viernes, 23 de agosto de 2024

BIFICCIONES (TRECE)


BRILLO DE METAL CROMADO

Laura Irene Ludueña & Víctor Lowenstein

 

Sentado al borde de la cama hecha que no utilizaba hacía semanas, salvo, claro, para recostarse cada dos por cuatro de puro aburrido para después levantarse y alisar el acolchado, de puro maniático, De Jacques contemplaba su cuarto como si no lo conociera de memoria. Tal vez presintiendo que no lo volvería a ver, casi como una persona que espera partir hacia un destino final de esos de los que no se regresa ni en sueños. Miraba la taza de porcelana sobre el escritorio; la silla detrás, con el polar colgado sobre el respaldo y más allá el angosto ropero siempre cerrado, testigo mudo y eficaz de su denodada soledad.

Miraba todo como si lo viera por vez primera, recorriendo con los ojos detalles seguramente bien vistos y sabidos. Encontrando casi sin querer nuevos detalles, perspectivas acaso insólitas, dejando a su mirada caer en esa inercia perezosa de quedar colgada en el contorno de la taza, las manzanas en la frutera o el portalápiz azul, o el polar o la silla, que la conciencia reposara allí sin pensamientos, vacía de ruido mental y concentrada en las formas en particular.

Ese juego estaba, como otros similares, dejando de funcionar. Lo conocía demasiado bien, igual que ese cuarto. Tantas veces lo había recorrido con sus ojos cerrados –otro juego infantil– para probarse que era capaz de transitar un espacio así de estrecho sin chocar con nada, aunque por lo general acababa por llevarse la silla puesta al primer descuido, y abría los ojos desconcertado ante su torpeza. Por ello mismo le extrañó, pero tanto, no reparar siquiera en ese brillo de metal cromado que relucía desde el borde mismo del escritorio. Era tan inexplicable esa omisión visual que se quedó perplejo unos instantes, consciente de que su mirada había recorrido esa habitación una docena de veces, sin notar el relumbre metálico. Se la había comprado al dealer que le vendía la coca, quien supo convencerlo de que el mercado negro de armas no era una opción segura, que tenía una Beretta casi sin uso y se la dejaba a buen precio, incluyendo municiones. ¿Te sirve, De Jacques? Por ser tú te la dejo en cuarenta malditos dólares, ¿qué dices?

—Sí —había dicho como un idiota perdido en una nube de humo y con una extraña sensación simultánea de relajación y euforia.

Vagamente recordaba a su dealer moviendo los labios como si recitara vaya a saber que verso que a él no le interesaba. Porque en realidad, no le interesaba nada. Hacía rato que vivía porque el aire era gratis y aún tenía algo para proveerse de aquello que sustentaba su mísera soledad.

De Jacques contempló una y otra vez su escritorio ahora engalanado con ese brillo cromado. Tenía la sensación de estar en un sueño, con imágenes que parecían surgir y desvanecerse sin conexión clara con la realidad. En un momento aparecía su dealer, en otro estaba amando a Vanessa, en otro su madre lloraba, luego volvía Vanessa echándolo del departamento con lágrimas en los ojos y diciéndole que no toleraría más sus adicciones. ¿Qué le estaba pasando? Volvió los ojos al escritorio. Cada vez que veía el brillo metálico de la pistola sentía un escalofrío recorriéndole la espina dorsal. Nunca había sido violento, ni siquiera en sus peores momentos. El sonido de los disparos en las películas siempre lo había puesto nervioso, y ahora, tenía una de esas cosas en su propia casa. Todo había empezado a ir mal desde que fue a ese bar de mala muerte al que lo invitó su primo Tomy. Al principio fue para festejar su reencuentro con Vanessa, luego para olvidar que lo había dejado, después para olvidar que su madre lo echó y así sucesivamente. Las primeras idas al bar eran esporádicas, luego se hicieron más frecuentes y las cantidades de cocaína que consumía iban aumentando al mismo ritmo hasta que la paranoia creció en proporción directa a su consumo.

Una noche, Tomy le contó sobre un par de tipos que merodeaban el bar y que lo habían asaltado.

—No es seguro, andar por aquí desarmado hermano — dijo —Voy a conseguir un arma para mí y otra para vos, así andas seguro.

En su estado, había aceptado sin pensarlo mucho ni entender de qué le hablaba. Ahora, con el arma en su poder, la situación se sentía más pesada, como si hubiera cruzado una línea de la que no podía volver.

El reloj en la pared marcaba las 3 de la mañana. No podía dormir, el miedo y la ansiedad lo mantenían despierto. Se lavó la cara y cuando se miró al espejo la imagen que vio lo asustó. ¿Ese era él? ¿dónde estaban los ojos verdes brillantes de los que Vanessa decía haberse enamorado? Parecía un espectro. Sentía que el peso de sus decisiones lo habían llevado a este punto. Como si fuera poco, la presencia de la pistola lo asfixiaba. Se acercó a la ventana y miró hacia afuera. La ciudad estaba silenciosa, pero su mente era un torbellino. ¿Cómo había llegado a esto? ¿Cómo había permitido que su vida se saliera tanto de control? Pensó en llamar a alguien, pedir ayuda, pero no sabía por dónde empezar.

La luz de la luna iluminaba el arma sobre la mesa. Era una visión surrealista, como si perteneciera a otra vida. Sabía que no podía seguir así, tenía que encontrar una salida. El brillo cromado sobre el escritorio parecía llamarlo, se acercó a él y tomó el arma para verla mejor. Observó el cañón de la Beretta, allí el brillo cromado no se veía, al contrario, estaba oscuro, tan oscuro…

La detonación se oyó en todo el edificio. Su último pensamiento fue que su alma era igual a la del arma, brillante por fuera pero muy oscura por dentro.Principio del formulario





LA DECEPCIÓN

Tamara Golob & Gabriela Vilardo

 

Stepan se sentó frente a la pantalla de su computadora, una vez más, con el mismo desinterés apático que había sentido desde hacía meses. Desde la muerte de Yelena, su esposa, su vida había caído en un abismo de monotonía y desesperanza. A pesar de tener solo cincuenta y nueve años, se sentía como un anciano cansado del mundo. Su rutina diaria se reducía a recorrer las redes sociales sin propósito, esperando encontrar algo que llenara el vacío que lo consumía.

Con un suspiro pesado, abrió Facebook y comenzó a desplazarse por el interminable flujo de publicaciones triviales y noticias irrelevantes. Las sonrisas felices y las vidas perfectas de sus amigos virtuales solo servían para acentuar su propio dolor y soledad. Nada le interesaba realmente, y se encontró divagando, su mente creando escenarios oscuros y finales morbosos para su propia vida. Imaginaba de qué manera podría acabar con su sufrimiento, desde sobredosis hasta accidentes aparentemente fortuitos. Cada pensamiento era más sórdido que el anterior, y la sombra de la desesperación lo envolvía cada vez más.

Sin embargo, en medio de esa espiral de pensamientos oscuros, algo llamó su atención. Un nombre que no había escuchado en casi medio siglo apareció en la pantalla. Se quedó paralizado por un momento, sus ojos fijos en el perfil de Facebook de una mujer. Era ella, su primera novia. Casi no podía creerlo. Después de tantos años, ahí estaba, en la pantalla, como un fantasma del pasado que regresaba para sacudir su letargo.

La mujer, a pesar del tiempo transcurrido, se veía increíblemente bella. Había envejecido con gracia y elegancia. Su perfil mostraba una vida llena de éxitos y logros. Era una profesional reconocida en el campo de la psicología y había escrito una novela que acababa de publicarse. Stepan no podía evitar sentir una mezcla de nostalgia y curiosidad. ¿Qué había sido de su vida? ¿Cómo había llegado a ser la mujer exitosa que ahora veía en la pantalla?

Impulsado por una mezcla de desesperación y un atisbo de esperanza, decidió escribirle. Las palabras salieron torpemente al principio, pero luego, a medida que los recuerdos fluían, encontró más fácil expresar lo que sentía. Le habló de los viejos tiempos, de cómo la había recordado a lo largo de los años y de lo sorprendido que estaba al encontrarla de nuevo. No esperaba una respuesta, pero había algo en ese acto que le dio un pequeño rayo de esperanza.

Para su sorpresa, la respuesta llegó rápidamente. La mujer le respondió con calidez y entusiasmo, recordando con cariño los momentos que habían compartido. A pesar del paso del tiempo, parecía que todavía había una conexión entre ellos, algo que había sobrevivido a las décadas de separación. Comenzaron a intercambiar mensajes, primero de manera casual y luego con más profundidad. Compartieron historias de sus vidas, sus éxitos y fracasos, sus alegrías y tristezas.

Stepan se encontró esperando ansiosamente cada nuevo mensaje, sintiendo cómo una chispa de vida comenzaba a encenderse en su interior. Por primera vez en meses, sentía algo más que dolor y apatía. Había encontrado una razón para seguir adelante, una conexión que lo hacía sentir menos solo en el mundo. Y aunque no sabía qué depararía el futuro, estaba dispuesto a descubrirlo, un paso a la vez.

Le propuso a Marisa hacer una video llamada, aunque su apariencia no era la misma; ni siquiera se había mantenido jovial como ella. Su tristeza parecía acentuar las arrugas y bajarle más los párpados. Se miró al espejo y se acomodó un poco el cabello. Buscó una camisa a cuadros que era la que usaba para ocasiones especiales. Ubicó la computadora en un lugar que disimulaba la dejadez de la casa. Le costó evitar trapos tirados y superficies descascaradas. Apenas se salvaba del desorden, una parte de una de las paredes del comedor que mostraba un espejo devolviendo la espalda corva de Stepan. Se acomodó, trató de erguirse y puso la computadora sobre una mesa, bastante alejada de su cuerpo para que no lo tomara en un primer plano. Estaba ansioso.  Cuando acordaron prender el celular, ella entró con la llamada sin video, pero él apretó la camarita y se encontraron frente a frente. Se miraron, sonrieron como dos chiquilines y hablaron de la rareza de la tecnología, eso de estar y no estar. Stepan la veía preciosa, no sabía si ella a él. Stepan se levantó, se excusó, dijo que lo esperara un segundo, que se preparaba un cafecito; y la invitó a que hiciera lo mismo. Algo que ella aceptó. Él se tropezó en la cocina, pero no perdió el equilibrio. Estaba abombado como un adolescente. Volvió con su café batido y se sentó otra vez frente a la pantalla.

—Contame de tu novela, Marisa.

—Ah… mi novela me ha traído tantas satisfacciones… —Marisa revolvió el café con una cucharita, sin apremio. Luego se la llevó a la boca saboreando lo que había quedado en ella. Y miró a Stepan.

—Seguramente has metido la psicología que tanto te gusta y has creado una gran ficción. Sé de la repercusión que ha tenido. El título ya anuncia una historia prometedora: La decepción.

—Sí, claro. Lo que se vive se cuenta mejor, Stepan.

—¿Está basada en un hecho real?

—Sí, tan real que me amalgamé con la protagonista hasta el final, sin opción a otra cosa. Creeme que fue sanador.

—No tengo dudas, viniendo de vos… Te conozco tanto. Ya ves, que hemos hablado de la vida tal como entonces.

Marisa sonrió apenas.

—¿De verdad creés que me conocés tanto? Creo que, si así hubiese sido, no hubieras desaparecido de mi vida con tu compañera de banco.

—¡Éramos dos chiquilines! ¿O no?

—Yo no. Tal vez vos, sí. Las mujeres, aun jóvenes, siempre nos comprometemos más con el amor hasta imaginar el fin de nuestros días.

—Bien, pero no es para tanto… ¿Por qué no nos encontramos a tomar un café y lo conversamos como adultos? Ha pasado bastante tiempo de aquello.

—Mi tiempo se extendió hasta la publicación de mi novela, no hace tanto, y no puedo tomar ese café, porque en la última página te maté. Lo siento, Stepan. Creo que no es tu mejor día.

Marisa se inclinó y apagó la cámara. Algo que confundió y sorprendió a Stepan.  Su página de Facebook seguía mostrando sonrisas y éxitos inventados por los demás y antes de perder la voluntad y de volver a entrar en la sombra de la desesperación, puso un símbolo de luto en su perfil y la tapa de la novela de Marisa en la portada. 



CAMINOS CERRADOS

Carmina Shapiro & Sergio Gaut vel Hartman

 

Sonia salió del predio de oficinas, cruzó el estacionamiento y echó a andar por la vereda lindera del parque. La noche estaba más azul que oscura, el aire calmo. Eran cinco cuadras hasta la parada del colectivo sobre la avenida Iyuna. Andaba con paso regular pero sin prisa. Distraídamente vio a algunas otras mujeres caminando en el mismo sentido que ella.

Se cruzó de vereda para ver los plátanos, añosos e imponentes, y el parque detrás de ellos con mejor perspectiva. El parque, las luces amarillas esparcidas por el llano y la cúpula azul le traían sensaciones de recuerdos cálidos.

Al llegar a la esquina, un muchachito cruzó su camino detrás de ella, entre caminando y trotando. Llevaba una mochila medio vacía que se sacudía con él, y una camiseta de esas de tecnología deportiva. Esa esquina correspondía a una cortada, al final de la cual el muchachito se agachó y agarró un pedazo de baldosa rota. Mirando hacia atrás exclamó, “¡vamos a la canchita, a la canchita!

Sonia, que había seguido sus movimientos, notó que no la miraba a ella, sino más atrás aún. Se giró entonces hacia el otro lado y vio a otros dos muchachos juntando baldosas rotas y piedras. Ya tenían algunas entre los brazos. Más allá otros cinco se acercaban corriendo. Venían desde el predio de oficinas y se dirigían a la avenida. La penumbra de los plátanos los hacía ver más espectrales que lo que eran, apenas muchachitos. Aunque sus movimientos decididos delataban una mayor experiencia de lo que se hubiera esperado.

Sonia se había detenido y parada en el lugar vio que las mujeres volvían sobre sus pasos, corriendo en alerta.

—¡Corré! ¡Corré! —le dijo la que estaba más cerca. Eso significaba que otro grupo iba al encuentro, o tal vez harían algún atraco o alguna manifestación contra los Propietarios...

Hizo una mueca de angustia, se ajustó el bolso y emprendió la carrera. La angustia era doble. Esta noche ya no podría llegar a casa a dormir. Y otra vez esa pregunta de fuego quemándole la conciencia... ¿Estaba corriendo en la dirección correcta? ¿Hacía bien en alejarse en lugar de acercarse a la acción?

De pronto, como salidos de la nada, fantasmales y prepotentes, aparecieron los blindados de la GP. ¿Demasiado rápido? ¿Acaso estaban sobre aviso? Avanzaron por la avenida bufando como monstruos y moviendo los cañones en todas direcciones. Pero los muchachos, que ahora ya eran docenas, tuvieron la precaución de moverse entre los árboles, sin ofrecerse como blanco.

Frenándose agitada, Sonia vio con sorpresa que la mujer que le había gritado que corriera se había sentado  en un banco de metal

—¿Qué le pasa? —dijo Sonia tocándole el hombro.

—¿Qué me pasa? —La mujer expulsó la mano como si se tratara de una alimaña—. Estamos muertas, eso me pasa.

—Venga, vayámonos de aquí.

—No es posible; todos los caminos están cerrados.

Sonia levantó la cabeza para ver que los muchachos se agrupaban para lanzar una andanada de piedras contra los blindados, y eso le pareció ridículo; lo único que iban a lograr era ser masacrados por los GP.

—Tenemos que salir para algún lado. Lagarde no está cerrada.

—Por ahí vienen los mutantes…

—¿Los qué? —Sonia no estaba segura de haber escuchado correctamente la palabra pronunciada por la mujer, pero tal vez, más que nada, era una triquiñuela de su mente para no hacerse cargo de lo que se rumoreaba.

—Los mutantes, ¿es sorda? —replicó la mujer, irritada—. Por Tinto vienen los extraterrestres y por Juntero los robots. Lo que le dije: estamos rodeadas, no hay salida.

Ese fue el momento elegido por los blindados para empezar a disparar; y no eran chorros de agua y tampoco gases. Disparaban lenguas de fuego que no tardaron en convertir el parque en una gigantesca hoguera.  

 

Final del formulario

 

 

 

 

 

jueves, 22 de agosto de 2024

LA VENGANZA DE BATU KAN

Iván Bojtor

 

Me dirigí "hacia arriba" en el "ascensor" hasta el nivel 1241. "Hacia arriba", todavía decimos así, pero en realidad me estaba moviendo hacia atrás en el tiempo. Adoptamos esta tecnología de los joguunos hace unos seiscientos años, quienes se habían extraviado en la Tierra desde algún planeta en la galaxia Messier 81. Busqué la puerta que daba al pasillo del año 1241 y, apremiado por el tiempo, corrí hasta la cuarta puerta. Simplemente la atravesé, no necesitaba abrirla ni cerrarla. Ya estaba en una sala correspondiente a abril de 1241, cuyos treinta lados giraban en círculos. Me tomó tiempo elegir el correcto. Ya estaba mareado por la vista cuando finalmente la rotación de las paredes se desaceleró y encontré la que buscaba. Le di una patada furiosa, fijando así el día. Por suerte, los cuadrados que ajustaban las horas aparecieron en el suelo. Solo tuve que pisar el número seis, dar unos cuantos golpes y así fijé también los minutos. Luego me agaché y toqué dos veces con mi dedo el cuadrado, seleccionando el segundo.

Ya había introducido las coordenadas geográficas antes de partir, así que solo me quedaba iniciar el programa. (¡Gasté una fortuna en este viaje! Espero que valga la pena). Pronuncié la contraseña que había elegido: "Batu". En ese instante, me encontraba en el campamento mongol en el amanecer del segundo día de la batalla de Muhi. Caminé con cautela entre los guerreros y caballos inmóviles como estatuas hasta la yurta más ornamentada, donde un mozo sostenía un caballo con una brida, junto al cual un guerrero armado estaba a punto de montar, con un pie ya ligeramente levantado. Lo reconocí de inmediato. No por una fotografía, ya que no había ninguna de él, sino por un antiguo dibujo a tinta chino que la máquina me mostró unas diez mil veces durante mis estudios. ¡Ahora vas a recibir lo tuyo! En realidad, no estaba enojado con Batu, sino con todo el mundo. Principalmente conmigo mismo, por haberme dejado engañar en el examen. Y también con los examinadores, esos dos idiotas que, cuando di una respuesta incorrecta, se rieron con tanto sarcasmo en la pantalla que me dieron ganas de lanzarles algo. Estaba enfadado con el programa que me dieron, porque en los cinco minutos que tenía para responder, no pudo decidir cuál era la respuesta correcta. Claro, también fue engañado por la pregunta, igual que yo. (“¿Batu era realmente hijo biológico de Gengis Kan, o no?”) ¡Yo, idiota! Cuando comparé los materiales que la máquina me proporcionó, llegué a la conclusión de que sí. Empecé a argumentar, pero no pude terminar porque los dos examinadores, como si lo estuvieran esperando, empezaron a reírse y a balancearse de un lado a otro.

—¡Respuesta incorrecta! —La correcta era: "Desafortunadamente, aún no lo sabemos".

Y allí estaba, frente a Batu. En el camino planeé desquitarme bien con él, darle un buen golpe, pero... Su casco... ¿Qué pasa si me corta o me hiere la mano? Para cuando regrese, podría infectarse, y además, no llevo vendas. ¿Por qué no pensé en eso? Debo idear otra cosa. Tal vez podría robarle la espada. Buen trabajo, se vería genial en la pared de mi habitación. ¿Qué trofeo sería? Lástima que no saldría conmigo, porque "el tiempo restaura las modificaciones". Es decir, simplemente desaparecería de mis manos y regresaría aquí. Entonces, ¿qué demonios debo hacer? ¿Cómo podría irritarlo más? Solo tengo 1.2 segundos, ese es el tiempo que tengo para hacer algo, porque si lo supero, entonces... entonces todo se moverá y el infierno se desatará. ¡Me advirtieron sobre esto! Entonces tuve una idea. Me acerqué al kan y... le di un golpecito en la nariz. Los ojos de Batu brillaron y su cabeza se estremeció por un momento, pero inmediatamente volvió a quedar inmóvil. ¡Ja, ja, ja! ¡Lo logré! ¡Qué sorpresa se llevó! Ja, ja. Ahora se romperá la cabeza pensando en lo que sucedió. ¡Vamos a casa!

¡Finalmente en casa! Me relajo en el sillón, mirando la pared y sorbiendo mi carísimo vino reservado para esta ocasión. ¡Eso salió realmente bien! Puede que otros digan que fue una venganza mezquina, pero mi enojo se disipó. Y por eso, ya valió la pena. Qué bien que está esta máquina, el regalo de los joguunos. Al principio, todos le tenían miedo, durante mucho tiempo solo los investigadores podían usarla. Nadie entiende hasta hoy cómo funciona. Pero ¿a quién le importa? Lo importante es que funciona. Qué divertido fue cuando Batu me miró fijamente. En realidad, no es tan feo como en ese dibujo a tinta. Lo miré bien. Su rostro, incluso en ese momento antes de la batalla, irradiaba calma. Y parecía haber una sonrisa en la comisura de su boca. Claro, puede que solo yo lo haya visto así. ¿Qué fue eso? Un destello metálico. ¡Aú! Mi nariz. ¿Qué la golpeó? ¿Y qué es esa risa?

 

Título original: Batu Kán bosszúja

Traducción del húngaro: Sergio Gaut vel Hartman


Iván Bojtor nació en Szombathely, Hungría, en 1954; actualmente vive en Veszprém. Sus primeros artículos se publicaron en la antigua revista Ország-Világ. Fue el fundador del club de SF Kvark de Veszprém, que publicó su propio fanzine llamado PreVega, y después Kvark. Algunos de sus escritos se han incluido en GFK 300GFK 400 y en la antología Durchjáró 20. Sus relatos cortos se han publicado en la revista Castle Ucca Workshop, en el fanzine Black Aether, y sus artículos sobre los misterios de la historia han aparecido en la revista Incredible.

EL CEMENTERIO DE LOS AVIONES OLVIDADOS

Gabriel Trujillo Muñoz

 


El viejo aeropuerto de Mexicali estaba en medio de la ciudad. Para aterrizar o despegar, los aviones debían pasar casi tocando los techos de los edificios más altos. Eran los años sesenta del siglo XX y como la pista era pequeña, las líneas aéreas utilizaban sólo aviones de motor. Yo era niño entonces y mi padre era el radio operador de la Compañía Mexicana de Aviación. Por eso aquel aeropuerto era mi campo de juegos cuando salía de la escuela. Aunque había muchos lugares interesantes para jugar, yo prefería el patio que estaba más allá de los hangares para avionetas. Lo llamaba el cementerio de los aviones olvidados porque en él se amontonaban, ala contra ala, los fuselajes vacíos de los DC-2 y DC-3. Aún enhiestos y desafiantes, aquellas carcasas metálicas eran mi sitio favorito de diversión. Allí me sentía un as de la guerra, un piloto intrépido en las alturas de mi sueño volador.

Un día, mientras movía los controles, sentí que el avión en que estaba jugando se movía de verdad. Salté del asiento del piloto y fui a la puerta de salida. El avión realmente se movía pero hacia atrás. La escalerilla por la que me había subido ya no estaba. Por un instante, como niño de ocho años, pensé que el avión se iba a elevar y llevarme por su cuenta. En ese momento un carro de equipaje se puso a mi lado. Uno de los cargadores de la compañía lo conducía. Al verme, de pie en la puerta y con cara de susto, me gritó que no me preocupara, que estaban cambiando el avión de lugar, que disfrutara el viaje.

Eso hice. Volví a la cabina del piloto y observé la pista y las instalaciones donde trabajaba mi padre irse alejando. Volví a jugar al combate aéreo, disparando ametralladoras imaginarias contra cualquier objeto que me llamara la atención. Entonces vi un punto en el cielo, una avioneta, entre las escasas nubes, y le disparé una y otra vez. En eso oí que los trabajadores que movían el avión gritaban:

—¡Viene en picada!

—¡Y va a caer muy cerca!

Escuché la voz del cargador instándome a que abandonara el avión, pero yo estaba petrificado porque sabía que esa avioneta estaba cayendo por mi culpa.

Antes de que pudiera entender qué pasaba, la avioneta se precipitó a tierra y estalló a menos de cien metros de distancia.

Nunca se supo la causa del accidente.

Y como sus restos quemados acabaron en el cementerio de los aviones olvidados, yo jamás volví a jugar en aquel lugar ni a disparar armas reales o imaginarias.

Desde entonces me dediqué a observar a los trabajadores del viejo aeropuerto jugar dominó en la sala de espera.

Y en las noches, cuando observaba el cielo desde el techo de mi casa, creía que las estrellas fugaces eran avionetas que otros niños les habían disparado y que ahora eran grandes bolas de fuego.

Aún hoy, a tantos años de distancia, lo sigo creyendo.


