Liana Zilber
Vivekananda
—Necesito hablar
con usted sobre el remedio de la noche. —El doctor Clóvis, con la cabeza baja,
escribía de manera descuidada en una ficha sobre su escritorio de madera de
caoba. El consultorio permanecía en penumbra a cualquier hora del día, una
penumbra verdosa con una iluminación difusa que dejaba nervioso a Henrique—. ¿Doctor?
—Sí, ¡Henrique!
—No quiero seguir tomando ese
remedio de la noche.
—¿Podría decirme por qué? —preguntó
el médico, mirando al muchacho por encima de sus lentes de lectura.
—Ya se lo dije la semana pasada,
doctor.
—¡Humm! ¿Podría repetirlo, por favor?
Henrique hizo un gesto de
resignación. Su ropa estaba ajada y sus ojos oscuros tenían profundas ojeras.
—Porque no quiero volver más a ese
lugar. —Un escalofrío recorrió la espalda del joven.
—Déjeme entender, ¡joven! ¿Me está
diciendo que el remedio de la noche lo transporta a algún lugar?
—Diciéndolo así, usted me pone en
una posición extraña, como si yo fuera un loco.
—“Loco” es una palabra en desuso,
mi estimado. La locura es algo de lo que ya no se habla.
—¡Pues sí! Pero ni por eso dejaron
de existir los locos, ¿no es verdad? —Con un gesto de irritación, Henrique se
movió en la poltrona verde.
—Percibo que está nervioso hoy,
Henrique, ¿será que tendremos que aumentar…
—¡Pare! Por favor, pare doctor. ¡No
me aumente nada más, por favor! ¡Ya me siento como un zombi durante el día y
como un paracaidista perdido durante la noche!
—Hummm —El doctor escribió algo en
la ficha frente a él—. ¿Paracaidista, eh?
—¿Usted no conoce las metáforas,
doctor? ¿O cree que nosotros, los locos, no las usamos?
—¿Por qué se refiere a sí mismo
como loco, joven? ¿Puede decirme cuándo comenzó a tener esa idea?
—Bueno, doctor, si no me falla la
memoria, hace tres meses me quejaba de dolores insoportables en la espalda. Fui
al ortopedista y le dije que era como si llevara una silla a cuestas. No sé por
qué, me derivó a usted, que me recetó ese remedio de la noche.
—¿Y el dolor de espalda?
—La medicación que usted me
prescribe me hace sentir tan mal que el dolor hoy es secundario.
—¿Entonces se curó de su dolor de
espalda?
—No, doctor. ¡Pero dejemos eso para
otro momento! Quiero hablar del remedio de la noche. ¡Por favor, no me haga
perder el foco!
—En fin, ¿qué tiene el remedio de
la noche?
—¡Es lo que intento decirle desde
que llegué! No me gusta el efecto que me causa. Usted puede anotarlo ahí en su
ficha kilométrica, pero el hecho es que este remedio aparentemente me hace
dormir. ¡Déjeme terminar! Fíjese en lo que dije: aparentemente.
No es que el médico no hubiera
escuchado esa queja antes; pero esta vez Henrique parecía aún más alterado. ¿Un
caso clásico de esquizofrenia? Bastante interesado, cruzó los brazos sobre la
mesa e inclinó la cabeza ligeramente hacia un lado.
—¿Entonces no ha dormido bien?
—No es esa la cuestión. El hecho es
que el remedio me transporta a un lugar que no me gusta para nada —A Henrique
se le erizó la piel desde los pies hasta la nuca.
El doctor Clóvis perdió la
paciencia y habló señalándolo con el dedo.
—¡Imposible! Imposible, repita
conmigo, ¡mi estimado! ¡Imposible! El único efecto que su remedio causa es
sueño. Además, ningún medicamento transporta personas. Si usted insiste con
eso, me veré obligado a intervenir e internarlo en una clínica para trastornos
severos. Esto parece ser un caso clásico de trastorno delirante. —El médico
hizo una pausa para calmarse; después, adoptando una postura menos tensa,
continuó con voz serena y profesional—. Pues bien, joven, le haré una
propuesta. Tengo guardia en el hospital psiquiátrico esta noche. Preséntese
allí sobre las nueve y media. Tómese la medicación allí mismo. Yo lo
monitorearé personalmente y lo filmaré durante toda la noche. Si usted no
desaparece, pasará la próxima semana con nosotros para una evaluación. ¿Acepta?
