viernes, 12 de diciembre de 2025

FRÍOS PRESAGIOS

Mike Jansen


—Qué amable de tu parte venir a visitarme. Gracias por los chocolates. Probablemente te estés preguntando qué hace un viejo como yo en un lugar como este, porque por eso has venido, ¿no es cierto?

—Pero ya sabes algo de mí, ¿verdad? Has estado hurgando en los archivos, te encontraste mi nombre. Y te dio curiosidad.

—Claro que lo sé. Les pasa a todos los directores nuevos. Noté el patrón. No eres el primero. Tampoco serás el último. O quizá sí...

—Así que me encontraste. Un tipo duro como yo pasando la vida en un manicomio. Con el cerebro tan partido que podrías estacionar un coche entre los hemisferios.

—Es una pena, ya viste cómo aparezco en el balance: cien años y sin parecer mayor de cuarenta. Eso te hizo pensar, ¿verdad? Por eso viniste a hablar. Bien. Porque estoy listo para hablar.

—¿Alguna vez te preguntaste si existía otro mundo además de este?

—Yo sí. Antes. También creía en Dios entonces. Ah, la ignorancia.

—Nací en los años ochenta, del siglo pasado. Buena época para crecer.

—No, entonces estaba perfectamente sano. Física y mentalmente. Infancia normal, padres agradables. Tenía un perro. Quería mucho a ese perro. Me destrozó cuando un coche lo atropelló. Me enfurecí con el conductor. Aunque fuera mi padre.

—Como dije, siempre me pregunté si había otros mundos, como mundos paralelos.

—Pero también solía creer en Dios. Eso ya lo hice. Era joven. Era época de cometer errores y aprender.

—Me uní a un grupo de extrema derecha cuando tenía veinticinco años. Las diferencias entre ricos y pobres eran abismales; todos nosotros mendigos. Parecía una elección sensata en aquel momento.

—Sí, ya sé que la depresión terminó y la economía ComSen hizo feliz a todo el mundo.

—Pero no fue así. Y tú no sabes nada de eso. Llegaré a ello.

—Así que llevaba el uniforme negro y marchábamos por la causa.

—La gente hace esas cosas, sí, cuando está lo bastante desesperada... o hambrienta. Lo bastante enfadada. Como yo. Y por eso debería permanecer encerrado otro siglo.

—Cuando dije que ya no creía en mundos paralelos, es porque no los hay. El nombre es incorrecto de todos modos.

—Sé que suena contradictorio. Lo que intento decirte es que son divergentes.

—No, no hay infinitos mundos divergentes. No funciona así.

—Hay dos en este momento, de los que tengo conocimiento. No me pongas esa cara. Sé cuándo se te dispara el escepticismo. Seguro que puede haber más, simplemente no los conozco.

—Nuestro movimiento creció mucho, muchos adeptos. Yo ascendí en los rangos. Material universitario, no dejes que tu educación se desperdicie.

—Maté por ellos. Por el movimiento. No a uno, ni a dos. A docenas.

—Eso no está en tu registro, ¿verdad? No crees que pudiera ser un asesino. Fue fácil. Solo tenía que pintar en sus caras la de mi padre, en el instante en que dijo: “ya conseguiremos otro”.

—Así que sí puedo matar. Podría hacerte sentir un dolor que nunca has imaginado. Silenciarte en un segundo.

—Me asignaron un objetivo. Un hombre influyente llamado Gerhard Streuer, extremadamente rico. Posiciones elevadas en las grandes industrias. Streuer, el mago de ComSen.

—Hacía semanas que tenía dudas sobre la causa.

—Con Streuer en mi punto de mira, pensé en todo su trabajo de los últimos meses. Buenas palabras. Hechos acordes. Dudé. Esperé. Su rostro no cambió.

—No sé qué ocurrió después, pero por un instante el mundo parpadeó.

—Y entonces disparé una bala de alta velocidad a través de su cerebro. ¡Le volé la maldita cabeza casi por completo!

—Pareces confundido. Igual que yo entonces.

—Porque él seguía allí, dispuesto a entrar en su coche.

—Pero yo sabía que lo había matado.

—Ahí ocurrió la divergencia. El mundo, sí, el universo mismo vaciló. Y se abrió en dos.

—Por cómo asientes, supongo que leíste en mis archivos lo de delirios de grandeza. Claro que he leído mis archivos. Tu predecesor pensó que sería buena terapia.

—Verás, yo también me partí. Por desgracia fui quien apretó el gatillo. Yo, el punto focal. La mente es algo curioso. En aquella carretera vi los mundos deslizarse uno del otro. Las mentes no soportan bien eso.

—Streuer vivió, por supuesto. Pero ¿y si hubiera muerto ese día?

—Sin economía ComSen; en su lugar un mundo sin corazón que no se preocupa por el medio ambiente ni por las personas. Solo dinero frío y duro, y una amargada autoindulgencia.

—Vi cómo evolucionaba. De verdad creí que acabaría hace unos treinta años. Hubo un cambio climático. Los casquetes polares crecieron, la gente fue desplazada, hubo intercambio de fuego nuclear que solo añadió más frío.

—Estuve allí todo ese tiempo, igual que estuve aquí. El otro yo se volvió más frío con los años. Se convirtió en lo que más despreciaba. Esclavo corporativo. Ejecutivo. Asesino, siempre.

—¿Notas cómo se está poniendo el sol? La brisa de otoño en las hojas, los rojos, los marrones y los verdes. En ese otro mundo no. El aire en este mismo lugar está muy por debajo de cero. No hay asilo. Hay torres como espadas, construidas sobre ciudades subterráneas. Sombras afiladas recorren ese mundo; el cielo casi siempre está despejado, salvo cuando nieva. Las estrellas son puntos de luz crueles.

—¿Mis palabras te inquietan? ¿Sueno como algún lunático que grita y se arranca el pelo? No, siéntate. Querías escuchar esto. Así que escucha.

—Somos conscientes el uno del otro, como gemelos. Los pensamientos se filtran. Tus predecesores diagnosticaron esquizofrenia. Incurable por alguna razón. La medicación no funciona.

—Ahora viene lo extraño.

—Aún sabes reír. Bien. Mantén la mente abierta. La vas a necesitar.

—Es un mundo extraño el que ha ido divergiendo más de ochenta años. Las corporaciones tienen más poder que los gobiernos. La gente vive vidas duras. La mayoría se mata trabajando como esclavos asalariados.

—Ya sé, parece una mala película de ciencia ficción.

—Sé feliz de vivir en este mundo. El otro yo a veces lo desea con tanta fuerza que puedo oírlo.

—Difícil de creer, sí. ¿Un producto de mi mente? Ojalá pudiera creerlo.

—Pero a veces está la pesadilla despierta, cuando el silencioso despierta. Eso no es producto de mi mente.

—Notaste que usé la palabra “eso”. Ya sé que tu pantalla dice algo sobre trastorno de personalidad múltiple.

—Cuando ocurrió la divergencia, ambos existimos en nuestros propios mundos. Pero la parte de nosotros que apretó el gatillo quedó atrapada entre los mundos. Eso creo. Su furia es increíble.

—No, no tiene nombre. Solo emoción pura, furiosa, ira implacable. A veces ‘eso’ toma el control. ¿Crees que estoy aquí por nada? Es fuerte. Muy fuerte. Pero irreflexivo. Aislado. En realidad inofensivo.

—Algo está ocurriendo. El otro yo también lo percibe. Teme al futuro. Mis teorías parecen sólidas. Él sabe del silencioso. En su mundo es infame. Sus matanzas están en los libros de texto. Pero teme morir. Usa cualquier técnica para mantenerse joven y sano. Supongo que eso también se refleja en mí.