Gabriel Trujillo Muñoz nació en Mexicali, Baja California, México, el 21 de julio de 1958. Es poeta, narrador y ensayista. Es profesor de tiempo completo de la Facultad de Ciencias Humanas de la UABC-Mexicali y uno de los editores de la Revista Universitaria de la Universidad Autónoma de Baja California. Ha publicado más de ciento treinta libros como autor y compilador. Una apretada síntesis permite citar, entre muchos otros, Miríada (cuentos, 1991), Laberinto (novela, 1995), Mezquite Road (novela, 1995), Conjurados (novela, 1999), Espantapájaros (novela, 1999), Trebejos (cuentos, 2001), Mercaderes (cuentos, 2002), Aires del verano en el parabrisas (cuentos, 2009), Trenes perdidos en la niebla (novela, 2010), Moriremos como soles (novela, 2011), Círculo de fuego (novela, 2014), Música para difuntos (novela, 2014) y Vecindad con el abismo (novela, 2015).

TABARAK

Rhys Hughes

 

Las pirámides han durado milenios y durarán muchos más, y cuando le pregunto a Tabarak por qué han resultado ser tan resistentes, ella dice:

—La respuesta a esa pregunta es simple. Si un edificio alto se cae, ¿qué forma toma? Se convierte en un montón de escombros, ¿verdad? Y esos escombros son piramidales. Una pirámide realmente no puede caerse porque ya tiene la forma de un edificio que se ha caído.

Esta es la razón por la que las pirámides son difíciles de destruir. Recuerdo sus palabras al día siguiente cuando me golpeo la pierna contra la esquina de una de las mesas bajas en la sala de estar. Cojeo hasta una silla.

—¿Por qué tenemos tantos muebles? —le pregunto—: Es casi como el desorden que se encuentra en una tumba antigua. ¿Es ese el aspecto que estás buscando?

Pero ella envuelve mi herida en vendas sin responder. No insisto en el punto. Tabarak es una mujer a la que no se la puede obligar a responder cuando simplemente no quiere.

A la mañana siguiente me caigo de la cama. Había estado agitándome toda la noche debido a sueños muy peculiares, pesadillas como ninguna que haya experimentado antes. A la luz del amanecer, ruedo fuera del colchón y caigo al suelo y me lastimo el brazo. Me despierto instantáneamente y lloro. Tabarak se despierta y me atiende, su voz suave me conforta mientras venda mi antebrazo y mi codo. Pero no puedo volver a dormir. Cojeo hasta la cocina para preparar el desayuno para los dos. Luego derramo una olla de agua hirviendo sobre mi abdomen que necesita ser vendado. Tabarak lo hace.

Supongo que debería mencionar que una de las estanterías cae sobre mí por la tarde. No puedo salir de la casa debido a mis heridas y es aburrido simplemente estar sentado, así que decido leer un libro. El que quiero está en la parte más alta de la estantería. Lo alcanzo y tiro de él, pero está atascado y toda la estantería cae sobre mí; no tengo tiempo para evitarlo. Los libros se desploman y me golpean en el cuerpo, y un volumen particularmente grande y pesado sobre la historia de Egipto cae sobre mi cráneo y me deja inconsciente.

Cuando recupero el sentido, estoy sentado en mi silla favorita, que es tan grande como un trono, y Tabarak está aplicando la venda final. No hay parte de mí que no esté envuelta, estoy vendado de la cabeza a los pies. No puedo moverme de mi asiento en esa silla, que ahora recuerdo fue comprada por ella como un regalo para mí. Claramente ha pensado en esto con anticipación. Ella se va y cierra la puerta principal detrás de ella y sale al sol y al mundo de las palmas, y me quedo solo a esperar a un arqueólogo.

Años, décadas, siglos pasan. La casa se derrumba a mi alrededor, se hunde, y estoy en el corazón de ella, rodeado de mi tesoro, todos los muebles que se acumularon durante nuestra relación. La forma del colapso es piramidal. ¡Si tan solo Tabarak se inscribiera en un curso de arqueología, consiguiera un puesto como líder de una expedición, volviera a desenterrarme! Pero no lo hará. Ella no es el tipo de mujer a la que se puede hacer descubrir a un faraón desconocido si no quiere. Mi destino, mi tumba, están sellados.


Título original: Tabarak

Traducción del inglés: Sergio Gaut vel Hartman & IA GPT

Rhys Henry Hughes es un escritor de fantasía y ensayista galés nacido en 1966 en Cardiff. Ha cultivado diversas formas de ficción, desde relatos cortos hasta novelas. Entre muchas otras obras, ha publicado las siguientes novelas y colecciones de cuentos: Worming the Harpy and Other Bitter Pills (1995), The Smell of Telescopes (2000), Stories from a Lost Anthology (2002), A New Universal History of Infamy (2004) –Parodia y homenaje a Jorge Luis Borges–, Engelbrecht Again (2008), Twisthorn Bellow (2010), The Brothel Creeper (2011), The Abnormalities of Stringent Strange (2013), The Pilgrim's Regress (2014), Flash in the Pantheon (2014), Brutal Pantomimes (2016), Cloud Farming in Wales (2017), The Honeymoon Gorillas (2018), Crepuscularks and Phantomimes (2020), Weirdly Out West (2021), Utopia in Trouble (2021), Comfy Rascals (2022), The Senile Pagodas (2022), Adventures With Immortality (2023), The Wistful Wanderings of Perceval Pitthelm (2023).

 

 

INGENIERÍA EN ALIMENTOS

Lucila Adela Guzmán

 

Poco a poco la humanidad fue olvidando el verdadero sabor de los tomates, la textura primigenia de las frutillas y el color intrínseco de las remolachas. La biogenética ensartó nuevos sabores inventados y desvistió de cáscara a las frutas para que toda su piel fuese tierna y comestible. La variedad fue tantas veces multiplicada que se nos hizo difícil recordar el nombre de cada una.

¡Somos lo que comemos! dirían algunos despabilados a modo de advertencia. Nuevos conservantes fueron permitidos con tal de lograr le erradicación del hambre en el mundo, una loable meta que jamás sería alcanzada gracias a un rasgo constitutivo de nuestra especie, una intrínseca estupidez hereditaria que podría ser clasificada por los primates como propiedad intelectual de la raza humana.

El problema es la distribución, concluyeron algunos iluminados en la última cumbre de Hambre Cero. Los Líderes, satisfechos, declararon que el índice de mortandad por hambruna había descendido en los últimos años. Los muertos por el hambre se habían convertido así en una lejana minoría.

A su vez los modernos frigoríficos supieron bien como lograr que sus productos fueran cada vez más tiernos. En sus vacas, en los cerdos, en sus pollos inmóviles y gordos, ahítos de alimento balanceado y hormonas se gestaría nuestro estado actual ¡Somos lo que comemos! insistirían algunos activistas a modo de advertencia.

Las nuevas tecnologías globalizaron el sedentarismo y así nos fuimos quedando quietos, gordos, tiernos y conservados. Ahora ya no hay marcha atrás y nuestros cadáveres, desviados del cauce natural desconocen la putrefacción y el cuerpo inerte humano ya no se descompone. Repito: somos lo que comemos.

Ahora es nuestra propia carne incorruptible la que se muestra fofa y tierna.
La invasión fue súbita e indolora, simplemente aterrizaron pacíficamente para saciar el hambre acumulada en la boca después de tanto viaje errante. Llegaron y nos miraron con gesto simpático, deseoso y babeante.

Matamos dos pájaros o tal vez tres de un tiro. Por un lado saciamos el hambre de los extranjeros, que tanto elogiar la exquisitez de nuestros cadáveres nos dieron pie para realizar excelentes inversiones en nuevas cadenas de comida rápida y por otro lado logramos solucionar la crisis desatada por el veloz incremento del índice de sobrepoblación cadavérica, constituida por humanos estáticos e improductivos que teniendo demasiados años de muertos sólo servían a los efectos de dar apariencia de concentración popular a uno que otro acto político. Desde los helicópteros se podía apreciar una multitud de cabezas (esta práctica fue pronto descartada por la poca actitud de los presentes a la hora de vitorear al orador de turno).

Deshacerse de los muertos se había convertido en el gran debate de los últimos siglos. Cada milímetro de tierra se usaba para cultivo y los últimos cadáveres enterrados ya ocupaban demasiado espacio. La cremación y el rociador de ácido fueron descartados por una sensible y tardía cuestión: la preservación del medio ambiente. Pero lo cierto es que ya nadie podía caminar por los jardines hogareños, siempre cultivados, sin esquivar a alguno que otro pariente lejano. Sólo uno, el occiso más recordado, era estaqueado y clavado en tierra para venerarlo con alguna que otra mirada mientras cumplía con excelencia su función de espantapájaros.

Pasado un tiempo fuimos llevados a la fama por el “boca en boca”, los viajeros del espacio aterrizaban sólo para degustar nuestros cadáveres exquisitos. Si bien al frente del menú se leía un cartel de advertencia, los visitantes no entendían su significado. Leían “Somos lo que comemos” y la añorada calavera con dos huesitos cruzando para alertar peligro ya no servía como símbolo de muerte.

Pasado un tiempo adquirieron esta costumbre tan nuestra, digo nuestra como pronombre abarcativo para referirme a la especie humana ¿verdad? Resumiendo: Los extranjeros no tuvieron que leer el Martín Fierro para aprenderlo e hicieron suya nuestra sentencia. Cuando vieron que era posible eso de “todo bicho que camina va a parar al asador” avizoramos un futuro, nuestro futuro, comprometido.

¿Cómo es que algunos nos salvamos? Muy simple, ser parte de aquella minoría lejana resultó ser una bendición, piel y huesos éramos cuando los vimos abandonar nuestro planeta. Pero repito somos lo que comemos... Sólo es cuestión de esperar.

Tras tantas décadas de trabajosa digestión ellos se mostrarán apetecibles para saciar el hambre de alguna otra especie. Una, que aún no me he puesto a imaginar.


Lucila Adela Guzmán nació en la ciudad de Buenos Aires el 30 de Diciembre de 1960. Se formó como intérprete y coreógrafa en el Taller de Margarita Bali. Desde el año 2000 vive en Del Viso, pequeña ciudad en la provincia de Buenos aires, junto a su marido y sus cuatro hijos. A partir del año 2011, alentada por su familia y amigos decide mostrar algunos de sus trabajos. Finalista del concurso Premio Elevé de literatura infantil 2011, se le otorga una mención especial por su obra "Doctora de letras", que ha sido publicado en la colección Osa menor de elevé ediciones siendo presentada recientemente en la Feria internacional del libro. En noviembre de 2011 obtiene Mención especial del jurado en el segundo concurso Nacional de Poesía Corral de Bustos Ifflinger-Córdoba. En marzo de 2012 el jurado del IV Certamen internacional de poesía fantástica miNatura destaca como finalista a su poema "Goteras" siendo publicado en dicha revista. En abril de este año, a través del II concurso mundial de eco poesía la unión mundial de poetas por la vida selecciona a su poema “Resignación” para integrar una antología. En agosto del 2012 es finalista del concurso de poesía hispanoamericana “Gabriela” siendo seleccionada para integrar dicha antología.

domingo, 30 de junio de 2024

BIFICCIONES (DOCE)

NOTA: Esta entrega de BIFICCIONES, la duodécima de la serie, tiene un carácter especial porque recoge cuarenta y tres textos, microficciones y algunos relatos más extensos, que escribí "a dos cabezas" con miembros del TALLER 9 y también con algunos amigos. Y es doblemente especial porque entre esos cuentos hay cuatro que fueron escritos con amigos entrañables que ya no están con nosotros: Ana María Caillet Bois, Susana Gianfrancisco, Héctor Francisco Ranea y José Luis Velarde. Sea este, por lo tanto, mi sentido homenaje a quienes fueron compañeros de trabajos y aventuras literarias. 




LA CRUELDAD DEL INVIERNO

Nicolás Micha & Sergio Gaut vel Hartman

 

—Aunque le parezca extraño, en mis años mozos me dediqué a especular sobre problemas filosóficos, ¿sabe?

El propietario del comentario era un hombre de unos setenta años al que había encontrado durmiendo en la entrada del edificio en el que vivo, algo nada sorprendente, ya que en la calle la temperatura era de por lo menos cinco grados bajo cero.

—¿No le enseñaron modales, señor? —dije, mientras lo miraba con el mentón en alto—. Hablarle a desconocidos es impertinente.

—Todos venimos desde el mismo lugar, joven —contestó—. Muy en la lejanía, nuestros ancestros fueron los mismos.

—No creo que mi ancestro lejano sea el mismo que el de usted. Solo mírese. Está viejo, feo y sin dinero. Usted no tiene nada, y yo lo tengo todo.

—¿Esa es su regla de medida? A mí me suena cursi, pero parecer no es ser. Ni siquiera resulta atinado discutir lo de los ancestros. Aunque usted termine en un féretro de lujo y yo en una caja de cartón descartable, ambos seremos cenizas.

—Parecer no es ser —repliqué—. Pero lo que importa es el aquí y el ahora.

—¿Y qué es lo que tiene aquí y ahora que yo no tenga?

Emití una mueca de fastidio. El anciano me estaba alterando.

—¿Puede correrse? Quiero entrar a mi casa.

—El tiempo es oro para jóvenes como usted. Pero, ¿en qué decide gastarlo?

Suspiré, ¿cómo no hacerlo?

—No me dejará entrar a menos que hable con usted, ¿verdad?

—Así es.

—Entonces pagaré el peaje. Tengo dinero en el banco, y más dinero, bien invertido, una esposa bellísima, dos hijos adorables, un trabajo sólido y bien pago. Soy feliz con lo que hago y disfruto de la vida. ¿Tiene algo de todo eso?

—No, no tengo nada de todo eso. Pero usted tampoco lo tiene, solo cree tenerlo; podría esfumarse en dos segundos.

—Siempre es lo mismo con la gente como usted. Solo se la está intentando dar de sabio. Pero está equivocado. Usted es la viva imagen del conformismo y la derrota. Ya que es fácil desistir de todo, tal como usted eligió. Estar en su situación es lo fácil, en la mía, un gran desafío.

—Parece hijo de Ayn Rand…

—¿De quién?

—Alisa Zinóvievna Rosenbaum, si prefiere, la filósofa del egoísmo racional y el individualismo extremo. ¿No cree que despreciar al prójimo es una manera de despreciarse a sí mismo? La especie humana…

—¡No me venga con esas estupideces izquierdistas!

—Es posible que lo mío sean meras estupideces izquierdistas. Pero imagine que una pandemia imparable.

De repente, una figura femenina emergió de la penumbra. Era alta, elegante y vestía un traje oscuro que contrastaba con su pálida piel. Llevaba una carpeta bajo el brazo y sus ojos brillaban con una intensidad inquietante.

—Perdón por interrumpir, caballeros —dijo con una voz firme y autoritaria—, pero necesito hablar con ambos.

Nos quedamos mirando, perplejos. Ella sacó un documento de la carpeta y lo desplegó frente a nosotros.

—Soy la doctora Eliza Warren, de la Iniciativa Global para la Supervivencia Humana. —Se detuvo, permitiendo que sus palabras calaran hondo—. Ambos han sido seleccionados para un experimento crucial para el futuro de la humanidad.

—¿De qué está hablando? —pregunté, sintiendo una mezcla de curiosidad y temor.

—La pandemia a la que este hombre se refería no es solo una posibilidad, es una certeza —continuó la doctora Warren—. La humanidad está al borde del colapso, y necesitamos identificar qué valores y filosofías nos permitirán sobrevivir. Ustedes representan dos extremos del espectro humano: la riqueza material y la pobreza espiritual frente a la sabiduría adquirida y la renuncia a las posesiones.

El anciano sonrió, como si todo comenzara a tener sentido.

—¿Y qué gano yo con todo eso? —protesté. La mujer continuó como si yo no huera hablado.

—Nuestro experimento consiste en trasladar a individuos como ustedes a un entorno cerrado, una especie de Arca, donde podrán influir en las futuras generaciones. ¿Aceptarían?

La propuesta era tan absurda como intrigante. Miré al anciano, quien asintió lentamente.

—La verdadera riqueza —dijo el anciano, mirando a la doctora— no reside en lo que poseemos, sino en lo que podemos enseñar.

Me di cuenta de que mi vida cómoda y ordenada no significaba nada ante la magnitud de la tarea que se nos ofrecía.

—Acepto —dije, sorprendiéndome a mí mismo.

—Excelente —dijo la doctora Warren—. Entonces, prepárense. El destino de la humanidad está en sus manos.

Sentí que me invadía un extraño sopor. Miré al anciano y advertí que estaba transitando un estado análogo. Perdí el sentido.

 

Desperté. Me sentía confuso, raro. Miré mis manos. Eran las manos de un viejo. Pero si aquello me erizó cada vello del cuerpo, la siguiente experiencia fue aún más alucinante. A mi lado estaba… yo.

—Creo que entiendo lo que hizo la dama que nos abordó en el portal de su casa —dije, es decir, el que habló fue mi cuerpo, no yo.

—Exacto —dijo la dama en cuestión—. Pero omití aclarar que la condición básica de nuestro experimento requiere que se demuestren y nos demuestren, a los diseñadores de esta experiencia, que pueden actuar correctamente bajo condiciones totalmente distintas a las habituales para ustedes.

—¡Está loca! —exclame—. No puede hacer algo… así… algo… como esto.

—Si les hubiera explicado este aspecto del estudio que queremos llevar a cabo, ¿habrían aceptado?


CHAMANES

Cristian Mitelman & Sergio Gaut vel Hartman

 

—La onda encantada —dijo el chamán— se mide en un período de trece días. Si mido la luna, son veintiocho; si mido la primera semana dentro de la luna, son siete. Depende de la intencionalidad que cada cosa tenga. Una onda encantada tiene intencionalidad en función de los trece días y en función de quién encabeza esos trece días.

Hubiera querido reírme, pero el sujeto venía precedido de un prestigio desmesurado y una respetabilidad a prueba de balas. Y lo de “a prueba de balas” no es una metáfora. El 29 de enero de 2020, un comando enviado a asesinarlo por el Rey Blanco, como se llamaba por entonces a Pablo Gavilán Escobedo, disparó diecinueve ráfagas de AK 47 contra el vehículo blindado de Juan Castaño, el chamán tolteca, sin causarle el menor daño. Pero le prometí a mis lectores que no me iría por las ramas, y si no lo dije lo digo ahora.

—¿Es posible cabalgar la onda encantada y montarla en cualquier momento de la fase? —pregunté por preguntar algo para interrumpir el flujo discursivo del sujeto. La respuesta me dejó anonadado.

—Veo que el joven es algo desconfiado. Y lo bien que hace. No son tiempos los que corren como para andar prodigando vanamente la fe. Pero detrás de su pregunta se esconde un tufillo, digamos, de erudición y de cáustica desconfianza hacia mis saberes. Por el momento voy a aventurar una respuesta que quizá usted vaya a comprender más adelante. Dígame, según los medievales, ¿cuántos sentidos tenían las sagradas escrituras?

—Cuatro, si mal no recuerdo.

—Efectivamente —continuó el chamán—: el sentido literal es la interpretación lineal del texto; el alegórico se refiere a los símbolos del Antiguo Testamento que se encuentran en las acciones del Cristo; el moral trata del significado de la acción del Hijo de Dios en la vida cotidiana del lector; el anagógico esconde los símbolos del futuro que se amonedan en los gestos de vuestro salvador. Déjeme decirle que ese cuádruple saber se aplica a todos los arcanos, a todas las civilizaciones, a todos los tiempos. Yo le digo que la onda encantada forma parte de su vida y que ella, si usted persiste en su irónica mirada sobre los saberes ancestrales, va a inundar su torva existencia.

Sabía que esta clase de embaucadores suelen dar respuestas sibilinas para beneplácito de sus seguidores y escarnio de quienes sabemos que hacen de su religión un negocio más que redituable.

La conferencia prosiguió con preguntas y respuestas anodinas. Yo estaba aburridísimo y en mi interior no hacía más que carajear contra el director de la revista, que siempre me encargaba este tipo de trabajos.

Al regresar a casa comenzó una tímida lluvia que luego devino en uno de esos aguaceros que rápidamente anegan campos y ciudades. Me bajé del tren y las seis cuadras que solía caminar se hicieron casi intransitables. El agua se llevaba troncos de árboles que parecían canoas a la deriva. Era un agua amarronada, llena de hojas, zapatillas y todo lo que la ciudad despide cuando brota la inundación.

Al llegar a casa, comprobé que estaba sin luz y, para colmo de males, el agua cubría diez centímetros del comedor. Por fortuna no había alcanzado ninguna toma eléctrica, lo que me dio tiempo como para bajar el tomacorriente general. En medio de la oscuridad, inundado y con la sensación de estar en un fin de mundo, me dispuse a tapiar todo lo mejor posible para que no se agravaran los males.

Del baño provino un leve chillido. Comprendí la módica pesadilla que había en eso: para no morir ahogada, una rata había logrado entrar a la casa. Ahora tendría que vérmelas con una de mis angustias de niño. No me llevo bien ni con los insectos ni con los roedores de alcantarilla.

Pensé en el chamán y creí vislumbrar algo en sus palabras. Yo le había preguntado si era posible cabalgar la onda. Y ahora una especie de onda acuática parecía arrastrarme al centro de mis temores.

Está bien, me dije en un susurro, debo enfrentar mi propio pozo. Y en el mismo momento en que lo pensé, mi mente se impregnó con las palabras del chamán: “…si usted persiste en su irónica mirada sobre los saberes ancestrales, va a inundar su torva existencia”. Podría discutir la condición torva de mi existencia, pero no estaba en condiciones de refutar la inundación. Y lo que era mucho más terrible, no podía negar que había una rata merodeando. Vadeé el turbulento mar de la sala, en el que flotaban numerosos objetos identificables y otros tantos que yo ignoraba poseer, y haciendo acopio de un valor del que por lo general carezco, avancé al sesgo, ya con el agua a la cintura. ¿Y si no era una rata sino varias? A pesar de que todo mi cuerpo estaba empapado, sentí que el pavor se expresaba erizando cada vello, cada hebra. Pero una vez más, el discurso del chamán, aunque solo fuera para disparar mi antagonismo y mi sana repulsión, vino a mi mente como si se tratara del último estertor de la tormenta. “El sentido anagógico esconde los símbolos del futuro que se amonedan en los gestos de vuestro salvador”. Anagogía. Superar lo literal para acceder a la esfera de la comprensión superior. Por cierto que en este caso no se refiere a la Divinidad, y tampoco a la rata. ¿O sí? ¿Será posible que a fin de cuentas el charlatán me haya señalado el camino?

Abrí la puerta del baño con brusquedad, sintiéndome el policía bruto del peor policial. Las ratas, amedrentadas por mi violencia, huyeron en todas direcciones. Eran tres. También me abandonaron mis angustias de niño. Durante un instante fugaz, la imagen de un mafioso disparando diecinueve ráfagas de AK 47 contra el chamán tolteca, sin causarle el menor daño, inundó mi percepción. Luego, me envolvió la onda encantada y supe que dejaría para siempre el periodismo. 


DOBLE INDEMNIZACIÓN

Jorge Etcheverry & Sergio Gaut vel Hartman

 

Mi pistola M1911 era demasiado grande para llevarla en el cinturón, por lo que la guardé en un cajón del escritorio y la reemplacé por una Sig Sauer P290 9 milímetros. Nunca he tenido buena puntería, pero estaba seguro de que podría asesinar a Stephan dentro de los límites de la habitación del hotel en el que estaba alojado. Hasta donde recordaba, los cuartos del Normandie eran pequeños, y aunque terminara encontrándolo en el bar o en el foyer, la idea era cometer suicidio después de certificar que estaba muerto. En ese caso estaba seguro de que no fallaría, en especial si apoyaba el caño del arma en mi boca.

Pero las cosas son como son, no como a uno le gustaría que sean. Faltaban varias horas para que mi socio llegara al hotel, por lo que me tiré en la cama y me puse a leer Double Indemnity, del gran escritor norteamericano James M. Cain. No creo en Dios, ni en el paraíso, ni en la reencarnación, ni tengo sentido de culpa. Lo que no quiere decir que yo sea un sicópata. Tengo bastante empatía, aunque no se me note. Para surgir, para llegar a alguna parte, para tener la libertad de mi modo de vida, quieto, sin esos compromisos y concesiones que aniquilan a tantos de mi generación en estos tiempos cada vez más difíciles, me metí en el tráfico de armas a través de una noviecita que tuve, que resultó ser prima de un muchacho de apariencia muy seria, pero que trabajaba para alguien que a su vez trabajaba vendiendo armas cortas a bandas callejeras subordinadas a otros señores o señoras ignotos… que a su vez trabajaban para otros, ahora ya en el extranjero. La vida es banal, la repetición más que aburrir desgasta las ansias de vivir. Mis libros son mi única compañía. Alguna vez leí un cuento del gran autor Daniel Moyano, de Argentina, donde habla de un joven silencioso, distante, taciturno que al fin elige el suicidio. Yo decidí vagamente llevarme a un ser que considera estar de más, cuya salida le haría bien al mundo, en mi nivel micro. Bueno, para abreviar, elegí un socio a mi nivel, bastante bajo, en el tráfico. Un individuo gozador e inmoral, con rasgos de sadismo. Una foto de esa ex amiga, una supuesta carta de ella a su presunto amante –mi socio–, llena de dobleces y huellas de manoseo, ambos en mi billetera, darían alimento a las limitadas mentes de los investigadores y forenses, que fácilmente dilucidarían ese crimen suicidio motivado por los celos. Iba a poner un boleto de tranvía para marcar la página al cerrar el libro de Cain. Pero no: un tipo que va a cometer suicidio después de matar al presunto rival no va a estar marcando dónde iba para después seguir leyendo.

