LA CRUELDAD DEL INVIERNO
Nicolás Micha
& Sergio Gaut vel Hartman
—Aunque le
parezca extraño, en mis años mozos me dediqué a especular sobre problemas
filosóficos, ¿sabe?
El propietario del comentario era
un hombre de unos setenta años al que había encontrado durmiendo en la entrada
del edificio en el que vivo, algo nada sorprendente, ya que en la calle la
temperatura era de por lo menos cinco grados bajo cero.
—¿No le enseñaron modales, señor?
—dije, mientras lo miraba con el mentón en alto—. Hablarle a desconocidos es
impertinente.
—Todos venimos desde el mismo
lugar, joven —contestó—. Muy en la lejanía, nuestros ancestros fueron los
mismos.
—No creo que mi ancestro lejano
sea el mismo que el de usted. Solo mírese. Está viejo, feo y sin dinero. Usted
no tiene nada, y yo lo tengo todo.
—¿Esa es su regla de medida? A mí
me suena cursi, pero parecer no es ser. Ni siquiera resulta atinado discutir lo
de los ancestros. Aunque usted termine en un féretro de lujo y yo en una caja
de cartón descartable, ambos seremos cenizas.
—Parecer no es ser —repliqué—.
Pero lo que importa es el aquí y el ahora.
—¿Y qué es lo que tiene aquí y
ahora que yo no tenga?
Emití una mueca de fastidio. El
anciano me estaba alterando.
—¿Puede correrse? Quiero entrar a
mi casa.
—El tiempo es oro para jóvenes
como usted. Pero, ¿en qué decide gastarlo?
Suspiré, ¿cómo no hacerlo?
—No me dejará entrar a menos que
hable con usted, ¿verdad?
—Así es.
—Entonces pagaré el peaje. Tengo
dinero en el banco, y más dinero, bien invertido, una esposa bellísima, dos
hijos adorables, un trabajo sólido y bien pago. Soy feliz con lo que hago y
disfruto de la vida. ¿Tiene algo de todo eso?
—No, no tengo nada de todo eso.
Pero usted tampoco lo tiene, solo cree tenerlo; podría esfumarse en dos
segundos.
—Siempre es lo mismo con la gente
como usted. Solo se la está intentando dar de sabio. Pero está equivocado.
Usted es la viva imagen del conformismo y la derrota. Ya que es fácil desistir
de todo, tal como usted eligió. Estar en su situación es lo fácil, en la mía, un
gran desafío.
—Parece hijo de Ayn Rand…
—¿De quién?
—Alisa Zinóvievna Rosenbaum, si
prefiere, la filósofa del egoísmo racional y el individualismo extremo. ¿No
cree que despreciar al prójimo es una manera de despreciarse a sí mismo? La
especie humana…
—¡No me venga con esas
estupideces izquierdistas!
—Es posible que lo mío sean meras
estupideces izquierdistas. Pero imagine que una pandemia imparable.
De repente, una figura femenina
emergió de la penumbra. Era alta, elegante y vestía un traje oscuro que contrastaba
con su pálida piel. Llevaba una carpeta bajo el brazo y sus ojos brillaban con
una intensidad inquietante.
—Perdón por interrumpir,
caballeros —dijo con una voz firme y autoritaria—, pero necesito hablar con
ambos.
Nos quedamos mirando, perplejos.
Ella sacó un documento de la carpeta y lo desplegó frente a nosotros.
—Soy la doctora Eliza Warren, de
la Iniciativa Global para la Supervivencia Humana. —Se detuvo, permitiendo que
sus palabras calaran hondo—. Ambos han sido seleccionados para un experimento
crucial para el futuro de la humanidad.
—¿De qué está hablando?
—pregunté, sintiendo una mezcla de curiosidad y temor.
—La pandemia a la que este hombre
se refería no es solo una posibilidad, es una certeza —continuó la doctora
Warren—. La humanidad está al borde del colapso, y necesitamos identificar qué
valores y filosofías nos permitirán sobrevivir. Ustedes representan dos
extremos del espectro humano: la riqueza material y la pobreza espiritual
frente a la sabiduría adquirida y la renuncia a las posesiones.
El anciano sonrió, como si todo
comenzara a tener sentido.
—¿Y qué gano yo con todo eso?
—protesté. La mujer continuó como si yo no huera hablado.
—Nuestro experimento consiste en
trasladar a individuos como ustedes a un entorno cerrado, una especie de Arca,
donde podrán influir en las futuras generaciones. ¿Aceptarían?
La propuesta era tan absurda como
intrigante. Miré al anciano, quien asintió lentamente.
—La verdadera riqueza —dijo el
anciano, mirando a la doctora— no reside en lo que poseemos, sino en lo que
podemos enseñar.
Me di cuenta de que mi vida
cómoda y ordenada no significaba nada ante la magnitud de la tarea que se nos
ofrecía.
—Acepto —dije, sorprendiéndome a
mí mismo.
—Excelente —dijo la doctora
Warren—. Entonces, prepárense. El destino de la humanidad está en sus manos.
Sentí que me invadía un extraño
sopor. Miré al anciano y advertí que estaba transitando un estado análogo.
Perdí el sentido.
Desperté. Me sentía confuso,
raro. Miré mis manos. Eran las manos de un viejo. Pero si aquello me erizó cada
vello del cuerpo, la siguiente experiencia fue aún más alucinante. A mi lado
estaba… yo.
—Creo que entiendo lo que hizo la
dama que nos abordó en el portal de su casa —dije, es decir, el que habló fue
mi cuerpo, no yo.
—Exacto —dijo la dama en
cuestión—. Pero omití aclarar que la condición básica de nuestro experimento
requiere que se demuestren y nos demuestren, a los diseñadores de esta
experiencia, que pueden actuar correctamente bajo condiciones totalmente
distintas a las habituales para ustedes.
—¡Está loca! —exclame—. No puede
hacer algo… así… algo… como esto.
—Si les hubiera explicado este
aspecto del estudio que queremos llevar a cabo, ¿habrían aceptado?
CHAMANES
Cristian Mitelman
& Sergio Gaut vel Hartman
—La onda
encantada —dijo el chamán— se mide en un período de trece días. Si mido la
luna, son veintiocho; si mido la primera semana dentro de la luna, son siete.
Depende de la intencionalidad que cada cosa tenga. Una onda encantada tiene
intencionalidad en función de los trece días y en función de quién encabeza
esos trece días.
Hubiera querido
reírme, pero el sujeto venía precedido de un prestigio desmesurado y una
respetabilidad a prueba de balas. Y lo de “a prueba de balas” no es una
metáfora. El 29 de enero de 2020, un comando enviado a asesinarlo por el Rey
Blanco, como se llamaba por entonces a Pablo Gavilán Escobedo, disparó
diecinueve ráfagas de AK 47 contra el vehículo blindado de Juan Castaño, el
chamán tolteca, sin causarle el menor daño. Pero le prometí a mis lectores que
no me iría por las ramas, y si no lo dije lo digo ahora.
—¿Es posible cabalgar la onda
encantada y montarla en cualquier momento de la fase? —pregunté por preguntar
algo para interrumpir el flujo discursivo del sujeto. La respuesta me dejó
anonadado.
—Veo que el joven es algo
desconfiado. Y lo bien que hace. No son tiempos los que corren como para andar
prodigando vanamente la fe. Pero detrás de su pregunta se esconde un tufillo,
digamos, de erudición y de cáustica desconfianza hacia mis saberes. Por el
momento voy a aventurar una respuesta que quizá usted vaya a comprender más
adelante. Dígame, según los medievales, ¿cuántos sentidos tenían las sagradas
escrituras?
—Cuatro, si mal no recuerdo.
—Efectivamente —continuó el
chamán—: el sentido literal es la interpretación lineal del texto; el alegórico
se refiere a los símbolos del Antiguo Testamento que se encuentran en las
acciones del Cristo; el moral trata del significado de la acción del Hijo de
Dios en la vida cotidiana del lector; el anagógico esconde los símbolos del
futuro que se amonedan en los gestos de vuestro salvador. Déjeme decirle que
ese cuádruple saber se aplica a todos los arcanos, a todas las civilizaciones,
a todos los tiempos. Yo le digo que la onda encantada forma parte de su vida y
que ella, si usted persiste en su irónica mirada sobre los saberes ancestrales,
va a inundar su torva existencia.
Sabía que esta clase de
embaucadores suelen dar respuestas sibilinas para beneplácito de sus seguidores
y escarnio de quienes sabemos que hacen de su religión un negocio más que
redituable.
La conferencia prosiguió con
preguntas y respuestas anodinas. Yo estaba aburridísimo y en mi interior no
hacía más que carajear contra el director de la revista, que siempre me
encargaba este tipo de trabajos.
Al regresar a casa comenzó una
tímida lluvia que luego devino en uno de esos aguaceros que rápidamente anegan
campos y ciudades. Me bajé del tren y las seis cuadras que solía caminar se
hicieron casi intransitables. El agua se llevaba troncos de árboles que
parecían canoas a la deriva. Era un agua amarronada, llena de hojas, zapatillas
y todo lo que la ciudad despide cuando brota la inundación.
Al llegar a casa, comprobé que
estaba sin luz y, para colmo de males, el agua cubría diez centímetros del
comedor. Por fortuna no había alcanzado ninguna toma eléctrica, lo que me dio
tiempo como para bajar el tomacorriente general. En medio de la oscuridad,
inundado y con la sensación de estar en un fin de mundo, me dispuse a tapiar
todo lo mejor posible para que no se agravaran los males.
Del baño provino un leve
chillido. Comprendí la módica pesadilla que había en eso: para no morir
ahogada, una rata había logrado entrar a la casa. Ahora tendría que vérmelas
con una de mis angustias de niño. No me llevo bien ni con los insectos ni con
los roedores de alcantarilla.
Pensé en el chamán y creí
vislumbrar algo en sus palabras. Yo le había preguntado si era posible cabalgar
la onda. Y ahora una especie de onda acuática parecía arrastrarme al centro de
mis temores.
Está bien, me dije en un susurro,
debo enfrentar mi propio pozo. Y en el mismo momento en que lo pensé, mi mente
se impregnó con las palabras del chamán: “…si usted persiste en su irónica
mirada sobre los saberes ancestrales, va a inundar su torva existencia”. Podría
discutir la condición torva de mi existencia, pero no estaba en condiciones de
refutar la inundación. Y lo que era mucho más terrible, no podía negar que
había una rata merodeando. Vadeé el turbulento mar de la sala, en el que
flotaban numerosos objetos identificables y otros tantos que yo ignoraba
poseer, y haciendo acopio de un valor del que por lo general carezco, avancé al
sesgo, ya con el agua a la cintura. ¿Y si no era una rata sino varias? A pesar
de que todo mi cuerpo estaba empapado, sentí que el pavor se expresaba erizando
cada vello, cada hebra. Pero una vez más, el discurso del chamán, aunque solo
fuera para disparar mi antagonismo y mi sana repulsión, vino a mi mente como si
se tratara del último estertor de la tormenta. “El sentido anagógico esconde
los símbolos del futuro que se amonedan en los gestos de vuestro salvador”.
Anagogía. Superar lo literal para acceder a la esfera de la comprensión
superior. Por cierto que en este caso no se refiere a la Divinidad, y tampoco a
la rata. ¿O sí? ¿Será posible que a fin de cuentas el charlatán me haya
señalado el camino?
Abrí la puerta del baño con
brusquedad, sintiéndome el policía bruto del peor policial. Las ratas,
amedrentadas por mi violencia, huyeron en todas direcciones. Eran tres. También
me abandonaron mis angustias de niño. Durante un instante fugaz, la imagen de
un mafioso disparando diecinueve ráfagas de AK 47 contra el chamán tolteca, sin
causarle el menor daño, inundó mi percepción. Luego, me envolvió la onda
encantada y supe que dejaría para siempre el periodismo.
DOBLE INDEMNIZACIÓN
Jorge Etcheverry
& Sergio Gaut vel Hartman
Mi pistola M1911
era demasiado grande para llevarla en el cinturón, por lo que la guardé en un
cajón del escritorio y la reemplacé por una Sig Sauer P290 9 milímetros. Nunca
he tenido buena puntería, pero estaba seguro de que podría asesinar a Stephan
dentro de los límites de la habitación del hotel en el que estaba alojado.
Hasta donde recordaba, los cuartos del Normandie eran pequeños, y aunque
terminara encontrándolo en el bar o en el foyer, la idea era cometer suicidio
después de certificar que estaba muerto. En ese caso estaba seguro de que no
fallaría, en especial si apoyaba el caño del arma en mi boca.
Pero las cosas son como son, no
como a uno le gustaría que sean. Faltaban varias horas para que mi socio
llegara al hotel, por lo que me tiré en la cama y me puse a leer Double
Indemnity, del gran escritor norteamericano James M. Cain. No creo en Dios, ni
en el paraíso, ni en la reencarnación, ni tengo sentido de culpa. Lo que no
quiere decir que yo sea un sicópata. Tengo bastante empatía, aunque no se me
note. Para surgir, para llegar a alguna parte, para tener la libertad de mi
modo de vida, quieto, sin esos compromisos y concesiones que aniquilan a tantos
de mi generación en estos tiempos cada vez más difíciles, me metí en el tráfico
de armas a través de una noviecita que tuve, que resultó ser prima de un
muchacho de apariencia muy seria, pero que trabajaba para alguien que a su vez
trabajaba vendiendo armas cortas a bandas callejeras subordinadas a otros
señores o señoras ignotos… que a su vez trabajaban para otros, ahora ya en el
extranjero. La vida es banal, la repetición más que aburrir desgasta las ansias
de vivir. Mis libros son mi única compañía. Alguna vez leí un cuento del gran
autor Daniel Moyano, de Argentina, donde habla de un joven silencioso,
distante, taciturno que al fin elige el suicidio. Yo decidí vagamente llevarme
a un ser que considera estar de más, cuya salida le haría bien al mundo, en mi
nivel micro. Bueno, para abreviar, elegí un socio a mi nivel, bastante bajo, en
el tráfico. Un individuo gozador e inmoral, con rasgos de sadismo. Una foto de
esa ex amiga, una supuesta carta de ella a su presunto amante –mi socio–, llena
de dobleces y huellas de manoseo, ambos en mi billetera, darían alimento a las
limitadas mentes de los investigadores y forenses, que fácilmente dilucidarían
ese crimen suicidio motivado por los celos. Iba a poner un boleto de tranvía
para marcar la página al cerrar el libro de Cain. Pero no: un tipo que va a
cometer suicidio después de matar al presunto rival no va a estar marcando
dónde iba para después seguir leyendo.
Me despertaron unos discretos
golpes sobre la puerta. Por lo visto me había quedado dormido con el libro
sobre el pecho. Al abrir, vi a una mujer vestida con un traje rojo brillante y
un sombrero extravagante.
—Soy su guía —dijo, entrando sin
esperar invitación—. Vengo a preparar la transición.
—¿Qué transición? —pregunté,
sintiendo un escalofrío.
—Por esto odio usar eufemismos.
Su muerte, por supuesto —replicó, sonriendo, frívola—. Mírese en el espejo.
Me miré en el espejo y vi mi
reflejo: pálido, ojos vidriosos. El libro en mi pecho tenía manchas de sangre.
La mujer sonrió más ampliamente.
—No entiendo —balbuceé—. ¿Qué
ocurrió?
—Se deceso se produjo mientras
dormía —explicó—. El plan era interesante, pero Stephan, que lee otra clase de
libros, no las porquerías que lee usted, se le adelantó.
—¿Qué lee Stephan? —pregunté con
un hilo de voz, deplorando el hecho de que nunca me interesé por los intereses
intelectuales de mi socio.
—El Libro de la Vida y de la
Muerte, por supuesto. Gracias a eso se anticipó a todos los que quisieron
asesinarlo y dio buena cuenta de ellos. Vamos.
¿ACCIDENTAL
O INCIDENTAL?
Ana María Caillet Bois & Sergio
Gaut vel Hartman
Aplastar la cucaracha con una piedra
desencadenó unos eventos de naturaleza indescriptible, o que yo no logro
describir con propiedad.
—¡Mataste a Samsa! —chilló Marlene, que había estado leyendo
La Metamorfosis de Kafka esa misma tarde.
—¿Estás loca? El personaje de Kafka es un escarabajo.
—Escarabajo, cucaracha, ¿qué importa? —insistió ella, cada
vez más exaltada—. Lo mataste.
Levanté la piedra con cuidado y le mostré el producto de mi
acción: una pasta blancuzca con vetas marrones.
—No es Samsa.
Pero en ese mismo momento, ignoro si como consecuencia de lo
anterior o por puro azar, en el patio se materializó el escritor. Flaco, de
grandes orejas y mirada triste, señaló la cucaracha muerta y dijo:
—Usted asesinó a Gregor.
Quedamos atónitos, Marlene lloraba, de susto y de emoción.
Ver a Kafka ya era un sueño cumplido. En cambio yo, del bochorno, no podía
levantar la cabeza. Luego, poco a poco, fui alzándola y me enfrenté a él, al
maestro.
—Yo solo aplasté una cucaracha, no me puede cargar con un
cadáver, y… solo es un bicho feo y desagradable.
—¿Has dicho desagradable? Si es hasta delicado, el pobre,
acostumbrado a la discriminación, esto lo debe tomar como un piropo. Usted se
olvida del sufrimiento de Samsa por ser diferente. Desde la metamorfosis no
existió más ni para su propia madre.
Marlene tenía los ojos desorbitados mirando el movimiento de
la piedra, y confieso que yo también, en especial cuando se levantó Gregor,
abrazó a Kafka y salieron caminando muy tranquilos.
—Ya verá, maestro —comentó Samsa—, dominaremos el mundo.
MATARON
A MI PERRO
Lucía Amanda Coria & Sergio Gaut
vel Hartman
Llegué sin aliento a la comisaría.
El oficial, desde atrás del escritorio, me miró con el cansancio anclado en los
ojos.
—Mataron a mi perro —dije. Seguramente el hombre, habituado
a que denuncien que quemaron mujeres vivas o descuartizaron niños por celos,
consideró que lo que yo denunciaba era una pavada. Hasta que empecé a hablar—.
Mi perro, por si no lo sabe, y es casi seguro que no lo sabe, era el único
Pomerania entrenado para detectar extraterrestres, así como lo oye. Gracias a
Wojtyla, mi perro se llamaba Wojtyla, la Tierra se había librado hasta hoy de
que los argirontes de Argirón invadieran nuestro planeta y aniquilaran a la
especie humana. ¿Se da cuenta de la gravedad de la cosa?
—Me doy —dijo el oficial mostrando unos dientes rojos muy
afilados—. Por fin nos libramos de ese maldito bicho. Ya nada podrá detenernos.
PACIENTE
Ana Cherñak & Sergio Gaut vel
Hartman
La mosca en el aire. Sueño confuso,
círculos concéntricos. Pasos, picaporte, delantal blanco. Latidos acelerados.
Pulgar en la carne y goma en el brazo. Aguja fina en la jeringa, líquido
amarillento en la vena. Pasos hacia la puerta. La mosca vuela del vaso a la
venda, de la venda a una cucharita. Mirada hacia la mesa, vaso de plástico y
agua mineral. Ojos blandos hacia la carpeta azul, en sus páginas, lo que le
queda de vida. Y la mosca, de la cucharita a la sangre. ¿Cuánto le queda? Lo
ignora, como lo ignoramos todos, pero ahora que el delantal blanco se ha ido, y
sus pasos se apagan en el corredor de la clínica, se anima a abrir la carpeta
azul y busca una página en blanco en la que escribe, usando la tinta roja de
sus venas, que la han recluido por pensar, por disentir; que la matan de a poco
por sentir, aunque ellos ignoran que en la carpeta late un sueño, y que cuando
ella muera el sueño volará por el mundo infectando a otros para que algún día
las cosas cambien, aunque sea un poco.
LA
COCINA DE LA COSA
Carmen Belzún & Sergio Gaut vel
Hartman
—¿Cómo se escribe una microficción?
—El escritor contempló al potencial personaje y siguió escribiendo.
—Como hizo Lope de Vega. Violante o Concepción, da lo mismo,
me encargó una microficción de ciento cuarenta y nueve palabras y ya van
cuarenta y tres.
—O sea, un mamarracho —dijo el personaje—. ¿Qué pito toco yo
si la microficción es un rejunte de palabras que hablan de la microficción y
todo su contenido no pasa de un recuento de lo ya escrito hasta llegar a ciento
cuarenta y nueve? Ahora, por ejemplo, van noventa y seis.
—Vos tenés que poner algo de tu parte, querido. ¡Si no hacés
nada...!
—Se supone que vos sos mi creador, que me estás pensando y
que tenés una idea exacta de quién soy, a dónde voy, qué haré...
—Mmm... ¿Te parece?... ¡Me descubriste! Sólo te traje para
contar las ciento cuarenta y nueve palabras.
REZAGO
José Luis Velarde & Sergio Gaut vel
Hartman
Voy
por mi casa de reloj en reloj y todos muestran diferentes horas. Creí que el
teléfono celular era creíble, pero marca veinte minutos de adelanto respecto a
un canal de televisión y treinta de retraso en lo que se refiere a mi reloj de
pulso.