—Te dije que se pondría extraño. Pero obviamente eres un joven educado. Educado y cortés. Buenos chocolates.

—El otro yo tiene contactos extensos en su mundo. Habla con gente. Pero no tiene amigos. Triste, ¿no? Descubrió entidades extrañas que habitan sus redes globales. Su tecnología es mucho más avanzada. Tienen inteligencia artificial. Extraño saber que eso es realmente posible, aunque se probó que las máquinas no podían alcanzar conciencia. Pues la alcanzaron.

—Eso en sí no lo asusta. Su mente paranoica le juega malas pasadas. A los dos. Si puede ver señales de entidades, ¿qué señales habrá pasado por alto? ¿Y si le han permitido ver esas señales?

—Sí, también paranoico. Tus ojos te delatan. Toma, un chocolate.

—Hace poco el otro yo estaba conectado a su Red cuando ‘eso’ tomó el control. Desde entonces siente que lo observan. Constantemente. Pero nunca encuentra nada ni nadie observándolo. ¿Sabes qué es lo que realmente lo aterra? La ausencia total de dispositivos de vigilancia. Solía encontrar algunos cada día. Desde entonces… nada.

—Sí, es triste tener que vivir así. Aun así, supongo que al otro yo le dieron muchas oportunidades para redimirse. Él eligió su propio camino.

—No creas que no siento compasión por él. Siento su dolor, como él siente el mío.

—Incluso siento compasión por “eso”. Atrapado entre nosotros, incapaz de comunicarse salvo con furia sin sentido y violencia. Solo.

—Y por eso temo los acontecimientos que quizá estén formándose. Piénsalo. Entidades con recursos computacionales infinitos y todo el conocimiento humano. Y se encuentran con “eso”.

—¿Cómo sé que se encontraron? Soy consciente de dos mundos. El otro yo recientemente se volvió consciente de un tercer mundo, uno que ha estado cerrado a ambos desde hace eones. Llamémoslo el Mundo Antiguo.

—Parte de lo que voy a decir es especulación. No tengo todos los datos.

—Míralo así: si vives en un mundo donde el poder lo es todo, por supuesto aspiras a obtener más poder. ¿Correcto? Ser omnisciente sería una forma de poder, ¿cierto?

—Supongamos que tienes todos los recursos necesarios y suficiente potencia de cálculo. ¿Qué encontrarás? ¿Qué descubrirás?

—Tu cara es un libro abierto, deberías trabajar en eso. Yo he tenido mucho tiempo para pensar en todo esto.

—Ese Mundo Antiguo, sí, oculto, pero siempre presente en los rincones oscuros de nuestra mente. Conectado a nuestro subconsciente. Nuestros deseos más profundos, nuestros temores más oscuros...

—Lo encontraron. Lo exploraron. Hablaron con él. Hallaron un poder como nunca antes. Lo explotarán sin piedad.

—Pero el conocimiento que hallaron tiene un precio. Conocimiento de la muerte. La magia como otra forma de matemáticas. Y hechiceros infalibles para manejarla. Poder sobre la vida y la muerte.

—Sí, “eso” también encaja en la historia. Algo debe romper las barreras entre mundos.

—Tienes razón. “Eso” existe entre los mundos. Y las entidades del otro mundo lo saben.

—En realidad no te importan mis archivos, ¿verdad? No hace falta que mientas. Cuando los gritos cesaron, de repente, te preguntaste si había recuperado la cordura. Entonces me encontraste, un anacronismo viviente. Tenías curiosidad. ¿Qué impulsa a un loco? ¿Qué lo mantiene con vida tanto tiempo?

—Tienes razón. He recuperado la cordura. ‘Eso’ parece haber encontrado otros intereses y ya no acecha mis sueños. Por eso he estado callado las últimas dos semanas.

—La lógica no tiene nada que ver. Sé que ‘eso’ está esperando el recipiente adecuado. Necesita una voz, algo para expresar su furia. Las entidades la proveerán. Guiarán lo que no puede ser guiado. Domarán lo indomable. Puede que lo logren. No lo sé.

—Lo sabré en el instante en que ocurra. ‘Eso’ es mi vínculo con el otro mundo, el punto focal de la divergencia. Una vez que abandone su prisión, ya no será el punto focal; al menos, eso creo.

—Toma, otro chocolate. Son buenos, ¿verdad?

—Bueno, no, no he pensado eso a fondo. Muchas cosas podrían pasar. Supongo que, una vez que el mundo que habita el otro yo converja con el Mundo Antiguo, ya no habrá necesidad de este.

—¿Cómo iba a saberlo? Solo he sido testigo de la separación de mundos, no de la unión.

—O quizá sigan siendo divergentes y ambos se reconecten con el Mundo Antiguo. Muy interesante.

—Si ocurre, ocurrirá pronto. No he sentido a ‘eso’ en dos semanas.

—¿Otras señales? Sí, siento cierta distancia entre el otro yo y yo mismo. A veces imagino altas construcciones en forma de espada en la distancia y casi puedo ver sus luces.

—Ah, ¿ya es hora de irte? Está oscureciendo afuera. El aire está frío. ¿Son copos de nieve?

—Solo una pregunta antes de que te vayas. ¿Estás casado? Bueno, por si acaso… yo me quedaría en casa esta noche.

Mike Jansen escribe y publica relatos de SF/F/H desde 1991. Ganador de los premios King Kong 1992, Fantastels 2012, Literary Prize of Baarn, Godijn F/SF award 2020 y Mossy Statue lifetime award 2021. Organizador del Premio EdgeZero, editor de las antologías "En el pólder" de EdgeZero. Autor de varias novelas y antologías. Su sitio es: http://www.meznir.info.

 

VERDE SOBRE VERDE

Santiago Oviedo

 

El cuchillo sajó la garganta del adversario e imaginó que el rancio hedor de las heces de ese cuerpo que se desplomaba le hería las fosas nasales. Contuvo la náusea y limpió la hoja del arma. Aún no se había acostumbrado a esa forma de matar. Al estertor cortado súbitamente y a la consecuente dilatación de los esfínteres de la víctima.

Recogió el arma del muerto y sus cargadores de reserva. Ya tenía un problema menos.
Aislado de su unidad –quizá era el único sobreviviente–, profundamente infiltrado en las líneas enemigas, dudaba de poder alcanzar el punto de reunión a la hora fijada.

El desembarco al anochecer se había desarrollado sin inconvenientes. Los comandos se agruparon en la playa bajo la niebla, se dividieron en los piquetes preestablecidos y marcharon hacia el objetivo.

—Tengo una fea sensación —le cuchicheó Vázquez por el intercomunicador.

—¡Shhh! —intervino el sargento.

No era el único. Todos tenían ese nudo en el estómago. Aún resonaban en sus oídos los estertores de aquel ballenero artillado japonés mientras se hundía en las aguas heladas.
Era innegable que la nave aislada había sido lo que se llama un excelente “blanco de oportunidad”. Quizá lo inoportuno era el torpedeo antes del inicio de la misión. Tal vez era solo un cebo.
Se acercó a Vázquez y le gritó a través del traje con el transmisor desconectado.

—El cretino del capitán se podría haber reservado para la vuelta.

—Es un buen combatiente —le contestó el otro—; lo demostró en cada uno de los bandos en los que sirvió. Pero no mide las consecuencias... Los que empezaron la guerra eran como él.

Por toda contestación, trató de escupir hacia un costado. No pudo. Estaba encerrado en el traje. Tuvo que tragárselo todo. La flema. La guerra. Tres años metido en eso.

Primero habían sido las protestas pacíficas y las interferencias contra el accionar de los buques factoría o ante el vertido de sustancias tóxicas. Luego fueron las marchas contra los cuarteles y las refinerías. Por último, se había llegado a lo que era de esperar.

