilibrio. ¿Sabe eso, también?

—¡Déjeme en paz! ¿En eso consiste la venganza, en retenerme aquí contra mi voluntad, atormentándome con acertijos y amenazas veladas?

Sampedro se rió y varios de los otros acompañaron esa risa sin demasiada convicción. —Usted compra barato, casi regalado, y quiere vender a precio de oro. No, Iribarren. Sería demasiado simple, muy... ordinario que nos conformáramos con hacerle vivir esto como una pesadilla.

—¡Es una pesadilla, carajo! ¡Me voy a despertar y todos ustedes volverán a la nada!

—No es una pesadilla, coronel —dijo Rosa.

—No es una pesadilla —repitió Bernal, como un eco.

—¿Me van a doblegar repitiéndolo? Dirán miles de veces “no es una pesadilla, no es una pesadilla”, ¿creen que con eso será suficiente? —Iribarren permitió que una mueca cínica le cubriera el rostro como una mancha. —Ustedes, además de muertos, son imbéciles. No funciona de ese modo; yo soy un profesional, y también alguien convencido de lo que hizo. De hecho, volvería a hacerlo. ¿Se creen que son los únicos que tienen una ideología, valores, intereses?

—Hace un momento dijo que no cree en la culpa, ni en el dolor, lo que me permite pensar que no cree en casi nada —rugió Sampedro—. Apenas, un poco, en la muerte. Lo dijo usted, no yo. Ahora habla de ideas, valores...

—No me va a derrotar en un combate dialéctico, Sampedro. Hasta para eso eligió mal la presa. ¿Por qué no se buscó a un patán como el general Pozzi, o al coronel Estévez? Con ellos podrían haber jugado a este juego hasta cansarse, como el peor gato con el mejor ratón. Pero no conmigo. Yo leo, estudio; mi guerra contra ustedes trasciende largamente la defensa de los intereses de los grupos económicos. Lo mío fue una cruzada, Sampedro, y no me va a someter así nomás.

Sampedro observó a sus compañeros y les hizo un gesto de aprobación. Pero el que habló fue Zelinsky.

¾No se imagina lo que le espera.

Iribarren contempló a Zelinsky y su mirada fue como una estocada. —Espero despertarme de una buena vez, eso espero, que ustedes desaparezcan de mi horizonte. Espero cruzar este maldito parque y llegar a mi casa, estar con mi familia, cenar, leer un rato antes de irme a dormir. ¿Envidian eso? Yo lo tengo; ustedes lo perdieron. Yo gané. ¡Yo gané, carajo! ¾El coronel se pasó la mano por el rostro, como si quisiera arrancarse una máscara; se apretó el puente de la nariz con dos dedos y luego sacudió la cabeza, hacia uno y otro lado; el chasquido de las vértebras sonó en la noche calma y tibia.

—No coronel —dijo Sampedro—, la partida se sigue jugando; y tenemos buenas perspectivas de forzar la posición.

Iribarren, sin anunciar su movimiento, embistió contra los muertos de la primera fila, aunque no fue lo suficientemente rápido como para sorprenderlos. Los muertos se hicieron a un lado y el coronel trastabilló y cayó sin elegancia entre los matorrales. Algunas risas contenidas nacieron y se extinguieron de inmediato.

—No trate de demostrar que somos fantasmas —dijo Zelinsky—. Esa no es la cuestión, Iribarren.

Iribarren se levantó con dignidad y sin mirar atrás se dirigió directamente hacia su casa. Estaba seguro de que a sus espaldas sólo quedaban flecos deshilachados del delirio, pero no les quiso dar el gusto a esos muertos de pacotilla.

