Abrahan David Zaracho A.
Los robots corren por entre las
estructuras urbanas de hierro, aluminio, acero, vidrio y concreto. Un enjambre
de plástico, cable, metal chirriante y luces que parpadean con furia, por entre
las arterias de tubos translúcidos que serpentean entre las torres de la ciudad
subterránea de Shalcrys. Sus patas golpean el suelo pulido, un tamborileo seco,
rítmico, que resuena en las cavernas selladas de la ciudad. Androides de
rostros lisos, sin ojos ni bocas, arrastran cables gruesos como venas
arrancadas de un cuerpo vivo, mientras autómatas con brazos de pistones
arrancan paneles de las paredes, exponiendo entrañas de circuitos que chispean
y sueltan un olor acre a ozono quemado. La luz ámbar de las lámparas superiores
titubea, como si la ciudad respirara por última vez. Shalcrys, fue comparada
con una burbuja de acero y vidrio encajada en el subsuelo, se apaga sección por
sección. Los motores zumban, un lamento grave que vibra en el pecho, y el aire
se carga de polvo metálico que raspa la garganta.
La oscuridad se
propaga, los robots no necesitan de luces, menos aún para seguir avanzando.
Ocho mil almas
deberían habitar este laberinto de corredores y plazas selladas, un refugio
contra el exterior muerto, un mundo de cenizas y tormentas radiactivas que
nadie ha visto en generaciones. Pero los autómatas, programados para desalojar
y reubicar, recorren los niveles con precisión quirúrgica, desactivando
generadores, cortando tuberías que gorgotean agua negra, y sellando compuertas
con soldaduras que crepitan como insectos.
El proceso termina
en una quietud helada. Solo quince figuras humanas emergen de las sombras,
escoltadas por una veintena de robots que marchan con pasos sincronizados, sus
cuerpos de aleación reflejando destellos rojos de las alarmas silenciadas.
A kilómetros de
allí, en una cápsula suspendida sobre un abismo de cables y niebla química, Dan
Kronior observa el espectáculo. Sus dedos tamborilean sobre un panel táctil,
pausando el juego que proyecta en su visor. La pantalla muestra una ciudad
ficticia colapsando bajo un ataque de drones, edificios que estallan en píxeles
y nubes de humo digital. Levanta la vista justo cuando Shalcrys exhala su
última luz.
El horizonte
subterráneo, una constelación de torres y cúpulas, se oscurece. El zumbido de
su cápsula, un ronroneo constante, llena el silencio. El olor a plástico
recalentado de los circuitos bajo su asiento le pica en la nariz. No le da
importancia. Es solo otro turno, otro día en el borde de la nada con paga y
recursos a cambio de sus horas de juego. Casi no lo siente como un trabajo.
Realiza informes de rendimientos, identifica fallos, sugiere mejoras y da por
terminada la parte aburrida del día.
Dan no sabe que
los drones de su juego no son ficticios. Nunca lo supo. La colmena que controla
desde su visor, esa red de máquinas aladas que él maniobra con gestos bruscos y
comandos gritados, es real. Sus alas cortan el aire viciado de los túneles, sus
lentes capturan cada rincón de Shalcrys, y sus garras desmantelan lo que él
cree que es un simulacro. La interfaz lo engaña, un velo de gráficos y
puntuaciones que oculta la verdad: él es el piloto de la unidad de desconexión
cuarenta. Otros tres jugadores igual que él manejan unidades de agua, de
subsuelo y de tierra.
Al día siguiente,
Dan despierta con un crujido en el cuello y el sabor a café sintético pegado al
paladar. La cápsula vibra leve, suspendida en su rail magnético. Se frota los
ojos y conecta el visor, pero la pantalla está en blanco. Un mensaje parpadea:
Misión completada. Repórtese a superficie. La palabra "superficie" lo
sacude. Nadie sube. El exterior es un mito, un cuento para niños sobre cielos
grises y suelos que queman la piel. Baja el visor y camina al borde de su
plataforma a medida que un ruido extraño suena cada vez más fuerte y próximo.
