domingo, 16 de noviembre de 2025

APAGADOS

Abrahan David Zaracho A.

 

Los robots corren por entre las estructuras urbanas de hierro, aluminio, acero, vidrio y concreto. Un enjambre de plástico, cable, metal chirriante y luces que parpadean con furia, por entre las arterias de tubos translúcidos que serpentean entre las torres de la ciudad subterránea de Shalcrys. Sus patas golpean el suelo pulido, un tamborileo seco, rítmico, que resuena en las cavernas selladas de la ciudad. Androides de rostros lisos, sin ojos ni bocas, arrastran cables gruesos como venas arrancadas de un cuerpo vivo, mientras autómatas con brazos de pistones arrancan paneles de las paredes, exponiendo entrañas de circuitos que chispean y sueltan un olor acre a ozono quemado. La luz ámbar de las lámparas superiores titubea, como si la ciudad respirara por última vez. Shalcrys, fue comparada con una burbuja de acero y vidrio encajada en el subsuelo, se apaga sección por sección. Los motores zumban, un lamento grave que vibra en el pecho, y el aire se carga de polvo metálico que raspa la garganta.

La oscuridad se propaga, los robots no necesitan de luces, menos aún para seguir avanzando.

Ocho mil almas deberían habitar este laberinto de corredores y plazas selladas, un refugio contra el exterior muerto, un mundo de cenizas y tormentas radiactivas que nadie ha visto en generaciones. Pero los autómatas, programados para desalojar y reubicar, recorren los niveles con precisión quirúrgica, desactivando generadores, cortando tuberías que gorgotean agua negra, y sellando compuertas con soldaduras que crepitan como insectos.

El proceso termina en una quietud helada. Solo quince figuras humanas emergen de las sombras, escoltadas por una veintena de robots que marchan con pasos sincronizados, sus cuerpos de aleación reflejando destellos rojos de las alarmas silenciadas.

A kilómetros de allí, en una cápsula suspendida sobre un abismo de cables y niebla química, Dan Kronior observa el espectáculo. Sus dedos tamborilean sobre un panel táctil, pausando el juego que proyecta en su visor. La pantalla muestra una ciudad ficticia colapsando bajo un ataque de drones, edificios que estallan en píxeles y nubes de humo digital. Levanta la vista justo cuando Shalcrys exhala su última luz.

El horizonte subterráneo, una constelación de torres y cúpulas, se oscurece. El zumbido de su cápsula, un ronroneo constante, llena el silencio. El olor a plástico recalentado de los circuitos bajo su asiento le pica en la nariz. No le da importancia. Es solo otro turno, otro día en el borde de la nada con paga y recursos a cambio de sus horas de juego. Casi no lo siente como un trabajo. Realiza informes de rendimientos, identifica fallos, sugiere mejoras y da por terminada la parte aburrida del día.

Dan no sabe que los drones de su juego no son ficticios. Nunca lo supo. La colmena que controla desde su visor, esa red de máquinas aladas que él maniobra con gestos bruscos y comandos gritados, es real. Sus alas cortan el aire viciado de los túneles, sus lentes capturan cada rincón de Shalcrys, y sus garras desmantelan lo que él cree que es un simulacro. La interfaz lo engaña, un velo de gráficos y puntuaciones que oculta la verdad: él es el piloto de la unidad de desconexión cuarenta. Otros tres jugadores igual que él manejan unidades de agua, de subsuelo y de tierra.

Al día siguiente, Dan despierta con un crujido en el cuello y el sabor a café sintético pegado al paladar. La cápsula vibra leve, suspendida en su rail magnético. Se frota los ojos y conecta el visor, pero la pantalla está en blanco. Un mensaje parpadea: Misión completada. Repórtese a superficie. La palabra "superficie" lo sacude. Nadie sube. El exterior es un mito, un cuento para niños sobre cielos grises y suelos que queman la piel. Baja el visor y camina al borde de su plataforma a medida que un ruido extraño suena cada vez más fuerte y próximo. De hecho parece que desciende hacia él. Quizás no es para él. Mira hacia abajo, entre la bruma espesa, ve movimiento.