 

El episodio fue perdiendo sustancia a medida que Iribarren se aproximaba a su hogar. Supo que lo cotidiano, los objetos de siempre ubicados en los lugares habituales barrerían con los últimos residuos de la alucinación. ¿Y si no había sido una alucinación? Era la única explicación posible. La tranquilidad de saber qué lo esperaba más allá lo cubrió con su manto. Recordaba cada detalle con una precisión asombrosa y el mero inventario le infundía una especie de poder psíquico. El jardín, el perro, la parrilla que utilizaba para hacer los asados, el naranjo, la caja con las armas. Todos los objetos lo devolvían a la realidad. Por eso estaba seguro de que había sido una pesadilla o el efecto no deseado de un incidente para el que ya hallaría una respuesta. Pensó en Lucía, tal vez un poco irritada por la demora, volviendo a calentar la comida, en Martita frotándose los ojos, tenaz en su resistencia a los embates del sueño y en Gonzalo, impaciente pero disciplinado, obediente a los mandatos paternos: no saldría con sus amigos sin saludarlo y cambiar algunas palabras. Las cosas bien armadas están hechas para durar, se dijo.

Un único escalofrío lo recorrió de arriba abajo cuando tuvo la casa a la vista. Las luces estaban apagadas, como si allí no hubiera ocupantes. No era justo; entre la vida anterior y la vida eterna y superior que seguiría a la presente no había otra cosa que sucesos previsibles, elementales; se esforzó para que siguiera siendo así. Parpadeó y las luces se encendieron, como se habían encendido las del parque, con un estallido. ¿Había un operador incompetente moviéndose entre las sombras de los sauces, un peón torpe que se distraía a cada rato y olvidaba poner en escena los elementos apropiados? Iribarren se recuperó de inmediato y caminó con paso resuelto para cubrir los últimos metros. Los ladridos de Bismark, el dálmata, que lo había olido a la distancia, cerró el círculo de marcas invisibles. Permitió que el perro saltara sobre él como un saltimbanqui desfachatado cuando abrió el cancel de rejas y luego lo apartó de un manotazo. Hundió la llave en la cerradura de la puerta de madera con la seguridad de un lama y sin poder contenerse gritó:

—¡Lucía, estoy en casa!

Le respondió cierta clase de silencio. No un silencio absoluto o brutal, sino un silencio extraño, compuesto por diminutas partículas de ruido. Ruidos plegándose, ruidos de juguetes rodando sobre un montón de arena, ruidos lanzados a través de la sala por una mano torpe, ruidos raros, obtusos. El ruido que hacen los actores, comprendió, cuando se visten entre bambalinas, en el lapso que va de un acto a otro. De un acto a otro, se repitió. Sentía el susurro de pensamientos desvaídos y turbios y los nombres se le anudaron en la garganta. Lucía. Martita. Gonzalo. Quiso pronunciarlos y no pudo.

—Aquí estoy —dijo una voz arisca. La mujer fue escupida por la penumbra de la cocina. Venía secándose las manos, arrastrando los pies, resoplando. Era Rosa Naranjo.

—¿Qué hace en mi casa? —dijo Iribarren, o casi dijo, porque las palabras se le secaron en el paladar y las encías y ni siquiera llegaron a los labios. Pero la mujer supo interpretar el gruñido.

—¿Qué hago en mi casa? —replicó ella—: cocino para el señor, que llega a cualquier hora.

—¿Dónde está Lucía?

—¿Quién es Lucía?

—Los chicos, ¿dónde están?

—Aquí estoy —dijo la niña que Rosa llevaba de la mano en el parque. Iribarren la miró por primera vez; era morena y tenía los ojos saltones; no se parecía a Martita en absoluto. Pero la niña no le dio tregua—. Marcelo no me quiere prestar su equipo.

Marcelo. Equipo. No era posible. ¿Cómo lo habían logrado? ¿Dónde estaban los verdaderos? Lucía. Martita. Gonzalo.

—Vino tu padre —dijo la mujer—, sin avisar, como siempre.

—¿Mi padre? —Iribarren giró la cabeza mirando las paredes, como si su padre pudiera ser parte de la conspiración.

—Está en la salita, jugando al ajedrez con Marcelo.

