Sadık Yemni
Para Mohammed Abu Khdeir y su familia enlutada
Eliza miró con
desasosiego la puerta del restaurante que daba a la terraza. Estaba sentada en
una mesa para dos. Tenía el rostro vuelto hacia la entrada. Cuando estaba sola,
casi nunca se sentaba de espaldas a la calle, pero por alguna razón esta vez
había decidido hacerlo así. Las demás mesas de la amplia terraza estaban
repletas. A su derecha, en una mesa para cuatro, dos niños estaban sentados
junto a su madre y su padre. Los pequeños, uno de ocho y el otro de unos diez
años, llevaban camisetas rojas anaranjadas del mismo modelo. En sus espaldas,
de cara a Eliza, se leía en grandes letras blancas: “QUEMADO y CALLADO”.
En la mesa de delante había cuatro
muchachos. Permanecían inmóviles, con la cabeza ligeramente inclinada, como si
estuvieran meditando o rezando antes de comer. Detrás de la familia con niños,
dos mesas habían sido unidas. Un grupo mixto de jóvenes observaba en silencio
sus platos de pizza sin moverse.
Poco a poco, la joven comenzó a
percibir la presencia de algo inquietante. La inmovilidad y el silencio
dominaban el ambiente. En la terraza había, contando a Eliza, trece personas.
Excepto ella, todos tenían una pizza servida en sus platos. Nadie la comía.
Nadie bebía sus bebidas. Todos permanecían quietos, cabezas inclinadas, mirando
los platos. No cruzaban ni una palabra entre ellos.
Eliza había sido la última en
llegar. Como todos habían sido atendidos, le tocaba a ella, pero hasta ese
momento no había visto ni a un solo camarero. El cielo estaba nublado. Cuando
los fragmentos de nubes, empujados por el viento, pasaban sobre ellos, los
colores se apagaban y, al salir el sol, volvían a cobrar vida. No se escuchaba
ningún coche ni bocina desde la calle. Aquello era un punto de alarma. Las
personas, inmóviles, que seguían mirando sus pizzas, ya eran un estímulo
suficientemente inquietante, pero la calle era otra cosa.
Decidió no volverse hacia la calle.
Su intuición le decía: “No mires, o no entenderás el secreto de todo esto”. Una
parte de ella quería alejarse del contenido de lo oculto, que podía descarrilar
su vida cotidiana, pero la otra parte era más fuerte. Estaba decidida a dar el
paso final.
Ignorando la voz que susurraba:
“Mira a la calle, ¿por qué está tan silenciosa?”, se incorporó y caminó hacia
la puerta. Al pasar entre las mesas, nadie la siguió con la mirada. Era como si
no percibieran su presencia. Eliza era una persona de intuición fuerte, y el
sentimiento familiar que crecía en su interior lo tomaba muy en serio.
Sabes perfectamente qué es todo
esto.
No es un sueño.
No despertarás en tu cama.
El lugar es real, el tiempo está
torcido.
Mientras empujaba la puerta de
grueso cristal –que no dejaba ver el interior– vio reflejada su propia figura y
parte de los clientes detrás. Seguían allí, inmóviles. Empujó la puerta y
entró.
Se encontraba en un espacio cúbico,
blanco, de diez metros por diez metros. El techo parecía altísimo.
En un pasado invierno, la joven
había estado varias veces en aquella pizzería. El interior era totalmente
distinto: solía haber diez o doce mesas, sillas, plantas decorativas en enormes
macetas, un horno, clientes paseando y camareros circulando. Quizá estaban en
reformas, pensó. Pero entonces, ¿de dónde venían las pizzas que llegaron a la
terraza? No olía a masa horneada por ningún lado.
De pronto, vio en la pared de
enfrente, justo al centro, un televisor LCD montado allí. Aquel televisor
gigantesco había surgido como una boya que emerge desde el fondo del agua.
Mientras lo miraba con asombro, los brotes del miedo en su pecho florecieron.
