jueves, 30 de enero de 2025

¡AARKH! ¡OORGH!

 

Víctor Lowenstein

 

Moab venía atravesando el extensísimo cenagal dejado por la inundación de todo un continente, el ahora desaparecido Mu. Era un amanecer gélido, y Moab caminaba para no morir de frío y para no dormirse. Cada cataclismo, de los muchos que sucedían en la era arcaica, dejaban hordas de supervivientes cada cual más salvajes e inhumanas; rastros de razas extrañas perseguidas por el hambre, condenadas a un perpetuo nomadismo.

Arropado en su desgarrada túnica, aferrando su hacha de mano a modo de talismán, Moab llegó hasta la estribación rocosa que antecedía un valle despejado. Antes de asomarse a la planicie una criatura alada bajó a posarse en la roca justo frente a él. La miró con curiosidad y algo de miedo. La criatura, no mucho más alta que él, lo doblaba en anchura. La cabeza era como la de un insecto, pero gigante, con fuertes apéndices que sostenían unas enormes alas membranosas. Sus ojos, como dos ópalos iridiscentes se extendían hasta los extremos de esa cabeza córnea, rodeando una especie de trompa con la cual emitía una voz grave y nítida. Evidentemente se trataba de un híbrido de alguna raza inteligente del reino perdido bajo las aguas…

—Soy Ageab, señor de Taris —dijo el ser.

—Taris ya no existe —afirmó secamente Moab.

—Bien lo sé, humano. Desde entonces vago por estos cenagales buscando compañeros de viaje, a fin de establecernos y fundar una nueva colonia.

  Moab miró con desconfianza los ojos iridiscentes.

—¿Acaso no has hallado a nadie aún? Llevo veinte lunas recorriendo este erial…

—Solo hordas de caans, bestias semihumanas que andan a cuatro patas y devoran todo lo que se mueva frente a ellos. Intenté hablarles, pero…

—Debiste huir.

Ageab bajó la cabeza varias veces asintiendo. Luego, mostró al anciano algo que guardaba una de sus membranosas manos. Eran dos pájaros muertos, bien conservados. Moab abrió mucho sus ojos; llevaba tres días sin probar bocado.

—Si gustas, los asaremos allí, en el valle. Llevo yesca en mi bolso.

El anciano aceptó la propuesta, no sin recelo. Acompañó al ser a acampar en una parcela bastante seca, donde con habilidad dispuso una fogata y ensartó las aves en estacas clavadas a la tierra. Se sentaron sobre sendas rocas a esperar, como viejos camaradas. Ageab extrajo algo más de su bolso. Era una inconfundible petaca de licor.

—Conservo este poco de fermento de huesos tártaros. ¿Lo compartimos?

Moab asintió, aún lleno de desconfianza, pues su estómago bramaba por algo que le brindara un poco de calor. Ageab emitió algo parecido a una risa humana al contemplar la expresión del anciano al tragar el espeso fermento. Era bueno, fuerte, pero su cabeza empezaba a dar vueltas y su visión se trastornaba. Veía acercarse a una jauría desde el norte. Veía a su compañero inmóvil. Escuchaba el rumor del viento mezclado con ladridos que eran voces humanas degeneradas por la corrupción en su sangre. Pronto los rodearon. Demasiado pronto. Sus cuerpos cuadrúpedos eran deformes y temblorosos, sus cabezas acababan en hocicos abiertos en fauces llenas de colmillos… Moab intentó fijar su atención en Ageab, inmóvil sobre su roca. Quizá tratara de confundirlos haciéndose el muerto. Así y mareado, el anciano sabía que esa estrategia funcionaba con reptiles, con pájaros, nunca con mamíferos. Podía oler el aliento fétido de las bestias, presentir la inminente matanza de la que sería víctima segura. Antes de cerrar sus ojos en un inaudible rezo, oyó a su eventual compañero murmurar unas palabras conocidas…

“Aarkh…oorgh…”

¿Dónde había escuchado Moab esa letanía? ¿Fue en la guerra de Bóreas, durante el equinoccio? ¿O en la revuelta de la frontera de Mu? En cualquier caso era una voz marcial, una voz rememorada entre tambores de batalla… al volver a oírla luego de tanto tiempo, llevó su mano al mango del hacha por pura intuición, por puro miedo de morir… Aarkh oorgh era el grito de guerra de los soldados del reino de Taris. Su canto de triunfo contra el imperio tártaro.