Iribarren decidió saltear todos los pasos intermedios. Se lanzó brutalmente contra la puerta y gracias al impulso que llevaba derribó piezas y tablero; eran Zelinsky y Metralla.

—¿A qué vienen esos nervios? —dijo el viejo—. ¿Te pasó algo?

—¿Pasarme? —Iribarren clavó una estúpida mirada en los cuatro caballos, que por un extraño azar habían quedado juntos sobre una carpeta blanca tejida. —¡Hijos de puta! ¡Basuras!

—¡Jorge, qué te pasa! Estoy asustado —dijo Zelinsky—. Marcelo: tu padre está...

—¿Loco? —Marcelo meneó la cabeza. —No está loco. Un poco trastornado por algo que le ocurrió en el parque, ¿no es cierto, papá?

—No me pasó nada en el parque. ¿Qué me podría haber pasado? —Iribarren se movió con sigilo y disparó las manos como látigos. Él fue el primer sorprendido cuando los dedos tocaron la garganta del viejo y lograron cerrarse formando un círculo de acero. Afuera, Bismark ladró.

—¿Qué... hacés? —tartamudeó el viejo. Marcelo separó los brazos de Iribarren sin esforzarse, más que nada porque el desconcierto había aniquilado la voluntad del coronel. La solidez de la carne. La consistencia de las vértebras y el espinoso follaje de la nuca. El tentáculo helado de una pesadilla que se prolongaba en exceso.

—¿Qué hicieron con ellos?

—¿Con quiénes? —Marcelo hablaba con calma. Era varios años mayor que Gonzalo, más corpulento, y frío. No le habría costado mucho liquidar a su hijo.

—¿Vamos a comer de una buena vez o no? —recitó de nuevo la voz ruda de Rosa Naranjo—. La nena está pasada de hambre.

—Ustedes no existen —dijo Iribarren una vez más. Pero después de pronunciar esas tres palabras bajó los brazos; no había nada que hacer. —Está bien —dijo—. Ganaron. ¿Quieren que lo diga? Lo digo, está bien. Soy una alimaña, un asesino. Les pido perdón humildemente por todo lo que les hice, por lo que los hice sufrir y por haberlos asesinado. ¿Suficiente? Ahora devuélvanme a mi familia. —No sonaba creíble, pero no imaginó otro camino. Las armas estaban lejos y no hubieran servido de nada, los sabía. Era tarde para todo.

Los impostores, los sustitutos, los farsantes, los ficticios se movieron como si hubieran aprendido a bailar en un ascensor: con pasos medidos, con gestos sin espejo.

—¿No existimos? —El que hablaba era Zelinsky. —¿Cuántas pruebas más serán necesarias para que aceptes la realidad tal cual es, no como te gustaría que fuera? ¿Tu familia? Nosotros somos tu familia, la única familia posible. Aprenderás a vivir con nosotros, no te preocupes. 

—Ustedes no son reales —sollozó Iribarren—. Yo los maté. Yo maté a Bernal con una descarga excesiva. A cada uno de ustedes. ¿Necesitan que se lo ponga por escrito? ¿Era eso lo que estaban buscando? ¿Quieren que vaya a los diarios, a la televisión, que me someta a reportajes? De acuerdo, lo haré. ¿Qué más quieren que haga?

—¿Otra vez con el teatro de la culpa? —Rosa hizo una mueca de fastidio. —Ahora una vez por semana; pronto será todos los días.

—¿Qué le pasa a papá, mami? —dijo la niña, que no era Martita.

Iribarren alzó la vista y recuperó cierta firmeza. —Muy hábiles. Muy astutos. Así que son la única familia que merezco. No se me había ocurrido que podían ser tan ingeniosos.

—¿Vamos a comer, de una buena vez? —dijo Rosa, impaciente.

—No, yo no voy a comer —dijo Iribarren—. Tengo cosas que hacer.