Sus pies quisieron volverse hacia la salida, pero se contuvo. Había nadado
demasiado para echarse atrás. No saldría de allí sin entender qué estaba
ocurriendo.
Mientras pensaba qué hacer, sintió
un movimiento a su izquierda y se sobresaltó. Parecía haberse acostumbrado
demasiado a ser el único ser en movimiento en aquel espacio abstracto.
—Hola. Espero no haberla asustado.
Era un muchacho de unos quince
años, de cabello castaño oscuro y ojos grandes. Llevaba pantalón negro y camisa
blanca, con un chaleco rojo encima. Sobre el pecho había un emblema circular.
En el fondo rojo anaranjado, las letras blancas decían: QUEMADO y CALLADO.
¿Qué significaba aquello? ¿Era el
emblema de un club?
Eliza sonrió al muchacho de ojos
brillantes y tristes.
—No, en absoluto. Esto… ¿Qué ha
pasado aquí? ¿Hay reformas?
El chico estaba a punto de
responder cuando la pantalla cobró vida. Apareció una mujer de labios carnosos,
ojos grandes y cabello castaño oscuro, vestida con chaqueta azul marino y
camiseta negra. El rostro de Eliza la reconoció al instante: era Ayelet Shaked,
diputada de extrema derecha del parlamento israelí.
—Debemos matar a todas las madres
palestinas y a sus bebés aún no nacidos. Solo así podremos detener el
terrorismo. Derramar sangre árabe es un acto meritorio.
Cuando la imagen se congeló, Eliza
soltó el aliento que había estado conteniendo y miró al muchacho.
—Ayelet Shaked.
—¿La conoces, entonces?
—A esa gente la conozco muy bien.
El sistema nervioso de Eliza estaba
alterado. Recordó que era lunes 14 de julio. Año 2014. Año islámico 1435.
Tiempo de sietes. Había salido de casa a hacer compras y, al sentir hambre,
había entrado allí a comer. Si aquello no era un sueño, ¿qué era entonces? La
mirada triste del muchacho le resultaba familiar. ¿Dónde lo había visto tan
recientemente? No aquí. Allí trabajaban más mujeres, y jamás había visto a un
empleado de su edad.
—¿Cómo te llamas?
—Mohammed Abu Khdeir.
A Eliza se le volcó el estómago.
—¿El joven palestino…?
Él asintió.
Mohammed Abu Khdeir había sido
secuestrado días antes por soldados israelíes. Tenía dieciséis años. Fue
torturado y luego obligado a beber gasolina, y quemado vivo. Un asesinato
espantoso. Eliza, judía de Turquía, había sufrido una crisis al enterarse. Había
llorado y sentido una profunda vergüenza. Aquello era una crueldad que dejaría
huella en la historia. ¿Podía la gente ser aniquilada con un poder tan
desproporcionado? No era guerra: era masacre. Un asesinato puro y simple. Una
traición al ideal israelí. Nada podía justificarlo. No había forma. La
violencia estaba desbordándose. Deberían hacerse películas sobre ello, para que
esa matanza no se olvidara.
—Lo siento muchísimo.
El muchacho sonrió con comprensión.
—Lo sé. Lo siento en ti. Expresaste
tu tristeza con mucha sinceridad en tus tuits. Muchos te apoyaron, pero otros
fueron crueles contigo. Ya sabes, la presión del entorno… Siempre aparecen. En
cuanto a esa mujer… Ayelet tiene un demonio dentro. Que Dios la guíe y le
perdone sus pecados.
Los ojos de Eliza se humedecieron.
Recordó que el nombre Ayelet –gacela del alba, Venus, Sirio– también tenía
entre sus significados Lucifer. Iba a comentarlo cuando el muchacho señaló la
puerta.
—Ahora debes irte. Tu tiempo se
acabó. El mío también. Voy a volver a mi último estado.