Las potencias –tanto las menguantes como las más prósperas– y los capitanes de la industria de la guerra habían descubierto un nuevo tablero de batalla. Esta vez todo el mundo se encontró jugando la partida cuando cada poderoso apadrinó una ideología. La causa original se desvirtuó y la Danza de la Muerte –ejecutada por los músicos de siempre– se bailaba al compás de la misma tonada en todo el planeta.

Excusas no faltaron: la desaparición de especies; los daños colaterales por acciones militares, como los incendios en las plataformas petroleras o las fugas radiactivas de centrales nucleares. Las alianzas se forjaban y se rompían a una velocidad inaudita y con los aliados más inverosímiles.

Después de aquel diálogo, el ritmo de la marcha los separó y no hubo más palabras. Cuando llegaron al objetivo –a la hora prevista, como correspondía–, las instrucciones fueron impartidas por gestos secos y perentorios.

Observaron el blanco. La base de misiles estaba ahí, pero había más efectivos acantonados de los que se esperaba. Tal vez el ataque al buque había generado esa temida situación de alerta. Sin embargo, no iban a echarse atrás. Revisaron por última vez sus trajes QBN y alistaron las armas.

Los relojes marcaron la hora. Inexorables.

El primer misil portátil filoguiado fue el preludio para una lluvia de fuego que perforó el perímetro. Los asaltantes se lanzaron por las brechas con el ímpetu del granizo, vomitando metralla y destrucción. Se colocaron las cargas explosivas, que estallaron iluminando la noche como una erupción volcánica. El ataque fue un éxito. Pero la superioridad numérica del enemigo no podía sino jugar el papel que le tocaba.

El contraataque fue arrollador y el repliegue se transformó en desbandada. Los hombres perdieron el contacto entre sí y se lanzaron en una carrera desenfrenada hacia la playa. La desolación que se había aposentado en la base se extendió a todo el terreno. En las escaramuzas individuales primaban las granadas de gas nervioso. Las defensas del enemigo hicieron un bombardeo en alfombra de la faja costera con cargas neutrónicas. En respuesta, los satélites espías de los incursores ordenaron un ataque de misiles con cabezas portadoras de bacterias de acción fulminante, para formar una cubierta que cubriera la retirada de la propia tropa.

El humo casi constante y los pulsos electromagnéticos hacían imposible el uso de los drones y de las comunicaciones. Los combatientes parecían ser la única cosa viva en la tierra desolada. Los marchitos árboles defoliados eran mudos testigos del combate.

Mientras corría, vio desaparecer a Vázquez, desmembrado por un impacto directo. Al poco tiempo se quedó sin parque. Siguió corriendo, empuñando solo su cuchillo de comando.
A lo lejos alcanzó a distinguir el mortecino reflejo del delgado borde de uña de la luna creciente sobre las aguas del mar. Estaba a tiempo. Aún no amenazaba con despuntar el alba.

Corrió a través de las resplandecientes dunas radiactivas hacia la costa. Alcanzó a distinguir la baja silueta de la balsa neumática –una tonina varada en la playa– y aceleró su marcha.
Súbitamente, unos fogonazos restallaron a su costado. Una patrulla del enemigo le estaba dando alcance. Se hallaba a solo doscientos metros de la salvación. A ciento cincuenta.

Una ráfaga le segó las piernas y rodó por la arena. Supo que iba a morir. El aire que entró por las rasgaduras de su uniforme sabía a contaminación química y a millones de virus en tren de multiplicación.

Pero treinta segundos es un tiempo demasiado largo para fallecer. Mientras se le hinchaba la lengua en la boca y se le cerraba la tráquea, pudo ver cómo la embarcación se alejaba buscando la protección del submarino. Observó a los uniformados corriendo por la playa envueltos en sus grotescos trajes protectores. Pudo preguntarse qué sentido había tenido que los movimientos pacifistas y ecologistas iniciaran aquella violenta escalada contra instalaciones militares y plantas industriales. Intentó comprender el sentido del lema “Extirpar lo dañino para que sobreviva la naturaleza”.

De repente, algo atrajo su atención. Un objeto se movía en aquel yermo. Algo que no se tendría que estar moviendo.

Con un agónico esfuerzo, logró aprehender su última visión consciente. Era un cangrejo de caparazón tornasolado. Un mutante. Un verdadero guerrero del arco iris, impertérrito en el medio de ese infierno. Una criatura que sobrevivía.

Antes de que se apagaran sus signos vitales, él –un hombre agonizante– tuvo las respuestas que nunca pidió.

Santiago Oviedo nació en Buenos Aires en 1960. Desde sus orígenes como escritor de horror cósmico, amplió sus horizontes con la ciencia ficción, en su vertiente humanista y filosófica. Corrector de oficio y autor aficionado, sumó a eso actividades de articulista, editor y traductor de inglés de material de ciencia ficción y de literatura celta irlandesa. Entre los años 80 y 90 del siglo pasado integró las filas del histórico CACyF (Círculo Argentino de Ciencia Ficción y Fantasía) y colaboró con la mayoría de las publicaciones surgidas de aquel colectivo. Último director del fanzine Nuevomundo, entre 2006 y 2016 editó como homenaje la revista electrónica NM, que rescató material de su predecesora, sirvió como palestra para nuevos escritos y aún se puede leer en línea:

(https://sites.google.com/view/revistanm/inicio).

QUE LES VAYA BIEN… Y GRACIAS POR ABSOLUTAMENTE NADA

Achim Stößer

 

Hace ya dos mil años que estoy aquí y he muerto ciento cuatro veces. En algunas oportunidades ha sido por un accidente, pero en la mayoría de los casos ustedes me han matado. Claro, sería muy grave si yo fuera un ser humano, pero es lo suficientemente grave, sobre todo teniendo en cuenta que ustedes no sabían quién era yo, y que mi muerte solo es pasajera. Y que aparte de que crear un nuevo avatar dura meses, cada nacimiento es un martirio. Todavía recuerdo la primera vez, la más terrible: mi conciencia despierta en medio de una absoluta privación sensorial, oscuridad total, silencio, ni frío ni calor, ninguna sensación, una nada como la muerte. Lentamente comienzan a regresar los sentidos, estoy tendido en un coma vigil en una bañera llena de una mucosidad viscosa, incapaz de moverme y comienzo a comprender que el cuerpo en el que me encuentro parece amputado, semiciego y sordo (usando la terminología de ustedes para colores y sonidos que nosotros podemos ver y oír: infrarrojo, ultravioleta, infra y ultrasonido), ninguna percepción de campos magnéticos o eléctricos. Ningún órgano de la línea lateral, claro, ya que ustedes viven en una atmósfera de gases. Lentamente tomo el control sobre mis miembros, solamente cuatro, como si los otros hubiesen sido amputados. Dolores fantasmas en los miembros faltantes, dolor de cabeza. Aguijonazos sobre la piel, en cada miembro, sobre la lengua y los globos oculares. Náuseas, la permanente sensación de tener que vomitar sin producir más que un par de arcadas.

Duró un par de días, hasta que la sonda juntó suficientes muestras de habla, simples señales acústicas, para equipar con ellas el cerebro del avatar, y después llevó unas cuantas horas el controlar suficientemente los órganos vocales. Otros idiomas, que poco se diferenciaban de este, resultaron luego más fáciles gracias a los primeros ensayos.