 

Me despertaron unos discretos golpes sobre la puerta. Por lo visto me había quedado dormido con el libro sobre el pecho. Al abrir, vi a una mujer vestida con un traje rojo brillante y un sombrero extravagante.

—Soy su guía —dijo, entrando sin esperar invitación—. Vengo a preparar la transición.

—¿Qué transición? —pregunté, sintiendo un escalofrío.

—Por esto odio usar eufemismos. Su muerte, por supuesto —replicó, sonriendo, frívola—. Mírese en el espejo.

Me miré en el espejo y vi mi reflejo: pálido, ojos vidriosos. El libro en mi pecho tenía manchas de sangre. La mujer sonrió más ampliamente.

—No entiendo —balbuceé—. ¿Qué ocurrió?

—Se deceso se produjo mientras dormía —explicó—. El plan era interesante, pero Stephan, que lee otra clase de libros, no las porquerías que lee usted, se le adelantó.

—¿Qué lee Stephan? —pregunté con un hilo de voz, deplorando el hecho de que nunca me interesé por los intereses intelectuales de mi socio.

—El Libro de la Vida y de la Muerte, por supuesto. Gracias a eso se anticipó a todos los que quisieron asesinarlo y dio buena cuenta de ellos. Vamos. 


¿ACCIDENTAL O INCIDENTAL?

Ana María Caillet Bois & Sergio Gaut vel Hartman

 

Aplastar la cucaracha con una piedra desencadenó unos eventos de naturaleza indescriptible, o que yo no logro describir con propiedad.

—¡Mataste a Samsa! —chilló Marlene, que había estado leyendo La Metamorfosis de Kafka esa misma tarde.

—¿Estás loca? El personaje de Kafka es un escarabajo.

—Escarabajo, cucaracha, ¿qué importa? —insistió ella, cada vez más exaltada—. Lo mataste.

Levanté la piedra con cuidado y le mostré el producto de mi acción: una pasta blancuzca con vetas marrones.

—No es Samsa.

Pero en ese mismo momento, ignoro si como consecuencia de lo anterior o por puro azar, en el patio se materializó el escritor. Flaco, de grandes orejas y mirada triste, señaló la cucaracha muerta y dijo:

—Usted asesinó a Gregor.

Quedamos atónitos, Marlene lloraba, de susto y de emoción. Ver a Kafka ya era un sueño cumplido. En cambio yo, del bochorno, no podía levantar la cabeza. Luego, poco a poco, fui alzándola y me enfrenté a él, al maestro.

—Yo solo aplasté una cucaracha, no me puede cargar con un cadáver, y… solo es un bicho feo y desagradable.

—¿Has dicho desagradable? Si es hasta delicado, el pobre, acostumbrado a la discriminación, esto lo debe tomar como un piropo. Usted se olvida del sufrimiento de Samsa por ser diferente. Desde la metamorfosis no existió más ni para su propia madre.

Marlene tenía los ojos desorbitados mirando el movimiento de la piedra, y confieso que yo también, en especial cuando se levantó Gregor, abrazó a Kafka y salieron caminando muy tranquilos.

—Ya verá, maestro —comentó Samsa—, dominaremos el mundo. 


MATARON A MI PERRO

Lucía Amanda Coria & Sergio Gaut vel Hartman

 

Llegué sin aliento a la comisaría. El oficial, desde atrás del escritorio, me miró con el cansancio anclado en los ojos.

—Mataron a mi perro —dije. Seguramente el hombre, habituado a que denuncien que quemaron mujeres vivas o descuartizaron niños por celos, consideró que lo que yo denunciaba era una pavada. Hasta que empecé a hablar—. Mi perro, por si no lo sabe, y es casi seguro que no lo sabe, era el único Pomerania entrenado para detectar extraterrestres, así como lo oye. Gracias a Wojtyla, mi perro se llamaba Wojtyla, la Tierra se había librado hasta hoy de que los argirontes de Argirón invadieran nuestro planeta y aniquilaran a la especie humana. ¿Se da cuenta de la gravedad de la cosa?

—Me doy —dijo el oficial mostrando unos dientes rojos muy afilados—. Por fin nos libramos de ese maldito bicho. Ya nada podrá detenernos. 


PACIENTE

Ana Cherñak & Sergio Gaut vel Hartman

 

La mosca en el aire. Sueño confuso, círculos concéntricos. Pasos, picaporte, delantal blanco. Latidos acelerados. Pulgar en la carne y goma en el brazo. Aguja fina en la jeringa, líquido amarillento en la vena. Pasos hacia la puerta. La mosca vuela del vaso a la venda, de la venda a una cucharita. Mirada hacia la mesa, vaso de plástico y agua mineral. Ojos blandos hacia la carpeta azul, en sus páginas, lo que le queda de vida. Y la mosca, de la cucharita a la sangre. ¿Cuánto le queda? Lo ignora, como lo ignoramos todos, pero ahora que el delantal blanco se ha ido, y sus pasos se apagan en el corredor de la clínica, se anima a abrir la carpeta azul y busca una página en blanco en la que escribe, usando la tinta roja de sus venas, que la han recluido por pensar, por disentir; que la matan de a poco por sentir, aunque ellos ignoran que en la carpeta late un sueño, y que cuando ella muera el sueño volará por el mundo infectando a otros para que algún día las cosas cambien, aunque sea un poco. 


LA COCINA DE LA COSA

Carmen Belzún & Sergio Gaut vel Hartman

 

—¿Cómo se escribe una microficción? —El escritor contempló al potencial personaje y siguió escribiendo.

—Como hizo Lope de Vega. Violante o Concepción, da lo mismo, me encargó una microficción de ciento cuarenta y nueve palabras y ya van cuarenta y tres.

—O sea, un mamarracho —dijo el personaje—. ¿Qué pito toco yo si la microficción es un rejunte de palabras que hablan de la microficción y todo su contenido no pasa de un recuento de lo ya escrito hasta llegar a ciento cuarenta y nueve? Ahora, por ejemplo, van noventa y seis.

—Vos tenés que poner algo de tu parte, querido. ¡Si no hacés nada...!

—Se supone que vos sos mi creador, que me estás pensando y que tenés una idea exacta de quién soy, a dónde voy, qué haré...

—Mmm... ¿Te parece?... ¡Me descubriste! Sólo te traje para contar las ciento cuarenta y nueve palabras.  

REZAGO

José Luis Velarde & Sergio Gaut vel Hartman

Voy por mi casa de reloj en reloj y todos muestran diferentes horas. Creí que el teléfono celular era creíble, pero marca veinte minutos de adelanto respecto a un canal de televisión y treinta de retraso en lo que se refiere a mi reloj de pulso.

En la pared, un viejo reloj se limita a mostrar a los once jugadores de mi equipo. No importa, pues ambos llevan más de cinco años descompuestos, incapaces de sobrellevar la pena que les produjo la pérdida del duodécimo, el arquero suplente, fallecido cuando, tratando de emular a Guillermo Tell, quiso acertarle a la manzana de Newton, le salió la flecha por la culata de la ballesta y se le clavó en el corazón.

Mi vida, desde entonces, es un anacronismo, y mi único entretenimiento es ir por mi casa de reloj en reloj, tratando, infructuosamente, de saber qué hora es.

 

ANTES QUE ANOCHEZCA, PORQUE SI NO...

Fernando Andrés Puga & Sergio Gaut vel Hartman

 

—¡Dale! ¡Arremangate! ¿No ves que se pinchó?

—Mejor llamemos a la grúa. ¿No tenés el teléfono?

—¿Me estás cargando?

—¿Por qué lo decís?

—¡Estamos en el medio de la Puna!

—¿Y?

—¡No hay señal, infeliz!

—¡Ah, claro! Entonces...

—Sí, sí. Vas a tener que cambiarla vos.

—¿Me permiten? —dijo un ser de ocho brazos, piel anaranjada, ojos como platos—. He pasado por situaciones similares. Viajo mucho, ¿saben?

—Viaja mucho —balbuceamos.

—Y en mi planeta, antes de partir, nos dan cursos para reparar cualquier artefacto.

—Su planeta —volvimos a balbucear.

—Salgan de ese estado de estupor, que si nos agarra la noche... —El extraterrestre emitió un sonido que pareció una risita—. Los de Blindy somos capaces de viajar por toda la galaxia, pero en la oscuridad valemos menos que un cactus.

  

VARIANTE INESPERADA

Lucila Adela Guzmán & Sergio Gaut vel Hartman

 

Algunos años antes, Laura había vivido atemorizada por las explosiones anímicas de Julio, pero eso ya era un asunto cerrado y terminado. Esa noche, por primera vez desde que estaban juntos, había preparado un amplio abanico de respuestas adecuadas para neutralizar cualquier agresión. Y Julio regresó borracho, como siempre, a eso de las tres de la madrugada. Abrió la puerta sin tomar precauciones y pidió a gritos la presencia de Laura. Es cierto que la acción de tomar precauciones antes de abrir una puerta, solo sería esperable en alguien que denotara cierto rasgo de paranoia; pero, desgraciadamente, el hombre cuyo nombre nos remonta al feliz mes en que se cobra el medio aguinaldo, ya se había tomado todo lo que pudiera ser medido con gradación alcohólica; y la precaución, a pesar de estar en este mundo para ser tomada, no cumplía con el antedicho requisito. Como dijéramos anteriormente, el hombre abrió la puerta y pidió a gritos la presencia de Laura, quién pertrechada con el abanico de respuestas adecuadas solo tuvo que proceder como cualquier persona dispuesta a abanicar. Y así fue que aconteció lo que no era esperable por personas como usted, yo y algunos otros que caen en el abismo de la ignorancia por no haber tenido oportunidad de instruirse en cuanto a los fenómenos de la combustión se refiere. Ahora ya sabemos que ante una explosión anímica hay que alejarse del viento que provoca un abanico de respuestas adecuadas.

  

EL APOCALIPSIS DE JUAN

Facundo Martín Desimone & Sergio Gaut vel Hartman

 

Juan estaba escribiendo el versículo 19 del capítulo 22 de su Apocalipsis cuando le sacaron el manuscrito de las manos para llevarlo a la imprenta y así quedó, con los tres versículos de “despedida” agregados por el linotipista de turno porque el tipo era un obsesivo del detalle. Pero, aunque no lo crean, tengo los siete versículos faltantes, los que nunca se publicaron, gracias a que Parafito de Samos logró guardar el manuscrito en un cofre que fue encontrado en un conventillo de San Telmo en 1932 y guardado celosamente por Gaudencio Malaspina, que se lo obsequió a mi tía Luisa para conquistarla (un intento infructuoso, debo admitirlo). Encontré ese escrito entre los papeles de mi tía, habida cuenta de que no tuvo hijos y yo fui su único heredero. Pero no me quiero desviar del propósito inicial, escribir acerca de lo que he averiguado acerca de los siete versículos perdidos del capítulo 22 del Evangelio de Juan. Como todos saben, o deberían saber, el versículo 18 dice: “Yo protesto a todo aquel que oye las palabras de la profecía de este libro. Si alguno añadiere algo a estas cosas, Dios traerá sobre él las plagas que están escritas en este libro”.

Terrible sentencia para un alma en pena. Como me quiero imaginar que sabrán, y mi imaginación es un juguete rabioso con alas y una potente turbina de energía ilimitada, Juan era hombre hosco y huraño, de poco carácter, falto de amigos y vínculos sociales. Más allá de los azúcares y confites que vierten las escrituras sobre su pálida persona, la realidad es que solo se llevaba con su hermano Santiago, y con una misteriosa mujer que lo visitaba por las noches, mientras el Apóstol simulaba dormir en su lecho, y de quién se cree que fue nada más ni nada menos que Lilith, la divina.

Los primeros dos versículos perdidos pasan de ser interesantes; más listados de plagas y catástrofes que azotarán a la humanidad. Pero a partir del tercero, la cosa adquiere relevancia.

Juan comienza el tercero de estos versículos, sentenciando: “Y entonces, cuando todo haya acontecido, Él bajará de los cielos, montado en una nube espectral…”. Se refiere, por supuesto, al Dios de Dioses, Sargón, nombre que ha logrado escapar de la Biblia (se desconoce si la falta fue intencional). Este dios, como va a especificar luego en el sexto versículo, es el Dios Máximo del universo, ante el cual se subyuga incluso el anónimo dios cristiano (acaso, de nombre secreto). Y es también quién se encargó de crear a una de las más importantes etnias primitivas de seres humanos (aunque no la más importante, ni tampoco la primera): los sumerios.

Pero no solo eso, si no que “la nube espectral”, que se encarga de describir con todo detalle en el cuarto versículo, tiene forma ovalada, parece moverse en órbitas, expulsa luces de colores y sonidos infernales al moverse y, al parecer, está construida por una aleación de metales desconocidos por ser humano alguno (al menos, en aquellos tiempos primarios).

La nube, nos revela Juan, aterrizará sobre el Monte Olimpo. Y, desde allí, utilizando “mágicos artefactos metálicos” capaces de lanzar rayos a gran distancia, “conjugando pasado, presente y futuro en un único punto”, destruirá al total de la humanidad… con excepción de aquellos que logren pasar “el Desafío”. Con respecto a este, no da demasiados detalles, aunque se pueden extrapolar algunos indicios a partir del quinto versículo perdido, en el cuál algo se menciona sobre la capacidad de poder vislumbrar y precisar el verdadero color de un “caballo blanco”, al parecer, perteneciente a un tal don José de San Martín de Tours. Que los santos sean una invención de la iglesia en el siglo X y que el primer santo canonizado oficialmente haya sido san Ulrico, en 993, no menoscaba la condición profética de Juan, él mismo devenido santo, y no cualquier santo, sino el primero elegido por aclamación popular, con vuelta olímpica incluida, en el Coliseo romano de Jerusalem. Y sostengo que la mención a don José de San Martín de Tours y su caballo blanco debe ser apreciada en toda su dimensión apocalíptica, porque el versículo decisivo, el veinticinco, séptimo de los versículos perdidos, completa de un modo contundente la escatología juaniana cuando declara: “Yo soy Juan, repito, el que oyó y vio las cosas que narré en este libro. Y después que las hube oído y visto, y me postré para adorar al ángel que me mostraba estas cosas, fui invitado a sumirme en la nube espectral, fui llevado a recorrer el universo y asistí a la destrucción total de la Tierra y sus gentes, sin mengua para mi propia persona, ya que los ángeles me concedieron el don de la inmortalidad”.

Que esa destrucción aún no se haya producido es un hecho irrelevante. Cuando se publique la Verdadera y Única Biblia, incluyendo los siete versículos perdidos, se cerrará el ciclo y todas las calamidades se precipitarán sobre la Tierra, cumpliendo por fin la profecía de Juan. Y si eso no ocurriere, por lo menos cobraré las regalías del mayor best seller de la historia.


DILACIONES

Alejandro Fabián Alberto Aguirre & Sergio Gaut vel Hartman

 

Desde que Peri, la prometida de Franz Waxman, quedó ciega en el accidente de automóvil donde él perdió ambas piernas, el interés del empresario gastronómico por formar una pareja estable, normal, aumentó de un modo exponencial. Había postergado la fecha del matrimonio cinco veces en los últimos siete años, pero cuando supo que los dos estaban lisiados, propuso que se casaran de inmediato y le garantizó a la joven que serían felices y engendrarían hijos sanos y normales.

No obstante, antes de que hubieran transcurrido seis meses desde la boda, la vida del matrimonio ya era un infierno. Las mutuas recriminaciones y un creciente odio, producto de las dificultades que derivan de la convivencia entre personas que no pueden desplazarse por la casa sin tropiezos ni caídas, minaron hasta tal punto la relación que el deseo de acabar con el otro pasó a ser el leitmotiv de la existencia de ambos.

Al pasar el tiempo, aunque él con su silla de ruedas comenzó a desplazarse con mayor facilidad y ella, gracias a ciertos aditamentos y al aprendizaje de los espacios y la localización de los objetos de la casa, también se condujo mejor, la tensión en hogar fue en aumento, ya que el desgaste psicológico era descomunal. La angustia de saber que nada cambiaría para ninguno de los dos por lo que les restaba de vida y la certeza de que tendrían que convivir con el enemigo indefinidamente hizo que cada uno, por desconfianza, pidiera ser tratado por terapeutas diferentes. Ambos facultativos les recetaron medicamentos para la ansiedad y los asistieron como pudieron en sesiones destinadas a calmar las aguas.

Finalmente las tensiones se moderaron, pero al mismo tiempo, los cónyuges advirtieron que sería inútil sostener una vida así. Aprendida la lección de que lo adecuado era contratar profesionales por separado hicieron lo mismo con el cocinero, enfermero o acompañante terapéutico. Cada uno tenía su personal trainer y hasta diferentes asesores de vestuario. Y a pesar del buen pasar económico que disfrutaban, debido a las ganancias que lograban en sus respectivos negocios, ya que provenían de familias adineradas, ninguno de los dos concebía la idea de un divorcio que implicara la división de bienes.

En medio de aquellos días de una aparente calma, mientras Franz sufría por los ejercicios impuestos por su profesor de educación física, algo le llegó a la mente, una idea que concibió mientras veía al atleta ponerse en el cuello una cuerda con una pesa para darle vigor a esa parte del cuerpo. La visualización de que Peri sufriera un desgraciado accidente y eso le diera muerte, era una luz de esperanza para su desdicha. Por ese camino, no le fue complicado llegar a la conclusión de que debería contratar un asesino particular para que se hiciera cargo de esa desgracia. Pero algo insólito ocurriría en todo este asunto.

Peri, que debido a la pérdida de su capacidad visual había experimentado un aumento de agudeza de los demás sentidos, detectó de inmediato que el plan de Franz era liquidarla, por lo que cuando averiguó que Eleodoro Gaviria no era el nuevo contador contratado para dibujar los números de las empresas y lavar dinero, sino el sicario que debía hacerse cargo de su eliminación, empleó todo su ingenio para atraerlo y ofrecerle no solo el mejor sexo posible sino, además, una suculenta participación en los beneficios de la herencia. Porque esto hay que decirlo: la ceguera no mata la sensualidad y mucho menos el deseo. En los varios años de soportar a Franz, Peri había desarrollado una suerte de Kama-Sutra intuitivo que solo esperaba una oportunidad como esa para ser utilizado. 

Eleodoro ingresó a la casa sin obstáculos, y Franz, en su silla de ruedas, se frotó las manos, ansioso por el desenlace.

—¿Todo listo? —susurró. Una sonrisa inmensa le adornaba el rostro.

—Todo listo —respondió el asesino, tratando de imitar el gesto, aunque no era su especialidad.

—¿Trajo la cuerda?

—¡Claro! Soy un profesional. Y también traje una sica.

—¿Una sica? ¿Qué es una sica?

—Esto —replicó Eleodoro a la vez que hundía el arma en el abdomen del mutilado—. Uno no es un verdadero sicario si no sabe utilizar el instrumento del cual proviene su nombre.

Peri ingresó a la habitación unos segundos después, y como es natural no se sintió impresionada por el sangriento enchastre; en cambio arrugó la nariz cuando el metálico olor penetró en sus narinas, pero fue solo un instante. Sin vacilar tomó la mano del asesino y lo arrastró hacia el dormitorio para empezar a pagar lo que debía por la faena realizada.


EL DÍA DE LA REVELACIÓN

Patricio G. Bazán & Sergio Gaut vel Hartman

 

El Anticristo nació en nuestra aldea. ¿O me van a decir que no saben que el Anticristo es Teodoro Malaspina, el carnicero de la Calle Mayor? Está comprobado. El 25 de diciembre de 1970, a las seis de la mañana, Rudebunda Krause de Malaspina dio a luz un saludable varoncito. En ese momento, el demonio detuvo el tiempo porque era necesario esconder el nacimiento a los aparatos de registro y monitoreo con los que Jehová mantiene el control sobre la Tierra. Lo más probable es que la gente del pueblo no haya notado que sus relojes están atrasados diecinueve minutos con respecto al resto del planeta y que todos los sonidos, el de las campanas y el agua de las cisternas, el cacareo de las gallinas, el traqueteo de las ruedas de los carros y el chasquido de los dedos bajaron medio tono. ¿El motivo? Era necesario que Teodoro naciera fuera del tiempo. El diablo introdujo un troyano en la configuración de la realidad para detener las plegarias en todas las iglesias y confundir a los operadores de los sótanos del Vaticano, donde mantienen vivo a Jesucristo para usar su energía y dominar el mundo. En Jerusalem, La Meca y Lhasa existen centrales similares, pero no quiero desviarme del tema. Teodoro tiene sesenta y seis años, y el demonio ha decidido que hoy es el día de la Revelación del Anticristo.

¿Qué cómo estoy enterado de tales escatológicos portentos? Pues, por designio divino o endemoniada paradoja, estoy ligado a esta trama por causa de la sangre. Mi nombre es Enoch de las Mercedes Krause; para el resto del pueblo, simplemente el Padre Krause, párroco de la iglesia Nuestra Señora del Naufragio Eterno, y hermano por parte de madre de la mismísima Aberración. Mi madre me trajo al mundo once años antes del nacimiento del citado engendro, y fue obligada por sus padres a entregarme a la Iglesia. En esa época no estaban bien vistas las madres solteras, y mucho menos en esta aldea de pescadores severos y santurrones; así que me aferré a mi segunda Madre con todas mis fuerzas, y crecí apartado del hijo del carnicero Malaspina, un oscuro forastero venido de quién sabe dónde a ejercer su sanguinario oficio, casarse con la infortunada Rudebunda y transmitir su legado a mi hermanastro.

Mis setenta y siete años pesan en las desvencijadas articulaciones, las oigo crujir a medida que desciendo uno a uno los polvorientos escalones de la cripta bajo el templo. Allí, alejado del ruido de las maquinaciones del Adversario, se encuentra mi sancta santorum, un refugio donde orar por la Humanidad y —en las noches de buen clima— conectarme con mi compañero de misión, el rabino Elías Rossemberg. Sí, Enoch y Elías, como los Dos Testigos del Apocalipsis, porque eso somos.

Tenemos suerte.

—¡Oioioy, veis mir, Enoch, hoy es el día! —La imagen del Televox parpadea de a ratos debido a alguna microerupción solar, pero en general se ve bien. Elías parece un druida loco, con su pelambre revuelta y su nívea barba erizada como mata de espinos.

—Calma, hermano; lo que sea que ocurra, ya está previsto. Nos hemos purificado, hemos rogado al Altísimo por protección… ¡y si eso no bastara, almacenamos armamento suficiente como para una Cuarta Guerra Mundial!

Un largo y herrumbrado suspiro antes de volver a estallar.

—¡No es eso, schmock! ¡El Anticristo ya está en la televisión, y allí se revelará ante el mundo!

Mi turno para exasperarme.

—¿Televisión? El único canal que tenemos queda a dos pueblos de distancia, y tiene una grilla de porquería. Lo más decente que pasan es ese programa para solterones, “Unamos nuestros destinos”. —Elías nota mi incomodidad—. No es que lo mire siempre, a veces queda el videovisor encendido…

—¡Goteniu, Enoch! Somos los Testigos, a nosotros no se nos puede ocultar nada; ni siquiera esa triquiñuela demoníaca del desfase temporal de los diecinueve minutos. ¡Lo sentimos en las tripas, y ahora mismo lo vuelvo a sentir!

Debo reconocerlo: tiene toda la maldita razón. Enciendo el aparato sintonizando el canal 6. ¡Allí está, el malnacido! Peinado a la gomina como lamida de vaca, enfundado en un traje a cuadros de vendedor de autos usados un tanto ajustado, el bigote anchoíta perfectamente delineado y esa sonrisa estúpida brillando bajo la cruenta luz de los reflectores. No sé si alarmarme como mi colega, o echarme a reír a carcajadas ante tamaño ridículo.

Pero nadie dijo nunca que el Diablo es un galán de cine al estilo de Brad Pitt o Leonardo di Caprio. Este mamarracho que veo en la pantalla del televisor es el Maligno mismo y, grotesco o estrafalario, está a punto de hacer estallar la bomba.

—No se atreverá —murmuro, más para levantarme el ánimo que por valederas razones objetivas. Elías lee el movimiento de mis labios y reitera su judaica lamentación.

—¡Oioioy, veis mir!… Si Dios nos ha abandonado, ¿quién podrá defendernos?

De pronto, más estrambótico que el mismísimo Satanás, un tipo vestido de rojo con una “CH” sobre el pecho, dos antenas de chasco sobre la cabeza y un martillo de utilería en la mano, eclipsa por completo a Teodoro Malaspina y tras aporrearlo en la cabeza con el instrumento, exclama:

—¡Yo, el Chapulín Colorado!


