jueves, 11 de diciembre de 2025

QUEMADO Y CALLADO

Sadık Yemni

 

Para Mohammed Abu Khdeir y su familia enlutada

 

Eliza miró con desasosiego la puerta del restaurante que daba a la terraza. Estaba sentada en una mesa para dos. Tenía el rostro vuelto hacia la entrada. Cuando estaba sola, casi nunca se sentaba de espaldas a la calle, pero por alguna razón esta vez había decidido hacerlo así. Las demás mesas de la amplia terraza estaban repletas. A su derecha, en una mesa para cuatro, dos niños estaban sentados junto a su madre y su padre. Los pequeños, uno de ocho y el otro de unos diez años, llevaban camisetas rojas anaranjadas del mismo modelo. En sus espaldas, de cara a Eliza, se leía en grandes letras blancas: “QUEMADO y CALLADO”.

En la mesa de delante había cuatro muchachos. Permanecían inmóviles, con la cabeza ligeramente inclinada, como si estuvieran meditando o rezando antes de comer. Detrás de la familia con niños, dos mesas habían sido unidas. Un grupo mixto de jóvenes observaba en silencio sus platos de pizza sin moverse.

Poco a poco, la joven comenzó a percibir la presencia de algo inquietante. La inmovilidad y el silencio dominaban el ambiente. En la terraza había, contando a Eliza, trece personas. Excepto ella, todos tenían una pizza servida en sus platos. Nadie la comía. Nadie bebía sus bebidas. Todos permanecían quietos, cabezas inclinadas, mirando los platos. No cruzaban ni una palabra entre ellos.

Eliza había sido la última en llegar. Como todos habían sido atendidos, le tocaba a ella, pero hasta ese momento no había visto ni a un solo camarero. El cielo estaba nublado. Cuando los fragmentos de nubes, empujados por el viento, pasaban sobre ellos, los colores se apagaban y, al salir el sol, volvían a cobrar vida. No se escuchaba ningún coche ni bocina desde la calle. Aquello era un punto de alarma. Las personas, inmóviles, que seguían mirando sus pizzas, ya eran un estímulo suficientemente inquietante, pero la calle era otra cosa.

Decidió no volverse hacia la calle. Su intuición le decía: “No mires, o no entenderás el secreto de todo esto”. Una parte de ella quería alejarse del contenido de lo oculto, que podía descarrilar su vida cotidiana, pero la otra parte era más fuerte. Estaba decidida a dar el paso final.

Ignorando la voz que susurraba: “Mira a la calle, ¿por qué está tan silenciosa?”, se incorporó y caminó hacia la puerta. Al pasar entre las mesas, nadie la siguió con la mirada. Era como si no percibieran su presencia. Eliza era una persona de intuición fuerte, y el sentimiento familiar que crecía en su interior lo tomaba muy en serio.

Sabes perfectamente qué es todo esto.

No es un sueño.

No despertarás en tu cama.

El lugar es real, el tiempo está torcido.

Mientras empujaba la puerta de grueso cristal –que no dejaba ver el interior– vio reflejada su propia figura y parte de los clientes detrás. Seguían allí, inmóviles. Empujó la puerta y entró.

Se encontraba en un espacio cúbico, blanco, de diez metros por diez metros. El techo parecía altísimo.

En un pasado invierno, la joven había estado varias veces en aquella pizzería. El interior era totalmente distinto: solía haber diez o doce mesas, sillas, plantas decorativas en enormes macetas, un horno, clientes paseando y camareros circulando. Quizá estaban en reformas, pensó. Pero entonces, ¿de dónde venían las pizzas que llegaron a la terraza? No olía a masa horneada por ningún lado.

De pronto, vio en la pared de enfrente, justo al centro, un televisor LCD montado allí. Aquel televisor gigantesco había surgido como una boya que emerge desde el fondo del agua. Mientras lo miraba con asombro, los brotes del miedo en su pecho florecieron. Sus pies quisieron volverse hacia la salida, pero se contuvo. Había nadado demasiado para echarse atrás. No saldría de allí sin entender qué estaba ocurriendo.

Mientras pensaba qué hacer, sintió un movimiento a su izquierda y se sobresaltó. Parecía haberse acostumbrado demasiado a ser el único ser en movimiento en aquel espacio abstracto.

—Hola. Espero no haberla asustado.

Era un muchacho de unos quince años, de cabello castaño oscuro y ojos grandes. Llevaba pantalón negro y camisa blanca, con un chaleco rojo encima. Sobre el pecho había un emblema circular. En el fondo rojo anaranjado, las letras blancas decían: QUEMADO y CALLADO.

¿Qué significaba aquello? ¿Era el emblema de un club?

Eliza sonrió al muchacho de ojos brillantes y tristes.

—No, en absoluto. Esto… ¿Qué ha pasado aquí? ¿Hay reformas?

El chico estaba a punto de responder cuando la pantalla cobró vida. Apareció una mujer de labios carnosos, ojos grandes y cabello castaño oscuro, vestida con chaqueta azul marino y camiseta negra. El rostro de Eliza la reconoció al instante: era Ayelet Shaked, diputada de extrema derecha del parlamento israelí.

—Debemos matar a todas las madres palestinas y a sus bebés aún no nacidos. Solo así podremos detener el terrorismo. Derramar sangre árabe es un acto meritorio.

Cuando la imagen se congeló, Eliza soltó el aliento que había estado conteniendo y miró al muchacho.

—Ayelet Shaked.

—¿La conoces, entonces?

—A esa gente la conozco muy bien.

El sistema nervioso de Eliza estaba alterado. Recordó que era lunes 14 de julio. Año 2014. Año islámico 1435. Tiempo de sietes. Había salido de casa a hacer compras y, al sentir hambre, había entrado allí a comer. Si aquello no era un sueño, ¿qué era entonces? La mirada triste del muchacho le resultaba familiar. ¿Dónde lo había visto tan recientemente? No aquí. Allí trabajaban más mujeres, y jamás había visto a un empleado de su edad.

—¿Cómo te llamas?

—Mohammed Abu Khdeir.

A Eliza se le volcó el estómago.

—¿El joven palestino…?

Él asintió.

Mohammed Abu Khdeir había sido secuestrado días antes por soldados israelíes. Tenía dieciséis años. Fue torturado y luego obligado a beber gasolina, y quemado vivo. Un asesinato espantoso. Eliza, judía de Turquía, había sufrido una crisis al enterarse. Había llorado y sentido una profunda vergüenza. Aquello era una crueldad que dejaría huella en la historia. ¿Podía la gente ser aniquilada con un poder tan desproporcionado? No era guerra: era masacre. Un asesinato puro y simple. Una traición al ideal israelí. Nada podía justificarlo. No había forma. La violencia estaba desbordándose. Deberían hacerse películas sobre ello, para que esa matanza no se olvidara.

—Lo siento muchísimo.

El muchacho sonrió con comprensión.

—Lo sé. Lo siento en ti. Expresaste tu tristeza con mucha sinceridad en tus tuits. Muchos te apoyaron, pero otros fueron crueles contigo. Ya sabes, la presión del entorno… Siempre aparecen. En cuanto a esa mujer… Ayelet tiene un demonio dentro. Que Dios la guíe y le perdone sus pecados.

