Laura Irene Ludueña
No recordaba cuánto
tiempo había viajado cuando la nave, al fin, descendió sobre el planeta rojizo…
¿años? ¿siglos? El silencio me recibió como un pariente lejano que reconoce mi
nombre antes de pronunciarlo. No había viento y, sin embargo, sentía
movimiento: una vibración sutil, un pulso bajo la roca y el agua, como si el
mundo respirara desde el centro de sí mismo.
Bajé
de la nave y alcé la mirada. A lo lejos vi una esfera coloreada suspendida en
el cielo rojizo. Sentí un vuelco en el pecho, por un instante quise creer lo
imposible… ¿y si fuera la Tierra? La lógica me decía que era una ilusión, pero
¿qué otra cosa puede sostener a un astronauta lejos de casa además de una
ilusión? Estaba tan lejos de casa…
Una
lágrima resbaló por mi mejilla; la nostalgia me invadía como una marea
silenciosa y antigua. Aquella esfera –gigante, luminosa, desbordando océanos y
nubes que latían como una criatura viva– parecía desafiarme. Pero cuanto más la
miraba, más se confundían los límites entre el recuerdo y la realidad. Sabía
que ningún planeta podía albergar otro en su cielo… y aun así, seguía viéndolo
donde no podía estar. El deseo era más fuerte que el cálculo y, aunque las
leyes físicas gritaban que era imposible, la soledad tenía su propia física.
Sostener
el recuerdo de mi planeta natal era semejante a atravesar un espejo insondable
dentro de mi alma y descubrir, del otro lado, la infancia, la adolescencia, la
vida entera hasta aquel día en que todo se quebró. Cerré los ojos un segundo. Cuando los abrí,
la esfera seguía allí… o tal vez era sólo la memoria aferrándose al cielo de un
mundo ajeno. Soy un viajero entre astros, un navegante, un astronauta sí, pero
además, el último heredero de un hogar al que ya no puedo regresar.
Me
acerqué despacio a la orilla del lago, ese umbral líquido que se interponía
entre ese planeta y el que hubiese querido que fuese el mío. El agua reflejaba
la esfera coloreada en lo alto, por un instante, también reflejó mi rostro
dentro del casco. Nunca supe que podía sentirme tan humano en un mundo sin
humanos. No había venido a conquistar nada. Había venido a rendirme al asombro:
a observar, a estudiar, a escuchar. Porque toda ciencia nace en el asombro, y
todo asombro conduce, tarde o temprano, a la poesía, el único refugio en esta
soledad que no se atreve a pronunciar mi nombre.
Entonces
ocurrió, el suelo vibró con la precisión de una frecuencia matemática. ¿Un
temblor? No. ¿un llamado? ¿un mensaje? No desde el cielo, sino desde las
entrañas del planeta. Parecía ser una onda rítmica, impecable, que viajaba
desde el núcleo de ese planeta rojizo hacia mi cuerpo... una ecuación
convertida en latido.
Sin
pensarlo, me arrodillé y apoyé la palma de mi mano enguantada sobre el suelo
rocoso. En ese mismo momento el universo se abrió ante mis ojos: vi océanos
naciendo, montañas levantándose entre llamas, un cielo sin nombres ni historia.
Y luego, lo imposible: millones de fragmentos de luz escapando del planeta,
viajando hacia el espacio profundo, como semillas lanzadas al vacío con la fe
de que algún día encontrarían suelo.
La
onda terminó de golpe, dejando un silencio absoluto. Intenté pensar.
Clasificar. Nombrar. Mi cerebro de científico no podía detenerse. Pero cualquier explicación se rompía apenas la
formulaba. ¿Alucinación, memoria genética, símbolo? Nada encajaba. Lo único cierto
era el temblor de mi alma: había presenciado algo tan maravilloso como
increíble, algo que no me pertenecía. El planeta volvió a vibrar. Y un
pensamiento improbable me atravesó: ¿y si aquello no era una imagen, sino un
lenguaje? Número, ritmo, orden… y en el centro de todo, poesía.
Entonces
lo comprendí, o eso quise creer. No era yo quien había descubierto ese mundo.
Ese mundo me había descubierto a mí. A mi mente regresó el Enuma Elish,
el poema babilónico: el Orden venciendo al Caos, el cosmos encontrando forma,
la divinidad joven alzándose sobre los antiguos hasta la llegada de la
humanidad. La creación no como suceso, sino como sentido.
Aquel
planeta no había producido vida como un accidente biológico, sino como un
sistema: datos, instinto, narración, propósito. De repente lo vi con claridad:
la Tierra no era una excepción en el universo, era una descendencia. No había
viajado hacia lo que vendría, sino hacia lo que había sido. Y lloré, sin poder
detener la certeza que me atravesaba.
Toda
la historia humana –los mitos de creación, las especies, las memorias de un
mundo azul– era solo la continuación de una misión silenciosa y milenaria:
llevar la vida de un planeta a otro, como quien pasa una antorcha que jamás
debe apagarse.
Los
mares bajo mis pies quizás fueron los mismos que alguna vez enviaron la chispa
que encendería el primer océano terrícola. Yo era un hijo cuyo mayor anhelo
había sido regresar a su hogar, pero comprendí al fin que la Tierra ya no podía
recibirme. El planeta lo sabía y, por primera vez en mucho tiempo, yo también.
Saberlo dolió, pero también trajo una paz inesperada: la humanidad nunca había
estado sola. Nunca fue el comienzo, sino una continuación.
Volví
al espacio y seguí el rumbo de la luz que otros habían seguido antes que yo. No
era nostalgia lo que sentía, sino gratitud silenciosa. Después de todo, había
sido parte de un relato que empezó mucho antes de mí. No importaba cuál fuere
el final: la antorcha debía continuar su viaje.
Laura Irene Ludueña nació en Buenos Aires, pero vive en Rafaela, provincia de Santa Fe, desde hace medio siglo. Es docente e investigadora y ha publicado el libro Un criollo en la pampa gringa (2022) y el ensayo Justicia social y resistencia conservadora: la ciudad de Rafaela en los años cuarenta. Su intensa actividad como escritora de ficciones la ha llevado a ser una de las animadoras del TALLER 9 de escritura creativa, tanto en solitario como formando equipo sus compañeros. Su labor está reflejada en este blog.

Muy interesante este cuento. Gracias
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