 CUESTIONES DE HOSPITAL

Alejandro Bentivoglio & Sergio Gaut vel Hartman

 

Entró María, la enfermera, y sonrió culposa; examinó la mesa, como buscando algo, murmuró algo que ninguno de nosotros logró descifrar, renunció a su pesquisa y salió dejando la puerta abierta. Natalia se puso de pie y la cerró.

—Se volvió loca cuando supo que el padre era asesino serial —dijo Estela.

—Simula —repliqué—. Saca ventaja de eso.

Natalia y Estela se encogieron de hombros al mismo tiempo, algo que me causó mucha gracia.

—¿De qué te reís? —me preguntaron.

—De nada —dije—. Se la pasan culpando a papá de todo.

—Vos mejor callate que ella ya se despierta y le duelen las muñecas por las esposas —dijo Natalia.

—Tengo la llave, se la robé al policía.

—¿Se van a callar? —dijo Lucette al despertar, hablándole a todas las voces que habitábamos su cabeza—. Dios, después se preguntan por qué quiero matar gente.

  

FRITO EN ACEITE DE PALMA

Judith Shapiro & Sergio Gaut vel Hartman

 

Al amanecer, cuando el calor del sol hizo ascender la temperatura hasta convertir aquel agujero en un serpentario, Donato Apice salió del hotel y se preparó para soportar las diatribas de Magda. Fuera lo que fuese el intruso, verdadero o imaginario, su dominio del arte culinario local permitía suponer que estaba perfectamente preparado para freírlos a todos. No había en él nada de siniestro; por lo contrario. Pero Magda, amparada en la abundante grasa que orbitaba en torno a su cintura, tenía otra teoría; Magda decía que defendía la vida ante todo, pero Donato se reía, ¡con lo que le gustaban las frituras!

Pensar en eso lo liberó de la última pizca de culpa. ¡Qué cornos le importaba Magda! Donato sonrió, apretó la sartén en la mano y caminó con paso firme para ayudar al intruso.

 

TIEMPOS MODERNOS

Carmina Shapiro & Sergio Gaut vel Hartman

 

Permanecí jugando con los niños hasta que dieron las once. Pero cuando traté de enviarlos a la cama, los tres comenzaron a llorar. ¡Son insaciables!, reflexioné. Y la casa estaba hecha un desastre. Había trozos de juguetes y restos de comida por todas partes. No obstante, me sorprendió que hicieran silencio, como si hubieran obedecido a una orden, y fueran directo al cuarto de juegos. Allí, en la pantalla envolvente, se ofrecía una película de realidad virtual en la que un androide nodriza asesinaba a varios niños traviesos que esparcían comida por toda la casa y rompían los juguetes sin compasión. Tropezando, me agaché para recoger la basura esparcida por el suelo.

—No somos tontos —dijo Felipe, el mayor de los niños—; sabemos distinguir entre la ficción y la realidad.

—Estamos seguros —agregó Leticia— de que jamás nos harías daño.

—Pero yo tengo miedo —sollozó Andrés, el más pequeño.

—No sé por qué están usando ese tono desafiante, yo no elijo la programación. Aunque su impecable dedicación en poner todo patas arriba —dije señalando alrededor— supera con creces a esa película...

No pude evitar que la indignación se filtrara en mi voz. Me pagan por atender a los chicos y mantener el orden. No debería quejarme, si los niños fueran angelitos, yo estaría en la calle. Y mi fachada de androide se iría al traste. Cárcel de por vida es la condena por imitación.

Les sonreí con rapidez para intentar mitigar el efecto de mi ironía. Tal vez lograra que pasara por un chiste.

—Aunque tal vez debería... —dije socarronamente, queriendo insinuar que me volvería como esa nodriza.

Leticia se rio entre divertida y burlona, pero Felipe me miró impasible, clavándome una mirada de hielo. Estaba claro que no tenía la menor estima por la interacción con androides, y por sobre todo, que yo no le caía bien.

—Tal vez deberíamos ser nosotros quienes tomemos cartas en el asunto —esputó con lentitud, marcando fuerte las palabras.

—Felipe, papá dice que tenemos que hacerle caso, no te pongas pesado —intercedió Leticia, mientras seguía absorbida por la pantalla.

Andrés estaba inquieto.

A esta hora solía tomar un caldo caliente con unas hierbas que lo ayudaban a pasar la noche sin pesadillas.

—Ya preparo tu caldo, Andy.

Fui por el pasillo en dirección a la cocina, pensando una vez más en cuál sería la causa de esas horribles y explícitas pesadillas que sufría un chiquitín de apenas cuatro años.

Mezclé las hierbas y preparé el caldo disfrutando los tenues aromas que subían a mi nariz, olvidando por primera vez en días la tensión que habitaba la casa.

Cuando me di vuelta con el tazón en las manos, me sobresaltó encontrar a Felipe mirándome desde la otra punta del pasillo.

—Te descubrí —dijo, reiterando esa forma despiadada de mirarme que tanto me perturbaba.

—¿Sí? ¿Qué descubriste? —articulé.

—Tu secreto.

La sangre se heló en mis venas. ¡Estaba perdido!

—No tengo secretos —logré argumentar—. Todo está a la vista. Los androides no podemos mentir.

—Tal vez —dijo el niño—, un programador loco alteró tus circuitos y te convirtió en asesino, como el de la RV. Tal vez mataste a nuestros padres y los descuartizaste. Podrían estar enterrados en el jardín.

—¡Felipe! —exclamó Leticia—. No digas tonterías.

La apertura de la puerta de calle, haciendo el chirrido habitual, ese chirrido que anunciaba dos eventos bien definidos: la llegada de los padres de los niños y que una vez más había olvidado rociar con lubricante los engranajes, me devolvió el alma al cuerpo.

—¿Qué nueva fantasía ocupa la mente de mi hijo mayor? —dijo papá Orson, riendo.

—No más RV por una semana —dijo mamá Helga, como siempre la más rigurosa de los dos.

—Es que este androide… —Felipe trató de encontrar nuevos argumentos, pero no lo logró.

—Terminemos con las historias de que el androide esto o el androide lo otro. —Mamá Helga abarcó a los tres niños con la mirada—. Es un artefacto muy caro y hay que cuidarlo.

Yo moví la cabeza, asintiendo, enfático.


VIAJEROS ARREPENTIDOS

Rolando José di Lorenzo & Sergio Gaut vel Hartman

 

—Discúlpeme, señor —dijo el conductor del colectivo—, se lo digo con el mayor respeto: una vez que usted asciende al vehículo y ha pagado el pasaje, el mismo no se reintegra.

—Pero me arrepentí. Iba a la casa de Julia para pedirle perdón, pero descubrí que no es una buena idea.

—Sus problemas personales no son de mi incumbencia. Si se quiere bajar, hágalo, pero el dinero no se devuelve. Hemos recorrido diez cuadras desde que usted subió y esto podría ser solo una estrategia de su parte para viajar gratis.

—¿Usted me cree capaz de hacer algo así?

—He visto cosas peores, señor.

—¿Peor que haberme peleado con Julia? Imposible, nada puede ser peor —dijo el pasajero ofendido

—A mí me pasa algo parecido señor—dijo amablemente una señora del primer asiento, apoyando la mano en su brazo—; hace años que hago este trayecto, al principio me bajaba pero nunca me animé a tocar el timbre de la casa de mi amado. Me he arrepentido mil veces de subir al colectivo, tanto como de no haberle pedido perdón.

El pasajero la miró sin entenderla y se animó a realizar una pregunta:

—¿Y nunca pidió la devolución del importe del pasaje?


XENUM

Víctor Lowenstein & Sergio Gaut vel Hartman

 

Xenum estaba despertando del sueño inducido luego del accidente cósmico que precipitó su nave a ese planeta menor situado en el tercer lugar del sistema, donde había vida comprobada, si bien considerablemente primitiva. Sus agudos sentidos percibieron que se hallaba dentro de una caja transparente, sostenida por algún captor casi inteligente. El captor agitó la caja, por lo que Xenum alargó sus tentáculos terminados en ventosas adhiriendo sus veintiún brazos a las paredes de vidrio. Recién entonces abrió el único ojo central. En plenitud de sus sentidos analizó el entorno. El captor estaba acercando la cabeza a la superficie transparente; Xenum se horrorizó por su fealdad, notando que la dentadura de aquel primate estaba contaminada por sustancias como nicotina y cafeína.

Una especie de seres viciosos, razonó.

Observó el medio. Había dos sujetos macho y una hembra, ataviados los tres con uniformes blancos y guantes en las extremidades superiores. No vio sobre sus cabezas orbes oxigenadoras ni detectores de virus y bacterias. Obviamente científicos arcaicos bajo el mando de alguna élite militar beligerante, se dijo. ¡Cuánto primitivismo!

El captor, que continuaba examinándolo dijo, para los suyos:

—Parece una cría de pulpo pelágico.

—Soy un artrópodo superior, no un molusco, imbécil —profirió Xenum, en el idioma de aquellos seres. Podía entenderlo, y mucho más…—. Ahora, mírenme… desafió abriendo su ojo al máximo. —El científico se dejó subyugar hasta perder la voluntad por completo—. Abre ya la caja —ordenó telepáticamente.

—¿Qué diablos haces? —exclamaron casi al unísono los colegas del captor, viendo como este liberaba al alienígena.

—Es usted libre, amo —susurró sonriente.

Todo sucedió extraordinariamente rápido. La caja se hizo trizas contra el piso cuando Xenum saltó sobre la cabeza del científico y clavó sus apéndices laterales en las sienes del infortunado hombre de ciencia. Un segundo después retrajo esas prolongaciones.

—¡Qué lástima! —murmuró—, no eres compatible.

—Gracias, amo —dijo el pobre hombre mientras caía y Xenum repetía la operación con el segundo científico, con iguales resultados. Este segundo también agradeció el diagnóstico al caer.

La mujer pretendió escapar, pero Xenum, con increíble rapidez, la miró, adherido a la puerta de salida. Se tomó un segundo para analizarla con alguna curiosidad.

—Asco de hembra. Tiene protuberancias en las partes delanteras y traseras, mucho tejido adiposo y demasiadas curvas. No sé cómo tocarla sin vomitar. Una vez decidido, saltó sobre la cara de la mujer, adhiriendo sus ventosas y clavando los apéndices en sienes y garganta de la afortunada—. —No me agradezcas —le dijo telepáticamente—, eres compatible. Tomaré tu forma.

El cuerpo de Xenum se evaporó ante los ojos de la científica.

La doctora Ellen sonrió, se arregló el cabello y salió de la sala de investigaciones, dispuesta a conquistar el mundo. Aquellas piernas rollizas no eran muy cómodas para andar, pero cada hombre con el que se cruzaba en los pasillos de la base científica se sentía atraído por aquellas extremidades.

Viciosos. Viciosos y lujuriosos, pensaba Xenum (de ahí en más, Ellen/Xenum) tramando planes para toda la especie humana. Y tan dóciles. Ideales para ser colonizados. Sí, aprovecharía la azarosa circunstancia de haber naufragado en ese mundo para sumar una nueva perla al collar de los xentumitas, como se denominaban a sí mismos los habitantes de su planeta de origen.

Embutid@ en su nuevo cuerpo, Ellen/Xenum avanzó por el complejo, observando con creciente desdén y asombro las tecnologías rudimentarias y los comportamientos primitivos de los humanos. Se detuvo frente a una pantalla que mostraba noticias en tiempo real. La información fluía en un idioma que, aunque burdo, Ellen/Xenum comprendía perfectamente. Guerras, hambrunas, avances científicos insignificantes: todos eran síntomas de una civilización en su infancia… y ya completamente pervertida, incapaz de alcanzar un grado de civilización suficiente para ser admitida en la Federación Galáctica.

La primera fase sería infiltrarse y ganar la confianza de los líderes. Con su capacidad para influir en las mentes, no sería difícil. En cuestión de días, Ellen/Xenum había asumido el control de la base, utilizando la identidad de la doctora para manipular a sus superiores.

La segunda fase consistía en preparar la llegada de más miembros de su especie. Las coordenadas del planeta ya estaban transmitidas a través de un canal seguro. Los especialistas llegarían en menos de un ciclo y eliminarían a todas las alimañas que poblaban el planeta antes de lo que se necesita para regenerar un tentáculo seccionado.

En las semanas siguientes, Ellen/Xenum comenzó a implementar cambios en la base, introduciendo nuevas políticas y procedimientos que facilitarían el trabajo de sus congéneres. Los humanos, creyendo que se trataba de avances científicos, aceptaron sin cuestionar. La influencia de Ellen/Xenum crecía, minuto a minuto, día a día, semana a semana y con ella, el control sobre los recursos y las mentes humanas. Y mientras observaba a sus subordinados trabajar diligentemente en una nueva sala de control que había mandado construir, Ellen/Xenum reflexionó sobre la ironía de la situación. Los humanos, tan arrogantes en su conocimiento, no tenían idea de que estaban preparando las condiciones para ser exterminados.

—Qué fácil es manipular a una especie tan primitiva, ¿no te parece? —le dijo a un joven científico que no dejaba de lanzarle miradas furtivas. La atracción era palpable, y Ellen/Xenum decidió aprovecharse de ello. Paradójicamente, el sujeto asintió. ¿No había entendido o el deseo era tan poderoso que ejercía un efecto aún más efectivo que el dominador telepático? Podía pasar a la tercera fase. Invitó al joven a su oficina con una excusa trivial. Una vez allí, cerró la puerta y usó su mirada penetrante para someterlo.

—¿Me ayudarás con un pequeño proyecto? —preguntó con una voz seductora y letal.

El joven asintió; parecía completamente subyugado. Por eso, el impacto de la respuesta paratelepática conmocionó a Ellen/Xenum y l@ paralizó por completo.

—¿La especie humana es primitiva, corrupta y descartable? ¡Qué apreciación desafortunada! Ustedes los xentumitas, son tan toscos, obsoletos, infectos y suprimibles como los humanos. Nosotros, los nethsend, somos una especie verdaderamente superior, y gracias a esta coincidencia afortunada, dejaremos que conquisten la Tierra, la limpien adecuadamente, y nos apropiaremos de ella. Luego terminaremos con ustedes, los arrogantes xentumitas. Es hora de que lo hagamos.

Y dicho esto, el nethsen se transformó ante Ellen/Xenum y se mostró con su verdadera y magnífica apariencia.


ZONA NEUTRAL

Marcela Iglesias & Sergio Gaut vel Hartman

 

Aquel lugar no se parecía a nada conocido y ni siquiera el más culto y versado del grupo, el profesor  Wexler, había conseguido arriesgar una explicación mínimamente plausible.

—Esto no tiene lógica —dijo. Y fue todo lo que dijo. A continuación, tal vez porque arrastraba miserias y frustraciones de toda la vida, sacó una pistola Tokarev TT-33 del bolsillo del abrigo, se metió el cañón en la boca y disparó.

—¿Por qué lo hizo? —murmuró Sybil, pero lo hizo en voz tan baja que solo yo la oí. Me encogí de hombros.

—Es posible que se haya enamorado de una joven treinta años menor que él y que el rechazo le resultó insoportable.

—¿Cuántos años tenía el profesor? —preguntó Kramer uniéndose a la conversación sin que nadie se lo pidiera.

—Cincuenta y tres —respondí.

—¿Eso significa que estaba enamorado de mí? —dijo Sybil, ahora sí, francamente aterrorizada—. Yo tengo veintitrés. ¿Se mató porque lo rechacé?

—¿Lo rechazaste? —Kramer y yo dijimos eso al mismo tiempo, por lo que no se puede determinar si fue uno, el otro o ambos que de pronto tuvimos la certeza de por qué aquel lugar no se parecía a nada conocido. Ni siquiera estábamos actuando como era habitual. Nuestras conductas y personalidades se habían desquiciado.

—La razón por la cual los habitantes de esos edificios han huido —aseveró Forggione tratando de asumir el rol abandonado intempestivamente por Waxler—, llevándose todos los alimentos, enseres de cocina e inclusive libros y cintas de video…

—¿Cintas de video? En qué año vive usted, Forggione?

—¿No es 1923? ¿1949? ¿2034?

Mientras nos habíamos mantenido atrincherados en el zanjón para no ser descubiertos, vimos pasar a un cortejo de seres famélicos, obviamente monstruos inhumanos. Pero desde ese evento habían pasado varias horas, o por lo menos varios minutos.

—Nosotros vamos a perecer de sed y hambre y sed —dijo Kramer—. Sin mencionar todas las otras necesidades, que quedarán insatisfechas. ¡Estamos perdidos!

—No estamos perdidos, para nada —aseguró Sybil, y con paso decidido, tras tomar la Tokarev de la mano del muerto, se dirigió a la casa más cercana.

—O quizá de frío —insistió Kramer.

—¡Cállese, por favor! —le ordené. Fui detrás de Sybil y Granda, que había permanecido en silencio desde nuestra llegada a ese mundo anárquico; la odontóloga me siguió de inmediato.

—Estoy segura —dijo—, que encontraremos estufas, o troncos o tal vez carbón para encender el fuego directamente sobre el suelo. Tengo mucho frío.

—No va a ser necesario —le respondí—. Encontraremos fogones o por lo menos braseros.

—¿Alguien entiende lo qué ha ocurrido? —preguntó Kramer cuando logró alcanzarnos.

Negué rotundamente con la cabeza.

—¿Había estado aquí alguna vez? —preguntó Sybil.

Kramer asintió.

—Yo viví aquí hace muchos años.

—Desvaría. Este lugar es nuevo. Lo han creado a propósito, con un fin definido. —Hice un gesto enigmático y gracias a eso logré que todos se callaran. No tardé en ver que Forggione, convencido de que no lograría nunca ocupar el lugar del profesor, caminaba junto a nosotros y, tras unos segundos de vacilación, le pidió la Tokarev a Sybil. Los edificios a los que tratábamos de llegar parecían estar cada vez más lejos.

—No más suicidios —dijo Sybil, cortante

—Entendido... —masculló Forggione. Sacó una fotografía del bolsillo y la besó. Era el retrato de una mujer...

—¿Este es un lugar peligroso? —preguntó Granda.

La miré fijamente a los ojos y todos nos quedamos inmóviles.

—¿Alguien entiende la pregunta? —Como nadie respondió di la orden de seguir adelante. No sé por qué había tomado el comando del grupo, ya que siempre he eludido las responsabilidades. Pero por lo visto todos necesitaban obedecer a alguien.

 

EL CUARTO VIAJE

Luciano Lara & Sergio Gaut vel Hartman

 

Como siempre antes de viajar, Kars tomó un comprimido de cronotium y otro de ateracina. El estado que se producía durante el tránsito, tan similar a un trance hipnótico, requería el mantenimiento de la homeostasis orgánica, lo que preservaba las células individuales de la distorsión temporal.

—Para ella —comentó la doctora Vufett mirando al viajero de soslayo y señalando a Lyla— el gosnogane es esencial, pero no se lo suministramos a usted porque le resultaría tóxico.

—Deberíamos probar —replicó Kars.

—¡No sea idiota! El gosnogane contiene una hormona inocua para las mujeres que afectaría su sistema simpático.

—Defina “mujer” —dijo Kars riendo.

La doctora Vufett no podía con Kars. Ella era una persona estructurada y ese excéntrico buscaba desestabilizarla todo el tiempo. Por otra parte, los cronoviajes eran una actividad regulada por la ATS y todo lo que hacían estaba protocolizado. Jamás entendería cómo los reclutadores se habían atrevido a contratar a un sujeto como ese. Por fortuna, la llegada del profesor Purvis, alma mater del proyecto, le permitió pasar a las rutinas y desentenderse de Kars. Comenzó con el repaso del check-list de seguridad y a medida que avanzaba en los ítems y escuchaba su propia voz iba dejando atrás la tensión a la que la había llevado Kars y sintiéndose cada vez más aliviada. Pero más allá de mirar al mundo como una persona que carecía de sentimientos en búsqueda de lo que ella había bautizado “la paz”, el día a día de la doctora Vufett poco tenía que ver con una meseta sentimental y aquel alivio del que parecía haberse enamorado apenas un par de minutos atrás fue otra vez bruscamente interrumpido:

—Hubo una época en la historia en la que los humanos dejaron de diferenciarse entre hombres y mujeres —dijo Kars con una sonrisa cuasi socarrona—. ¿Sabías Lyla?

—¿En serio? —preguntó la jovencita sorprendida.

—Sí —continuó él, enérgico—; fue en el siglo XXI. ¿Corrobora lo que digo, doctor Purvis?

Ensimismado en los preparativos, el anciano se limitó a mover la cabeza. No le interesaban en absoluto las bravatas de Kars.

A la doctora Vuffet, en cambio, se le escapó una incipiente sonrisa y sintió cosquillas en el vientre. Se cubrió la boca intentando disimular mientras se maldecía por haber caído en una nueva provocación de Kars; aunque esta vez de una manera diferente y aterradora.

—¿Y qué consecuencias tuvo ese… cambio? —Lyla estaba excitada por la inminencia del viaje, pero aún así, su curiosidad natural la llevaba a postergar sus otras ansiedades y saber algo más acerca de lo que había anticipado Kars.

—Viajé tres veces a esa época, y te puedo asegurar que el caos resultante fue incontrolable. Este es el cuarto viaje.

—Estamos entrando en fase —interrumpió la doctora Vuffet—. En cinco minutos comenzaré la cuenta regresiva.

—No necesito tanto tiempo —dijo Kars—. Los sexos se fueron desdibujando hasta casi desaparecer. Las “mujeres” decidieron que no seguirán siendo máquinas de producir crías. Como consecuencia de eso se impulsaron dos investigaciones paralelas, que fructificaron en menos de un lustro. Por un lado se logró la intermitencia sexual, gracias a lo cual se podía ser hombre o mujer o neutro con solo desearlo.

—¿Y la otra? —Lyla estaba ávida, atacada por una voracidad intelectual irreprimible.

—Los úteros artificiales. Ya no fue necesario gestar y parir.

—¡La felicidad total! —exclamó Vuffet, incapaz de contenerse. Kars no le prestó atención.

—Hasta que un imperativo previo, probablemente ancestral, clamó a gritos por un retorno a la situación original.

—Pero la doctora Vuffet… —Lyla estaba perpleja. Conocía la condición sexual de la técnica y no lograba hacerla encajar en lo que Kars decía.

—No fue un retorno completo —fue la respuesta—. Nadie quiso perder lo ganado. Y por eso mismo, la intermitencia sexual quedó relegada a los droides. ¿Verdad, doctor Vuffet?

Súbitamente transformado, el doctor Vuffet inició la cuenta regresiva para realizar el salto temporal de Kars y Lyla al siglo XXI.


ALFONSINA SIN MAR

Claudia Isabel Lonfat & Sergio Gaut vel Hartman


Una mujer joven se arrojó al mar desde un acantilado. Su cuerpo golpeó contra los enormes bloques de piedra, todos sus huesos se fracturaron y la cabeza se le abrió como un coco seco. Fui testigo, y a pesar de que vi la gran mancha roja que se escurría entre las piedras y cubría los mejillones y otros moluscos adheridos al farallón, no corrí como un desesperado a socorrerla. Supe de inmediato que mi conducta no era la que se espera de un sacerdote, pero me pregunté si la decisión de quitarse la vida no es también la voluntad de Dios.

Me quedé mirando fijo hasta que los párpados, ardidos por la visión de ese rojo, pestañearon. Como si ese cuerpo roto me pudiera dar una respuesta que tantos libros no habían conseguido.

—¿Por qué un Dios omnipresente, vengativo, compasivo, contradictorio, nos deja sin libre albedrío sobre nuestro cuerpo? —le grité al viento, a nadie, en verdad, ya que estaba tan solo como la pobre mujer que se había quitado la vida. Contra toda lógica, desafiando los mandatos firmemente instalados en mí por muchos años de estudios que solo habían servido para socavar mi vocación original, me pregunté por qué no la imitaba.

Había amado a un hombre, y ese amor terminó siendo la semilla mal germinada de una decisión que no derivó en sentimientos hacia el prójimo, sino en rencor, y en esta ceremonia del desamor en la que se había convertido mi vida. ¿No es ridícula la intermediación que realiza alguien que impone conductas y principios arrogantes, cuando no es capaz de abrir su corazón a un sentimiento que solo Dios pudo haber puesto allí? Patéticas reflexiones, me dije, en el preciso instante en que la suicida me llamó por mi nombre.

—¡Padre Hugo! ¡Venga!

El instinto, o solo mi incredulidad, me llevaron a mirar por el acantilado, hacia el mismo lugar donde yacía la mujer, con el cuerpo roto, desangrándose entre las piedras. Pero no había nada. La misma mujer que vi arrojarse a las furiosas aguas, estaba ahora detrás de mí, como pidiéndome que contemplara algo en algún lugar a mis espaldas.

—¡Usted! —exclamé estupefacto—. ¡Usted estaba muerta hace un momento!

—Habrá sido la voluntad de Dios que no… muera hoy. —Las últimas palabras se desmigajaron en medio de una grosera carcajada—. ¿No cree que Dios puede hacer esas cosas, padre Hugo?