Eliza asintió. Estaba a punto de
correr hacia la puerta cuando se detuvo. Caminó hacia el muchacho y lo abrazó.
—Lo siento mucho, Mohammed.
Muchísimo.
Él la abrazó suavemente y la soltó.
Ambos tenían los ojos húmedos.
—Anoche aparecí en el sueño de mi
madre. Me preparó mis comidas favoritas. Charlamos mucho y lloramos. Estaba tan
feliz de verme comer… Una parte de su mente había olvidado que estoy muerto.
También olvidó mi edad. Mientras horneaba un börek, me cantó nanas. Una de
ellas jamás la había oído antes. Era muy conmovedora. Mi corazón se hizo tan
grande como este salón, créeme.
Eliza, madre de una niña de seis
años, sintió el pecho desbordarse. Las lágrimas rodaban por sus mejillas. Las
imágenes que él describía se dibujaban en su mente como si estuviera allí: el
diván cubierto de kilim, la cocina de suelo de piedra, el rostro triste de la
madre. Conocía apenas unas palabras de árabe, pero cada una que oía se le
grababa en el cerebro como un grabado en piedra.
—Ahora vete, por favor. Rápido. El
fuego puede llegar en cualquier momento.
Eliza percibió olor a gasolina. Sus
pies reaccionaron al pánico y se movieron. Corrió a la puerta. La abrió y
salió. Los clientes inmóviles seguían igual que antes. En la calle, la vida
también parecía detenida. Mientras cruzaba entre las mesas, las pizzas
comenzaron a arder y se convirtieron en carbón en uno o dos segundos. Las
pestañas de las personas inmóviles ni siquiera temblaron.
Cuando llegó a la puerta de la
terraza y sintió el calor detrás de ella, pensó que el fuego iba a devorarla.
Lanzó un grito. Y en aquel grito había una cualidad extraordinaria. La voz que
salió de su garganta se transformó al instante en pájaros negros. Cientos de
aves del tamaño de estorninos se elevaron hacia el cielo. Por un instante,
estuvo rodeada solo por un suelo de negrura alada y movediza.
Cuando creyó que no podría
respirar, se encontró dentro de su coche. Estaba en una calle que desembocaba
en una de las avenidas más concurridas de Estambul. Estaba sentada en su auto,
estacionado. A medida que su memoria volvía a funcionar, lo recordó todo. Hoy
era lunes. El primer día de sus vacaciones anuales. Mañana viajaría con su hija
y su esposo a la casa de verano en Ayvalık, donde se quedarían dos semanas.
Había salido de compras, había sentido hambre y había entrado a comer pizza.
No podía ver desde allí el lugar
donde acababa de estar, pero sabía que todo debía estar en su estado normal. El
lugar en que había estado correspondía a un espacio interno, simbólico. La pena
y el estrés de los últimos días habían abierto esa puerta dentro de ella.
Eliza se secó las mejillas con el
dorso de la mano y encendió el motor del coche. El hambre había desaparecido.
Lo mejor era ir con su madre. Su hija estaba allí. Iría, la abrazaría y le
cantaría la nana que la madre de Mohammed Abu Khdeir le cantaba.
La joven cerró los ojos y murmuró
unas palabras. La letra y la melodía de la nana seguían intactas en su memoria.
Había en esas palabras aladas –que llevaban a los niños al reino del sueño– una
cualidad capaz de atravesar diferencias y de impedir que los panes se
convirtieran en carbón. Esa cualidad debía impregnarse en el tiempo, cuanto
antes.
Sadık Yemni nació en 1951 en Kurtuluş, Tatavla, Estambul. A
los tres años, se mudó a Esmirna con su familia. Vivió en Ámsterdam de 1975 a
2013. Ha publicado 25 libros en Turquía, incluyendo 21 novelas, una
autobiografía, una colección de ensayos y tres colecciones de relatos, además
de 104 cuentos. También ha escrito cientos de artículos y aproximadamente 200
obras en vídeo.




