Armando Rosselot
Hace muchos años, mi padre me dijo muy serio que
el caballero de traje gris tenía siempre razón, que así era y punto; ya que el
señor era una gran persona, de mucho éxito y su profesión era muy importante.
Aun lo recuerdo, su bigote era
delgado y la corbata que llevaba poseía un azul pálido, repleto de diseños
pequeños parecidos a algo así como escudos, de tonalidades entre doradas y
negras; en el bolsillo del costado izquierdo llevaba un pañuelo blanco simétricamente
equilibrado con el corte de cabello, pantalones, zapatos y camisa.
Era un exitoso hombre de
respeto y admirado.
Un día se acercó a mi, sólo un
niño de diez años por aquel entonces, y me dijo algo que nunca entendí hasta hoy,
treinta años después.
—Mantén siempre la puerta
cerrada. Él te lo va a advertir.
Moví la cabeza afirmativamente
y no dije nada, estaba paralizado de temor. Era por que me él había hablado a
mí, más que por lo dicho.
Recordé aquel encuentro por
años, hasta que las aguas de la existencia lo ahogaron casi definitivamente.
Casi, por que solamente estuvo durmiendo al fondo de mi mente, hasta que fuera
el momento oportuno.
Y ese momento llegó cuando
menos lo esperé.
La comida donde la familia de mi segunda esposa,
Alejandra, iba a ser pasado las nueve de la noche, por lo que decidimos llegar
a media tarde para dejar que nuestros hijos tuviesen la oportunidad de hacerse
amigos de los otros niños y así nos dejaran tranquilos al momento de cenar.
Era primera vez que íbamos los
dos.
Con mi esposa nos conocimos en
la capital hace ocho años atrás y nuca antes habíamos viajado todos juntos al
sur, con niños incluidos, para conocer a su familia, ya que nos habíamos casado
en la ciudad de Las Vegas bajo la bendición de un Elvis cualquiera del lugar, y solamente contrajimos matrimonio
civil en Chile. No queríamos problemas con religiones y esas cosas en vista que
los dos veníamos de unos agradables divorcios.
La casa era acogedora, de
murallas de ladrillo, aunque algo mal llevada. Se notaba que habían pasado los
buenos tiempos y las jubilaciones no alcanzaban para llevar los gastos de la
casa y las enfermedades propias de la vejez.
Nos hicieron pasar al fondo de
un pasillo, que terminaba en una puerta corrediza de aluminio donde comenzaba
un colorido e iluminado patio interior, con un bonito jardín y varias flores y
helechos. Al medio de este patio había una mesa redonda con un quitasol marrón
y varias sillas para los comensales; en un rincón, al lado de la muralla,
estaba Jorge, primo de mi esposa, preparando los carbones y la carne para el
asado. Nuestros hijos hicieron buenas migas con otros tres niños que andaban
por el lugar y con mi esposa nos relajamos por fin.
Más entrada la noche supe que
dos eran hijos de un hermano de Jorge y el otro, hijo de una prima que se había
ido a Punta Arenas para nunca volver.
Nos sentamos con la mamá de
Alejandra y tres tías-abuelas que vivían ahí. Luego llegó el hermano de Jorge,
Pedro y el abuelo de Alejandra: don Arnaldo.
El pobre anciano casi no podía
caminar y lo ayudaron los dos más jóvenes a sentarse en una de las sillas,
donde llegaba la sombra del quitasol. La que estaba a mi lado.
El anciano sonrió a todos con
esa sonrisa de no saber bien para que sonríes, pero igual lo haces. Todos
sonreímos devolviéndole el aparente saludo.
—El caballero es muy ancianito
—me dijo una de las tías de Alejandra, Elena era su nombre—, tiene nada menos
que noventa y cinco años.
Y sí que estaba viejo el
pobre. Tenía los ojos muy abiertos, casi desorbitados. En la silla quedó muy
doblado, casi en posición fetal y miraba en todas direcciones mientras
constantemente parecía mascar algo.
—Cuando se juntan todos los
obreros, es que nos vamos al infierno —me dijo.
Extrañado lo miré, estaba con
la cabeza gacha como queriendo ocultarse de algo o alguien.
—¿Cómo? —pregunté.
—La puerta —dijo—; ahí está la
entrada al infierno, y como estamos todos muertos vamos a tener que entrar, ¿o
todavía no sabe?
—Pero es que…
—No le haga caso. —Era la una
de las tías que me hablaba por el otro costado—. Tiene demencia senil, habla
puras leseras de repente, dígale que si no más.