Henrique se preocupó bastante con
la propuesta del médico. ¿Y si era una trampa para internarlo? ¿Quién sabe
cuándo lograría salir? Por otro lado, estaba seguro de que no permanecía en su
cama después de tomar la medicación… Entonces tuvo una idea. Le pediría a su
amigo Guilherme que fuera con él al hospital. Los amigos son para esos
momentos.
—Doctor, ¿puedo llevar un
acompañante?
—Sí, puede. Quién sabe, tal vez él
viaje con usted en ese teletransporte, ¡jajaja!
Henrique suspiró, avergonzado por
la broma de mal gusto.
Al salir del consultorio, Henrique
fue directo a la casa de Guilherme. No veía la hora de explicarlo todo, de
desahogarse con el amigo, que estaba en el quinto año de Medicina. Ya era
prácticamente un médico.
—¡Hola! ¡Habla, loco! —respondió
Guilherme, animado, cuando atendió su llamada.
—Necesito hablar contigo. ¿Estás en
casa? —preguntó Henrique, ansioso.
—Estoy, ¡claro! ¡Tengo exámenes la
semana que viene! ¿Pasó algo? —la voz de Guilherme sonaba preocupada.
—Prefiero explicártelo en persona.
En cinco minutos llego.
Dobló la esquina después de la
plaza arbolada y llegó a la calle donde vivía Guilherme. En poco tiempo estaba
tocando el timbre.
—Caramba, ¿qué cara es esa? Pareces
con resaca de dos barriles de cerveza.
—En serio, amigo, no duermo bien
desde hace noches. Y el doctor Clóvis no me cree. Se burla de mí y encima me
hace tomar un barbitúrico por la noche. Ahora incluso quiere internarme.
—¿El doctor Clóvis? ¿El psiquiatra?
—Guilherme se rascó la nuca, un poco confuso.
—Ese mismo. ¿Lo conoces?
—Sí, da clases para nosotros. ¿Por
qué estás yendo a verlo?
—Porque tenía dolores en la
espalda.
Guilherme puso cara de no entender
nada; al fin y al cabo, nadie termina en un psiquiatra por dolores de espalda.
—El ortopedista es extranjero y
creo que no entiende nada de lenguaje figurado. Apenas dije que cargaba una
silla en la espalda y me mandó con Clóvis. Y desde que voy, estoy cada vez
peor.
—¿Y el dolor de espalda?
—Peor que antes, pero es lo que
menos me molesta ahora. El doctor Clóvis me recetó un medicamento para dormir.
Él no me cree, pero las pastillas tienen un efecto muy extraño.
—¿Qué efecto? —preguntó el amigo
con preocupación.
—Me quedo en una especie de entresueño
por un tiempo y termino en un lugar maldito. Pero no estoy hablando de sueños.
Voy físicamente, soy transportado, ¿entiendes?
Guilherme no supo qué decir; se
quedó de pie, con los ojos muy abiertos, observando al amigo.
Henrique suspiró y bajó la cabeza,
desconsolado.
—Ni tú me crees, pero a veces
despierto incluso con marcas en el cuerpo. De hecho, así descubrí que realmente
voy allá.
—Amigo mío, escucha tus propias
palabras. ¿Dijiste que tomas la medicación y eres llevado a otro lugar?
Henrique asintió con desaliento.
—Si hasta tú dudas de lo que digo…
En fin, prometí pasar una noche en el hospital psiquiátrico, donde el doctor
Clóvis me va a monitorizar. Si no lo hago, creo que me internará. ¡Tienes que
pasar la noche allí conmigo e impedir que eso pase!