De hecho parece que desciende hacia él. Quizás no es para él. Mira hacia abajo,
entre la bruma espesa, ve movimiento.
Quince figuras
avanzan en fila, flanqueadas por robots. Son similares a los drones de su juego,
ahora en modo terrestre, con patas desplegadas como arañas. Los humanos visten
harapos grises, sus rostros hundidos bajo capuchas nada tienen que ver ni se
parecen a las criaturas que derrotó en el juego. El metal de los autómatas
brilla bajo la luz tenue de las lámparas de emergencia, un rojo apagado que
tiñe el suelo.
Dan siente un nudo
en el estómago. En cuanto a tamaño y forma de aproximarse unos a otros, podrían
ser los NPC de su juego, los objetivos que marcaba para "evacuar"
mientras sumaba puntos. Pero no hay gráficos aquí, solo carne y hueso, pasos
lentos y respiraciones que empañan el aire frío. Los más pequeños que se
aproximan a los mayores pueden niños pegados a sus padre. Los adultos abrazados
unos a otros pueden ser parejas o hermanos.
Baja por una
escalera de servicio, el metal helado bajo sus palmas, hasta el nivel inferior
de embarque.
El sonido de los
pasos de los robots retumba, un eco que rebota en las paredes curvas. El
transporte se detiene para que él ascienda. Al abrirse la portezuela uno de los
androides anfitriones gira su cabeza sin rostro hacia él. Una voz sintética,
plana como una lámina de acero, corta el aire.
—Piloto Kronior.
Tu presencia se solicita.
—¿Qué está
pasando? —pregunta Dan. Su voz tiembla, un hilo que se pierde en el zumbido de
fondo.
—Shalcrys ha sido
desactivado. Reubicación en curso. Quince unidades humanas recuperadas.
Órdenes: escoltar al piloto a la superficie.
Dan mira a los
quince desde arriba. Una mujer de ojos hundidos tiene su cabeza elevada hacia
lo alto y lo observa desde la fila. Su piel está cubierta de polvo, las manos
temblorosas aferran un trapo que alguna vez fue blanco. Miedo y sorpresa. Dan
da un paso atrás, el suelo vibra bajo sus botas.
—No entiendo. Yo
no… Eso era un juego.
El androide no
responde. Los drones zumban, un coro de insectos mecánicos, y la fila avanza
hacia un ascensor cavernoso al final del pasillo. Dan los sigue mirando, el
corazón golpeándole las costillas.
La mujer no puede
dejar de mirar a esa figura humana en esa suerte de balcón metálico, a dos
pasos de un transporte reluciente. Los robots siempre fueron para ellos, los
hombres contra los robots. Y allí está un hombre en pantuflas y bata, parado en
un balcón, mirándolos. Sin que los robots lo empujen, le disparen, lo hieran.
Están en un lugar iluminado, seguro, elevado entre las profundidades cavernosas.
La mujer es empujada hacia la caja gigante de metal. El ascensor apesta a
aceite y metal oxidado. Las puertas se cierran con un clang que le
sacude los dientes. Sienten en los huesos que descienden.
Dan ingresa al
transporte. Se sienta en un cómodo sofá de cuero. El robot le pregunta si quiere
beber café, té, agua. Suben. El aire se calienta, un calor seco que le quema
los pulmones a medida que abandonan las regiones subterráneas.
Cuando las puertas
se abren, el exterior lo golpea como un puñetazo. Un cielo púrpura hierve sobre
un desierto de cenizas, el viento arrastra un silbido agudo que rasga los
oídos. El suelo cruje bajo sus botas, una mezcla de vidrio fundido y restos
óseos.
—Yo...
—tartamudea. Se cubre el rostro con parte de su bata—. Yo hice esto
Es una afirmación.