—Y ahora, ¿qué?

—Sigan jugando al juego que más les gusta. —El coronel pareció haberse conectado a una red remota, de las que se activan en caso de emergencia. Les dio la espalda y salió de la habitación, salió de la casa. Nadie trató de impedirle que sacara el auto, nadie se interpuso en su marcha hacia el cuartel. Era una mala hora para molestar a la gente, pero las circunstancias lo exigían.

Manejó como un endemoniado. Pasó de largo todas las luces prohibidas y llegó en diez minutos. Lo dejaron ingresar entre voces de mando y chirridos de neumáticos sobre la gravilla. Dejó el motor en marcha y la puerta del vehículo abierta. Subió los tres peldaños de un salto y entró a la oficina de Pozzi resoplando, desencajado.

—¿Qué le pasa, coronel? ¿Se siente mal? —Sampedro sacó un cigarrito del bolsillo interior de la campera y lo encendió con la misma mano, mediante una maniobra que a Iribarren no le pareció ni mágica ni poco natural. Miró a los ojos al hombre bajo, de tez oscura y pelo crespo que vestía una campera de aviador, pantalones de lona y botas de cuero, y supo que ahora, por primera vez, el círculo se había cerrado por completo y que no existía en todo el universo una fuerza capaz de romperlo para concederle la libertad.


Sergio Gaut vel Hartman nació en 1947 en Buenos Aires, Argentina. Ha publicado novelas y cuentos y compiló una treintena de antologías. Actualmente, además de no cejar nunca en su empeño de escribir una obra maestra, cordina el TALLER 9, que creó en 2019, además de mantener activo este blog.    

domingo, 26 de enero de 2025

Y VUELVO

 

Eri Echilley

 


Los pasillos mudos albergan mi esnobismo. Me quedo inerte observando las miradas curiosas de todos aquellos que intentan descifrar los mensajes ocultos dentro de cada pintura. Esas ventanas hacia otras vidas y otras muertes. La cabeza de San Juan Bautista descansa ante la contemplación de aquel querubín resignado o asesino. El tapiz cuelga sublime de la pared y refracta el banquete multitudinario de los vencedores, mientras Escipión sonríe, el cartaginés se desangra en otro plano de otra derrota. El monje me ignora con sus ojos oscuros, al mismo tiempo que intento diferenciar el Barroco del manierismo. Y vuelve a ser agosto, y vuelvo a estar sentada en ese pupitre del instituto mirando las mismas diapositivas. Y tus dedos se enredan con los míos. Tus lentes me devuelven el reflejo de la piba que ya no soy y las librerías ya no nos esperan para que sumerjamos nuestras manos en aquellos canastos llenos de libros de la CEAL. La voz hipnótica de la profesora se cuela por los óleos sobre lienzos en los que he reflejado mi vida. Nuestra vida: la historia inconclusa de dos que nunca se amaron demasiado. Por un momento, olvido que no somos artífices de nuestro propio presente y miro a mi lado, pero ya no existen ni tus análisis profundos ni esos chistes que solo vos y yo entendíamos.  Las olas inefables corrompen mis retinas, estoy en el Canal de la Mancha observando el infinito, mientras alguien me pide que haga silencio, porque las olas rompen y grito fuerte como si pudieras escucharme. ¿Dónde estás que no estás oyendo el asfixiante pedido de auxilio de mi sien? ¿Dónde estás que no estás habitando las escuelas y no estás recitando textos de Galeano en el aula? Claro. La muerte. Claro. La misma que debe andar buscando mis restos de vida para besarme con el filo de su finitud.

Los pasos se escuchan más cercanos. Mi rostro no expresa los estruendos funestos que habitan mi mente cuando me acuerdo del estrépito insolente de tu cuerpo contra la vereda. Soy quien contempla El triunfo de la muerte y no tiene a quien comentarle todo lo que conoce de cuerpos caídos, de entrañas desgarradas y de parcas. El encierro voluntario es este mutismo. Suelo parecer tranquila, pero solo quien habita lo inhóspito conoce su propia quietud y su propia furia. Solo yo sé distinguir lo bello del desastre.

