Luis Saavedra
Para Michael Ende. El que avisa no es traidor.
Antoinette lleva un vestido largo y negro de encajes. El
vestido es suave y reluce con brillos vinosos cada vez que ella hace un
movimiento, la tela se extiende a sus pies hasta el infinito de la habitación y
sube por las paredes, allá a lo lejos. Seguramente, cuando levantes la cabeza
la verás por todo el cielo hasta donde la vista te alcance, envolviéndote. Sin
embargo, hay luz como si fuera de día y eso es algo que no puedes explicarte
porque no hay sol ni luna que alumbre, ni foco o incendio que arda. También
corre una brisa, como de la tarde, fresca y rebosante de buenos presagios que
mueve las cosas frágiles con delicadeza, mientras crecen las espigas de un
pasto sin color. Si escuchas bien podrás precisar los sonidos de unas gaviotas
lejanas graznando y un violín murmurando una dulce melodía eslava. Hay dos
sillas barrocas y esbeltas, orgullosas de su origen, de una caoba acaramelada y
respaldar de cuero repujado en la figura de un dragón chino. Junto a las dos
sillas hay una mesa de cristal de tres patas y en la mesa un conjunto de
platería fina para tomar el té.
Tomamos el té con Antoinette.
Ella se sienta muy derecha, mirándome fijamente,
esperando que yo haga alguna pregunta o responda alguna respuesta, ya no lo
recuerdo claramente. No es que sea importante, pero si ustedes preguntaran
cuánto llevamos en este sitio yo no sabría qué responder y Antoinette ni
siquiera les miraría. En realidad, el tiempo no importa aquí puesto que no pasa
como lo hace en las oficinas o en el amor; sencillamente languidece en grandes
gotas escurriéndose por el vestido negro y suave y se acumula en grandes charcos
que se evaporan para condensarse de nuevo. En cuánto a ella, no podría
describir ser más bello. Las manos de Antoinette contrastan violentamente
contra el género de su falda porque son blancas y finas con unos dedos delgados
y ahusados con bellísimas y casi invisibles filigranas azules y rosadas con
uñas traslúcidas, dando al conjunto una sensación de improbabilidad y
desaparición. Su rostro como un gajo de uva estilizado comparte la misma
cualidad de las manos y sus ojos son grandes y negros, tanto que resultan
azabaches, pero no como su vestido sino con un ligero brillo de vivo fuego; en
ellos es fácil encontrar tu reflejo y fácil perderte, también. Su pelo negro
cae hacia atrás hasta un lugar en su espalda que no puedo ver, y solo un mechón
ralo se enrosca sobre sus pechos pequeños como palomas durmientes. Tiene unos
labios curvos y ligeramente rosados que dan la apariencia de una sonrisa, pero
no irónica sino pacífica como diciéndote “No tengas miedo, confía en mí”. Yo
acato esa orden sin ningún reparo y tú también deberías hacerlo.
Es fácil enamorarse de Antoinette.
Toma la taza más cercana y se la lleva a los
labios y bebe un pequeño sorbo. Se lleva una mano al pecho como si el esfuerzo
de degustar el líquido fuera demasiado; me preocupo innecesariamente porque al
otro instante se recupera y ya todo está bien. Le pregunto si alguna vez ha
estado fuera de la habitación y me contesta que ya esa pregunta la he hecho
antes, muchas veces antes, pero yo no me acuerdo y estoy condenado a hacerlo
muchas veces después. Me disculpo y le hago otra pregunta. Cuando sea necesario,
me responde y sonríe e inclina la cabeza, ocultando un albur sobre sus
mejillas. Siento que la amo más que nunca y yo también bajo la cabeza. Bebo un
sorbo de mi taza para no tener que tomarme las manos en un gesto de
impaciencia. Antoinette tiene un bolsillo amplio. Ella pregunta y yo le
respondo que nunca ha sido así, que en realidad no me preocupa morir siempre y
cuando la última imagen sea ella. Antoinette pregunta y yo le respondo que no
tengo mucha fe en nada y que hace tiempo que dejé de vivir en el mundo de la
gente normal y que ahora llevo una ligera melancolía encima. Ella pregunta y yo
le respondo que me gustaría volver a tener 10 ó 5 ó nada de años, hasta ser
solo una mota de polvo que ella respire. A continuación, ella introduce su mano
en un pliegue de su vestido y saca una esfera que flota y gira en la palma y
emite un albedo que se difumina en el espacio. Ella extiende el brazo para
ofrecérmelo y yo lo recibo con ambas manos ahuecadas. Me dice que las esferas
son tan frágiles que el solo soplar sobre ellas las despojaría de su luz y se
congelarían, de modo que la atraigo hacia mí con el mayor de los cuidados y la
observo detenidamente. Al principio solo se distingue una pálida esfera
amarilla que gira sobre un eje muy inclinado, casi horizontal, y desprende una
nube de polvillo como irisado que mancha mis palmas. Antoinette me señala que
mire más de cerca o me perdería los detalles. Veo campos de una hierba amarilla
infinitos y vías de un agua azulenca lleno de peces de colores eléctricos.