—¡Espera, espera! ¿Quieres que
duerma contigo en un hospital psiquiátrico?
—Exacto. Por favor, di que sí. Eres
mi amigo. —Henrique hablaba casi desesperado.
—¿Pero en un hospital psiquiátrico?
—Eres médico, o casi. Si el doctor
Clóvis quiere internarme, ¡tú no lo permitas, por favor!
El sentido común dictaba que
Guilherme se negara, pero su curiosidad y la vieja amistad pesaron más. Aun
así, quiso entender mejor el caso antes de responder.
—¿Puedes explicar mejor ese
teletransporte nocturno?
El interés de Guilherme llenó de
esperanza a Henrique.
—Como te dije, no lograba conciliar
el sueño, sobre todo por el dolor de espalda. Fui al ortopedista y él me mandó
con el doctor Clóvis, que me pasó unas pastillas para dormir. En la primera
noche que las tomé, pasé en un estado de semisueño, como si estuviera flotando.
—Deberías haber hablado con él al
día siguiente, pedirle ajustar la dosis o cambiar la medicación.
—Pensé que necesitaba tiempo para
adaptarme y, después, cuando comencé a hablar de eso con él, el doctor Clóvis
empezó a dudar de mi salud mental…
—Entiendo… Pero dijiste que eres
transportado. Continúa.
—Eso. La segunda noche, además de
flotar, comenzaron a aparecer imágenes. Fue cuando ocurrió el fenómeno. Sentí
un tremendo sacudón que empeoró aún más el dolor de mi espaldas y desperté.
¿Adivina dónde estaba?
Guilherme se encogió de hombros; no
tenía idea.
—Sentado en el suelo del
apartamento de playa donde pasé algunas vacaciones con mi abuela de niño. —Henrique
hizo una pausa esperando que Guilherme comentara, pero él solo lo observó en
silencio, petrificado. Así que siguió—. No quise creerlo. Miré alrededor:
estaba en la pequeña copa donde armaban una cama de campaña bajo la mesa. Hasta
hoy recuerdo el terror de las cucarachas caminando por el suelo de noche y de
la lagartija que encontré una vez en la cama. En esa época me daban un polvito
para dormir porque decían que yo era muy tenso. ¿Quién no estaría tenso
sabiendo que cucarachas y lagartijas podían caminar sobre uno al dormirse? —Guilherme
comprendió que los problemas del amigo eran antiguos, pero no quiso arriesgar
un diagnóstico; aún era solo un estudiante. Todo era muy extraño. No podía
culpar al doctor por pensar que Henrique necesitaba tratamiento. Solo escuchó
en silencio—. Ser tenso es una cosa, pero despertar sentado en ese viejo
apartamento en un crepúsculo fantasmagórico es otra muy distinta —la cara de
Henrique se iluminó—. ¡Espera! ¡Traje algunas cosas!
—¿Qué cosas?
Henrique sacó algo del bolsillo y
abrió la mano ante el amigo.
—Las pruebas de que digo la verdad,
Guilherme. ¡Mira!
—¿Conchas de playa?
—Sí, señor. Vinieron en el bolsillo
de mi pijama. No tuve valor de mostrárselas al médico.
Guilherme examinó el puñado de
conchitas rosadas en la palma del amigo.
—¡Vaya! Hace años que no veo estas
conchas rosadas.
—¿Sabes por qué? Porque ya no
existen. Puedes buscar. Son conchas de hace veinte años.
Guilherme frunció el ceño.
—Pero Henrique, eso no prueba nada.
Pudo ser que las guardaste y te olvidaste, y luego…
Henrique lo interrumpió, irritado.
—¿También piensas que estoy loco,
verdad? ¿Crees que inventaría algo así?
—Claro que no. Creo que estás
exhausto mentalmente por las noches mal dormidas. Y el efecto de la medicación…
En esas circunstancias alguien puede confundirse y fantasear cosas.
—¿Ah, sí? ¿Y esto? —Henrique sacó
algo del otro bolsillo: una cajita de polvo de arroz con el nombre “Ester”
grabado en oro.