Los ojos de Eliza se humedecieron. Recordó que el nombre Ayelet –gacela del alba, Venus, Sirio– también tenía entre sus significados Lucifer. Iba a comentarlo cuando el muchacho señaló la puerta.

—Ahora debes irte. Tu tiempo se acabó. El mío también. Voy a volver a mi último estado.

Eliza asintió. Estaba a punto de correr hacia la puerta cuando se detuvo. Caminó hacia el muchacho y lo abrazó.

—Lo siento mucho, Mohammed. Muchísimo.

Él la abrazó suavemente y la soltó. Ambos tenían los ojos húmedos.

—Anoche aparecí en el sueño de mi madre. Me preparó mis comidas favoritas. Charlamos mucho y lloramos. Estaba tan feliz de verme comer… Una parte de su mente había olvidado que estoy muerto. También olvidó mi edad. Mientras horneaba un börek, me cantó nanas. Una de ellas jamás la había oído antes. Era muy conmovedora. Mi corazón se hizo tan grande como este salón, créeme.

Eliza, madre de una niña de seis años, sintió el pecho desbordarse. Las lágrimas rodaban por sus mejillas. Las imágenes que él describía se dibujaban en su mente como si estuviera allí: el diván cubierto de kilim, la cocina de suelo de piedra, el rostro triste de la madre. Conocía apenas unas palabras de árabe, pero cada una que oía se le grababa en el cerebro como un grabado en piedra.

—Ahora vete, por favor. Rápido. El fuego puede llegar en cualquier momento.

Eliza percibió olor a gasolina. Sus pies reaccionaron al pánico y se movieron. Corrió a la puerta. La abrió y salió. Los clientes inmóviles seguían igual que antes. En la calle, la vida también parecía detenida. Mientras cruzaba entre las mesas, las pizzas comenzaron a arder y se convirtieron en carbón en uno o dos segundos. Las pestañas de las personas inmóviles ni siquiera temblaron.

Cuando llegó a la puerta de la terraza y sintió el calor detrás de ella, pensó que el fuego iba a devorarla. Lanzó un grito. Y en aquel grito había una cualidad extraordinaria. La voz que salió de su garganta se transformó al instante en pájaros negros. Cientos de aves del tamaño de estorninos se elevaron hacia el cielo. Por un instante, estuvo rodeada solo por un suelo de negrura alada y movediza.

Cuando creyó que no podría respirar, se encontró dentro de su coche. Estaba en una calle que desembocaba en una de las avenidas más concurridas de Estambul. Estaba sentada en su auto, estacionado. A medida que su memoria volvía a funcionar, lo recordó todo. Hoy era lunes. El primer día de sus vacaciones anuales. Mañana viajaría con su hija y su esposo a la casa de verano en Ayvalık, donde se quedarían dos semanas. Había salido de compras, había sentido hambre y había entrado a comer pizza.

No podía ver desde allí el lugar donde acababa de estar, pero sabía que todo debía estar en su estado normal. El lugar en que había estado correspondía a un espacio interno, simbólico. La pena y el estrés de los últimos días habían abierto esa puerta dentro de ella.

Eliza se secó las mejillas con el dorso de la mano y encendió el motor del coche. El hambre había desaparecido. Lo mejor era ir con su madre. Su hija estaba allí. Iría, la abrazaría y le cantaría la nana que la madre de Mohammed Abu Khdeir le cantaba.

La joven cerró los ojos y murmuró unas palabras. La letra y la melodía de la nana seguían intactas en su memoria. Había en esas palabras aladas –que llevaban a los niños al reino del sueño– una cualidad capaz de atravesar diferencias y de impedir que los panes se convirtieran en carbón. Esa cualidad debía impregnarse en el tiempo, cuanto antes.

Sadık Yemni nació en 1951 en Kurtuluş, Tatavla, Estambul. A los tres años, se mudó a Esmirna con su familia. Vivió en Ámsterdam de 1975 a 2013. Ha publicado 25 libros en Turquía, incluyendo 21 novelas, una autobiografía, una colección de ensayos y tres colecciones de relatos, además de 104 cuentos. También ha escrito cientos de artículos y aproximadamente 200 obras en vídeo.

ORGONIZACIÓN

Biljana Kosmogina

 

—¿Bajo la jurisdicción de quién me encuentro, distinguidos señores? ¿Esto es una investigación, un juicio, un acto terrorista o simplemente el capricho de alguien? ¿Entienden serbio? ¿Por qué me han quitado la ropa, me han atado y me apuntan con reflectores a la cara? ¡No distingo nada, voy a quedarme ciego! ¿Por qué me han secuestrado y encarcelado? ¡Nadie les dará ni un céntimo por mi rescate! ¿De qué se me acusa y dónde estoy? ¿Esto es una comisaría? Voy a quejarme al ministro del Interior y al defensor del pueblo por la brutalidad y las condiciones inhumanas en las que me mantienen. La silla a la que estoy atado pertenece a la Inquisición, a la oscuridad medieval y a la época de la esclavitud, no a una sociedad moderna. ¿¡Hola!? ¿Han oído hablar de los derechos humanos? ¿Qué he hecho para merecer esto? ¿QUIÉNES SON USTEDES?

Grito desesperado, intentando interrumpir el mal sueño en el que he caído como en un pozo misterioso lleno de luz, un deslumbramiento insoportable y un siniestro silencio. El cuerpo lo tengo entumecido en posición sentada. La cabeza, el pecho, el abdomen y las extremidades están sujetos con correas de cuero como en una silla eléctrica. Dentro de mí crece un horror cada vez mayor, una desesperanza extrema, pero la realidad de la situación es innegable, por mucho que me niegue a aceptarla. Estoy rodeado de haces de luz intensa que me golpean sin piedad desde todos los ángulos. Para colmo, la luz cegadora no emite calor, así que siento cada vez más frío debido a la mala circulación y a la falta de ropa. Me consume una vergüenza insuperable por mi desnudez. Mantengo los ojos cerrados para no quedarme ciego, pero la luz atraviesa mis párpados y me punza el cerebro. No puedo determinar si estoy en una habitación, un hangar, una celda o una cámara. He perdido la orientación temporal: no sé cuánto llevo sometido a esta tortura ni por qué estoy aquí, pero intuyo que mis aparatos de orgón están directamente relacionados con esto. Nadie viene durante horas; no ocurre nada y no oigo nada más que mi propio jadeo. Me agotan desde hace días, probablemente también me drogan. Tengo sed, hambre, ganas de orinar… A cada minuto, mi miedo a morir crece más. Un ciclo interminable de rabia incontrolable, furia, y luego nuevamente impotencia y desesperación.

Si el camino al infierno está pavimentado de buenas intenciones, todo lo que podría decir en mi defensa es que tuve la mejor de las intenciones. Quería ser útil, mejorar viejas patentes olvidadas, utilizar el potencial natural para el bien común y contribuir, aunque fuera un poco, al avance de la humanidad. Pero así pensaba Giordano Bruno y acabó en la hoguera. Así pensaba Wilhelm Reich a mediados del siglo pasado, y los reaccionarios quemaron sus libros en Nueva York, lo arrestaron, lo acusaron de herejía por su práctica revolucionaria y finalmente lo aniquilaron en prisión.

