Aleksandr K. Zolotko
Llamaron a la
puerta.
Petrovich se levantó del taburete
de la cocina y fue a abrir. El timbre sonaba de una forma extraña: un toque
corto, como si se cortara, una breve pausa, y luego otro toque corto… Pero
insistían. Mientras Petrovich caminaba desde la cocina hasta la puerta de
entrada, el timbre no dejaba de sonar.
Timbre–pausa–timbre.
Timbre–pausa–timbre.
Timbre–pausa–timbre…
Petrovich miró por la mirilla. No
había nadie.
Timbre–pausa–timbre.
—¿Quién es? —preguntó Petrovich,
por si acaso.
Timbre.
—¡Abra! —respondieron desde el otro
lado.
La voz era desconocida, pero
segura. Autoritaria. Petrovich se quedó pensando un instante. Sí,
definitivamente era una voz de mando.
Aunque no veía a nadie detrás de la
puerta, Petrovich, acostumbrado durante toda su vida a obedecer órdenes, abrió.
Si alguien había decidido gastar una broma, siempre se le podía dar un golpe en
la cara, ¿no? Y aunque Petrovich no era amigo de las peleas, podía
perfectamente acomodarle las ideas a algún bromista. Como a Vasili Karelin el
otro día frente a la tienda: bastaron un par de bofetadas. Vasili estaba
bastante borracho, pero los hombres que observaron la escena coincidieron en
que el golpe de derecha de Petrovich era sólido, bien dado.
Petrovich abrió la puerta y dio un
paso atrás, preparándose para golpear.
Y se quedó paralizado.
En el umbral había algo
incomprensible. Y aunque Petrovich no tenía problemas de vista, no logró
entender de inmediato qué era.
Unos veinte centímetros de altura.
Ancho en la base, estrechándose hacia arriba. Algo parecido a una pirámide.
Negra.
Seguro que alguien está bromeando,
pensó Petrovich. Quizá incluso hubiera una cámara escondida para grabarlo.
Había visto cosas así en Internet. A esos tipos los llamaban de alguna manera…
pero no logró recordarlo.
—Buenas noches —se oyó decir desde
la pirámide.
Claro, firme; la misma voz de
mando.
Y pensar que a alguien no le daba
pereza armar semejante cosa electrónica solo para burlarse de una persona,
pensó Petrovich. Él mismo, de niño, había soldado modelos. Y después del
instituto, también había trabajado en una fábrica.
—Dije buenas noches —repitió la
pirámide—. La gente educada responde al saludo.
No es una pirámide, pensó
Petrovich. Más bien parece una muñeca, con una capa negra y capucha. Una
muñeca… Ahora mismo le doy una patada, pensó. ¿Será una pérdida de dinero? Pues
que no se meta a hacer bromas”.
—Te voy a patear —le dijo de pronto
la muñeca—. Te voy a patear muy fuerte. — Algo brilló en la mano de la muñeca,
y el cuero sintético de la puerta se abrió con un chirrido, como si lo hubieran
cortado con una navaja—. Maldita sea… —murmuró Petrovich y, por precaución, dio
otro paso hacia el interior del apartamento. Miró sus viejas pantuflas y dio un
paso más—. ¿Quién eres? —preguntó.
—¿Quién, quién…? La Muerte
—respondió la figurita con capa negra y una guadaña en la diminuta mano—. La
Mueeerte.
La figura cruzó el umbral, avanzó
por el pasillo y se detuvo a medio metro de Petrovich. La puerta detrás de ella
se cerró lenta y siniestramente.
—Esto… —dijo Petrovich—. Es decir…
—¿No me crees? —preguntó la Muerte.
—Esto… —repitió Petrovich. —Por un
lado, era imposible creerlo. Por otro, todo lo que estaba ocurriendo le
resultaba profundamente inquietante. Un frío desagradable le recorría la
espalda y le retorcía las entrañas—. ¿Y a qué has venido? —preguntó al fin, con
la voz quebrada—. ¿Por mí?
—No —respondió la Muerte—. No he
venido por ti. He venido por el hámster.
Petrovich soltó el aire.
Ese chiste ya se lo habían contado
alguna vez. Simplemente no lo recordó de inmediato. Resultaba que no era un
chiste. Resultaba que era verdad. Era verdad que delante de él estaba la
Muerte, Petrovich ya creía firmemente. Y de pronto se había atragantado de
miedo. Y aquí resultaba que era por el hámster. Gracias a Dios. Si era por el
hámster, que fuera por el hámster…
Petrovich respiró hondo. Exhaló.
Inhaló otra vez. Y cuando intentó inhalar de nuevo, se quedó quieto.
—Entonces… —balbuceó—. Pero yo no
tengo hámster. ¿Se han equivocado?
—Ajá —asintió la Muerte—. En el
código genético. ¿Te has peleado del todo con el cerebro? Por el hámsteeeer…
Y en la voz de la Muerte hubo tal
burla que Petrovich estuvo a punto de gritar del miedo.