—¿Qué reliquia es esta? —preguntó
Guilherme, sin duda de su antigüedad.
—Era el maquillaje que mi abuela
usaba todos los días. Lo tomé en su cuarto mientras se distraía haciendo avena
para mí.
—¿Lo tomaste cuándo? ¿Cuando eras
niño?
—No. Anoche, después de tomar las
malditas pastillas y ser llevado al apartamento de mi abuela.
Guilherme tragó saliva. El caso
parecía más grave que lo que imaginaba: no solo había alucinaciones, sino
intentos de probar su veracidad. Tal vez el doctor Clóvis tuviera razón en
internarlo.
—Entonces, tu abuela estaba allí
anoche, viva, preparando avena en aquel viejo apartamento de playa.
Henrique asintió.
—Vivísima y gruñona como siempre. Y
el apartamento igual: la heladera vieja y mohosa, el fogón azul de tres
hornallas, las sillas llenas de arena… Todos los objetos que me inspiraban
miedo de niño están allí… Al mismo tiempo, el lugar parece fuera de la realidad.
Siempre hay un crepúsculo eterno, y aunque pase la noche allí, la luz no
cambia.
—¿Y te asusta estar allí?
—¿Cómo no? Henrique, de veintiocho
años, despierta sentado en el apartamento que lo aterrorizaba de niño, con la
compañía de su abuela, muerta hace diez años.
—¿Y cómo vuelves a tu cuarto?
—Me siento en una mecedora y
empiezo a desaparecer, a esfumarme, y recibo otro sacudón y regreso a mi cama.
—¡Así no se sana ningún dolor de
espalda!
—Es porque mi abuela no quiere que
vuelva y se aferra a la mecedora. Cuando ya no resiste, suelta y por eso el
sacudón… Las últimas veces ha intentado retenerme. Anoche quiso atarme a la
silla, pero logré deshacer los nudos. —Henrique levantó la manga mostrando la
marca morada del supuesto lazo—. Luego salió a llamar a mi tío para que me
sujetara. Fue cuando recibí el trancazo y volví.
Guilherme pasó la mano por el
cabello. No quería creer lo que oía.
—¿Tu tío? ¿El gigante que cuidó a
tu abuela hasta que murió? ¿También muerto?
—Ese mismo. ¡Imagínate si me
sujetaban allá! —Suspiró guardando las conchas y el polvo de arroz, frotándose
el rostro—. No estoy enloqueciendo, Guilherme. De verdad está pasando.
—Amigo, no creo que estés loco,
pero debiste sufrir un trauma en la infancia. Algo que ocurrió en ese
apartamento, con tu abuela y tu tío. Ahora, por alguna razón, los recuerdos
reprimidos volvieron. Eso hay que investigarlo a fondo, no esa absurda idea de
que un remedio te transporta físicamente.
—Pero sí lo hace…
Guilherme respiró hondo. Su amigo
estaba desesperado y necesitaba ayuda.
—Está bien. Voy contigo al
hospital. Pero prométeme que iniciarás un tratamiento serio.
—¿Con el doctor Clóvis?
—Si no te gusta, busca una segunda
opinión. Pero debes tratarte. ¿Lo prometes?
—Gracias, amigo. ¡Lo prometo!
A las nueve de la noche, Henrique y
Guilherme llegaban a los portones del hospital, donde ya eran esperados. En
cuanto entraron, las enormes rejas fueron cerradas y aseguradas con grandes
candados y cadenas. Eso le provocó un escalofrío a Henrique; su miedo solo era
menor porque tenía al amigo al lado, aunque notó que incluso Guilherme parecía
incómodo.
Los llevaron directamente con el
doctor Clóvis, quien los saludó fríamente y no mostró señal alguna de reconocer
a Guilherme, a pesar de que era su alumno. Esa actitud confirmó una sospecha
que Guilherme tenía desde hacía tiempo: que el médico era un gran patán. Luego,
los enviaron a uno de los dormitorios con dos camas, una mesa y, sobre la
puerta, una cámara. Un espacio blanco e impersonal, típico de un hospital
psiquiátrico, que hizo temblar a Henrique ante la perspectiva de ser
considerado loco y no salir nunca de allí.