Apenas fue capaz de separar los párpados para ver a Ageab elevarse sobre sus alas craneales desplegando su voluminoso ser por encima de la fogata donde dos aves muertas se incineraban rodeadas por un azorado anciano y una veintena de perros mutantes ladrando enloquecidamente… el espectáculo fascinaba al antiguo señor de Taris, que reía agitando sus membranosas alas, hasta que un dolor inesperado le abrazó la pantorrilla. La pupila del iridiscente ojo izquierdo descendió hasta ver el filo del hacha clavado dentro de la musculatura de su pierna. Ah, pero qué buen lanzador era ese anciano… casi no podía mantener el equilibrio… y el olor de la sangre excitaba las fieras abajo... hacia donde el alado ser se precipitaba sin remedio. El dolor de la caída resultó inferior al del hierro del hacha siendo arrancada de su pierna. Ahora le tocaba a él oler el aliento de la jauría y ver los colmillos cerca de su cara.  

Bastaba una señal. El anciano parecía estar preparándola. Al guardar el hacha en el cinto de su túnica y recoger las aves quemadas y dirigir una última mirada al señor de Taris, derribado sobre la rala hierba y aguardando la sentencia del destino, en la voz de Moab, quien pronunció aquella recordada voz de guerra:

¡AARKH! ¡OORGH!

Los caans supieron recordar, desde los fondos de su antigua memoria, aquella orden militar, olisqueando el aire sobrecargado que les hacía abrir las fauces de un hambre que una raza guerrera nunca olvida, aún corrompida su sangre.

Se lanzaron en manada sobre el cuerpo del antiguo rey guerrero y señor de Taris. Desgarraron su dura carne a dentelladas. Devoraron un festín del irreconocible cadáver y más tarde, royeron sus huesos hasta el cansancio. Luego se dejaron caer dormidos, incapaces de pensar ni sentir otra cosa que la inmediatez de cada momento.

¿Moab? Ya estaba muy lejos, caminando siempre, hacia otro valle, una nueva aldea o quizá un encuentro con seres de alguna raza sobreviviente. Transitando la triste aventura de sobrevivir un nuevo día.


Víctor Lowenstein nació en Buenos Aires, Argentina, el 19 de enero de 1967. Escritor. Autor de seis libros de cuentos fantásticos. Dos menciones de honor de la Sociedad Argentina de escritores (S.A.D.E) y primero y segundo premio género cuento concursos “Siembra de letras” y antologías “Soles de América”.  Participación en más de veinticinco antologías y una docena de revistas digitales. Escribe textos ficcionales, horror, weird,  y ensayos sobre literatura moderna. Algunos de sus libros son: Paternóster, novela corta, 2014 y Artaud el anarquista, 2015. 

 

 

HACE TIEMPO QUE NO VEO A SARA

 

Jorge Etcheverry

 


Hace tiempo que no veo a Sara. Bastante tiempo. El tiempo en todo caso siempre es una impresión subjetiva. Depende más bien del agua que pasa bajo los puentes, si se me permite esa alusión cliché. Mis circunstancias vitales no me dejan la claridad suficiente como para entrar en antecedentes, recuerdos, divagaciones, que tienen que ver con personas y situaciones no siempre de dominio público, pero de gran importancia para uno. Bueno. Hacía tiempo que no veía o no sabía nada tampoco de Fernando. Incluso alguna vez creo haberle comentado a alguien “Fernando anda desaparecido”. Y me lo habían confirmado. Hacía meses que Fernando andaba desaparecido de las pistas. Nadie lo había visto, pero como nos conocemos hace años, no me sorprendió que me llamara para invitarme a esa recepción o fiesta, en esa casa que yo sabía bastante suntuosa y en uno de los mejores barrios, con mucho old money como se dice por aquí. Yo dudé en poco en asistir. Temía mi natural timidez frente a los otros concurrentes, seguramente en su mayoría desconocidos, el no saber de qué hablar con ellos, en qué idioma. Siempre me encuentro con gente de otros países, que hablan otras lenguas, cuando ando con Fernando, que tiene un talento natural para los idiomas, lo que le ha servido mucho aquí. A mitad de camino había entrado en un bar latino. Me había ido a pie, siempre camino mucho, es mi único ejercicio, y me había tomado un par de mojitos, por suerte tenían, un trago que ha ido desplazando lenta pero imperceptiblemente mi afición por los cuba libre, porque son menos fuertes. Pero de todas maneras, el ron se me va demasiado pronto a la cabeza. Cosas de los años, que no lo perdonan ni siquiera a uno.