Sigo caminando, las cerámicas pulcras sostienen las suelas de mis zapatos. De golpe, me enfrento a la Manifestación de Berni y me recuerda que ya no chancleteo en el pavimento ardiente como en aquel 2001. Tampoco le escapo a los perdigones hambrientos de la boca del Leviatán. Cambié las chalinas por los suéteres y la molotov por la lapicera. Arrastro levemente mi pie izquierdo sin que nadie lo note. La realidad mutila mi esnobismo y mi superficialidad queda maltrecha cuando sobresale de mi tobillo aquella hilera de puntos que surcan mi fémur y mi tibia. El tatuaje de aquellos días en los que le ponía este saco de huesos a las causas justas y mi pecho era nuestro chaleco antibalas parece ser lo único que queda de mi alma joven.

Me dirijo hacia la puerta. Mis pasos plomizos manifiestan el cansancio de los años. Salgo a la vereda de otra ciudad, de otro verano, de otra guerra, de otro siglo. Cronos vomita la relatividad, con la que se maneja, en mi inmensidad traidora y creo oír tu voz. Súbitamente, giro y tu imagen impoluta me asalta la mirada. “Mamá, nos tenemos que ir. El vuelo a Madrid sale en dos horas”, me dice mi hija y vuelvo a tener setenta años. Me extiende la mano, la sujeto y me subo al taxi. Mientras los árboles pasan veloces, pienso que, para sobrevivir(te), tuve que escapar a otros lugares. Pero, para recordarte, siempre vuelvo a mis adentros. Ahí donde el plomo nunca le gana al amor.

sábado, 25 de enero de 2025

LA BÚSQUEDA

 Marcela Iglesias




Y ahí estaba yo, nuevamente. Después de trabajar por años en Nevada como alguacil, había pedido la baja y me establecí McAllen, Texas. Me había convertido en un ranger. En comparación, esto era sencillo. Jamás me acostumbré a encontrarme seres extraños en el campo, como pasaba en Nevada. Mucho menos tener que reportar que los encontré. Durante un buen tiempo, los ignoré. Pero después fue imposible. Se los encontraba por docenas, con artefactos raros. En general, no eran peligrosos. Pero si se sentían en peligro, atacaban sin siquiera moverse. Emitían un chillido agudo, casi imperceptible, que te paralizaba y mientras estabas aturdido por el ruido se subían a sus naves y en cosa de instantes desaparecían. Nos dimos cuenta de que si usábamos tapones de caucho en los oídos podíamos neutralizar el efecto del chillido y comenzamos a cazarlos. Yo hubiera preferido dejarlos ir, pero era un buen elemento, obedecía. Los taser los paralizaban, igual que a cualquier ser vivo, y estando paralizados les quitábamos una especie de filtro que se ponían en la boca para poder respirar. Morían en cuestión de segundos. Teníamos muchos cadáveres de estos seres raros y con el tiempo fueron llevados a una estación de pruebas de armamento, lo que después se convirtió en el Área 51. Estaba muy harto de eso. Al final, no nos hacían daño, ¿por qué exterminarlos?

Cuando llegué a McAllen mi plan era olvidarlos y lo conseguí durante algunos años, pero desde hacía un par de meses habíamos estado recibiendo llamadas acerca de avistamientos extraños. Los más veteranos solo escuchábamos y hacíamos caso omiso, hasta anteayer que contestó la llamada mi aprendiz, un novato rígido y apegado a las normas, pero mucho más osado de lo que yo era cuando tenía su edad. En cuanto recibió la llamada de aquel granjero, decidió ir a investigar. De nada sirvieron mis intentos de persuadirlo para que no fuera y tampoco mis órdenes de que se quedara, así que tuve que acompañarlo.

