lunes, 24 de noviembre de 2025

LA MUJER-PLUMA O LA IRONÍA DEL ESPANTAPÁJAROS

Itzel Alejandra Flores García

 

 

Mientras leías línea a línea las palabras del poema de Girondo, la mirabas de reojo estremecerse en su asiento delante de ti y percibiste por un momento que se levantaba del suelo. Eso te hizo pensar que por fin habías encontrado a una mujer-pluma, de esas que saben volar y la deseaste poderosamente. Sabías que ella te escuchaba con atención y te gustaba saber que lo hacía.

Eras un hombre atractivo al que nadie podía resistirse, según lo que te habían dicho tus amigos. Estabas seguro de que ninguna mujer era capaz de elevarse en serio, porque todas eran unas mojigatas al final de cuentas.

Habían pasado ya tres días desde la primera vez que la viste poniendo atención a la clase con sus ojos brillantes y su mirada tranquila. Te había llamado la atención de una manera peculiar y para ti fue fácil acercarse porque tenías una auto confianza forjada en la cotidiana conquista de chicas. Supiste que todo iba fluyendo de la mejor manera durante esos días de taller literario, porque lograron una conexión inigualable. Querías, sin dudarlo, tener una relación con una mujer linda, tierna y posiblemente voladora como ella.

—Vamos, te invito a cenar —le dijiste y aceptó. Era bonita y tenía un cuerpo hermoso. La atracción era poderosa y además se entendían bien.

Vino, pizza, ensalada; otra vez vino, café no, ni postre porque vendría algo más dulce que un pastel.

Una habitación cómoda fue el escenario. No parabas de hablar porque te gustaba mostrar tu ingenio e intelecto y dominar las conversaciones con aquellas divagaciones de cultura que solían darte un buen lugar en la sociedad que frecuentabas.

Ella se acercó y puso sus labios suavemente sobre los tuyos. Con ese delicado beso tu confianza se tambaleó, pero te entregaste al momento. Con los ojos cerrados, recorriste su cara y bajaste hasta su cuello. Sentiste cómo se erizó y la estática generada se convirtió en luminiscencia. Se tendió en la cama y tú te quitaste la ropa poco a poco mientras ella hacía lo mismo. La miraste recostada y ardiente invitándote a ir a su lado. Tus manos recorrieron cada palmo de su piel hasta detenerte en sus pechos redondos. Sus pezones expuestos a tus dedos, se pusieron erectos y duros. Nunca antes habías tenido esa sensación y sabías que ella estaba disfrutando. La acariciaste con fruición y ella te pedía más.

Metiste la lengua en su sexo y su sabor se desparramó por toda tu boca; era un dulzor que nunca antes habías probado. Ella gritaba y temblaba, y orgasmo tras orgasmo se elevaron. Te aferraste a su cuerpo, pero no pudiste seguirla en su elevación y caíste a la cama.

 Ella entonces, aún con el placer en el rostro, te miró desde arriba, pero viste que en un instante, esa mirada se transformó en decepción.

—Lo siento —susurró, y tú creíste entender aquello porque tú también sentías y querías más.

 Desnuda y extremadamente sensual, fue descendiendo hacia ti decidida a que no te soltaras de nuevo. Nunca habías sentido tal excitación antes y tu erección recibió su humedad que se derramó en la tuya.

Esta vez, llegaron unidos al cielo raso, pero todo quedó en blanco después de eso; perdiste el conocimiento al no poder resistir aquel intenso placer.

—Lo siento —te dijo, y tú abriste los ojos al oír su voz. Veías borroso y casi no recordabas qué había pasado; no supiste si había sido un sueño. Paulatinamente todo se puso en orden en tu cabeza y en la media luz en la que te encontrabas te notaste aún desnudo, frío y mojado. ¿Era la humedad del acto sexual?

Sentiste un dolor agudo en el vientre y no te pudiste incorporar. La miraste y viste que tenía un cuchillo en la mano.

—No es posible que haya sucedido otra vez. De verdad que tú habías logrado que ese oscuro lado de mi corazón se llenara de luminiscencia. La elevación que estábamos logrando me hizo creer que recuperaría la razón, pero no fue así. Lo siento, ay, ¡cómo lo siento! Y es que en esto soy irreductible. No perdono, bajo ningún pretexto, que siendo mi amante no sepas volar.

Te quedaste ahí sin que tu soberbia te pudiera salvar.

Itzel Alejandra Flores García estudió la licenciatura en Literatura Latinoamericana en la Universidad Iberoamericana y se ha dedicado a la docencia y al fomento de la lectura como actividad principal desde hace 25años. Estudió la maestría en Historia del Pensamiento en la Universidad Panamericana y ha incursionado en el ámbito editorial en Alfaguara Penguin Random House y en Editorial Soconusco Emergente. Ha publicado algunas ficciones y microficciones en el blog SINERGIA del Taller 9 de escritura creativa dirigido por Sergio Gaut vel Hartman. Es autora del libro de ensayos. La voz que se hace escritura. La palabra. que se hace voz, que recoge lo más importante de sus tesis de licenciatura, publicado por Editorial Soconusco Emergente en 2023.




 

TÍA NICO

 Julio Estefan

 

Se escucharon tres golpes en la puerta de calle. Tía Nico respondió con un grito desde su cuarto y comenzó a andar lentamente hacia la puerta. Volvieron a golpear.

¡Ya va... ya va! — rezongó mientras bajaba el picaporte.

—¿Se encuentra el maestro Parménides Elea? — tosió una voz gravemente forzada.

—Aquí no vive ningún Elías —dijo Tía Nico.

—No, señora. Parménides Elea, el maestro espiritista —insistió la voz grave.

—¡Váyase...! ¡Fuera! ¡Fuera de aquí! —gritó Tía Nico enojada y cerró dando un portazo. Volvía a la pieza murmurando su rabia cuando en la puerta se escucharon nuevamente los golpes.

—¡Voy yo! — le grité desde mi cuarto, antes de que pudiera volver sobre sus pasos.

—¡Por favor, Julio! —advirtió—. No quiero cosas raras en mi casa...

—No, tía, son unos compañeros de la Facultad que sólo quieren molestarla.

Salí a la vereda y encontré a Miguel y al Rafa matándose de risa.

—¡Che, son locos ustedes! ¡Cómo le hacen esas bromas a la tía, si ya saben cómo es...!

Teníamos que prepararnos para un parcial de Física I, todavía lo recuerdo claramente: comenzamos a estudiar un práctico sobre el movimiento de la luna y los astros. Nos metimos en mi pieza y en el tema. Cada uno brindó su hipótesis, la discutimos, elaboramos nuevas interpretaciones y nos fuimos por las ramas hasta bien entrada la noche.

Entonces oímos a Tía Nico ir y venir por el pasillo, tosiendo y haciendo ruido. Dándonos a entender que ya era tarde.