Ya nuestra llegada aquí, a este insoportable mundo, estuvo ensombrecida por una catástrofe infernal. Apenas nos habíamos aproximado a la órbita lunar cuando descubrimos un asteroide que amenazaba impactar con el planeta que habitan. En verdad, y visto desde cierta distancia, el mundo es una linda esferita… en especial si uno no conoce a sus odiosos habitantes: enormes océanos de un azul centelleante, las masas terrestres cubiertas de una flora verde, casquetes polares de un blanco enceguecedor, si me limito a vuestro espectro visual; la vista desde arriba cae sobre nubes suaves. Pero el lado nocturno es oscurísimo, negro como la pez, un reflejo de la infernal vida que allí se desarrolla, aún cuando ahora los continentes deben estar sembrados de luces como el rocío matutino sobre las telas de araña.

¿Recuerdan el suceso de Tunguska? Seguro, recién han pasado un par de años desde eso. El asteroide explotó en el aire sobre Siberia. En un radio de treinta kilómetros, sesenta millones de árboles fueron arrancados de la tierra, en una población situada al doble de distancia saltaron puertas y ventanas, la llamarada de la explosión se pudo ver a quinientos kilómetros de distancia, seguido de truenos y una terrible onda expansiva. También murieron un par de renos. La explosión tuvo la potencia de cerca de cuatro megatones de TNT (aún cuando ustedes exageran el efecto y hablan de diez a quince megatones, lo que equivaldría a mil veces la energía de Little Boy con la cual ustedes destruyeron Hiroshima y a un cuarto de la bomba “Zar” sobre Nowaja Semlja de hace tres décadas y media) ya que el asteroide solo tenía un diámetro de cincuenta metros y explotó a una altura de diez kilómetros. Pero ese fue un pedregullo inocuo en comparación con aquel que entonces se dirigía rumbo a la Tierra: mucho más denso, el diámetro cien veces más grande... como sabíamos que el planeta estaba habitado no vimos otra salida que embestirlo para desviar su curso. Un impacto hubiese provocado primero terremotos, tsunamis y enormes incendios, y después un invierno global debido al hollín y otras partículas, un invierno que hubiese enfriado dramáticamente la superficie marina, seguido de tormentas debido a la diferencia de temperatura que habrían mantenido las partículas suspendidas en la atmósfera. Recién después de muchos años, por los gases de efecto invernadero, las temperaturas se hubiesen elevado a un nivel superior al que tenían antes del impacto. Conseguimos cambiar el curso del asteroide apenas lo suficiente para que no choque con la Tierra, pero sufrimos una avería en nuestra nave. Logramos dirigirla hacia vuestro planeta haciendo un gran esfuerzo. La envoltura externa se fundió por la fricción de la atmósfera, porque no estaba diseñada para eso, pero teníamos cápsulas de emergencia especiales. Seguramente les habrá gustado el espectáculo que ofreció nuestra caída: fuimos, mientras atravesábamos el cielo nocturno, y antes de sumergirnos en el mar Mediterráneo, la estrella fugaz más brillante que hayan visto. La cubierta exterior, abruptamente enfriada por el agua marina, chirrió y crepitó; el agua hervía a borbotones y así llegamos al fondo del mar. Por una grieta en la pared de la nave se introdujo la líquida, pero para nosotros venenosa sustancia, el agua salada. Solamente sobrevivimos dos.

 

 Si bien nosotros podemos sobrevivir en vuestro aire nunca nos hubiésemos podido mostrar con nuestra verdadera fisonomía. Ustedes gritan de miedo en el cine frente a Tarántula o a las hormigas mutantes de Them!, por lo que atacan a cualquier insecto que quiera compartir vuestras cuevas artificiales con monstruosas armas letales que ustedes llaman aspiradoras. Pero por eso tenemos los avatares, máquinas biológicas en cualquier forma posible, creadas para alojar nuestra conciencia aún en una atmósfera para nosotros letal, que es lo que hacen aquí, mientras que la nave en donde nuestros cuerpos están prisioneros, a pesar de sus daños irreparables, protege nuestros cuerpos reales.

 

El hormigueo en el cuerpo y las náuseas fueron desapareciendo paulatinamente. El útero, lleno del gas para nosotros letal que ustedes respiran, emergió a la superficie y se dirigió a la costa. Cuando llegó a la playa lo abrí, descendí con piernas temblorosas (dos piernas), me tambaleé dando un par de pasos y me dejé caer al suelo hasta juntar fuerzas suficientes. Después emprendí camino al próximo pueblo que pude encontrar.

Al principio ustedes no me parecían muy peligrosos, aún cuando la reacción a mi presencia, en la fase en la que yo todavía no estaba en condiciones de hablar, no fue muy amistosa. Pero cuando mi capacidad de comunicarme fue mejorando y estuve en condiciones de comprender más, entendí lo que ustedes comían: los cadáveres de cabras y ovejas que habían asesinado. Y cuando presencié como ustedes apedrearon a un hombre hasta matarlo porque, como ustedes decían, había pronunciado el nombre de vuestra divinidad, me interpuse y les expliqué que no hay dioses y que ustedes mismos deben asumir la responsabilidad, que las fórmulas mágicas, ya sean nombres de dioses, plegarias o maldiciones, ni sirven ni causan daño alguno, me mataron por primera vez. Me arrojaron piedras hasta que del avatar sólo quedó una masa ensangrentada. Por los terribles dolores perdí el conocimiento antes de morir. Y así regresé a mi propio cuerpo en la nave sobre el fondo del Mediterráneo, donde desperté desorientado y horrorizado.

Y así continuó todo. Un avatar tras otro, apedreado, muerto a golpes, acuchillado, decapitado, envenenado o víctima de una explosión, a veces porque me interpuse para impedir otro acto atroz, otras veces de casualidad cuando yo, ya resignado, simplemente observaba la hecatombe. Una vez fui víctima de una explosión cuando una de las sectas rivales en Irlanda del Norte activó una bomba, una vez fui atropellado, una vez colgado por tratar de ayudar a un par de caballos prisioneros, otra vez terminé sobre la pira por ser bruja por tratar de curar a un enfermo con primitivos medios fitoquímicos, otra vez muerto a golpes porque mi avatar tenía el color de piel falso. Ustedes tienen una relación muy extraña con los colores, ya sea en los trapos que usan como banderas, en los que usan como vestido, o, como en este caso, la piel.

De vez en cuando use también avatares de otras especies locales después de haber pasado años en forma de ser humano, aun cuando por la completamente diferente cinemática era muy difícil acostumbrarse. Los gatos son una posibilidad excelente para poder observar a los humanos, sin que ellos se sientan observados. El problema es que un avatar felino no puede permanecer mucho tiempo en un lugar porque corre el riesgo de que se le ofrezcan cadáveres de otros animales enlatados. Perro fui sólo una vez y por corto tiempo, su libertad de movimiento está totalmente limitada. Cuando me interpuse entre una madre que maltrataba a su hijo y éste, me mataron, me “sacrificaron” como dicen ustedes, a causa de mi supuesta agresividad. Desistí de ser una gallina, una vaca o un cerdo, porque no tenía ganas de estar encerrado y terminar colgado de las patas con el cuello cortado, desangrado.