—Pero eres tan pequeño… tan
pequeña…
—Es que con el frío me hago pequeño
—dijo la Muerte—. En el calor crezco. No te preocupes. Aunque igual no lo vas a
sobrevivir, créeme. —La Muerte aspiró por la nariz—. El tamaño no importa
—añadió, tocando la pared con la guadaña. En el empapelado apareció una
hendidura que llegó hasta el techo—. ¿Quieres que corte toda la pared? De un
solo movimiento.
—¿Qué haces? —se alarmó Petrovich—.
¡Esa es una pared portante! ¡Si cae se viene abajo todo el edificio! ¿O tengo
que morir en un accidente durante el derrumbe?
—No. El edificio te va a
sobrevivir. Tiene una reforma general prevista dentro de quince años. Lo que sí
va a morir en un par de meses es la cloaca de tu escalera. Pero el edificio va
a aguantar. Todo tiene su plazo. El edificio. Y tú —dijo la Muerte—. Y nadie
puede cambiar ese plazo: ni acortarlo ni alargarlo. Así funciona.
—Y yo —repitió Petrovich—. O sea
que hay un plazo…
—Exactamente —confirmó la Muerte—.
Por ejemplo, decides saltar del balcón antes de tiempo. ¿En qué piso vives?
—Sexto.
—Bien. Si intentas saltar del sexto
piso fuera de plazo, vas al balcón, tropiezas, te rompes una pierna. Te
arrastras para saltar igual y, pongamos, te da un derrame cerebral. Y te quedas
paralizado un año, dos… hasta que llegue el plazo. —La Muerte se balanceó, como
cambiando el peso de una pierna a la otra—. ¿Tienes algo para beber? —preguntó
de pronto—. ¿Agua? ¿Embotellada?
—Tengo.
—¿Me traes?
—¿Vamos a la cocina?
—Puede ser la cocina —aceptó la
Muerte, haciendo un gesto con la mano. —Petrovich arrastró los pies hasta la
cocina. De reojo miró la vieja sartén de hierro fundido. Grande. Pesada—. ¿No
te da pena la vajilla? —preguntó la Muerte—. Yo no te tocaré antes de tiempo,
pero dolerá, créeme.
—¿Café? —preguntó Petrovich con
resignación.
La Muerte miró el reloj de pared y
negó con la cabeza.
— No tendrás tiempo para preparar el
café. Tu molinillo de café eléctrico se quemará justo ahora, y el manual...
Mientras encuentras el manual y mueles...
—Tengo café instantáneo. —Petrovich
tragó saliva—. Y agua caliente.
—¡Oh! —se entusiasmó la Muerte—.
Sirve.
La Muerte saltó con ligereza al
borde de la mesa.
—Igualmente habría cortado las
bisagras —dijo, respondiendo a un pensamiento no expresado—. O hecho un agujero
en la puerta. —Agitó la guadaña, y el cuello de una botella vacía de cerveza se
deslizó en diagonal—. Si no te molesta, me sentaré en la mantequera —dijo—. Y
sírveme el café en una copita. Tienes una graciosa, como un vaso con soporte.
¿La última del juego?
—Sí —respondió Petrovich,
sacándola. Le habían regalado seis en un cumpleaños. Nunca las usó. Ahora
servían para algo.
—¿Y dentro de cuánto…? —preguntó
Petrovich, sentándose frente a la Muerte.
Bajo la capucha no había rostro.
Solo oscuridad.
—¿Dentro de cuánto qué? —preguntó
la Muerte.
—¿Dentro de cuánto me vas a…?
—¿Te has vuelto loco? —replicó la
Muerte—. La Muerte no mata. La Muerte VIENE. ¿Notas la diferencia?
—¿Y cómo…?
—¿Cómo? Como venga —respondió,
sorbiendo café—. ¿Con la guadaña, piensas? No. No. Como te dije, todo sucede a
tiempo. Y yo solo estoy presente. O ayudo si es necesario. Ha habido casos. Y
la guadaña... Bueno, eso es para autodefensa. O para demostrar. Como contigo...
—La Muerte apartó la guadaña de un caramelo seco que estaba sobre la mesa, y
metió la punta bajo la capucha—. Estoy presente, testifico, luego escolto el
alma hasta el punto de recogida. O la desecho para mis propias necesidades.
Para sus propias necesidades, pensó
Petrovich; sintió que se helaba.
La Muerte terminó el café y dejó la
copita junto a una mancha quemada en la mesa.
—Bueno… eso sería todo —dijo,
estirándose.
—¿Ya? —preguntó Petrovich en voz
baja.
—Casi. Ahora mismo…
La puerta de entrada se abrió de
golpe.
—¡Hola, Petrovich! —se oyó desde el
pasillo—. ¡Tienes la puerta abierta! Así que entro.