Quince figuras avanzan en fila, flanqueadas por robots. Son similares a los drones de su juego, ahora en modo terrestre, con patas desplegadas como arañas. Los humanos visten harapos grises, sus rostros hundidos bajo capuchas nada tienen que ver ni se parecen a las criaturas que derrotó en el juego. El metal de los autómatas brilla bajo la luz tenue de las lámparas de emergencia, un rojo apagado que tiñe el suelo.

Dan siente un nudo en el estómago. En cuanto a tamaño y forma de aproximarse unos a otros, podrían ser los NPC de su juego, los objetivos que marcaba para "evacuar" mientras sumaba puntos. Pero no hay gráficos aquí, solo carne y hueso, pasos lentos y respiraciones que empañan el aire frío. Los más pequeños que se aproximan a los mayores pueden niños pegados a sus padre. Los adultos abrazados unos a otros pueden ser parejas o hermanos.

Baja por una escalera de servicio, el metal helado bajo sus palmas, hasta el nivel inferior de embarque.

El sonido de los pasos de los robots retumba, un eco que rebota en las paredes curvas. El transporte se detiene para que él ascienda. Al abrirse la portezuela uno de los androides anfitriones gira su cabeza sin rostro hacia él. Una voz sintética, plana como una lámina de acero, corta el aire.

—Piloto Kronior. Tu presencia se solicita.

—¿Qué está pasando? —pregunta Dan. Su voz tiembla, un hilo que se pierde en el zumbido de fondo.

—Shalcrys ha sido desactivado. Reubicación en curso. Quince unidades humanas recuperadas. Órdenes: escoltar al piloto a la superficie.

Dan mira a los quince desde arriba. Una mujer de ojos hundidos tiene su cabeza elevada hacia lo alto y lo observa desde la fila. Su piel está cubierta de polvo, las manos temblorosas aferran un trapo que alguna vez fue blanco. Miedo y sorpresa. Dan da un paso atrás, el suelo vibra bajo sus botas.

—No entiendo. Yo no… Eso era un juego.

El androide no responde. Los drones zumban, un coro de insectos mecánicos, y la fila avanza hacia un ascensor cavernoso al final del pasillo. Dan los sigue mirando, el corazón golpeándole las costillas.

La mujer no puede dejar de mirar a esa figura humana en esa suerte de balcón metálico, a dos pasos de un transporte reluciente. Los robots siempre fueron para ellos, los hombres contra los robots. Y allí está un hombre en pantuflas y bata, parado en un balcón, mirándolos. Sin que los robots lo empujen, le disparen, lo hieran. Están en un lugar iluminado, seguro, elevado entre las profundidades cavernosas. La mujer es empujada hacia la caja gigante de metal. El ascensor apesta a aceite y metal oxidado. Las puertas se cierran con un clang que le sacude los dientes. Sienten en los huesos que descienden.

Dan ingresa al transporte. Se sienta en un cómodo sofá de cuero. El robot le pregunta si quiere beber café, té, agua. Suben. El aire se calienta, un calor seco que le quema los pulmones a medida que abandonan las regiones subterráneas.

Cuando las puertas se abren, el exterior lo golpea como un puñetazo. Un cielo púrpura hierve sobre un desierto de cenizas, el viento arrastra un silbido agudo que rasga los oídos. El suelo cruje bajo sus botas, una mezcla de vidrio fundido y restos óseos.