Estuve a punto de lanzar otro exabrupto, pero cuando vi su mirada, sus ojos sin brillo, me di cuenta que no tenía nada que ver con Dios. Era provocación, quizás mi propia conciencia juzgando mi conducta. Esa parte de mí que no lograba soltar, y que por alguna razón me trajo a este acantilado. De pronto, inesperadamente, descubrí que tenía una Luger Parabellum en la mano izquierda. ¡Era absurdo! ¿Cómo es posible que un hombre de fe salga armado de su vivienda? La respuesta golpeó mi mente como se descarga un martillo sobre un clavo. Disparé. La mujer cayó al vacío. Ya no reía.

Esta vez fue de espaldas y atravesada por las balas, pero con el mismo desenlace. Como si fuera una obra retocada por su autor para alcanzar la perfección, la trama de una obra inacabada que pasó del suicidio al crimen, de un religioso de fe errática que se convirtió en un asesino.

Me asomé al precipicio. Y allí estaba ella, de pie, riendo a carcajadas.

—Parece que no hay caso, padre Hugo. ¿Cuántas veces me tendrá que matar para convencerse que mi Dios no me quiere muerta? ¿No se da cuenta de que mi Dios no es el suyo? ¿Sabe cuántos dioses operan en este mercado? ¡Infinitos, padre Hugo, infinitos!

Infinitos también son los caminos que conducen a Dios, pensé exhausto. Es lo que siempre escuché de mis padres y abuelos, forzando mi mente, metiéndola en un molde horrendo, donde cada pregunta tenía una respuesta programada, sacada de la novela de ficción más vendida en el mundo; la Biblia, el libro de cabecera de Lucifer.

Acaricié la Luger Parabellum y me disparé en la entrepierna, mientras me iba vaciando de todo.


BÚSQUEDA NOCTURNA

Carlos Enrique Saldívar  & Sergio Gaut vel Hartman

 

Netland divisó la vaporosa luz amarilla que cubría las zonas bajas de la isla, una fosforescencia áspera que se alzaba a medio metro por encima de la hierba, flotando como un enjambre de moscas que sobrevuela un pedazo de carne putrefacta. Se distrajo cuando el motor de una lancha ronroneó cerca de los arrecifes, pero volvió a concentrarse en lo que más le importaba: hallar el cadáver de Velasco antes de que las sombras del crepúsculo cubrieran el inhóspito territorio. Descendió del bote y su perro comenzó a olfatear cerca de la orilla. No había nada por ahí. La extraña refulgencia se intensificaba. El can lo condujo tierra adentro, al fondo, entre unos matorrales. Olía horrible, Netland sentía que se desmayaba. Tropezó con algo alargado y de textura suave. Era una forma cabezona que se enroscaba. El marinero huyó de allí. El sabueso no pudo hacerlo pues fue agarrado de las patas y engullido. Cuando Netland subió a su bote, tenía claras dos cosas: primero, nunca encontraría a Velasco, jamás podría llevarle sus restos a su familia para darle sepultura. Segundo, jamás volvería a ese infernal sitio ni permitiría que otros lo hiciesen.

Una antigua leyenda de los mares del sur hablaba de las «islas vivientes», gigantescas entidades que flotaban a la deriva, alimentándose de todo tipo de peces. Algunos marineros las confundían con ballenas azules o monstruos marinos, mas nadie sabía lo que en realidad eran estos siniestros especímenes. A veces, por falta de alimento o cuando se cumplía su ciclo, estos seres morían. El espectáculo era horrible. Monstruosos gusanos salían de su organismo y devoraban el cuerpo muerto, así como a toda criatura que tuviera la mala suerte de hallarse cerca. La vaporosa luminiscencia amarilla provenía de los gases internos.

Netland contaría su historia.

Nadie le creería.


EL ENTRAMADO

Javier López & Sergio Gaut vel Hartman

 

La selva era tan húmeda como había vaticinado la adivina, que me visualizaba en una simulación sobre su bola de cristal. Había acudido a su consulta para que pronosticara si algún día yo iba a ser capaz de terminar la novela que me tenía ocupado las dos últimas décadas. Y veía bien, la vidente. Porque desde ese momento yo ya no estaba en su consulta, sino rodeado por la espesura que ella me describía. Mis huesos se resentían con esa humedad, sobre todo por la vieja herida de guerra que tenía desde la infancia. Una guerra con proyectiles de piñas aún verdes, cubiertas de un duro barniz resinoso, que impactaron en mitad de mi columna como si las hubiera lanzado un mortero.

Ahora recordaba al pequeño monstruo que me las lanzó, porque la humedad en la espalda me estaba matando. Deseaba encontrar lo que iba a buscar, recoger e irme a casa. Pero entonces una voz a mi costado derecho me hizo saber que no estaba solo:

—¿Qué hace usted? —El ornitólogo había aparecido de la nada y me vio con una enorme lupa tratando de descubrir algo entre los árboles.

—Buscando el hilo —respondí sin dirigirle siquiera la mirada, concentrado en el trabajo como es mi costumbre.

—El hilo, ¿qué hilo? En esta jungla el único hilo que conozco es el que segrega la mortífera rodeshia punctata.

—Oiga, habla usted como un vulcanólogo, ¿no dijo que era ornitólogo?

—Yo no dije nada. Quizá lo leyó más arriba.

—¿Leer qué? Yo no leo nada, ¿dónde podría leer algo en este lugar perdido?

—Perdón, pensé que estaba leyendo lo que escribo.

—¿Escribe? ¡Pero si el que está escribiendo esta historia soy yo!

—¿Cómo se atreve a decir eso? En realidad yo era el que buscaba una trama, hasta que apareció usted con su lupa buscando el hilo…

—Se lo discuto de aquí a Samarcanda. ¿Usted escribió que mis huesos se resentían con esa humedad, sobre todo por la vieja herida de guerra que tenía desde la infancia?

—Exacto. Cuando era pequeño vivía en Afganistán. Una esquirla de un proyectil soviético impactó en mitad de su columna.

—Lea lo que escribí al principio. Hablé de una guerra con proyectiles de piñas aún verdes, cubiertas de un duro barniz resinoso.

—Lo del mortero lo escribí yo.

—¡Como un mortero! ¿Usted ignora lo que es una metáfora?

—Yo no ignoro nada. ¿Quiere ver mis pergaminos?

—Aunque me mostrara sus papiros. ¡Ya me está cansando!

—¿Y qué me va a hacer? ¿Se siente capaz de eliminarme de la trama? —Habló con sorna, un acento burlón tan evidente que creí que perdería el control de mis actos. Pero por fortuna, en ese mismo instante, un hilo salvador cayó del cielo: la pitonisa apagó la bola de cristal y el ornitólogo desapareció como si hubiera sido fulminado por un rayo. Tuve suerte, porque ese tipo estaba de verdad dispuesto a robarme el relato que yo –solo yo– estaba escribiendo y acabo de finalizar.


VIRUS

Oscar De Los Ríos & Sergio Gaut vel Hartman

 

Doblé a la derecha, crucé las vías y continué hasta llegar al extremo de la calle principal. Allí el pueblo tenía el aspecto devastado de un lugar atacado por una peste. La fisonomía, con variantes menores, era la de cualquier villa de su tamaño: un almacén de ramos generales, una farmacia, una estación de servicios, un café, una docena de casas y la iglesia. Pero la desolación, la ausencia total de movimiento, ya fuera humano o animal, indicaba que no quedaba nadie vivo. Me detuve y giré sobre mí mismo al intuir un movimiento furtivo a mis espaldas. ¡Imposible! No obstante, volví sobre mis pasos e intenté ser objetivo: nunca mueren todos. El uno por ciento es inmune a cualquier virus. Coloqué mis manos sobre los costados de la boca y grité:

—¿Hay alguien ahí?

Nada, solo me respondió el silencio; apenas divisé unas cuantas hojas secas que se elevaban con el viento en la gris mañana invernal. Sin embargo, estoy seguro de haber visto a alguien dirigiéndose hacia la iglesia. Tenía sentido, ese tipo de situaciones extremas lleva a que la gente busque refugio en la fe. Sin seguir pensando en el asunto crucé la gran verja cancel que franqueaba la entrada y el patio de tierra, que había sido regado horas antes. Sin entrar aún, me quedé en el atrio atisbando el interior del templo a través de los grandes ventanales. Debía avanzar con lentitud, convencerlos de mis buenas intenciones. Mi séptimo sentido me informaba que había más de un ser humano allí adentro y que tenían miedo; tengo que moverme con cuidado, me dije, pueden estar armados. No obstante, era necesario ir sobre seguro; no sería la primera vez que una invasión falla por quedar seres vivos, que luego forman pequeños focos de resistencia, capaces de todo por reconquistar su mundo. Había llegado a la nave principal del templo; decidí moverme con suma precaución y actuar como lo harían ellos; me arrodillé en el último banco y elevé una oración por el alma de los muertos, que en cierto modo era una deuda pendiente. Durante veinte años viví en este mundo, interactuando con los humanos antes de que se lanzara la invasión; llegué a estimarlos y me dolió su exterminio. Pero esa decisión no estaba en mis manos, mi tarea se limitaba a espiarlos y enviar los informes que me eran requeridos. Ese imperativo categórico existe desde el principio de los tiempos: la lucha por la supervivencia prevalece sobre cualquier otra necesidad. Y nuestra supervivencia dependía de que conquistáramos la Tierra, de que la limpiáramos de seres humanos para poder ocupar la totalidad del planeta. Como los virus, esos microorganismos que se introducen como parásitos en las células para reproducirse en ellas, yo había usurpado un lugar entre esas criaturas y sin pasión, sin odio, trabajé para aniquilarlas. En ese momento, cuando mi especie iba a por poner punto final al operativo, solo me restaba pedir perdón por mis pecados personales.

—Hacedor de todo el universo; limpia mi alma de culpa y acepta que mis actos estuvieron movidos por la escasez y las penurias que padecimos durante siglos. No nos hace felices haber suprimido a millones de criaturas y solo te ruego que me perdones. Alabado seas.

Ese fue el momento elegido por mi agresor para golpearme la cabeza con un objeto contundente. Atiné a girar y encarar al sujeto, aunque no logré arrebatarle el arma que machacó mis huesos y tejidos tantas veces que no fui capaz de contarlas. Solo pude constatar que se trataba de un niño, una cría de ocho o nueve años quién, con fría determinación, una fuerza que desmentía su corta edad y una saña que contenía todo el furor de la especie destruida, siguió descargando la cruz de hierro sobre mi cuerpo sin piedad, hasta convertirme en un amasijo sanguinolento, en un moribundo que registra los últimos instantes de su existencia y los graba para que sus congéneres sepan que el nuestro será un triunfo efímero.

 

NADA ES LO QUE PARECE

Laura Irene Ludueña & Sergio Gaut vel Hartman

 

Al sujeto le costó bastante trabajo retirar el gancho corroído y aún más doblar la hoja metálica que cubría el panel de control.

—¿Qué busca? —le dije.

—¿Qué le importa? —replicó del peor modo posible—. ¿Acaso esto es suyo?

—Era de mi padre —protesté—. Usted no tiene derecho…

No me prestó atención y siguió con su faena. Tomó la abrazadera de la gaveta de arriba, extrajo una cajita azul del tamaño de un paquete de cigarrillos y la colocó sobre una lámina de cuarzo lisa como una hoja de papel de impresión. Sacó una segunda cajita, una tercera, y siguió hasta que tuvo siete cajitas, todas de diferentes colores. Mientras él realizaba esa esotérica operación —por lo menos esotérica para mí—, yo continuaba preguntándome por qué diablos lo había dejado entrar al estudio de mi padre. Cuando no pude resistir más la tensión, tomé un palo de golf, un Iron-4, para ser preciso, y lo descargué sobre la nuca del sujeto.

Contrariamente a lo que supuse, el tipo no acusó el golpe. ¿Qué había fallado? Miré el palo, miré la nuca del desagradable individuo y no logré hallar una explicación satisfactoria. ¡Era imposible! Pero el continuó con la tarea emprendida. Introdujo la cajita roja en un canal que había aparecido entre dos aberturas del panel de control, movió con negligencia algunos diales que se veían a la izquierda y pulsó una tecla verde con el dedo mayor de la mano derecha. Se encendió una luz en el interior de la gaveta, se apagó y se volvió a encender varias veces antes de quedar fija. Finalmente la luz se apagó, pero comenzaron a encenderse varias luces más pequeñas en un panel lateral, tras lo cual se vieron imágenes en siete grandes pantallas, a ambos lados del panel.

—¿Usted se da cuenta de lo que ocurrió?

El individuo respondió sin darse vuelta.

—Si se refiere a que me golpeó en la nuca con un Iron-4 y eso no me lastimó ni produjo ninguna otra consecuencia en mi persona, debo decirle que todos sus conceptos sobre la realidad, firmemente arraigados y supuestamente avalados por la experiencia, son erróneos. Su padre lo sabía y por eso estoy tratando de ponerme en contacto con él. Me gustaría que se lo explique alguien cercano y emocionalmente vinculado con usted, y no un extraño como yo.

—Mi padre está muerto —respondí. La ira trepaba por mi garganta y amenazaba brotar de mi boca como llamas de dragón.

—¿Lo dice porque se supone que una persona cuyos signos vitales han cesado y yace en un ataúd no puede opinar sobre la naturaleza de la realidad? ¡Qué equivocado está!

Dejó de prestarme atención. En las pantallas aparecieron gráficos y cifras, comenzaron a zumbar los klistrones y los kenotrones, y fue como si todos los avances científicos y tecnológicos se hubieran dado cita en ese momento y ese lugar.

—Yo no creo en supercherías, en lo paranormal, en los fantasmas.

—¿Quién dijo que su padre es un fantasma? ¡Yo tampoco creo en esas estupideces!

Esto no está pasando pensé desesperado. Los últimos días habían sido una sucesión de hechos y situaciones extrañas, pero esta se llevaba las palmas. Mientras reflexionaba sobre ello, el sujeto seguía interviniendo la consola con pequeñas llaves que sacaba de sus cajitas de colores. Mientras tanto, el zumbido de klistrones y kenotrones llenaba la sala con una vibración casi palpable que alteraba mi ánimo más de lo que ya estaba. Sentía que mi ira, esa llama que habitualmente amenazaba con noquear mi autocontrol cada vez que venía a reclamar atención a mi padre, estaba cada vez más cerca de lograr su cometido. Pero cuando observé cómo cientos de gráficos y cifras cubrían las pantallas, brillando con una intensidad hipnótica, empecé a pensar que todo era un sueño pergeñado por el viejo para castigarme por no seguir sus pasos y pedirle que se ocupe de la familia. No podía estar pasando esto. En principio ¿quién era este individuo que manipulaba los controles de la consola, aparentemente ajeno a mi presencia? ¿Acaso se trataba de un científico del laboratorio donde había trabajado mi padre? Jamás lo había visto antes. Y si bien no era afecto a seguir las aventuras científicas de mi progenitor, creía conocer a la mayoría de sus amigos. El sujeto me resultaba desagradable pero no sé si era más por haber resistido mi golpe, por la inquietud generada por lo que estaba haciendo o por su total indiferencia a mi persona. A pesar de ello, me sorprendió.

—Su padre, señor —dijo seriamente—, fue un pionero en este campo. La muerte, tal como la entendemos, es solo una parte del ciclo. No puedo revelar todos los detalles, pero lo que estamos a punto de mostrarle cambiará su percepción de la realidad y de la muerte misma.

Intenté procesar sus palabras, pero mi mente se resistía a aceptar cualquier cosa más allá de la pérdida y el remordimiento que me causaba haber discutido con el viejo hacía apenas dos días, cuando no quise escuchar su más reciente y estrafalaria teoría sobre la vida y la muerte. ¡Viejo loco! En aquella oportunidad le grité y me fui dando un portazo. Ahora miraba fijamente las pantallas, buscando alguna pista, alguna señal que me anclara a la realidad.

—¿Qué está intentando decirme? —pregunté, mi voz temblando entre el desasosiego y la incredulidad.

—Su padre estaba borde de un descubrimiento que podría reescribir las leyes de la vida y la muerte. Y no solo contribuyó a este proyecto: él es la clave del mismo. Su consciencia, su esencia... —hizo una pausa para dar énfasis a sus palabras— no se ha ido.

Un escalofrío recorrió mi espina dorsal. ¿El viejo loco tenía razón? ¿Ese padre ausente que prefería estar en su laboratorio que, con la familia había logrado algo valioso? Sentí que el suelo se movía bajo mis pies, como si el mundo entero se estuviera desmoronando y debiera reconstruirlo otra vez a mi alrededor.

—¡Imposible! ¿Qué quiere decir? —insistí, con voz más fuerte esta vez, casi exigiendo claridad en medio del caos que se desataba en mi mente ante tal revelación.

El sujeto señaló una de las pantallas donde gráficos complejos y códigos binarios se entrelazaban formando patrones que me resultaban extrañamente familiares.

—Lo que quiero decir, señor, es que su padre está aquí. No en carne y hueso, pero su conciencia ha sido preservada, digitalizada. Estamos trabajando en la posibilidad de interactuar con él, de obtener su perspectiva sobre la realidad, de continuar su legado.

Me quedé en silencio. La ira que antes sentía se transformaba en una mezcla de esperanza y temor. ¿Era posible? ¿Podría volver a hablar con mi padre a través de una pantalla? ¿Ni siquiera su muerte me salvaría de tener que enfrentar sus locuras?

—Mire —dijo señalando un dispositivo en la consola en el que había introducido una llave de otra de sus cajitas—. Puede que no sea lo que espera, pero es algo que tiene que ver.

Dudé por un momento, mi mente luchando entre el escepticismo, la bronca y el deseo. Finalmente, asentí.  El sujeto activó el dispositivo con un elemento que sacó de otra de las cajas y todo el espacio se llenó de luces multicolores y reflejos intermitentes. De pronto, en la pantalla mayor apareció la figura de mi padre que con voz ronca pero usando su tradicional tono despreocupado y burlón, dijo:

—Hola, hijo. No me esperabas, ¿verdad?

 

MANIPULADORES Y MANIPULADOS

Luisa Madariaga Young & Sergio Gaut vel Hartman

 

Regresamos a la base y pasamos el resto de la tarde analizando la situación. Fejas admitió que Drotal tenía razón: la gente del Templo sería un hueso duro de roer, mucho más duro de lo que nosotros esperábamos. Incluso la parte racional y práctica de la psiquis de esa gente resultaba inusualmente cautelosa y rígida en exceso. Era obvio que si forzábamos la intensidad del ateízador lograríamos cierta apertura mental que serviría para que, durante algunos instantes, se vieran a sí mismos como lo que eran. Pero apenas retirado el aparato volverían a la obcecación previa. Le sugerí a Fejas que dejara el campo en funcionamiento, pero ella objetó mi moción argumentando que nuestra obligación no contemplaba poner en riesgo la vida de los acólitos, por repugnantes y necios que nos parecieran. La gente del Templo tenía limitadas reservas de racionalidad, más que limitadas. La noción de lo correcto, de lo bueno, de lo eterno y de lo aceptable naufragaba ante nuestros criterios, pero a ellos eso no les movía la aguja ni un milímetro y Fejas temía que una larga exposición a los efectos del ateízador fuera perjudicial también para nosotros.

—Nuestra tarea —dijo— es abrir el camino para que puedan pensar, no pensar por ellos. Si eso sucediera estaríamos haciendo lo mismo que el Padre Mayor del Templo. No aprenden, solo repiten. Son como esos electricistas retirados que han olvidado cómo hacen las conexiones y reciben una descarga cada vez que intentan cambiar una lámpara.

—Sin embargo —dijo Drotal—, no todo está perdido. Creo que existe un remanente de emotividad pura en sus mentes, no domesticada ni manipulada. Si no logramos despertar el raciocinio que se esconde en algún rincón de todo ser humano, por lo menos deberíamos intentar perturbar sus conciencias y sembrar la semilla de la duda.

Discutimos eso hasta que una exasperada Heiny irrumpió en la sala de reuniones. Por propia iniciativa, y sin nuestra autorización, se había presentado ante la gente del Templo y, aprovechando que nunca la habían visto antes, solicitó ser recibida por el Padre Mayor para presentarle una sugerencia. Acababa de saber, por una nota que le fue entregada por uno de los Acólitos Mayores, que la recibirían, y deseaba saber si nosotros aprobábamos su iniciativa, ya que estaríamos presentes en la reunión del día siguiente manipulando en secreto el ateízador, una vez más.

—Mañana entenderemos todo —insistió Heiny—. ¡Será histórico! Sabremos realmente quiénes son ellos, y si al frente del Templo hay seres humanos o si son… otra cosa.

—¡No! —exclamó Fejas—. Es un plan demente.

—¿Por qué no intentarlo? —refuté—. Todo lo demás ha fallado. Y si tenemos éxito la humanidad agradecida nos llevará en andas y no nos olvidará jamás.

Todos estuvimos de acuerdo en esperar al siguiente día con la esperanza de alcanzar las ansiadas respuestas a tanta resistencia y la nulidad de los efectos del ateízador. Con estos pensamientos, cada cual se retiró a sus respectivas actividades, no sin antes percibir la significativa mirada de Fejas que no alcancé a comprender, ya que de inmediato giró sobre sí misma y se batió en retirada.

Aproveché el tiempo restante para completar el informe diario de nuestro trabajo. El Gran Consejo no estaba para nada satisfecho de los hasta ahora escasos avances; la presión por lograr un resultado positivo de acuerdo a nuestros intereses se podía palpar en la atmósfera de la cabina de trasmisión.

―No podemos continuar extendiendo el tiempo de espera ―concluyó Theo, presidente del Gran Consejo y principal promotor del uso del ateízador para modificar cualquier motivación religiosa de cuanto grupo de acólitos encontráramos en cada rincón del universo conocido, explorado y de alguna manera “colonizado” por nosotros: Terrícolas liberados hacía siglos de ideologías basadas en la existencia de dioses que rigieran nuestro intelecto y todo proceso que implique un mundo sobrenatural.

―Tengo la convicción de que mañana encontraremos la brecha que estamos buscando en sus mentes ―refuté malhumorado; algo en mi interior se removió contra la impaciencia de Theo.

Con un gesto de despedida finalicé la trasmisión, me sentía cansado, lo menos que deseaba en este momento era volver a pensar o hablar sobre el tema. Dispuesto a retirarme, me sorprendió a mis espaldas la silenciosa entrada de Fejas.

―Comprendo tu propósito y al igual que tú, deseo salir lo antes posible de este lugar una vez concluida nuestra misión ―me dijo sin más preámbulos―. Ahora que estamos solos necesito que me escuches. Es absolutamente riesgoso manipular el ateízador mientras estemos todos en el Templo.

Mi mal humor volvió a elevarse y la miré con impaciencia a la espera de que de una vez por todas se explicara de manera coordinada y comprensible para mí.

―Ya he dicho que puede ser peligroso ―continuó hablando―. Puedes reírte o creerme loca, pero tengo un mal presentimiento. Por millonésima vez he estado estudiando los procedimientos para la utilización del ateízador. No son muy explícitos en cuanto a los efectos negativos por una exposición prolongada ni cuáles podrían ser los síntomas. En este punto se diluyen en tecnicismos; razón por la cual me vuelvo a cuestionar y te pregunto: ¿Por qué y para qué arriesgarnos? ¿Acaso no te parece mejor hacerles creer que aceptamos su certidumbre? Hemos estados tan confiados que quizás hayamos pasado por alto detalles que puedan lograr una mejor comprensión por parte de ellos sin necesidad de aplicar la tecnología. Ya somos tres los que creemos que ahondar en la mente del Padre Mayor es la ruta más factible.

No tuve más alternativa que reír. ¿No éramos nosotros, humanos altamente desarrollados; poseedores de un intelecto basado en el pensamiento lógico? ¿Desde cuándo era necesario un mal presentimiento para desviarse del objetivo? Me miró decepcionada, había interpretado mis pensamientos sin necesidad de respuestas.

―En esta misión eres quien toma las decisiones. ―Su respuesta, dicha en voz baja y calmada, dejaba notar su frustración, ya que yo no estaba dispuesto a ceder. ―Mañana será otro día, nos vemos en el Templo.

 

A la hora fijada estábamos todos frente a las colosales puertas de entrada del Templo. No había cambiado de idea con respecto a traer con nosotros el ateízador. Drotal sería el encargado de manipularlo a medida que se desarrollara el encuentro. Nos recibió el mismo Acólito Mayor de la víspera, quizás por coincidencia o porque sencillamente era el asignado para estos tipos de encuentros. Con un gesto indicativo para que lo siguiéramos nos fue guiando por una larga galería que no habíamos visto antes y que desembocó en una amplia sala. En el centro y rodeado de sus principales se encontraba el Padre Mayor, de pie y esperándonos; el resto de los acólitos formaban un semicírculo a lo largo de las paredes.

Ninguno de ellos tenía la expresión obcecada que conocíamos. Por un instante pensé en las palabras de Fejas la noche anterior, pero enseguida lo deseché.