Cuando Reich construyó en el siglo pasado el acumulador de orgón y el cañón de orgón (captador y destructor de nubes), no previó que sus alumnos y seguidores perfeccionarían esos inventos y los adaptarían a distintos fines, y menos aún que algunos de ellos se saldrían de control y podrían ser mal utilizados. Pero llamar “uso indebido” a algo suele ser solo una mala interpretación de la capacidad de lograr un éxito que derriba los parámetros antiguos y establece otros nuevos incompatibles con los existentes. Tesla seguramente no estaba preocupado por el mal uso mientras trabajaba en la transmisión inalámbrica de energía. Muchas patentes relevantes habrían muerto con sus creadores y la ciencia habría quedado estancada si, después de su muerte, otros no hubiesen continuado aplicándolas de nuevos modos. Así también yo reestructuré, reprogramé y perfeccioné los dispositivos orgónicos de Reich, creando varios prototipos según su efecto de acumulación, emisión o bloqueo de la energía orgónica. Pero juro que nunca quise otra cosa que ayudar a la gente en problemas. Utilicé exclusivamente un recurso natural: el orgón omnipresente, la energía cósmica, el fundamento básico de todos los procesos vitales que funciona eficientemente tanto en la formación de galaxias como en el nivel celular y macrobiológico.

¡Oooh nooo, empieza otra vez la tortura del estroboscopio! No podré soportar otro ataque fotoepiléptico. ¡APAGUEN ESE MALDITO ESTROBO, CRETINOS!

Antes de perder el conocimiento, siento que la vejiga se me vacía, pero no me alivia, porque el conducto urinario me arde mientras el chorrito tibio resbala por mi muslo y forma debajo de mi trasero un charco nada agradable para sentarse. Me echo a reír como un loco, con los ojos apretados, mientras la pánico se atenúa levemente. Me resigno, consciente de que no puedo hacer nada. La sensación de impotencia no elimina el deseo de saber cuanto antes en manos de quién he caído y por qué. Con esfuerzo calmo mi desnudo cuerpo y me entrego resignado al trono de madera del cautiverio, pues cualquier intento muscular se topa con el dolor agudo de las correas que aprietan mis extremidades.

El frío, el silencio y el brillo agresivo me resultan más insoportables que las correas y la silla de tortura. Mi corazón empieza a latir acelerado y de repente comienzo a hipar. En el instante siguiente siento tensión entre las piernas y tengo una erección. No puedo mover la cabeza pero instintivamente bajo la vista hacia mi entrepierna. Mi órgano se hincha, se endurece y crece hasta dimensiones enormes. Se vuelve doloroso, muy doloroso. Seguramente me han inyectado algún líquido radiológico y medicamentos mientras estaba inconsciente tras la tortura con el estrobo. Quizás participo forzadamente en algún experimento. No sé de qué tipo ni de quién, pero estoy ahora cien por cien seguro de que mis experimentos con los dispositivos de orgón están detrás de todo. Aunque no estoy seguro de qué aparato han obtenido ni qué les interesa más: mi acumulador, estabilizador, ionizador, deshidratador, hidrolizador, neutralizador, orgasmatron, acelerador, fragmentador, desfragmentador, levitador o desfibrilador orgónico.

No es difícil dominar la energía orgónica. Reich fue famoso como sexólogo que ayudaba a la gente a liberar su potencial sexual mediante el orgón y curar problemas psiconeuróticos, pero yo no soy famoso por nada. Tomé sus ideas y traté de ampliarlas en mi laboratorio ilegal e improvisado en el sótano de mi casa. Escribía mis bocetos, fórmulas y resultados en un cuaderno, pero también los subía a mi blog creyendo que nadie lo leía. Descuidé mi profesión de técnico químico-operador, aprovechando parcialmente el equipo del laboratorio estatal hasta que me atreví a adquirir mi propia tecnología, como un microscopio, un EEG de segunda mano y un mini escáner. Cuando descubrí hace poco que mi cuaderno había desaparecido y que mi blog había sido hackeado, se lo conté a mi esposa Ivona y a mi amigo Darko. Son las únicas dos personas al tanto de lo que hago, pero ambos me consideran un idiota y un perdedor, y solo colaboran conmigo porque no tienen ocupaciones propias y porque los soborno con pequeños favores. Con mi esposa, bajo la influencia del orgasmatron orgónico, era muy activo en la cama, ya que exponía a ambos regularmente a su acción. Pero hace un tiempo ella empezó a mostrar rechazo al tratamiento, así que le conseguí un sustituto. Decía que estaba saturada y que mi laboratorio depravado ya no le interesaba, como tampoco el sexo conmigo. Se sentía bien sin ello, pero a mi insistencia aceptó acostarse con Darko. Él tampoco se negó demasiado. Quizás exageré con la irradiación orgónica, pues los exponía tres veces al día durante media hora a potentes haces de orgón y luego analizaba la intensidad de sus orgasmos. Darko había tenido problemas de disfunción eréctil por años de alcoholismo, que conseguimos eliminar en apenas dos meses. El alcoholismo permaneció, porque en ese momento me ocupaba solo de la potencia sexual, pero más tarde lo ayudé con el hidrolizador orgónico para reducir la bebida al mínimo. Me resultaba más fácil juntarlo con mi mujer que reclutar nuevos sujetos de prueba a los que tenía que pagar. En situaciones anteriores yo tenía un dilema moral y me sentía como un proxeneta. Al no ser médico licenciado, tenía que recurrir a la ilegalidad: publicar anuncios y pagar a chicas desconocidas 30 euros por una jornada de ocho horas expuestas al orgo-ionizador y al orgo-orgasmatron, para observar sus relaciones sexuales con Darko. Darko floreció junto con su libido resucitada. Monitorizaba con electroencefalograma y orgazmómetro sus reacciones cerebrales y corporales. El EEG defectuoso lo compré en una subasta del Centro Clínico de Serbia hace cinco años, vendiendo un Ford Escort usado que había heredado de mi difunto padre, y el orgazmómetro lo construí yo mismo. Detecta y mide contracciones orgásmicas, pulso, temperatura y hace diagnóstico por iris. Las chicas se iban renovadas, protestando solo un poco por el estado de embriaguez de su compañero, pero Darko funcionaba bastante bien incluso tras grandes cantidades de vodka, bebida que consume sin límite desde la secundaria técnica donde estudiamos juntos. No tiene otros amigos aparte de mí y mi esposa, así que no le reprochamos cuando, después de cenar, se desploma borracho en nuestro diván y se queda roncando. Igual siempre está allí por la mañana, listo para continuar con la terapia orgónica después de dos vasitos de vodka. Por él inventé el orgo-hidrolizador, que liga las moléculas de alcohol en sangre al agua, de modo que en media hora queda sobrio. Tras medirle los niveles con un alcoholímetro de la policía de tráfico, que conseguí en el mercado negro, emocionado le demostraba que era posible eliminar el alcohol en veinte minutos, mientras él asentía indiferente, con la mirada clara, para luego servirse otro trago. Ivona no lo quiere, pero parece acostumbrada a él. Por mi causa ha tenido que acostarse con él regularmente durante años, con cortas pausas. Me decía que era brusco, vulgar y sin sensibilidad, pero no nos ocupábamos de romanticismo, ambiente ni juegos previos: solo del contacto sexual directo, lo más importante para mi investigación sobre la intensidad y canalización de la energía orgónica.