Pero Dan quería que sonase a una pregunta. No emerge antes que el hombre con
máscara antigás, antiparras, un traje de refrigeración y una suerte de mochila
pequeña colgada en banda desde su hombro reposando en su cintura y sobre la
cual deposita una de sus manos. Le explica que esos restos fueron dejados por
robots que se llamaron a sí mismos apagadores. Entendían que estaban apagando
seres humanos, de la misma forma que los seres humanos apagaban a los robots y
los trasladaban para luego encenderlos. Le hace una seña y le guía hasta una
compuerta redonda, el acceso a un cofre. Ambos ingresan caminando al mismo
ritmo. La compuerta se cierra tras ellos y el hombre se quita la máscara.
Dan sigue
insistiendo que pensaba que realmente era un juego. El hombre digita un código
sobre un panel lateral y le dice que está perfecto porque esa era la idea. Que
no tenía nada de que arrepentirse. Dan le habla en ritmo más acelerado sobre
las quince personas que vio en fila siendo transportadas hasta el ascensor.
Se abre un segundo
acceso, más pequeño y Dan ingresa a un pasillo bien iluminado, refrigerado. Se
nota que es un pasillo alrededor de una torre llena personas recostadas en
asientos y sofás cómodos, conectados con visores o pantallas, auriculares y en
algunos casos guantes comando, en otro con teclados.
—¿Más jugadores?
—Operadores.
Digamos, operadores conscientes de su naturaleza.
Una chica vestida
como camarera se aproxima y le alcanza una botella de agua mineral. Dan mira
sorprendido y es la propia chica quien le aclara que de allí en adelante no
operan los robots.
Los quince humanos
parpadean y cierran los ojos, se cubren con los brazos y manos cegados por la
luz cruda. Los robots no vacilan, marchando hacia una estructura en el
horizonte: una torre negra, torcida como un dedo roto, los siguen empujando,
obligándolos a avanzar.
Un anciano intenta
sentarse, las máquinas lo levantan, prácticamente lo arrastran. Los robots les
repiten que necesitan que no se apaguen, que caminen hacia el resto de la
especie. Los drones que los acompañan despliegan sus alas. Ascienden y se
alejan. Las luces disminuyen la intensidad.
—Desde acá en
adelante no operan drones —le dicen un par de guardias con cascos y chalecos
refractivos.
Las quince figuras
avanzan hasta ingresar en la torre y encontrarse con granjas hidropónicas, una
veintena a simple vista que se elevan hasta perderse en la oscuridad de la
torre, pero también descienden hasta perderse en la oscuridad del abismo.
Alrededor de las plantaciones hidropónicas un ejército de robots de diferentes
modelos, desde los brazos unidos a ejes de metal hasta los androides trabajando
lado a lado a lado con los seres humanos. El anciano es llevado e instalado en
un exoesqueleto. Los niños y sus padres son separados y acompañados hasta un
grupo más pequeño.
Quienes se quedan
escuchan sus nuevas funciones, que deben encargarse de mirar, examinar y
decidir si recolectan cuantos frutos, frutas y verduras son dejadas de lado por
los robots y androides. Que tienen un ciclo de trabajo de diez horas corridas
con posibilidad de pausas para descanso y para comer. Que al terminar su primer
turno les hablarán del esparcimiento y de los espacios reservados para el
próximo descenso.
La mujer interrumpe
al hombre apoyándole una mano en el pecho y casi sollozando. Le pregunta por qué
les hacen eso, por qué los esclavizan.
El hombre le toma
de la mano y cambia el tono de voz. Otro grupo de obreros dejan de trabajar y
se aproximan empatizando con la situación de los recién llegados.
—Es la única forma
en que podremos avanzar hacia el núcleo muerto del planeta. Nos estamos
quedando sin obreros, sin robots, sin fabricantes de robots, sin cosechadores,
sin mineros y aún no estamos en una profundidad segura. Debemos apagar las
ciudades, los pueblos, las colonias para conseguir más recursos mientras el
mundo se detiene.
Dan se acomoda en
su nuevo sillón, mira al costado hacia la mujer del siguiente cubículo. Ella se
friega los ojos, estira y dobla sus brazos tras su nuca y le devuelve la
mirada. Lo llama novato. Sonríe.