Cuando se fueron mis amigos, me encaró.

—¡Eso que ustedes hacen no me gusta! Cuando vengan tus padres les voy a decir que te busquen otro lugar. No quiero en mi casa a personas como vos. Esta es una casa decente. ¡Qué tienen que venir con espiritismo y brujerías acá! ¡No señor!

—Pero tía, si sólo estábamos estudiando...

—¡No, no y no! ¡No te quiero en mi casa y punto!

No había caso. Cuando se cerraba de esa forma nadie podía hacerla cambiar de idea. Supuse que al otro día se olvidaría del asunto, como sucedía con tantas otras cosas... Al menos eso pensé aquella noche.

A pesar de su esclerosis, cada día más acentuada, Tía Nico nunca dejó de creer que yo en verdad estudiaba espiritismo o magia negra. A partir de entonces me convertí en la razón de todos sus males.

Tía Nico vivía de su pensión en un amplio sentido de la palabra: era jubilada y alojaba estudiantes en su casa. Se llamaba Nicolasa Zavaleta Gaitán pero prefería que le dijéramos Tía Nico y debo reconocer que con gusto la llamábamos “tía”. Sentíamos un gran afecto por esa diminuta mujer, bondadosa y sola.

Tenía una única obsesión: los rompecabezas. Con paciencia envidiable colocaba las piezas, una a una, durante meses, hasta acabar cuadros inmensos que luego hacía enmarcar y colocar en la casa.

Aquel día del incidente espiritista había comprado un nuevo rompecabezas. Una caja amarilla y misteriosa, con letras rojas y grandes.

Tía Nico preparó una mesa en su dormitorio y dejó sobre ella la caja. Por la noche comenzó a armarlo. Por primera vez, guardó en estricto secreto su pasión, sin mostrar a nadie el motivo del rompecabezas.

En los subsiguientes días la noté más nerviosa, más que de costumbre. Creí que seguía disgustada conmigo por la broma de mis amigos y no me animé a preguntar qué le pasaba.

Cada noche escuchaba a Tía Nico hablar en voz baja en el dormitorio, dedicando varias horas de sueño a su afición.

Finalmente no pude con mi curiosidad: entré a su cuarto y fui directamente hasta la mesa. Allí estaba el rompecabezas, parcialmente armado e inerte bajo la luz de la lámpara. Me acerqué, lentamente, y miré la figura, sorprendido e incrédulo.

¡Aquella era una imagen exacta del cuarto de la tía! Cada detalle se correspondía en el cuadro parcial sobre la mesa: la cama, la mesita de luz, el ropero, la luna del espejo, la mesa y la lámpara. ¡Tía Nico también estaba allí, inclinada sobre el tablero, completando el rompecabezas!

Tomé un puñado de piezas y un frío inesperado me puso la piel de gallina. En ese momento entró la tía.

—¡Salga inmediatamente de mi dormitorio! ¡Fuera! ¡Brujo del demonio! —gritaba mientras esgrimía un crucifijo de madera como si fuera un escudo.

Sorprendido in fraganti, solté las piezas sobre la mesa. Tía Nico continuó vociferando por un rato, al tiempo que yo entraba en mi cuarto y me metía en la cama.

A pesar de las colchas sentía un escalofrío en todo el cuerpo. Esa noche me dormí muy tarde, acurrucado como un niño, tratando de olvidar esa imagen insólita, imposible.

 

Me desperté sobresaltado y bañado en sudor. La quietud de la casa era inusual. Tía Nico solía levantarse muy temprano para hacer las compras y por lo general el ruido que hacía me despertaba a tiempo para ir a la Facultad. Eran más de las 10 de la mañana y la casa continuaba en silencio.

Me levanté cansado como si toda la noche la hubiese pasado en vela, con la boca seca y amarga y el cuerpo dolorido. Recordaba el incidente de la noche anterior muy vagamente, como si hubiese ocurrido mucho tiempo atrás, o sólo hubiese sido un sueño.

La puerta del dormitorio de Tía Nico estaba cerrada. Dudé un instante antes de entrar pero debía constatar lo que creía haber visto.

La habitación se encontraba a oscuras, con una pesada cortina sobre la ventana. Cuando mis ojos se acostumbraron a la penumbra, distinguí el contorno de la cama, el ropero y la mesa donde estaba el rompecabezas. Fui hasta ella y encendí la lámpara.

El cuadro ya había sido armado. La imagen era la misma: el cuarto de la tía. En la ventana se veían dos ojos gatunos que me hicieron recordar los viejos dibujos de los libros de terror que leía en mi infancia. En el centro de la imagen Tía Nico seguía armando su eterno rompecabezas.

Miré fijamente la escena y la tía me llamó la atención: ¡Desde allí, me miraba enojada! Increpándome con su dedo en alto parecía que gritaba. Me incliné cuanto pude sobre ella pero nada escuché. Era sólo un gesto que de tan repetido se había hecho carne en su cara.

Dejé todo como estaba, apagué la lámpara y salí de aquel cuarto. Al cerrar la puerta ya no pude evitar escucharla.

—¡Brujo...! —Así me llamaba.

Julio Ricardo Estefan nació en 1963, en Monte Buey, Marcos Juárez, provincia de Córdoba. Vivió en Aguilares, provincia de Tucumán, y desde 1981, está radicado en San Miguel de Tucumán. Es Profesor en Física y Especialista en Educación Superior y TIC. Durante 2008 publicó sus trabajos en la revista Ñ (Buenos Aires), La Buhardilla de Papel (Rosario) y en los blogs de literatura: Químicamente impuro, Breves no tan breves, Ráfagas y parpadeos, Poesía de Tucumán, Alpialdelapalabra, Poetas Siglo XXI Antología mundial, entre otros. Participó en las antologías: Monoambientes (2008), Velas al viento (2010), Fervor de Tucumán (2010), Brevedades (2013), El mundo de papel (2014), Grageas 3 (2014) y Cien páginas de amor (2015). Publicó La excepción a la regla (2009), Juegos de Superhéroes (2010), La señal inválida (2011) y La torre de papel (2013). Algunos de sus poemas han sido publicados en diversas antologías, entre ellas: Reñidero (2012) y Antología Federal de Poesía (2017). Es editor de La aguja de Buffon ediciones y miembro fundador de la Asociación Literaria “Dr. David Lagmanovich”.

 

 

IREM, LA DE LOS PILARES

Iván Bojtor

 

Fueron muchos años de tormento los que me empujaron finalmente a escribir todo esto. Quizás así mi conciencia logre, si no calmarse, al menos convencerse de que hice cuanto pude para evitar aquella atrocidad. Porque, incluso después de tanto tiempo, sigo repitiéndome que yo podría haberlos salvado.