En la pared, un viejo reloj se limita a
mostrar a los once jugadores de mi equipo. No importa, pues ambos llevan más de
cinco años descompuestos, incapaces de sobrellevar la pena que les produjo la
pérdida del duodécimo, el arquero suplente, fallecido cuando, tratando de
emular a Guillermo Tell, quiso acertarle a la manzana de Newton, le salió la
flecha por la culata de la ballesta y se le clavó en el corazón.
Mi vida, desde entonces, es un anacronismo, y
mi único entretenimiento es ir por mi casa de reloj en reloj, tratando,
infructuosamente, de saber qué hora es.
ANTES
QUE ANOCHEZCA, PORQUE SI NO...
Fernando Andrés Puga & Sergio
Gaut vel Hartman
—¡Dale! ¡Arremangate! ¿No ves que se
pinchó?
—Mejor llamemos a
la grúa. ¿No tenés el teléfono?
—¿Me estás
cargando?
—¿Por qué lo
decís?
—¡Estamos en el
medio de la Puna!
—¿Y?
—¡No hay señal,
infeliz!
—¡Ah, claro!
Entonces...
—Sí, sí. Vas a
tener que cambiarla vos.
—¿Me permiten?
—dijo un ser de ocho brazos, piel anaranjada, ojos como platos—. He pasado por
situaciones similares. Viajo mucho, ¿saben?
—Viaja mucho
—balbuceamos.
—Y en mi planeta,
antes de partir, nos dan cursos para reparar cualquier artefacto.
—Su planeta
—volvimos a balbucear.
—Salgan de ese
estado de estupor, que si nos agarra la noche... —El extraterrestre emitió un
sonido que pareció una risita—. Los de Blindy somos capaces de viajar por toda
la galaxia, pero en la oscuridad valemos menos que un cactus.
VARIANTE
INESPERADA
Lucila Adela Guzmán & Sergio
Gaut vel Hartman
Algunos años antes, Laura había
vivido atemorizada por las explosiones anímicas de Julio, pero eso ya era un
asunto cerrado y terminado. Esa noche, por primera vez desde que estaban
juntos, había preparado un amplio abanico de respuestas adecuadas para
neutralizar cualquier agresión. Y Julio regresó borracho, como siempre, a eso
de las tres de la madrugada. Abrió la puerta sin tomar precauciones y pidió a
gritos la presencia de Laura. Es cierto que la acción de tomar precauciones
antes de abrir una puerta, solo sería esperable en alguien que denotara cierto
rasgo de paranoia; pero, desgraciadamente, el hombre cuyo nombre nos remonta al
feliz mes en que se cobra el medio aguinaldo, ya se había tomado todo lo que
pudiera ser medido con gradación alcohólica; y la precaución, a pesar de estar
en este mundo para ser tomada, no cumplía con el antedicho requisito. Como
dijéramos anteriormente, el hombre abrió la puerta y pidió a gritos la
presencia de Laura, quién pertrechada con el abanico de respuestas adecuadas
solo tuvo que proceder como cualquier persona dispuesta a abanicar. Y así fue
que aconteció lo que no era esperable por personas como usted, yo y algunos
otros que caen en el abismo de la ignorancia por no haber tenido oportunidad de
instruirse en cuanto a los fenómenos de la combustión se refiere. Ahora ya
sabemos que ante una explosión anímica hay que alejarse del viento que provoca
un abanico de respuestas adecuadas.
EL
APOCALIPSIS DE JUAN
Facundo Martín Desimone & Sergio
Gaut vel Hartman
Juan estaba escribiendo el versículo
19 del capítulo 22 de su Apocalipsis cuando le sacaron el manuscrito de las
manos para llevarlo a la imprenta y así quedó, con los tres versículos de
“despedida” agregados por el linotipista de turno porque el tipo era un
obsesivo del detalle. Pero, aunque no lo crean, tengo los siete versículos
faltantes, los que nunca se publicaron, gracias a que Parafito de Samos logró
guardar el manuscrito en un cofre que fue encontrado en un conventillo de San
Telmo en 1932 y guardado celosamente por Gaudencio Malaspina, que se lo
obsequió a mi tía Luisa para conquistarla (un intento infructuoso, debo
admitirlo). Encontré ese escrito entre los papeles de mi tía, habida cuenta de
que no tuvo hijos y yo fui su único heredero. Pero no me quiero desviar del
propósito inicial, escribir acerca de lo que he averiguado acerca de los siete
versículos perdidos del capítulo 22 del Evangelio de Juan. Como todos saben, o
deberían saber, el versículo 18 dice: “Yo protesto a todo aquel que oye las
palabras de la profecía de este libro. Si alguno añadiere algo a estas cosas,
Dios traerá sobre él las plagas que están escritas en este libro”.
Terrible sentencia para un alma en pena. Como me quiero
imaginar que sabrán, y mi imaginación es un juguete rabioso con alas y una
potente turbina de energía ilimitada, Juan era hombre hosco y huraño, de poco
carácter, falto de amigos y vínculos sociales. Más allá de los azúcares y
confites que vierten las escrituras sobre su pálida persona, la realidad es que
solo se llevaba con su hermano Santiago, y con una misteriosa mujer que lo
visitaba por las noches, mientras el Apóstol simulaba dormir en su lecho, y de
quién se cree que fue nada más ni nada menos que Lilith, la divina.
Los primeros dos versículos perdidos pasan de ser
interesantes; más listados de plagas y catástrofes que azotarán a la humanidad.
Pero a partir del tercero, la cosa adquiere relevancia.
Juan comienza el tercero de estos versículos, sentenciando:
“Y entonces, cuando todo haya acontecido, Él bajará de los cielos, montado en
una nube espectral…”. Se refiere, por supuesto, al Dios de Dioses, Sargón,
nombre que ha logrado escapar de la Biblia (se desconoce si la falta fue
intencional). Este dios, como va a especificar luego en el sexto versículo, es
el Dios Máximo del universo, ante el cual se subyuga incluso el anónimo dios
cristiano (acaso, de nombre secreto). Y es también quién se encargó de crear a
una de las más importantes etnias primitivas de seres humanos (aunque no la más
importante, ni tampoco la primera): los sumerios.
Pero no solo eso, si no que “la nube espectral”, que se
encarga de describir con todo detalle en el cuarto versículo, tiene forma
ovalada, parece moverse en órbitas, expulsa luces de colores y sonidos
infernales al moverse y, al parecer, está construida por una aleación de
metales desconocidos por ser humano alguno (al menos, en aquellos tiempos
primarios).
La nube, nos revela Juan, aterrizará sobre el Monte Olimpo.
Y, desde allí, utilizando “mágicos artefactos metálicos” capaces de lanzar
rayos a gran distancia, “conjugando pasado, presente y futuro en un único
punto”, destruirá al total de la humanidad… con excepción de aquellos que
logren pasar “el Desafío”. Con respecto a este, no da demasiados detalles,
aunque se pueden extrapolar algunos indicios a partir del quinto versículo
perdido, en el cuál algo se menciona sobre la capacidad de poder vislumbrar y
precisar el verdadero color de un “caballo blanco”, al parecer, perteneciente a
un tal don José de San Martín de Tours. Que los santos sean una invención de la
iglesia en el siglo X y que el primer santo canonizado oficialmente haya sido
san Ulrico, en 993, no menoscaba la condición profética de Juan, él mismo
devenido santo, y no cualquier santo, sino el primero elegido por aclamación
popular, con vuelta olímpica incluida, en el Coliseo romano de Jerusalem. Y
sostengo que la mención a don José de San Martín de Tours y su caballo blanco
debe ser apreciada en toda su dimensión apocalíptica, porque el versículo
decisivo, el veinticinco, séptimo de los versículos perdidos, completa de un
modo contundente la escatología juaniana cuando declara: “Yo soy Juan, repito,
el que oyó y vio las cosas que narré en este libro. Y después que las hube oído
y visto, y me postré para adorar al ángel que me mostraba estas cosas, fui
invitado a sumirme en la nube espectral, fui llevado a recorrer el universo y
asistí a la destrucción total de la Tierra y sus gentes, sin mengua para mi
propia persona, ya que los ángeles me concedieron el don de la inmortalidad”.
Que esa destrucción aún no se haya producido es un hecho
irrelevante. Cuando se publique la Verdadera y Única Biblia, incluyendo los
siete versículos perdidos, se cerrará el ciclo y todas las calamidades se
precipitarán sobre la Tierra, cumpliendo por fin la profecía de Juan. Y si eso
no ocurriere, por lo menos cobraré las regalías del mayor best seller de la historia.
DILACIONES
Alejandro
Fabián Alberto Aguirre & Sergio Gaut vel Hartman
Desde que Peri,
la prometida de Franz Waxman, quedó ciega en el accidente de automóvil donde él
perdió ambas piernas, el interés del empresario gastronómico por formar una
pareja estable, normal, aumentó de un modo exponencial. Había postergado la
fecha del matrimonio cinco veces en los últimos siete años, pero cuando supo
que los dos estaban lisiados, propuso que se casaran de inmediato y le
garantizó a la joven que serían felices y engendrarían hijos sanos y normales.
No obstante, antes de que hubieran
transcurrido seis meses desde la boda, la vida del matrimonio ya era un
infierno. Las mutuas recriminaciones y un creciente odio, producto de las
dificultades que derivan de la convivencia entre personas que no pueden
desplazarse por la casa sin tropiezos ni caídas, minaron hasta tal punto la
relación que el deseo de acabar con el otro pasó a ser el leitmotiv de la
existencia de ambos.
Al pasar el tiempo, aunque él con su
silla de ruedas comenzó a desplazarse con mayor facilidad y ella, gracias a
ciertos aditamentos y al aprendizaje de los espacios y la localización de los
objetos de la casa, también se condujo mejor, la tensión en hogar fue en
aumento, ya que el desgaste psicológico era descomunal. La angustia de saber
que nada cambiaría para ninguno de los dos por lo que les restaba de vida y la
certeza de que tendrían que convivir con el enemigo indefinidamente hizo que
cada uno, por desconfianza, pidiera ser tratado por terapeutas diferentes. Ambos
facultativos les recetaron medicamentos para la ansiedad y los asistieron como
pudieron en sesiones destinadas a calmar las aguas.
Finalmente las tensiones se moderaron,
pero al mismo tiempo, los cónyuges advirtieron que sería inútil sostener una
vida así. Aprendida la lección de que lo adecuado era contratar profesionales
por separado hicieron lo mismo con el cocinero, enfermero o acompañante
terapéutico. Cada uno tenía su personal
trainer y hasta diferentes asesores de vestuario. Y a pesar del buen pasar económico
que disfrutaban, debido a las ganancias que lograban en sus respectivos
negocios, ya que provenían de familias adineradas, ninguno de los dos concebía
la idea de un divorcio que implicara la división de bienes.
En medio de aquellos días de una
aparente calma, mientras Franz sufría por los ejercicios impuestos por su
profesor de educación física, algo le llegó a la mente, una idea que concibió
mientras veía al atleta ponerse en el cuello una cuerda con una pesa para darle
vigor a esa parte del cuerpo. La visualización de que Peri sufriera un
desgraciado accidente y eso le diera muerte, era una luz de esperanza para su
desdicha. Por ese camino, no le fue complicado llegar a la conclusión de que debería
contratar un asesino particular para que se hiciera cargo de esa desgracia. Pero algo insólito ocurriría
en todo este asunto.
Peri, que debido a la pérdida de su
capacidad visual había experimentado un aumento de agudeza de los demás
sentidos, detectó de inmediato que el plan de Franz era liquidarla, por lo que
cuando averiguó que Eleodoro Gaviria no era el nuevo contador contratado para
dibujar los números de las empresas y lavar dinero, sino el sicario que debía
hacerse cargo de su eliminación, empleó todo su ingenio para atraerlo y
ofrecerle no solo el mejor sexo posible sino, además, una suculenta
participación en los beneficios de la herencia. Porque esto hay que decirlo: la
ceguera no mata la sensualidad y mucho menos el deseo. En los varios años de
soportar a Franz, Peri había desarrollado una suerte de Kama-Sutra intuitivo
que solo esperaba una oportunidad como esa para ser utilizado.
Eleodoro ingresó a la casa sin
obstáculos, y Franz, en su silla de ruedas, se frotó las manos, ansioso por el
desenlace.
—¿Todo listo? —susurró. Una sonrisa inmensa
le adornaba el rostro.
—Todo listo —respondió el asesino,
tratando de imitar el gesto, aunque no era su especialidad.
—¿Trajo la cuerda?
—¡Claro! Soy un profesional. Y también
traje una sica.
—¿Una sica? ¿Qué es una sica?
—Esto —replicó Eleodoro a la vez que
hundía el arma en el abdomen del mutilado—. Uno no es un verdadero sicario si
no sabe utilizar el instrumento del cual proviene su nombre.
Peri ingresó a la habitación unos
segundos después, y como es natural no se sintió impresionada por el sangriento
enchastre; en cambio arrugó la nariz cuando el metálico olor penetró en sus
narinas, pero fue solo un instante. Sin vacilar tomó la mano del asesino y lo
arrastró hacia el dormitorio para empezar a pagar lo que debía por la faena
realizada.
EL DÍA DE LA REVELACIÓN
Patricio G. Bazán & Sergio Gaut vel Hartman
El Anticristo nació en nuestra aldea. ¿O me van a
decir que no saben que el Anticristo es Teodoro Malaspina, el carnicero de la
Calle Mayor? Está comprobado. El 25 de diciembre de 1970, a las seis de la
mañana, Rudebunda Krause de Malaspina dio a luz un saludable varoncito. En ese
momento, el demonio detuvo el tiempo porque era necesario esconder el
nacimiento a los aparatos de registro y monitoreo con los que Jehová mantiene el
control sobre la Tierra. Lo más probable es que la gente del pueblo no haya notado
que sus relojes están atrasados diecinueve minutos con respecto al resto del
planeta y que todos los sonidos, el de las campanas y el agua de las cisternas,
el cacareo de las gallinas, el traqueteo de las ruedas de los carros y el
chasquido de los dedos bajaron medio tono. ¿El motivo? Era necesario que Teodoro
naciera fuera del tiempo. El diablo introdujo un troyano en la configuración de
la realidad para detener las plegarias en todas las iglesias y confundir a los
operadores de los sótanos del Vaticano, donde mantienen vivo a Jesucristo para
usar su energía y dominar el mundo. En Jerusalem, La Meca y Lhasa existen
centrales similares, pero no quiero desviarme del tema. Teodoro tiene sesenta y
seis años, y el demonio ha decidido que hoy es el día de la Revelación del
Anticristo.
¿Qué
cómo estoy enterado de tales escatológicos portentos? Pues, por designio divino
o endemoniada paradoja, estoy ligado a esta trama por causa de la sangre. Mi
nombre es Enoch de las Mercedes Krause; para el resto del pueblo, simplemente
el Padre Krause, párroco de la iglesia Nuestra Señora del Naufragio Eterno, y
hermano por parte de madre de la mismísima Aberración. Mi madre me trajo al
mundo once años antes del nacimiento del citado engendro, y fue obligada por
sus padres a entregarme a la Iglesia. En esa época no estaban bien vistas las
madres solteras, y mucho menos en esta aldea de pescadores severos y
santurrones; así que me aferré a mi segunda Madre con todas mis fuerzas, y
crecí apartado del hijo del carnicero Malaspina, un oscuro forastero venido de
quién sabe dónde a ejercer su sanguinario oficio, casarse con la infortunada
Rudebunda y transmitir su legado a mi hermanastro.
Mis
setenta y siete años pesan en las desvencijadas articulaciones, las oigo crujir
a medida que desciendo uno a uno los polvorientos escalones de la cripta bajo
el templo. Allí, alejado del ruido de las maquinaciones del Adversario, se
encuentra mi sancta santorum, un
refugio donde orar por la Humanidad y —en las noches de buen clima— conectarme
con mi compañero de misión, el rabino Elías Rossemberg. Sí, Enoch y Elías, como
los Dos Testigos del Apocalipsis, porque eso somos.
Tenemos
suerte.
—¡Oioioy, veis mir, Enoch, hoy es el día!
—La imagen del Televox parpadea de a ratos debido a alguna microerupción solar,
pero en general se ve bien. Elías parece un druida loco, con su pelambre
revuelta y su nívea barba erizada como mata de espinos.
—Calma,
hermano; lo que sea que ocurra, ya está previsto. Nos hemos purificado, hemos
rogado al Altísimo por protección… ¡y si eso no bastara, almacenamos armamento
suficiente como para una Cuarta Guerra Mundial!
Un
largo y herrumbrado suspiro antes de volver a estallar.
—¡No
es eso, schmock! ¡El Anticristo ya está en la televisión, y allí se revelará
ante el mundo!
Mi
turno para exasperarme.
—¿Televisión?
El único canal que tenemos queda a dos pueblos de distancia, y tiene una grilla
de porquería. Lo más decente que pasan es ese programa para solterones, “Unamos
nuestros destinos”. —Elías nota mi incomodidad—. No es que lo mire siempre, a
veces queda el videovisor encendido…
—¡Goteniu,
Enoch! Somos los Testigos, a nosotros no se nos puede ocultar nada; ni siquiera
esa triquiñuela demoníaca del desfase temporal de los diecinueve minutos. ¡Lo
sentimos en las tripas, y ahora mismo lo vuelvo a sentir!
Debo
reconocerlo: tiene toda la maldita razón. Enciendo el aparato sintonizando el
canal 6. ¡Allí está, el malnacido! Peinado a la gomina como lamida de vaca, enfundado
en un traje a cuadros de vendedor de autos usados un tanto ajustado, el bigote
anchoíta perfectamente delineado y esa sonrisa estúpida brillando bajo la
cruenta luz de los reflectores. No sé si alarmarme como mi colega, o echarme a
reír a carcajadas ante tamaño ridículo.
Pero
nadie dijo nunca que el Diablo es un galán de cine al estilo de Brad Pitt o
Leonardo di Caprio. Este mamarracho que veo en la pantalla del televisor es el
Maligno mismo y, grotesco o estrafalario, está a punto de hacer estallar la
bomba.
—No
se atreverá —murmuro, más para levantarme el ánimo que por valederas razones
objetivas. Elías lee el movimiento de mis labios y reitera su judaica
lamentación.
—¡Oioioy, veis mir!… Si Dios nos ha abandonado, ¿quién podrá defendernos?
De
pronto, más estrambótico que el mismísimo Satanás, un tipo vestido de rojo con
una “CH” sobre el pecho, dos antenas de chasco sobre la cabeza y un martillo de
utilería en la mano, eclipsa por completo a Teodoro Malaspina y tras aporrearlo
en la cabeza con el instrumento, exclama:
—¡Yo,
el Chapulín Colorado!
CUESTIONES
DE HOSPITAL
Alejandro Bentivoglio & Sergio
Gaut vel Hartman
Entró María, la enfermera, y sonrió
culposa; examinó la mesa, como buscando algo, murmuró algo que ninguno de
nosotros logró descifrar, renunció a su pesquisa y salió dejando la puerta
abierta. Natalia se puso de pie y la cerró.
—Se volvió loca cuando supo que el padre era asesino serial
—dijo Estela.
—Simula —repliqué—. Saca ventaja de eso.
Natalia y Estela se encogieron de hombros al mismo tiempo,
algo que me causó mucha gracia.
—¿De qué te reís? —me preguntaron.
—De nada —dije—. Se la pasan culpando a papá de todo.
—Vos mejor callate que ella ya se despierta y le duelen las
muñecas por las esposas —dijo Natalia.
—Tengo la llave, se la robé al policía.
—¿Se van a callar? —dijo Lucette al despertar, hablándole a
todas las voces que habitábamos su cabeza—. Dios, después se preguntan por qué
quiero matar gente.
FRITO
EN ACEITE DE PALMA
Judith Shapiro & Sergio Gaut vel
Hartman
Al amanecer, cuando el calor del sol
hizo ascender la temperatura hasta convertir aquel agujero en un serpentario,
Donato Apice salió del hotel y se preparó para soportar las diatribas de Magda.
Fuera lo que fuese el intruso, verdadero o imaginario, su dominio del arte
culinario local permitía suponer que estaba perfectamente preparado para
freírlos a todos. No había en él nada de siniestro; por lo contrario. Pero
Magda, amparada en la abundante grasa que orbitaba en torno a su cintura, tenía
otra teoría; Magda decía que defendía la vida ante todo, pero Donato se reía,
¡con lo que le gustaban las frituras!
Pensar en eso lo liberó de la última pizca de culpa. ¡Qué
cornos le importaba Magda! Donato sonrió, apretó la sartén en la mano y caminó
con paso firme para ayudar al intruso.