Los muchachos llevaban cada uno una
bolsa con ropa y objetos personales. Se cambiaron a los pijamas y se sentaron
en silencio en sus camas. Guilherme incluso pensó en decir algo como “Todo
saldrá bien”, pero el ambiente era tan opresivo que cualquier frase sonaría
falsa. Se preguntó por qué el doctor Clóvis pondría a su amigo en una situación
tan estresante.
No mucho después, el médico entró
acompañado de un enfermero que sostenía una bandeja con un vaso de agua y una
pastilla verde.
—Entonces, Henrique, llegó la hora
de la verdad. Tome su pastilla, pero no vaya a ponerse a volar por el hospital,
¿eh? —Se rio escandalosamente.
Guilherme reviró los ojos ante
aquella falta absoluta de profesionalismo. ¿Era ese el modo de tratar a un
paciente? No era de extrañar que Henrique estuviera empeorando. Pensó en
guardar silencio por el momento, pero hablaría con Henrique al día siguiente y
le sugeriría no volver nunca más con aquel médico. Siempre había considerado al
doctor Clóvis como un buen profesor, pero viendo cómo trataba a un paciente,
comenzó a replantearse esa opinión.
—Esta noche quedará demostrado que
todo eso no es más que fantasía en su cabeza —continuó el médico, con evidente
desprecio hacia el estado psicológico de Henrique.
Guilherme se mordió la lengua para
no intervenir. Pensó seriamente en denunciarlo por falta ética.
Henrique no ocultaba el temor que
le provocaba tomar su “remedio de la noche”. Miraba la pastilla verde en la
palma de su mano, sudada por el nerviosismo. El color era exactamente el mismo
de la luz del apartamento de playa.
Guilherme finalmente habló:
—Coraje, Henrique. Estoy contigo.
Voy a estudiar todavía; me quedaré despierto un buen rato. Vas a poder dormir
tranquilo.
—¡Dormir tranquilo…!
—Hazle caso a tu amigo. Mañana por
la mañana tendrás la prueba de que esto no es más que pánico. Estaré en la sala
de al lado, observándote toda la noche —dijo, señalando la cámara sobre la
puerta. Luego, mirando a Guilherme, añadió—: Tuve un paciente con miedo de
dormir durante años. Decía que dentro del armario había un bicho negro que le
abría la puerta y lo miraba como listo para saltar.
—¡Pues debería haberle creído!
—replicó Henrique, irritado.
—Basta ya y tómese su remedio
—ordenó el médico, sin disimular su impaciencia.
Henrique tragó la pastilla de golpe
y se acostó. Solo entonces el médico y el enfermero salieron.
Mirando a su amigo, Henrique le
hizo prometer que lo despertaría si notaba algo extraño. Poco después, cayó en
sueño profundo. Guilherme sonrió, le acomodó las mantas y disminuyó la luz sin
apagarla del todo, consciente de que el médico estaría monitoreando a través de
la cámara.
Una corriente de aire helado sopló
desde algún lugar desconocido. Guilherme regresó a su cama, se cubrió bien y
abrió un libro para estudiar.
Un estruendo. Guilherme se
estremeció y se acomodó con sobresalto: había dormido sin darse cuenta. La
habitación se iluminó con un relámpago. Imaginó que el ruido había sido un
trueno. Aun así, presa de un presentimiento extraño, se volvió hacia Henrique.
Y un terror gélido lo recorrió al descubrir que su amigo había desaparecido.
Saltó de la cama y abrió la puerta
apresuradamente, corriendo hacia el pasillo.
—¡Doctor Clóvis! ¿Henrique está con
usted? ¡Doctor Clóvis! —gritaba, golpeando la puerta contigua con los puños.
El médico abrió con expresión
soñolienta y sobresaltada. Guilherme no dudó de que se había quedado dormido.
En resumen: nadie había vigilado a Henrique.