Por supuesto, conozco la conclusión oficial de la investigación: “debido a la baja temperatura falló la condición estanca del anillo O del acelerador de combustible sólido derecho, lo que provocó la fuga y la combustión”. Eso –dicen– causó la catástrofe. Y, al fin y al cabo, ¿quién le habría creído a un “paranoico que llama para decir disparates”?

De Irem la de los Pilares, la Ciudad de los Milagros, oí hablar por primera vez en un viejo relato de principios del siglo pasado, obra de H. P. Lovecraft. Dicen que los grandes escritores y poetas perciben hasta la vibración más leve del alma humana; y que los más grandes –Lovecraft entre ellos, sin duda– captan también los fragmentos de sensación y pensamiento que se filtran desde las profundidades oscuras del cosmos hasta nuestro mundo, incluso aquellos que quizá empezaron su viaje antes de que existiera la especie humana. Creo que autores como él, además de intuir y plasmar la cólera, el terror y el pavor que nos llegan del espacio infinito, cumplen otra función: son los ojos y oídos de la Tierra, los pocos capaces de predecir los horrores por venir. Pero no es de eso de lo que quiero hablar, sino de Irem la de los Pilares.

En el cuento de Lovecraft, el beduino Abdul Alhazred encontró accidentalmente la ciudad perdida bajo las arenas perpetuamente agitadas de Hadramaut. La había mandado construir Sedad, último tirano de la tribu de los ‘Ád, como una imitación del paraíso celestial.

Años después volví a encontrar el nombre de la ciudad en textos de cronistas árabes medievales. Según la tradición preislámica, apenas visible detrás del fino velo del islam, aquella ciudad misteriosa fue obra de la tribu de los ‘Ád, desaparecida en circunstancias aterradoras. El folklore dice que los ‘Ád eran gigantes, y por eso atribuyen a ellos todo edificio cuyo origen se pierde en la noche de los tiempos: fortalezas, palacios, murallas.

Cuando Saddád ibn ‘Ád, primer rey de los áditas, escuchó hablar del paraíso celestial, decidió crear su réplica terrenal. Una vez terminada, llamó a la Ciudad Sin Nombre por el nombre de su abuelo: Irem, nieto de Noé. Saddád partió con su séquito para contemplar la magnificencia de su obra, pero una voz horrible venida del cielo los fulminó a todos.

Según el geógrafo Al–Mas‘udí, en su época encontraron en Hadramaut la tumba de Saddád dentro de una montaña: una cámara funeraria de cien pies de largo por cuarenta de ancho; en el centro, dos lechos de oro. Sobre uno yacía el cadáver de un hombre de tamaño colosal. Una inscripción a su cabecera proclamaba al mundo que allí descansaba Saddád ibn ‘Ád, rey de los áditas.

Tras su muerte espantosa, toda la tribu pereció poco después. El misterioso enviado de Dios, el profeta Húd, les había advertido que destruyeran su horrendo ídolo y abandonaran sus oscuros rituales, pero nadie escuchó su voz. Cuando Dios los castigó con tres años de sequía, enviaron una delegación a La Meca para implorar lluvia. Pero sus emisarios pasaron primero un mes entero entregados al desenfreno, antes de ocuparse de su misión. Al fin pidieron lluvia, y aparecieron tres nubes en el cielo: una blanca, una negra y una roja. Una voz celestial ordenó al jefe de la delegación elegir una. Él escogió la negra, creyendo que traía más agua; pero eligió mal, pues la voz anunció destrucción para el pueblo de ‘Ád. Dios envió la nube sobre el país de los áditas; de ella surgió un viento abrasador que borró del mundo a aquella gente incrédula.

Pero la tradición sostiene que Irem la de los Pilares no fue destruida por el fuego del cielo. Dios la hizo invisible a los mortales, y sólo los escogidos lograron verla, y muy raramente. Según las crónicas, en tiempos del califa Mu‘áwiya, un beduino llamado ‘Abdallah ibn Qilába, mientras buscaba a su camello en el desierto, halló la ciudad desierta. Cuando el califa oyó la historia, envió un ejército entero a buscarla, pero no la encontraron.

El siguiente elegido que supuestamente vio Irem fue Marchie, médico de la expedición a Hadramaut de 1908. Hoy casi nadie sabe de aquella expedición: todos los mapas, notas y fotografías ardieron en un depósito parisino durante un bombardeo en la guerra. Yo sólo tengo el testimonio del nieto del doctor.

Según él, la expedición encontró algo extraordinario, que llamaron la estatua de O-Tarim. Marchie sostenía que aquello no lo había hecho mano humana. De hecho, difícilmente podía llamarse “estatua” según el uso de la época: ¿cómo llamar estatua a algo que cambia de forma y color constantemente, y que además emite sonidos extraños? Aquel ser viscoso, pegajoso, retorciéndose sin cesar, mostrando una apariencia distinta a cada segundo… Marchie creía que era el resto del espantoso ídolo de los áditas, no destruido por el fuego divino sino sobreviviente por algún medio inexplicable.

Siempre según el nieto, no sólo desaparecieron los documentos de la expedición, sino también las notas de su abuelo, sin dejar rastro, de un cajón cerrado con llave. El doctor primero sospechó del servicio secreto británico, pues la expedición francesa había provocado un pequeño escándalo político: a los británicos no les agradaba que una potencia rival investigara un territorio que ellos consideraban propio. Pero cuando encontró, en lugar de su diario guardado en la caja fuerte, sólo un puñado de cenizas, empezó a sospechar de otra cosa. Según cuentan, fue entonces cuando dibujó de memoria el plano de Irem la de los Pilares, el mismo plano que –lo admito– yo robé.

Comparar aquel plano con las imágenes tomadas desde el espacio en 1984 fue lo que me llevó a telefonear a la NASA por primera vez. Intenté advertirles que estaban jugando con algo peligrosísimo, pero se burlaron de mí, me llamaron charlatán y adivino trastornado.

Las imágenes aéreas –o mejor dicho espaciales– que ahora exhiben, y en base a las cuales lanzaron la expedición para encontrar Irem, son falsificaciones. Yo recibí las auténticas en 1984, de manos de un entusiasta amateur que luego fue detenido por espionaje. Dijo haber encontrado por casualidad la frecuencia secreta y grabado las transmisiones del transbordador espacial.

La expedición anunció al mundo que habían encontrado Irem bajo las arenas del Rub al-Jalí, el mayor desierto del planeta. Si no conociera los hechos, quizá yo también lo habría creído, habría pensado que ese asentamiento arrasado por un terremoto era la Ciudad de los Milagros. Pero el plano de esa ciudad no coincide ni con el dibujo de Marchie ni con las imágenes originales del Challenger. Y lo más decisivo: no encontraron la estatua de O-Tarim.

A mí no me vengan con historias de anillos O quemados, sobrecalentamientos o fallos aerodinámicos. La caja negra del transbordador muestra que los instrumentos no señalaron error alguno.