Tan pronto llegué vi a Sara. “Sara” le dije y me adelanté a abrazarla, cuando en eso apareció Fernando que le puso la mano en la espalda, con gesto levemente posesivo. Ahora entendí. Hace poco que me habían operado de los pólipos y estaba empezando a oler de nuevo. En general es más bien incómodo al principio, después uno se va acostumbrando. La mayoría de los olores son desagradables o molestos. Había un olor como a trementina. Sara pintaba, pero le hacía más al acrílico. Al fondo de un pasillo, más bien un closet, al lado de la cocina, se podían ver una escalera de tijera, unos botes de pintura. Claro, acababan de pintar la casa, por eso ese olor. Casa nueva vida nueva. Entonces eso era lo que estaba celebrando Fernando, o Sara, que estaba casi igual y no había cambiado casi nada en este tiempo. Fernando, claro, siempre igual, cosa de los petisos. Había hasta un mozo y no pude resistir la tentación y tomé un cuba libre de la bandeja. Pero era pura coca cola con hielo. A lo mejor ya no tomaban. A lo mejor hasta se habían puesto vegetarianos. Pero no. En una mesita en un rincón pude ver a un barman, que servía vasitos de tinto y del otro. La cosa iba en serio. Otros visitantes palmoteaban a Fernando en la espalda, le daban abrazos, lo felicitaban en diferentes idiomas, le daban besitos en la mejilla a Sara, que se veía muy bien con su traje negro, bien escotado. Siempre le ha sentado el negro y debía estar a dieta, ya que se veía bien flaquita. Me puse a hablar sin saber cómo con un tipo que decía que era traductor, que me conocía, dijo, aunque de seguro yo no lo conocía a él, agregó. Mentira, pensé. Yo tengo muy buena memoria para las caras.

Pasó el rato. De repente sentí unas voces en alguna parte. Una de mujer, alta, aguda, en español y la de Fernando, baja, asertiva y conminatoria, tratando de explicar algo, pero manteniendo el tono bajo, como para no hacer escándalo, pero no le resultaba porque varios ya estaban atentos a lo que pasaba en ese pequeño vestíbulo, o cuarto, que quizás había sido antes una especie de despensa, entre el comedor y la cocina, no me acordaba, y donde ahora estaba sentado Fernando enfrentando a esa mujer que un comienzo no había reconocido, Amparo, con sus facciones un poco borrosas, su manera de vestir tan discreta. Ella era la de la voz, los gritos casi. No soy muy bueno para las voces, “la niña te echa de menos, me pregunta por ti todos días, ¿cuándo va a venir el papá?, ella es la más chica, ella no entiende”. “Bueno, bueno”, le decía Fernando, “cálmate, voy a pasar el lunes”. Así, para que mantuviera la voz baja, pero Amparo empezó a gritar y de repente se cayó de la silla al suelo y empezó a retorcerse, le vinieron las convulsiones, que parece que hacía años que se le habían pasado y Fernando seguía sentado ahí, inmóvil, sin atinar a hacer nada y yo me empecé a acercar a la puerta de calle, pasé frente a esa reproducción de Francis Bacon, que antes Fernando tenía en su oficina y que a mi nunca me había gustado, a la que enfrentaba al otro lado del pasillo uno de esos cuadros limpitos y de alguna manera rígidos de ese pintor de ascendencia japonesa que nunca pude pasar, sin decir que no sea bueno en lo que hace, y que ahora figuraban profusamente en la casa de Sara, en detrimento de las reproducciones de Van Gogh, especialmente del Moulin de la Galette, que a mi tanto me gustaba. Al salir me di cuenta de que ella me había seguido cuando me puso la mano en el hombro. Me dí vuelta para despedirme. Ahora que me fijaba mejor estaba bastante desmejorada. Por sus ojos me di cuenta de que ella pensaba lo mismo de mí. “Bueno”, le dije, “hasta la próxima”. Y ella volvió al interior de su casa, a su vida de ahora.

miércoles, 29 de enero de 2025

LA TELARAÑA

 

Gabriel Trujillo Muñoz

 

Esto ocurrió hace más de veinte años, cuando comenzaba el siglo.

Estábamos por entrar a una convención de videojuegos e Inteligencia Artificial y un joven permanecía frente a la entrada del centro empresarial, distribuyendo unas hojas de papel.

Tomé una y decía:

“En el futuro cada uno de nosotros será su propia pantalla táctil. Tocarás a los demás y te revelarán sus gustos, sus intereses, sus apetencias. Y ellos harán lo mismo contigo. Podrás establecer redes de persona a persona, de ojo a ojo, de célula a célula. Alguien cantará su júbilo y su júbilo será compartido cuerpo a cuerpo, órgano a órgano. Alguien tendrá miedo y su miedo será compartido, ya no estará solo con él. Para unos, eso será un día de fiesta. Para otros, la peor pesadilla del mundo. Ruido blanco será nuestro pensamiento. Un flujo de información que saturará nuestros sentidos hasta hacerlos estallar. Al final seremos cáscaras vacías, residuos, el eco de una onda de choque, algo que vibra hasta desaparecer. Ese porvenir nos aguarda, viene por todos nosotros. La telaraña que nos captura y al capturarnos no hará centro de atención, su alimento”.

Cuando salimos, el joven era llevado esposado por dos policías rumbo a una patrulla.

—¿Qué pasó? —pregunté.