TIEMPOS MODERNOS
Carmina Shapiro & Sergio Gaut vel Hartman
Permanecí jugando con los niños hasta que dieron las once. Pero cuando
traté de enviarlos a la cama, los tres comenzaron a llorar. ¡Son insaciables!,
reflexioné. Y la casa estaba hecha un desastre. Había trozos de juguetes y
restos de comida por todas partes. No obstante, me sorprendió que hicieran
silencio, como si hubieran obedecido a una orden, y fueran directo al cuarto de
juegos. Allí, en la pantalla envolvente, se ofrecía una película de realidad
virtual en la que un androide nodriza asesinaba a varios niños traviesos que
esparcían comida por toda la casa y rompían los juguetes sin compasión. Tropezando,
me agaché para recoger la basura esparcida por el suelo.
—No
somos tontos —dijo Felipe, el mayor de los niños—; sabemos distinguir entre la
ficción y la realidad.
—Estamos
seguros —agregó Leticia— de que jamás nos harías daño.
—Pero
yo tengo miedo —sollozó Andrés, el más pequeño.
—No sé
por qué están usando ese tono desafiante, yo no elijo la programación. Aunque
su impecable dedicación en poner todo patas arriba —dije señalando alrededor—
supera con creces a esa película...
No pude
evitar que la indignación se filtrara en mi voz. Me pagan por atender a los
chicos y mantener el orden. No debería quejarme, si los niños fueran angelitos,
yo estaría en la calle. Y mi fachada de androide se iría al traste. Cárcel de
por vida es la condena por imitación.
Les
sonreí con rapidez para intentar mitigar el efecto de mi ironía. Tal vez
lograra que pasara por un chiste.
—Aunque
tal vez debería... —dije socarronamente, queriendo insinuar que me volvería
como esa nodriza.
Leticia
se rio entre divertida y burlona, pero Felipe me miró impasible, clavándome una
mirada de hielo. Estaba claro que no tenía la menor estima por la interacción
con androides, y por sobre todo, que yo no le caía bien.
—Tal
vez deberíamos ser nosotros quienes tomemos cartas en el asunto —esputó con
lentitud, marcando fuerte las palabras.
—Felipe,
papá dice que tenemos que hacerle caso, no te pongas pesado —intercedió
Leticia, mientras seguía absorbida por la pantalla.
Andrés
estaba inquieto.
A esta
hora solía tomar un caldo caliente con unas hierbas que lo ayudaban a pasar la
noche sin pesadillas.
—Ya
preparo tu caldo, Andy.
Fui por
el pasillo en dirección a la cocina, pensando una vez más en cuál sería la
causa de esas horribles y explícitas pesadillas que sufría un chiquitín de
apenas cuatro años.
Mezclé
las hierbas y preparé el caldo disfrutando los tenues aromas que subían a mi
nariz, olvidando por primera vez en días la tensión que habitaba la casa.
Cuando me
di vuelta con el tazón en las manos, me sobresaltó encontrar a Felipe mirándome
desde la otra punta del pasillo.
—Te
descubrí —dijo, reiterando esa forma despiadada de mirarme que tanto me
perturbaba.
—¿Sí?
¿Qué descubriste? —articulé.
—Tu
secreto.
La
sangre se heló en mis venas. ¡Estaba perdido!
—No
tengo secretos —logré argumentar—. Todo está a la vista. Los androides no
podemos mentir.
—Tal
vez —dijo el niño—, un programador loco alteró tus circuitos y te convirtió en
asesino, como el de la RV. Tal vez mataste a nuestros padres y los
descuartizaste. Podrían estar enterrados en el jardín.
—¡Felipe!
—exclamó Leticia—. No digas tonterías.
La
apertura de la puerta de calle, haciendo el chirrido habitual, ese chirrido que
anunciaba dos eventos bien definidos: la llegada de los padres de los niños y
que una vez más había olvidado rociar con lubricante los engranajes, me
devolvió el alma al cuerpo.
—¿Qué
nueva fantasía ocupa la mente de mi hijo mayor? —dijo papá Orson, riendo.
—No más
RV por una semana —dijo mamá Helga, como siempre la más rigurosa de los dos.
—Es que
este androide… —Felipe trató de encontrar nuevos argumentos, pero no lo logró.
—Terminemos
con las historias de que el androide esto o el androide lo otro. —Mamá Helga
abarcó a los tres niños con la mirada—. Es un artefacto muy caro y hay que
cuidarlo.
Yo moví
la cabeza, asintiendo, enfático.
VIAJEROS
ARREPENTIDOS
Rolando José di Lorenzo & Sergio
Gaut vel Hartman
—Discúlpeme, señor —dijo el
conductor del colectivo—, se lo digo con el mayor respeto: una vez que usted
asciende al vehículo y ha pagado el pasaje, el mismo no se reintegra.
—Pero me arrepentí. Iba a la casa de Julia para pedirle
perdón, pero descubrí que no es una buena idea.
—Sus problemas personales no son de mi incumbencia. Si se
quiere bajar, hágalo, pero el dinero no se devuelve. Hemos recorrido diez
cuadras desde que usted subió y esto podría ser solo una estrategia de su parte
para viajar gratis.
—¿Usted me cree capaz de hacer algo así?
—He visto cosas peores, señor.
—¿Peor que haberme peleado con Julia? Imposible, nada puede
ser peor —dijo el pasajero ofendido
—A mí me pasa algo parecido señor—dijo amablemente una
señora del primer asiento, apoyando la mano en su brazo—; hace años que hago
este trayecto, al principio me bajaba pero nunca me animé a tocar el timbre de
la casa de mi amado. Me he arrepentido mil veces de subir al colectivo, tanto
como de no haberle pedido perdón.
El pasajero la miró sin entenderla y se animó a realizar una
pregunta:
—¿Y nunca pidió la devolución del importe del pasaje?
XENUM
Víctor Lowenstein & Sergio Gaut vel Hartman
Xenum estaba despertando del sueño inducido luego del
accidente cósmico que precipitó su nave a ese planeta menor situado en el
tercer lugar del sistema, donde había vida comprobada, si bien considerablemente
primitiva. Sus agudos sentidos percibieron que se hallaba dentro de una caja
transparente, sostenida por algún captor casi inteligente. El captor agitó la
caja, por lo que Xenum alargó sus tentáculos terminados en ventosas adhiriendo
sus veintiún brazos a las paredes de vidrio. Recién entonces abrió el único ojo
central. En plenitud de sus sentidos analizó el entorno. El captor estaba acercando
la cabeza a la superficie transparente; Xenum se horrorizó por su fealdad,
notando que la dentadura de aquel primate estaba contaminada por sustancias
como nicotina y cafeína.
Una
especie de seres viciosos, razonó.
Observó
el medio. Había dos sujetos macho y una hembra, ataviados los tres con
uniformes blancos y guantes en las extremidades superiores. No vio sobre sus
cabezas orbes oxigenadoras ni detectores de virus y bacterias. Obviamente
científicos arcaicos bajo el mando de alguna élite militar beligerante, se dijo.
¡Cuánto primitivismo!
El
captor, que continuaba examinándolo dijo, para los suyos:
—Parece
una cría de pulpo pelágico.
—Soy un
artrópodo superior, no un molusco, imbécil —profirió Xenum, en el idioma de
aquellos seres. Podía entenderlo, y mucho más…—. Ahora, mírenme… desafió abriendo
su ojo al máximo. —El científico se dejó subyugar hasta perder la voluntad por
completo—. Abre ya la caja —ordenó telepáticamente.
—¿Qué
diablos haces? —exclamaron casi al unísono los colegas del captor, viendo como este
liberaba al alienígena.
—Es
usted libre, amo —susurró sonriente.
Todo
sucedió extraordinariamente rápido. La caja se hizo trizas contra el piso
cuando Xenum saltó sobre la cabeza del científico y clavó sus apéndices
laterales en las sienes del infortunado hombre de ciencia. Un segundo después
retrajo esas prolongaciones.
—¡Qué
lástima! —murmuró—, no eres compatible.
—Gracias,
amo —dijo el pobre hombre mientras caía y Xenum repetía la operación con el
segundo científico, con iguales resultados. Este segundo también agradeció el
diagnóstico al caer.
La
mujer pretendió escapar, pero Xenum, con increíble rapidez, la miró, adherido a
la puerta de salida. Se tomó un segundo para analizarla con alguna curiosidad.
—Asco
de hembra. Tiene protuberancias en las partes delanteras y traseras, mucho
tejido adiposo y demasiadas curvas. No sé cómo tocarla sin vomitar. Una vez
decidido, saltó sobre la cara de la mujer, adhiriendo sus ventosas y clavando
los apéndices en sienes y garganta de la afortunada—. —No me agradezcas —le
dijo telepáticamente—, eres compatible. Tomaré tu forma.
El
cuerpo de Xenum se evaporó ante los ojos de la científica.
La
doctora Ellen sonrió, se arregló el cabello y salió de la sala de
investigaciones, dispuesta a conquistar el mundo. Aquellas piernas rollizas no
eran muy cómodas para andar, pero cada hombre con el que se cruzaba en los
pasillos de la base científica se sentía atraído por aquellas extremidades.
Viciosos.
Viciosos y lujuriosos, pensaba Xenum (de ahí en más, Ellen/Xenum) tramando
planes para toda la especie humana. Y tan dóciles. Ideales para ser
colonizados. Sí, aprovecharía la azarosa circunstancia de haber naufragado en
ese mundo para sumar una nueva perla al collar de los xentumitas, como se
denominaban a sí mismos los habitantes de su planeta de origen.
Embutid@
en su nuevo cuerpo, Ellen/Xenum avanzó por el complejo, observando con
creciente desdén y asombro las tecnologías rudimentarias y los comportamientos
primitivos de los humanos. Se detuvo frente a una pantalla que mostraba
noticias en tiempo real. La información fluía en un idioma que, aunque burdo, Ellen/Xenum
comprendía perfectamente. Guerras, hambrunas, avances científicos
insignificantes: todos eran síntomas de una civilización en su infancia… y ya completamente
pervertida, incapaz de alcanzar un grado de civilización suficiente para ser
admitida en la Federación Galáctica.
La primera fase sería infiltrarse y ganar la confianza de los líderes. Con
su capacidad para influir en las mentes, no sería difícil. En cuestión de días,
Ellen/Xenum había asumido el control de la base, utilizando la identidad de la
doctora para manipular a sus superiores.
La segunda fase consistía en preparar la llegada de más miembros de su
especie. Las coordenadas del planeta ya estaban transmitidas a través de un
canal seguro. Los especialistas llegarían en menos de un ciclo y eliminarían a
todas las alimañas que poblaban el planeta antes de lo que se necesita para
regenerar un tentáculo seccionado.
En las
semanas siguientes, Ellen/Xenum comenzó a implementar cambios en la base,
introduciendo nuevas políticas y procedimientos que facilitarían el trabajo de
sus congéneres. Los humanos, creyendo que se trataba de avances científicos,
aceptaron sin cuestionar. La influencia de Ellen/Xenum crecía, minuto a minuto,
día a día, semana a semana y con ella, el control sobre los recursos y las
mentes humanas. Y mientras observaba a sus subordinados trabajar diligentemente
en una nueva sala de control que había mandado construir, Ellen/Xenum
reflexionó sobre la ironía de la situación. Los humanos, tan arrogantes en su
conocimiento, no tenían idea de que estaban preparando las condiciones para ser
exterminados.
—Qué
fácil es manipular a una especie tan primitiva, ¿no te parece? —le dijo a un joven
científico que no dejaba de lanzarle miradas furtivas. La atracción era
palpable, y Ellen/Xenum decidió aprovecharse de ello. Paradójicamente, el
sujeto asintió. ¿No había entendido o el deseo era tan poderoso que ejercía un
efecto aún más efectivo que el dominador telepático? Podía pasar a la tercera
fase. Invitó al joven a su oficina con una excusa trivial. Una vez allí, cerró
la puerta y usó su mirada penetrante para someterlo.
—¿Me
ayudarás con un pequeño proyecto? —preguntó con una voz seductora y letal.
El
joven asintió; parecía completamente subyugado. Por eso, el impacto de la
respuesta paratelepática conmocionó a Ellen/Xenum y l@ paralizó por completo.
—¿La
especie humana es primitiva, corrupta y descartable? ¡Qué apreciación
desafortunada! Ustedes los xentumitas, son tan toscos, obsoletos, infectos y
suprimibles como los humanos. Nosotros, los nethsend, somos una especie
verdaderamente superior, y gracias a esta coincidencia afortunada, dejaremos
que conquisten la Tierra, la limpien adecuadamente, y nos apropiaremos de ella.
Luego terminaremos con ustedes, los arrogantes xentumitas. Es hora de que lo
hagamos.
Y dicho
esto, el nethsen se transformó ante Ellen/Xenum y se mostró con su verdadera y
magnífica apariencia.
ZONA NEUTRAL
Marcela Iglesias & Sergio Gaut
vel Hartman
Aquel lugar no se parecía a nada
conocido y ni siquiera el más culto y versado del grupo, el profesor Wexler, había conseguido arriesgar una
explicación mínimamente plausible.
—Esto no tiene lógica —dijo. Y fue todo lo que dijo.
A continuación, tal vez porque arrastraba miserias y frustraciones de toda la
vida, sacó una pistola Tokarev
TT-33 del bolsillo del abrigo, se metió el cañón en la boca
y disparó.
—¿Por qué lo hizo? —murmuró Sybil, pero lo hizo en
voz tan baja que solo yo la oí. Me encogí de hombros.
—Es posible que se haya enamorado de una joven
treinta años menor que él y que el rechazo le resultó insoportable.
—¿Cuántos años tenía el profesor? —preguntó Kramer
uniéndose a la conversación sin que nadie se lo pidiera.
—Cincuenta y tres —respondí.
—¿Eso significa que estaba enamorado de mí? —dijo
Sybil, ahora sí, francamente aterrorizada—. Yo tengo veintitrés. ¿Se mató
porque lo rechacé?
—¿Lo rechazaste? —Kramer y yo dijimos eso al mismo
tiempo, por lo que no se puede determinar si fue uno, el otro o ambos que de
pronto tuvimos la certeza de por qué aquel lugar no se parecía a nada conocido.
Ni siquiera estábamos actuando como era habitual. Nuestras conductas y
personalidades se habían desquiciado.
—La razón por la cual los habitantes de esos
edificios han huido —aseveró Forggione tratando de asumir el rol abandonado
intempestivamente por Waxler—, llevándose todos los alimentos, enseres de
cocina e inclusive libros y cintas de video…
—¿Cintas de video? En qué año vive usted, Forggione?
—¿No es 1923? ¿1949? ¿2034?
Mientras nos habíamos mantenido atrincherados en el
zanjón para no ser descubiertos, vimos pasar a un cortejo de seres famélicos,
obviamente monstruos inhumanos. Pero desde ese evento habían pasado varias
horas, o por lo menos varios minutos.
—Nosotros vamos a perecer de sed y hambre y sed
—dijo Kramer—. Sin mencionar todas las otras necesidades, que quedarán
insatisfechas. ¡Estamos perdidos!
—No estamos perdidos, para nada —aseguró Sybil, y
con paso decidido, tras tomar la Tokarev de la mano del muerto, se dirigió a la
casa más cercana.
—O quizá de frío —insistió Kramer.
—¡Cállese, por favor! —le ordené. Fui detrás de
Sybil y Granda, que había permanecido en silencio desde nuestra llegada a ese
mundo anárquico; la odontóloga me siguió de inmediato.
—Estoy segura —dijo—, que encontraremos estufas, o
troncos o tal vez carbón para encender el fuego directamente sobre el suelo.
Tengo mucho frío.
—No va a ser necesario —le respondí—. Encontraremos
fogones o por lo menos braseros.
—¿Alguien entiende lo qué ha ocurrido? —preguntó
Kramer cuando logró alcanzarnos.
Negué rotundamente con la cabeza.
—¿Había estado aquí alguna vez? —preguntó Sybil.
Kramer asintió.
—Yo viví aquí hace muchos años.
—Desvaría. Este lugar es nuevo. Lo han creado a
propósito, con un fin definido. —Hice un gesto enigmático y gracias a eso logré
que todos se callaran. No tardé en ver que Forggione, convencido de que no
lograría nunca ocupar el lugar del profesor, caminaba junto a nosotros y, tras
unos segundos de vacilación, le pidió la Tokarev a Sybil. Los edificios a los
que tratábamos de llegar parecían estar cada vez más lejos.
—No más suicidios —dijo Sybil, cortante
—Entendido... —masculló Forggione. Sacó una
fotografía del bolsillo y la besó. Era el retrato de una mujer...
—¿Este es un lugar peligroso? —preguntó Granda.
La miré fijamente a los ojos y todos nos quedamos
inmóviles.
—¿Alguien entiende la pregunta? —Como nadie
respondió di la orden de seguir adelante. No sé por qué había tomado el comando
del grupo, ya que siempre he eludido las responsabilidades. Pero por lo visto
todos necesitaban obedecer a alguien.
EL
CUARTO VIAJE
Luciano Lara
& Sergio Gaut vel Hartman
Como siempre
antes de viajar, Kars tomó un comprimido de cronotium y otro de ateracina. El
estado que se producía durante el tránsito, tan similar a un trance hipnótico,
requería el mantenimiento de la homeostasis orgánica, lo que preservaba las
células individuales de la distorsión temporal.
—Para ella —comentó la doctora Vufett mirando
al viajero de soslayo y señalando a Lyla— el gosnogane es esencial, pero no se
lo suministramos a usted porque le resultaría tóxico.
—Deberíamos probar —replicó Kars.
—¡No sea idiota! El gosnogane contiene
una hormona inocua para las mujeres que afectaría su sistema simpático.
—Defina “mujer” —dijo Kars riendo.
La doctora Vufett no podía con Kars.
Ella era una persona estructurada y ese excéntrico buscaba desestabilizarla
todo el tiempo. Por otra parte, los cronoviajes eran una actividad regulada por
la ATS y todo lo que hacían estaba protocolizado. Jamás entendería cómo los
reclutadores se habían atrevido a contratar a un sujeto como ese. Por fortuna,
la llegada del profesor Purvis, alma mater del proyecto, le permitió pasar a
las rutinas y desentenderse de Kars. Comenzó con el repaso del check-list de seguridad y a medida que
avanzaba en los ítems y escuchaba su propia voz iba dejando atrás la tensión a
la que la había llevado Kars y sintiéndose cada vez más aliviada. Pero más allá
de mirar al mundo como una persona que carecía de sentimientos en búsqueda de
lo que ella había bautizado “la paz”, el día a día de la doctora Vufett poco
tenía que ver con una meseta sentimental y aquel alivio del que parecía haberse
enamorado apenas un par de minutos atrás fue otra vez bruscamente interrumpido:
—Hubo una época en la historia en la
que los humanos dejaron de diferenciarse entre hombres y mujeres —dijo Kars con
una sonrisa cuasi socarrona—. ¿Sabías Lyla?
—¿En serio? —preguntó la jovencita
sorprendida.
—Sí —continuó él, enérgico—; fue en el
siglo XXI. ¿Corrobora lo que digo, doctor Purvis?
Ensimismado en los preparativos, el
anciano se limitó a mover la cabeza. No le interesaban en absoluto las bravatas
de Kars.
A la doctora Vuffet, en cambio, se le
escapó una incipiente sonrisa y sintió cosquillas en el vientre. Se cubrió la
boca intentando disimular mientras se maldecía por haber caído en una nueva
provocación de Kars; aunque esta vez de una manera diferente y aterradora.
—¿Y qué consecuencias tuvo ese… cambio?
—Lyla estaba excitada por la inminencia del viaje, pero aún así, su curiosidad
natural la llevaba a postergar sus otras ansiedades y saber algo más acerca de
lo que había anticipado Kars.
—Viajé tres veces a esa época, y te
puedo asegurar que el caos resultante fue incontrolable. Este es el cuarto
viaje.
—Estamos entrando en fase —interrumpió
la doctora Vuffet—. En cinco minutos comenzaré la cuenta regresiva.
—No necesito tanto tiempo —dijo Kars—.
Los sexos se fueron desdibujando hasta casi desaparecer. Las “mujeres”
decidieron que no seguirán siendo máquinas de producir crías. Como consecuencia
de eso se impulsaron dos investigaciones paralelas, que fructificaron en menos
de un lustro. Por un lado se logró la intermitencia sexual, gracias a lo cual
se podía ser hombre o mujer o neutro con solo desearlo.
—¿Y la otra? —Lyla estaba ávida,
atacada por una voracidad intelectual irreprimible.
—Los úteros artificiales. Ya no fue
necesario gestar y parir.
—¡La felicidad total! —exclamó Vuffet,
incapaz de contenerse. Kars no le prestó atención.
—Hasta que un imperativo previo,
probablemente ancestral, clamó a gritos por un retorno a la situación original.
—Pero la doctora Vuffet… —Lyla estaba
perpleja. Conocía la condición sexual de la técnica y no lograba hacerla
encajar en lo que Kars decía.
—No fue un retorno completo —fue la
respuesta—. Nadie quiso perder lo ganado. Y por eso mismo, la intermitencia
sexual quedó relegada a los droides. ¿Verdad, doctor Vuffet?
Súbitamente transformado, el doctor
Vuffet inició la cuenta regresiva para realizar el salto temporal de Kars y
Lyla al siglo XXI.