Y aun así siete astronautas murieron el 28 de enero de 1986, cuando explotó el Challenger. Quizá porque en 1984, desde allá arriba, los instrumentos detectaron algo que no debían haber visto.

Alguien sigue guardando el secreto de Irem, la de los Pilares.


Título original en húngaro: Oszlopos Irem

Traducción; Sergio Gaut vel Hartman


Iván Bojtor nació en Szombathely, Hungría, en 1954; actualmente vive en Veszprém. Sus primeros artículos se publicaron en la antigua revista Ország-Világ. Fue el fundador del club de SF Kvark de Veszprém, que publicó su propio fanzine llamado PreVega, y después Kvark. Algunos de sus escritos se han incluido en GFK 300GFK 400 y en la antología Durchjáró 20. Sus relatos cortos se han publicado en la revista Castle Ucca Workshop, en el fanzine Black Aether, y sus artículos sobre los misterios de la historia han aparecido en la revista Incredible.

 

DESDE ADENTRO

Adriana Lucero

 

Empezaré por mi nombre, el real, el que mi madre me dio, aquel que me pusieron cuando tatita Dios me plantó en este mundo. Ramón Oyola. Don Ramón Oyola, para la gente del pueblo. Seguro que este nombre no les dice gran cosa. Nunca fui nadie importante. Uno más, eso.

Mis recuerdos de la niñez están ligados a la dulce voz de mi madre, doña Eulogia, que pronunciaba mi nombre como si éste fuese único en el mundo. “mi Ramoncito… Ramoncito… pancito de arrope… mielcita de caña… mi Ramoncito”, me decía mamá y entonces era sólo yo, yo y nadie más. Pero de golpe, sin previo aviso, la perdí, se fue su voz, su cariño y mi nombre no fue el mismo. Nunca más volví a ser ese Ramoncito de canción de cuna. Me convertí en Ramón, nombre duro, fuerte, nombre sin azúcar ni miel. Con el tiempo, pasé al “don”; respetado por todos, un hombre con experiencia, sabiduría, pero sin corazón.

Las circunstancias de la vida pueden hacerte duro, hasta podría decir que te obligan a usar una coraza para impedir que el dolor te siga cercenando. El sufrimiento te agota, te quita las ganas de amar y de pensar en los demás. Es más fácil pensar sólo en uno mismo, volverse egoísta y olvidarse del mundo. Ya no se puede sentir lástima o compasión, el dolor de los otros no es nada para el alma de aquel que lo ha perdido todo. La salida está en encerrarse cada día más y más, enroscarse despacito como las víboras, volver a armar el cascarón roto para no nacer, para no ser. 

Duro, durísimo. De piedra, de mármol, de acero indestructible. Así era yo.

Y en completa soledad me gustaba vivir. Sin dar explicaciones a nadie más que a mí mismo, en el mutismo confortable de mi propio silencio, voluntariamente elegido.

Por las noches, cuando por fin el día se convertía en recuerdo, ahí era cuando mejor me encontraba. Ave nocturna, la luna, los grillos, las estrellas quemándome el alma con sus brillos, y yo, que volvía entonces a ser sólo Ramón. A secas. Desnudo. Sin máscaras.

Fue justamente en una noche cuando mi historia se escribió.

El silencio tan amado, en esa terrible noche, tuvo una violenta interrupción: a lo lejos, se escuchaban gritos humanos, traídos hasta mí velozmente por el viento que revelaban un dolor fuera de lo normal, una agonía y desesperación imposibles de referir con palabras.

Yo, Ramón Oyola, hombre duro, valiente, decidido, poco supersticioso, afirmo haber sentido un sostenido escalofrío con esos gritos fuera de lo común. Pero eso no me paralizó: mi sentido del deber me llevó a no dudar y, tomando mi vieja escopeta, intentar localizar la proveniencia del sonido.

Así, me sumergí en la noche, en la oscuridad, en sus silencios y misterios. Caminé por varias horas, cada vez más cerca de los gritos.

Finalmente, lejos de la finca, bien adentrado en el monte, llegué a destino: una mujer, aparentemente joven, de mirada lastimosa, cabello enmarañado, puños tensamente apretados, conteniendo una gran conmoción, gritaba y gritaba sin poder cesar, como si una fuerza superior a ella la llevara a elevar esos “aullidos” que poco tenían de naturales.

Asustaba verla en ese estado, incluso causaba pavor en un viejo insensible como yo. Aun así, me acerqué a aquella pobre muchacha. Intenté hablarle, le pregunté su nombre, si estaba perdida, si alguien le había hecho algo, si se acordaba dónde vivía… Nada contestaba y el grito seguía y seguía.

Mis oídos estaban comenzando a sentirse afectados por el persistente sonido, ¡no se imaginan la fuerza, la potencia de aquellos alaridos infernales! ¡Deseaba hacerla callar con urgencia! Pero continuaba, sin pausa, y lo peor era cómo contrastaban esos chillidos con los plácidos sonidos del monte por la noche.

Sabía que tenía que hacer algo sino la muchacha terminaría con las cuerdas vocales totalmente destrozadas. Reconozco que no me gusta el contacto directo con las personas, dar besos, abrazos, palmadas o caricias, es algo que no va conmigo. Sin embargo, pensé que a lo mejor la joven necesitaba algún tipo de contacto para volver a la realidad.

Me aproximé lentamente a la aullante criatura y hablando en un tono de voz desconocido para mí (suave, calmo, hasta algo paternal), le tomé las manos y le susurré que todo estaría bien.

Cuando me acerqué a ella y tomé sus manos, no fue sólo ese contacto físico lo que ocurrió… el espanto me invade ahora, tiembla mi pulso, se me eriza la piel… pero debo continuar. Cuando la toqué, esta muchacha mi miró, apretó con fuerzas mis manos y, entonces ¡ME MOSTRÓ SU HORROR, EL MOTIVO DE SUS GRITOS! Me llevó adentro de sus propios chillidos infernales, antinaturales… adentro… en el abismo de sus gritos.

Pude “ver” en el interior, un grito eterno, ancestral, maléfico, que contenía dolores de todo tipo. En ese grito estruendoso me vi a mí mismo, con todas mis bajezas, con mi indiferencia, mi frialdad, mi desprecio por todos. Me vi malgastando mi propia vida, dejando pasar un tiempo preciado que ya no podría recuperar. También vi el dolor que causé a otros. Vi (y sentí, en cuerpo, piel y alma) el sufrimiento de mujeres maltratadas, de niños abandonados, de hombres infelices, de seres que día a día vagan por el mundo sin encontrar su lugar, sintiéndose perdidos, profundamente solos y desamparados, a la deriva en un ancho mar. Y vi también lo que vendría; ese futuro cubierto de tinieblas, sin esperanza, acumulando más y más dolor… estábamos perdidos, lo supe en esos momentos. Y les aseguro que fue el peor sentimiento que experimenté en toda mi vida: el saber que no habría futuro para nuestra humanidad. 