—Un alborotador —dijo una de las edecanes.

Yo miré la hoja de papel.

Tan anticuada en estos tiempos virtuales.

Tan subversiva en su obsolescencia.

—¿Qué hace con ese papel? —me preguntó un guardia de seguridad.

—No sé —respondí, poniéndome a la defensiva.

—¡Démela!

Se la di. El guardia la leyó con el ceño fruncido.

—Dice puras tonterías.

Si dice puras tonterías, entonces, ¿por qué se ponen tan nerviosos?, pensé.

—Yo me encargo —dijo el guardia y se llevó la hoja de papel bien apretada en su mano.

—¿Por qué tanto escándalo? —quiso saber un joven despistado.

—No lo sé —le respondí.

Y recordé las palabras que traía aquel papel: “Alguien tendrá miedo y su miedo será compartido”.

Por supuesto, me dije.

Pero quedaba en pie una última pregunta.

Si vivimos en la telaraña colectiva, ¿dónde está su dueña, qué espera para devorarnos?

Eso ocurrió hace más de veinte años, cuando comenzaba el siglo.

Cuando aún éramos seres humanos saludándonos unos a otros, platicando cara a cara en la plaza pública.

No estos avatares que hoy llevan nuestros anhelos de un extremo a otro del mundo.

No estos fantasmas en su incesante algarabía.

No estas vibraciones en el tejido que nos sostiene.

Tal vez tú no lo percibas, pero yo estoy seguro de que algo se aproxima, algo viene por nosotros.

No sé qué sea pero ha sentido nuestra presencia. Y tiene hambre. Mucha. Muchísima.

Ya verás.


Gabriel Trujillo Muñoz nació en Mexicali, Baja California, México, el 21 de julio de 1958. Es poeta, narrador y ensayista. Es profesor de tiempo completo de la Facultad de Ciencias Humanas de la UABC-Mexicali y uno de los editores de la Revista Universitaria de la Universidad Autónoma de Baja California. Ha publicado más de ciento treinta libros como autor y compilador. Una apretada síntesis permite citar, entre muchos otros, Miríada (cuentos, 1991), Laberinto (novela, 1995), Mezquite Road (novela, 1995), Conjurados (novela, 1999), Espantapájaros (novela, 1999), Trebejos (cuentos, 2001), Mercaderes (cuentos, 2002), Aires del verano en el parabrisas (cuentos, 2009), Trenes perdidos en la niebla (novela, 2010), Moriremos como soles (novela, 2011), Círculo de fuego (novela, 2014), Música para difuntos (novela, 2014) y Vecindad con el abismo (novela, 2015).

 

EL PUESTO

 

Suray Annys

 


—Ya basta con tus risitas… aún no hemos terminado.

—Pero sabes que es tu último juego.

—Lo sé, aunque todavía puedo ganarte.

—No, ya no puedes ganar.

—¡Te gane muchas veces antes!

—En todas ellas te dejé ganar…

—¡Mientes!

—No tengo necesidad.

—Lo haces por gusto.

—Bueno, eso es cierto.

— Tal vez sea yo quien hoy te deje ganar.

—¿Por qué lo harías?

—Quizá porque ya no tengo nada que perder.

—Jajaja, ya sabía yo que tenías en muy poca estima tu vida…

—¡Patrañas! Mi vida es lo único que aún poseo y que me importa pero…

—¿Pero?

—Pero ya no me gusta este juego.

—No puedes escaparte. Cuando accediste a este cuerpo sabías que llegado su tiempo deberías dejarlo… o más bien que él te dejaría.

—Sí. Y aun así me niego a abandonarlo.

—De nada te servirá negarte, ya perdiste tus piezas clave. Es cuestión de un par de jugadas más y te daré jaque mate.

—Ve a decirle a tu jefe que su segadora necesita reemplazo.

—¿A qué te refieres, mortal, grotesca e inconsciente?

—¿No lo sabes todo de tus miserables víctimas?

— Sé que eres insignificante, intrascendente, mezquina, temeraria e irreverente. Que tu soledad te volvió cruel e indiferente y que nadie recuerda tu nombre o tu rostro.

—Pues en hora buena, hermana querida. He sido jardinera y agricultora. He segado maleza toda mi vida.

Sin agregar más la anciana arrojó sobre la parca el gato famélico que vivía sobre su hombro. Luego se abalanzó ágilmente sobre la guadaña y la esgrimió trazando sobre la muerte un signo infinito en espirales multidireccionales. Con el último movimiento arrasó el tablero y atrapó la túnica negra que aún flotaba en el aire. Se la colocó y abrió los brazos.

—Aquí estoy, reclamo este puesto.

 

 

martes, 28 de enero de 2025

LA ESTATUA EN LA LLANURA

 

Cristian Mitelman

 

“La memoria no es más que una manera de sentir.”