—Es Volodia, el vecino —dijo
Petrovich.
—Dile que pase.
—¡Pasa! —gritó Petrovich con la voz
tensa—. ¿Él te ve?
—No. Solo me ven quienes deben
verme.
Volodia entró en la cocina sin
prestar atención a la Muerte.
—Me daré prisa. —Volodia desdobló
el trapo que sostenía—. Toma, lo encontré en el garaje. Tuviste un gato una
vez, deberías saber de animales.
Sobre el trapo había un hámster. Un
hámster blanco. Y estaba claro que este hámster no iba a durar. Incluso sin la
Muerte, sentada a su lado en la tapa de la lata de aceite, no iba a durar.
—No pasa nada —dijo la Muerte, sin
siquiera volverse hacia el desafortunado hámster.
—¿Y bien? —preguntó Volodia.
—Ya está —dijo la Muerte sin
volverse.
—Ya está —repitió Petrovich.
Tenía la mente hecha un lío. ¿Un
hámster, en serio? ¿O acaso Petrovich estaba destinado a ir al más allá con el
hámster? Pero entonces debía de haber dos Muertes. ¿O había venido aquí a
trabajar para él al por mayor? ¿O era la única Muerte en todo el mundo?
—¿Estás seguro?" —preguntó
Volodia.
—Exactamente —dijo la Muerte.
—Exactamente —repitió Petrovich.
—Qué lástima —Volodia envolvió al
hámster en un trapo—. Entonces lo enterraré. Iba a dárselo a mi sobrina, pero
al menos le daré un entierro digno.
Salió.
Junto a la mantequera, el hámster
estaba de pie. Casi como vivo. Solo que pálido.
Así que los hámsters también tienen
alma, pensó Petrovich.
—¿Y yo? —preguntó, sorprendiéndose
a sí mismo.
—¿Tú qué? —respondió la Muerte.
—¿No habías venido por mí…?
—¿Cuándo dije eso? —preguntó la
Muerte, acariciando al hámster—. Yo dije que venía por el hámster.
—Sí. Pero entonces... sobre el
chiste...
—Bueno, sobre el chiste. ¿Y dónde
decía que no era cierto? —preguntó la Muerte con disgusto, acariciando de nuevo
al hámster—. Pálido, ¿eh? Muy pálido. Como debe ser.
—Pálido —confirmó Petrovich.
—Morirás —respondió la Muerte—.
Todos morirán. Pero no ahora. En su plazo.
Sacó algo de debajo de la capa.
Sonó un leve tintineo. Olía a cuero.
Era una silla de montar.
—Olvidé la manta —murmuró—. ¿O cómo
se llama... una mantilla? ¿No le haré daño al lomo del animal?
—No lo sé…
—Yo tampoco —dijo la Muerte—. Nunca
monté antes. Pero los muchachos insistieron.
—¿Qué muchachos?
—Amigos. Tres. Todos con caballos.
Querían que yo también tuviera uno. Y que fuera pálido. Un hámster sirve.
La Muerte montó al hámster, tomó la
guadaña.
—¿Crees que no puedo tener amigos? —preguntó
la Muerte malhumorada—. Imagínate, sí. Tres. Y todos tienen caballos. Me dijeron:
cómprate un caballo tú también. Antes no había problema sin caballo, pero ahora
es imprescindible. Los cuatro tienen que ir a caballo. Los cuatro tienen que
ser jinetes. Y yo debo tener un caballo pálido. Pálido, claro. Ni rojo, ni
negro, ni nada, sino pálido. ¿Y dónde encontraré un caballo de mi tamaño? Un
hámster sería perfecto. Dicen que todos se reirán, que se morirán de risa, pero
yo impediré que se rían por mucho tiempo. Los chicos lo pensaron y decidieron
que, en realidad, no tenía sentido ser listo. Un jinete y un jinete en un
caballo pálido. O un hámster, ¿qué más da?
La Muerte se subió fácilmente a la
silla. Agarró su guadaña. Sinceramente, parecía extraño.
—De acuerdo —dijo—. ¡Adiós! Nos
vemos luego.
—¿Qué? —susurró Petrovich—. ¿Pronto?
¿Los cuatro... Pronto?
—A tiempo. Todo sucederá a su tiempo.
Ni un minuto antes. Pero tampoco un minuto tarde. Nos vemos luego, entonces —dijo
la Muerte y desapareció.
Junto con el hámster.
—Hasta luego —dijo Petrovich.
Hasta luego.
Alexander K. Zolotko, nació en 1963 en Járkov, Ucrania, y sigue viviendo allí. Es filólogo y periodista profesional. Ha publicado veintinueve novelas enmarcadas en los géneros género policíaco, acción, ciencia ficción y fantasía con una tirada total de 330.000 ejemplares. Ha ganado varios premios literarios en el género de ficción.

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