Ya era demasiado. No podía soportar por más tiempo aquellas nefastas imágenes. Quería escapar, quería gritar también yo con todas mis fuerzas, gritar hasta que el dolor desaparezca, gritar hasta que el mundo se deshaga, y yo con él…

Entonces, solté violentamente sus manos. No me importó si tenía o no algo para decir, si necesitaba ayuda, si era real o una ilusión de mis sentidos. La dejé allí, sentada, con su mirada de hielo fija en mí. Y me fui.

Cuando llegué a casa traté de encontrar sentido a lo ocurrido, de ordenar los sucesos, pero en mi cabeza daban vuelta, una y otra vez, las terribles imágenes que aquella joven me enseñó. Comprendí el porqué de su grito pues yo también, de haber cargado con el maléfico don de portar esas fotografías mentales, hubiese tenido la urgencia de gritar, sin poder parar jamás.

Pero creo que no hay explicación posible; ni con toda mi frialdad e insensibilidad puedo hacer de cuenta que nada pasó. Noche a noche creo escuchar de nuevo ese grito y sueño con imágenes de dolor que se repiten como en una película.

 

Ayer, en el comercio cercano a la plaza, escuché comentarios de la gente. Me llamó la atención una charla. Decían que unos chicos se habían encontrado con la aparición que bautizaron como “la gritona”: una mujer que gritaba y gritaba. Al verla, los niños corrieron aterrorizados. Pero no escuché que nadie haya tomado sus manos o haya visto en el interior de su profundo grito, o haya experimentado la carga de todos los dolores del mundo en una sola persona…

 

Y ahora, después de esa confirmación de que no estoy loco, puedo reflexionar sobre mí mismo. No sé si esto fue una lección o una cachetada para que me despierte a la vida y deje de aislarme en mi propia burbuja. No lo sé, pero creo que es hora de ser más humano. Comprobé que no soy tan duro y frío como creí y que puedo volver a ser aquel Ramoncito que alguna vez fui.

Seguramente el mundo está perdido, y yo también, pero creo que, aunque todo se sepa, aunque las esperanzas se desvanezcan, aunque el dolor nos llegue hasta el cuello, aunque parezca inútil cualquier esfuerzo, es necesario continuar y volver a empezar las veces que sea necesario. Yo, Ramón Oyola, tal vez esté listo.

Un grito me mostró lo que por mucho tiempo no quise ver.

Hoy pienso que no hace mal gritar de vez en cuando. Pero les dejo un consejo: cuando alguien grite, déjenlo. No intenten consolarlo, ni mucho menos, tomarlo de las manos. Yo sé bien por qué se los digo.

Adriana Guadalupe Lucero es Licenciada en Letras, Profesora de italiano, Magister en Tecnologías de la Comunicación, Profesora de Educación Musical, investigadora y escritora. Nació en San Miguel de Tucumán, el 17 de enero de 1983. Entre sus publicaciones se destacan: “El Guardián” (2011, Plan Nacional de Lectura); “Un preludio” (2011, Editorial Dunken), en la antología de relatos Acaso la Vida; los libros de cuentos Extraña Presencia (2013, Ed. del Parque), Entre Sombras y sueños (2015, Ed. del Parque), Vuelta al deseo en cuarenta mundos (2017, Ed. del Parque); En las Tierras de David, antología de microrrelatos (2022, La Aguja de Buffon Ed.); Reunidas, antología de poetas tucumanas (2022, Tafí Viejo Ed.); Coordenadas, 4° Festival de Poesía de Boedo, antología poética (2024, Clara Beter Ed.); Fervor de Tucumán II, antología de microrrelatos (2024, La Aguja de Buffon Ed.), Más allá del borde (2025, Puerta Roja Ediciones) y trabajos de investigación publicados en Libros y Actas de Congresos, Simposios y Jornadas. Actualmente se desempeña como docente de italiano en la Facultad de Filosofía y Letras de la UNT, en el Instituto Superior de Música y es personal adscripto en la Dirección Artística de Letras del Ente Cultural de Tucumán. Además, es miembro de la Asociación literaria de microrrelatistas “Dr. David Lagmanovich”. 

 

 

SIHADA

Michael Haulică

 

Era uno de los restaurantes más selectos del Tiempo. Más allá del nudo Pitt, marcado en cualquier mapa cronotópico de las Oficinas Especiales de Turismo, se accedía a un inmenso vestíbulo gótico, con paredes de piedra maciza en colores helados que reverberaban, de forma iterativa, los acordes del célebre adagio de la Misa Solemne.

Cada persona que llegaba allí –Turista o Habitual– era recibida como un viejo amigo por el camarero elegante y afable, y luego conducida a un salón: al Dorado, Plateado, Azul, Malva o incluso Negro, según su estado de ánimo.

El-Eftis, un Habitual, fue conducido al Salón Azul.

Los muros modulares, que simulaban inmensidad, estaban incrustados, en un aparente desorden, con zafiros grandes y centelleantes. Sobre ellos descansaba la bóveda del techo, formada por esferas de cristal, en cuyo interior se agitaban graciosamente las delicadas corélidas, volviéndose luminiscentes cuando alguien se detenía o simplemente pasaba bajo ellas.

Apliques de palisandro en brote, revestidos en oro, acariciaban con su luz los paneles de caoba imperial, azul perla, cuyos suaves arabescos sugerían la sensación de la Génesis Universal.

Aquí y allá, incrustadas en la ferretería agresiva –programada especialmente para atenuar el síndrome de inedia–, las chimeneas esféricas de metacristal donde ardían, a fuego lento, crías de kollodoc traídas de contrabando desde Galla aseguraban, con sus trinos desgarradores, un ambiente agradable y rentable.

Dispersas según ciertas leyes esotéricas, sobre el suelo de ébano petrificado se encontraban las mesas, con patas delicadamente arqueadas como si soportaran el peso de los tableros de mármol de Kyanos; y, alrededor de ellas, los sillones biomorfos revestidos en piel de impala. Trampas luminosas señalaban los lugares donde se mantenían las inocencías de desecho, unas plantas carnívoras particularmente simpáticas, fruto de experimentos de ingeniería genética finalmente abandonados.

En el corazón del salón, un oasis de vegetación. Azul, por supuesto: los nativos hemocianóticos liberados de las arenas de Opallonia manifestaban así su gratitud, puesta en valor por las fuentes. Estas, mediante surtidores de luz hábilmente dosificados, sostenían a los bailarines cuyas torpes y pesadas evoluciones, reflejadas en los espejos líquidos con marcos de marfil dorado, se volvían elegantes y maestras.