Tratado de las sensaciones.

 Condillac.

  

Los últimos tiempos fueron de un sopor sepulcral. Entiendo que este es uno de los últimos raptos de lucidez que tuve en otros tiempos. O al menos de esa lucidez que usted y yo alguna vez compartimos. Entiendo que, a medida que vaya escribiendo este informe, mis fuerzas se irán desvaneciendo. Imagine mi situación: estar solo en esta pequeña esfera terrosa (detesto la palabra “planetoide”) cuya geografía es una pampa que se duplica a sí misma sin ninguna conmiseración para el ojo. Al principio uno piensa en las taigas rusas o en las estepas bonaerenses y se resigna. Con el correr del tiempo empezamos a anhelar una sierra, una quebrada, aunque más no fuera un médano que permita anticipar la playa y el océano. Nada: la planicie se va instalando en el alma. Y esas esculturas que no sabemos a ciencia cierta cuándo fueron hechas; qué tipo de cultura pudo plasmarlas.

Me enviaron para estudiar estos raros monumentos de piedra que dan fe de la existencia de una civilización. Mis estudios de arqueología cósmica me habilitaban para el trabajo. Hasta entonces no había hecho más que trazar hipótesis sobre las culturas de los exoplanetas a partir de los datos que laboriosamente llegaban al laboratorio. Nunca me habían encomendado un trabajo de campo. A medida que los años iban corriendo empecé a sentir que mi vida sería la de esos burócratas del saber que, reclinados sobre fotogramas y holografías, no hacen más que conjeturar sobre los mundos sin salir jamás del campus universitario. Un mercachifle de monografías. 

Cuando surgió la posibilidad de acceder a esta “terra incognita” ya estaba en el umbral de la edad máxima establecida por los protocolos: suelen seleccionar a los más jóvenes por cuestiones físicas y de resistencia; el resto del cuerpo académico se queda viendo el modo en que la gloria siempre es ajena.

Más allá de que mi adultez; el Consejo Académico insistió en mis méritos y en mi capacidad de análisis. 

Ha pasado el tiempo: debería enviarles un informe que diese crédito a mi fama de observador académico. Sé que no he cumplido con lo que suele pedirse en estos casos. No he forjado más que una suma de papeles inconexos. Yo mismo, acostumbrado al rigor con el que supe desempeñarme, sentí asombro de mi indolencia. Recibí las notas exigiendo que enviara mis impresiones; leí cada una de las recomendaciones que se me hicieron; no dejé de observar el viraje en el tono de los escritos. Los últimos que me ha enviado la Secretaría de la Universidad rozan la amenaza y el escarnio. Se habla de una actitud fraudulenta de mi parte; se menciona la desidia con que he utilizado los fondos académicos en una labor que no ha servido para nada. No es que no tengan razón: admito que todas las fallas están de mi parte. La cuestión es que no aciertan con el motivo del fracaso. ¿Cómo podrían verlo si yo también estoy perdido, abrumado en un caos mental que solo me permite, cada tanto, bosquejar una misiva como esta que acaba de llegar a su pantalla?

Tal como sabíamos, en estas llanuras solo pueden verse estatuas. La primera vez que pudimos despejar las imágenes sentimos que al fin habíamos vislumbrado una civilización más o menos desarrollada. El tipo de escultura, aunque mostraba leves cambios en las proporciones, daba la sensación de que eran de un tipo clásico. Recordará usted mi conjetura: “el arte planetario, a partir de todas las imágenes recolectadas, da la sensación de haber llegado a un tipo de línea figurativa semejante a la de la Grecia Arcaica. No se notan períodos previos, con su necesaria tosquedad y sutileza en el manejo de los instrumentos; tampoco se nota una evolución a formas estilizadas clásicas ni barrocas. Esta civilización tuvo que haber llegado a un punto evolutivo en ascenso para encontrar un fin abrupto que todavía no podemos entender”.

La cantidad de bibliografía que generó la hipótesis se hizo insostenible. Estuve años dictando una cátedra sobre el Arte en el Gran Planeta del Llano, tal como se la nombraba en los claustros. A usted mismo le llamó la atención que mis libros, aunque plasmados para un público erudito, lograran llegar al público. Nunca fue mi intención ganarme el aprecio de las mayorías.

Los estudios estaban destinados a estancarse. No podíamos más que tejer telarañas conjeturales sobre las líneas artísticas que divisábamos en esta esfera desolada, tan lejos de su estrella madre que los días son atardeceres y las noches un largo descenso en las oscuridades del océano.

Recordará el beneplácito que contó mi segunda hipótesis: “el material calcáreo de las esculturas provoca un leve brillo en medio de la sombra que acosa al planeta. Quienes plasmaron estas obras debieron hallar un modo de comunicarse a la distancia por medio del brillo de las esculturas. Más que obras artísticas destinadas al recogimiento religioso, es probable que hayan tenido también una intencionalidad concreta: la idea de ser vistas a la distancia para establecer contactos entre los distintos pueblos que debieron crearlas”.