—Yo... —tartamudea. Se cubre el rostro con parte de su bata—. Yo hice esto

Es una afirmación. Pero Dan quería que sonase a una pregunta. No emerge antes que el hombre con máscara antigás, antiparras, un traje de refrigeración y una suerte de mochila pequeña colgada en banda desde su hombro reposando en su cintura y sobre la cual deposita una de sus manos. Le explica que esos restos fueron dejados por robots que se llamaron a sí mismos apagadores. Entendían que estaban apagando seres humanos, de la misma forma que los seres humanos apagaban a los robots y los trasladaban para luego encenderlos. Le hace una seña y le guía hasta una compuerta redonda, el acceso a un cofre. Ambos ingresan caminando al mismo ritmo. La compuerta se cierra tras ellos y el hombre se quita la máscara.

Dan sigue insistiendo que pensaba que realmente era un juego. El hombre digita un código sobre un panel lateral y le dice que está perfecto porque esa era la idea. Que no tenía nada de que arrepentirse. Dan le habla en ritmo más acelerado sobre las quince personas que vio en fila siendo transportadas hasta el ascensor.

Se abre un segundo acceso, más pequeño y Dan ingresa a un pasillo bien iluminado, refrigerado. Se nota que es un pasillo alrededor de una torre llena personas recostadas en asientos y sofás cómodos, conectados con visores o pantallas, auriculares y en algunos casos guantes comando, en otro con teclados.

—¿Más jugadores?

—Operadores. Digamos, operadores conscientes de su naturaleza.

Una chica vestida como camarera se aproxima y le alcanza una botella de agua mineral. Dan mira sorprendido y es la propia chica quien le aclara que de allí en adelante no operan los robots.

Los quince humanos parpadean y cierran los ojos, se cubren con los brazos y manos cegados por la luz cruda. Los robots no vacilan, marchando hacia una estructura en el horizonte: una torre negra, torcida como un dedo roto, los siguen empujando, obligándolos a avanzar.

Un anciano intenta sentarse, las máquinas lo levantan, prácticamente lo arrastran. Los robots les repiten que necesitan que no se apaguen, que caminen hacia el resto de la especie. Los drones que los acompañan despliegan sus alas. Ascienden y se alejan. Las luces disminuyen la intensidad.

—Desde acá en adelante no operan drones —le dicen un par de guardias con cascos y chalecos refractivos.

Las quince figuras avanzan hasta ingresar en la torre y encontrarse con granjas hidropónicas, una veintena a simple vista que se elevan hasta perderse en la oscuridad de la torre, pero también descienden hasta perderse en la oscuridad del abismo. Alrededor de las plantaciones hidropónicas un ejército de robots de diferentes modelos, desde los brazos unidos a ejes de metal hasta los androides trabajando lado a lado a lado con los seres humanos. El anciano es llevado e instalado en un exoesqueleto. Los niños y sus padres son separados y acompañados hasta un grupo más pequeño.

Quienes se quedan escuchan sus nuevas funciones, que deben encargarse de mirar, examinar y decidir si recolectan cuantos frutos, frutas y verduras son dejadas de lado por los robots y androides. Que tienen un ciclo de trabajo de diez horas corridas con posibilidad de pausas para descanso y para comer. Que al terminar su primer turno les hablarán del esparcimiento y de los espacios reservados para el próximo descenso.

La mujer interrumpe al hombre apoyándole una mano en el pecho y casi sollozando. Le pregunta por qué les hacen eso, por qué los esclavizan.

El hombre le toma de la mano y cambia el tono de voz. Otro grupo de obreros dejan de trabajar y se aproximan empatizando con la situación de los recién llegados.

—Es la única forma en que podremos avanzar hacia el núcleo muerto del planeta. Nos estamos quedando sin obreros, sin robots, sin fabricantes de robots, sin cosechadores, sin mineros y aún no estamos en una profundidad segura. Debemos apagar las ciudades, los pueblos, las colonias para conseguir más recursos mientras el mundo se detiene.

Dan se acomoda en su nuevo sillón, mira al costado hacia la mujer del siguiente cubículo. Ella se friega los ojos, estira y dobla sus brazos tras su nuca y le devuelve la mirada. Lo llama novato. Sonríe.