Pero El-Eftis conocía todo aquello. Él había sido el arquitecto. Los programadores de interiores no habían hecho más que seguir sus indicaciones. Y el restaurante se había alzado magnífico, un autorretrato perfecto. Era la representación material de su alma, realizada con absoluta sinceridad. No se había omitido ningún detalle. La idea general según la cual cada salón era parte y totalidad del conjunto expresaba, por lo demás, el principio básico de su estructura interior.

El-Eftis se sentía en aquel espacio como en sí mismo.

Incluso los androides del personal de servicio eran creación suya: copias fieles de las personalidades más de moda.

De hecho, la moda se establecía allí. Nadie era realmente una estrella si en el local no existía al menos un camarero que llevara su rostro. Para conocer las nuevas apariencias del personal o asegurarse de la continuidad de las antiguas –estatus que ponía en juego sumas fabulosas, carreras, vidas– el restaurante era frecuentado, pese a sus precios exorbitantes, por todos los que se creían estrellas, aspiraban a serlo o tenían poder sobre ellas: deportistas, artistas, programadores, políticos, empresarios.

El-Eftis se detuvo en el límite de la zona de levitación, programó la mesa para un solo sillón y se sentó. El aura azulada de la corélida situada encima, más intensa en torno a los tentáculos, lo envolvió en una luz cálida que se le adhería a la cara, coloreándolo, integrándolo al salón. Extendió la mano hacia el folleto que contenía el menú y hojeó con calma las páginas de auténtico papel, con viñetas que representaban la planta o criatura de la que estaban preparados los platos. Se abandonó a los aromas que emanaban de cada página y trató de discernir para hacer su pedido.

La papada de anacrodón, los crujientes xérii, las alitas de estafilógeno eran todas tentaciones. Por no hablar de los verdaderos placeres que prometían las ensaladas, artísticamente preparadas, de almias, fitohelias o morfostilos.

Pero los dulces... Y las compotas... Los linfodocios glaseados...

Fue arrancado de su delirio olfativo por la señal luminosa y sonora que reclamaba su pedido y su preferencia para el androide sirviente. De entre la multitud de combinaciones culinarias, eligió la indicada como QI520; luego examinó en la pequeña pantalla de la mesa la disponibilidad del archivo de personal. Se detuvo en la hermosa Tas’k Mee, conocida también como la Gata Persa, por el papel que había interpretado en una serie de filmes polemográficos que habían derribado, aunque fuera parcialmente, prejuicios, mitos, gobiernos.

A pesar de los puristas e incluso de las leyes que prohibían usar con fines comerciales todo aquello que pudiera tener alguna relación con el instinto belicoso de la especie humana, la polemografía se había ganado definitivamente a millones de fans, que saturaban las líneas de comunicación con peticiones de grabaciones solo para admirar, en breves secuencias, una bala del calibre 38 o el cañón de un tanque, o, en las películas más recatadas, una pelea a puñetazos. Las empresas que intermediaban este comercio, fundadas al calor de la vergüenza inicial de los solicitantes, habían desaparecido hacía tiempo, comenzando a obtenerse las grabaciones mediante pedidos directos a las productoras.

Mientras tanto, habían aparecido decenas, cientos de revistas clandestinas, y la literatura polemográfica se imprimía en tiradas impresionantes. El fenómeno social existía, y los sociólogos preveían mutaciones esenciales en la vida de la sociedad.

En una mesa cercana tenía lugar el Ritual Final. El camarero, una copia del récord absoluto de los psiridictores, asistía condescendiente a su cliente, quien, para concluir el festín, olía una vez más, a modo de recapitulación, el Estimulante: el equivalente natural de los alimentos consumidos.

Un tintineo suave anunció la aparición de tres ejemplares con la apariencia de Tas’k Mee. Se alinearon frente a El-Eftis, presentándole las bandejas con lo que había pedido.

En platos de porcelana azul de Kaloghera, en cuyos bordes estaban finamente trazadas, en un juego de líneas doradas, helioplantusas estilizadas, se le ofreció el Estimulante. Olfateó, uno por uno, cada uno de los componentes que lo formaban, cumpliendo el Ritual Inicial. Luego hizo la Primera Señal. Podían comenzar.

La primera Tas’k Mee colocó ante él el crisol con la Sopa Total. De la fuente con la sopa-Estimulante se elevaban vapores con los aromas de todas las sopas del Universo Conocido. Empezó a comer sin apartar la mirada del rostro de la muchacha.

Rumor en la sala.

El-Eftis comía el Estimulante.

La Gata Persa declamaba líneas conocidas de Machete, amor mío, que, mediante las imágenes evocadas, actuaban sobre los jugos gástricos del consumidor, potenciando el efecto del Estimulante. Al final, le tendió la servilleta de lino en la que, con letras doradas, estaban impresas las palabras: «Disfruta de la comida de hoy».

El-Eftis hizo la Segunda Señal.

La siguiente Tas’k Mee colocó sobre la mesa el crisol con el Estofado de Setas.

Las miradas de todos los demás clientes del local se fijaron en él en una total inmovilidad, como si cenaran en el jardín lleno de estatuas de Litowski, el escultor que, adepto del Movimiento Humanista, había revolucionado el arte de la época al colocar en el centro de atención al Hombre.

Esta vez, la Gata lucía el traje de Sobre las alas del bombardero, una de las superproducciones más costosas de todos los Tiempos. Él la observaba, escuchaba sus frases, mientras el estofado se derretía, y cuando en el fondo del plato solo quedaban unos rastros de salsa, sintió un impulso violento de chuparse los dedos. Pero se contuvo.

El murmullo se volvió general.

Había consumido también el segundo Estimulante.

Los clientes más antiguos, de las mesas cercanas, se retiraron ostentosamente.

Tras ellos quedaron frases sueltas como «más soportables son esas horribles polemografías» y «al fin y al cabo, ¿cómo puede ser más repugnante un bazuka que esto?».

Ese tipo se secaba los labios con una servilleta de pelo de cassarg dorado en la que estaba escrito, con letras redondas: «Comer es humano».

Pero era demasiado.

Hasta el mayordomo, un androide que llevaba el rostro eternamente sonriente, zombón, del Regente de la Confederación, había llegado a esa conclusión. Y él había visto mucho en su vida: la había visto una noche a la verdadera Tas’k Mee aparecer en un espléndido traje transparente, ceñido al cuerpo perfecto y, prueba del regreso a la moda de los adornos de la antigüedad, combinado con el color del cabello y los ojos, es decir, azul, y con un diminuto cinturón de castidad Mitsuki, modelo deportivo, del que pendía una pistolita pequeña, muy pequeña… pero pistola.

Y El-Eftis hizo la Tercera Señal.

La última Gata le trajo una naranja perfecta. Pero él acercó el plato donde, algo mustia y sin el brillo bien conocido de la cáscara, humilde, acomplejada casi, estaba la naranja-Estimulante.