ALFONSINA
SIN MAR
Claudia Isabel
Lonfat & Sergio Gaut vel Hartman
Una mujer joven se arrojó al mar desde un acantilado. Su cuerpo golpeó contra
los enormes bloques de piedra, todos sus huesos se fracturaron y la cabeza se
le abrió como un coco seco. Fui testigo, y a pesar de que vi la gran mancha
roja que se escurría entre las piedras y cubría los mejillones y otros moluscos
adheridos al farallón, no corrí como un desesperado a socorrerla. Supe de
inmediato que mi conducta no era la que se espera de un sacerdote, pero me
pregunté si la decisión de quitarse la vida no es también la voluntad de Dios.
Me quedé mirando fijo hasta que los párpados,
ardidos por la visión de ese rojo, pestañearon. Como si ese cuerpo roto me
pudiera dar una respuesta que tantos libros no habían conseguido.
—¿Por qué un Dios omnipresente,
vengativo, compasivo, contradictorio, nos deja sin libre albedrío sobre nuestro
cuerpo? —le grité al viento, a nadie, en verdad, ya que estaba tan solo como la
pobre mujer que se había quitado la vida. Contra toda lógica, desafiando los
mandatos firmemente instalados en mí por muchos años de estudios que solo
habían servido para socavar mi vocación original, me pregunté por qué no la
imitaba.
Había amado a un hombre, y ese amor
terminó siendo la semilla mal germinada de una decisión que no derivó en
sentimientos hacia el prójimo, sino en rencor, y en esta ceremonia del desamor
en la que se había convertido mi vida. ¿No es ridícula la intermediación que
realiza alguien que impone conductas y principios arrogantes, cuando no es
capaz de abrir su corazón a un sentimiento que solo Dios pudo haber puesto
allí? Patéticas reflexiones, me dije, en el preciso instante en que la suicida
me llamó por mi nombre.
—¡Padre Hugo! ¡Venga!
El instinto, o solo mi incredulidad, me
llevaron a mirar por el acantilado, hacia el mismo lugar donde yacía la mujer,
con el cuerpo roto, desangrándose entre las piedras. Pero no había nada. La
misma mujer que vi arrojarse a las furiosas aguas, estaba ahora detrás de mí,
como pidiéndome que contemplara algo en algún lugar a mis espaldas.
—¡Usted! —exclamé estupefacto—. ¡Usted
estaba muerta hace un momento!
—Habrá sido la voluntad de Dios que no…
muera hoy. —Las últimas palabras se desmigajaron en medio de una grosera
carcajada—. ¿No cree que Dios puede hacer esas cosas, padre Hugo?
Estuve a punto de lanzar otro
exabrupto, pero cuando vi su mirada, sus ojos sin brillo, me di cuenta que no
tenía nada que ver con Dios. Era provocación, quizás mi propia conciencia
juzgando mi conducta. Esa parte de mí que no lograba soltar, y que por alguna
razón me trajo a este acantilado. De pronto, inesperadamente, descubrí que
tenía una Luger Parabellum en la mano izquierda. ¡Era absurdo! ¿Cómo es posible
que un hombre de fe salga armado de su vivienda? La respuesta golpeó mi mente
como se descarga un martillo sobre un clavo. Disparé. La mujer cayó al vacío.
Ya no reía.
Esta vez fue de espaldas y atravesada
por las balas, pero con el mismo desenlace. Como si fuera una obra retocada por
su autor para alcanzar la perfección, la trama de una obra inacabada que pasó
del suicidio al crimen, de un religioso de fe errática que se convirtió en un
asesino.
Me asomé al precipicio. Y allí estaba
ella, de pie, riendo a carcajadas.
—Parece que no hay caso, padre Hugo.
¿Cuántas veces me tendrá que matar para convencerse que mi Dios no me quiere
muerta? ¿No se da cuenta de que mi Dios no es el suyo? ¿Sabe cuántos dioses
operan en este mercado? ¡Infinitos, padre Hugo, infinitos!
Infinitos también son los caminos que
conducen a Dios, pensé exhausto. Es lo que siempre escuché de mis padres y
abuelos, forzando mi mente, metiéndola en un molde horrendo, donde cada
pregunta tenía una respuesta programada, sacada de la novela de ficción más
vendida en el mundo; la Biblia, el libro de cabecera de Lucifer.
Acaricié la Luger Parabellum y me
disparé en la entrepierna, mientras me iba vaciando de todo.
BÚSQUEDA NOCTURNA
Carlos Enrique
Saldívar & Sergio Gaut vel Hartman
Netland divisó
la vaporosa luz amarilla que cubría las zonas bajas de la isla, una
fosforescencia áspera que se alzaba a medio metro por encima de la hierba,
flotando como un enjambre de moscas que sobrevuela un pedazo de carne putrefacta.
Se distrajo cuando el motor de una lancha ronroneó cerca de los arrecifes, pero
volvió a concentrarse en lo que más le importaba: hallar el cadáver de Velasco
antes de que las sombras del crepúsculo cubrieran el inhóspito territorio.
Descendió del bote y su perro comenzó a olfatear cerca de la orilla. No había
nada por ahí. La extraña refulgencia se intensificaba. El can lo condujo tierra
adentro, al fondo, entre unos matorrales. Olía horrible, Netland sentía que se
desmayaba. Tropezó con algo alargado y de textura suave. Era una forma cabezona
que se enroscaba. El marinero huyó de allí. El sabueso no pudo hacerlo pues fue
agarrado de las patas y engullido. Cuando Netland subió a su bote, tenía claras
dos cosas: primero, nunca encontraría a Velasco, jamás podría llevarle sus
restos a su familia para darle sepultura. Segundo, jamás volvería a ese
infernal sitio ni permitiría que otros lo hiciesen.
Una antigua leyenda de los mares del
sur hablaba de las «islas vivientes», gigantescas entidades que flotaban a la
deriva, alimentándose de todo tipo de peces. Algunos marineros las confundían
con ballenas azules o monstruos marinos, mas nadie sabía lo que en realidad
eran estos siniestros especímenes. A veces, por falta de alimento o cuando se
cumplía su ciclo, estos seres morían. El espectáculo era horrible. Monstruosos
gusanos salían de su organismo y devoraban el cuerpo muerto, así como a toda
criatura que tuviera la mala suerte de hallarse cerca. La vaporosa
luminiscencia amarilla provenía de los gases internos.
Netland contaría su historia.
Nadie le creería.
EL
ENTRAMADO
Javier López & Sergio Gaut vel
Hartman
La selva era tan húmeda como había
vaticinado la adivina, que me visualizaba en una simulación sobre su bola de
cristal. Había acudido a su consulta para que pronosticara si algún día yo iba
a ser capaz de terminar la novela que me tenía ocupado las dos últimas décadas.
Y veía bien, la vidente. Porque desde ese momento yo ya no estaba en su
consulta, sino rodeado por la espesura que ella me describía. Mis huesos se
resentían con esa humedad, sobre todo por la vieja herida de guerra que tenía
desde la infancia. Una guerra con proyectiles de piñas aún verdes, cubiertas de
un duro barniz resinoso, que impactaron en mitad de mi columna como si las
hubiera lanzado un mortero.
Ahora recordaba al pequeño monstruo que me las lanzó, porque
la humedad en la espalda me estaba matando. Deseaba encontrar lo que iba a
buscar, recoger e irme a casa. Pero entonces una voz a mi costado derecho me
hizo saber que no estaba solo:
—¿Qué hace usted? —El ornitólogo había aparecido de la nada
y me vio con una enorme lupa tratando de descubrir algo entre los árboles.
—Buscando el hilo —respondí sin dirigirle siquiera la
mirada, concentrado en el trabajo como es mi costumbre.
—El hilo, ¿qué hilo? En esta jungla el único hilo que
conozco es el que segrega la mortífera rodeshia
punctata.
—Oiga, habla usted como un vulcanólogo, ¿no dijo que era
ornitólogo?
—Yo no dije nada. Quizá lo leyó más arriba.
—¿Leer qué? Yo no leo nada, ¿dónde podría leer algo en este
lugar perdido?
—Perdón, pensé que estaba leyendo lo que escribo.
—¿Escribe? ¡Pero si el que está escribiendo esta historia
soy yo!
—¿Cómo se atreve a decir eso? En realidad yo era el que
buscaba una trama, hasta que apareció usted con su lupa buscando el hilo…
—Se lo discuto de aquí a Samarcanda. ¿Usted escribió que mis
huesos se resentían con esa humedad, sobre todo por la vieja herida de guerra
que tenía desde la infancia?
—Exacto. Cuando era pequeño vivía en Afganistán. Una esquirla
de un proyectil soviético impactó en mitad de su columna.
—Lea lo que escribí al principio. Hablé de una guerra con
proyectiles de piñas aún verdes, cubiertas de un duro barniz resinoso.
—Lo del mortero lo escribí yo.
—¡Como un mortero! ¿Usted ignora lo que es una metáfora?
—Yo no ignoro nada. ¿Quiere ver mis pergaminos?
—Aunque me mostrara sus papiros. ¡Ya me está cansando!
—¿Y qué me va a hacer? ¿Se siente capaz de eliminarme de la
trama? —Habló con sorna, un acento burlón tan evidente que creí que perdería el
control de mis actos. Pero por fortuna, en ese mismo instante, un hilo salvador
cayó del cielo: la pitonisa apagó la bola de cristal y el ornitólogo
desapareció como si hubiera sido fulminado por un rayo. Tuve suerte, porque ese
tipo estaba de verdad dispuesto a robarme el relato que yo –solo yo– estaba
escribiendo y acabo de finalizar.
VIRUS
Oscar De Los
Ríos & Sergio Gaut vel Hartman
Doblé a la
derecha, crucé las vías y continué hasta llegar al extremo de la calle
principal. Allí el pueblo tenía el aspecto devastado de un lugar atacado por
una peste. La fisonomía, con variantes menores, era la de cualquier villa de su
tamaño: un almacén de ramos generales, una farmacia, una estación de servicios,
un café, una docena de casas y la iglesia. Pero la desolación, la ausencia
total de movimiento, ya fuera humano o animal, indicaba que no quedaba nadie
vivo. Me detuve y giré sobre mí mismo al intuir un movimiento furtivo a mis
espaldas. ¡Imposible! No obstante, volví sobre mis pasos e intenté ser objetivo:
nunca mueren todos. El uno por ciento es inmune a cualquier virus. Coloqué mis
manos sobre los costados de la boca y grité:
—¿Hay alguien ahí?
Nada, solo me respondió el silencio;
apenas divisé unas cuantas hojas secas que se elevaban con el viento en la gris
mañana invernal. Sin embargo, estoy seguro de haber visto a alguien
dirigiéndose hacia la iglesia. Tenía sentido, ese tipo de situaciones extremas
lleva a que la gente busque refugio en la fe. Sin seguir pensando en el asunto
crucé la gran verja cancel que franqueaba la entrada y el patio de tierra, que
había sido regado horas antes. Sin entrar aún, me quedé en el atrio atisbando
el interior del templo a través de los grandes ventanales. Debía avanzar con
lentitud, convencerlos de mis buenas intenciones. Mi séptimo sentido me
informaba que había más de un ser humano allí adentro y que tenían miedo; tengo
que moverme con cuidado, me dije, pueden estar armados. No obstante, era
necesario ir sobre seguro; no sería la primera vez que una invasión falla por
quedar seres vivos, que luego forman pequeños focos de resistencia, capaces de
todo por reconquistar su mundo. Había llegado a la nave principal del templo;
decidí moverme con suma precaución y actuar como lo harían ellos; me arrodillé
en el último banco y elevé una oración por el alma de los muertos, que en
cierto modo era una deuda pendiente. Durante veinte años viví en este mundo,
interactuando con los humanos antes de que se lanzara la invasión; llegué a
estimarlos y me dolió su exterminio. Pero esa decisión no estaba en mis manos,
mi tarea se limitaba a espiarlos y enviar los informes que me eran requeridos.
Ese imperativo categórico existe desde el principio de los tiempos: la lucha
por la supervivencia prevalece sobre cualquier otra necesidad. Y nuestra
supervivencia dependía de que conquistáramos la Tierra, de que la limpiáramos
de seres humanos para poder ocupar la totalidad del planeta. Como los virus,
esos microorganismos que se introducen como parásitos en las células para
reproducirse en ellas, yo había usurpado un lugar entre esas criaturas y sin
pasión, sin odio, trabajé para aniquilarlas. En ese momento, cuando mi especie
iba a por poner punto final al operativo, solo me restaba pedir perdón por mis
pecados personales.
—Hacedor de todo el universo; limpia mi
alma de culpa y acepta que mis actos estuvieron movidos por la escasez y las
penurias que padecimos durante siglos. No nos hace felices haber suprimido a
millones de criaturas y solo te ruego que me perdones. Alabado seas.
Ese fue el momento elegido por mi
agresor para golpearme la cabeza con un objeto contundente. Atiné a girar y
encarar al sujeto, aunque no logré arrebatarle el arma que machacó mis huesos y
tejidos tantas veces que no fui capaz de contarlas. Solo pude constatar que se trataba
de un niño, una cría de ocho o nueve años quién, con fría determinación, una
fuerza que desmentía su corta edad y una saña que contenía todo el furor de la
especie destruida, siguió descargando la cruz de hierro sobre mi cuerpo sin
piedad, hasta convertirme en un amasijo sanguinolento, en un moribundo que
registra los últimos instantes de su existencia y los graba para que sus
congéneres sepan que el nuestro será un triunfo efímero.
NADA ES LO QUE PARECE
Laura Irene Ludueña & Sergio Gaut vel Hartman
Al sujeto le costó bastante trabajo retirar el gancho corroído y aún
más doblar la hoja metálica que cubría el panel de control.
—¿Qué
busca? —le dije.
—¿Qué
le importa? —replicó del peor modo posible—. ¿Acaso esto es suyo?
—Era de
mi padre —protesté—. Usted no tiene derecho…
No me
prestó atención y siguió con su faena. Tomó la abrazadera de la gaveta de
arriba, extrajo una cajita azul del tamaño de un paquete de cigarrillos y la
colocó sobre una lámina de cuarzo lisa como una hoja de papel de impresión.
Sacó una segunda cajita, una tercera, y siguió hasta que tuvo siete cajitas,
todas de diferentes colores. Mientras él realizaba esa esotérica operación —por
lo menos esotérica para mí—, yo continuaba preguntándome por qué diablos lo
había dejado entrar al estudio de mi padre. Cuando no pude resistir más la
tensión, tomé un palo de golf, un Iron-4, para ser preciso, y lo descargué
sobre la nuca del sujeto.
Contrariamente
a lo que supuse, el tipo no acusó el golpe. ¿Qué había fallado? Miré el palo,
miré la nuca del desagradable individuo y no logré hallar una explicación
satisfactoria. ¡Era imposible! Pero el continuó con la tarea emprendida.
Introdujo la cajita roja en un canal que había aparecido entre dos aberturas
del panel de control, movió con negligencia algunos diales que se veían a la
izquierda y pulsó una tecla verde con el dedo mayor de la mano derecha. Se
encendió una luz en el interior de la gaveta, se apagó y se volvió a encender
varias veces antes de quedar fija. Finalmente la luz se apagó, pero comenzaron
a encenderse varias luces más pequeñas en un panel lateral, tras lo cual se
vieron imágenes en siete grandes pantallas, a ambos lados del panel.
—¿Usted
se da cuenta de lo que ocurrió?
El
individuo respondió sin darse vuelta.
—Si se
refiere a que me golpeó en la nuca con un Iron-4 y eso no me lastimó ni produjo
ninguna otra consecuencia en mi persona, debo decirle que todos sus conceptos
sobre la realidad, firmemente arraigados y supuestamente avalados por la
experiencia, son erróneos. Su padre lo sabía y por eso estoy tratando de
ponerme en contacto con él. Me gustaría que se lo explique alguien cercano y
emocionalmente vinculado con usted, y no un extraño como yo.
—Mi
padre está muerto —respondí. La ira trepaba por mi garganta y amenazaba brotar
de mi boca como llamas de dragón.
—¿Lo
dice porque se supone que una persona cuyos signos vitales han cesado y yace en
un ataúd no puede opinar sobre la naturaleza de la realidad? ¡Qué equivocado
está!
Dejó de
prestarme atención. En las pantallas aparecieron gráficos y cifras, comenzaron
a zumbar los klistrones y los kenotrones, y fue como si todos los avances
científicos y tecnológicos se hubieran dado cita en ese momento y ese lugar.
—Yo no
creo en supercherías, en lo paranormal, en los fantasmas.
—¿Quién
dijo que su padre es un fantasma? ¡Yo tampoco creo en esas estupideces!
Esto no
está pasando pensé desesperado. Los últimos días habían sido una sucesión de
hechos y situaciones extrañas, pero esta se llevaba las palmas. Mientras
reflexionaba sobre ello, el sujeto seguía interviniendo la consola con
pequeñas llaves que sacaba de sus cajitas de colores. Mientras tanto, el
zumbido de klistrones y kenotrones llenaba la sala con una vibración casi
palpable que alteraba mi ánimo más de lo que ya estaba. Sentía que mi ira, esa
llama que habitualmente amenazaba con noquear mi autocontrol cada vez que venía
a reclamar atención a mi padre, estaba cada vez más cerca de lograr su
cometido. Pero cuando observé cómo cientos de gráficos y cifras cubrían las
pantallas, brillando con una intensidad hipnótica, empecé a pensar que todo era
un sueño pergeñado por el viejo para castigarme por no seguir sus pasos y
pedirle que se ocupe de la familia. No podía estar pasando esto. En principio
¿quién era este individuo que manipulaba los controles de la consola,
aparentemente ajeno a mi presencia? ¿Acaso se trataba de un científico del
laboratorio donde había trabajado mi padre? Jamás lo había visto antes. Y si
bien no era afecto a seguir las aventuras científicas de mi progenitor, creía
conocer a la mayoría de sus amigos. El sujeto me resultaba desagradable pero no
sé si era más por haber resistido mi golpe, por la inquietud generada por lo
que estaba haciendo o por su total indiferencia a mi persona. A pesar de ello,
me sorprendió.
—Su padre, señor —dijo seriamente—, fue un pionero en este
campo. La muerte, tal como la entendemos, es solo una parte del ciclo. No puedo
revelar todos los detalles, pero lo que estamos a punto de mostrarle cambiará
su percepción de la realidad y de la muerte misma.
Intenté procesar sus palabras, pero mi mente se resistía a
aceptar cualquier cosa más allá de la pérdida y el remordimiento que me causaba
haber discutido con el viejo hacía apenas dos días, cuando no quise escuchar su
más reciente y estrafalaria teoría sobre la vida y la muerte. ¡Viejo loco! En
aquella oportunidad le grité y me fui dando un portazo. Ahora miraba fijamente
las pantallas, buscando alguna pista, alguna señal que me anclara a la
realidad.
—¿Qué está intentando decirme? —pregunté, mi voz temblando
entre el desasosiego y la incredulidad.
—Su padre estaba borde de un descubrimiento que podría
reescribir las leyes de la vida y la muerte. Y no solo contribuyó a este
proyecto: él es la clave del mismo. Su consciencia, su esencia... —hizo una
pausa para dar énfasis a sus palabras— no se ha ido.
Un escalofrío recorrió mi espina dorsal. ¿El viejo loco
tenía razón? ¿Ese padre ausente que prefería estar en su laboratorio que, con
la familia había logrado algo valioso? Sentí que el suelo se movía bajo mis
pies, como si el mundo entero se estuviera desmoronando y debiera reconstruirlo
otra vez a mi alrededor.
—¡Imposible! ¿Qué quiere decir? —insistí, con voz más fuerte
esta vez, casi exigiendo claridad en medio del caos que se desataba en mi mente
ante tal revelación.
El sujeto señaló una de las pantallas donde gráficos
complejos y códigos binarios se entrelazaban formando patrones que me
resultaban extrañamente familiares.
—Lo que quiero decir, señor, es que su padre está aquí. No
en carne y hueso, pero su conciencia ha sido preservada, digitalizada. Estamos
trabajando en la posibilidad de interactuar con él, de obtener su perspectiva
sobre la realidad, de continuar su legado.
Me quedé en silencio. La ira que antes sentía se
transformaba en una mezcla de esperanza y temor. ¿Era posible? ¿Podría volver a
hablar con mi padre a través de una pantalla? ¿Ni siquiera su muerte me
salvaría de tener que enfrentar sus locuras?
—Mire —dijo señalando un dispositivo en la consola en el que
había introducido una llave de otra de sus cajitas—. Puede que no sea lo que
espera, pero es algo que tiene que ver.
Dudé por un momento, mi mente luchando entre el
escepticismo, la bronca y el deseo. Finalmente, asentí. El sujeto activó el dispositivo con un
elemento que sacó de otra de las cajas y todo el espacio se llenó de luces
multicolores y reflejos intermitentes. De pronto, en la pantalla mayor apareció
la figura de mi padre que con voz ronca pero usando su tradicional tono
despreocupado y burlón, dijo:
—Hola, hijo. No me esperabas, ¿verdad?