Fue sorprendente encontrar la nave. Desde aquella primera vez que vi una, hace unos treinta años, han progresado mucho. Cada vez son más grandes y brillantes. Ésta tenía marcas de haber sido alcanzada por un rayo. Debe ser por eso que aterrizó. Encontramos la escotilla abierta. Novato imprudente, entró a investigar. Yo preferí quedarme afuera. Pasaron largos 10 minutos y el novato no salió. Seguí esperando y cuando me di cuenta de que había pasado más de una hora, decidí hacer el reporte. Por nada del mundo iba yo a entrar a ese aparato.

El grupo de rangers designado llegó casi inmediatamente. Comenzaron a peinar el terreno para investigar. Un par fueron designados para entrar a la nave, salieron a los pocos minutos diciendo que no habían encontrado al novato ni rastros de él.

Cayó la noche y la investigación se suspendió.

Ayer llegó una cuadrilla especial, comandada por un oficial joven y prepotente. El segundo al mando era mayor y parecía más cauto.

Me llevaron a mí porque era el que había reportado al ranger desaparecido. Los miembros de la cuadrilla no se veían tan sorprendidos, parecía que tenían experiencia con sucesos cómo este y que no les afectaban tanto como a mí.

Luego de varias horas de peinar el campo alrededor encontraron el cuerpo de uno de esos seres. Parecía muerto. No tenía señales de llevar el filtro que les quitábamos años atrás. Marcaron un perímetro alrededor del cuerpo y se fueron a otros lados del campo. Pasaron algunas horas más y comenzaron a retirarse para almorzar.

Mientras tanto el oficial comenzó a acercarse al cuerpo y les gritó:

—No se olviden que el alien está muerto sobre la hierba…

El segundo al mando le contestó:

—No oficial, no está muerto. Parece. Tenga cuidado al acercarse. Es un estado cataléptico. Al último que encontramos, lo llevaron al Área 51 para hacerle la autopsia. Creímos que estaba muerto. Cuando lo pusieron en la cabina presurizada del avión, se despertó. Fue un desastre. No lo toque. No le dispare. Dejemos que se vaya en paz.

Estuve de acuerdo, agradecí que alguien pensara como yo, era preferible dejarlos ir en paz. Me imaginé al “alien”, por fin tenía un nombre para designarlos, despertando, emitiendo aquel chillido agudo y haciendo que el avión explotara.

Todos los miembros del equipo se fueron. Me dejaron a mí, solo, con la consigna de cuidar el cuerpo hasta que regresaran de comer. Me di vuelta, extraños recuerdos pasaban por mi mente, imágenes de cada vez que tuve que intervenir en capturas y muertes de estos seres. Aunque no era lo que yo quería, había recibido una condecoración por mi eficacia.

Al cabo de un rato, regresó el segundo al mando. Venía a relevarme.

—Ya no hace falta que cuides al cuerpo —me dijo—; de aquí en adelante, yo me hago cargo

Respiré aliviado y comencé a caminar hacia mi vehículo. Recordé que no me había despedido y me di la vuelta para regresar. El alien se levantaba, ayudado por el segundo al mando y mientras se levantaba, se iba transformando en mi novato.

Me llené de terror al percibir el chillido agudo y me paralicé.

Mientras me metían a la nave escuché decir al oficial que habían tardado mucho tiempo en encontrarme.


Marcela Iglesias nació en San Salvador el 12 de marzo de 1972. Por causa de la guerra civil desatada en su país emigró a Ecuador, donde reside desde 1988. Profesora de matemáticas desde los 13 años, siempre tuvo el deseo de escribir. Ahora se considera una escritora en construcción.

viernes, 24 de enero de 2025

UNA NUEVA NACIÓN CAMINA BAJO EL SOL DE ANTARES


Oscar De Los Ríos



Octubre de 2067. Afuera, los sensores indican dos grados centígrados pero Josué (como se llamó al saberse un elegido), siente la calidez del sol a través de la piel sintética que lo recubre y protege, resabio de otros tiempos en los que fue un operario que realizaba trabajos en climas adversos y peligrosos. Faltan aún quince minutos para el acto que marcará el nacimiento de una nueva Nación, y los dedica a recordar los acontecimientos de los últimos siete meses.