¡A la legua se veía que era natural!

Extendió la mano y la tomó del plato.

Se oyó un golpe seco. En la segunda mesa a la izquierda había desmayado un señor.

Él desprendió la naranja de la cáscara y se la comió lentamente, admirando los pechos de la muchacha, ligeramente caídos, sobre los que estaban pintadas dos grandes manos verdes, las manos de tres dedos de un nikeniano.

Ella permanecía frente a él, erguida, desnuda y cianótica como en Gun Story,

lentamente,

donde la audacia de los realizadores había alcanzado el umbral de la acromanía,

lentamente,

ofreciendo a los espectadores una secuencia en la que, durante diez segundos, podía verse en primer plano una hermosa y primitiva ametralladora.

Muy lentamente comió la naranja. Luego recogió las cáscaras y las estrujó entre los dedos, salpicándose el rostro, perfumándose la barba...

—¡Ha comido el Estimulante, señor director!

—¿Y qué? —respondió el director del restaurante, el único humano de todo el personal—. ¡Es nuestro cliente, es su amo! ¿Tú te vas a poner a discutir los gustos del consumidor? Y además… de todos modos, lo hace con su propio dinero, así que… ¡su dinero, nuestro dinero!

—Sí, pero es inmoral… —replicó el Mayordomo, manteniéndose en las mismas coordenadas de su eterna sonrisa.

Con aire cansado, el director extendió una mano flácida y formó el código del Neurodomo. La figura parecida a un terminal del doctor Madock apareció crispada en una mueca. Probablemente había aceptado la llamada por reflejo; se veía que estaba en una situación delicada, intentando esconder detrás de la espalda algo que parecía ser el último número de la revista Play War. Conectado a varios terminales, seguro que trabajaba en los nuevos experimentos. El invento que había anunciado, el bioterminal, era mencionado cada vez más en los trabajos de disuasión científica publicados últimamente.

Resumidamente, se le comunicó lo sucedido.

—¿Qué? ¿Comida natural? —saltó Madock como si lo hubieran quemado, y salió disparado por la puerta sin desconectarse, sin apagar el holófono, dejando al director en compañía de las doce gatas siamesas que irrumpieron en el gabinete del doctor peleándose por ocupar un lugar frente a los teclados.

Tres minutos después, una ambulancia frenó bruscamente frente al Nudo Pitt. De ella bajaron dos matones seguidos, a distancia respetuosa, por Madock, que aún se arrancaba del cabello conectores, cables, hilos. Entraron en el salón en el momento en que El-Eftis arrojaba sobre la mesa la servilleta de seda natural de idioptero en la que, entre florecillas de nomeolvides, estaban bordadas las palabras «Cada bocado se parece a una despedida», y comenzaba a contar a las tres Tas’k Mee el sueño en el que...

¿Qué?

No llegó a contar lo que había ocurrido en su sueño.

Llevado de urgencia a la clínica, su estado empeoró día tras día y, tras tres meses, El-Eftis murió, convirtiéndose en el primer caso registrado de SIHADA*.

 

 

* SIHADA (Síndrome Inmuno-Hipnótico Acentuado Degenerativo de Alimentación) fue una enfermedad que causó estragos en los años cuarenta. Se manifestaba mediante la ingestión de alimentos naturales, es decir, los estimulantes que acompañaban la comida habitual, lo cual provocaba la muerte en un máximo de seis meses, pese a todos los esfuerzos realizados en las clínicas para alimentar a los enfermos con los productos más nutritivos de las plantas bioquímicas del planeta.

Desde la perspectiva del presente, la historia de esta enfermedad no tiene nada espectacular. Podría representarse mediante una curva suave cuya ecuación ni siquiera vale la pena mencionar.

Como no se podía renunciar al Estimulante natural (ello habría tenido como efecto una propagación anabiótica del klisten en sentido hermaniano, que habría conducido a mutaciones genéticas inimaginables, por tanto catastróficas), el flagelo del siglo –como se acostumbraba a etiquetar cualquier enfermedad nueva– puso a los sabios a trabajar y, tras algunos años de investigación intensa, se descubrió el agente portador: un virus que se propagaba por vía onírica. Lo llamaron hipnovirus.

Unos años después apareció en el mercado Exonir. A tiempo, pues la gente, aterrorizada, había renunciado a dormir, a soñar... Convertido a su vez en el negocio del siglo, el Exonir garantizaba descanso a un precio astronómico. Sin sueños, pero ¿a quién le interesaba ya eso?

Así terminó la historia de la SIHADA, una de las enfermedades del siglo.

Nadie la recordaba ya unos años más tarde, cuando una multitud aturdida, exhausta, de miradas tristes, protestaba en las calles uniendo sus voces apagadas en el canto de la nueva generación:

«¡Denle una oportunidad al sueño!»


Michael Haulică, nacido en 1955 en Armășești, Vâlcea, Rumania, se graduó en la Facultad de Matemáticas, especializándose en Informática, de la Universidad Transilvania de Brașov. Fue programador durante 25 años, y luego se dedicó por completo a la escritura. Actualmente es editor en Art Publishing House y coordinador de las colecciones de ciencia ficción y fantasía de Paladin Publishing House. Es el editor jefe de la revista Argos. Desde 2010 es miembro de la Unión de Escritores Rumanos. Entre sus obras publicadas se cuentan Madia Mangalena (1999, 2011, 2015); Despre singurătate și îngeri (2001); Așteptînd-o pe Sara (2005, 2006, 2012, 2016); Nu sînt guru (2007); Povestiri fantastice (2010, 2011); ... nici Torquemada (2011); Transfer (2012, 2013, 2014); O hucă în minunatul Inand, (2014) y 9 1/2 elegii (2016).

 

domingo, 23 de noviembre de 2025

LOS DIOSES DESNUDOS

Víctor Lowenstein

 

Se calzó las gafas lo más rápidamente que pudo y salió del edificio, hacia Libertador, pensando en perderse por cualquier calle aledaña. Perderse por un rato del mundo y sus embrollos.

Advirtió que había olvidado cepillarse los dientes antes de salir. Esas negligencias propias le resultaban irritantes, pero ya se había resignado un poco a dejar de luchar contra cada tira y afloje con que su alma enfrentaba cada día a día. Era la mar de frustrante.

Se detuvo en un kiosko por una barrita de Cherry Liptus. Le dio un mordisco a la primera pastilla caminando más lentamente, dirigiendo sus pasos por una calle cualquiera de las que bajan hasta la gran avenida. Se cerró el cuello del impermeable casi por instinto; que nadie descubriera que debajo llevaba el piyama. De nuevo las palpitaciones. Una puntada en el pecho, real o imaginaria. A respirar hondo…

Ahora no estaba tan agitado. El cafetín en una esquina le pareció buen refugio. Apresuró el paso sin darse cuenta y entró, buscando una última mesa, allá en el fondo. Esos cafés de paso eran todos iguales. Todos tenían una mesa reservada para él, en el rincón más oscuro de algo que no podía llamarse salón, que era un reducto, con un mozo que era siempre el mismo, un tipo grueso, que hablaba entre dientes, que no tenía vida ni alma propias. Que se acercaba sin siquiera dar los buenos días.