MANIPULADORES Y MANIPULADOS
Luisa Madariaga Young & Sergio Gaut vel Hartman
Regresamos a la base y pasamos el resto de la tarde
analizando la situación. Fejas admitió que Drotal tenía razón: la gente del
Templo sería un hueso duro de roer, mucho más duro de lo que nosotros
esperábamos. Incluso la parte racional y práctica de la psiquis de esa gente
resultaba inusualmente cautelosa y rígida en exceso. Era obvio que si
forzábamos la intensidad del ateízador lograríamos cierta apertura mental que
serviría para que, durante algunos instantes, se vieran a sí mismos como lo que
eran. Pero apenas retirado el aparato volverían a la obcecación previa. Le
sugerí a Fejas que dejara el campo en funcionamiento, pero ella objetó mi
moción argumentando que nuestra obligación no contemplaba poner en riesgo la
vida de los acólitos, por repugnantes y necios que nos parecieran. La gente del
Templo tenía limitadas reservas de racionalidad, más que limitadas. La noción
de lo correcto, de lo bueno, de lo eterno y de lo aceptable naufragaba ante
nuestros criterios, pero a ellos eso no les movía la aguja ni un milímetro y
Fejas temía que una larga exposición a los efectos del ateízador fuera
perjudicial también para nosotros.
—Nuestra
tarea —dijo— es abrir el camino para que puedan pensar, no pensar por ellos. Si
eso sucediera estaríamos haciendo lo mismo que el Padre Mayor del Templo. No
aprenden, solo repiten. Son como esos electricistas retirados que han olvidado
cómo hacen las conexiones y reciben una descarga cada vez que intentan cambiar
una lámpara.
—Sin
embargo —dijo Drotal—, no todo está perdido. Creo que existe un remanente de
emotividad pura en sus mentes, no domesticada ni manipulada. Si no logramos
despertar el raciocinio que se esconde en algún rincón de todo ser humano, por
lo menos deberíamos intentar perturbar sus conciencias y sembrar la semilla de
la duda.
Discutimos
eso hasta que una exasperada Heiny irrumpió en la sala de reuniones. Por propia
iniciativa, y sin nuestra autorización, se había presentado ante la gente del
Templo y, aprovechando que nunca la habían visto antes, solicitó ser recibida
por el Padre Mayor para presentarle una sugerencia. Acababa de saber, por una
nota que le fue entregada por uno de los Acólitos Mayores, que la recibirían, y
deseaba saber si nosotros aprobábamos su iniciativa, ya que estaríamos
presentes en la reunión del día siguiente manipulando en secreto el ateízador,
una vez más.
—Mañana
entenderemos todo —insistió Heiny—. ¡Será histórico! Sabremos realmente quiénes
son ellos, y si al frente del Templo hay seres humanos o si son… otra cosa.
—¡No!
—exclamó Fejas—. Es un plan demente.
—¿Por
qué no intentarlo? —refuté—. Todo lo demás ha fallado. Y si tenemos éxito la
humanidad agradecida nos llevará en andas y no nos olvidará jamás.
Todos
estuvimos de acuerdo en esperar al siguiente día con la esperanza de alcanzar
las ansiadas respuestas a tanta resistencia y la nulidad de los efectos del
ateízador. Con estos pensamientos, cada cual se retiró a sus respectivas
actividades, no sin antes percibir la significativa mirada de Fejas que no
alcancé a comprender, ya que de inmediato giró sobre sí misma y se batió en
retirada.
Aproveché
el tiempo restante para completar el informe diario de nuestro trabajo. El Gran
Consejo no estaba para nada satisfecho de los hasta ahora escasos avances; la
presión por lograr un resultado positivo de acuerdo a nuestros intereses se
podía palpar en la atmósfera de la cabina de trasmisión.
―No
podemos continuar extendiendo el tiempo de espera ―concluyó Theo, presidente
del Gran Consejo y principal promotor del uso del ateízador para modificar
cualquier motivación religiosa de cuanto grupo de acólitos encontráramos en
cada rincón del universo conocido, explorado y de alguna manera “colonizado”
por nosotros: Terrícolas liberados hacía siglos de ideologías basadas en la
existencia de dioses que rigieran nuestro intelecto y todo proceso que implique
un mundo sobrenatural.
―Tengo
la convicción de que mañana encontraremos la brecha que estamos buscando en sus
mentes ―refuté malhumorado; algo en mi interior se removió contra la
impaciencia de Theo.
Con un
gesto de despedida finalicé la trasmisión, me sentía cansado, lo menos que
deseaba en este momento era volver a pensar o hablar sobre el tema. Dispuesto a
retirarme, me sorprendió a mis espaldas la silenciosa entrada de Fejas.
―Comprendo
tu propósito y al igual que tú, deseo salir lo antes posible de este lugar una
vez concluida nuestra misión ―me dijo sin más preámbulos―. Ahora que estamos
solos necesito que me escuches. Es absolutamente riesgoso manipular el
ateízador mientras estemos todos en el Templo.
Mi mal
humor volvió a elevarse y la miré con impaciencia a la espera de que de una vez
por todas se explicara de manera coordinada y comprensible para mí.
―Ya he
dicho que puede ser peligroso ―continuó hablando―. Puedes reírte o creerme
loca, pero tengo un mal presentimiento. Por millonésima vez he estado
estudiando los procedimientos para la utilización del ateízador. No son muy
explícitos en cuanto a los efectos negativos por una exposición prolongada ni
cuáles podrían ser los síntomas. En este punto se diluyen en tecnicismos; razón
por la cual me vuelvo a cuestionar y te pregunto: ¿Por qué y para qué
arriesgarnos? ¿Acaso no te parece mejor hacerles creer que aceptamos su
certidumbre? Hemos estados tan confiados que quizás hayamos pasado por alto
detalles que puedan lograr una mejor comprensión por parte de ellos sin
necesidad de aplicar la tecnología. Ya somos tres los que creemos que ahondar
en la mente del Padre Mayor es la ruta más factible.
No tuve
más alternativa que reír. ¿No éramos nosotros, humanos altamente desarrollados;
poseedores de un intelecto basado en el pensamiento lógico? ¿Desde cuándo era
necesario un mal presentimiento para desviarse del objetivo? Me miró
decepcionada, había interpretado mis pensamientos sin necesidad de respuestas.
―En
esta misión eres quien toma las decisiones. ―Su respuesta, dicha en voz baja y
calmada, dejaba notar su frustración, ya que yo no estaba dispuesto a ceder.
―Mañana será otro día, nos vemos en el Templo.
A la
hora fijada estábamos todos frente a las colosales puertas de entrada del
Templo. No había cambiado de idea con respecto a traer con nosotros el
ateízador. Drotal sería el encargado de manipularlo a medida que se
desarrollara el encuentro. Nos recibió el mismo Acólito Mayor de la víspera,
quizás por coincidencia o porque sencillamente era el asignado para estos tipos
de encuentros. Con un gesto indicativo para que lo siguiéramos nos fue guiando
por una larga galería que no habíamos visto antes y que desembocó en una amplia
sala. En el centro y rodeado de sus principales se encontraba el Padre Mayor,
de pie y esperándonos; el resto de los acólitos formaban un semicírculo a lo
largo de las paredes.
Ninguno
de ellos tenía la expresión obcecada que conocíamos. Por un instante pensé en
las palabras de Fejas la noche anterior, pero enseguida lo deseché.
Con una leve señal le hice saber a Drotal que
era el momento de iniciar el ateízador. Fejas se removió inquieta y Heyni dio
un paso adelante como la principal mediadora haciendo un gesto de saludo y
respeto. El Padre Mayor levantó su mano en respuesta invitándonos a acercarnos.
―Sean
bienvenidos ―expresó el Padre Mayor; y sin esperar nuestras respuesta continuó
hablando ante nuestro creciente asombro―. Sabemos cuáles han sido sus objetivos
desde que llegaron, al igual que ustedes, vivimos bajo nuestras propias
creencias y costumbres… ―por un segundo se interrumpió mirando a Drotal―. No es
necesario que hagan eso, no va a surtir efecto… Ustedes se creen seres
superiores porque en algún momento de su existencia concluyeron que la misma se
debe a procesos naturales sin ninguna divinidad de por medio que influya en la
evolución. Es por esta razón que intentan de manera infructuosa modificar
nuestro entorno y pensamiento racional de acuerdo a lo que ustedes consideran
como cierto. En su empeño han olvidado algo muy importante: el libre albedrío.
¿Qué les hace pensar que tienen el derecho o la obligación de hacernos sus
iguales? Están mostrando el mismo patrón desde hace milenios, creen que sus
pensamientos dogmáticos deben prevalecer sobre cualquier otro y por tanto
convertirlo en una obligación para el resto sin importar el costo. ¿Sobre qué
base del conocimiento ustedes pueden afirmar que somos diferentes o todavía
seres muy inferiores?
Guardó
silencio por unos minutos, quizás esperando por algún argumento nuestro, quizás
disfrutando la confusión general. El caso es que en ese momento no alcanzábamos
a hacer otra cosa que mirarnos unos a otros ¿Cómo pudo saber lo del ateízador?
Y peor aún ¿Quiénes eran realmente esos seres que tan hábilmente nos
cuestionaban, mostrando o aparentando un intelecto hasta ahora oculto a
nosotros.
―Estamos
aquí… ―dijo Heyni, pero no pudo completar la frase ya que el Padre Mayor la
silenció con un gesto.
―Todos
sabemos por qué están aquí. ¿Qué explicación absurda que no sea la infinita
ambición de los humanos de imponer su voluntad? No ha sido casual su llegada,
tampoco nuestra tolerancia. Conocemos sobre ustedes desde el principio de su
miserable e incierta existencia, cada proceso, cada grano de historia, la que
cuentan, la que ocultan y también la que escapó de sus registros. Y la historia
humana está teñida de sangre. No, no nos vean con esos rostros que proclaman
que todo quedó en el pasado hace tanto que se pierde la memoria. No estamos
cuestionando su total desprendimiento de cualquier pensamiento o acción regido
por lo divino, pero les pongo en tela de juicio lo que de forma arbitraria y
con pleno conocimiento pasaron por alto. Cada tramo del camino recorrido por
ustedes ha estado presidido por las conveniencias, el engaño y como seguro
recurso, la violencia. Cada civilización que emergió creó y divinizó a sus
propios dioses, todos y cada uno de ellos todopoderosos y omnipotentes que se
basaban en un mundo de obediencia, prohibiciones e infinidad de cuestiones solo
aplicables a la gente común, que obcecada en sus ansias de alcanzar la
bendición divina no osaban alzar sus propias voces, ya que los pocos que lo
hicieron fueron de inmediato silenciados. No existió ninguna de las que ustedes
llaman religión que no difundiera el infinito amor de sus Dioses, como tampoco
existió alguna que no incitara a despreciar, odiar y hasta destruirse entre sí,
olvidando por completo que nacieron para amarse unos a otros y vivir en armonía
y respeto. Ustedes mismos, libres de toda creencia divina, fueron en sus
tiempos perseguidos y juzgados por las mismas causas y a la vez juzgaron y
persiguieron.
Hizo
una nueva pausa y yo aproveché para mirar a Drotal.
—No
funciona —me hizo saber con disimulo.
―No
puede funcionar. ―El Padre Mayor volvió a dejarnos mudos por la sorpresa―. Ya
no estamos interesados en ustedes ―continuó diciendo como si nada―. Se les
permitió la entrada por un curioso tecnicismo del pensamiento científico.
¿Quiénes y cómo somos? Se lo dejamos a su intelecto. ¿Alguna vez se
preguntaron, en su larga historia, por qué ninguna religión, secta o lo que
sea, jamás se pudieron poner de acuerdo para lograr el pensamiento armónico que
llevan siglos viviendo? ¿Por qué el Gran Consejo pudo conseguirlo? ―solo en ese
momento se dirigió directamente a mí―. Está diseñado para que no actúe contra
hologramas creados para ostentar la nulidad de sus empeños… Les ofrecemos el
tiempo suficiente para que se retiren de nuestro sistema sin necesidad de
mostrarles las consecuencias de un regreso.
DESTELLOS
Gabriela Vilardo & Sergio Gaut vel Hartman
—Soy creyente —afirmó Karlos mientras rellenaba su copa—.
Por eso la muerte no me asusta, querido Esteban.
Pero lo era, pensé para mis
adentros. ¿Y qué soy yo? Para él, resultaba mucho más sencillo. Una certeza
compartida: no hay nada antes y no hay nada después. La habitual angustia se
apoderó de mí. Entre dos nadas surge un destello mínimo; esa es nuestra
existencia. No habrá recompensa ni retribución futura. Nada. No hay esperanza
de que ese destello vuelva a brillar en algún lugar y momento.
Desesperados, inventamos un sentido
para eso, nos convencemos íntimamente de que cada destello es diferente, que es
verdad que unos desaparecen sin dejar huella mientras otros alumbran el planeta
con ideas y hechos. Estos últimos, claro, son ejemplos a seguir si se desea que
la vida tenga algún significado, mientras que los primeros merecen sólo lástima
y desprecio. Y la euforia juvenil es tan grande y potente que esa simple carnada
funciona perfectamente con cada adolescente, en caso de que reflexione sobre
tales temas. Sólo cuando uno deja atrás ciertas cumbres y desciende por una
ladera, comienza a comprender que todo esto no es más que palabrerío, discursos
vacíos, justificaciones y consuelos que intentamos ofrecer al vecino, al que la
tierra se le escapa bajo los pies.
No importa si has construido un
estado o una choza con materiales robados, ya que sólo está la nada antes y la
nada después, y la vida tiene sentido únicamente hasta el instante en que uno
comprende esto con todas sus implicaciones. En realidad, cada vida concreta no
consiste en actos a los que se puede aplicar el concepto de sentido, sino en
amarguras y alegrías, grandes y pequeñas, momentáneas y prolongadas, puramente
personales o vinculadas a cataclismos sociales. Y no importa cuántas amarguras
cayeran sobre una persona, siempre le queda algo en su reserva para calentar el
alma.
—Un centavo por tus pensamientos
—dijo Karlos cuando mi silencio se prolongó más de la cuenta.
—No se te escapa que tengo una
fuerte tendencia a realizar lúgubres elucubraciones. Eso me ocurre desde hace
relativamente poco. En mi opinión, es un aviso de la demencia senil, o al menos
de la impotencia senil, en el sentido amplio de la palabra. Al principio, esos
ataques me asustaban: me apresuraba a apelar al remedio probado contra todo
luto físico o espiritual, bebía un vaso de licor y a los pocos minutos, la
imagen habitual del destello que alumbra la habitación a oscuras me entrega la
convicción de un postulado social. A continuación, cuando esos descensos a las
profundidades de la angustia universal se hicieron habituales, dejé de
asustarme, y fue correcto, ya que, como después se aclaró, las profundidades de
la angustia tenían fondo: yo tomaba impulso en él y siempre volvía a la
superficie.
—No soy ajeno a esas fantasías
—replicó mi amigo—. En el fondo, la lógica lúgubre de las profundidades sirve
sólo para el mundo abstracto de los actos de la humanidad. Cada vida concreta
no consiste en esos actos grandiosos, sino en pequeñas alegrías y grandes
amarguras, en vivencias personales e íntimas.
Mientras que Karlos llenaba su copa
una vez más, su tranquilidad ante la muerte me parecía casi envidiable. Su
creencia le otorgaba una paz que yo no lograba alcanzar. Me pregunté si algún
día sería capaz de hallar esa misma paz o si estaba destinado a esta continua
lucha interna.
El destello de la vida seguía
siendo un misterio, un chispazo fugaz entre dos nadas inmensas. Inventamos
significados, buscamos consuelos en creencias y filosofías, pero en el fondo,
sabemos que todo es temporal. El peso de la existencia y su aparente futilidad
siguen siendo una carga difícil de llevar, aunque necesaria para nuestra
supervivencia emocional.
Observé a Karlos, su semblante
sereno y confiado, y me pregunté si alguna vez había tenido que enfrentar las
mismas dudas que ahora me atormentaban. Tal vez su fe le había protegido de
esos descensos abismales en la angustia existencial. O quizás, simplemente,
había encontrado una manera de aceptar la fugacidad sin perder la esperanza.
En la quietud de la noche, con las
copas llenas y el silencio envolviéndonos, comprendí que la búsqueda de sentido
es una parte intrínseca de la condición humana. Y aunque la respuesta
definitiva seguía siendo esquiva, el simple hecho de buscarla ya era, en sí
mismo, un acto de resistencia y esperanza.
Por ese motivo, la perturbadora
llegada de Erika destrozó por completo la frágil paz a la que había logrado
llegar.
—Escuché la última parte de la conversación
—dijo señalando la botella—. Solo el ateísmo más firme e inquebrantable puede
proporcionar respuestas y consuelo. La muerte es un problema de los vivos, solo
de los vivos. Los muertos… lo muertos no tienen nada de qué preocuparse.
—La verdad es que tu forma
de irrumpir no es la más seductora, Erika. Deberías dar dos pasos atrás, abrir
esa puerta otra vez para atravesarla y no volver por un rato bastante
prolongado. Si dura años, mejor.
Pensé que el ateísmo podría dar
respuestas pero no consuelo. ¿Por qué ella tendría que estar tan segura de eso?
¿Consuelo a quién o de qué? Erika hizo caso omiso a mi invitación, se sentó, se
sirvió una copa, y la levantó para brindar. Ni osé levantar la mía. Karlos
tenía los ojos entrecerrados y simulaba una sonrisa, la misma con la que
acompañaba su relato de volver a ver el túnel... estaría en esa intención
ridícula sin morirse. Lo hacía cada vez que venía a visitarme. Yo entrecrucé
mis dedos e hice circular mis pulgares. Tres veces hacia atrás y tres hacia
adelante, alternativamente. Un gesto de mi persona que bien conocía. Ese
círculo ligero parecía poner en movimiento mis posibles acciones para explotar
y conforme se aligeraba, el resto de los dedos se fundía con más contundencia
para no permitir nada. Erika me miraba con insistencia; jamás se amedrentaba
frente a mis actitudes, esas, implícitas en un gesto. Le divertía mi furia. Y
era eso lo que estaba logrando: enfurecerme cuando, después de haberle dado
vueltas a la cuestión a través de la sensación de serenidad de Karlos y mi
resignación a seguir rescatando destellos estaba a punto de entrecerrar también
mis ojos para ensayar algún tipo de convencimiento. Traté de ignorar a Erika
que arremetía con argumentos demasiado mundanos. Trajo a colación, en la penumbra,
las ironías y las prepotencias recurrentes del tío Pedro, la tristeza instalada
en la mirada del tío Julián que no le había bastado para reclamarle a la guerra
ese estado hasta el día de su deceso, el sacrificio de la abuela sometida a su
segundo esposo y la altanería de don Fernández cuando ganó un lugar en el mundo
por su empresa, mitad trabajo, mitad suerte. Mis pestañas empujaban hacia abajo
para mantener los párpados caídos pero mis dedos pulgares habían tomado
velocidad.
—Siempre queda algo para calentar el alma —murmuré.
Escuché
cómo Erika movía la copa y el hielo chocaba contra el cristal. Parecía gozar
frente a mi desesperación existencial. Los ronquidos de Karlos, que irrumpían,
entrecortados, daban cuenta de su tranquilidad mientras mi hermana traía una
retahíla de situaciones particulares mezclando la idea de destino con
causalidad, ateísmo y agnosticismo, túneles inventados y ridículas intenciones
de los vivos para creer en sentidos.
—Ignoro, con todas esas elucubraciones
contradictorias, si has llegado, alguna vez, a las profundidades y has vuelto a
la superficie tal como hemos coincidido con Karlos, a pesar de nuestras
marcadas diferencias; o si no tuviste ninguna de las dos posibilidades —le dije
apretando los dientes—, porque, de ser así, tal vez, a esta edad, podrías
considerarte una desgraciada criatura puesta en este mundo para desorganizar
estados y desorganizarte. Creo que ni siquiera sirven tus inferencias para
encontrar un sentido a algo. Lo siento por ti, Erika. Debe ser exageradamente
doloroso estar y no estar. Y estar por estar.
Nunca entendí esa extraña manera de incomodar
que Erika ha tenido en esta familia con sus actitudes, a veces, tan diferentes.
Si la muerte era un problema de los vivos, tal como ella declaró, me pregunté
por qué se empecinaba en desbordarme y hacerme creer que mis destellos, esos
que aparecían para equilibrar mis dudas eran inútiles. Ha tenido el tupé de
mofarse de lo doméstico que ha condicionado la vida de viejos tíos y de algún
vecino de por ahí, para confirmar que estaban todos en un mismo lugar ahora, o
en ninguno, vaya paradoja para clavar espinas. Y ha tenido el descaro de
convencernos de sus ridículos estados a lo largo de toda la vida con analogías
increíbles: cansada como en el desierto, agotada como en un campamento de
guerra, ahogada como en otro planeta, obnubilada como en el Partenón. Escuché
que se había servido licor otra vez.
