Luz Darriba
La papiroflexia es un arte de origen japonés
que consiste en el plegado del papel
sin usar tijeras ni pegamentos, para construir
esculturas.
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—¿Tú
sabes qué es la papiroflexia?
—Anda, no me cambies de conversación,
¿cuándo te vas a hacer cargo, sin que siente precedente, de tus
responsabilidades?
El ruido del papel al doblarse, un
leve aunque indómito crujido antes de convertirse en otra cosa, fue el único
sonido en aquella estancia atravesada, como una herida en el aire, por el
último rayo de sol de la tarde.
Afuera, en las calles del pueblo,
comenzaban a sonar, cada vez más estruendosos, los ecos de la inminente
verbena. Orquestas trashumantes, músicos y solistas adaptados a todos los
ritmos posibles, ruidosos pasacalles… pastiche de sensaciones al borde de un
júbilo entre fingido y necesario.
Pablo retomaba su pasatiempo favorito
con la poca luz que aún permanecía, como un haz, hendiendo la entreabierta
ventana. Alrededor, sobre la mesa, pequeños papeles cortados rigurosamente a
mano; ensayos inconclusos de aves sin posibilidad de vuelo.
—¿Me has oído? ¡Pareces un niño! ¿Es
que no te das cuenta de que tienes obligaciones que cumplir?
—Tranquilízate, mujer. ¿Crees que
estoy parado porque quiero? Origami, se llama origami, ¿sabes? Y lo inventaron
los chinos, ¿quiénes si no...? Después los japoneses se lo apropiaron y el
bueno de Marco Polo lo trajo para estas latitudes, ¿a que es bonito? Y sólo
usas tus manos y el papel…, puedes darles color, pero yo los prefiero blancos…
—Vale, muy interesante tu hobby, pero
dime ¿qué piensas hacer para que esta casa funcione? ¡Dime! Sabemos que no hay
trabajo, pero si yo no escarbara las piedras ya me contarías…
Un ala se resistía a acoplarse,
obligaba a Pablo a insistir una y otra vez en su intento. En la mesa, junto a
un cenicero lleno de colillas fumadas hasta el límite, crecía un extraño zoo
blanco, impoluto. Caballos increíbles, garzas, cigüeñas, cisnes, palomas y
hasta peces con algo de mitológico o mutante.
El empeño de Pablo por construir
aquellos bichos enervaba proporcionalmente a su mujer, que salía de un
miserable trabajo para enterrarse en otro más miserable aún. Ella podía
entender mejor que nadie la falta de opciones, ¿cómo no iba a entenderlo? Sin
embargo, se metía sus dos diplomaturas por donde le cupieran y limpiaba casas,
servía copas por la noche en un tugurio de mala muerte, cuidaba a un viejo
lascivo y meón los sábados por la tarde, mientras Pablo iba incrementando su muestrario
de bichos raros hasta agotar las reservas de papel de todas las tiendas del
pueblo.
Primero hubo que prescindir de las
clases de inglés de Nico, luego hacerle usar las deportivas hasta que su dedito
gordo sobresaliese impertinente por la lona, más tarde no festejar sus cumples
salvo en la intimidad y soplando una vela sobre un pudding del Lidlt, de 1.50
€. Necesitaba urgentemente unos braquets dentales… ¿De dónde saldrían? ¿De qué
más habría que despojarlo?
Es evidente que Pablo está deprimido,
pensó Aída, pero la alternativa terapia
era quimérica en el canijo presupuesto. Y ella realmente no podía más: ni con
su cuerpo ni con su alma.
Pablo cogía en su mano una especie de
gaviota y le hacía mover las alas con sus dedos por debajo de ellas. Daba
vueltas a la mesa con el bicho en alto, como un niño haciendo volar un avión de
papel o, simplemente, como un perfecto idiota.
—¿Te das cuenta cómo he refinado el
manejo de las formas? ¡Estoy inventando mis propios pájaros!
Aída miraba la calle desde la
ventana. Una pasarela de idos o ebrios dispuestos a pasarlo bien a toda costa,
a olvidar los dolores cotidianos de la forma más anestesiante posible.
—Pablo, tengo que ir a trabajar. Nico
tiene que tomar la merienda, hacer las tareas, ducharse y luego cenar. Os dejo
algo para calentar en la nevera. Pablo, ¿me oyes?
Pablo continuaba corriendo con esa
especie de gaviota o águila o paloma, o cualquier cosa que volara, en la mano,
dando vueltas y vueltas a aquella mesa con todos sus animalitos en reposo:
esperando su momento.
Pablo saltaba, corría enloquecido,
hacía el potro con las sillas intentando colgarse de la lámpara que se desplomó
estrepitosamente, empujando al exilio del suelo a todos sus bichos de papel tan
bien realizados.
Pablo retiró con un ademán afectuoso
y suave a su mujer de la ventana. Fue hacia el fondo, justo hasta la puerta de
entrada, unos seis metros limpios de impedimentos. Tomó impulso, como si fuera
a realizar una acrobacia con pértiga; se movió hacia atrás y hacia adelante
hasta conquistar el ritmo pretendido. Se impulsó a sí mismo en esa loca carrera
y saltó la barandilla del balcón como un gimnasta muy, muy entrenado.
Cinco pisos al vacío. La calle llena
de divertidos profesionales, y el
último vuelo de Pablo.
Detrás, como enredándose en el aire, sosteniéndose en circular vuelo por vaya a saber qué fuerzas, se deslizaba la gaviota, águila, paloma, o lo que fuera, que Pablo había creado con tanta sabiduría acumulada. Iba directa a posarse sobre una reciente mancha carmesí, que ganaba la calle.

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