Fue así como pudimos establecer un código de brillos. Intuimos que aquellas piezas que reflejaban la escasa luz solar deberían comunicar algún mensaje importante, acaso una impresión de poderío. Daba la sensación de que las esculturas dijeran: “con nuestro brillo podemos quebrar la convexa oscuridad de los cielos”.

Mis alumnos se apresuraron a establecer tipos de brillos; mensajes crípticos a través de ellos. Uno de ellos, Johar Mukherjee, había elaborado una especie de geometría que iba de las más claras a las más oscuras, describió un alfabeto y una especie de lógica hegeliana. El texto me pareció muy bello, teniendo en cuenta que el joven que lo redactó lo hizo en plena guerra y bosquejó sus argumentos luego de ser atrapado y encarcelado. Hacía unos cuantos siglos un francés, en una infame celda creada por la escoria germánica había intuido el secreto numérico de las Églogas virgilianas; ¿por qué no darle al joven una gloria simétrica? Es una pena que, tras el regreso a casa una vez que se restauró una paz precaria con el Oriente, haya enloquecido. Fui a verlo varias veces al hospicio. Eran tardes tristes; no sé por qué las recuerdo nubladas o lluviosas. El joven repetía en modo incesante su teoría: una y otra vez yo anotaba su soliloquio buscando alguna diferencia. Dibujaba también unas curvas bellas parecidas a las de las longitudes de onda. En vano le pregunté qué quería decir con aquellos gráficos de suave cadencia. Nunca pudimos avanzar más que lo que dijo en el primer encuentro tras la gran conflagración oriental.

La última vez que salí del hospicio pensé que su teoría era plausible, aunque también podía ser un modo de defensa frente a las humillaciones que debió padecer en los tres años de encierro en aquellas prisiones comunitarias donde día tras día debía luchar por el alimento con las ratas y donde los pozos para defecar eran el anteúltimo círculo del infierno.                  

Pensé que aquel largo encierro tuvo que ser un diario combate para no caer en el delirio. Las lejanas estatuas de un pequeño planeta casi perdido lograron salvarlo, pero una vez que los prisioneros de guerra fueron intercambiados, aquel edificio mental que lo había salvado se desmoronó. Quedó en la red de sus propios pensamientos. La libertad de moverse era algo intolerable para un hombre que vivió atado más de mil noches.

Cuando me seleccionaron supe que el viaje no me correspondía a mí, sino al que estaba allí, en aquellas galerías psiquiátricas de las que sé que no va a retornar. Lo hablé con un solo amigo. Previsiblemente me dijo que era la última oportunidad que iba a tener. No era mi culpa la guerra con el Oriente; no era responsable del derrumbe mental de aquel a quien debería caberle la gloria.        

Tomé sus ideas; las analicé una y otra vez. Cotejé las imágenes: intenté descifrar algún tipo de mensaje. Noté que aquellas esculturas que tenían ciertas formas senoides emitían unos destellos de mayor amplitud. Las otras esculturas, más lineales si se quiere, emitían una luminiscencia menor. Todo aquello eran conjeturas: estaba viendo imágenes captadas por cámaras y sabíamos que lo que aparecía ante nuestros ojos eran solamente observaciones hechas por dispositivos que nunca terminaban de perfeccionarse.

“Mis ojos también son un dispositivo”, pensé, “pero perfeccionados por miles de años de evolución”.

Mi primer contacto con las estatuas tuvo ese fulgor de quien, luego de muchos años, ha encontrado el motivo de su vida. Las había visto miles de veces; en las clases que había dictado no mucho tiempo atrás había hecho notar una y mil sutilezas a los alumnos. Estar frente a ellas, tal como un helenista que por primera vez llega a una isla del Egeo, era una sensación vertiginosa.

No puede decirse que fueran bellas (al menos en el clásico sentido de la belleza terrena). Había una cierta irracionalidad en aquellas obras, como si las generaciones que las hubieran esculpido tuviesen un concepto levemente angustioso del arte. Algo indefinidamente vivo latía en aquellos ojos excesivamente separados de nuestro eje axial. Pensé de nuevo en el arte arcaico y también en la refinada crueldad de los restos etruscos.

Mi radio de acción era breve: la central adonde debía desplazarme al llegar la noche (esa inmensa franja negra que pesaba sobre los silicatos del suelo) estaba a un kilómetro del sitio donde se congregaba lo que en otra época habíamos llamado El Templo del Dodecágono. No puede decirse que las esculturas estuvieran simétricamente dispuestas, pero miradas desde lo alto parecían formar una imagen cuyos doce lados convergían en un centro que a su vez contaba con una escultura mayor.