—He decidido, Erika, aconsejarte que dejes de
beber y que te retires a tu habitación. Has tomado la mala costumbre de
deambular por las noches a esta edad, y con tus achaques… Prefiero que la
muerte te sorprenda en una cama porque ya ni siquiera tengo paciencia para
escuchar que, además de negar la angustia de tu final, te empecines ahora en
empezar a negar tus orígenes, aquí en la penumbra de nuestra sala de estar. Si
la muerte es un problema de los vivos… no deberías preocuparte… parece que no
hay categoría en la que puedas habitar…
—Quédate con tus destellos, Esteban,
para justificar tu existencia. Yo ya he vuelto tres veces. Ya no más. Prefiero
permanecer.
Karlos
roncó y se acomodó para seguir durmiendo en el sillón. Erika empezó a deambular
alrededor de una mesa. Penumbras en el lugar.
EL VISITANTE INESPERADO
Itzel Flores García & Sergio Gaut vel Hartman
El despertar fue muy desagradable. Yacía de espaldas y algo
le oprimía el pecho. Por un momento, antes de abrir los ojos, imaginó que Sara,
la gata de Magda, que él se había comprometido a cuidar mientras ella estaba de
viaje, había logrado burlar las defensas y estaba en el dormitorio. Pero a
medida que fue recobrando la capacidad para analizar la situación, poco a poco,
advirtió que era algo interno, como si una bola de goma se hubiera alojado en
el esófago. Ya pasará, se dijo, incorporándose en la cama.
Del otro
lado de las paredes, los autos y camiones se desplazaban por la autopista
produciendo un gran estruendo. Tardó unos segundos en advertir que, además del
ruido de los vehículos, estaba oyendo el rumor de los truenos de una futura
tormenta. Pero en el departamento reinaba el silencio. Recordó algunos de los
detalles de la perturbadora noche anterior. Había bebido de más y, tras ingerir
algo que le obsequió Pierre, terminó en la cama con esa chica, ¿cómo se
llamaba? ¿Astrid? ¿Helga? Tenía un nombre nórdico, pero no lograba recordarlo.
O sea que, producto de la agitada víspera, además de la bola en el pecho,
percibía un constante murmullo en la cabeza, un resabio metálico en la boca y
una desagradable sensación global de que era la misma basura de tipo que siempre
había sido.
Comenzó
a examinar qué posibilidades tenía de emerger del lamentable estado en el que
estaba, cuando escuchó una nada refinada sucesión de golpes en la puerta. Debía
ser Magda que regresaba del viaje, ¡por fin!, y había olvidado sus llaves; se
dispuso a atender.
Abrió
la puerta del dormitorio, pasó por la cocina, que estaba sorprendentemente
limpia, algo que no tenía ninguna explicación racional, ya que él lavaba los
platos cuando no le quedaba ninguno utilizable, y se detuvo ante el llavero de
la pared. Las llaves de Magda no estaban allí, lo que solo podía significar que
ella se las había llevado y, a menos que las hubiera perdido, la que estaba
golpeando la puerta no era su amiga.
Mientras
forcejeaba con la cerradura, hubo otra “delicada” serie de puñetazos sobre la
madera.
—Va, ya
va —dijo con la voz destrozada por todas las calamidades que le habían caído
sobre el cuerpo—. Un minuto, ¿Magda?
No hubo
respuesta, y cuando al fin abrió la puerta vio a un sujeto desconocido que se
limpiaba los zapatos en el felpudo de bienvenida. El visitante era un hombre
maduro, desprolijamente vestido; usaba pantalones de franela, una camisa
violeta y corbata blanca. Un sombrero Stetson le cubría la cabeza y unas
enormes gafas para el sol ocultaban sus ojos. Al ver ese cuadro, todos los
dolores y molestias se intensificaron hasta límites insoportables.
—Buenas
—dijo el visitante mirándose las uñas de la mano derecha—. He sido enviado por la Sociedad Protectora de
Animales después de una denuncia presentada anoche. Traigo una orden de
inspección y le pido se haga a un lado para que pueda proceder a ingresar a su
domicilio.
—Pero
qué demonios dice. Denuncia, ¿por cuáles motivos?
El
visitante le dio un empellón y cuando reparó, aquél ya se había metido hasta la
cocina.
—Sí,
sí, sí —alcanzó a decir mientras caminaba revisando las gavetas y anaqueles—.
Como le dije, anoche recibimos en la Sociedad Protectora de Animales, un correo
electrónico firmado por Magdalena del Prado. Procedo a dar lectura del
documento y posteriormente haré una revisión minuciosa de su departamento. Y
leo:
A quién
corresponda:
Hace un
par de días dejé a mi gatita y mi departamento al cuidado de mi amigo Pedro
Romo porque tuve que salir de la ciudad por motivos de trabajo. Ayer que
regresé, a eso de las 11 de la noche, escuché unos ruidos desde fuera y me
apresuré a entrar. Lo que vi fue terrible. Pedro estaba ensangrentado de pies a
cabeza, tirado en el sofá masticando vorazmente algo que luego pude reconocer
como un gato. Grité llena de espanto porque lo único que se veía fuera de su
boca llena de dientes filosos, era la colita blanca de mi gatita Sara. Me le
fui encima a los golpes, pero él no reaccionó. Estaba como en un trance
extraño. Decidí no hacer nada más por el
momento y me dirigí a casa de mis padres para encontrar calma para saber cómo
proceder. Estaba bañada en llanto y mi madre me aconsejó que escribiera este
correo para que se tomaran acciones legales contra ese asesino.
Ruego a
ustedes vayan a la calle Tulipanes #34 departamento 13 lo más pronto que puedan
para recuperar las evidencias necesarias para refundir en la cárcel a Pedro
Romo.
Quedo
atenta a cualquier notificación desde mi teléfono celular.
PD
Hago
notar que Pedro Romo está registrado en la Secretaría de Relaciones Exteriores
como naturalizado terrícola desde el año 2525, pero tiene una carta
condicionante por ser un exconvicto en su planeta.
Sin más
por ahora, firma
Magdalena
del Pardo.
El
visitante terminó de leer el texto y continuó con el protocolo de inspección
mientras Pedro se sentaba en el sofá completamente devastado, no sólo por el
malestar físico, sino también por la pesadumbre moral que lo embargó después de
saber lo que supuestamente había sucedido.
La bola
que sentía en el esófago le provocó arcadas así que se puso de pie y corrió al
baño. Mientras aquello que tenía atorado lo hacía vomitar, le llegaron
recuerdos de la noche anterior; después de haber bebido aquello que le había
dado Pierre, había tenido un sexo increíblemente satisfactorio con la noruega,
pero ella no se quedó mucho tiempo y él se durmió.
De
rodillas ante el WC el vómito no se detenía, y las secuencias que se le venían
a la memoria eran intermitentes. Ahora comprendía el porqué de la limpieza de
la cocina. La vergüenza que sintió y el miedo a ser descubierto, le hicieron
limpiar aquel desastre.
La bola
atorada, ya estaba en su garganta, pero la impresión que tuvo al escuchar la
voz del visitante inesperado detrás de él provocó que se le atorara aún más.
—Señor
Romo— dijo con un gesto de desagrado al verlo ahí tirado—, no encuentro ningún
rastro de lo denunciado en el correo, y como lo veo muy indispuesto para
responder al interrogatorio previsto para el caso, me sentaré en la sala para
esperarlo.
Las
arcadas eran cada vez más fuertes y la bola que sentía en la garganta por fin
salió de su boca, pero su anatomía se vio afectada. Al arrojar lo que traía
dentro, su boca se extendió tanto que salieron de él los pedazos de la noruega
y en un ovillo, intacta, Sara.
CONJETURAS Y MENTIRAS
Hernán Bortondello & Sergio Gaut
vel Hartman
Permanecimos en silencio durante
varios minutos. Los únicos sonidos, durante ese lapso, fueron el siseo de la
cafetera, el ronroneo del gato y el gemido de los neumáticos al rodar sobre el
pavimento mojado. La lluvia había comenzado tres días atrás y cada vez era más
intensa.
—De acuerdo, está bien —dijo finalmente Stefi—.
Nuestra imaginación es pobre, y apenas si sirve para procesar lo banal. Pero
deben convenir en que si dejamos de lado los aspectos perversos del asunto,
todo lo demás resulta encantador. Es como si en verdad existieran.
—¡No digas estupideces! —se exaltó Peter—. Se ha
discutido tanto, se ha conjeturado tanto, se ha mentido tanto, que algunas
personas terminaron creyendo que no es una mera invención de los medios.
—"Una
mentira repetida mil veces se convierte en verdad" —sentenció Barak—.
Joseph Goebbels, ministro de propaganda nazi.
—No hay evidencia alguna de que Goebbels haya dicho o
escrito exactamente estas palabras —refutó Peter—. Eso es una simplificación
popular de sus métodos y estrategias de propaganda, pero no proviene de un
escrito o discurso específico de Goebbels.
—Da igual —dijo Barak—. Lo haya dicho o no,
coincidirás conmigo en que el tema ya está instalado. Pasó lo mismo con los platos
voladores, la llegada de Armstrong y Aldrin a la Luna, las idiotas y
misteriosas explicaciones para las...
—No es el punto —intervino Trini—, y lo sabe. Si en
verdad existen y van a venir esta noche a demostrar que estamos equivocados...
Peter lanzó una estruendosa carcajada. Cuando pudo
calmarse explicó las razones de su hilaridad.
—¡Claro que no es tal como creíamos! De paso, les digo
y no me arrepiento de hacerlo, siempre tuve la íntima convicción de que cuando…
ellos, lo que sean, cuando ellos lleguen, serán tan diferentes de todo lo que
hayamos concebido al respecto que ni siquiera nos vamos a dar cuenta de que
están aquí.
—¿Están aquí, ahora mismo? —se espantó Stefi.
—Es una manera de decir —aclaró Peter.
—¿Quiénes son "ellos"? —interrogó Woferovski,
distraído, interviniendo por primera vez en toda la noche; se dispuso a
encender un cigarrillo.
—Acá no se fuma —amonestó Trini. Woferovski se encogió
de hombros y mantuvo el encendedor a un centímetro del objetivo.
—“Ellos” son los alienígenas —contestó Peter.
—Hablábamos de banalidades —dijo Barak—. Y ahora esto.
¡Por favor!
—Pero convengamos, Barak, en que los avistamientos
ovnis y los presuntos encuentros son una gran mentira sobre la que abundan
infinidad de conjeturas banales —dijo el reconocido genetista y biólogo celular
Peter Burton—, pero de allí a ignorar, por ejemplo, la ecuación de Drake o las
posibles excepciones a la paradoja de Fermi…
—¡Ah…! ¡Los alienígenas! —exclamó el nobel en
literatura, orgullo de Varsovia—¿Acaso niegan la existencia de los inadaptados
verdecitos que suelo sorprender meando en mi jardín cuando cae el sol?
—Cállate ya, tonto —reprendió Peter, molesto con el
escritor—. Pese a tus superfluas ironías, la invitación de nuestro contactado
te ha movilizado lo suficiente para arrastrar tus perezosas bolas hasta la
residencia de David.
—Prefiero que me digas tonta, grosero pero amado Peter
—observó Rafal Woferovski exagerando su aguda voz impostada—. ¿Acaso no veis
que soy una desvalida ballena rosa varada en esta poltrona?
—¡Puf! ¿No les parece que esta conversación se pone
aburrida y no nos lleva a ninguna parte? —cuestionó fastidiada Trini—. Al menos
podríamos ser lacónicamente elegantes y limitarnos a manifestar si tomamos en
serio o no este asunto. Pero pensándolo bien, incluso si así lo hiciéramos,
¿importaría, amigos?
—Gran verdad y verdadera síntesis de alcances
existenciales, Trini. ¿Algo realmente importa un reverendo carajo en esta vida?
—el obeso Woferovski acompañó la pregunta retórica con un afeminado revoleo de
ojos—. Sin ir más lejos, empoderada muchacha, tú no apruebas que fume aquí, y
yo podría considerarte y no fumar, o mandarte a la mierda y fumar como una
chimenea. Pero ni lo uno ni lo otro; nada vale. ¡Hey, Barak, tú eres el
anfitrión! ¡Os intimo me sirvas otro vaso de ese scotch que tanto estás mezquinando!
—¡Termínenla, por favor! —Trini se había hartado de
escuchar zonceras—. Más allá de poses y chiquilinadas, Peter ha dado en el
clavo. ¿Acaso no estamos “todos” esperando aquí? Supongo que ustedes no habrían
sacrificado su valioso, y sobrevalorado tiempo, si no hubiesen considerado la
mínima posibilidad de que en esta noche de mierda pudiésemos encontrarnos con
quienes presuntamente nos citaron. Oh, si…, si hay algo totalmente indiscutible
es nuestra absoluta incertidumbre. ¿No lo creen así? —la española acompañó su
jaque mate con una sonrisa de medio lado.
Hubo un silencio generalizado ante el inapelable
argumento. Barak sirvió whisky a Woferovski, este se apresuró a llevárselo a la
boca, Peter le pidió la hora a Stefi, y esta se la dio.
—¿Ah escuchado, estimado Ihsan Aydin? Nuestra frágil
lingüista Stefania me asegura que ya han pasado quince minutos de la medianoche
—dijo el doctor Burton dirigiéndose al sexto personaje de la sala, que, algo
alejado del resto y sentado a la mesa del comedor formal, tiraba cartas de
tarot en concentrado silencio—. ¿Tiene idea si quienes te han contactado suelen
ser impuntuales? —agregó disimulando mal su ansiedad; pretendía en vano ser
burlón.
El renombrado médium, astrólogo y tarotista turco,
respondió sin quitar la vista de los naipes iba dando vuelta.
—Ya me estaba extrañando que no me hicieran esa
pregunta dado que, en efecto, nuestros amigos de Kepler-452b son unos
maniáticos en lo que respecta a la puntualidad, aunque, claro, a ellos les
resulta fácil…
—Señor Aydin, usted sabe que su fama lo precede
—intervino tomando coraje la tímida Stefi—, y que por ello aceptamos su
invitación para asistir a lo que nos aseguró que sería un encuentro memorable.
Pero existe una cuestión básica que no le ha aclarado a ninguno de los cinco, y
eso me produce escozor; desconfío de la falta de explicaciones en cualquier
plano de la vida. Díganos, por favor, Aydin, ¿por qué nos eligió y no optó por
otras personas? —la prodigiosa joven francesa sabía que la interpelación no era
lo suyo…
—El loco ha salido al derecho… ¡qué oportuno! —observó
Ihsan analizando la carta que había destapado—. ¿Sabes qué, pequeña Stefania
Buchard?, no es casual que este arcano haya querido responder a tu pregunta. Entre
otras cosas, el loco, el bufón, representa la inocencia. —El comentario de
Ihsan fue mucho menos misterioso que el tono con el que lo expresó.
Rafal se rio con una especie de chillido alocado.
—No estás errado, supremo gurú. ¿Qué puede ser más
inocente que una virgencita que pasa veinte horas por día descifrando
jeroglíficos? ¡No tiene tiempo de explorar el pecado!
—Pero ha tenido tiempo, por ejemplo, de descifrar el
código rongorongo de la cultura rapa
nui… —deslizó con gesto severo el místico, cortándole en seco la risa al
literato—. ¿Acaso tú crees que por ser un agudo escritor, mago de las palabras,
que abusa de los vicios y el descontrol, necesariamente eres menos inocente en
el sentido del que habla el Tarot? —Ahora Ihsan había abandonado las barajas y
desde su silla miraba directamente a los ojos de Woferovski con una serenidad
casi insoportable para este.
—¿Acaso tienes por inocente a un agente de la
inteligencia israelí como David Barak o a una doctora en psicología criminal
como es mi caso? —dijo Trini, picada por la manera de hablar del médium.
—Amigas y amigos, la inocencia a la que me refiero es
la de aquellos que poseen en su interior dones, potencialidades o
características extraordinarias que desconocen por completo…
Barak se acercó a Aydin y le ofreció un vaso de su
preciado escocés que fue entusiastamente aceptado.
—Bueno, señor, si mal no entiendo, usted ha empezado a
responder la explicación que le exigió Stefi —observó el integrante de la
Mossad—. Está claro que nos ha seleccionado por aspectos que nos son
intrínsecos y que ignoramos… ¡Pero por Yahveh!
¿Será explícito de una maldita vez, carajo? —rugió el delgado israelita, y sus
profundos ojos negros brillaron iracundos.
Lentamente,
Ihsan, se levantó de su asiento y se puso de pie. El nativo de Ankara era un
gigante de dos metros diez, espaldas muy anchas, rasgos regulares y una barba
pelirroja pobladísima. Cruzó los brazos sobre el pecho y en sus labios se pintó
una juguetona sonrisa.
David,
de estatura normal, notó que su cara se topaba con el tórax del turco.
—Pues, ¡joder!, te advierto que esta vez no traigo la
honda… —dijo con prudente humor Barak—. Supongo que además eres musulmán… ¿no
es así?
—Muy musulmán, diría —ahora el pelirrojo mostraba una
blanca y lobuna dentadura.
—¿Me matarás? —preguntó con curiosidad fatalista
David.
La mirada de Ihsan pareció estar barajando la
posibilidad planteada, pero luego comenzó a reír, reír y reír, hasta saltarle
lágrimas de los ojos. Barak intentó pedir disculpas al astrólogo pero a la
mitad de ellas se tentó y no pudo evitar reírse por haberse salido de las
casillas como un niño; y como la risa es contagiosa, finalmente los seis
estaban a las risotadas.
Limpiándose la humedad de los ojos con los dedos
mayores de ambas manos, el corpulento personaje que los había convocado volvió
a sentarse, y todos lo imitaron.
—¿Preguntan por qué a ustedes? —retomó el hilo Ihsan—.
Primero debo corregirlos, yo solo los convoqué, no los elegí. Me fueron
apuntados a través de un contacto psico-espiritual o de una abducción de la que
no guardo registro. Además, se vieron obligados a aclararme la situación por la
que me necesitaban.
—Entiendo que se refiere a la llegada de los
extraterrestres —interrumpió impaciente Woferovski—. Pues por cualquier otro
motivo no hubiese dignado a desplazar mi grácil cuerpo, ni quitado mis cómodas
chinelas de terciopelo púrpura.
—Pues…, no tenga dudas del arribo de estos seres,
Rafal. Pero ahora volvamos a vuestra interpelación: ¿por qué a ustedes? Veamos…
¿Saben que todos ustedes son RH nulo? ¿La “sangre dorada” que solo poseen
cuarenta personas en todo el mundo?
Los cinco aludidos se miraron entre sí para luego
volver sus rostros hacia Aydin con expresión confundida.
—Supongo que todos lo sabemos pero jamás imaginamos
que la compartíamos… —balbuceó Stefi.
—Y no es lo único que comparten. Comparten la misma
exacta edad, ninguno de ustedes conoció ni a su madre, ni a su padre, y parte
de vuestra infancia transcurrió en orfanatos hasta que fueron adoptados. Todos
son eminencias en el estudio de la condición humana de una u otra forma. Tú,
Rafal, posees una agudísima sensibilidad, aunque no lo parezca, y a través de
tu arte retratas las profundidades del espíritu y el drama existencial de las
mujeres y los hombres…
—¡No dejes de lado a la comunidad LGTB! —agregó el
polaco y sus manos revolotearon en el aire como mariposas.
—Si lo vuelves a interrumpir... te ahorcaré —amenazó
suavemente Peter.
—…luego tenemos el caso de David, un maestro en el
sutil arte del gran juego, conocedor de las debilidades y fortalezas de amigos
y enemigos; el de Stefi, y su don de entender como un único idioma todas las
maneras de comunicarse de sus congéneres desde los antediluvianos hasta sus
contemporáneos. ¿Y qué decir de Peter que entiende como nadie la arquitectura
del homo sapiens y a descubierto que
los endiosados genes solo son peones de las células, o sea de nosotros mismos?
Hubo un silencio… luego otro, y luego otro más
prolongado aún. Los seleccionados intentaban asimilar tanta información, pero
Ihsan siguió hablando.
—¿Qué están haciendo ustedes básicamente en éste
momento, señoritas y señores? —la pregunta, de quien probablemente llevaba
sangre hitita en las venas, y que concebía a un dios mucho más abstracto que
las otras dos religiones monoteístas, tuvo un tinte inexplicablemente ominoso.
—Eh… ¿Esperando a los alienígenas? ¿No? —titubeó la
insegura Stefi y pidiendo ayuda con la mirada al resto de los convocados.
—¿Te refieres a los puntualísimos keplerianos
comprometidos a estar aquí a la medianoche exacta mientras mi reloj marca las
12:50? —planteó Ihsan como un profesor paciente—. Por favor, queridos,
presten atención a los sonidos de la noche y que alguien intente detectar la
aproximación de quienes están esperando…
Por más que Trini, Stefi, Rafal, Peter y David
contuvieron la respiración y aguzaron sus sentidos, lo único que percibieron
fue el rumor de una llovizna fina. Era un barrio suburbano y ya ni siguiera
circulaban automóviles; la luna nueva contribuía con su invisibilidad a la tétrica
y húmeda obscuridad. El gato había desaparecido y el café, casi intocado, se
helaba en las tazas.