 Con una leve señal le hice saber a Drotal que era el momento de iniciar el ateízador. Fejas se removió inquieta y Heyni dio un paso adelante como la principal mediadora haciendo un gesto de saludo y respeto. El Padre Mayor levantó su mano en respuesta invitándonos a acercarnos.

―Sean bienvenidos ―expresó el Padre Mayor; y sin esperar nuestras respuesta continuó hablando ante nuestro creciente asombro―. Sabemos cuáles han sido sus objetivos desde que llegaron, al igual que ustedes, vivimos bajo nuestras propias creencias y costumbres… ―por un segundo se interrumpió mirando a Drotal―. No es necesario que hagan eso, no va a surtir efecto… Ustedes se creen seres superiores porque en algún momento de su existencia concluyeron que la misma se debe a procesos naturales sin ninguna divinidad de por medio que influya en la evolución. Es por esta razón que intentan de manera infructuosa modificar nuestro entorno y pensamiento racional de acuerdo a lo que ustedes consideran como cierto. En su empeño han olvidado algo muy importante: el libre albedrío. ¿Qué les hace pensar que tienen el derecho o la obligación de hacernos sus iguales? Están mostrando el mismo patrón desde hace milenios, creen que sus pensamientos dogmáticos deben prevalecer sobre cualquier otro y por tanto convertirlo en una obligación para el resto sin importar el costo. ¿Sobre qué base del conocimiento ustedes pueden afirmar que somos diferentes o todavía seres muy inferiores?

Guardó silencio por unos minutos, quizás esperando por algún argumento nuestro, quizás disfrutando la confusión general. El caso es que en ese momento no alcanzábamos a hacer otra cosa que mirarnos unos a otros ¿Cómo pudo saber lo del ateízador? Y peor aún ¿Quiénes eran realmente esos seres que tan hábilmente nos cuestionaban, mostrando o aparentando un intelecto hasta ahora oculto a nosotros.

―Estamos aquí… ―dijo Heyni, pero no pudo completar la frase ya que el Padre Mayor la silenció con un gesto.

―Todos sabemos por qué están aquí. ¿Qué explicación absurda que no sea la infinita ambición de los humanos de imponer su voluntad? No ha sido casual su llegada, tampoco nuestra tolerancia. Conocemos sobre ustedes desde el principio de su miserable e incierta existencia, cada proceso, cada grano de historia, la que cuentan, la que ocultan y también la que escapó de sus registros. Y la historia humana está teñida de sangre. No, no nos vean con esos rostros que proclaman que todo quedó en el pasado hace tanto que se pierde la memoria. No estamos cuestionando su total desprendimiento de cualquier pensamiento o acción regido por lo divino, pero les pongo en tela de juicio lo que de forma arbitraria y con pleno conocimiento pasaron por alto. Cada tramo del camino recorrido por ustedes ha estado presidido por las conveniencias, el engaño y como seguro recurso, la violencia. Cada civilización que emergió creó y divinizó a sus propios dioses, todos y cada uno de ellos todopoderosos y omnipotentes que se basaban en un mundo de obediencia, prohibiciones e infinidad de cuestiones solo aplicables a la gente común, que obcecada en sus ansias de alcanzar la bendición divina no osaban alzar sus propias voces, ya que los pocos que lo hicieron fueron de inmediato silenciados. No existió ninguna de las que ustedes llaman religión que no difundiera el infinito amor de sus Dioses, como tampoco existió alguna que no incitara a despreciar, odiar y hasta destruirse entre sí, olvidando por completo que nacieron para amarse unos a otros y vivir en armonía y respeto. Ustedes mismos, libres de toda creencia divina, fueron en sus tiempos perseguidos y juzgados por las mismas causas y a la vez juzgaron y persiguieron.

Hizo una nueva pausa y yo aproveché para mirar a Drotal.

—No funciona —me hizo saber con disimulo.

―No puede funcionar. ―El Padre Mayor volvió a dejarnos mudos por la sorpresa―. Ya no estamos interesados en ustedes ―continuó diciendo como si nada―. Se les permitió la entrada por un curioso tecnicismo del pensamiento científico. ¿Quiénes y cómo somos? Se lo dejamos a su intelecto. ¿Alguna vez se preguntaron, en su larga historia, por qué ninguna religión, secta o lo que sea, jamás se pudieron poner de acuerdo para lograr el pensamiento armónico que llevan siglos viviendo? ¿Por qué el Gran Consejo pudo conseguirlo? ―solo en ese momento se dirigió directamente a mí―. Está diseñado para que no actúe contra hologramas creados para ostentar la nulidad de sus empeños… Les ofrecemos el tiempo suficiente para que se retiren de nuestro sistema sin necesidad de mostrarles las consecuencias de un regreso.


DESTELLOS

Gabriela Vilardo & Sergio Gaut vel Hartman

 


—Soy creyente —afirmó Karlos mientras rellenaba su copa—. Por eso la muerte no me asusta, querido Esteban.

Pero lo era, pensé para mis adentros. ¿Y qué soy yo? Para él, resultaba mucho más sencillo. Una certeza compartida: no hay nada antes y no hay nada después. La habitual angustia se apoderó de mí. Entre dos nadas surge un destello mínimo; esa es nuestra existencia. No habrá recompensa ni retribución futura. Nada. No hay esperanza de que ese destello vuelva a brillar en algún lugar y momento.

Desesperados, inventamos un sentido para eso, nos convencemos íntimamente de que cada destello es diferente, que es verdad que unos desaparecen sin dejar huella mientras otros alumbran el planeta con ideas y hechos. Estos últimos, claro, son ejemplos a seguir si se desea que la vida tenga algún significado, mientras que los primeros merecen sólo lástima y desprecio. Y la euforia juvenil es tan grande y potente que esa simple carnada funciona perfectamente con cada adolescente, en caso de que reflexione sobre tales temas. Sólo cuando uno deja atrás ciertas cumbres y desciende por una ladera, comienza a comprender que todo esto no es más que palabrerío, discursos vacíos, justificaciones y consuelos que intentamos ofrecer al vecino, al que la tierra se le escapa bajo los pies.

No importa si has construido un estado o una choza con materiales robados, ya que sólo está la nada antes y la nada después, y la vida tiene sentido únicamente hasta el instante en que uno comprende esto con todas sus implicaciones. En realidad, cada vida concreta no consiste en actos a los que se puede aplicar el concepto de sentido, sino en amarguras y alegrías, grandes y pequeñas, momentáneas y prolongadas, puramente personales o vinculadas a cataclismos sociales. Y no importa cuántas amarguras cayeran sobre una persona, siempre le queda algo en su reserva para calentar el alma.

—Un centavo por tus pensamientos —dijo Karlos cuando mi silencio se prolongó más de la cuenta.

—No se te escapa que tengo una fuerte tendencia a realizar lúgubres elucubraciones. Eso me ocurre desde hace relativamente poco. En mi opinión, es un aviso de la demencia senil, o al menos de la impotencia senil, en el sentido amplio de la palabra. Al principio, esos ataques me asustaban: me apresuraba a apelar al remedio probado contra todo luto físico o espiritual, bebía un vaso de licor y a los pocos minutos, la imagen habitual del destello que alumbra la habitación a oscuras me entrega la convicción de un postulado social. A continuación, cuando esos descensos a las profundidades de la angustia universal se hicieron habituales, dejé de asustarme, y fue correcto, ya que, como después se aclaró, las profundidades de la angustia tenían fondo: yo tomaba impulso en él y siempre volvía a la superficie.

—No soy ajeno a esas fantasías —replicó mi amigo—. En el fondo, la lógica lúgubre de las profundidades sirve sólo para el mundo abstracto de los actos de la humanidad. Cada vida concreta no consiste en esos actos grandiosos, sino en pequeñas alegrías y grandes amarguras, en vivencias personales e íntimas.

Mientras que Karlos llenaba su copa una vez más, su tranquilidad ante la muerte me parecía casi envidiable. Su creencia le otorgaba una paz que yo no lograba alcanzar. Me pregunté si algún día sería capaz de hallar esa misma paz o si estaba destinado a esta continua lucha interna.

El destello de la vida seguía siendo un misterio, un chispazo fugaz entre dos nadas inmensas. Inventamos significados, buscamos consuelos en creencias y filosofías, pero en el fondo, sabemos que todo es temporal. El peso de la existencia y su aparente futilidad siguen siendo una carga difícil de llevar, aunque necesaria para nuestra supervivencia emocional.

Observé a Karlos, su semblante sereno y confiado, y me pregunté si alguna vez había tenido que enfrentar las mismas dudas que ahora me atormentaban. Tal vez su fe le había protegido de esos descensos abismales en la angustia existencial. O quizás, simplemente, había encontrado una manera de aceptar la fugacidad sin perder la esperanza.

En la quietud de la noche, con las copas llenas y el silencio envolviéndonos, comprendí que la búsqueda de sentido es una parte intrínseca de la condición humana. Y aunque la respuesta definitiva seguía siendo esquiva, el simple hecho de buscarla ya era, en sí mismo, un acto de resistencia y esperanza.

Por ese motivo, la perturbadora llegada de Erika destrozó por completo la frágil paz a la que había logrado llegar.

—Escuché la última parte de la conversación —dijo señalando la botella—. Solo el ateísmo más firme e inquebrantable puede proporcionar respuestas y consuelo. La muerte es un problema de los vivos, solo de los vivos. Los muertos… lo muertos no tienen nada de qué preocuparse.

—La verdad es que tu forma de irrumpir no es la más seductora, Erika. Deberías dar dos pasos atrás, abrir esa puerta otra vez para atravesarla y no volver por un rato bastante prolongado. Si dura años, mejor.

Pensé que el ateísmo podría dar respuestas pero no consuelo. ¿Por qué ella tendría que estar tan segura de eso? ¿Consuelo a quién o de qué? Erika hizo caso omiso a mi invitación, se sentó, se sirvió una copa, y la levantó para brindar. Ni osé levantar la mía. Karlos tenía los ojos entrecerrados y simulaba una sonrisa, la misma con la que acompañaba su relato de volver a ver el túnel... estaría en esa intención ridícula sin morirse. Lo hacía cada vez que venía a visitarme. Yo entrecrucé mis dedos e hice circular mis pulgares. Tres veces hacia atrás y tres hacia adelante, alternativamente. Un gesto de mi persona que bien conocía. Ese círculo ligero parecía poner en movimiento mis posibles acciones para explotar y conforme se aligeraba, el resto de los dedos se fundía con más contundencia para no permitir nada. Erika me miraba con insistencia; jamás se amedrentaba frente a mis actitudes, esas, implícitas en un gesto. Le divertía mi furia. Y era eso lo que estaba logrando: enfurecerme cuando, después de haberle dado vueltas a la cuestión a través de la sensación de serenidad de Karlos y mi resignación a seguir rescatando destellos estaba a punto de entrecerrar también mis ojos para ensayar algún tipo de convencimiento. Traté de ignorar a Erika que arremetía con argumentos demasiado mundanos. Trajo a colación, en la penumbra, las ironías y las prepotencias recurrentes del tío Pedro, la tristeza instalada en la mirada del tío Julián que no le había bastado para reclamarle a la guerra ese estado hasta el día de su deceso, el sacrificio de la abuela sometida a su segundo esposo y la altanería de don Fernández cuando ganó un lugar en el mundo por su empresa, mitad trabajo, mitad suerte. Mis pestañas empujaban hacia abajo para mantener los párpados caídos pero mis dedos pulgares habían tomado velocidad.

 —Siempre queda algo para calentar el alma —murmuré.

 Escuché cómo Erika movía la copa y el hielo chocaba contra el cristal. Parecía gozar frente a mi desesperación existencial. Los ronquidos de Karlos, que irrumpían, entrecortados, daban cuenta de su tranquilidad mientras mi hermana traía una retahíla de situaciones particulares mezclando la idea de destino con causalidad, ateísmo y agnosticismo, túneles inventados y ridículas intenciones de los vivos para creer en sentidos.

 —Ignoro, con todas esas elucubraciones contradictorias, si has llegado, alguna vez, a las profundidades y has vuelto a la superficie tal como hemos coincidido con Karlos, a pesar de nuestras marcadas diferencias; o si no tuviste ninguna de las dos posibilidades —le dije apretando los dientes—, porque, de ser así, tal vez, a esta edad, podrías considerarte una desgraciada criatura puesta en este mundo para desorganizar estados y desorganizarte. Creo que ni siquiera sirven tus inferencias para encontrar un sentido a algo. Lo siento por ti, Erika. Debe ser exageradamente doloroso estar y no estar. Y estar por estar.

 Nunca entendí esa extraña manera de incomodar que Erika ha tenido en esta familia con sus actitudes, a veces, tan diferentes. Si la muerte era un problema de los vivos, tal como ella declaró, me pregunté por qué se empecinaba en desbordarme y hacerme creer que mis destellos, esos que aparecían para equilibrar mis dudas eran inútiles. Ha tenido el tupé de mofarse de lo doméstico que ha condicionado la vida de viejos tíos y de algún vecino de por ahí, para confirmar que estaban todos en un mismo lugar ahora, o en ninguno, vaya paradoja para clavar espinas. Y ha tenido el descaro de convencernos de sus ridículos estados a lo largo de toda la vida con analogías increíbles: cansada como en el desierto, agotada como en un campamento de guerra, ahogada como en otro planeta, obnubilada como en el Partenón. Escuché que se había servido licor otra vez.

 —He decidido, Erika, aconsejarte que dejes de beber y que te retires a tu habitación. Has tomado la mala costumbre de deambular por las noches a esta edad, y con tus achaques… Prefiero que la muerte te sorprenda en una cama porque ya ni siquiera tengo paciencia para escuchar que, además de negar la angustia de tu final, te empecines ahora en empezar a negar tus orígenes, aquí en la penumbra de nuestra sala de estar. Si la muerte es un problema de los vivos… no deberías preocuparte… parece que no hay categoría en la que puedas habitar…

—Quédate con tus destellos, Esteban, para justificar tu existencia. Yo ya he vuelto tres veces. Ya no más. Prefiero permanecer.

 Karlos roncó y se acomodó para seguir durmiendo en el sillón. Erika empezó a deambular alrededor de una mesa. Penumbras en el lugar.


EL VISITANTE INESPERADO

Itzel Flores García & Sergio Gaut vel Hartman

 

El despertar fue muy desagradable. Yacía de espaldas y algo le oprimía el pecho. Por un momento, antes de abrir los ojos, imaginó que Sara, la gata de Magda, que él se había comprometido a cuidar mientras ella estaba de viaje, había logrado burlar las defensas y estaba en el dormitorio. Pero a medida que fue recobrando la capacidad para analizar la situación, poco a poco, advirtió que era algo interno, como si una bola de goma se hubiera alojado en el esófago. Ya pasará, se dijo, incorporándose en la cama.

Del otro lado de las paredes, los autos y camiones se desplazaban por la autopista produciendo un gran estruendo. Tardó unos segundos en advertir que, además del ruido de los vehículos, estaba oyendo el rumor de los truenos de una futura tormenta. Pero en el departamento reinaba el silencio. Recordó algunos de los detalles de la perturbadora noche anterior. Había bebido de más y, tras ingerir algo que le obsequió Pierre, terminó en la cama con esa chica, ¿cómo se llamaba? ¿Astrid? ¿Helga? Tenía un nombre nórdico, pero no lograba recordarlo. O sea que, producto de la agitada víspera, además de la bola en el pecho, percibía un constante murmullo en la cabeza, un resabio metálico en la boca y una desagradable sensación global de que era la misma basura de tipo que siempre había sido.

Comenzó a examinar qué posibilidades tenía de emerger del lamentable estado en el que estaba, cuando escuchó una nada refinada sucesión de golpes en la puerta. Debía ser Magda que regresaba del viaje, ¡por fin!, y había olvidado sus llaves; se dispuso a atender.

Abrió la puerta del dormitorio, pasó por la cocina, que estaba sorprendentemente limpia, algo que no tenía ninguna explicación racional, ya que él lavaba los platos cuando no le quedaba ninguno utilizable, y se detuvo ante el llavero de la pared. Las llaves de Magda no estaban allí, lo que solo podía significar que ella se las había llevado y, a menos que las hubiera perdido, la que estaba golpeando la puerta no era su amiga.

Mientras forcejeaba con la cerradura, hubo otra “delicada” serie de puñetazos sobre la madera.

—Va, ya va —dijo con la voz destrozada por todas las calamidades que le habían caído sobre el cuerpo—. Un minuto, ¿Magda?

No hubo respuesta, y cuando al fin abrió la puerta vio a un sujeto desconocido que se limpiaba los zapatos en el felpudo de bienvenida. El visitante era un hombre maduro, desprolijamente vestido; usaba pantalones de franela, una camisa violeta y corbata blanca. Un sombrero Stetson le cubría la cabeza y unas enormes gafas para el sol ocultaban sus ojos. Al ver ese cuadro, todos los dolores y molestias se intensificaron hasta límites insoportables.

—Buenas —dijo el visitante mirándose las uñas de la mano derecha—.  He sido enviado por la Sociedad Protectora de Animales después de una denuncia presentada anoche. Traigo una orden de inspección y le pido se haga a un lado para que pueda proceder a ingresar a su domicilio.

—Pero qué demonios dice. Denuncia, ¿por cuáles motivos?

El visitante le dio un empellón y cuando reparó, aquél ya se había metido hasta la cocina.

—Sí, sí, sí —alcanzó a decir mientras caminaba revisando las gavetas y anaqueles—. Como le dije, anoche recibimos en la Sociedad Protectora de Animales, un correo electrónico firmado por Magdalena del Prado. Procedo a dar lectura del documento y posteriormente haré una revisión minuciosa de su departamento. Y leo:

 

A quién corresponda:

 

Hace un par de días dejé a mi gatita y mi departamento al cuidado de mi amigo Pedro Romo porque tuve que salir de la ciudad por motivos de trabajo. Ayer que regresé, a eso de las 11 de la noche, escuché unos ruidos desde fuera y me apresuré a entrar. Lo que vi fue terrible. Pedro estaba ensangrentado de pies a cabeza, tirado en el sofá masticando vorazmente algo que luego pude reconocer como un gato. Grité llena de espanto porque lo único que se veía fuera de su boca llena de dientes filosos, era la colita blanca de mi gatita Sara. Me le fui encima a los golpes, pero él no reaccionó. Estaba como en un trance extraño. Decidí no hacer nada más  por el momento y me dirigí a casa de mis padres para encontrar calma para saber cómo proceder. Estaba bañada en llanto y mi madre me aconsejó que escribiera este correo para que se tomaran acciones legales contra ese asesino.

Ruego a ustedes vayan a la calle Tulipanes #34 departamento 13 lo más pronto que puedan para recuperar las evidencias necesarias para refundir en la cárcel a Pedro Romo.

Quedo atenta a cualquier notificación desde mi teléfono celular.

 

PD

Hago notar que Pedro Romo está registrado en la Secretaría de Relaciones Exteriores como naturalizado terrícola desde el año 2525, pero tiene una carta condicionante por ser un exconvicto en su planeta.

 

Sin más por ahora, firma

 

Magdalena del Pardo.

 

El visitante terminó de leer el texto y continuó con el protocolo de inspección mientras Pedro se sentaba en el sofá completamente devastado, no sólo por el malestar físico, sino también por la pesadumbre moral que lo embargó después de saber lo que supuestamente había sucedido.

La bola que sentía en el esófago le provocó arcadas así que se puso de pie y corrió al baño. Mientras aquello que tenía atorado lo hacía vomitar, le llegaron recuerdos de la noche anterior; después de haber bebido aquello que le había dado Pierre, había tenido un sexo increíblemente satisfactorio con la noruega, pero ella no se quedó mucho tiempo y él se durmió.

De rodillas ante el WC el vómito no se detenía, y las secuencias que se le venían a la memoria eran intermitentes. Ahora comprendía el porqué de la limpieza de la cocina. La vergüenza que sintió y el miedo a ser descubierto, le hicieron limpiar aquel desastre.

La bola atorada, ya estaba en su garganta, pero la impresión que tuvo al escuchar la voz del visitante inesperado detrás de él provocó que se le atorara aún más.

—Señor Romo— dijo con un gesto de desagrado al verlo ahí tirado—, no encuentro ningún rastro de lo denunciado en el correo, y como lo veo muy indispuesto para responder al interrogatorio previsto para el caso, me sentaré en la sala para esperarlo.

Las arcadas eran cada vez más fuertes y la bola que sentía en la garganta por fin salió de su boca, pero su anatomía se vio afectada. Al arrojar lo que traía dentro, su boca se extendió tanto que salieron de él los pedazos de la noruega y en un ovillo, intacta, Sara.

 

CONJETURAS Y MENTIRAS

Hernán Bortondello & Sergio Gaut vel Hartman

 

Permanecimos en silencio durante varios minutos. Los únicos sonidos, durante ese lapso, fueron el siseo de la cafetera, el ronroneo del gato y el gemido de los neumáticos al rodar sobre el pavimento mojado. La lluvia había comenzado tres días atrás y cada vez era más intensa.

—De acuerdo, está bien —dijo finalmente Stefi—. Nuestra imaginación es pobre, y apenas si sirve para procesar lo banal. Pero deben convenir en que si dejamos de lado los aspectos perversos del asunto, todo lo demás resulta encantador. Es como si en verdad existieran.

—¡No digas estupideces! —se exaltó Peter—. Se ha discutido tanto, se ha conjeturado tanto, se ha mentido tanto, que algunas personas terminaron creyendo que no es una mera invención de los medios.

—"Una mentira repetida mil veces se convierte en verdad" —sentenció Barak—. Joseph Goebbels, ministro de propaganda nazi.

—No hay evidencia alguna de que Goebbels haya dicho o escrito exactamente estas palabras —refutó Peter—. Eso es una simplificación popular de sus métodos y estrategias de propaganda, pero no proviene de un escrito o discurso específico de Goebbels.

—Da igual —dijo Barak—. Lo haya dicho o no, coincidirás conmigo en que el tema ya está instalado. Pasó lo mismo con los platos voladores, la llegada de Armstrong y Aldrin a la Luna, las idiotas y misteriosas explicaciones para las...

—No es el punto —intervino Trini—, y lo sabe. Si en verdad existen y van a venir esta noche a demostrar que estamos equivocados...

Peter lanzó una estruendosa carcajada. Cuando pudo calmarse explicó las razones de su hilaridad.

—¡Claro que no es tal como creíamos! De paso, les digo y no me arrepiento de hacerlo, siempre tuve la íntima convicción de que cuando… ellos, lo que sean, cuando ellos lleguen, serán tan diferentes de todo lo que hayamos concebido al respecto que ni siquiera nos vamos a dar cuenta de que están aquí.

—¿Están aquí, ahora mismo? —se espantó Stefi.

—Es una manera de decir —aclaró Peter.

—¿Quiénes son "ellos"? —interrogó Woferovski, distraído, interviniendo por primera vez en toda la noche; se dispuso a encender un cigarrillo.

—Acá no se fuma —amonestó Trini. Woferovski se encogió de hombros y mantuvo el encendedor a un centímetro del objetivo.

—“Ellos” son los alienígenas —contestó Peter.

—Hablábamos de banalidades —dijo Barak—. Y ahora esto. ¡Por favor!

—Pero convengamos, Barak, en que los avistamientos ovnis y los presuntos encuentros son una gran mentira sobre la que abundan infinidad de conjeturas banales —dijo el reconocido genetista y biólogo celular Peter Burton—, pero de allí a ignorar, por ejemplo, la ecuación de Drake o las posibles excepciones a la paradoja de Fermi…

—¡Ah…! ¡Los alienígenas! —exclamó el nobel en literatura, orgullo de Varsovia—¿Acaso niegan la existencia de los inadaptados verdecitos que suelo sorprender meando en mi jardín cuando cae el sol?

—Cállate ya, tonto —reprendió Peter, molesto con el escritor—. Pese a tus superfluas ironías, la invitación de nuestro contactado te ha movilizado lo suficiente para arrastrar tus perezosas bolas hasta la residencia de David.

—Prefiero que me digas tonta, grosero pero amado Peter —observó Rafal Woferovski exagerando su aguda voz impostada—. ¿Acaso no veis que soy una desvalida ballena rosa varada en esta poltrona?

—¡Puf! ¿No les parece que esta conversación se pone aburrida y no nos lleva a ninguna parte? —cuestionó fastidiada Trini—. Al menos podríamos ser lacónicamente elegantes y limitarnos a manifestar si tomamos en serio o no este asunto. Pero pensándolo bien, incluso si así lo hiciéramos, ¿importaría, amigos?

—Gran verdad y verdadera síntesis de alcances existenciales, Trini. ¿Algo realmente importa un reverendo carajo en esta vida? —el obeso Woferovski acompañó la pregunta retórica con un afeminado revoleo de ojos­—. Sin ir más lejos, empoderada muchacha, tú no apruebas que fume aquí, y yo podría considerarte y no fumar, o mandarte a la mierda y fumar como una chimenea. Pero ni lo uno ni lo otro; nada vale. ¡Hey, Barak, tú eres el anfitrión! ¡Os intimo me sirvas otro vaso de ese scotch que tanto estás mezquinando!