Me quedé pensando en la puerta
y como pasaba todo el mundo a cada rato por ella y el viejo sólo movía la
cabeza y seguía hablando de la muerte y de que todo era doble.
—Bueno, usted debe saber que
ya hablé con usted en la otra casa, esa, la que no tiene la puerta de muerte,
pero es exactamente igual a esta, ¿por que sabe? Usted tiene una persona igual
a usted al otro lado y yo ya hablé con usted.
Basta, me dije. Si iba a estar
en una reunión familiar lo único que no quería era hablar con un viejo loco
todo el rato. Me paré y fui donde los otros que se encontraban junto al fuego.
No dejaba de mirar la puerta
que conectaba el jardín con el interior de la casa.
La cara del anciano.
La manera en que todos
hablaban y parecían reírse más allá de lo simple y normal. ¿Acaso las tías no
tenían aspecto de brujas?
Mi mujer reía con los dientes
repletos de carne y ensalada. Me ofrecieron una copa de vino. Había una mosca
en la copa y el plato asemejaba a los restos de un sacrificio. Me sentía
realmente mal. Miré al viejo nuevamente y movió ambas cejas como diciendo: “¿Ve?,
yo le dije”, y vi sus arrugados dedos como me los mostraba mientras reía sin
dientes… dos dedos.
Rápidamente dejé el plato a un
costado mientras los demás seguían con su comida y entré a la casa a buscar a
mis hijos.
No los encontraba. Llamé a mi
esposa para que me ayudara y rio al igual que todos. El viejo estaba serio y
movía la cabeza en desaprobación.
—¿A alguien le importaría
ayudar a buscar a mis hijos? —pregunté un tanto molesto, por no decir que a
esas alturas comenzaba a sentir miedo de lo que estaba pasando. No había visto
a ninguno de los niños hace mucho rato.
—Se quedaron en el mundo,
hijo. —contestó el anciano y miró hacia la puerta—. Deberían haberla cerrado
como dije, ya estamos fregados y muertos. Esto es el infierno.
Rápidamente, y sin importarme
lo que iban a decir, entré a la casa y me dispuse a cerrar la puerta corredera.
El viejo sonrió al ver lo que había hecho mientras todos los demás comenzaron a
gritar. El viejo de pronto señaló algo que estaba tras de mi y se tapó los
ojos.
No recuerdo más, solamente
sentí un gran peso sobre mi cabeza y hombros, hasta que desperté… sentado en la
mesa.
Todos comían muy alegres mientras los niños
jugaban sobre el césped. Me llevé las manos a la nuca y no sentí nada extraño,
tampoco me dolía la cabeza y todo parecía normal, salvo por que faltaba alguien
en la mesa.
—¿Dónde está don Arnaldo? —pregunté.
Al parecer mi pregunta no fue
bien recibida, ya que las miradas en respuesta no fueron, por decirlo de alguna
manera, cordiales.
Mi mujer me tomó del brazo.
—El caballero murió hace dos
meses, Fernando —me dijo—. De hecho, hoy sería el cumpleaños de él, es por eso por
lo que hoy quisimos hacer la comida. —Quede helado—. Este es él cuando era más
joven —dijo mientras el tal Pedro traía una fotografía y todos me observaban
extrañados con mi forma de actuar.
El caballero de la fotografía,
en blanco y negro, llevaba un traje gris claro y usaba un delgado bigote,
característico de aquellos años.
Pedí que me pasara el marco
con la imagen de hombre para verla bien. No cabía la menor duda que a esa
persona la había visto hace mucho tiempo en mi vida, que había remecido la vida
de un niño sin ni siquiera darse cuenta, ¿o no?
Estuve en silencio un largo
rato recordando lo que había vivido hace algunos instantes y aquella extraña
advertencia que aquel desconocido hombre, vestido de lujoso traje y lleno de
éxito, me había dicho en mi niñez.
Aún hoy, luego de seis meses de aquel incidente,
no puedo hacer más que cuestionarme constantemente de aquella experiencia. Pero
algo sí es totalmente indudable, tal como dijo mi padre aquella vez: el caballero de traje gris tenía razón.
La puerta debía ser cerrada.
Y la pregunta, que viene junto
con aquella respuesta, es aun más atemorizante y todavía me provoca noches de
desvelo y angustia:
¿De qué lado de la puerta estoy ahora?

No hay comentarios:
Publicar un comentario