—Puta madre, no creo que allí afuera esté ni el
mismísimo diablo —dijo desalentado Burton; los murmullos de asentimiento
acompañaron la expresividad del irlandés.
—Sin embargo, estimadísimos, ellos hace una hora
veinte minutos que están aquí… —puntualizó Aydin.
—¡Por el dios Baco y sus bellos y putos pajes! —exclamó
histriónico Woferovski—. ¡Dime que no te estás dando con LSD, brujo otomano!
¡Compártelo, al menos!
—¿Hace una hora veinte…? ¿Estamos hablando desde las
23:30? —preguntó Peter más para sí mismo que para Aydin—. Esa es la hora en la
que llegamos… puntualmente —y esa última palabra hizo que algo empezara a tomar
forma en su mente, algo que todavía no terminaba de identificar, o quizás de
aceptar. Sin embargo, su subconsciente se le había adelantado y ordenaba
erizarse a cada vello de su cuerpo, provocándole un escalofrío.
—No estará insinuando, Ihsan, que… que nosotros…
nosotros mismos… —balbuceó Trini, perdiendo todo su aplomo ante la sensación de
que el piso se abría bajo sus pies.
—En efecto, ustedes han llegado —dijo con gran dulzura
el médium— hace ya treinta y tres años en realidad. Han cumplido su misión de
manera insuperable y ahora su gente los espera con mucho anhelo.
—¡Usted es un loco de mierda! —explotó Trini— ¿A qué
está jugando con nosotros?
Barak, Woferovski y Burton se pusieron de pie furiosos
con toda la intención de zamarrear al falaz personaje.
—¡Alto! ¡Brakinah, Xuafelu, Noizanih! —Los extraños
nombres operaron mágicamente en los tres varones que cayeron de rodillas a los
pies de Ihsan quien, con buenos reflejos, se agachaba para esquivar un jarrón
de porcelana que Trini, desesperada, le había arrojado.
—¡Brujo mentiroso! ¿Qué les has hecho a los muchachos?
—aulló, mientras Stefi se desmoronaba, llorando convulsivamente con el rostro
hundido en un almohadón.
—Tranquilas ustedes también, Jexauh, Lihnok… —y al
instante Trini calló y Stefi dejó de sollozar.
—Diablos, no puede ser… es cierto… —murmuró Barak—,
También soy Brakinah…
—Carajos, carajos, carajos… Y yo tengo treinta y tres
años pero también dos mil quinientos… —balbuceó Rafal Woferovski—. ¡Soy Rafal y
Xuafelu! ¡Ambos!
—¡Sí! ¡Somos terrestres y keplerianos a la vez!
—exclamó maravillada Trini.
Stefi, secándose las lágrimas con un pañuelito, era
consolada en su interior por Lihnok, el huésped alienígena al que toda su vida
había estado hermanada. Peter, por su parte se descargaba puteando mentalmente
al hasta entonces desconocido Noizanih.
—¿Recuerdan ahora? —interrogó Ihsan Aydin—. El
objetivo que les asignaron fue relevar, en primera persona, cómo era ser humano.
Mi difunto padre, médium también, fue contactado y aceptó recibirlos
originalmente. Más tarde, como se lo solicitaron, los redirigió hacia cinco
niños con especiales características en cuyos cerebros se alojaron. Ahora, he
sido elegido para ser la antena que los retorne al hogar. Por vuestra parte,
hermanos de especie, serán a partir de hoy los primeros cinco interlocutores
oficiales de Kepler-452b en la Tierra. Mañana deberán darse a conocer como
tales y los keplerianos se encargaran de que les crean…
—Por todos los santos en los que nunca creeré…
¡Whisky, Barak! ¡Urgente! —ordenó Woferovski.
EL LINGÜISTA
Betina Goransky & Sergio
Gaut vel Hartman
El lingüista se aproximó a
la bella mujer con aspecto de extranjera que contemplaba arrobada las vidrieras
del shopping. ¿Será holandesa, sueca, letona, húngara?, se dijo; no importa:
domino todos esos idiomas. ¡Qué buena está!
—Segíthetek, édesem? —preguntó,
probando primero con el húngaro—. Vai jŭs esat vieni? —siguió en letón.
—Lenteo —dijo ella como si hubiera
entendido y sin volver la cabeza—. Sea pispo; no abuya. —Y luego, como hablando para sí—. ¡Qué fruncido!
—Mis keeles sa räägid? —insistió
él, intentando con el estonio.
—¡Niiiiiniiio! So un pesao y cartucho.
—Wat doe je? —agregó el lingüista en neerlandés y acercándose hasta casi
rozar el oído de la mujer.
—No te amuche; no soy bicoca —dijo ella retirando el cuerpo.
—Jag skulle följa med henne, men vet inte vilket språk du talar —remató él,
seguro de que el sueco no podía fallar.
—¡Eeeeee guevón! ¡Velo ve!
—¡Yegua! —exclamó entonces el
lingüista estallando, perdido por perdido—. Estás rebuena; ¡te agarro y te
parto al medio!
—Ah, lo hubiera dicho. ¡Un porteño!
Mire que hablan difícil, ustedes. Recién ahora lo entiendo. ¿Tomamos un café?
Yo lo invito.
AVE
FÉNIX
Maru Alzugaray & Sergio Gaut vel
Hartman
Entrar en ese lugar desprovisto de
algún sueño era sumamente peligroso. Lo pensó varias veces antes de decidirse a
atravesar el umbral de la puerta que siempre estaba abierta. ¿El pie derecho o
el izquierdo? El izquierdo estaba más próximo al escaloncito y preparado para
subirlo. El derecho, un poco más atrás, se resistía. Bastaría con cambiar la
posición, retroceder, poner los pies a la misma altura, cerrar los ojos y dejar
que la voluntad decidiera. Estupideces, pensó. Sabía que no importaba el pie,
que lo fundamental era que no había traído ningún sueño y que las excusas no se
aceptaban. Tampoco tenía ninguna. ¿Cómo explicar que ya los sueños no habitaban
su mundo, que lo habían abandonado y que él había permitido que lo dejaran? Sin
embargo, se aferraba a la esperanza. Aún creía en los milagros. Pero claro, ese
era su sueño. ¿Cómo no se había dado cuenta?
No supo cuando pasó del otro lado,
pero de alguna manera, obedeciendo a un impulso ajeno a su voluntad, había
pasado. Entonces volvió el terror, y ahora no era un terror intelectual,
especulativo, el que nacía de la conjetura montada en algo que le habían dicho,
que entrar en ese lugar desprovisto de algún sueño era sumamente peligroso. Sin
embargo, estaba adentro, inmerso, sumido, enterrado. Ya no era cuestión de
determinar qué pie iba primero y cuál después; ahora tenía que enfrentar la
incertidumbre sin recursos, sin las armas adecuadas. Y lo peor de todo era que
los sueños de los otros pululaban, se movían como serpientes erguidas, como
babosas de cuatro dimensiones, como los zombies de esas películas que siempre
se había negado a ver.
—No te preocupes —dijo una voz
rugosa, llena de nudos—. Es un mito que haya que entrar a este lugar provisto
de algún sueño.
—¿No? —Sin poder determinar de dónde
salía la voz, aún obnubilado, hizo la pregunta y avanzó por un pasillo apenas
iluminado. A los costados se movían formas sinuosas y lánguidas, y una cierta
cantidad de tubos quebrados rodaban por una rampa interminable.
—No. Esto es un supermercado de los
sueños. Aquí se venden los materiales para construirlos. ¿Te queda claro?
—¿Un supermercado? ¿Y con qué voy a
pagar?
—Tu vida —rió la voz— es una tarjeta
de crédito, amigo. La Empresa dispone de toda la eternidad para cobrarte.
ESCRITO
EN UN CUADERNO
Guillermo Rossini & Sergio Gaut
vel Hartman
La tapa del cuaderno estaba
descolorida. El hombre lo abrió con cuidado y empezó a escribir. Desde la otra
mesa, yo lo observaba con atención y sorpresa: a medida que la mano se movía,
su figura iba desvaneciéndose. Primero, alrededor de la cabeza se formó una
especie de halo grisáceo y luego todo el cuerpo adquirió una tonalidad
cenicienta a la vez que el bar se hacía más nítido y real. Llegado un punto, el
hombre, por entonces apenas una transparencia, miró hacia donde yo estaba y me
guiñó el ojo.
—¿Qué se siente? —dijo.
—¿Me habla a mí?
—Sí, a usted, aunque podría
tutearte.
—¿Nos conocemos?
—Yo te conozco. Te acabo de dar
vida. Sos el personaje de esta microficción.
Tragué con dificultad. Eso sólo
podía significar una cosa. Y no me gustó en absoluto.
ALGUNOS PEQUEÑOS CAMBIOS
Manuel Serrano & Sergio Gaut vel Hartman
Cada día viene mi papá a recogerme a la guardería. Me lleva mamá cuando se
va a trabajar. Ya soy de los que lleva más tiempo en la guarde. Y cada día me
da besos a montones. Y me hace cosquillas con la barba y el bigotazo que tiene.
Me trae la merienda y, si hace buen tiempo, nos vamos al parque. Yo juego, él
me vigila y mira su móvil. Cuando es hora, me llama y volvemos a casa tomados
de la mano.
En casa me lavo
la cara y las manos con jabón, como los mayores, y esperamos a mamá para cenar.
¡Ah!, también me baña, que se me olvidaba.
La semana pasada
estaba esperando con ansia la llegada de mi padre a la hora de la salida.
Cuando la seño me llamó, el corazón se me alborotó. Llegué a la salida y me
encontré con un desconocido.
—Soy tu nuevo
papá —dijo el desconocido.
—¿Y mi papá de
antes?
—No volverá.
Ahora soy tu papá.
El desconocido
que decía ser mi papá era rubio, como los héroes de las películas. Tenía el
cabello largo y lo llevaba atado en la nuca con un broche de hierro. No tenía
bigote y en sus fríos ojos azules vi que era malvado. O sea que simulaba ser un
héroe, pero estaba dispuesto a hacerme daño.
—¿Me llevarás a
mi casa?
—No, ahora
tendrás una nueva casa y una nueva mamá. Así son las cosas conmigo.
—¿Me harás daño?
—¡Por supuesto!
Antes de venir a buscarte asesiné a tu mama y a tu papá. Podría decir que ahora
eres mío.
—No es cierto.
Pero no importa —hice un largo silencio, pensando en qué harían mis héroes de
la tele. Y luego dije—: Eso significa que puedo vengarme.
El hombre lanzó
una carcajada, pero antes de que lograra cerrar la boca lo fulminé con el poder
de mi mente.
IDENTIDAD
João
Ventura & Sergio Gaut vel Hartman
Colgué el
teléfono, me separé del escritorio y miré el crepúsculo a través la ventana. Es
hora de encender la luz, me dije, tal vez para apartar de mi mente las palabras
de Umma. De pronto, me vi sentado ante el escritorio, con el abrigo puesto y un
ushanka en la cabeza, listo para salir. Estaba calzado con unas botas pesadas
con forro de piel que no me pertenecían. ¿Si me miro al espejo seguiré siendo
yo o seré otro? No tenía el menor deseo de encontrarme con mi mujer, que
repetiría en persona lo que ya me había dicho por teléfono. A fin de cuentas,
me dije, una separación no es la muerte de nadie. Pero estaba el tema de las
botas. Y tampoco el abrigo me resultaba familiar. Era un sobretodo de piel de
marta cibelina y yo aborrezco usar pieles de animales. ¿En quién me estoy
convirtiendo?
Salí de mi
oficina y seguí por las calles sin saber hacia dónde me dirigía; la noche
estaba húmeda y fría, pero el abrigo era muy confortable. La señal de neón de
un bar llamó mi atención. “La otra vida”, pulsaban las luces a cada segundo.
Entré,
bajé las escaleras, le di el abrigo a la chica del guardarropa, pero primero
saqué del bolsillo un paquete de cigarrillos y un encendedor. Me sorprendió,
porque dejé de fumar hace doce años, pero encendí un cigarrillo y aspiré el
humo con satisfacción.
Me senté a
una mesa y comencé a prestar atención al espectáculo. El que actuaba era un
joven que hacía un stand up comedy,
lleno de blasfemias y segundos sentidos. Y yo, que aborrezco este tipo de
actuación, me encontré riendo sinceramente de ese humor tonto y poco
sofisticado.
Una
camarera vino a preguntarme qué quería beber. Mi respuesta fue casi automática:
un gin-tonic. Todos mis amigos saben que odio la ginebra. Vino tinto, whisky,
vodka, estas son mis bebidas. Pero llegó el gin-tonic, y lo bebí con placer,
hasta el punto de que veinte minutos después estaba pidiendo otro.
Se acercó un
hombre de edad indefinida.
—Entonces,
¿estás disfrutando de la otra vida? —me preguntó.
—¿De este
bar?
—¡No,
idiota, la otra vida en la que estás viviendo!
La charla
se estaba volviendo confusa, quizás debido al efecto de la ginebra en mi
estómago vacío. Estaba a punto de hacerle algunas preguntas para aclarar todo
cuando el tipo desapareció. Ahora estaba allí y al siguiente instante ya no
estaba.
Empecé a
dudar de mi cordura. Llamé a la camarera para pagar la factura... ¡y cuando miré
hacia la entrada del pasillo vi a alguien que era yo! Bueno, yo estaba sentado allí, pero el otro era
el tipo que había visto en el espejo a la mañana, cuando salí de la casa. Traje
gris, camisa blanca, la corbata que había sido mi segunda opción, porque la
primera tenía una mancha. Y lo peor de todo era que la mujer que lo acompañaba
era Umma. ¿Qué hacía Umma con mi otro yo? ¿Estaba tratando de arreglar nuestro
absurdo matrimonio?
—No, tonto
—dijo Umma floreciendo de la nada, del mismo modo en que había desaparecido el
desconocido—. Esto es la otra vida.
—Ya lo sé
—repliqué de mal modo—. Vi el letrero antes de entrar.
—Cuando
elegiste la corbata, esta mañana —replicó ella sentándose y bebiendo de un
trago el resto del gin-tonic—, habilitaste un universo alternativo. La única
diferencia es que gracias a la empresa de apertura cuántica “Other Life Inc.”,
los universos alternativos ahora permanecen en el mundo real, cuando antes
estaban condenados a la ficción.
—¿Y eso te
parece una buena idea? —Era perturbador, lo último que podía desear en esa
situación. Pero Umma me dio una respuesta avasalladora.
—Por lo
menos no tendremos que divorciarnos —dijo riendo—. Un vodka con miel, por favor
—agregó tocándole las nalgas a una camarera que pasaba.
LA GIGANTA DE BAUDELAIRE
Héctor
Ranea & Sergio Gaut vel Hartman
Me
enamoré de sus tetas de giganta, de sus grandes labios y de su cuerpo enorme,
capaces de albergar mi boca y mis manos en un abrazo incoherente. Pero era
demasiado pequeño para ella. Me tomó entre dos de sus dedos, me hizo oscilar
como si fuera una mosca atada a un hilo y me arrojó al tacho de basura.
Recuperé el sentido doscientos años después. El mundo había
cambiado bastante. Baudelaire, tras resucitar para reclamar el premio Nobel, me
llenó de patadas en el culo porque yo pretendía a la giganta. ¡Qué tipo
prepotente y cerril! ¿Cómo podía yo saber que iba a resucitar? Me fui
mascullando furia y me encontré con otro imbécil, Rimbaud, el infatuado, ese
demente autodestructivo cuyo mayor anhelo era jugar en Boca.
—¿Seguís obsesionado con jugar en Boca? —le pregunté.
—No es una obsesión. ¡Si volviera el tiempo, el tiempo que
fue! Porque el hombre ha terminado, el hombre representó ya todos sus papeles.
Me encogí de hombros y caminé hacia la estación de trenes.
Con esa actitud de mierda nunca te van a poner en la primera de Boca, tontito,
pensé. Unas cuadras más adelante esperaba Verlaine con un revólver en la mano.
El disparo no era para mí, pero lo recibí agradecido. La vida había perdido su
consistencia desde que murió la giganta. Y como no tengo la certeza de que voy
a resucitar me despido de ustedes en este mismo momento. The end.
Abro los ojos. Montada sobre el puente de mi nariz hay una
mujer de cinco centímetros.
—Te amo, gigante —dice.
ADMIRACIÓN
LETAL
Ada Inés Lerner & Sergio Gaut
vel Hartman
—Los ultonics son una especie nómade
que ha invadido nuestro satélite —dijo la científica Nicola Trok—; son
guerreros que dejan a un tirano y a sus acólitos en cada comunidad que
conquistan, tras lo cual obligan a los habitantes originales a mezclarse con
ellos so pena de esclavitud.
El auditorio quedó en silencio. La doctora nos estaba
explicando su experiencia en un viaje de estudios al satélite natural de
nuestro planeta. Era evidente que la doctora Trok sentía admiración por esa forma de política invasiva
que, aunque no mataba a las personas, las incluía bajo su poderío y al mismo
tiempo las transformaba; se sentía atraída por esa especie, por su cultura y
política. Bien por Trok y por los invasores, pero este pueblo, nuestra gente,
no compartía ese entusiasmo. Levanté la mano y cuando la doctora hizo una seña
para que tomara la palabra me incorporé parsimoniosamente.
—Usted no está equivocada —dije—, por lo menos no lo está en
lo que se refiere al método que utiliza esa especie para conquistar planetas.
En efecto, dejan a un tirano y una corte de acólitos controla la comunidad,
pero está muy equivocada en lo que se refiere a la transformación de los que
caen bajo el dominio de los ultonics. Nadie, en su sano juicio, se somete a una
forma de esclavitud, aunque esta sea benévola, sosegada, impasible. La rebelión
permanece, larvada, en el interior de los individuos, y solo resta esperar una
oportunidad propicia para sacudir el yugo y pasar a la acción.
—Nunca ha sucedido —protestó Nicola.
—¿Cómo lo sabe? —Por un momento mostré mi verdadero aspecto,
el de un reptiloide de escamas azules y enormes ojos facetados—. Nosotros, los
zulfers, estamos en este mundo desde hace milenios; esperábamos la llegada de
los ultonics, nuestros enemigos ancestrales—. Ha llegado el momento del despertar.
—¿Y cómo sabe que no pondré sobre aviso a mis admirados
ultonics? —sonrió la científica.
—Me aseguraré de eso —respondí tejiendo una letal red neural
en torno a la mujer. Casi al mismo tiempo que la traidora moría, una salva de
aplausos coronó mi intervención.
ASESINATO CON ENIGMA
Graciela De Mary & Sergio Gaut vel Hartman
Cuando Humberto Calambur vio las extrañas huellas semejantes
a garras que habían quedado impresas en el pecho de Olimo Molinuevo, recordó
que su padre le decía que no se debe acampar a orillas de los ríos o lagunas
cuando la fronda no permite divisar el terreno lindero y el bosque hunde sus
raíces en el agua. Lo que Humberto no entendía era por qué su amigo estaba
desnudo. Era curioso —y marcadamente improbable— que el animal asesino hubiera
podido quitarle la ropa con tanta prolijidad. Él solo se había apartado
doscientos metros de la carpa, ausentándose quince minutos para comprobar las
trampas para conejos que prepararon la tarde anterior. ¿Era posible que el
hecho se hubiera concretado en un lapso tan exiguo? Y lo más sorprendente,
¿Olimo había muerto sin proferir un grito, sin pedir auxilio?
Humberto temía que la policía lo incriminara. Empezó a
vestir al cadáver pero, ¿cómo justificaría el estado impecable de la camisa
caqui y los pantalones de gabardina planchados con raya? Volvió a desvestirlo.
El cuerpo comenzaba a enfriarse. Si seguía esperando, el rigor mortis haría
imposible cualquier maniobra. Examinó las heridas. A diferencia de lo que había
creído al principio, eran demasiado simétricas como para atribuirlas a algún
animal salvaje. La disposición de las mismas le recordó ciertos trazos de las Líneas
de Nazca, tal vez la gran araña, esa figura que tanto los había obsesionado
durante la adolescencia a Olimo y a él. Tomó la lupa de su mochila y comprobó
que los bordes oscuros de las marcas parecían quemaduras. La carne no estaba
desgarrada. Dio un respingo. Buscó con frenesí en el cuerpo y en el suelo y no
encontró rastros de sangre. Aún perplejo
por esa circunstancia, advirtió que los trazos morados se transmutaban en
tejido sanador que comenzó de pronto a cubrir, como una raíz ancestral, el
tórax y el abdomen del amigo. Con estupor, vio como Olimo Molinuevo abría los
ojos serenamente. Humberto dio un salto hacia atrás. Comenzó a repasar
mentalmente la escena. ¿Acaso se había confundido y su amigo no había muerto
realmente? Imposible, él había comprobado la falta de pulso. Ajeno a la
tribulación de Humberto, Olimo se puso
de pie y se vistió con esmero.
—¡Por Dios! ¡Creí que habías muerto!
—Efectivamente —dijo el hombre mientras se sentaba en la
tierra cubierta de yerbabuena—, su amigo Olimo Molinuevo ha sido eliminado. Y
no será el único.