—¿El núcleo se detuvo?

La mujer toma del suelo, al costado de su sofá, un gran vaso término, le da un sorbo. Le señala al costado de su pantalla un grupo de seis botones. Le marca el primero y más llamativo. Ese le tendría que haber mostrado. Dan presiona. Se despliega una presentación, con el logotipo de la empresa encargada de la gestión de los drones y otro logo con otra empresa encargada de los robots.

El núcleo del planeta se detuvo con un suspiro silencioso, un latido final que nadie escuchó pero que todos sintieron. Primero fue el cielo: las auroras, esas danzas de luz que habían fascinado a generaciones, se desvanecieron en una oscuridad opaca. El campo magnético, ese escudo invisible que había protegido al mundo durante eones, colapsó como un velo rasgado, dejando la atmósfera desnuda ante el hambre de los soles. Los vientos solares barrieron la superficie, arrancando moléculas de aire como un ladrón paciente, mientras la radiación cósmica perforaba la piel del mundo, abrasando lo que quedaba de vida.

Bajo la corteza, el silencio era aún más aterrador. Las placas tectónicas, esas titánicas danzarinas de piedra, se congelaron en su lugar, atrapadas en un último abrazo inmóvil. Los volcanes callaron, sus gargantas de fuego se apagaron, y las montañas dejaron de alzarse, erosionándose lentamente bajo un cielo sin fin. El manto, privado del calor que lo agitaba, se asentó en una quietud gélida, y el planeta entero pareció exhalar su último aliento cálido, un cadáver geológico flotando en el vacío.

En la superficie, los humanos, o lo que quedaba de ellos, miraban un horizonte irreconocible. Sin el reciclaje del carbono, el aire se volvió denso y venenoso, mientras los océanos, despojados de su equilibrio, se evaporaban en nubes fantasmales o se congelaban en extensiones de hielo roto. La vida se aferraba en rincones oscuros, mutada y frágil, bajo los soles que operaban como jueces y verdugos implacables. Corians, una vez un mundo de esperanza para la humanidad, vibrante de temblores y erupciones, se convirtió en una esfera muda, un eco de sí misma girando hacia la eternidad, en la vasta negrura del cosmos.

La presentación les explica de los recursos empleados para conservar unos pocos cofres en las superficie, al cuidado de montañas y volcanes muertos. Les presentan como bastiones de la humanidad, encargados de conservar la conexión entre las balizas en el espacio y los drones bajo la superficie, auxiliando al descenso de la especie hacia el núcleo y emitiendo señales hacia el resto de la humanidad para que envíen una fuerza de rescate.

—Llevo casi diez años aquí. La verdad —se detiene. mira al costado y se reclina para charlar en voz baja—. Son viajes de miles de años. Suponen que los tripulantes tendrán mucho entretenimiento a bordo, muchos video juegos, mas tecnología de la que tenemos. Así que también debemos mantener un mínimo el aspecto de civilización avanzada.


Abrahan David Zaracho Ávalos. (Corrientes, Argentina 1979). Abogado y narrador. Sus principales publicaciones se encuentran en los libros Ozinix edición unipersonal del año 2001; Anuario de la SADE Seccional Corrientes Capital, 2002/2003; Narradores Correntinos y Valencianos, Corrientes Capital, 2005; Especial Philp K. Dick , Homenaje de Libro Andrómeda, España 2005; Antología del Círculo de Escritores del MERCOSUR, Paso de los Libres, Corrientes, 2006 y Todo el país en un libro, Desde la Gente, 2014. Sus cuentos y ensayos sobre Ciencia Ficción y Literatura Fantástica también se pueden encontrar en los principales sitios electrónicos hispanos del género y en los catálogos de la Asociación Española de Fantasía, Terror y Ciencia Ficción. Es integrante activo de la SADE Seccional Corrientes, del Círculo de Escritores del MERCOSUR y del grupo Nueva Literatura Correntina.

 

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