Independientemente de las funciones sexuales, considero el deshidratador orgónico mi mayor descubrimiento. La primera vez que lo probé con fruta, en cuestión de minutos obtuvimos ciruelas, albaricoques, uvas, higos, escaramujos y tomates cherry perfectamente deshidratados. El deshidratador, apoyado por otro aparato, el acelerador orgónico, extrae increíblemente rápido toda la humedad de la carne y de los cultivos vegetales: tallos, hojas o frutos. Lográbamos jamón crudo de excelente calidad a partir de carne de cerdo o ternera en solo media hora bajo los rayos concentrados del deshidratador y el acelerador. Los alimentos deshidratados se conservan durante un largo tiempo sin perder valor nutritivo. Esperaba obtener algún beneficio económico de la industria alimentaria, pero aún no he patentado mis inventos, así que debo esperar. Reich estaría orgulloso al ver cuán amplia es la aplicación del orgón. Llegué a otro resultado sorprendente cuando descubrí que el deshidratador también actúa sobre células muertas. Funciona como la mejor y más rápida secadora. Cuando traté con él el cadáver de un gato atropellado y lo traje a casa, tras una hora solo quedaba un pequeño montículo de polvo seco, con restos visibles de uñas, dientes y pelo. Luego ese mismo montículo lo traté adicionalmente con el deshidratador y el acelerador durante 15 minutos simultáneamente desde ambas manos. Mediante mini haces orgónicos, las uñas, dientes y pelos se convirtieron en polvo ante mis ojos. En el efecto contrario, con el hidrolizador orgónico logré inducir una enorme concentración de humedad del aire en un trapo seco sin rociarlo con agua. Plástico, vidrio y metal no pueden detener el flujo del orgón, y las formas geométricas como cilindros, conos y pirámides facilitan su canalización y redirección. Cuando creé un gran cañón de orgón que saqué desde el sótano hasta el techo a través de la chimenea, resultó extremadamente eficaz para neutralizar el efecto negativo del HAARP, las estelas químicas y la radiación de las antenas de telefonía móvil, pero accidentalmente desencadené lluvias intensas e inundaciones en mayo de este año. Fue catastrófico, pero uno aprende a base de errores propios y ajenos. Variando el nivel de orgón, puedo cambiar la concentración de vapor de agua en el aire y atraer o dispersar nubes. Poco después de las inundaciones de Obrenovac y Šabac, causé accidentalmente una tormenta y granizo terrible en Kragujevac, pero desde entonces he dominado la localización precisa de coordenadas y radio de acción del cañón. Su radio es ahora de 150 km, pero estoy seguro de que en unos años podré enviar nubes salvadoras a los desiertos africanos, drenar pantanos para crear campos fértiles, reducir precipitaciones cerca del ecuador y resolver la descomposición rápida, digna y ecológica de cadáveres humanos y animales en todo el planeta, sin importar las costumbres culturales o religiosas. Ese es un aporte duradero a la humanidad. El largo proceso de putrefacción post mortem no es inevitable, pues mi deshidratador puede acelerarlo de forma instantánea, dejando solo medio kilo de polvo orgánico tras deshidratar completamente un cuerpo de cien kilos. Ese polvo es un fertilizante natural y nutritivo, útil para cultivos agrícolas sin aditivos transgénicos ni herbicidas.

A pesar de algunos errores, estaré siempre orgulloso de mis proyectos orgónicos. Quizás habría obtenido un Nobel por mi aporte científico si no hubiese acabado tan miserablemente, atrapado en esta silla de tortura. No me sorprendería si activan alta tensión y me fríen. Y quizá mis verdugos sean mis más cercanos: mi desvergonzada esposa Ivona y el cabrón de Darko. Sin duda conspiraron contra mí, decididos a eliminarme y explotar mis avances. Claro, mientras yo estaba dedicado a la ciencia, ellos se acercaban a mis espaldas. No les bastaba con que yo les estimulase las penetraciones, ni que observara y estudiara sus orgasmos: codiciosos quieren quedarse con todo lo que hice para asegurarse un futuro brillante mediante traición y robo de mis conocimientos. ¿Cómo no lo vi antes? Debía haber sido más cauteloso. Curados y fortalecidos gracias a mis inventos, primero me derribaron la web, luego me drogaron y me encerraron aquí hasta que muera de sed y hambre, o con suerte de un infarto.

—¿Qué harán sin mí, panda de desgraciados? ¡Yo di sentido a sus vidas y así me lo pagan! ¡Muéranse, bestias, muéranse entre los peores sufrimientos! ¡Degenerados sin juicio, tener sexo es lo único que saben hacer! ¡No sirven para nada más! —rugía mi desesperación en plena histeria. El sol blanco sobre mi cabeza cambió de color a azulado. Finalmente lloré de rabia e impotencia. Si me exponen al orgón del deshidratador, estoy acabado. Tal vez no duela, pero la muerte es muerte, por muy indolora que sea. ¡Me matarán con mi propio invento, para borrar mi rastro, recoger mi polvo con una escoba, meterme en un frasco y tirarlo luego por la alcantarilla!

Me retorcí con todas mis fuerzas intentando liberar brazos y piernas, pero cuanto más me movía, más se clavaban dolorosamente las correas en mi carne. Quizá no debí haber enviado a los americanos las fotos y el polvo de aquel gato muerto, la fruta deshidratada y la documentación escaneada de mis investigaciones. En vez de ofrecerme trabajo, tal vez fueron ellos los que me secuestraron… pensé fugazmente antes de que el estroboscopio volviera a titilar frente a mis ojos, atacando mis neuronas sin piedad. Grité con la garganta ronca tanto como pude, aunque ni siquiera estaba seguro de que alguien me oyera:

“¡Tengan en cuenta que el desfragmentador, el desfibrilador y el levitador orgónicos los tengo escondidos en un lugar seguro! ¡Jamás los obtendrán!”

—¿Qué grita el sujeto? ¿Por qué salió el traductor? No autoricé pausa para fumar. ¡Que vuelva de inmediato! Tenemos trabajo pendiente aquí —ordenó con severidad el jefe de la Agencia Espacial Americana.

—¡Apaguen el estroboscopio, pónganle una infusión y revitalicen su orgón hasta que le saquemos todo!

—¡Sí, señor Griffin! ¡No hay problema, señor Griffin! —respondió obediente Darko y corrió a buscar al traductor—. ¡Ivona, Ivona, vuelve ya! Griffin se volvió loco cuando oyó algo sobre un maldito desfragmentador y un levitador. ¿Sabes algo de eso o son solo delirios de moribundo? Estoy perdiendo la paciencia. Los malditos yanquis nos prometieron que nos pagarían enseguida y que no nos retendrían más de un día, y ya llevamos siete encerrados aquí como pájaros en una jaula, observando a ese idiota drogado mientras esperamos que diga algo más. Un hombre normal habría muerto ya, ¡y ese perro aún se revuelca como un poseso, maldita organización orgónica!