—¡Termínenla, por favor! —Trini se había hartado de escuchar zonceras—. Más allá de poses y chiquilinadas, Peter ha dado en el clavo. ¿Acaso no estamos “todos” esperando aquí? Supongo que ustedes no habrían sacrificado su valioso, y sobrevalorado tiempo, si no hubiesen considerado la mínima posibilidad de que en esta noche de mierda pudiésemos encontrarnos con quienes presuntamente nos citaron. Oh, si…, si hay algo totalmente indiscutible es nuestra absoluta incertidumbre. ¿No lo creen así? —la española acompañó su jaque mate con una sonrisa de medio lado.

Hubo un silencio generalizado ante el inapelable argumento. Barak sirvió whisky a Woferovski, este se apresuró a llevárselo a la boca, Peter le pidió la hora a Stefi, y esta se la dio.

—¿Ah escuchado, estimado Ihsan Aydin? Nuestra frágil lingüista Stefania me asegura que ya han pasado quince minutos de la medianoche ­—dijo el doctor Burton dirigiéndose al sexto personaje de la sala, que, algo alejado del resto y sentado a la mesa del comedor formal, tiraba cartas de tarot en concentrado silencio—. ¿Tiene idea si quienes te han contactado suelen ser impuntuales? —agregó disimulando mal su ansiedad; pretendía en vano ser burlón.

El renombrado médium, astrólogo y tarotista turco, respondió sin quitar la vista de los naipes iba dando vuelta.

—Ya me estaba extrañando que no me hicieran esa pregunta dado que, en efecto, nuestros amigos de Kepler-452b son unos maniáticos en lo que respecta a la puntualidad, aunque, claro, a ellos les resulta fácil…

—Señor Aydin, usted sabe que su fama lo precede —intervino tomando coraje la tímida Stefi—, y que por ello aceptamos su invitación para asistir a lo que nos aseguró que sería un encuentro memorable. Pero existe una cuestión básica que no le ha aclarado a ninguno de los cinco, y eso me produce escozor; desconfío de la falta de explicaciones en cualquier plano de la vida. Díganos, por favor, Aydin, ¿por qué nos eligió y no optó por otras personas? —la prodigiosa joven francesa sabía que la interpelación no era lo suyo…

—El loco ha salido al derecho… ¡qué oportuno! —observó Ihsan analizando la carta que había destapado—. ¿Sabes qué, pequeña Stefania Buchard?, no es casual que este arcano haya querido responder a tu pregunta. Entre otras cosas, el loco, el bufón, representa la inocencia. —El comentario de Ihsan fue mucho menos misterioso que el tono con el que lo expresó.

Rafal se rio con una especie de chillido alocado.

—No estás errado, supremo gurú. ¿Qué puede ser más inocente que una virgencita que pasa veinte horas por día descifrando jeroglíficos? ¡No tiene tiempo de explorar el pecado!

—Pero ha tenido tiempo, por ejemplo, de descifrar el código rongorongo de la cultura rapa nui… —deslizó con gesto severo el místico, cortándole en seco la risa al literato—. ¿Acaso tú crees que por ser un agudo escritor, mago de las palabras, que abusa de los vicios y el descontrol, necesariamente eres menos inocente en el sentido del que habla el Tarot? ­—Ahora Ihsan había abandonado las barajas y desde su silla miraba directamente a los ojos de Woferovski con una serenidad casi insoportable para este.

—¿Acaso tienes por inocente a un agente de la inteligencia israelí como David Barak o a una doctora en psicología criminal como es mi caso? —dijo Trini, picada por la manera de hablar del médium.

—Amigas y amigos, la inocencia a la que me refiero es la de aquellos que poseen en su interior dones, potencialidades o características extraordinarias que desconocen por completo…

Barak se acercó a Aydin y le ofreció un vaso de su preciado escocés que fue entusiastamente aceptado.

—Bueno, señor, si mal no entiendo, usted ha empezado a responder la explicación que le exigió Stefi —observó el integrante de la Mossad—. Está claro que nos ha seleccionado por aspectos que nos son intrínsecos y que ignoramos… ¡Pero por Yahveh! ¿Será explícito de una maldita vez, carajo? —rugió el delgado israelita, y sus profundos ojos negros brillaron iracundos.

Lentamente, Ihsan, se levantó de su asiento y se puso de pie. El nativo de Ankara era un gigante de dos metros diez, espaldas muy anchas, rasgos regulares y una barba pelirroja pobladísima. Cruzó los brazos sobre el pecho y en sus labios se pintó una juguetona sonrisa.

David, de estatura normal, notó que su cara se topaba con el tórax del turco.

—Pues, ¡joder!, te advierto que esta vez no traigo la honda… —dijo con prudente humor Barak—. Supongo que además eres musulmán… ¿no es así?

—Muy musulmán, diría —ahora el pelirrojo mostraba una blanca y lobuna dentadura.

—¿Me matarás? —preguntó con curiosidad fatalista David.

La mirada de Ihsan pareció estar barajando la posibilidad planteada, pero luego comenzó a reír, reír y reír, hasta saltarle lágrimas de los ojos. Barak intentó pedir disculpas al astrólogo pero a la mitad de ellas se tentó y no pudo evitar reírse por haberse salido de las casillas como un niño; y como la risa es contagiosa, finalmente los seis estaban a las risotadas.

Limpiándose la humedad de los ojos con los dedos mayores de ambas manos, el corpulento personaje que los había convocado volvió a sentarse, y todos lo imitaron.

—¿Preguntan por qué a ustedes? —retomó el hilo Ihsan—. Primero debo corregirlos, yo solo los convoqué, no los elegí. Me fueron apuntados a través de un contacto psico-espiritual o de una abducción de la que no guardo registro. Además, se vieron obligados a aclararme la situación por la que me necesitaban.

—Entiendo que se refiere a la llegada de los extraterrestres —interrumpió impaciente Woferovski—. Pues por cualquier otro motivo no hubiese dignado a desplazar mi grácil cuerpo, ni quitado mis cómodas chinelas de terciopelo púrpura.

—Pues…, no tenga dudas del arribo de estos seres, Rafal. Pero ahora volvamos a vuestra interpelación: ¿por qué a ustedes? Veamos… ¿Saben que todos ustedes son RH nulo? ¿La “sangre dorada” que solo poseen cuarenta personas en todo el mundo?

Los cinco aludidos se miraron entre sí para luego volver sus rostros hacia Aydin con expresión confundida.

—Supongo que todos lo sabemos pero jamás imaginamos que la compartíamos… —balbuceó Stefi.

—Y no es lo único que comparten. Comparten la misma exacta edad, ninguno de ustedes conoció ni a su madre, ni a su padre, y parte de vuestra infancia transcurrió en orfanatos hasta que fueron adoptados. Todos son eminencias en el estudio de la condición humana de una u otra forma. Tú, Rafal, posees una agudísima sensibilidad, aunque no lo parezca, y a través de tu arte retratas las profundidades del espíritu y el drama existencial de las mujeres y los hombres…

—¡No dejes de lado a la comunidad LGTB! —agregó el polaco y sus manos revolotearon en el aire como mariposas.

—Si lo vuelves a interrumpir... te ahorcaré —amenazó suavemente Peter.

—…luego tenemos el caso de David, un maestro en el sutil arte del gran juego, conocedor de las debilidades y fortalezas de amigos y enemigos; el de Stefi, y su don de entender como un único idioma todas las maneras de comunicarse de sus congéneres desde los antediluvianos hasta sus contemporáneos. ¿Y qué decir de Peter que entiende como nadie la arquitectura del homo sapiens y a descubierto que los endiosados genes solo son peones de las células, o sea de nosotros mismos?

Hubo un silencio… luego otro, y luego otro más prolongado aún. Los seleccionados intentaban asimilar tanta información, pero Ihsan siguió hablando.

—¿Qué están haciendo ustedes básicamente en éste momento, señoritas y señores? —la pregunta, de quien probablemente llevaba sangre hitita en las venas, y que concebía a un dios mucho más abstracto que las otras dos religiones monoteístas, tuvo un tinte inexplicablemente ominoso.

—Eh… ¿Esperando a los alienígenas? ¿No? —titubeó la insegura Stefi y pidiendo ayuda con la mirada al resto de los convocados.

—¿Te refieres a los puntualísimos keplerianos comprometidos a estar aquí a la medianoche exacta mientras mi reloj marca las 12:50? —planteó Ihsan como un profesor paciente­­—. Por favor, queridos, presten atención a los sonidos de la noche y que alguien intente detectar la aproximación de quienes están esperando…

Por más que Trini, Stefi, Rafal, Peter y David contuvieron la respiración y aguzaron sus sentidos, lo único que percibieron fue el rumor de una llovizna fina. Era un barrio suburbano y ya ni siguiera circulaban automóviles; la luna nueva contribuía con su invisibilidad a la tétrica y húmeda obscuridad. El gato había desaparecido y el café, casi intocado, se helaba en las tazas.

—Puta madre, no creo que allí afuera esté ni el mismísimo diablo —dijo desalentado Burton; los murmullos de asentimiento acompañaron la expresividad del irlandés.

—Sin embargo, estimadísimos, ellos hace una hora veinte minutos que están aquí… —puntualizó Aydin.

­­—¡Por el dios Baco y sus bellos y putos pajes! —exclamó histriónico Woferovski—. ¡Dime que no te estás dando con LSD, brujo otomano! ¡Compártelo, al menos!

—¿Hace una hora veinte…? ¿Estamos hablando desde las 23:30? —preguntó Peter más para sí mismo que para Aydin—. Esa es la hora en la que llegamos… puntualmente —y esa última palabra hizo que algo empezara a tomar forma en su mente, algo que todavía no terminaba de identificar, o quizás de aceptar. Sin embargo, su subconsciente se le había adelantado y ordenaba erizarse a cada vello de su cuerpo, provocándole un escalofrío.

—No estará insinuando, Ihsan, que… que nosotros… nosotros mismos… —balbuceó Trini, perdiendo todo su aplomo ante la sensación de que el piso se abría bajo sus pies.

—En efecto, ustedes han llegado —dijo con gran dulzura el médium­­— hace ya treinta y tres años en realidad. Han cumplido su misión de manera insuperable y ahora su gente los espera con mucho anhelo.

—¡Usted es un loco de mierda! —explotó Trini— ¿A qué está jugando con nosotros?

Barak, Woferovski y Burton se pusieron de pie furiosos con toda la intención de zamarrear al falaz personaje.

­­—¡Alto! ¡Brakinah, Xuafelu, Noizanih! —Los extraños nombres operaron mágicamente en los tres varones que cayeron de rodillas a los pies de Ihsan quien, con buenos reflejos, se agachaba para esquivar un jarrón de porcelana que Trini, desesperada, le había arrojado.

—¡Brujo mentiroso! ¿Qué les has hecho a los muchachos? —aulló, mientras Stefi se desmoronaba, llorando convulsivamente con el rostro hundido en un almohadón.

—Tranquilas ustedes también, Jexauh, Lihnok… —y al instante Trini calló y Stefi dejó de sollozar.

—Diablos, no puede ser… es cierto… —murmuró Barak­­—, También soy Brakinah…

—Carajos, carajos, carajos… Y yo tengo treinta y tres años pero también dos mil quinientos… —balbuceó Rafal Woferovski—. ¡Soy Rafal y Xuafelu! ¡Ambos!

—¡Sí! ¡Somos terrestres y keplerianos a la vez! —exclamó maravillada Trini.

Stefi, secándose las lágrimas con un pañuelito, era consolada en su interior por Lihnok, el huésped alienígena al que toda su vida había estado hermanada. Peter, por su parte se descargaba puteando mentalmente al hasta entonces desconocido Noizanih.

—¿Recuerdan ahora? —interrogó Ihsan Aydin—. El objetivo que les asignaron fue relevar, en primera persona, cómo era ser humano. Mi difunto padre, médium también, fue contactado y aceptó recibirlos originalmente. Más tarde, como se lo solicitaron, los redirigió hacia cinco niños con especiales características en cuyos cerebros se alojaron. Ahora, he sido elegido para ser la antena que los retorne al hogar. Por vuestra parte, hermanos de especie, serán a partir de hoy los primeros cinco interlocutores oficiales de Kepler-452b en la Tierra. Mañana deberán darse a conocer como tales y los keplerianos se encargaran de que les crean…

—Por todos los santos en los que nunca creeré… ¡Whisky, Barak! ¡Urgente! —ordenó Woferovski.


EL LINGÜISTA

Betina Goransky & Sergio Gaut vel Hartman

 

El lingüista se aproximó a la bella mujer con aspecto de extranjera que contemplaba arrobada las vidrieras del shopping. ¿Será holandesa, sueca, letona, húngara?, se dijo; no importa: domino todos esos idiomas. ¡Qué buena está!

—Segíthetek, édesem? —preguntó, probando primero con el húngaro—. Vai jŭs esat vieni? —siguió en letón.

—Lenteo —dijo ella como si hubiera entendido y sin volver la cabeza—. Sea pispo; no abuya.  —Y luego, como hablando para sí—. ¡Qué fruncido!

—Mis keeles sa räägid? —insistió él, intentando con el estonio.

¡Niiiiiniiio! So un pesao y cartucho.

Wat doe je? —agregó el lingüista en neerlandés y acercándose hasta casi rozar el oído de la mujer.

—No te amuche; no soy bicoca dijo ella retirando el cuerpo.

Jag skulle följa med henne, men vet inte vilket språk du talar —remató él, seguro de que el sueco no podía fallar.

—¡Eeeeee guevón! ¡Velo ve! 

—¡Yegua! —exclamó entonces el lingüista estallando, perdido por perdido—. Estás rebuena; ¡te agarro y te parto al medio!

—Ah, lo hubiera dicho. ¡Un porteño! Mire que hablan difícil, ustedes. Recién ahora lo entiendo. ¿Tomamos un café? Yo lo invito.

 

AVE FÉNIX

Maru Alzugaray & Sergio Gaut vel Hartman

 

Entrar en ese lugar desprovisto de algún sueño era sumamente peligroso. Lo pensó varias veces antes de decidirse a atravesar el umbral de la puerta que siempre estaba abierta. ¿El pie derecho o el izquierdo? El izquierdo estaba más próximo al escaloncito y preparado para subirlo. El derecho, un poco más atrás, se resistía. Bastaría con cambiar la posición, retroceder, poner los pies a la misma altura, cerrar los ojos y dejar que la voluntad decidiera. Estupideces, pensó. Sabía que no importaba el pie, que lo fundamental era que no había traído ningún sueño y que las excusas no se aceptaban. Tampoco tenía ninguna. ¿Cómo explicar que ya los sueños no habitaban su mundo, que lo habían abandonado y que él había permitido que lo dejaran? Sin embargo, se aferraba a la esperanza. Aún creía en los milagros. Pero claro, ese era su sueño. ¿Cómo no se había dado cuenta?

No supo cuando pasó del otro lado, pero de alguna manera, obedeciendo a un impulso ajeno a su voluntad, había pasado. Entonces volvió el terror, y ahora no era un terror intelectual, especulativo, el que nacía de la conjetura montada en algo que le habían dicho, que entrar en ese lugar desprovisto de algún sueño era sumamente peligroso. Sin embargo, estaba adentro, inmerso, sumido, enterrado. Ya no era cuestión de determinar qué pie iba primero y cuál después; ahora tenía que enfrentar la incertidumbre sin recursos, sin las armas adecuadas. Y lo peor de todo era que los sueños de los otros pululaban, se movían como serpientes erguidas, como babosas de cuatro dimensiones, como los zombies de esas películas que siempre se había negado a ver.

—No te preocupes —dijo una voz rugosa, llena de nudos—. Es un mito que haya que entrar a este lugar provisto de algún sueño.

—¿No? —Sin poder determinar de dónde salía la voz, aún obnubilado, hizo la pregunta y avanzó por un pasillo apenas iluminado. A los costados se movían formas sinuosas y lánguidas, y una cierta cantidad de tubos quebrados rodaban por una rampa interminable.

—No. Esto es un supermercado de los sueños. Aquí se venden los materiales para construirlos. ¿Te queda claro?

—¿Un supermercado? ¿Y con qué voy a pagar?

—Tu vida —rió la voz— es una tarjeta de crédito, amigo. La Empresa dispone de toda la eternidad para cobrarte.


ESCRITO EN UN CUADERNO

Guillermo Rossini & Sergio Gaut vel Hartman

 

La tapa del cuaderno estaba descolorida. El hombre lo abrió con cuidado y empezó a escribir. Desde la otra mesa, yo lo observaba con atención y sorpresa: a medida que la mano se movía, su figura iba desvaneciéndose. Primero, alrededor de la cabeza se formó una especie de halo grisáceo y luego todo el cuerpo adquirió una tonalidad cenicienta a la vez que el bar se hacía más nítido y real. Llegado un punto, el hombre, por entonces apenas una transparencia, miró hacia donde yo estaba y me guiñó el ojo.

—¿Qué se siente? —dijo.

—¿Me habla a mí?

—Sí, a usted, aunque podría tutearte.

—¿Nos conocemos?

—Yo te conozco. Te acabo de dar vida. Sos el personaje de esta microficción.

Tragué con dificultad. Eso sólo podía significar una cosa. Y no me gustó en absoluto.

 

ALGUNOS PEQUEÑOS CAMBIOS

Manuel Serrano & Sergio Gaut vel Hartman

 

Cada día viene mi papá a recogerme a la guardería. Me lleva mamá cuando se va a trabajar. Ya soy de los que lleva más tiempo en la guarde. Y cada día me da besos a montones. Y me hace cosquillas con la barba y el bigotazo que tiene. Me trae la merienda y, si hace buen tiempo, nos vamos al parque. Yo juego, él me vigila y mira su móvil. Cuando es hora, me llama y volvemos a casa tomados de la mano.

En casa me lavo la cara y las manos con jabón, como los mayores, y esperamos a mamá para cenar. ¡Ah!, también me baña, que se me olvidaba.

La semana pasada estaba esperando con ansia la llegada de mi padre a la hora de la salida. Cuando la seño me llamó, el corazón se me alborotó. Llegué a la salida y me encontré con un desconocido.

—Soy tu nuevo papá —dijo el desconocido.

—¿Y mi papá de antes?

—No volverá. Ahora soy tu papá.

El desconocido que decía ser mi papá era rubio, como los héroes de las películas. Tenía el cabello largo y lo llevaba atado en la nuca con un broche de hierro. No tenía bigote y en sus fríos ojos azules vi que era malvado. O sea que simulaba ser un héroe, pero estaba dispuesto a hacerme daño. 

—¿Me llevarás a mi casa?

—No, ahora tendrás una nueva casa y una nueva mamá. Así son las cosas conmigo.

—¿Me harás daño?

—¡Por supuesto! Antes de venir a buscarte asesiné a tu mama y a tu papá. Podría decir que ahora eres mío.

—No es cierto. Pero no importa —hice un largo silencio, pensando en qué harían mis héroes de la tele. Y luego dije—: Eso significa que puedo vengarme.

El hombre lanzó una carcajada, pero antes de que lograra cerrar la boca lo fulminé con el poder de mi mente.


IDENTIDAD

João Ventura & Sergio Gaut vel Hartman

 

Colgué el teléfono, me separé del escritorio y miré el crepúsculo a través la ventana. Es hora de encender la luz, me dije, tal vez para apartar de mi mente las palabras de Umma. De pronto, me vi sentado ante el escritorio, con el abrigo puesto y un ushanka en la cabeza, listo para salir. Estaba calzado con unas botas pesadas con forro de piel que no me pertenecían. ¿Si me miro al espejo seguiré siendo yo o seré otro? No tenía el menor deseo de encontrarme con mi mujer, que repetiría en persona lo que ya me había dicho por teléfono. A fin de cuentas, me dije, una separación no es la muerte de nadie. Pero estaba el tema de las botas. Y tampoco el abrigo me resultaba familiar. Era un sobretodo de piel de marta cibelina y yo aborrezco usar pieles de animales. ¿En quién me estoy convirtiendo?

Salí de mi oficina y seguí por las calles sin saber hacia dónde me dirigía; la noche estaba húmeda y fría, pero el abrigo era muy confortable. La señal de neón de un bar llamó mi atención. “La otra vida”, pulsaban las luces a cada segundo.

Entré, bajé las escaleras, le di el abrigo a la chica del guardarropa, pero primero saqué del bolsillo un paquete de cigarrillos y un encendedor. Me sorprendió, porque dejé de fumar hace doce años, pero encendí un cigarrillo y aspiré el humo con satisfacción.

Me senté a una mesa y comencé a prestar atención al espectáculo. El que actuaba era un joven que hacía un stand up comedy, lleno de blasfemias y segundos sentidos. Y yo, que aborrezco este tipo de actuación, me encontré riendo sinceramente de ese humor tonto y poco sofisticado.

Una camarera vino a preguntarme qué quería beber. Mi respuesta fue casi automática: un gin-tonic. Todos mis amigos saben que odio la ginebra. Vino tinto, whisky, vodka, estas son mis bebidas. Pero llegó el gin-tonic, y lo bebí con placer, hasta el punto de que veinte minutos después estaba pidiendo otro.

Se acercó un hombre de edad indefinida.

—Entonces, ¿estás disfrutando de la otra vida? —me preguntó.

—¿De este bar?

—¡No, idiota, la otra vida en la que estás viviendo!

La charla se estaba volviendo confusa, quizás debido al efecto de la ginebra en mi estómago vacío. Estaba a punto de hacerle algunas preguntas para aclarar todo cuando el tipo desapareció. Ahora estaba allí y al siguiente instante ya no estaba.

Empecé a dudar de mi cordura. Llamé a la camarera para pagar la factura... ¡y cuando miré hacia la entrada del pasillo vi a alguien que era yo! Bueno, yo estaba sentado allí, pero el otro era el tipo que había visto en el espejo a la mañana, cuando salí de la casa. Traje gris, camisa blanca, la corbata que había sido mi segunda opción, porque la primera tenía una mancha. Y lo peor de todo era que la mujer que lo acompañaba era Umma. ¿Qué hacía Umma con mi otro yo? ¿Estaba tratando de arreglar nuestro absurdo matrimonio?

—No, tonto —dijo Umma floreciendo de la nada, del mismo modo en que había desaparecido el desconocido—. Esto es la otra vida.

—Ya lo sé —repliqué de mal modo—. Vi el letrero antes de entrar.

—Cuando elegiste la corbata, esta mañana —replicó ella sentándose y bebiendo de un trago el resto del gin-tonic—, habilitaste un universo alternativo. La única diferencia es que gracias a la empresa de apertura cuántica “Other Life Inc.”, los universos alternativos ahora permanecen en el mundo real, cuando antes estaban condenados a la ficción.

—¿Y eso te parece una buena idea? —Era perturbador, lo último que podía desear en esa situación. Pero Umma me dio una respuesta avasalladora.

—Por lo menos no tendremos que divorciarnos —dijo riendo—. Un vodka con miel, por favor —agregó tocándole las nalgas a una camarera que pasaba.

 

LA GIGANTA DE BAUDELAIRE

Héctor Ranea & Sergio Gaut vel Hartman

 

Me enamoré de sus tetas de giganta, de sus grandes labios y de su cuerpo enorme, capaces de albergar mi boca y mis manos en un abrazo incoherente. Pero era demasiado pequeño para ella. Me tomó entre dos de sus dedos, me hizo oscilar como si fuera una mosca atada a un hilo y me arrojó al tacho de basura.

Recuperé el sentido doscientos años después. El mundo había cambiado bastante. Baudelaire, tras resucitar para reclamar el premio Nobel, me llenó de patadas en el culo porque yo pretendía a la giganta. ¡Qué tipo prepotente y cerril! ¿Cómo podía yo saber que iba a resucitar? Me fui mascullando furia y me encontré con otro imbécil, Rimbaud, el infatuado, ese demente autodestructivo cuyo mayor anhelo era jugar en Boca.

—¿Seguís obsesionado con jugar en Boca? —le pregunté.

—No es una obsesión. ¡Si volviera el tiempo, el tiempo que fue! Porque el hombre ha terminado, el hombre representó ya todos sus papeles.

Me encogí de hombros y caminé hacia la estación de trenes. Con esa actitud de mierda nunca te van a poner en la primera de Boca, tontito, pensé. Unas cuadras más adelante esperaba Verlaine con un revólver en la mano. El disparo no era para mí, pero lo recibí agradecido. La vida había perdido su consistencia desde que murió la giganta. Y como no tengo la certeza de que voy a resucitar me despido de ustedes en este mismo momento. The end.

Abro los ojos. Montada sobre el puente de mi nariz hay una mujer de cinco centímetros.

—Te amo, gigante —dice.



ADMIRACIÓN LETAL

Ada Inés Lerner & Sergio Gaut vel Hartman

 

—Los ultonics son una especie nómade que ha invadido nuestro satélite —dijo la científica Nicola Trok—; son guerreros que dejan a un tirano y a sus acólitos en cada comunidad que conquistan, tras lo cual obligan a los habitantes originales a mezclarse con ellos so pena de esclavitud.