Todo comenzó antes de su clonación, cuando los glaciares Pine Island y Thwaites, dos gigantescas moles heladas, se derritieron completamente sumergiendo a Inglaterra y a Japón bajo el mar. Tras esta catástrofe se formó una tormenta magnética que dejó sin luz, sin teléfonos y sin internet al mundo durante un mes. Fue el comienzo del “Gran Cataclismo”, maremotos, terremotos y tsunamis azotaron la tierra cambiando drásticamente su geografía. La población se redujo primero a la mitad y luego, con los suicidios en masa, a un tercio, tras lo cual surgio un nuevo orden mundial. Los países que no fueron devastados por el océano se erigieron en los amos de un mundo en caos. La religión cayó en el descrédito y Dios fue desterrado. Entonces, algunas de las empresas más poderosas del planeta decidieron financiar instalaciones capaces de clonar seres humanos ya adultos, sin recuerdos y sin alma; seres sin pasado, descartables, por los que nadie iría a reclamar. Capaces de trabajar en las peores condiciones, sin derechos y sin paga; los producirían en serie y los venderían en los nuevos mercados. El mundo estaba necesitado de mano de obra calificada. Construyeron los laboratorios en las nuevas tierras que se formaron en gran parte de la Antártica. Al mismo tiempo, como prueba piloto, utilizaron a las mujeres y hombres clonados para levantar una ciudad sostenible, que prestara atención al movimiento del aire y la luz natural. Y los clones plantaron árboles que no verían crecer, colocaron césped que no pisarían, levantaron hermosas casas que no habitarían, crearon jardines y huertas que no cultivarían, fuentes cuyas aguas no verían danzar… y muy pronto Antares (así se la llamó), estaba lista para ser habitada.

Josué fue uno de los seres clonados y cumplió su función hasta que una noche, el primero de enero de 2067, subió a la cúpula de la torre más alta de Antares y, luego de colocar una antena de internet, en vez de bajar como tenía ordenado, se detuvo a mirar el horizonte; en ese instante único y sin retorno, tuvo una visión de deslumbrante belleza, un destello dorado surgió del hielo en el centro del continente y experimentó algo que le estaba vedado: se emocionó. El impacto fue tan grande que bajó de la torre desorientado y confundido, vagó de un sitio a otro por la ciudad dormida hasta encontrar un jardín donde pisó el césped y olió una flor. Estuvo un largo rato ensimismado en sensaciones desconocidas y por fin comprendió que debería ir tras su sueño antes de que se lo borraran; volviendo a ser un ser sin alma. Juntó comida y agua y, montando un trineo a motor, partió en busca de su destino.

Regresó un mes más tarde, el hielo le había entregado suficiente oro para llevar a cabo el plan que había meditado, noche tras noche en soledad, leyendo junto al fuego un antiguo testamento que encontró adentro del trineo.

Al igual que Moisés libraría a su pueblo de los opresores.

Al regresar volvió a experimentar sensaciones nuevas, besó a una muchacha humana (a la que llamó Rahab), se enamoró. Y luego se emborrachó cuando ya no pudo soportar el dolor de tener alma y de que sus hermanos no recordaran, o no supieran, que tenían una; debía corregir esta situación. Era el momento de poner en marcha su plan de liberación.

Para esto reunió a diez de sus compañeros y les mostró el nuevo mundo de sensaciones que había descubierto; luego les explicó su plan. Se quedarían con la ciudad que habían construido antes de que llegara el contingente que la poblaría. Al igual que Moisés tuvo su revelación en un resplandor, no sería en una zarza ardiente, pero a él le bastó. También traería la peste.