Biljana Kosmogina es una artista multimedia de Belgrado, Serbia, que se dedica a la literatura, performances, fotografía y periodismo. Sus relatos han sido incluidos en tres antologías de prosa serbia traducidas al italiano, alemán y albanés. Publica en revistas literarias, antologías y portales web en toda la región y ha recibido cuatro premios literarios: tres por prosa y uno por poesía. Ha publicado dos libros de cuentos: F book (2009, Kornet & Karpos) y El círculo del pecho (2023, Rende). Premios: primer premio de la Sociedad Serbia a la mejor historia de ciencia ficción “Hilandarska maja” (1999); premio por el ensayo Transvestismo como diferencia individual (2003); primer premio a la mejor historia queer Porn Star en el festival Queer Zagreb (2004); y premio a la mejor poesía activista del Centro Cultural Rex (2021). En los últimos años publica regularmente relatos en la antología Regia Fantastica (SCI&F).

UN ACONTECIMIENTO EN TRES DIMENSIONES

Peyman Ardeshiry

Saeed abandonó a regañadientes el refugio tibio de su cama. El teléfono llevaba un rato insistiendo desde el recibidor, llenando la casa de ese timbre metálico que perfora la calma. Avanzó a medias, aún envuelto en el sopor, descolgó el auricular y murmuró:

—¿Sí?

—¿Dónde te metes, muchacho? ¿Por qué no contestas?

—¿Qué quieres…? Estaba dormido.

—Son las diez y media de la mañana. ¿Hasta cuándo piensas dormir?

—Dime qué necesitas. No estoy de humor.

—Esta noche te toca hacer guardia frente a la morgue.

Saeed sintió cómo el poco descanso que llevaba encima se le desplomaba como un castillo de naipes.

—Dios mío… Debe ser una broma. ¿Qué idiota decidió eso?

—Yo mismo vi tu nombre en la lista.

—¿Y me llamas solo para darme esta alegría?

—Hubieras debido enterarte antes. A muchos guardias no les sienta bien ese turno.

—¿Algo más?

—No irás a volver a dormir, ¿verdad?

—Necesito prepararme para esta noche. Adiós.

Sin esperar respuesta, colgó. Aún le quedaba un año de servicio militar, y cada guardia nocturna —tres por semana, como un castigo puntual— lo acercaba un poco más a la extenuación.

Regresó al dormitorio y se arropó con fuerza. No había tortura más refinada que abandonar una cama caliente.

Como si una guardia no fuera ya lo bastante desagradable, pensó con amargura… y encima frente a la morgue.

A pesar del sueño reparador de la noche anterior, sus párpados volvieron a cerrarse. Lentamente cayó en esa frontera deliciosa entre la vigilia y el sueño.

Pero no llegó a cruzarla. El timbre de la puerta irrumpió con violencia, como un hachazo en la quietud de la casa. Quien llamaba mantuvo el dedo sobre el timbre, sin piedad. Saeed se levantó sobresaltado, mascullando una maldición. No había nadie más en casa, así que debía enfrentarse él mismo a la interrupción.

Al abrir la puerta, se encontró con un anciano andrajoso.

—Señor, ayúdeme. Estoy enfermo… No tengo dinero para mi esposa y mis hijos.

Saeed, irritado y desvelado, perdió toda paciencia.

—¿No entiendes? ¿Por qué llamas así? ¡La gente duerme!

—Por Dios, ayúdeme…

—No quiero verte por aquí otra vez. Lárgate. Y no vuelvas a tocar el timbre, o atente a las consecuencias.

Cerró la puerta con brusquedad, profiriendo insultos dirigidos a nadie y a todos. El sueño se había evaporado, sustituido por una creciente furia. Unos minutos después se metió bajo la ducha; el agua caliente logró disipar parte del malestar.

 

A las diez de la noche, Saeed tomó el arma del guardia anterior y se instaló en una silla cercana –aunque no demasiado– a la puerta de la morgue. El guardia saliente le dijo:

—Tengo una radio portátil. Te la dejo si quieres. Va bien para espantar el sueño.

—No, gracias. No creo necesitarla.

—Como quieras. Adiós.

La noche se fue haciendo más honda y silenciosa. Saeed, sin otra tarea que acompañar el paso del tiempo, se hundió en sus pensamientos. Las agujas del reloj avanzaban con la paciencia de un verdugo, y sus párpados, cada minuto más pesados, parecían seguir el mismo ritmo. Apoyó el arma contra la pared, colocó la mano bajo la barbilla y cerró los ojos.

Qué placer sería dormir ahora en mi cama… dormir sin interrupciones, sin frío, sin miedo.

Se dejó llevar por esa imagen doméstica, tan dulce. El sueño ya estaba a punto de atraparlo cuando un leve golpe sonó en la puerta. Un golpeteo suave, casi tímido.

Saeed abrió los ojos con esfuerzo. Se puso en pie arrastrando el cansancio y caminó hacia la puerta. La abrió.

Y entonces lo comprendió todo de golpe, como una descarga eléctrica que atraviesa la mente.

Aquella no era la puerta de su casa. Era la puerta de la morgue.

Allí dentro solo había cadáveres. ¿Quién podía haber tocado?

El pensamiento pasó fugazmente, pero para entonces la puerta ya estaba abierta de par en par.

Y frente a él, enmarcado por el frío de la sala, estaba el rostro familiar del mendigo que esa misma mañana había llamado a su casa. Tenía un aspecto extraño, antinatural. Algo en su mirada no pertenecía al mundo de los vivos.

Saeed lanzó un grito desgarrador, un sonido nacido del terror puro. Retrocedió a toda prisa. El miedo lo gobernó por completo; corrió sin pensar, hasta chocar violentamente contra algo. Después, la oscuridad.

 

Despertó a la mañana siguiente en una cama de hospital. Un enfermero se acercó, compasivo:

—Pobre muchacho… Lo que te pasó fue terrible. Me imagino el susto.

Saeed sintió que el recuerdo lo envolvía como un sudario.

—¿Cómo lo sabe? —preguntó.

—Todo coincidía. El hombre que viste frente a la morgue murió cinco minutos antes de que empezaras tu turno. Lo trajeron directamente allí.

—¿Entonces por qué el guardia anterior no me lo dijo?

—Quizá no quiso asustarte.

Saeed murmuró:

—Dios mío… es increíble. ¿Cómo puede un muerto volver a la vida?

—No es tan extraordinario —explicó el enfermero—. A veces dejamos a quienes sufren un infarto una o dos horas en reposo, por si muestran signos de vida otra vez. Este pobre hombre murió en la calle. Nadie pudo asistirlo.

—¿Y ahora está vivo?

—No. Dio unos pasos fuera de la morgue y volvió a morir. Imagino que ver tantos cadáveres lo asustó incluso más que a ti. Lo siento mucho. Ha sido un mal episodio para todos.

Saeed suspiró.

—Ayer por la mañana fue a mi casa pidiendo ayuda. Le abrí dos veces: una en mi hogar, otra en la morgue. Qué mundo tan extraño.

—En fin, ya pasó. Creo que puedes irte. ¿Te sientes bien?

—Sí, completamente.

Saeed abandonó el hospital con la cabeza llena de sombras.

Lo humillé ayer… y anoche me devolvió el susto. Pero qué experiencia tan extraña. ¿Será esto cotidiano para los médicos?

Decidió visitar a un amigo que vivía en el séptimo piso de un edificio. Pasó allí una hora y luego se despidió. Entró en el ascensor y apretó el botón de la planta baja.

El ascensor se puso en marcha con movimientos torpes, irregulares.

Saeed sintió un presentimiento oscuro.

El ascensor aceleró.

Lo que Saeed no sabía era que el ascensor estaba cayendo.