Seres parecidos a palmeras se mueven lentamente siguiendo una línea invisible,
en manada, dejando tras de sí una herida en el territorio. La herida se llena
prontamente de hierba y ya no hay huella del paso de los ciclópeos. Hay muchas
manadas en toda la esfera que parecen converger en el mismo sitio: un edificio
en forma de pirámide babilónica con incontables mesetas, descansos y
escalinatas. Está tallado en una piedra blanca con vetas negras como una
cucharada de chocolate disuelta en leche y adornada de estatuas de dioses de
cuernos terribles, que adoptan posiciones de tal modo que el conjunto cuenta
una historia muy antigua, tan antigua como el mundo amarillo. Pero cada vez que
una manada entra en la avenida que lleva a la puerta de la pirámide, ésta
desaparece dejando solo el paisaje de hierbas infinitas; inmediatamente aparece
en otra parte de la esfera con su misma grandeza. Todas las manadas parecen
darse cuenta porque al unísono cambian su dirección y toman otras líneas
invisibles y convergentes; todas menos la manada que alcanzó la avenida. Yacen
impávidos y desalentados se dejan morir, languideciendo, hasta que el último
cae marchito. Ella dice que no hay nada más triste que el tiempo de esperar la
muerte; yo no recuerdo si mi tiempo fue precisamente ese, hace mucho. Su mano
danza sobre las mías y el mundo amarillo se va con ella hechizado por su
belleza, y es tragado por un pliegue placentario. Uno no puede enojarse con
Antoinette. Uno no puede, en serio. Si tú vinieras con una inmensa furia y te
encontrases con ella lo único que lograrías es levantar una mano y tratar de
descargársela en la cara, pero en ese momento tendrías que mirarla a los ojos y
todo se volvería impreciso y ya no recordarías porqué tienes la mano alzada,
¿quizás para bailar? Ella toma un traguito del té y es como si fuera veneno
porque arruga el entrecejo y por un momento su faz se transforma con el dolor.
Pero nada, vuelve a su pacífica existencia y me regala una sonrisa, viendo mi
incertidumbre. Luego dice, a veces es necesario morir un poco. Por supuesto que
lo sé, le respondo. Toma una nueva esfera que reluce con una luz negra, un
borde de intenso negro que casi no deja distinguir que la bola es tan pulida y
sin accidentes que es como una inmensa loza de porcelana, surcada por fracturas
perfectas y geométricas que forman diseños desde arriba. Sus habitantes jamás
lo han sabido ni lo sabrán porque sus preocupaciones los mantienen en constante
movimiento. Me acerco más a la mano extendida de Antoinette y veo una estatua
blanca en el paisaje curvo: representa un héroe blandiendo una espada hacia el
cielo, mientras que algunos seres, pequeños y sin rasgos definidos debido a que
se mueven a mucha velocidad, se detienen un momento y le dan una oración para
partir al siguiente; no vuelven más. En su base, hay una placa conmemorativa,
pero el agua y el viento han suavizado tanto el bajorrelieve que ahora es
difícil adivinar si aquella es una letra “A” o ésa una “K”. El mismo efecto ha
tenido sobre el rostro del héroe que ahora cada oferente se imagina el rostro
que más le acomoda. Sin embargo, está rodeada de racimos de flores marchitas y
plegarias escritas con mano presurosa; a todo su alrededor hay monedas de todos
los colores y formas y vasijas con órganos de ganado, y en el suelo han
dibujado paradigmas con tizas de colores que se entrelazan unos con otros. El
héroe sin rostro es esporádicamente visitado, rápidamente como la muerte en una
navaja, y cuando está solo baja de su sitial y encaja profundamente la espada
en la cerámica negra del suelo. Ahora corre un viento más intranquilo con
presagios de malos sueños. La luz se ha vuelto crepuscular y siento un poco de
frío. Pero eso a ella la tiene sin cuidado: mientras que a mí la atmósfera me
ha obligado a ponerme un abrigo y un sombrero, ella permanece inmutada y
pacífica. No hay nada malo en Antoinette. Ella es el reflejo de las cosas y su
totalidad solo puede dar como resultado algo eterno, inmutable... Ahora viene
flotando hacia mí una esfera azul, sin intervención de nadie; parece haber