La empresa era difícil y arriesgada, pero no imposible. Con el oro que trajo de su incursión y la ayuda de Rahab compraron la voluntad de los tres científicos que estaban a cargo del proyecto (Rahab los había escuchado añorar a su país y a su familia), les entregaron veinte kilos de oro a cada uno y, con su complicidad, los nuevos clones nacieron muertos. El proyecto de las empresas comenzó a tambalear. Al mismo tiempo una peste mató a cincuenta clones que ya realizaban trabajos en Antares. Ante esta situación inesperada el director general del “Proyecto Antares”, informó a la casa central en los Estados Unidos. Un mes más tarde, tras la muerte de otros cien clones y de no poder crear nuevos, la casa central ordenó abandonar Antares. Aunque volvieran a tener éxito en las clonaciones no podían arriesgarse, las pérdidas ocasionadas por las demandas de los posibles damnificados los llevaría a la quiebra. En su lugar se dio luz verde a la fabricación de robots, en otra planta que se levantó en las nuevas tierras del Ártico, que realizarían el trabajo por los humanos.

Cuando zarpó el barco y los seres humanos abandonaron Antares, regresaron los ciento cincuenta clones, que no habían muerto, sino que habían sido reemplazados por cuerpos abortados.

Ensimismado en sus recuerdos Josué no se percata de que Rahab sale a la terraza.

―Querido, ya es hora. El pueblo espera la guía de tus palabras.

Una nueva nación camina bajo el sol de Antares.

jueves, 23 de enero de 2025

MARCHA AL OLVIDO

Juan Carlos Aguilar


Los muros de cemento inconcluso se erigían como esqueletos desafiantes en medio de la penumbra perpetua. Bajo aquellos gigantes de hormigón, una multitud errante avanzaba sin rumbo, arrastrando su miseria a través de charcos cenagosos y hierros retorcidos. Sus pasos, lentos y toscos, eran apenas el eco de una especie empeñada en sobrevivir un día más, como un enjambre de langostas que devora, sin piedad, los últimos resquicios de alimento envasado en latas oxidadas.

En sus rostros marchitos se dibujaba la sombra de mil historias truncas por un cataclismo cuyo nombre se había perdido en los abismos del tiempo. Cada jornada, la convicción de seguir con vida parecía disminuir un poco más, disuelta en la lluvia ácida y en el viento que traía recuerdos de lo que alguna vez fue el verdor del mundo. Para la mayoría, solo quedaba un letargo indolente, un avanzar mecánico sin la menor esperanza de encontrar nada nuevo.

Entre aquellas figuras errabundas, un niño se retrasaba, asido de la mano de su padre, un hombre de barba rala y mirada vencida. De vez en cuando, aquel niño rezagado giraba la cabeza, explorando con ojos inocentes los contornos rotos del horizonte. Fue entonces cuando algo inusual atrapó su atención: un diminuto brote verde, un tallo esbelto que emergía, rebelde, entre el barro gris. La criatura parpadeó con asombro, incapaz de comprender aquella chispa viva en medio de la devastación. Jamás había contemplado otra forma de vida que no fueran ellos mismos.

—¡Padre! —susurró con voz débil, temeroso de quebrar el silencio opresivo que los envolvía—. ¡Padre!

El hombre, sumido en la desesperanza y asfixiado por el cansancio, se limitó a estirar un brazo hacia atrás, sin dignarse a mirar. De sus labios agrietados brotó un gruñido ininteligible, la única respuesta posible a la llamada de su hijo. El niño, obligado por el tirón brusco, dio un paso en falso. Su bota gastada se hundió en el barro y aplastó el tierno brote con un crujido casi imperceptible.

La marcha prosiguió entre ruinas y el polvo, sin que nadie advirtiera el eterno silencio que acababa de nacer. Y así, sin saberlo, la humanidad dio el paso definitivo hacia su propio ocaso.


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