Unos segundos después, el impacto lo sacudió todo. Sintió un dolor insoportable en la cabeza. Después, nada.

 

Abrió los ojos de nuevo, pero el mundo era distinto. Se incorporó con facilidad y atravesó la puerta cerrada del ascensor sin resistencia. En el pasillo, por tercera vez, estaba el mendigo harapiento, observándolo en silencio.

El terror lo empujó hacia el interior del ascensor. Y allí vio su propio cuerpo, tendido en el suelo, cubierto de sangre.

Saeed había muerto.

Y esta vez, lo que veía no era el espíritu del mendigo.

Era el espíritu de un muerto mirando al espíritu de otro.

Peiman Ardeshiry nació y vive en la ciudad de Shiraz, Irán. Ha publicado más de treinta libros en su país, tanto para adultos como infantiles, abordando los más diversos géneros. Los títulos de algunas de sus obras (traducidas fonéticamente), son: Madar, Gozhpasht parseh, Npamsar etesh, Afsaneh cpehei parsi, Hadeseh dar Porspolis y Esh dokhtar Ler.

 

LA CABAÑA DEL BOSQUE

Laura Irene Ludueña

 

Cuando Ivana anunció durante el desayuno que se iría a vivir sola, sus padres dejaron caer los cubiertos. Les explicó, con una sonrisa desafiante, que había comprado la cabaña del bosque, esa que los vecinos murmuraban que estaba maldita. Su madre palideció; su padre negó con la cabeza, recordándole historias de sombras y lamentos. Ivana soltó una risa breve y clara, burlándose de tantas prevenciones absurdas. Les aseguró que solo eran leyendas para asustar niños y que, por primera vez, quería un espacio propio. Aun así, sus ojos brillaban con una inquietud difícil de admitir en el fondo de su risa.

Esa tarde, cuando Ivana terminó de cargar la vieja camioneta que había comprado como parte de su nueva independencia, su amiga Lucía apareció sin avisar.

—¿De verdad vas a hacerlo? —preguntó, con esa voz suave que siempre usaba antes de decir algo que temía arruinar.

—¡Claro! De verdad voy a hacerlo —respondió Ivana, secamente.

Lucía bajó la mirada, pero no se fue.

—Entonces te ayudo.

—Mirá que ya está oscureciendo. Si venís, te vas a tener que quedar a dormir en la cabaña… ¿o querés volver sola caminando? —dijo Ivana con una sonrisa desafiante.

—Me quedo. Cuando tu mamá me avisó lo que pensabas hacer, avisé en casa que no se preocuparan si no volvía esta noche. Les dije que me quedaría a ayudarte con la mudanza.

—Gracias, amiga —respondió Ivana subiendo a la camioneta e invitando a Lucía a sentarse a su lado.

Las chicas se conocían desde la niñez. Habían sido vecinas, luego fueron a la escuela juntas y más tarde a la universidad, aunque Lucía no llegó a terminar la carrera de psicología porque falleció su padre y tuvo que volver a casa a sostener a su madre. Tenían personalidades diametralmente opuestas, pero se querían con la certeza de que, si una se caía, la otra estaría ahí para levantarla, incluso cuando no estuvieran de acuerdo en nada.

El camino al bosque olía a tierra húmeda. La luz del atardecer se filtraba entre las coníferas que, a medida que avanzaban, parecían adquirir formas humanas: brazos, torsos, cabezas inclinadas… como si el bosque entero estuviera observándolas pasar.

Ivana conducía repiqueteando los dedos en el volante. No solo disfrutaba de ese paisaje fantasmagórico, sino que le divertía la expresión de miedo en la cara de su amiga.

—Tranqui, Lucy —rio— No pasa nada.

A Lucía le temblaba hasta el alma, pero no quería demostrarlo para que Ivana no se burlara de ella.

—No es la casa en sí —dijo de pronto—. Es lo que había antes de la casa. Mi abuela decía que eso no era terreno para vivir. Que era…

—¿Sagrado? ¿Maldito? —interrumpió Ivana, con una sonrisa incrédula.

Lucía no sonrió.

—Habitado —susurró Lucía, encogida en el asiento—. A vos te parece gracioso. Pero sabes que este bosque está en una zona donde pasan cosas.

—¿Cosas como qué? —respondió Ivana pasando la mirada del camino a su amiga.

—Como lo que escuchaste mil veces —respondió Lucía—. Las luces, los ruidos, las voces… la gente que dice que…

—No sigas —interrumpió Ivana—. No son voces, ni luces sagradas, ni presencias. Son proyecciones. Miedo acumulado. Condicionamiento cultural. La mente interpreta patrones para darle sentido a lo desconocido. Está recontra estudiado. Si hubieras terminado la carrera lo sabrías mejor que nadie.

Lucía se mordió el labio, herida más por el tono que por las palabras.

—No necesitas ser psicóloga para saber que no todo lo que existe se explica. Lo que pasa es que vos estas peleada con la fe —susurró.

—Y no necesitas creer para estar tranquila —devolvió Ivana—. El cerebro inventa historias para soportar la incertidumbre. Las personas ven lo que necesitan ver. Dios, santos, fantasmas, señales… lo que sea. Es puro mecanismo de supervivencia. —Lucía no respondió. Afuera, las coníferas parecían inclinarse hacia el vehículo, como si observaran en silencio la discusión—. Lucy —continuó Ivana, hablando más suavemente—, yo no estoy peleada con la fe. Solo digo que necesito pruebas, coherencia, causa y efecto. No puedo creer en algo solo porque produce consuelo.

—Y yo no puedo dejar de creer solo porque no se puede medir —respondió Lucía.

Se miraron un segundo. Ninguna buscó convencer a la otra. Tenían un pacto tácito, podían estar en desacuerdo sin dejar de ser amigas, sin dejar de quererse.

Cuando la camioneta dobló hacia el desvío final, el bosque se abrió en un claro. Allí, entre sombras azuladas, se levantaba la cabaña.

Lucía se estremeció. No sabía si era por el frío, por el miedo o por la sensación de que algo –o alguien– las estaba esperando.

Ivana sonrió, triunfal.

—¿Ves? No es más que una vieja cabaña. Nada más que madera, humedad y bichos —señaló riendo.

Pero cuando apagó el motor, ambas escucharon algo. Un sonido breve, seco, imposible de confundir con el viento.

—¿Escuchaste? —susurró Lucía.

Ivana tragó saliva. Quiso decir “sí”, pero lo que salió de su boca fue otra cosa.

—No. No escuché nada.

El sonido quedó flotando entre ellas. Ivana lo empujó fuera de su cabeza antes de que se acomodara en algún lugar incómodo. La cabaña estaba envuelta en un silencio tan compacto que sofocaba incluso el sonido de sus propias respiraciones. No había viento, ni canto de pájaros. Entraron luego de forzar la puerta que parecía atascada.

—Debe ser la humedad — señaló la propietaria para agregar volviéndose a Lucy—, ¿ves?  sólo es madera oscura y ventanas de vidrios muy sucios. Abramos un poco para que se renueve el aire. Si duda hay que limpiar los vidrios, no se ve nada.

Descargaron la camioneta y comenzaron a desempacar en silencio. Lucía evitaba mirar los rincones como si temiera encontrar algo.