—Tranquilo, muchacho, no grites
así. Los pacientes duermen.
Guilherme miró a su alrededor. El
hospital tenía un aire fantasmagórico, intensificado por los relámpagos verdes
que parpadeaban.
—¡Doctor, Henrique desapareció!
—¿Cómo que desapareció? ¿Acaso no
estabas con él? —preguntó el médico, alarmado, mientras iba a mirar dentro del
cuarto.
—Yo estaba estudiando y acabé
durmiéndome sin darme cuenta. ¡Pero usted debía estar monitoreándolo, no yo!
—Y lo estaba. Cerré los ojos solo
unos segundos para descansar la vista —dijo el médico.
Guilherme no creyó una palabrade lo
que decía el psiquiatra, pero no tenía sentido discutir en ese momento.
—Tenemos que encontrar a Henrique
—dijo, intentando mantener la calma—. Tal vez sea sonámbulo.
El médico señaló una dirección y
comenzó a caminar. Guilherme lo siguió.
—El sonambulismo es una
posibilidad. Daré el alerta y reuniré a todo el personal de guardia.
Revisaremos el hospital entero. Él no puede haber salido. Hay rejas y candados
en todas las salidas. Hay guardias, alarmas, incluso cerca eléctrica en el
muro.
—Este lugar parece una prisión.
Discúlpeme, doctor, pero póngase en el lugar de un paciente.
—Ellos ni se dan cuenta, están
sumergidos en sus propios mundos. No perciben nada.
—¿Cómo puede alguien mejorar en un
lugar tan deprimente?
—Eres mi alumno, ¿verdad? Quinto
año, si no estoy equivocado.
Guilherme asintió.
—Cuando seas médico lo entenderás. —Guilherme
dudaba mucho de que así fuera. Jamás trabajaría en un lugar así ni trataría a
nadie como lo hacía Clóvis—. Eres amigo de Henrique —agregó el médico,
molesto—. ¿Crees que está gastándonos una broma?
—Él no es de ese tipo. Estaba muy
asustado, nada más.
—Ah, se nota que no tienes
experiencia…
La noche tormentosa fue bastante caótica. El doctor Clóvis ordenó a todas
las enfermeras, médicos, guardias y auxiliares que registraran el hospital de
punta a punta. Incluso revisaron debajo de cada cama. Buscaron al paciente en
cada lavabo, en cada ducha, incluso en la cocina y en la despensa cerrada.
Buscaron en la lavandería, debajo de las mesas del comedor donde comían los
pacientes. ¡Nada! Encendieron los focos del exterior del edificio y registraron
el jardín, detrás de cada árbol y arbusto. Finalmente, el doctor Clóvis se vio
obligado a llamar a la policía, que realizó otra búsqueda dentro y fuera del
hospital. Henrique no había dejado rastro. El mayor misterio era cómo había
salido del edificio, ya que el personal no había encontrado ninguna puerta,
portón ni ventana abierta. Henrique había desaparecido sin preocuparse de dejar
atrás la bolsa con sus pertenencias: cartera, celular, ropa, zapatos. En otras
palabras, vagaba por la ciudad en pijama, descalzo, sin documentos ni medios de
comunicación. Tras la investigación inicial, que incluyó entrevistas con
Guilherme, el doctor Clóvis y cada empleado, la policía anunció que
registrarían el barrio. Si Henrique iba a pie y no tenía cómo pagar un billete
de autobús o un taxi, no debía estar lejos. Si no lo encontraban, irían a
buscar a familiares y amigos, y así sucesivamente. Guilherme esperó noticias
durante unas horas, pero estaba agotado mentalmente. Terminó pidiéndole al
médico un sedante suave para calmarse y dormir unas horas. Ya había hecho todo
lo posible por encontrar a su amigo, y no tenía sentido permanecer despierto.
Se despertó a las once de la
mañana, desorientado, hasta que recordó lo sucedido y fue al mostrador donde
estaba la misma enfermera que había acompañado al doctor Clóvis a su habitación
la noche anterior para darle la medicina a Henrique. Le dijo que el médico
había terminado su turno y se había ido a casa. No había noticias de Henrique.