—Café, por favor.

—¿Sólo, o lo acompaña con algo?

—Nada.

—¿Quiere el diario?

—No.

Agradeció quedarse a solas con sus pensamientos. Ese rumor vicioso y suave, constante, que parasitaba su conciencia con la misma retahíla de ideas siempre similares. Pensamientos como nubes ligeras frente a las que se detenía a divagar, a perderse en sus formas… esa cosa casi física de las ideas, de sus texturas, que podía ver pero jamás tocar. Y luego esos otros pensamientos. Los procaces, urgentes e inevitables.

Los últimos diez mil dólares que Mamá le había dado ya se estaban agotando. De la semana de licencia pedida en la inmobiliaria quedaban tres días, nada más. No era para desesperarse, pero las preguntas volvían como saetas. Qué hacer. En qué dirección moverse.

No se preocupó en un principio, cuando aquello era apenas una inquietud; cuando las penumbras invadían la habitación al atardecer, y las persianas filtraban juegos de claroscuros que llenaban su alma de un estupor desconocido; su cuerpo entero comenzaba a temblar y los brazos se le agarrotaban hasta provocar puntadas intolerables de dolor en los hombros. Se sentaba en el sofá e intentaba controlar sus pulsaciones. Respiraba hondo. Bajaba los párpados y ahí percibía el zumbido en sus oídos. Los sonidos más imperceptibles parecían amplificarse anormalmente. Abría los ojos entonces, casi asustado, sin saber qué esperar: el temblor bajaba hasta sus manos y ahí permanecía por largo tiempo. Los minutos se hacían agónicos. Cuando ya no lo soportaba, bajaba a las calles a perderse en algún bar.

Seguía pensando que no era para preocuparse de más. Unos temblores, algunos miedos, no podía ser tan grave. Tal vez la cuestión pasaba por no estar tan solo siempre y por darse tanta máquina. Se llevó dos dedos a la frente y notó la piel aceitosa. Ni se había lavado la cara al levantarse. Al volver al departamento se daría una buena ducha. No se dejaría vencer por ninguna depresión. Todavía faltaba transcurrir un día por delante. Después de aquel café…

Parecía fácil darse ánimo, pero aquello, de fácil, no tenía nada… una opresión imprecisa lo sujetaba a esa silla, le dejaba los brazos colgando con restos de ese agarrotamiento que nunca se iba del todo… y la cabeza. Los pensamientos pasaban por su conciencia sin voluntad para ser considerados, percibidos lejanamente, tardíos. El cansancio de costumbre. Cansancio acumulado, persistente, inamovible… y era más que eso, lo sabía. La lentitud en los reflejos, la vista nublada y los leves mareos, el zumbido en los oídos…

No se iba a levantar de esa mesa. No todavía. Dedicó unos minutos en recordar a Carla, y sus últimos días en la facultad. Ya debía ejercer como psicóloga, seguro. Carla y su cara de ángel y aquella última conversación que no podría olvidar y que marcó la ruptura definitiva. Las mujeres no saben comprender a un hombre de espíritu adolescente. La vida continuó como un cansancio eterno. Un eterno y solitario lunes. Y él seguía recordando la charla al pie de las escalinatas.

Lo tuyo es menos que misantropía. No es fobia social, es puro bajón, te das manija solo. No es lo que pensás; ni paranoia ni ninguna cosa rara. Tampoco entiendo bien eso que llamás síntomas. 

Luego aquella aseveración. Cruel, exasperante.

¿Sombras? ¿Qué sombras? ¿Cómo se puede tener miedo a…?

No se volverían a ver.

 

Abordó el ascensor y subió sin interrupción los once pisos hasta el suyo. Entró, cerró la puerta y se dejó caer sobre el sofá de la sala. Mentalmente bosquejó algunas inmediateces. “Voy a ducharme. A dejar de leer a Pessoa y escuchar más música. También a dejar de hablar sólo; no es bueno…”

Las sombras comenzaron a entrar por la ventana. Lánguidas, ondulantes. Subían por las paredes y se agrupaban en el techo, anidando como a la espera de algo. Otra sombra plana, suspendida en medio de la sala, levitaba ascendiendo hasta el cielorraso para reunirse con las otras. Juntas formaron una única masa gaseosa que giraba en rítmicas vueltas hasta detenerse por completo y quedar fija en el techo simulando una mancha de humedad gigantesca.

El cuerpo se le empezaba a acalambrar. De nuevo el agarrotamiento en brazos y piernas. Vanamente intentó mover los labios. Supo que no era un acto que obedeciera a su voluntad. No existía voluntad alguna.

No podía decidir nada ya. Su cuerpo no era su cuerpo, era un antiguo templo en ruinas, habitado por sombras. El silencio aplastaba las cosas hasta sus límites. El espacio de la sala no existía, olvidado del mundo, y qué era él sino la nada misma paralizada en algún punto impreciso de un mundo desconocido.

Otra sombra entró por la ventana, reptando desde la pared exterior. Se desmigajó en hilachas que proyectaban opacidades por todo el ambiente. Haces grisáceos se soltaban cual lágrimas; cierto centro de tormenta absorbía la lluvia de lágrimas y las escupía más ennegrecidas cada vez, y la gran mancha del techo se sacudía liberando sus partes.

Sin entender cómo consiguió ponerse de pie. Se dejó invadir por una tremenda angustia que no le era desconocida. Una fe que no entendía lo poseyó por entero y pudo ver en cada sombra una certidumbre, viva.

Espirituales, se movían en su dirección. Volaban, eran ángeles, eran eternos, Dioses desnudos. Adanes sin mácula, no caídos, puros. Los bienaventurados Dioses que venían a buscarlo. Y al fin pudo llorar y agradecer por su llegada.  

Víctor Lowenstein nació en Buenos Aires, Argentina, el 19 de enero de 1967. Escritor. Autor de seis libros de cuentos fantásticos. Dos menciones de honor de la Sociedad Argentina de escritores (S.A.D.E) y primero y segundo premio género cuento concursos “Siembra de letras” y antologías “Soles de América”.  Participación en más de veinticinco antologías y una docena de revistas digitales. Escribe textos ficcionales, horror, weird,  y ensayos sobre literatura moderna. Algunos de sus libros son: Paternóster, novela corta, 2014 y Artaud el anarquista, 2015.

 

LA MUJER-PLUMA O LA IRONÍA DEL ESPANTAPÁJAROS

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