—No sé por qué la gente inventa historias —dijo Ivana para romper la tensión—. Supongo que necesitan creer en algo más grande que ellos mismos.

—Yo no necesito creer —corrigió Lucía, dejando una caja sobre la mesa—; necesito respetar. Y cerremos las ventanas que empieza a hacer frío.

Fue entonces cuando se escuchó otro sonido; un sollozo casi imperceptible, como el llanto de un niño que venía de lejos, muy lejos.

—Un animal —dijo Ivana, antes de que Lucía dijera una sola palabra.

Pero Lucía no se movió.

—Los animales no lloran así —susurró.

Esa noche fue un rompecabezas de silencios, sombras y sobresaltos involuntarios. Cenaron poco, más por obligación que por hambre. Lucía propuso rezar; Ivana le dijo que hiciera lo que quisiera, pero que ella no necesitaba rituales. Pretendía hacer una lista de las cosas que necesitaba para que la cabaña fuera un lugar habitable. Sin embargo, cuando las luces se apagaron, permanecieron acostadas espalda contra espalda, buscándose sin admitirlo.

Al principio no pasó nada. Solo la respiración de ambas, inquieta. Hasta que la casa vibró, como si alguien hubiese apoyado la palma de una mano gigante sobre el techo. Luego un gemido, esta vez muy cerca, dentro, tal vez abajo. Lucía contuvo un grito. Ivana se incorporó de golpe y sintió la adrenalina quemarle la garganta.

—Debe haber un animal atrapado —dijo, pero la frase sonó más a un ruego que a una explicación.

El llanto volvió, claro, humano. Un niño o algo que sonaba como un niño. Ivana se abrazó a sí misma sin darse cuenta. Lucía se sentó a su lado.

—No estás sola —le dijo a su amiga.

Y aunque Ivana hubiera jurado minutos antes que no creía en nada, esa frase la mantuvo entera. Pasaron así horas que parecieron siglos, temblando con cada ruido. En algún momento, el llanto se detuvo. El día regresó con el amanecer asomando entre las rendijas.

Cuando Ivana abrió la puerta para que entrara el sol, tuvo la revelación que más esperaba: el bosque volvía a ser solo un bosque. Nada se veía fuera de lugar. Ninguna huella, ningún rastro, nada que demostrara lo que habían vivido la noche anterior.

Lucía observaba a su amiga desde el interior, esperando.

—Fue… un episodio de sugestión colectiva —dijo Ivana finalmente—. El cansancio, la noche, el miedo… Todo encaja —afirmó más para sí misma que para su compañera. Lucía no discutió.

Ivana decidió volver al pueblo y regresar a la cabaña después de hacerle algunos arreglos como pintura, luces exteriores, muebles más modernos… Mientras cargaban las últimas cosas en la camioneta, se encontraron con algo que no habían detectado antes: una pequeña mano dibujada en la puerta, parecía hecha con tierra húmeda. El tamaño era innegable, era la mano de un niño.

Lucía se llevó la mano al pecho. Ivana se quedó inmóvil. Había mil explicaciones posibles… y ninguna.

—Yo lo voy a respetar —susurró Lucía, con un hilo de voz al mismo tiempo que se persignaba.

Ivana no respondió. Pasó los dedos sobre la marca, como queriendo borrar la historia, pero también queriendo recordarla. Subieron a la camioneta.

—¿Te vas a quedar a vivir aquí igual? — preguntó Lucía en un susurro antes de que el vehículo arrancara.

Ivana tardó en contestar. Miraba el bosque, la cabaña, la puerta marcada.

—Sí, cuando haga algunos arreglos y traiga más muebles—dijo al fin— Si me voy, entonces sí estaría creyendo.

Lucía asintió, sin ironía.

—Y si te quedás, quizá aprendas a escuchar.

Esa vez ninguna rio. La camioneta se alejó lentamente, tragada por la mañana.

Detrás, la cabaña quedó en silencio. Un silencio tan espeso que todos los ruidos del día –los pájaros, el viento, las ramas– sonaban como si fueran por primera vez. Y por un instante –solo un instante– Ivana creyó oír un susurro que no necesitaba interpretación. Un susurro que no estaba ni fuera ni dentro, sino en un punto exacto entre lo real y lo posible. Un susurro que no buscaba respuesta, solo presencia.

No se dio vuelta.

 Laura Irene Ludueña nació en Buenos Aires, pero vive en Rafaela, provincia de Santa Fe, desde hace medio siglo. Es docente e investigadora y ha publicado el libro Un criollo en la pampa gringa (2022) y el ensayo Justicia social y resistencia conservadora: la ciudad de Rafaela en los años cuarenta. Su intensa actividad como escritora de ficciones la ha llevado a ser una de las animadoras del TALLER 9 de escritura creativa, tanto en solitario como formando equipo sus compañeros. Su labor está reflejada en este blog.

 

miércoles, 10 de diciembre de 2025

EL SEGUNDO NACIMIENTO DE EDWARD MORDAKE

Ignacio Fritz

Un centelleante candado Odis aseguraba, firme, el cerrojo de una puerta de hierro y refulgía, llamativo, aunque había una oscuridad profunda, de boca de lobo, en el living-room de la casa que vigilaban desde hacía meses.

—¿Y…? —Yonquigirl sentía un peso en el interior, una honda aspereza que le dificultaba levantarse cada noche y hacer de tripas corazón y enfrentar una existencia que no había elegido. Desde luego, tema ingrato en el cual solo podía aceptar, lisa y llanamente, como el preludio de un destino amargo, molesto como una enfermedad venérea, en la Eternidad en la que estaban apostados, desde hacía meses, esperando ese día en particular.

—Nada, solo esperar a que traigan la llave. Seguro vendrá uno de los chicos para los mandados, el delivery. —Y el candado traveseaba con destellos como de diamante. Tanto, que Maldadoso cerró un poco los ojos—. Seguro que sí. —Maldadoso arqueó una ceja.

No habían elegido lo que padecían por aquellos aciagos días de incertidumbres y rarezas, de espejismos y maldad, de drogas y pérdida de fe, de tenebrosidades perpetuas y hurtos sentimentales que en nada los ayudaba, porque lo sensitivo no cuadraba en ese Antimundo en el que se sumergían cada noche.

Yonquigirl dijo:

—¿Seguro…? Ese hombre, Edward Mordake, tenía una cara extra en la parte posterior de su cabeza. Era su «cara de demonio», que le susurraba cosas, cosas como las que oigo a cada rato, esas vocecillas imperantes de chalada que tengo.

—Bah, ¿y qué? —refutó Maldadoso, que entendía ese panorama como uno más para soportar en los últimos trechos en los cuales se había involucrado desde hacía años, cuando ambos decidieron ahogarse en los tumultos de la anormalidad—. Los huesos de Mordake están allí, guardados en ese cuarto con puerta de fierro, con ese candado con vida propia, metidos en un ataúd de ébano, y ahora debe estar volviendo a la vida, si es que eso sea la vida, ¿no es cierto?

—Y con luz propia, como ese candado, en efecto —agregó ella.

—Sí, nosotros solo esperamos la llave para abrir y recibirlo. —Pausa—. Hay grandes planes para los tres. Un noble inglés estará junto a nosotros, se llama Edward Mordake y aparecerá aquí, en Santiago de Chile, y será un burgués que ayudará a que los demonios salgan de abajo. —Observó el piso flotante y la oscuridad cubría el living-room como una telaraña espesa, como un género tiznado o una marea de petróleo.