¿Y hoy? Mientras ustedes crean el unubium, un elemento artificial, la sonda Pathfinder con un vehículo todoterreno se posa sobre la superficie del planeta Marte, y descubren Caliban y Sycorax, las “minilunas” de Urano, explota un cohete militar Delta II poco después de su despegue en Cabo Cañaveral y Francia enciende una bomba atómica en el atolón de Moruroa. Cuba derriba aviones sobre aguas internacionales, los talibanes asesinan al ex-presidente de Afganistán, el servicio secreto israelí a un dirigente palestino. Por miedo al virus H5N1 causante de la gripe aviar asesinan en Hongkong un millón y medio de pollos, en Inglaterra se mata, por miedo a la Encefalopatía Espongiforme Bovina, a todas las vacas que ustedes habían obligado a practicar el canibalismo, aparte de los millones de criaturas en los mataderos, solamente porque ustedes engullen sus cadáveres o utilizan sus pieles, pelos o excreciones para transformarlos en pinturas, vestidos o muebles. Los tutsis masacran a miles de hutus en Burundi, hay otra masacre en la guerra civil en Argelia, otra en el bombardeo por los israelíes de la sede de las llamadas Naciones Unidas en el sur del Líbano, al que siguió un atentado de los musulmanes a un hotel en Egipto como reacción. ¡Naturalmente! Mientras tanto otros musulmanes matan monjes trapistas franceses, cientos mueren en el incendio provocado de un alojamiento de solicitantes de asilo en Lübeck, en atentados suicidas de la Hamas en Israel, por las bombas del IRA en Londres, en los atentados suicidas con camiones cargados de explosivos, locuras homicidas en Australia y en Escocia, donde mueren dieciséis colegiales y su maestra. Una monja loca, abominable y misantrópica llamada Anjeze Gonxha Bojaxhiu, alias “Madre Teresa” es nombrada Ciudadana de Honor en los Estados Unidos y recibe la Medalla de Honor en oro del Congreso (y no me asombraría si en algún momento la santificaran por sus crímenes). Y en San Diego treinta y nueve miembros de la secta “Heaven's Gate” se suicidan colectivamente.

Esto es solo una fracción de lo que ha sucedido en los últimos meses. Mientras tanto el papa Wojtyla alias Juan Pablo II reforma las reglas de la “Silla Vacante” y del subsiguiente Cónclave, y reconoce que la Teoría de la Evolución puede tener algo de cierto, un equipo deportivo alemán derrota al de la República Checa en la final del Campeonato Europeo, y Bombay ahora se llama Mumbai.

Guerra contra otras especies, guerra contra la propia. Una sangrienta batalla donde uno lo mire. Espantoso, truculento, horrible. Seguro hay excepciones, pero dos gotas de agua no alcanzan para hacer florecer al desierto.

Dos mil años y no se ve la luz al fondo del horrible túnel. Ustedes llenan libros con asquerosas y disparatadas reglas: quién se puede comer a quien, como hay que vestirse o llevar el cabello y todas las otras cosas que ustedes creen que hay que reglamentar para satisfacer a dioses imaginarios, por supuesto contradictorios dependiendo de qué secta los inventó, pero que sólo son testimonio de represión, ansia de poder, torpeza y estupidez, es decir, horrible humanidad. Ya es tiempo de que partamos, ya que no hay esperanzas. Finalmente ustedes, aunque hayan quemado bibliotecas y sabios cuando éstos no coincidían con las ideas delirantes que ustedes consideraban correctas, como la Biblioteca de Alejandría o el astrónomo Giordano Bruno a quien la Inquisición lo encontró culpable de herejía y brujería, han desarrollado su primitiva técnica lo suficiente como para que podamos reparar nuestra emisora de emergencia. Aún cuando el tiempo transcurra atormentadoramente lento, en pocos años nos rescatarán.

Que les vaya bien sonaría muy cínico....

Achim Stößer nació en diciembre de 1963. Estudió informática en la Universidad de Karlsruhe, donde posteriormente trabajó durante varios años como asistente de investigación, centrándose en arte digital y animación, y también ejerció como profesor en la Universidad de Artes y Diseño de Karlsruhe.Desde 1988, ha publicado en antologías y revistas, incluyendo varios volúmenes de la serie antológica "International Science Fiction Stories" de Wolfgang Jeschke. Su colección de relatos, "Virulent Realities", fue publicada en 1997 por dot-Verlag. En 1998, fundó la iniciativa por los derechos de los animales Maqi. Por ello, el antiespecismo (y, por ende, el veganismo), el antiteísmo, el antirracismo, el antisexismo y el antifascismo, entre otros, son temas centrales en sus relatos y viñetas. Sitio web: https://achim-stoesser.de.

EL REMEDIO DE LA NOCHE

Liana Zilber Vivekananda

 

—Necesito hablar con usted sobre el remedio de la noche. —El doctor Clóvis, con la cabeza baja, escribía de manera descuidada en una ficha sobre su escritorio de madera de caoba. El consultorio permanecía en penumbra a cualquier hora del día, una penumbra verdosa con una iluminación difusa que dejaba nervioso a Henrique—. ¿Doctor?

—Sí, ¡Henrique!

—No quiero seguir tomando ese remedio de la noche.

—¿Podría decirme por qué? —preguntó el médico, mirando al muchacho por encima de sus lentes de lectura.

—Ya se lo dije la semana pasada, doctor.

—¡Humm! ¿Podría repetirlo, por favor?

Henrique hizo un gesto de resignación. Su ropa estaba ajada y sus ojos oscuros tenían profundas ojeras.

—Porque no quiero volver más a ese lugar. —Un escalofrío recorrió la espalda del joven.

—Déjeme entender, ¡joven! ¿Me está diciendo que el remedio de la noche lo transporta a algún lugar?

—Diciéndolo así, usted me pone en una posición extraña, como si yo fuera un loco.

—“Loco” es una palabra en desuso, mi estimado. La locura es algo de lo que ya no se habla.

—¡Pues sí! Pero ni por eso dejaron de existir los locos, ¿no es verdad? —Con un gesto de irritación, Henrique se movió en la poltrona verde.

—Percibo que está nervioso hoy, Henrique, ¿será que tendremos que aumentar…

—¡Pare! Por favor, pare doctor. ¡No me aumente nada más, por favor! ¡Ya me siento como un zombi durante el día y como un paracaidista perdido durante la noche!

—Hummm —El doctor escribió algo en la ficha frente a él—. ¿Paracaidista, eh?

—¿Usted no conoce las metáforas, doctor? ¿O cree que nosotros, los locos, no las usamos?

—¿Por qué se refiere a sí mismo como loco, joven? ¿Puede decirme cuándo comenzó a tener esa idea?

—Bueno, doctor, si no me falla la memoria, hace tres meses me quejaba de dolores insoportables en la espalda. Fui al ortopedista y le dije que era como si llevara una silla a cuestas. No sé por qué, me derivó a usted, que me recetó ese remedio de la noche.

—¿Y el dolor de espalda?

—La medicación que usted me prescribe me hace sentir tan mal que el dolor hoy es secundario.

—¿Entonces se curó de su dolor de espalda?

—No, doctor. ¡Pero dejemos eso para otro momento! Quiero hablar del remedio de la noche. ¡Por favor, no me haga perder el foco!

—En fin, ¿qué tiene el remedio de la noche?

—¡Es lo que intento decirle desde que llegué! No me gusta el efecto que me causa. Usted puede anotarlo ahí en su ficha kilométrica, pero el hecho es que este remedio aparentemente me hace dormir. ¡Déjeme terminar! Fíjese en lo que dije: aparentemente.

No es que el médico no hubiera escuchado esa queja antes; pero esta vez Henrique parecía aún más alterado. ¿Un caso clásico de esquizofrenia? Bastante interesado, cruzó los brazos sobre la mesa e inclinó la cabeza ligeramente hacia un lado.

—¿Entonces no ha dormido bien?

—No es esa la cuestión. El hecho es que el remedio me transporta a un lugar que no me gusta para nada —A Henrique se le erizó la piel desde los pies hasta la nuca.

El doctor Clóvis perdió la paciencia y habló señalándolo con el dedo.

—¡Imposible! Imposible, repita conmigo, ¡mi estimado! ¡Imposible! El único efecto que su remedio causa es sueño. Además, ningún medicamento transporta personas. Si usted insiste con eso, me veré obligado a intervenir e internarlo en una clínica para trastornos severos. Esto parece ser un caso clásico de trastorno delirante. —El médico hizo una pausa para calmarse; después, adoptando una postura menos tensa, continuó con voz serena y profesional—. Pues bien, joven, le haré una propuesta. Tengo guardia en el hospital psiquiátrico esta noche. Preséntese allí sobre las nueve y media. Tómese la medicación allí mismo. Yo lo monitorearé personalmente y lo filmaré durante toda la noche. Si usted no desaparece, pasará la próxima semana con nosotros para una evaluación. ¿Acepta?