La policía aún no lo había encontrado, pero continuaban la búsqueda.
El caso aún no debería haber
llegado a la prensa, pero seguramente empezarían a hablar de la misteriosa
desaparición en las próximas horas. Este tipo de historias siempre se filtran…
Guilherme anticipó que no lo dejarían en paz hasta que diera entrevistas. No
tenía ni idea de cómo respondería a las preguntas para que no pensaran que
estaba completamente loco. Lo cierto es que nadie le creería si decía la
verdad, así que tendría que concertar una conversación con el médico, quien,
sin duda, también sería acosado por los medios. Pidió la dirección y el teléfono
del doctor Clóvis, pero el enfermero negó con la cabeza, afirmando que no podía
dar ninguna información personal sin su consentimiento.
—Claro, claro… Al menos hazme el
favor de darle mi número de teléfono. —Tomó una libreta y un bolígrafo que
estaban en el mostrador, anotó su nombre y número de teléfono y se los entregó
al enfermero, quien prometió hacerlo en cuanto el médico llamara o regresara al
hospital para su siguiente turno.
El joven regresó a la habitación,
empacó sus cosas y las de su amigo, y se fue. Abatido y triste, pensó: ¿Y si
Henrique decía la verdad? ¿Y si su abuela lo encerraba en ese mundo extraño y
crepuscular? En el fondo, Guilherme empezaba a creer la historia sobrenatural
de su amigo. ¿Qué otra cosa podría explicar lo sucedido?
Subió al autobús y se sentó en uno
de los asientos traseros, reflexionando sobre qué hacer en las próximas horas.
Seguramente llamaría a la policía y, dependiendo de lo que dijeran, contactaría
con otros amigos y familiares para preguntar si habían visto u oído hablar del
hombre desaparecido; si nadie tenía pistas, emprendería una peregrinación a los
lugares que solía frecuentar Henrique. ¡Menudo desastre!, se dijo Guilherme,
rascándose la barbilla con insistencia. Incluso se sentía culpable de que su
amigo hubiera sido secuestrado por la medicación nocturna y llevado a un mundo
oscuro que temía.
Sintió que había cambiado después
de esa experiencia. Ya no había forma de pensar en todo racionalmente. Tenía
pruebas de la existencia de lo sobrenatural. ¿Cómo, entonces, podía ejercer la
medicina de forma tradicional, intentando encontrar respuestas naturales y
lógicas a fenómenos inexplicables que podrían atormentar a algún paciente suyo
en el futuro? Guilherme se sentía tan desconcertado que incluso se replanteó su
profesión.
Estaba a dos paradas de bajarse
cuando se desató un alboroto delante del autobús, y el conductor lo detuvo en
el arcén. Una extraña premonición lo hizo levantarse y ver qué pasaba. Oyó que
alguien comentaba que había un niño atrapado debajo del asiento. El conductor
ya había saltado de su asiento y, junto con algunos pasajeros, lo arrastraba
hacia el pasillo. Guilherme se acercó, dispuesto a ayudar; después de todo, era
casi un médico.
Una oleada de terror la recorrió al
reconocer a la víctima. Era Henrique, en ropa interior, amordazado, atado e
inconsciente en el pasillo del autobús.
Liana Zilber
Vivekananda nació en São Paulo, Brasil, y vive actualmente en Curitiba. Es
miembro del Centro de Literatura y Cine André Carneiro y de la Academia de
Letras José de Alencar. Ha participado en numerosas colecciones, principalmente
de cuentos fantásticos. Entre sus libros en solitario destacan Um dia sem Calendário, Mistérios de Curitiba, Neblina y Na solidão da noite. Se
licenció en Arquitectura y Filosofía. Estudió en la Escuela Panamericana de
Arte de São Paulo y Curitiba, y realizó tres cursos de posgrado: filosofía
clínica, psicología cognitivo-conductual y neurociencia. Evidentemente es
ecléctica. Le encanta leer y la literatura es su pasión.