Fui tomando nota de cada una de aquellas obras. Me permití rozar su piedra blanda como quien, por primera vez, puede acariciar a quien ama. No era prudente quitarme el guante térmico. Soporté el frío feroz entre los dedos y el peligro de una rápida gangrena. Tenía diez segundos, según los estudios que me habían conferido, para que mi piel no se quemara en aquellas corrientes gélidas. Sabía de otras expediciones que habían fracasado por los pequeños errores de la emoción, pero siempre he sido de naturaleza previsora. Cientos de veces había ensayado los movimientos para llegar a completar las acciones en el tiempo exacto. En la yema de los dedos, aquellas sales tuvieron un efecto ácido. Sentí la corrosión en la piel como una leve quemadura.

Me llamaba la atención que las piedras siempre recibieran la molestia de unas matas microscópicas que bien podían restos de algas que flotaban en aquella atmósfera salina. Cuidadosamente quitaba aquella película verdosa de los pies, de los brazos, de esos rostros de mirada ausente.   

El día que me permití el primer roce el brillo de las esculturas fue mayor.  Mientras el planeta volvía a la penumbra, vi el incremento de la luz: el modo contiguo en que cada sector del polígono irradiaba esa luz tan parecida a la de nuestros peces en fosas abisales. Esa noche soñé con el joven del hospicio. Había lógica en el sueño. Mukherjee y yo nos encontrábamos en el sitio más desolado del llano. Yo le decía que descansara tranquilo, que sus intuiciones eran correctas, que aquella ferocidad que en la guerra anterior lo había llevado a los límites de la locura no había fracturado su inteligencia. “No puedo sacarte del hospital”, murmuraba, “pero tu nombre escapará de estas paredes”.

Mi alumno no me miraba. En vano yo buscaba su rostro. Como un satélite daba vueltas alrededor de su cuerpo para darle ese derrotado consuelo, pero nunca podía verlo de frente.

Con el correr de los días intenté descifrar algún posible código. Había bosquejado índices de luminiscencia y buscaba encontrar alguna clase de regularidad. Tiene que haber patrones comunes, una especie de gramática oculta que hayan bosquejado los que hicieron en una época pretérita estas esculturas.

Todos mis esfuerzos eran estériles: no hallaba la clave oculta; los cambios de gradación eran permanentes. Intenté establecer vinculaciones entre los diferentes lados del dodecágono; busqué alguna correspondencia con las pocas estrellas que se dejan ver en ese cielo triste, que se hunde en lo más hondo del universo. Envidié la suerte de mi antiguo discípulo, que podía vivir para siempre en el mundo de las intuiciones sin tener que probar nada.

Una tarde tuve el primer destello. Estaba cansado y mi dolor de espalda por la gravedad del planetoide se había agudizado. Comprobé que los analgésicos empezaban a fallar y maldije no haber traído una dosis mayor de aquellas pastillas azules que son la antesala del descanso.

Miraba las manos de unos de aquellos seres y maldije mi suerte: todo aquel esfuerzo sería en vano. Volver a casa para decir que no tenía pruebas concluyentes; tener que explicar una y otra vez frente a las autoridades mi incapacidad para avanzar en los estudios sobre aquellas obras… Admitir mi muerte académica. Admitir la muerte en vida.

No sé por qué se me dio por nombrar a Mukherjee. Lo insulté en uno de esos sentimientos que median entre el rencor o envidia. Comprendí que él era el único que podía hallar lo que para mi inteligencia se hallaba vedado.

La mano del coloso emitió un destello que se propagó hacia las otras estatuas. En aquel momento solo pude establecer el hecho. La expresión hierática de aquellos rostros no se había transformado. Sin embargo, algo había cambiado. No había existido un solo movimiento facial, eso era evidente (tuve la precaución de extraer varias fotografías para observarlas cuando me repusiera del dolor); nada era distinto. Y todo era diferente.

Decidí otorgarme algunas jornadas de descanso. Comenzaba a hartarme de las estatuas y de aquel planeta cuya vida se había extinguido sin que las causas pudieran clarificarse.

Las estatuas habían comenzado a brillar cuando nombré a Mukherjee. Tardé dos jornadas en darme cuenta de que eso implicaba la posibilidad de la audición. Y quien puede oír, es capaz de establecer un lenguaje. ¿Acaso el incremento de aquel brillo no traducía una emoción? ¿Y la emoción no se transmitía por vibraciones lumínicas? ¿Para qué podían establecer las vibraciones sino para los otros seres del polígono? Eso podía prefigurar la vista, aunque también podía ser que las ondulaciones tuvieran un efecto táctil.