Henrique se preocupó bastante con la propuesta del médico. ¿Y si era una trampa para internarlo? ¿Quién sabe cuándo lograría salir? Por otro lado, estaba seguro de que no permanecía en su cama después de tomar la medicación… Entonces tuvo una idea. Le pediría a su amigo Guilherme que fuera con él al hospital. Los amigos son para esos momentos.

—Doctor, ¿puedo llevar un acompañante?

—Sí, puede. Quién sabe, tal vez él viaje con usted en ese teletransporte, ¡jajaja!

Henrique suspiró, avergonzado por la broma de mal gusto.

Al salir del consultorio, Henrique fue directo a la casa de Guilherme. No veía la hora de explicarlo todo, de desahogarse con el amigo, que estaba en el quinto año de Medicina. Ya era prácticamente un médico.

—¡Hola! ¡Habla, loco! —respondió Guilherme, animado, cuando atendió su llamada.

—Necesito hablar contigo. ¿Estás en casa? —preguntó Henrique, ansioso.

—Estoy, ¡claro! ¡Tengo exámenes la semana que viene! ¿Pasó algo? —la voz de Guilherme sonaba preocupada.

—Prefiero explicártelo en persona. En cinco minutos llego.

Dobló la esquina después de la plaza arbolada y llegó a la calle donde vivía Guilherme. En poco tiempo estaba tocando el timbre.

—Caramba, ¿qué cara es esa? Pareces con resaca de dos barriles de cerveza.

—En serio, amigo, no duermo bien desde hace noches. Y el doctor Clóvis no me cree. Se burla de mí y encima me hace tomar un barbitúrico por la noche. Ahora incluso quiere internarme.

—¿El doctor Clóvis? ¿El psiquiatra? —Guilherme se rascó la nuca, un poco confuso.

—Ese mismo. ¿Lo conoces?

—Sí, da clases para nosotros. ¿Por qué estás yendo a verlo?

—Porque tenía dolores en la espalda.

Guilherme puso cara de no entender nada; al fin y al cabo, nadie termina en un psiquiatra por dolores de espalda.

—El ortopedista es extranjero y creo que no entiende nada de lenguaje figurado. Apenas dije que cargaba una silla en la espalda y me mandó con Clóvis. Y desde que voy, estoy cada vez peor.

—¿Y el dolor de espalda?

—Peor que antes, pero es lo que menos me molesta ahora. El doctor Clóvis me recetó un medicamento para dormir. Él no me cree, pero las pastillas tienen un efecto muy extraño.

—¿Qué efecto? —preguntó el amigo con preocupación.

—Me quedo en una especie de entresueño por un tiempo y termino en un lugar maldito. Pero no estoy hablando de sueños. Voy físicamente, soy transportado, ¿entiendes?

Guilherme no supo qué decir; se quedó de pie, con los ojos muy abiertos, observando al amigo.

Henrique suspiró y bajó la cabeza, desconsolado.

—Ni tú me crees, pero a veces despierto incluso con marcas en el cuerpo. De hecho, así descubrí que realmente voy allá.

—Amigo mío, escucha tus propias palabras. ¿Dijiste que tomas la medicación y eres llevado a otro lugar?

Henrique asintió con desaliento.

—Si hasta tú dudas de lo que digo… En fin, prometí pasar una noche en el hospital psiquiátrico, donde el doctor Clóvis me va a monitorizar. Si no lo hago, creo que me internará. ¡Tienes que pasar la noche allí conmigo e impedir que eso pase!

—¡Espera, espera! ¿Quieres que duerma contigo en un hospital psiquiátrico?

—Exacto. Por favor, di que sí. Eres mi amigo. —Henrique hablaba casi desesperado.

—¿Pero en un hospital psiquiátrico?

—Eres médico, o casi. Si el doctor Clóvis quiere internarme, ¡tú no lo permitas, por favor!

El sentido común dictaba que Guilherme se negara, pero su curiosidad y la vieja amistad pesaron más. Aun así, quiso entender mejor el caso antes de responder.

—¿Puedes explicar mejor ese teletransporte nocturno?

El interés de Guilherme llenó de esperanza a Henrique.

—Como te dije, no lograba conciliar el sueño, sobre todo por el dolor de espalda. Fui al ortopedista y él me mandó con el doctor Clóvis, que me pasó unas pastillas para dormir. En la primera noche que las tomé, pasé en un estado de semisueño, como si estuviera flotando.

—Deberías haber hablado con él al día siguiente, pedirle ajustar la dosis o cambiar la medicación.

—Pensé que necesitaba tiempo para adaptarme y, después, cuando comencé a hablar de eso con él, el doctor Clóvis empezó a dudar de mi salud mental…

—Entiendo… Pero dijiste que eres transportado. Continúa.

—Eso. La segunda noche, además de flotar, comenzaron a aparecer imágenes. Fue cuando ocurrió el fenómeno. Sentí un tremendo sacudón que empeoró aún más el dolor de mi espaldas y desperté. ¿Adivina dónde estaba?

Guilherme se encogió de hombros; no tenía idea.

—Sentado en el suelo del apartamento de playa donde pasé algunas vacaciones con mi abuela de niño. —Henrique hizo una pausa esperando que Guilherme comentara, pero él solo lo observó en silencio, petrificado. Así que siguió—. No quise creerlo. Miré alrededor: estaba en la pequeña copa donde armaban una cama de campaña bajo la mesa. Hasta hoy recuerdo el terror de las cucarachas caminando por el suelo de noche y de la lagartija que encontré una vez en la cama. En esa época me daban un polvito para dormir porque decían que yo era muy tenso. ¿Quién no estaría tenso sabiendo que cucarachas y lagartijas podían caminar sobre uno al dormirse? —Guilherme comprendió que los problemas del amigo eran antiguos, pero no quiso arriesgar un diagnóstico; aún era solo un estudiante. Todo era muy extraño. No podía culpar al doctor por pensar que Henrique necesitaba tratamiento. Solo escuchó en silencio—. Ser tenso es una cosa, pero despertar sentado en ese viejo apartamento en un crepúsculo fantasmagórico es otra muy distinta —la cara de Henrique se iluminó—. ¡Espera! ¡Traje algunas cosas!

—¿Qué cosas?

Henrique sacó algo del bolsillo y abrió la mano ante el amigo.

—Las pruebas de que digo la verdad, Guilherme. ¡Mira!

—¿Conchas de playa?

—Sí, señor. Vinieron en el bolsillo de mi pijama. No tuve valor de mostrárselas al médico.

Guilherme examinó el puñado de conchitas rosadas en la palma del amigo.

—¡Vaya! Hace años que no veo estas conchas rosadas.

—¿Sabes por qué? Porque ya no existen. Puedes buscar. Son conchas de hace veinte años.

Guilherme frunció el ceño.

—Pero Henrique, eso no prueba nada. Pudo ser que las guardaste y te olvidaste, y luego…

Henrique lo interrumpió, irritado.

—¿También piensas que estoy loco, verdad? ¿Crees que inventaría algo así?

—Claro que no. Creo que estás exhausto mentalmente por las noches mal dormidas. Y el efecto de la medicación… En esas circunstancias alguien puede confundirse y fantasear cosas.

—¿Ah, sí? ¿Y esto? —Henrique sacó algo del otro bolsillo: una cajita de polvo de arroz con el nombre “Ester” grabado en oro.