Estupefacto, y comprendiendo de inmediato el significado de
las palabras del ser que se había apoderado del cuerpo de Olimo, Humberto dio
un paso atrás y luego otro. ¿Lograría llegar a la ruta, detener a un automovilista
y pedir ayuda? La respuesta le llegó por una vía inesperada, ya que el
usurpador habló directo a su mente.
**No llegarás a la ruta; no le avisarás a nadie de mi
presencia en este planeta. Tengo una misión y voy a cumplirla.
El ser emitió una multitud de filamentos desde cada uno de
los orificios del cuerpo de Olimo. Humberto hizo un último intento de fuga,
pero no logró dar un solo paso más antes de que las fibras laceraran su carne y
le quitaran la vida. El invasor recogió el instrumento de muerte y pocos
segundos después, una criatura vermiforme, de unos diez centímetros de largo,
reptó sobre la gramilla y tomó posesión del cuerpo. Sin prisa, los dos falsos
humanos se pusieron de pie y se encaminaron hacia la ruta.
DEMASIADO FÁCIL
Susana Gianfrancisco & Sergio Gaut vel Hartman
El sol acababa de ponerse cuando escuchamos los primeros chirridos y
murmullos de las criaturas. Céspedes alzó la mano para que todos prestáramos
atención. Sin embargo, siguió un instante de absoluto silencio, como si los monstruos
supieran que los estábamos escuchando.
—No quieren
ponernos sobre aviso —murmuró Lucila—, pero hacen lo contrario.
—Disfrutan la futura
masacre —dijo Weiss, en voz alta, imprudente, como siempre.
—Ninguna masacre
—contradijo Céspedes—. Apunten exactamente debajo del ojo central; allí se
aloja el órgano que les permite comunicarse. Sin comunicación son meros trapos
viejos.
Llegaron
profiriendo sus habituales risotadas, pero haciendo gala de la misma idiota
parsimonia de las veces anteriores.
—Su propia
masacre, quise decir. —Weiss disparaba con una puntería envidiable; cada uno de
sus disparos daba cuenta de una de las criaturas.
—Tal vez
disfrutan muriendo —dijo Lucila—. Muchas religiones terrestres prometen el paraíso
a los que mueren en combate.
De pronto el
silencio se inundó de sonidos metálicos, no reconocibles como propios de las
criaturas. Céspedes y Weiss se miraron sorprendidos, mientras Lucila
entrecerraba los ojos para enfocar mejor el horizonte. Un destello intermitente
de potente luz aparecía a lo lejos, y cada vez era más intenso y duradero.
Finalmente todo brillaba tan poderosamente que no podían distinguirse entre sí.
—Weiss, Céspedes,
no puedo verlos —dijo Lucila—, creo que nuestros trajes reflejan la maldita luz.
Me lo quitaré y observen atentamente si me puedo diferenciar.
Los hombres
comenzaron a observar a su alrededor hasta que una sombra les indicó la
presencia de Lucila. Se sacaron los trajes inmediatamente, aun sabiendo que eso
significaba estar desprotegidos de las agresiones de las criaturas.
—Puedo ver dos
sombras —susurró Weis, y se dirigió a la más cercana, hasta chocar con ella.
—Soy Céspedes —contestó
este, mientras tocaba la cabeza de Weiss para tratar de reconocerlo.
Ya identificados entre
sí, comenzaron a reorganizar la estrategia defensiva. Se agruparon oponiendo
sus espaldas para cubrir todo el espacio que los rodeaba, de forma tal que si
uno resultaba herido podrían identificar el lugar de dónde provenía el ataque.
—Concentrémonos
en los sonidos, actuemos como si estuviéramos ciegos —dijo Céspedes, recordando
el duro entrenamiento sin visión al que los habían sometido.
Los sonidos
comenzaron nuevamente, pero ya no eran los chirridos y risotadas de las
criaturas las que se escuchaban, sino una aguda vibración, lo que los confundía
aún más.
—Los protectores
auditivos quedaron en los trajes, volvamos a buscarlos y a la cuenta de diez,
juntamos espaldas nuevamente. No hay tiempo que perder —dijo Weiss con un
involuntario tono de preocupación, aunque sabía que no podía demostrar su
desconcierto. Y sin esperar respuesta, comenzó a contar.
Pero solamente
dos espaldas se encontraron al tiempo estipulado.
—¿Dónde está
Céspedes?
—¿Yo qué sé?
—¡Estamos fritos!
Las risotadas arreciaron, lo que descontroló a Lucila, que
comenzó a disparar en abanico.
—¡No! —exclamó Weiss—. Economicemos municiones. No le estás
acertando a nada.
—¡Corten!
—¿Corten? —Lucila salió del haz de luz que la envolvía y
exhibió su espléndida desnudez delante de todo el equipo, sin el menor pudor—.
¿Eso es lo único que se te ocurre? ¡Corten! En mitad de la escena, lo que
significa que deberemos volver a rodar.
Kowalowski, el director del filme se plantó ante Lucila,
desafiante.
—Freddy, es decir, Céspedes, no debía morir en esta escena —dijo—.
No estaba previsto en el guion.
Weiss, el actor Tibot Sandor, mucho más recatado que Lucila,
Esther Linares, fuera del set, terminó de vestirse a toda velocidad.
—¡Es una película de mierda! —gritó—, y usted lo sabe, Kowalowski.
—¿Ah, sí? ¿Y qué piensa hacer al respecto? —Lucía una
sonrisa burlona que exasperó a Tibor.
—Esto —dijo, y recogiendo del suelo el arma, supuestamente
de utilería, descargó una ráfaga sobre el cuerpo del director.
—¡Corten! —exclamó Bert Ingman, el famoso realizador danés—.
Me gustó; se imprime.
ABRIR LOS OJOS
Rosa Lía Cuello & Sergio Gaut vel Hartman
Cuando abrió los ojos vio una pared de unos cincuenta metros
de altura totalmente cubierta de ratas.
Cerró los ojos, asqueado, y cuando volvió a abrirlos vio a una banda de
pandilleros que violaban a una niña. Cerró los ojos y rezó para que al volver a
abrirlos, la escena fuera agradable, tal vez bucólica. Pero no ocurrió nada de
eso. Un forajido lo apuntaba con una escopeta de caño recortado y sonreía,
sardónico. Cerró los ojos, esperando la muerte, el disparo, la descarga de la
risa del matón, burlándose de él. En vez de eso escuchó la novena sinfonía de
Ludwig van Beethoven tocada por la Berliner Philharmoniker bajo la batuta de
Wilhelm Furtwängler. Abrió los ojos y se encontró en Auschwitz, debajo del
cartel que sentenciaba Arbeit macht frei; era el último de una larga fila de
desdichados que marchaban hacia la cámara de gas. Cerró los ojos, impotente, y
sintió la tibia caricia de unos dedos femeninos en la mejilla.
—Aquí estoy —susurró Camila.
Se resistió. Si ella estaba ahí, si era cierto que su mano
frágil y suave lo tocaba
pero ¿qué escena
encontraría al abrir de nuevo los ojos, qué asesino serial estaría a punto de
clavarle un cuchillo a la altura del pecho, qué verdugo estaría colocando una
soga en su cuello?
Apretó los párpados con fuerza. No va a engañarme, pensó,
esto es producto de ver tantas series, noche tras noche, hasta la madrugada;
esto no es real. ¿La vida sucede cuando tenemos los ojos abiertos o es al
revés?, se interrogó; si están cerrados sufrimos menos, pero tal vez nunca
entenderemos que hay dos realidades.
Abrió los ojos y recordó a Monterroso porque allí estaba el
dinosaurio comiéndose a la artista porno del momento. Le pareció que ella pedía
socorro, pero no tuvo tiempo de intervenir porque una horda de hormigas trepaba
por las patas del animal y se metía en todos los orificios. Cerró los ojos
apurado y los volvió a abrir en el momento justo en que Penélope dejaba a un
lado su labor y clavaba una y otra vez las agujas de acero en el corazón de uno
de los pretendientes. La sangre manchaba el tejido.
Oyó de nuevo la novena de Beethoven, a todo volumen, y se
relajó un momento.
No quería abrir los ojos, no quería, pero se repitieron la
caricia y la voz.
—Acá estoy.
Pudo más el temor a no despertar, a repetir para siempre esa
sensación de no saber si soñaba o estaba despierto, esa incertidumbre, esa
adrenalina. Entonces no tuvo más remedio que abrirlos, y vio una mantis
religiosa gigante que estaba a punto de tocar su rostro con las patas largas y
ásperas. A un lado, la cabeza, desde donde lo observaban dos grandes ojos
verdes y una boca monstruosa cuyas mandíbulas se abrían y cerraban. La mantis
se convirtió en Cecilia.
—¡No es cierto! —exclamó—. ¡No puede ser cierto!
—¿Por qué no, mi amor? —dijo la inconfundible voz de su
amada—. Lo esencial es invisible a los ojos, como escribió el gran poeta Diego
Maradona.
—¿De qué estás hablando? ¡Esto es imposible! Maradona no es
poeta y jamás escribió eso.
—Perdón, es que soy un poco ignorante, ¿tal vez fue Messi?
Cerró los ojos con fuerza y Camila desapareció. No volvería
a abrirlos, de ninguna manera y por ninguna circunstancia. Ni siquiera estaba
seguro de que la próxima vez no fuera peor.
—Fin, the end, konec. Se terminó la película.
—¡Qué tonto! Sigo aquí, por supuesto, amor.
Es cierto, se dijo, no tengo forma de evitarlo. Aunque
mantenga los ojos cerrados seguirá hablando. Pero puedo clausurar mis párpados
con brea, puedo tapar mis oídos con cera
Puso manos a la obra. Calentó brea y colocó una buena
cantidad en cada ojo. Calentó cera y cubrió con ella sus oídos. Pero no pudo
evitar que un fuerte aroma insectil impregnara sus narinas, que el
inconfundible sabor de Cecilia le inundara la lengua, el paladar y la garganta.
Y mucho menos pudo evadir el abrazo de la mantis, con el que se iniciaba el
fatal rito amoroso.
LA
CÁRCEL
Myriam Goluboff & Sergio Gaut
vel Hartman
Me encerraron. Es la novena vez que me encierran. No importa; nada
cambia que esté afuera o adentro. ¿Qué es afuera y qué adentro? Casi siempre me
golpean cruelmente, con dureza, con saña, con sadismo. En dos lugares en los
que estuve prisionero me hicieron pasar hambre. Ponían la comida delante de la
puerta de la celda de vidrio blindado, manjares inalcanzables. Pero eso no es
un problema; cuando me urge el deseo de escapar, me escapo. Puedo fugarme
cuando quiera; poseo los medios para hacerlo. Y tal vez sea por eso, y no por
otra cosa, que me atrapan y me encierran; porque puedo escapar cuando se me
antoja. Nada los irrita más que el hecho de que no tiene sentido atraparme.
Basta con que uno de los guardias haga contacto visual conmigo para que mis
ojos destilen una sustancia ignota, un rayo poderoso, una onda… y la voluntad
del guardia se quiebra por completo, abre la puerta de la celda. Salgo.
Camino
en el frío de la noche. Disfruto, me siento vivo. Los tres metros cuadrados de la
celda, de la que no puedo salir más que una vez por semana, cuando escucho el
ruido metálico de la cerradura y me permiten dar una vuelta por el patio, me
sofocan. También el ambiente cerrado, húmedo, que resulta asfixiante. En algún
momento no aguanto más, siento que me ahogo. Me invade una necesidad intensa de
mezclarme con la gente y de sentir cómo el viento golpea en mi cara. Es
entonces cuando busco las miradas de los guardias. Ellos ni se dan cuenta de lo
que les pasa hasta después, hasta que encuentran la puerta abierta y la celda
vacía. A veces me pregunto por qué no obligo a los guardias a abrir las celdas
para liberar a todos los presos. Pero los otros no me interesan, vivimos
aislados y en silencio. No tengo ningún trato con ellos.
Salgo sin
buscar nada, solo respirar y volver a sentirme un ser humano. Pero, sin darme
cuenta, cuando pasa un tiempo, quizá por culpa de esa lluvia y ese viento que
anhelaba, me siento cada vez más irritado y otra vez ocurre lo de siempre. Una
vendedora de diarios o una florista me sonríen al pasar y entonces vuelvo una y
otra vez. Hablamos de temas íntimos y una corriente de simpatía circula entre
nosotros. Creo que esa sonrisa ingenua es lo que me excita y me hace desear la
posesión absoluta. Lo logro al apretarle el cuello con mis manos. Siento un
placer muy intenso, muy profundo, que me hace perder la conciencia, mientras aprieto
con fuerza, hasta que deja de respirar y, sin perder ni un minuto, vuelvo a mi
celda.
Me
emociona ver mi rostro en los diarios, en la televisión. EL ESCAPISTA MATA DE
NUEVO, dirán los titulares. Y deplorarán que la pena de muerte no sea aplicable
porque esta sana sociedad la ha abolido. Lo dirán, lo escribirán, lo mostrarán
en las pantallas. EL MONSTRUOSO PSICÓPATA DEBERÍA SER AJUSTICIADO. Es cierto.
Deberían ajusticiarme. Yo mismo deseo a veces tener el valor de quitarme la
vida. Y en lugar de eso termino en prisiones de las que me fugo sin la menor
dificultad. Lo que no puedo, lo que nunca podré, es fugarme de la prisión en la
que está recluida mi conciencia.
PRETÉRITO
INCORRECTO
Luciano Doti & Sergio Gaut vel
Hartman
En la sombría cabaña, incapaz de
desprenderse de un pasado tenebroso y vergonzante, recitó de memoria los
nombres de los que había asesinado. Se le ocurrió que recordar era un valor significativo,
que podía ser juzgado en positivo si se lo ubicaba en el correspondiente
contexto. Pero no pudo evitar el fuerte deseo de repetir lo hecho, aunque todas
sus acciones hubieran sido condenadas por la sociedad y sus normas éticas. Así
que, ahí estaba él, sentenciado a cometer una y otra vez los mismos crímenes.
Sintiendo la culpa y el remordimiento lacerantes por lo que había hecho y
seguiría haciendo eternamente. Ese pretérito incorrecto, que se manifestaba en
el presente y se proyectaba al futuro, era su merecido infierno.
SEXO,
DROGAS Y VALSECITOS CRIOLLOS
Daniel Frini & Sergio Gaut vel
Hartman
La pulpera de Santa Lucía era
considerada una ninfómana incorregible. Todas las noches iban a verla paisanos
de diez leguas a la redonda. ¡Hasta de Areco, venían! Era común encontrar más
de cincuenta hombres curtidos en las rudas labores del campo (los que más le
gustaban a ella) viéndola bailar sobre el mostrador de estaño, en el palo
enjabonado, arriba de las mesas. Luego, los hombres desfilaban por su pieza
hasta que el canto del gallo anunciaba los cinco últimos turnos. Era claro para
todos que tan maratónicas y rabiosas sesiones no podían ser soportadas sin usar
alguna ayuda. Y así era. La pulpera era adicta a tres cosas: sexo, valsecitos
criollos y mate amargo. Pero todo cambió cuando la pastillita azul llegó a los
campos bonaerenses con los sojeros y los pules. Así no se puede, protestó la
pulpera; si no implementan el control antidoping, me retiro.
CARONTE
Iván Bojtor
& Sergio Gaut vel Hartman
Me desperté
sobresaltado y sentí un sabor metálico en la boca. Moví la lengua y advertí que
había algo en mi garganta. Me incorporé y me atraganté con dos monedas. Una
cayó al suelo y la otra sobre mis pantalones.
—¡Bueno, por fin! —dijo alguien a mis
espaldas.
Antes de que pudiera darme vuelta, una
mano peluda me quitó el dinero y habría alcanzado la otra moneda, pero lo
evité. Salté y giré para enfrentarlo.
Parecía un vagabundo. Su vestimenta era
solo una sábana sucia y unas pantuflas rotas.
—¡Sal de aquí! —le grité. Él no se movió.
—Ya quisiera irme de aquí —sonrió—.
Tienes suerte de que yo esté a tu lado.
—¿Dónde estoy? —Miré a mi alrededor. A
pocos metros delante de mí, brillaba el agua. ¿Tal vez algún río o un lago? Me encontraba
rodeado por la niebla, solo niebla gris a mi alrededor—. ¿Oyes lo que te digo? ¿Dónde
estoy? —pregunté de nuevo.
Él no respondió y simplemente siguió sonriendo.
¿Qué pudo haber pasado? Mis zapatos estaban
llenos de barro. ¿Y mi traje? ¿Por qué estaba vestido con un traje negro?
Siempre odié la ropa negra.
—Si me das la otra moneda te llevaré
del otro lado del río —dijo.
—Estoy bien de este lado. ¡Fuera de
aquí! —le respondí.
—De acuerdo. Pero nunca llegarás solo del
otro lado. Vas a vagar por esta orilla hasta el fin de los tiempos.
—¡Por supuesto! —Respondí mientras revisaba
mis bolsillos. Sin teléfono, sin billetera, sin cigarrillos, sin encendedor. Deben
haber ido a la basura mientras dormía.
—¿Estás buscando algo? —preguntó
sarcásticamente.
—¿Tú los tienes? ¡Devuélvemelos de
inmediato! —le grité.
—Cuando llegué ya estabas aquí y no te
toqué. Dame esa otra moneda y luego te llevaré en mi bote hasta la otra orilla.
—¡No me interesa ir a la otra orilla! —exclamé,
cada vez más furioso—. ¡Devuélveme mi teléfono y todo lo demás, también la
moneda!
El vagabundo se rió a carcajadas.
—Por lo visto aún no comprendes lo que
ha pasado contigo, ¿verdad?
—Comprendo lo suficiente —dije—. Estoy
a merced de un demente, probablemente de un psicópata. No sé cómo lograste
traerme hasta aquí, cómo lograste meterme en este traje ridículo, cómo te
apoderaste de mis pertenencias, pero esto termina ya mismo. —Y sin decir una
sola palabra más, me abalancé sobre el vagabundo y traté de golpearlo con los
puños, pero para mi sorpresa, el sujeto pareció desvanecerse en el aire para
reaparecer de inmediato a mis espaldas.
—Las cosas no funcionan de esa manera
en este lugar —dijo, con una calma que me pareció absurda.
—Estoy esperando que me digas qué es este lugar.
—Allá, en el lugar del que provienes
—replicó el anciano—, tienes una reputación como escritor de novelas
fantásticas, ¿no es cierto?
El comentario me descolocó por
completo. ¿Qué sabía ese tipo de mi vida? ¿De dónde había sacado la
información?
—Soy escritor, sí —respondí—, ¿y eso
que tiene que ver?
—Se supone que los escritores de ese
género manejan la imaginación. ¿No has logrado imaginar qué es este lugar y quién
soy yo? No puedes ignorar los detalles, en este caso tan relevantes: las dos
monedas, el río, el bote...
—¡Idiota! —solté sin poder contenerme—.
Lo supe desde el primer momento, y justamente por eso, porque lo sé, diseñé una
estrategia adecuada. La primera regla que debe observar un buen escritor es
rodear la narración de credibilidad. Y si no me creo nada de lo que estás
proponiendo, la trama se resquebraja, ¿comprendes? —El vagabundo me contempló
azorado, pero yo no le di tiempo a reaccionar—. La segunda regla es llevar al
lector a un plano de perplejidad que facilite cualquier golpe de efecto. Y el
tercero —concluí intuyendo que el remate debía ser inmediato o perdería toda la
ventaja obtenida— es recuperar el objeto testigo sobre el que gira toda
ficción. —Y antes de que el viejo pudiera defenderse, me arrojé sobre él y le
quité la moneda.
Desperté sobresaltado. Estaba en una
ambulancia. La sirena aullaba de un modo insoportable.
—Casi no cuenta el cuento —dijo un
paramédico sonriendo—. Tuvimos que hacerle reanimación cardiaca.
—Se lo agradezco —respondí poniéndole
las dos monedas en la palma de la mano.
Mis “socios” en estas cuarenta y tres aventuras
literarias fieron: Ana María Caillet Bois, Susana Gianfrancisco, Ana Cherñak,
Lucía Amanda Coria, Lucila Adela Guzmán, Rosa Lía Cuello, Judith Shapiro,
Carmina Shapiro, Marcela Iglesias, Carmen Belzún, Claudia Isabel Lonfat, Luisa
Madariaga Young, Gabriela Vilardo, Itzel Flores García, Betina Goransky, Maru
Alzugaray, Laura Irene Ludueña, Graciela De Mary, Ada Inés Lerner, Myriam
Goluboff, Héctor Ranea, José Luis Velarde, Nicolás Micha, Cristian Mitelman,
Jorge Etcheverry, Fernando Andrés Puga, Facundo Martín Desimone, Alejandro
Fabián Alberto Aguirre, Patricio G. Bazán, Alejandro Bentivoglio, Rolando José
di Lorenzo, Víctor Lowenstein, Luciano Lara, Javier López, Oscar De Los Ríos,
Hernán Bortondello, Guillermo Rossini, Manuel Serrano, Iván Bojtor, João
Ventura, Luciano Doti, Daniel Frini y Carlos Enrique Saldívar.