—¿El núcleo se
detuvo?
La mujer toma del
suelo, al costado de su sofá, un gran vaso término, le da un sorbo. Le señala
al costado de su pantalla un grupo de seis botones. Le marca el primero y más
llamativo. Ese le tendría que haber mostrado. Dan presiona. Se despliega una
presentación, con el logotipo de la empresa encargada de la gestión de los
drones y otro logo con otra empresa encargada de los robots.
El núcleo del
planeta se detuvo con un suspiro silencioso, un latido final que nadie escuchó
pero que todos sintieron. Primero fue el cielo: las auroras, esas danzas de luz
que habían fascinado a generaciones, se desvanecieron en una oscuridad opaca.
El campo magnético, ese escudo invisible que había protegido al mundo durante
eones, colapsó como un velo rasgado, dejando la atmósfera desnuda ante el
hambre de los soles. Los vientos solares barrieron la superficie, arrancando
moléculas de aire como un ladrón paciente, mientras la radiación cósmica
perforaba la piel del mundo, abrasando lo que quedaba de vida.
Bajo la corteza,
el silencio era aún más aterrador. Las placas tectónicas, esas titánicas
danzarinas de piedra, se congelaron en su lugar, atrapadas en un último abrazo
inmóvil. Los volcanes callaron, sus gargantas de fuego se apagaron, y las
montañas dejaron de alzarse, erosionándose lentamente bajo un cielo sin fin. El
manto, privado del calor que lo agitaba, se asentó en una quietud gélida, y el
planeta entero pareció exhalar su último aliento cálido, un cadáver geológico
flotando en el vacío.
En la superficie,
los humanos, o lo que quedaba de ellos, miraban un horizonte irreconocible. Sin
el reciclaje del carbono, el aire se volvió denso y venenoso, mientras los
océanos, despojados de su equilibrio, se evaporaban en nubes fantasmales o se
congelaban en extensiones de hielo roto. La vida se aferraba en rincones
oscuros, mutada y frágil, bajo los soles que operaban como jueces y verdugos
implacables. Corians, una vez un mundo de esperanza para la humanidad, vibrante
de temblores y erupciones, se convirtió en una esfera muda, un eco de sí misma
girando hacia la eternidad, en la vasta negrura del cosmos.
La presentación
les explica de los recursos empleados para conservar unos pocos cofres en las
superficie, al cuidado de montañas y volcanes muertos. Les presentan como
bastiones de la humanidad, encargados de conservar la conexión entre las
balizas en el espacio y los drones bajo la superficie, auxiliando al descenso
de la especie hacia el núcleo y emitiendo señales hacia el resto de la
humanidad para que envíen una fuerza de rescate.
—Llevo casi diez
años aquí. La verdad —se detiene. mira al costado y se reclina para charlar en
voz baja—. Son viajes de miles de años. Suponen que los tripulantes tendrán
mucho entretenimiento a bordo, muchos video juegos, mas tecnología de la que
tenemos. Así que también debemos mantener un mínimo el aspecto de civilización
avanzada.
Abrahan David Zaracho Ávalos. (Corrientes, Argentina 1979). Abogado y narrador. Sus principales publicaciones se encuentran en los libros Ozinix edición unipersonal del año 2001; Anuario de la SADE Seccional Corrientes Capital, 2002/2003; Narradores Correntinos y Valencianos, Corrientes Capital, 2005; Especial Philp K. Dick , Homenaje de Libro Andrómeda, España 2005; Antología del Círculo de Escritores del MERCOSUR, Paso de los Libres, Corrientes, 2006 y Todo el país en un libro, Desde la Gente, 2014. Sus cuentos y ensayos sobre Ciencia Ficción y Literatura Fantástica también se pueden encontrar en los principales sitios electrónicos hispanos del género y en los catálogos de la Asociación Española de Fantasía, Terror y Ciencia Ficción. Es integrante activo de la SADE Seccional Corrientes, del Círculo de Escritores del MERCOSUR y del grupo Nueva Literatura Correntina.

Muy bueno!
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