venido de ninguna parte, pero sé que algún pliegue de su vestido se ha
descorrido como un velo y la ha liberado. Ella parece no notarlo porque ahora
parece ensimismada en la observación de una esfera verde que gira muy
rápidamente, en su palma. La esfera azul ha tomado un aire muy sereno con un
eje un poco inclinado y unas nubes se deslizan por su superficie, el azul se lo
dan los mares que ocupan todo a excepción de una isla pequeña pero plagada de
seres que caminan en dos patas. La isla no tiene mayor vegetación y los seres
se mueven cerca de las playas donde descansan y pescan. Parecen llevar una
buena vida, pero la mayoría muere violentamente ahogadas, mutiladas por
enredaderas marinas y atrapadas por enormes bocas desdentadas. Sin embargo,
hacia el centro de la isla hay una construcción monótona, baja y cuadrada que
desentona con el color terracota del terreno. La habitación, que así la
podríamos llamar, posee una única ventana sin puertas ni otros accesos y el
interior no se divisa bien. Adentro, y si te acostumbras a la oscuridad, verás
a un hombre sentado ante una máquina de escribir antigua que teclea lentamente
palabras. Parece visiblemente desganado porque tiene los hombros hundidos, la
cabeza inclinada y sus movimientos indecisos pesan toneladas. Viste una
sencilla tenida de dos partes y del cuello le cuelga una pieza de tela negra y
estrecha por delante. Hay silencio en la habitación, a excepción de algunos
carraspeos y las teclas que disparan sonidos secos sobre el papel que hacen más
alienante la atmósfera. El hombre se acomoda mejor en la silla. No le puedo ver
el rostro pero puedo distinguir su complexión delgada y su piel blanca, casi
mortecina. Tiene el pelo de un color castaño desvaído que cae en mechones
simétricos. De pronto, el hombre se detiene en medio de una frase y se va
irguiendo lentamente, toma la posición de alguien que escucha el rumor de un
motor lejano, quizás evoca el sabor de un helado a los cinco años. Yo
permanezco sin respirar siquiera y presiento que estoy importunando en su
tarea, aunque sé que no es así: yo aquí soy menos que un fantasma en esta
esfera. Pero la tensión continúa y me veo obligado a alejarme un poco; justo en
ese momento, el hombre se voltea y me mira fijamente. Reconozco inmediatamente
ese rostro, a pesar que sus ojos y boca están cerrados por unas coseduras de un
hilo espartano. Husmea el aire como un topo y me localiza y espera algo de mí.
Tengo un momento de revelación y después nada, pero ha sido suficiente para
sentir lástima por esa criatura atada a sus trabajos estúpidos... Como no hay
nada más que ver lo abandono y él vuelve a teclear en la máquina lo que desde
hace eones está condenado a escribir: “Soy y no puedo ser”.
Vuelvo a mi asiento y la esfera azul comienza a
retirarse hasta el borde donde el vestido de Antoinette cae en un abismo sin
posibilidad de ver el fondo. La esfera cae. Me angustia saber que con la bola
se va el hombre que escribe y tengo deseos de levantarme y seguir su
trayectoria, pero está ella y me mira con ojos que me retienen. Sus manos están
sobre sus faldas, con las palmas hacia arriba. Si quizás tú estuvieras aquí te
habrías ido con una pregunta respondida y te alejarías hasta el borde aterciopelado
desde donde ya no hay nada, y te lanzarías al espacio hasta convertirte en un
punto de luz. Pero ya no sirve para mí, yo no tengo memoria. Antoinette lleva
un vestido largo y negro de encajes y yo estoy con ella.
Luis Saavedra Vargas
(Santiago, Chile, 1971). Fue director del fanzine de ciencia ficción chileno Fobos
(1998-2004) y editor de las antologías de ciencia ficción Púlsares
(2002-2004). Sus relatos han sido publicados en Años luz (Chile); la
antología digital Schegge Di Futuro (Italia); y Dimension Latino
(Francia); entre otros. Su cuento “Ol’fairies Bar” fue finalista en el concurso
Domingo Santos 2005 (España). Es miembro fundador del Grupo Poliedro, dedicado
a la literatura fantástica, y su primer libro en solitario salió en 2021
llamado Lentos Animales Interdimensionales.

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