El auditorio quedó en silencio. La doctora nos estaba explicando su experiencia en un viaje de estudios al satélite natural de nuestro planeta. Era evidente que la doctora Trok sentía  admiración por esa forma de política invasiva que, aunque no mataba a las personas, las incluía bajo su poderío y al mismo tiempo las transformaba; se sentía atraída por esa especie, por su cultura y política. Bien por Trok y por los invasores, pero este pueblo, nuestra gente, no compartía ese entusiasmo. Levanté la mano y cuando la doctora hizo una seña para que tomara la palabra me incorporé parsimoniosamente.

—Usted no está equivocada —dije—, por lo menos no lo está en lo que se refiere al método que utiliza esa especie para conquistar planetas. En efecto, dejan a un tirano y una corte de acólitos controla la comunidad, pero está muy equivocada en lo que se refiere a la transformación de los que caen bajo el dominio de los ultonics. Nadie, en su sano juicio, se somete a una forma de esclavitud, aunque esta sea benévola, sosegada, impasible. La rebelión permanece, larvada, en el interior de los individuos, y solo resta esperar una oportunidad propicia para sacudir el yugo y pasar a la acción.

—Nunca ha sucedido —protestó Nicola.

—¿Cómo lo sabe? —Por un momento mostré mi verdadero aspecto, el de un reptiloide de escamas azules y enormes ojos facetados—. Nosotros, los zulfers, estamos en este mundo desde hace milenios; esperábamos la llegada de los ultonics, nuestros enemigos ancestrales—. Ha llegado el momento del despertar.

—¿Y cómo sabe que no pondré sobre aviso a mis admirados ultonics? —sonrió la científica.

—Me aseguraré de eso —respondí tejiendo una letal red neural en torno a la mujer. Casi al mismo tiempo que la traidora moría, una salva de aplausos coronó mi intervención.


ASESINATO CON ENIGMA

Graciela De Mary & Sergio Gaut vel Hartman

 

Cuando Humberto Calambur vio las extrañas huellas semejantes a garras que habían quedado impresas en el pecho de Olimo Molinuevo, recordó que su padre le decía que no se debe acampar a orillas de los ríos o lagunas cuando la fronda no permite divisar el terreno lindero y el bosque hunde sus raíces en el agua. Lo que Humberto no entendía era por qué su amigo estaba desnudo. Era curioso —y marcadamente improbable— que el animal asesino hubiera podido quitarle la ropa con tanta prolijidad. Él solo se había apartado doscientos metros de la carpa, ausentándose quince minutos para comprobar las trampas para conejos que prepararon la tarde anterior. ¿Era posible que el hecho se hubiera concretado en un lapso tan exiguo? Y lo más sorprendente, ¿Olimo había muerto sin proferir un grito, sin pedir auxilio?

Humberto temía que la policía lo incriminara. Empezó a vestir al cadáver pero, ¿cómo justificaría el estado impecable de la camisa caqui y los pantalones de gabardina planchados con raya? Volvió a desvestirlo. El cuerpo comenzaba a enfriarse. Si seguía esperando, el rigor mortis haría imposible cualquier maniobra. Examinó las heridas. A diferencia de lo que había creído al principio, eran demasiado simétricas como para atribuirlas a algún animal salvaje. La disposición de las mismas le recordó ciertos trazos de las Líneas de Nazca, tal vez la gran araña, esa figura que tanto los había obsesionado durante la adolescencia a Olimo y a él. Tomó la lupa de su mochila y comprobó que los bordes oscuros de las marcas parecían quemaduras. La carne no estaba desgarrada. Dio un respingo. Buscó con frenesí en el cuerpo y en el suelo y no encontró  rastros de sangre. Aún perplejo por esa circunstancia, advirtió que los trazos morados se transmutaban en tejido sanador que comenzó de pronto a cubrir, como una raíz ancestral, el tórax y el abdomen del amigo. Con estupor, vio como Olimo Molinuevo abría los ojos serenamente. Humberto dio un salto hacia atrás. Comenzó a repasar mentalmente la escena. ¿Acaso se había confundido y su amigo no había muerto realmente? Imposible, él había comprobado la falta de pulso. Ajeno a la tribulación de Humberto, Olimo  se puso de pie y se vistió con esmero.

—¡Por Dios! ¡Creí que habías muerto!

—Efectivamente —dijo el hombre mientras se sentaba en la tierra cubierta de yerbabuena—, su amigo Olimo Molinuevo ha sido eliminado. Y no será el único.

Estupefacto, y comprendiendo de inmediato el significado de las palabras del ser que se había apoderado del cuerpo de Olimo, Humberto dio un paso atrás y luego otro. ¿Lograría llegar a la ruta, detener a un automovilista y pedir ayuda? La respuesta le llegó por una vía inesperada, ya que el usurpador habló directo a su mente.

**No llegarás a la ruta; no le avisarás a nadie de mi presencia en este planeta. Tengo una misión y voy a cumplirla.

El ser emitió una multitud de filamentos desde cada uno de los orificios del cuerpo de Olimo. Humberto hizo un último intento de fuga, pero no logró dar un solo paso más antes de que las fibras laceraran su carne y le quitaran la vida. El invasor recogió el instrumento de muerte y pocos segundos después, una criatura vermiforme, de unos diez centímetros de largo, reptó sobre la gramilla y tomó posesión del cuerpo. Sin prisa, los dos falsos humanos se pusieron de pie y se encaminaron hacia la ruta.

 

DEMASIADO FÁCIL

Susana Gianfrancisco & Sergio Gaut vel Hartman

 

El sol acababa de ponerse cuando escuchamos los primeros chirridos y murmullos de las criaturas. Céspedes alzó la mano para que todos prestáramos atención. Sin embargo, siguió un instante de absoluto silencio, como si los monstruos supieran que los estábamos escuchando.

—No quieren ponernos sobre aviso —murmuró Lucila—, pero hacen lo contrario.

—Disfrutan la futura masacre —dijo Weiss, en voz alta, imprudente, como siempre.

—Ninguna masacre —contradijo Céspedes—. Apunten exactamente debajo del ojo central; allí se aloja el órgano que les permite comunicarse. Sin comunicación son meros trapos viejos.

Llegaron profiriendo sus habituales risotadas, pero haciendo gala de la misma idiota parsimonia de las veces anteriores.

—Su propia masacre, quise decir. —Weiss disparaba con una puntería envidiable; cada uno de sus disparos daba cuenta de una de las criaturas.

—Tal vez disfrutan muriendo —dijo Lucila—. Muchas religiones terrestres prometen el paraíso a los que mueren en combate.

De pronto el silencio se inundó de sonidos metálicos, no reconocibles como propios de las criaturas. Céspedes y Weiss se miraron sorprendidos, mientras Lucila entrecerraba los ojos para enfocar mejor el horizonte. Un destello intermitente de potente luz aparecía a lo lejos, y cada vez era más intenso y duradero. Finalmente todo brillaba tan poderosamente que no podían distinguirse entre sí.

—Weiss, Céspedes, no puedo verlos —dijo Lucila—, creo que nuestros trajes reflejan la maldita luz. Me lo quitaré y observen atentamente si me puedo diferenciar.

Los hombres comenzaron a observar a su alrededor hasta que una sombra les indicó la presencia de Lucila. Se sacaron los trajes inmediatamente, aun sabiendo que eso significaba estar desprotegidos de las agresiones de las criaturas.

—Puedo ver dos sombras —susurró Weis, y se dirigió a la más cercana, hasta chocar con ella.

—Soy Céspedes —contestó este, mientras tocaba la cabeza de Weiss para tratar de reconocerlo.

Ya identificados entre sí, comenzaron a reorganizar la estrategia defensiva. Se agruparon oponiendo sus espaldas para cubrir todo el espacio que los rodeaba, de forma tal que si uno resultaba herido podrían identificar el lugar de dónde provenía el ataque.

—Concentrémonos en los sonidos, actuemos como si estuviéramos ciegos —dijo Céspedes, recordando el duro entrenamiento sin visión al que los habían sometido.

Los sonidos comenzaron nuevamente, pero ya no eran los chirridos y risotadas de las criaturas las que se escuchaban, sino una aguda vibración, lo que los confundía aún más.

—Los protectores auditivos quedaron en los trajes, volvamos a buscarlos y a la cuenta de diez, juntamos espaldas nuevamente. No hay tiempo que perder —dijo Weiss con un involuntario tono de preocupación, aunque sabía que no podía demostrar su desconcierto. Y sin esperar respuesta, comenzó a contar.

Pero solamente dos espaldas se encontraron al tiempo estipulado.

—¿Dónde está Céspedes?

—¿Yo qué sé?

—¡Estamos fritos!

Las risotadas arreciaron, lo que descontroló a Lucila, que comenzó a disparar en abanico.

—¡No! —exclamó Weiss—. Economicemos municiones. No le estás acertando a nada.

—¡Corten!

—¿Corten? —Lucila salió del haz de luz que la envolvía y exhibió su espléndida desnudez delante de todo el equipo, sin el menor pudor—. ¿Eso es lo único que se te ocurre? ¡Corten! En mitad de la escena, lo que significa que deberemos volver a rodar.

Kowalowski, el director del filme se plantó ante Lucila, desafiante.

—Freddy, es decir, Céspedes, no debía morir en esta escena —dijo—. No estaba previsto en el guion.

Weiss, el actor Tibot Sandor, mucho más recatado que Lucila, Esther Linares, fuera del set, terminó de vestirse a toda velocidad.

—¡Es una película de mierda! —gritó—, y usted lo sabe, Kowalowski.

—¿Ah, sí? ¿Y qué piensa hacer al respecto? —Lucía una sonrisa burlona que exasperó a Tibor.

—Esto —dijo, y recogiendo del suelo el arma, supuestamente de utilería, descargó una ráfaga sobre el cuerpo del director.

—¡Corten! —exclamó Bert Ingman, el famoso realizador danés—. Me gustó; se imprime.


ABRIR LOS OJOS

Rosa Lía Cuello & Sergio Gaut vel Hartman

 

Cuando abrió los ojos vio una pared de unos cincuenta metros de altura  totalmente cubierta de ratas. Cerró los ojos, asqueado, y cuando volvió a abrirlos vio a una banda de pandilleros que violaban a una niña. Cerró los ojos y rezó para que al volver a abrirlos, la escena fuera agradable, tal vez bucólica. Pero no ocurrió nada de eso. Un forajido lo apuntaba con una escopeta de caño recortado y sonreía, sardónico. Cerró los ojos, esperando la muerte, el disparo, la descarga de la risa del matón, burlándose de él. En vez de eso escuchó la novena sinfonía de Ludwig van Beethoven tocada por la Berliner Philharmoniker bajo la batuta de Wilhelm Furtwängler. Abrió los ojos y se encontró en Auschwitz, debajo del cartel que sentenciaba Arbeit macht frei; era el último de una larga fila de desdichados que marchaban hacia la cámara de gas. Cerró los ojos, impotente, y sintió la tibia caricia de unos dedos femeninos en la mejilla.

—Aquí estoy —susurró Camila.

Se resistió. Si ella estaba ahí, si era cierto que su mano frágil y suave lo tocaba

 pero ¿qué escena encontraría al abrir de nuevo los ojos, qué asesino serial estaría a punto de clavarle un cuchillo a la altura del pecho, qué verdugo estaría colocando una soga en su cuello?

Apretó los párpados con fuerza. No va a engañarme, pensó, esto es producto de ver tantas series, noche tras noche, hasta la madrugada; esto no es real. ¿La vida sucede cuando tenemos los ojos abiertos o es al revés?, se interrogó; si están cerrados sufrimos menos, pero tal vez nunca entenderemos que hay dos realidades.

Abrió los ojos y recordó a Monterroso porque allí estaba el dinosaurio comiéndose a la artista porno del momento. Le pareció que ella pedía socorro, pero no tuvo tiempo de intervenir porque una horda de hormigas trepaba por las patas del animal y se metía en todos los orificios. Cerró los ojos apurado y los volvió a abrir en el momento justo en que Penélope dejaba a un lado su labor y clavaba una y otra vez las agujas de acero en el corazón de uno de los pretendientes. La sangre manchaba el tejido.

Oyó de nuevo la novena de Beethoven, a todo volumen, y se relajó un momento.

No quería abrir los ojos, no quería, pero se repitieron la caricia y la voz.

—Acá estoy.

Pudo más el temor a no despertar, a repetir para siempre esa sensación de no saber si soñaba o estaba despierto, esa incertidumbre, esa adrenalina. Entonces no tuvo más remedio que abrirlos, y vio una mantis religiosa gigante que estaba a punto de tocar su rostro con las patas largas y ásperas. A un lado, la cabeza, desde donde lo observaban dos grandes ojos verdes y una boca monstruosa cuyas mandíbulas se abrían y cerraban. La mantis se convirtió en Cecilia.

—¡No es cierto! —exclamó—. ¡No puede ser cierto!

—¿Por qué no, mi amor? —dijo la inconfundible voz de su amada—. Lo esencial es invisible a los ojos, como escribió el gran poeta Diego Maradona.

—¿De qué estás hablando? ¡Esto es imposible! Maradona no es poeta y jamás escribió eso.

—Perdón, es que soy un poco ignorante, ¿tal vez fue Messi?

Cerró los ojos con fuerza y Camila desapareció. No volvería a abrirlos, de ninguna manera y por ninguna circunstancia. Ni siquiera estaba seguro de que la próxima vez no fuera peor.

—Fin, the end, konec. Se terminó la película.

—¡Qué tonto! Sigo aquí, por supuesto, amor.

Es cierto, se dijo, no tengo forma de evitarlo. Aunque mantenga los ojos cerrados seguirá hablando. Pero puedo clausurar mis párpados con brea, puedo tapar mis oídos con cera

Puso manos a la obra. Calentó brea y colocó una buena cantidad en cada ojo. Calentó cera y cubrió con ella sus oídos. Pero no pudo evitar que un fuerte aroma insectil impregnara sus narinas, que el inconfundible sabor de Cecilia le inundara la lengua, el paladar y la garganta. Y mucho menos pudo evadir el abrazo de la mantis, con el que se iniciaba el fatal rito amoroso.


LA CÁRCEL

Myriam Goluboff & Sergio Gaut vel Hartman

 

Me encerraron. Es la novena vez que me encierran. No importa; nada cambia que esté afuera o adentro. ¿Qué es afuera y qué adentro? Casi siempre me golpean cruelmente, con dureza, con saña, con sadismo. En dos lugares en los que estuve prisionero me hicieron pasar hambre. Ponían la comida delante de la puerta de la celda de vidrio blindado, manjares inalcanzables. Pero eso no es un problema; cuando me urge el deseo de escapar, me escapo. Puedo fugarme cuando quiera; poseo los medios para hacerlo. Y tal vez sea por eso, y no por otra cosa, que me atrapan y me encierran; porque puedo escapar cuando se me antoja. Nada los irrita más que el hecho de que no tiene sentido atraparme. Basta con que uno de los guardias haga contacto visual conmigo para que mis ojos destilen una sustancia ignota, un rayo poderoso, una onda… y la voluntad del guardia se quiebra por completo, abre la puerta de la celda. Salgo.

Camino en el frío de la noche. Disfruto, me siento vivo. Los tres metros cuadrados de la celda, de la que no puedo salir más que una vez por semana, cuando escucho el ruido metálico de la cerradura y me permiten dar una vuelta por el patio, me sofocan. También el ambiente cerrado, húmedo, que resulta asfixiante. En algún momento no aguanto más, siento que me ahogo. Me invade una necesidad intensa de mezclarme con la gente y de sentir cómo el viento golpea en mi cara. Es entonces cuando busco las miradas de los guardias. Ellos ni se dan cuenta de lo que les pasa hasta después, hasta que encuentran la puerta abierta y la celda vacía. A veces me pregunto por qué no obligo a los guardias a abrir las celdas para liberar a todos los presos. Pero los otros no me interesan, vivimos aislados y en silencio. No tengo ningún trato con ellos.

Salgo sin buscar nada, solo respirar y volver a sentirme un ser humano. Pero, sin darme cuenta, cuando pasa un tiempo, quizá por culpa de esa lluvia y ese viento que anhelaba, me siento cada vez más irritado y otra vez ocurre lo de siempre. Una vendedora de diarios o una florista me sonríen al pasar y entonces vuelvo una y otra vez. Hablamos de temas íntimos y una corriente de simpatía circula entre nosotros. Creo que esa sonrisa ingenua es lo que me excita y me hace desear la posesión absoluta. Lo logro al apretarle el cuello con mis manos. Siento un placer muy intenso, muy profundo, que me hace perder la conciencia, mientras aprieto con fuerza, hasta que deja de respirar y, sin perder ni un minuto, vuelvo a mi celda.

Me emociona ver mi rostro en los diarios, en la televisión. EL ESCAPISTA MATA DE NUEVO, dirán los titulares. Y deplorarán que la pena de muerte no sea aplicable porque esta sana sociedad la ha abolido. Lo dirán, lo escribirán, lo mostrarán en las pantallas. EL MONSTRUOSO PSICÓPATA DEBERÍA SER AJUSTICIADO. Es cierto. Deberían ajusticiarme. Yo mismo deseo a veces tener el valor de quitarme la vida. Y en lugar de eso termino en prisiones de las que me fugo sin la menor dificultad. Lo que no puedo, lo que nunca podré, es fugarme de la prisión en la que está recluida mi conciencia.


PRETÉRITO INCORRECTO

Luciano Doti & Sergio Gaut vel Hartman

 

En la sombría cabaña, incapaz de desprenderse de un pasado tenebroso y vergonzante, recitó de memoria los nombres de los que había asesinado. Se le ocurrió que recordar era un valor significativo, que podía ser juzgado en positivo si se lo ubicaba en el correspondiente contexto. Pero no pudo evitar el fuerte deseo de repetir lo hecho, aunque todas sus acciones hubieran sido condenadas por la sociedad y sus normas éticas. Así que, ahí estaba él, sentenciado a cometer una y otra vez los mismos crímenes. Sintiendo la culpa y el remordimiento lacerantes por lo que había hecho y seguiría haciendo eternamente. Ese pretérito incorrecto, que se manifestaba en el presente y se proyectaba al futuro, era su merecido infierno.


SEXO, DROGAS Y VALSECITOS CRIOLLOS

Daniel Frini & Sergio Gaut vel Hartman

 

La pulpera de Santa Lucía era considerada una ninfómana incorregible. Todas las noches iban a verla paisanos de diez leguas a la redonda. ¡Hasta de Areco, venían! Era común encontrar más de cincuenta hombres curtidos en las rudas labores del campo (los que más le gustaban a ella) viéndola bailar sobre el mostrador de estaño, en el palo enjabonado, arriba de las mesas. Luego, los hombres desfilaban por su pieza hasta que el canto del gallo anunciaba los cinco últimos turnos. Era claro para todos que tan maratónicas y rabiosas sesiones no podían ser soportadas sin usar alguna ayuda. Y así era. La pulpera era adicta a tres cosas: sexo, valsecitos criollos y mate amargo. Pero todo cambió cuando la pastillita azul llegó a los campos bonaerenses con los sojeros y los pules. Así no se puede, protestó la pulpera; si no implementan el control antidoping, me retiro.


CARONTE

Iván Bojtor & Sergio Gaut vel Hartman

 

Me desperté sobresaltado y sentí un sabor metálico en la boca. Moví la lengua y advertí que había algo en mi garganta. Me incorporé y me atraganté con dos monedas. Una cayó al suelo y la otra sobre mis pantalones.

—¡Bueno, por fin! —dijo alguien a mis espaldas.

Antes de que pudiera darme vuelta, una mano peluda me quitó el dinero y habría alcanzado la otra moneda, pero lo evité. Salté y giré para enfrentarlo.

Parecía un vagabundo. Su vestimenta era solo una sábana sucia y unas pantuflas rotas.

—¡Sal de aquí! —le grité. Él no se movió.

—Ya quisiera irme de aquí —sonrió—. Tienes suerte de que yo esté a tu lado.

—¿Dónde estoy? —Miré a mi alrededor. A pocos metros delante de mí, brillaba el agua. ¿Tal vez algún río o un lago? Me encontraba rodeado por la niebla, solo niebla gris a mi alrededor—. ¿Oyes lo que te digo? ¿Dónde estoy? —pregunté de nuevo.

Él no respondió y simplemente siguió sonriendo.

¿Qué pudo haber pasado? Mis zapatos estaban llenos de barro. ¿Y mi traje? ¿Por qué estaba vestido con un traje negro? Siempre odié la ropa negra.

—Si me das la otra moneda te llevaré del otro lado del río —dijo.

—Estoy bien de este lado. ¡Fuera de aquí! —le respondí.

—De acuerdo. Pero nunca llegarás solo del otro lado. Vas a vagar por esta orilla hasta el fin de los tiempos.

—¡Por supuesto! —Respondí mientras revisaba mis bolsillos. Sin teléfono, sin billetera, sin cigarrillos, sin encendedor. Deben haber ido a la basura mientras dormía.

—¿Estás buscando algo? —preguntó sarcásticamente.

—¿Tú los tienes? ¡Devuélvemelos de inmediato! —le grité.

—Cuando llegué ya estabas aquí y no te toqué. Dame esa otra moneda y luego te llevaré en mi bote hasta la otra orilla.

—¡No me interesa ir a la otra orilla! —exclamé, cada vez más furioso—. ¡Devuélveme mi teléfono y todo lo demás, también la moneda!

El vagabundo se rió a carcajadas.

—Por lo visto aún no comprendes lo que ha pasado contigo, ¿verdad?

—Comprendo lo suficiente —dije—. Estoy a merced de un demente, probablemente de un psicópata. No sé cómo lograste traerme hasta aquí, cómo lograste meterme en este traje ridículo, cómo te apoderaste de mis pertenencias, pero esto termina ya mismo. —Y sin decir una sola palabra más, me abalancé sobre el vagabundo y traté de golpearlo con los puños, pero para mi sorpresa, el sujeto pareció desvanecerse en el aire para reaparecer de inmediato a mis espaldas.

—Las cosas no funcionan de esa manera en este lugar —dijo, con una calma que me pareció absurda.

—Estoy esperando que me digas qué es este lugar.

—Allá, en el lugar del que provienes —replicó el anciano—, tienes una reputación como escritor de novelas fantásticas, ¿no es cierto?

El comentario me descolocó por completo. ¿Qué sabía ese tipo de mi vida? ¿De dónde había sacado la información?

—Soy escritor, sí —respondí—, ¿y eso que tiene que ver?

—Se supone que los escritores de ese género manejan la imaginación. ¿No has logrado imaginar qué es este lugar y quién soy yo? No puedes ignorar los detalles, en este caso tan relevantes: las dos monedas, el río, el bote...

—¡Idiota! —solté sin poder contenerme—. Lo supe desde el primer momento, y justamente por eso, porque lo sé, diseñé una estrategia adecuada. La primera regla que debe observar un buen escritor es rodear la narración de credibilidad. Y si no me creo nada de lo que estás proponiendo, la trama se resquebraja, ¿comprendes? —El vagabundo me contempló azorado, pero yo no le di tiempo a reaccionar—. La segunda regla es llevar al lector a un plano de perplejidad que facilite cualquier golpe de efecto. Y el tercero —concluí intuyendo que el remate debía ser inmediato o perdería toda la ventaja obtenida— es recuperar el objeto testigo sobre el que gira toda ficción. —Y antes de que el viejo pudiera defenderse, me arrojé sobre él y le quité la moneda.

Desperté sobresaltado. Estaba en una ambulancia. La sirena aullaba de un modo insoportable.

—Casi no cuenta el cuento —dijo un paramédico sonriendo—. Tuvimos que hacerle reanimación cardiaca.

—Se lo agradezco —respondí poniéndole las dos monedas en la palma de la mano.


Mis “socios” en estas cuarenta y tres aventuras literarias fieron: Ana María Caillet Bois, Susana Gianfrancisco, Ana Cherñak, Lucía Amanda Coria, Lucila Adela Guzmán, Rosa Lía Cuello, Judith Shapiro, Carmina Shapiro, Marcela Iglesias, Carmen Belzún, Claudia Isabel Lonfat, Luisa Madariaga Young, Gabriela Vilardo, Itzel Flores García, Betina Goransky, Maru Alzugaray, Laura Irene Ludueña, Graciela De Mary, Ada Inés Lerner, Myriam Goluboff, Héctor Ranea, José Luis Velarde, Nicolás Micha, Cristian Mitelman, Jorge Etcheverry, Fernando Andrés Puga, Facundo Martín Desimone, Alejandro Fabián Alberto Aguirre, Patricio G. Bazán, Alejandro Bentivoglio, Rolando José di Lorenzo, Víctor Lowenstein, Luciano Lara, Javier López, Oscar De Los Ríos, Hernán Bortondello, Guillermo Rossini, Manuel Serrano, Iván Bojtor, João Ventura, Luciano Doti, Daniel Frini y Carlos Enrique Saldívar.  

 

 

 

 



 




 

 

  

 

 

 

 

 

 


BIFICCIONES (TRECE)

BRILLO DE METAL CROMADO Laura Irene Ludueña & Víctor Lowenstein   Sentado al borde de la cama hecha que no utilizaba hacía semanas...