—¿Qué reliquia es esta? —preguntó Guilherme, sin duda de su antigüedad.

—Era el maquillaje que mi abuela usaba todos los días. Lo tomé en su cuarto mientras se distraía haciendo avena para mí.

—¿Lo tomaste cuándo? ¿Cuando eras niño?

—No. Anoche, después de tomar las malditas pastillas y ser llevado al apartamento de mi abuela.

Guilherme tragó saliva. El caso parecía más grave que lo que imaginaba: no solo había alucinaciones, sino intentos de probar su veracidad. Tal vez el doctor Clóvis tuviera razón en internarlo.

—Entonces, tu abuela estaba allí anoche, viva, preparando avena en aquel viejo apartamento de playa.

Henrique asintió.

—Vivísima y gruñona como siempre. Y el apartamento igual: la heladera vieja y mohosa, el fogón azul de tres hornallas, las sillas llenas de arena… Todos los objetos que me inspiraban miedo de niño están allí… Al mismo tiempo, el lugar parece fuera de la realidad. Siempre hay un crepúsculo eterno, y aunque pase la noche allí, la luz no cambia.

—¿Y te asusta estar allí?

—¿Cómo no? Henrique, de veintiocho años, despierta sentado en el apartamento que lo aterrorizaba de niño, con la compañía de su abuela, muerta hace diez años.

—¿Y cómo vuelves a tu cuarto?

—Me siento en una mecedora y empiezo a desaparecer, a esfumarme, y recibo otro sacudón y regreso a mi cama.

—¡Así no se sana ningún dolor de espalda!

—Es porque mi abuela no quiere que vuelva y se aferra a la mecedora. Cuando ya no resiste, suelta y por eso el sacudón… Las últimas veces ha intentado retenerme. Anoche quiso atarme a la silla, pero logré deshacer los nudos. —Henrique levantó la manga mostrando la marca morada del supuesto lazo—. Luego salió a llamar a mi tío para que me sujetara. Fue cuando recibí el trancazo y volví.

Guilherme pasó la mano por el cabello. No quería creer lo que oía.

—¿Tu tío? ¿El gigante que cuidó a tu abuela hasta que murió? ¿También muerto?

—Ese mismo. ¡Imagínate si me sujetaban allá! —Suspiró guardando las conchas y el polvo de arroz, frotándose el rostro—. No estoy enloqueciendo, Guilherme. De verdad está pasando.

—Amigo, no creo que estés loco, pero debiste sufrir un trauma en la infancia. Algo que ocurrió en ese apartamento, con tu abuela y tu tío. Ahora, por alguna razón, los recuerdos reprimidos volvieron. Eso hay que investigarlo a fondo, no esa absurda idea de que un remedio te transporta físicamente.

—Pero sí lo hace…

Guilherme respiró hondo. Su amigo estaba desesperado y necesitaba ayuda.

—Está bien. Voy contigo al hospital. Pero prométeme que iniciarás un tratamiento serio.

—¿Con el doctor Clóvis?

—Si no te gusta, busca una segunda opinión. Pero debes tratarte. ¿Lo prometes?

—Gracias, amigo. ¡Lo prometo!

A las nueve de la noche, Henrique y Guilherme llegaban a los portones del hospital, donde ya eran esperados. En cuanto entraron, las enormes rejas fueron cerradas y aseguradas con grandes candados y cadenas. Eso le provocó un escalofrío a Henrique; su miedo solo era menor porque tenía al amigo al lado, aunque notó que incluso Guilherme parecía incómodo.

Los llevaron directamente con el doctor Clóvis, quien los saludó fríamente y no mostró señal alguna de reconocer a Guilherme, a pesar de que era su alumno. Esa actitud confirmó una sospecha que Guilherme tenía desde hacía tiempo: que el médico era un gran patán. Luego, los enviaron a uno de los dormitorios con dos camas, una mesa y, sobre la puerta, una cámara. Un espacio blanco e impersonal, típico de un hospital psiquiátrico, que hizo temblar a Henrique ante la perspectiva de ser considerado loco y no salir nunca de allí.

Los muchachos llevaban cada uno una bolsa con ropa y objetos personales. Se cambiaron a los pijamas y se sentaron en silencio en sus camas. Guilherme incluso pensó en decir algo como “Todo saldrá bien”, pero el ambiente era tan opresivo que cualquier frase sonaría falsa. Se preguntó por qué el doctor Clóvis pondría a su amigo en una situación tan estresante.

No mucho después, el médico entró acompañado de un enfermero que sostenía una bandeja con un vaso de agua y una pastilla verde.

—Entonces, Henrique, llegó la hora de la verdad. Tome su pastilla, pero no vaya a ponerse a volar por el hospital, ¿eh? —Se rio escandalosamente.

Guilherme reviró los ojos ante aquella falta absoluta de profesionalismo. ¿Era ese el modo de tratar a un paciente? No era de extrañar que Henrique estuviera empeorando. Pensó en guardar silencio por el momento, pero hablaría con Henrique al día siguiente y le sugeriría no volver nunca más con aquel médico. Siempre había considerado al doctor Clóvis como un buen profesor, pero viendo cómo trataba a un paciente, comenzó a replantearse esa opinión.

—Esta noche quedará demostrado que todo eso no es más que fantasía en su cabeza —continuó el médico, con evidente desprecio hacia el estado psicológico de Henrique.

Guilherme se mordió la lengua para no intervenir. Pensó seriamente en denunciarlo por falta ética.

Henrique no ocultaba el temor que le provocaba tomar su “remedio de la noche”. Miraba la pastilla verde en la palma de su mano, sudada por el nerviosismo. El color era exactamente el mismo de la luz del apartamento de playa.

Guilherme finalmente habló:

—Coraje, Henrique. Estoy contigo. Voy a estudiar todavía; me quedaré despierto un buen rato. Vas a poder dormir tranquilo.

—¡Dormir tranquilo…!

—Hazle caso a tu amigo. Mañana por la mañana tendrás la prueba de que esto no es más que pánico. Estaré en la sala de al lado, observándote toda la noche —dijo, señalando la cámara sobre la puerta. Luego, mirando a Guilherme, añadió—: Tuve un paciente con miedo de dormir durante años. Decía que dentro del armario había un bicho negro que le abría la puerta y lo miraba como listo para saltar.

—¡Pues debería haberle creído! —replicó Henrique, irritado.

—Basta ya y tómese su remedio —ordenó el médico, sin disimular su impaciencia.

Henrique tragó la pastilla de golpe y se acostó. Solo entonces el médico y el enfermero salieron.

Mirando a su amigo, Henrique le hizo prometer que lo despertaría si notaba algo extraño. Poco después, cayó en sueño profundo. Guilherme sonrió, le acomodó las mantas y disminuyó la luz sin apagarla del todo, consciente de que el médico estaría monitoreando a través de la cámara.

Una corriente de aire helado sopló desde algún lugar desconocido. Guilherme regresó a su cama, se cubrió bien y abrió un libro para estudiar.

Un estruendo. Guilherme se estremeció y se acomodó con sobresalto: había dormido sin darse cuenta. La habitación se iluminó con un relámpago. Imaginó que el ruido había sido un trueno. Aun así, presa de un presentimiento extraño, se volvió hacia Henrique. Y un terror gélido lo recorrió al descubrir que su amigo había desaparecido.

Saltó de la cama y abrió la puerta apresuradamente, corriendo hacia el pasillo.

—¡Doctor Clóvis! ¿Henrique está con usted? ¡Doctor Clóvis! —gritaba, golpeando la puerta contigua con los puños.

El médico abrió con expresión soñolienta y sobresaltada. Guilherme no dudó de que se había quedado dormido. En resumen: nadie había vigilado a Henrique.

—Tranquilo, muchacho, no grites así. Los pacientes duermen.