—Allí hay un tesoro —comentó Yonquigirl y mascaba chicle, lenta como mamífero rumiante.

Había una sensación marchita, como de cementerio de abadía inglesa.

—Se trata de la osamenta de Edward Mordake en un ataúd y el conjuro lo traerá a la vida una vez obtenida la llave del candado Odis. Abriremos y le daremos la bienvenida. Meter la llave en el candado es el conjuro que lo convertirá en lo que fue cuando vivía en el siglo diecinueve.

—Es un candado embrujado, ¿no, Maldadoso? ¿Eso lo traerá a la vida? ¿Eso llenará de carne y piel y órganos sus huesos polvorientos en su ataúd de ébano?

—Sí, Yonquigirl. Aunque para mí ese candado no está embrujado —negó con la cabeza—. No es un candado embrujado. No alharaquees.

—Pero si se ilumina solo en la negrura. ¿Qué es, entonces, Maldadoso? ¿Otra huevada rara de estos seres?

—Yo no los llamaría seres. Son demonios, más bien. —Acto seguido un sofá Scott de tres cuerpos se deslizó diez centímetros y los dos no se percataron de nada. Lidiar con ese tipo de fenómenos se había vuelto pan de cada día, de manera que no se cercioraban de cada suceso lindante al poltergeist.

—Un bicho, una mierda rara. Edward Mordake fue una falla de la Naturaleza.

—Pensar que yo me creía un fenómeno de la Naturaleza, Yonquigirl.

—De la Naturaleza no, pero sí de la Hermandad Halloween —juzgó ella.

Maldadoso pulsó el interruptor y el candado dejó de brillar por la luz.

—Increíble que ese candado estuviese iluminando, antes, cuando conversábamos en la oscuridad, sentados a la mesa y esperando que llegue ese delivery. ¿Son ellos los que lo envían…? ¡Qué horror, sí! Hasta tienen gente trabajando. Tal vez un venezolano que arrancó de Maduro, ¿no? ¿Tu celular indica en qué calles está?

—Nones. Lo tengo sin batería —contestó él.

Se oyó un golpeteo por detrás de la puerta y el candado Odis se sacudió, como si estuviera al vaivén de los golpes de nudillos por detrás de esa puerta, resistente como un barco a la deriva.

—Golpean la puerta por el otro lado —comentó Maldadoso, circunspecto.

—Sí, golpean. Son como contraseñas en una sesión de espiritismo. Quizá Mordake ya se levantó de su ataúd. Quizá ya es humano. Quizá ya nació por segunda vez.

—No, pues… Si falta la llave en la cerradura del candado. No enredes, Yonquigirl.

—Siempre, toda mi vida, enredo. Lo que sucede atrás de esa puerta corrobora lo que siempre he pensado, ¿eh?

—Sí, lo sé. Me he ido acostumbrando a los ruidos y entes y aparecidos y…

Hubo otro golpe fortísimo, y se detuvo para dar paso a una confesión desinteresada por parte de Yonquigirl:   

—¿Cuánto tiempo llevo convertida…? ¿Siendo la guardiana de las pelotudeces que siempre han impuesto los de la Hermandad Halloween?

—Uy, no sé. La última vez no logramos conseguir nada, incluso metiéndome yo en el hospital San José a medianoche y eludiendo a toda esa gente, los médicos y enfermeros o lo que sea. Incluso creo que esa noche me topé con esa monja fantasma de la época del cólera y nada de sangre fresca pude robar para que te alimentaras. —Yonquigirl rio.

Luego hubo un instante de mutismo.

—¿Mordake tendrá hambre? No lo sabemos —dijo ella, ya más reposada—. Ese lugar es como una habitación del pánico, ¿no? Y sus despojos crecerán, volviendo a la vida, y eso que ellos solo habían conseguido sus restos traídos en un vuelo chárter desde Inglaterra. —Pausa—. O quizá ya está listo y golpea la puerta porque quiere salir.

—Uf, se suicidó a los veintitrés años y tenía un título nobiliario y… ¿Qué más, Yonquigirl? Fue todo un caso ese hombre.

Después ninguno dijo nada. Del otro lado volvían los sonidos, similares a los provocados en las sesiones de espiritismo. O tal vez en un ajetreado poltergeist.

Maldadoso concluyó:

—Mordake es un fenómeno, una criatura con una cara en la parte trasera de la cabeza, que con su boca le susurraba de todo, todo a su parte «normal» de una manera demencial, como si fuera una réplica, un hermano demoniaco pegado en su cabeza, la causa de los problemas de cada individuo, sino de la misma Humanidad.

—¿Y…?

—Hablamos de él y aguardamos. Esperamos. Damos vida a Mordake departiendo esta sarta de huevadas mientras esperamos al delivery, ¿cómo llamarlo de otra manera…? ¿Junior? ¿Cadete? ¿Chico de los mandados? La llave calzará perfecta en la abertura del candado que se ilumina solo y abrirá esa puerta de fierro, del Infierno, en la que está Mordake. —Pausa—. Allí está, en su ataúd elegante. Se convertirá en un ser humano que usará una capucha para cubrir su otra cara trasera, y saldrá en la noche a cazar mujeres vírgenes para beber su sangre prístina. O tal vez ya no tendrá esa cara en la parte posterior de su cabeza, quién sabe. Sí, no creo que la Hermandad Halloween acepte que esa cara se mofe de él y que, de nuevo, termine suicidándose a los veintitrés años.

—¿Y, qué más, Maldadoso?

—Nada, solo esperar a que llegue la llave y nazca por segunda vez.

Algo desconocido, en efecto, crujía detrás de la puerta de fierro, como si Edward Mordake estuviese destrozando el ataúd de ébano en un arrebato de furia, asunto incierto porque volvería a la vida solo si se introducía la llave del delivery en el candado Odis.

—Sí, claro —afirmó ella con vesania—, tenemos toda la Eternidad para conocer a Mordake. Seguro es un tipo interesante, sofisticado.

—Sofisticado mi falo, Yonquigirl —zanjó él.

De manera puntual, un aguerrido toque de campana anunció la llegada del delivery, y tal vez ese inglés volvería a la vida: joven que padeció del síndrome congénito de duplicación craneofacial, y reposaba en ese cuarto cerrado a cal y canto.

Eufórica y guillada, Yonquigirl exclamó:

—¡Qué horror, sí! ¡Llegó…! ¡Por fin…! Ojalá resulte todo esto, ¿sí? —Luego descansaron mientras una suave música de otras épocas inundaba la casa y la lluvia comenzaba a golpear contra el tejado.

Ignacio Fritz nació en Santiago, Chile, en 1979. Licenciado en Comunicación Social y Periodista (UNIACC) con estudios inconclusos de Literatura y Derecho. Ostenta un diplomado en Escritura Creativa de la Universidad Diego Portales. Sus primeros cuentos aparecieron en el suplemento juvenil «Zona de Contacto», del diario El Mercurio, a fines de la década de los 90. Ha publicado los libros de cuentos Eskizoides y obtuvo el primer lugar en el concurso de cuentos de Unión Latina con el relato Camila Rochet. Su última novela se titula Terrorismo marxista.

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