Con naturalidad supe que nunca habían existido las esculturas. Estaba frente a seres vivientes cuya existencia había desarrollado otro esquema de vida. Lo que está vivo debe de tener una fuente de energía. Entonces supe que las algas no eran una excrecencia del viento, sino el modo en que aquellos seres recibían del entorno un alimento que se filtraba a través de la roca, ¿o acaso de la piel?  

Mi mano izquierda comenzó a experimentar una leve sensación de ardor. Era aquella con la que me había animado a tocar una de aquellas criaturas. No era algo exasperante, sino aquella molestia que sentimos después de haber sufrido una quemadura leve. Ni siquiera consideré la posibilidad de los analgésicos. No era eso lo que me preocupaba, sino la palidez que fue tomando a lo largo de los días. Coincidió con una etapa de sopor en las que mis salidas al dodecágono fueron casi nulas. Recuerdo haber ido dos o tres veces, pero lo hacía siempre dentro de una sensación de sopor en la que la vigilia se desdibujaba. Llegaba hasta aquella imagen geométrica, miraba esos rostros difusos y no podía pensar con claridad. Quiero decir que aquellas categorías mentales que había utilizado hasta entonces en mis análisis se iban evaporando y empezaba a pensar cosas absurdas. Pensaba, por ejemplo, en Mukherjee. Pero ya no era mi alumno; ya no era un discípulo brillante al que la desgracia lo había conducido al neuropsiquiátrico. Todo aquello correspondía a un pasado que ya no tenía sentido o que se evaporaba como aquellas aguas de un pantano cuando reciben el sol del mediodía. Todo fue parte de un mismo proceso: primero mi mano izquierda, luego el antebrazo; una tarde vi mi hombro e incluso el primer espacio intercostal.

Los espacios de conciencia tal como los había experimentado también se volvían cada vez más fugaces. Supe que tendría muy pocos momentos para bosquejar algo en mis viejas categorías. Me iba sintiendo una de las criaturas. Las iba entendiendo; iba hundiéndome en su visión. Ellas también esperaban algo; ellas también, bajo aquel cielo más parecido a una piedra negra que a un cielo aguardaban la imagen del ser que las comprendiera y que, vaya a saber cómo, vaya a saber de qué pecados que sólo ellas podían comprender cabalmente, habría de salvarlas.

Es por eso que fui distanciando mis informes. Estuve a la espera de un último momento de saber humano. Este es el momento. Las criaturas están exaltadas; algo me dicen desde la distancia. Una de ellas, la que está en el centro, parece dirigir una especie de canto. Desconozco el hebreo, aunque me recuerda vagamente a un llamado que oía en mi infancia, cuando vivía cerca de una de las sinagogas del Barrio Viejo.

Mi espalda y mi pecho se están decolorando. Voy a escribir las últimas frases e iré hasta ellas. Habré de desnudarme para recibir esas algas que, entiendo, serán desde ahora mi alimento. Voy a ver su rostro, el que me ha sido esquivo hasta ahora.

Miro el último mensaje que me llega de mi viejo planeta. Me dicen que Mukherjee ha muerto en una de las salas del hospital. Lo pienso en esas galerías oscuras, buscado un mundo al que sólo él podía acceder. Recuerdo que sus ojos observaban la sombra y entraban en la sombra.

Ya voy saliendo. Me cuesta caminar; apenas tengo fuerzas. Sé que voy a llegar hasta ellas. Ahora sé cuál es el rostro de la criatura que está en el centro. Y que otra vez seremos doce los apóstoles.            

Cristian MItelman prefiere hablar de sí mismo en primera persona. "Nací en el 71 en la ciudad de Buenos Aires. Estudié Letras Clásicas en la Universidad de Buenos Aires, pero el Griego y el Latín, como huellas en la orilla del mar, se han ido desdibujando. Me gusta la música barroca; me gusta el rock de los setenta; me gusta viajar con mi pareja (que no ha dejado de alentarme en todos estos años); me gusta acariciar a mis gatos. Supongo que, al estar en la solapa de un libro, debo hablar de literatura. Poco pero claro: venero la prosa de Borges y la Rulfo como las dos cumbres inaccesibles del idioma. Leí con gusto la lírica griega arcaica y soy un admirador de mucha gente que enriqueció y enriquece mi vida: Yourcenar, Virgilio, Platón (más allá de que no existan los Arquetipos). Admiro las novelas de Rivera y los cuentos de Abelardo Castillo y Fernando Sorrentino. Y los poetas, claro. Eclecticismo absoluto: los Goliardos; la humanidad de Yanis Ritsos, la poesía china, el haiku, la cadencia de Lorca, el nihilismo místico de Omar Khayyam. Las máquinas cabalísticas de Sergio Corinaldesi y los versos de Rogelio Pizzi me causan una serena emoción. Intento transmitir algo de todo eso en mis clases. Publiqué varios cuentos y poemas"... concluye con excesiva modestia.

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