Guilherme miró a su alrededor. El hospital tenía un aire fantasmagórico, intensificado por los relámpagos verdes que parpadeaban.

—¡Doctor, Henrique desapareció!

—¿Cómo que desapareció? ¿Acaso no estabas con él? —preguntó el médico, alarmado, mientras iba a mirar dentro del cuarto.

—Yo estaba estudiando y acabé durmiéndome sin darme cuenta. ¡Pero usted debía estar monitoreándolo, no yo!

—Y lo estaba. Cerré los ojos solo unos segundos para descansar la vista —dijo el médico.

Guilherme no creyó una palabrade lo que decía el psiquiatra, pero no tenía sentido discutir en ese momento.

—Tenemos que encontrar a Henrique —dijo, intentando mantener la calma—. Tal vez sea sonámbulo.

El médico señaló una dirección y comenzó a caminar. Guilherme lo siguió.

—El sonambulismo es una posibilidad. Daré el alerta y reuniré a todo el personal de guardia. Revisaremos el hospital entero. Él no puede haber salido. Hay rejas y candados en todas las salidas. Hay guardias, alarmas, incluso cerca eléctrica en el muro.

—Este lugar parece una prisión. Discúlpeme, doctor, pero póngase en el lugar de un paciente.

—Ellos ni se dan cuenta, están sumergidos en sus propios mundos. No perciben nada.

—¿Cómo puede alguien mejorar en un lugar tan deprimente?

—Eres mi alumno, ¿verdad? Quinto año, si no estoy equivocado.

Guilherme asintió.

—Cuando seas médico lo entenderás. —Guilherme dudaba mucho de que así fuera. Jamás trabajaría en un lugar así ni trataría a nadie como lo hacía Clóvis—. Eres amigo de Henrique —agregó el médico, molesto—. ¿Crees que está gastándonos una broma?

—Él no es de ese tipo. Estaba muy asustado, nada más.

—Ah, se nota que no tienes experiencia…

La noche tormentosa fue bastante caótica. El doctor Clóvis ordenó a todas las enfermeras, médicos, guardias y auxiliares que registraran el hospital de punta a punta. Incluso revisaron debajo de cada cama. Buscaron al paciente en cada lavabo, en cada ducha, incluso en la cocina y en la despensa cerrada. Buscaron en la lavandería, debajo de las mesas del comedor donde comían los pacientes. ¡Nada! Encendieron los focos del exterior del edificio y registraron el jardín, detrás de cada árbol y arbusto. Finalmente, el doctor Clóvis se vio obligado a llamar a la policía, que realizó otra búsqueda dentro y fuera del hospital. Henrique no había dejado rastro. El mayor misterio era cómo había salido del edificio, ya que el personal no había encontrado ninguna puerta, portón ni ventana abierta. Henrique había desaparecido sin preocuparse de dejar atrás la bolsa con sus pertenencias: cartera, celular, ropa, zapatos. En otras palabras, vagaba por la ciudad en pijama, descalzo, sin documentos ni medios de comunicación. Tras la investigación inicial, que incluyó entrevistas con Guilherme, el doctor Clóvis y cada empleado, la policía anunció que registrarían el barrio. Si Henrique iba a pie y no tenía cómo pagar un billete de autobús o un taxi, no debía estar lejos. Si no lo encontraban, irían a buscar a familiares y amigos, y así sucesivamente. Guilherme esperó noticias durante unas horas, pero estaba agotado mentalmente. Terminó pidiéndole al médico un sedante suave para calmarse y dormir unas horas. Ya había hecho todo lo posible por encontrar a su amigo, y no tenía sentido permanecer despierto.

Se despertó a las once de la mañana, desorientado, hasta que recordó lo sucedido y fue al mostrador donde estaba la misma enfermera que había acompañado al doctor Clóvis a su habitación la noche anterior para darle la medicina a Henrique. Le dijo que el médico había terminado su turno y se había ido a casa. No había noticias de Henrique. La policía aún no lo había encontrado, pero continuaban la búsqueda.

El caso aún no debería haber llegado a la prensa, pero seguramente empezarían a hablar de la misteriosa desaparición en las próximas horas. Este tipo de historias siempre se filtran… Guilherme anticipó que no lo dejarían en paz hasta que diera entrevistas. No tenía ni idea de cómo respondería a las preguntas para que no pensaran que estaba completamente loco. Lo cierto es que nadie le creería si decía la verdad, así que tendría que concertar una conversación con el médico, quien, sin duda, también sería acosado por los medios. Pidió la dirección y el teléfono del doctor Clóvis, pero el enfermero negó con la cabeza, afirmando que no podía dar ninguna información personal sin su consentimiento.

 

—Claro, claro… Al menos hazme el favor de darle mi número de teléfono. —Tomó una libreta y un bolígrafo que estaban en el mostrador, anotó su nombre y número de teléfono y se los entregó al enfermero, quien prometió hacerlo en cuanto el médico llamara o regresara al hospital para su siguiente turno.

El joven regresó a la habitación, empacó sus cosas y las de su amigo, y se fue. Abatido y triste, pensó: ¿Y si Henrique decía la verdad? ¿Y si su abuela lo encerraba en ese mundo extraño y crepuscular? En el fondo, Guilherme empezaba a creer la historia sobrenatural de su amigo. ¿Qué otra cosa podría explicar lo sucedido?

Subió al autobús y se sentó en uno de los asientos traseros, reflexionando sobre qué hacer en las próximas horas. Seguramente llamaría a la policía y, dependiendo de lo que dijeran, contactaría con otros amigos y familiares para preguntar si habían visto u oído hablar del hombre desaparecido; si nadie tenía pistas, emprendería una peregrinación a los lugares que solía frecuentar Henrique. ¡Menudo desastre!, se dijo Guilherme, rascándose la barbilla con insistencia. Incluso se sentía culpable de que su amigo hubiera sido secuestrado por la medicación nocturna y llevado a un mundo oscuro que temía.

Sintió que había cambiado después de esa experiencia. Ya no había forma de pensar en todo racionalmente. Tenía pruebas de la existencia de lo sobrenatural. ¿Cómo, entonces, podía ejercer la medicina de forma tradicional, intentando encontrar respuestas naturales y lógicas a fenómenos inexplicables que podrían atormentar a algún paciente suyo en el futuro? Guilherme se sentía tan desconcertado que incluso se replanteó su profesión.

Estaba a dos paradas de bajarse cuando se desató un alboroto delante del autobús, y el conductor lo detuvo en el arcén. Una extraña premonición lo hizo levantarse y ver qué pasaba. Oyó que alguien comentaba que había un niño atrapado debajo del asiento. El conductor ya había saltado de su asiento y, junto con algunos pasajeros, lo arrastraba hacia el pasillo. Guilherme se acercó, dispuesto a ayudar; después de todo, era casi un médico.

Una oleada de terror la recorrió al reconocer a la víctima. Era Henrique, en ropa interior, amordazado, atado e inconsciente en el pasillo del autobús.

Liana Zilber Vivekananda nació en São Paulo, Brasil, y vive actualmente en Curitiba. Es miembro del Centro de Literatura y Cine André Carneiro y de la Academia de Letras José de Alencar. Ha participado en numerosas colecciones, principalmente de cuentos fantásticos. Entre sus libros en solitario destacan Um dia sem Calendário, Mistérios de Curitiba, Neblina y Na solidão da noite. Se licenció en Arquitectura y Filosofía. Estudió en la Escuela Panamericana de Arte de São Paulo y Curitiba, y realizó tres cursos de posgrado: filosofía clínica, psicología cognitivo-conductual y neurociencia. Evidentemente es ecléctica. Le encanta leer y la literatura es su pasión.

FRÍOS PRESAGIOS