lunes, 24 de noviembre de 2025

IREM, LA DE LOS PILARES

Iván Bojtor

 

Fueron muchos años de tormento los que me empujaron finalmente a escribir todo esto. Quizás así mi conciencia logre, si no calmarse, al menos convencerse de que hice cuanto pude para evitar aquella atrocidad. Porque, incluso después de tanto tiempo, sigo repitiéndome que yo podría haberlos salvado.

Por supuesto, conozco la conclusión oficial de la investigación: “debido a la baja temperatura falló la condición estanca del anillo O del acelerador de combustible sólido derecho, lo que provocó la fuga y la combustión”. Eso –dicen– causó la catástrofe. Y, al fin y al cabo, ¿quién le habría creído a un “paranoico que llama para decir disparates”?

De Irem la de los Pilares, la Ciudad de los Milagros, oí hablar por primera vez en un viejo relato de principios del siglo pasado, obra de H. P. Lovecraft. Dicen que los grandes escritores y poetas perciben hasta la vibración más leve del alma humana; y que los más grandes –Lovecraft entre ellos, sin duda– captan también los fragmentos de sensación y pensamiento que se filtran desde las profundidades oscuras del cosmos hasta nuestro mundo, incluso aquellos que quizá empezaron su viaje antes de que existiera la especie humana. Creo que autores como él, además de intuir y plasmar la cólera, el terror y el pavor que nos llegan del espacio infinito, cumplen otra función: son los ojos y oídos de la Tierra, los pocos capaces de predecir los horrores por venir. Pero no es de eso de lo que quiero hablar, sino de Irem la de los Pilares.

En el cuento de Lovecraft, el beduino Abdul Alhazred encontró accidentalmente la ciudad perdida bajo las arenas perpetuamente agitadas de Hadramaut. La había mandado construir Sedad, último tirano de la tribu de los ‘Ád, como una imitación del paraíso celestial.

Años después volví a encontrar el nombre de la ciudad en textos de cronistas árabes medievales. Según la tradición preislámica, apenas visible detrás del fino velo del islam, aquella ciudad misteriosa fue obra de la tribu de los ‘Ád, desaparecida en circunstancias aterradoras. El folklore dice que los ‘Ád eran gigantes, y por eso atribuyen a ellos todo edificio cuyo origen se pierde en la noche de los tiempos: fortalezas, palacios, murallas.

Cuando Saddád ibn ‘Ád, primer rey de los áditas, escuchó hablar del paraíso celestial, decidió crear su réplica terrenal. Una vez terminada, llamó a la Ciudad Sin Nombre por el nombre de su abuelo: Irem, nieto de Noé. Saddád partió con su séquito para contemplar la magnificencia de su obra, pero una voz horrible venida del cielo los fulminó a todos.

Según el geógrafo Al–Mas‘udí, en su época encontraron en Hadramaut la tumba de Saddád dentro de una montaña: una cámara funeraria de cien pies de largo por cuarenta de ancho; en el centro, dos lechos de oro. Sobre uno yacía el cadáver de un hombre de tamaño colosal. Una inscripción a su cabecera proclamaba al mundo que allí descansaba Saddád ibn ‘Ád, rey de los áditas.

Tras su muerte espantosa, toda la tribu pereció poco después. El misterioso enviado de Dios, el profeta Húd, les había advertido que destruyeran su horrendo ídolo y abandonaran sus oscuros rituales, pero nadie escuchó su voz. Cuando Dios los castigó con tres años de sequía, enviaron una delegación a La Meca para implorar lluvia. Pero sus emisarios pasaron primero un mes entero entregados al desenfreno, antes de ocuparse de su misión. Al fin pidieron lluvia, y aparecieron tres nubes en el cielo: una blanca, una negra y una roja. Una voz celestial ordenó al jefe de la delegación elegir una. Él escogió la negra, creyendo que traía más agua; pero eligió mal, pues la voz anunció destrucción para el pueblo de ‘Ád. Dios envió la nube sobre el país de los áditas; de ella surgió un viento abrasador que borró del mundo a aquella gente incrédula.

Pero la tradición sostiene que Irem la de los Pilares no fue destruida por el fuego del cielo. Dios la hizo invisible a los mortales, y sólo los escogidos lograron verla, y muy raramente. Según las crónicas, en tiempos del califa Mu‘áwiya, un beduino llamado ‘Abdallah ibn Qilába, mientras buscaba a su camello en el desierto, halló la ciudad desierta. Cuando el califa oyó la historia, envió un ejército entero a buscarla, pero no la encontraron.

El siguiente elegido que supuestamente vio Irem fue Marchie, médico de la expedición a Hadramaut de 1908. Hoy casi nadie sabe de aquella expedición: todos los mapas, notas y fotografías ardieron en un depósito parisino durante un bombardeo en la guerra. Yo sólo tengo el testimonio del nieto del doctor.

Según él, la expedición encontró algo extraordinario, que llamaron la estatua de O-Tarim. Marchie sostenía que aquello no lo había hecho mano humana. De hecho, difícilmente podía llamarse “estatua” según el uso de la época: ¿cómo llamar estatua a algo que cambia de forma y color constantemente, y que además emite sonidos extraños? Aquel ser viscoso, pegajoso, retorciéndose sin cesar, mostrando una apariencia distinta a cada segundo… Marchie creía que era el resto del espantoso ídolo de los áditas, no destruido por el fuego divino sino sobreviviente por algún medio inexplicable.

Siempre según el nieto, no sólo desaparecieron los documentos de la expedición, sino también las notas de su abuelo, sin dejar rastro, de un cajón cerrado con llave. El doctor primero sospechó del servicio secreto británico, pues la expedición francesa había provocado un pequeño escándalo político: a los británicos no les agradaba que una potencia rival investigara un territorio que ellos consideraban propio. Pero cuando encontró, en lugar de su diario guardado en la caja fuerte, sólo un puñado de cenizas, empezó a sospechar de otra cosa. Según cuentan, fue entonces cuando dibujó de memoria el plano de Irem la de los Pilares, el mismo plano que –lo admito– yo robé.

Comparar aquel plano con las imágenes tomadas desde el espacio en 1984 fue lo que me llevó a telefonear a la NASA por primera vez. Intenté advertirles que estaban jugando con algo peligrosísimo, pero se burlaron de mí, me llamaron charlatán y adivino trastornado.

Las imágenes aéreas –o mejor dicho espaciales– que ahora exhiben, y en base a las cuales lanzaron la expedición para encontrar Irem, son falsificaciones. Yo recibí las auténticas en 1984, de manos de un entusiasta amateur que luego fue detenido por espionaje. Dijo haber encontrado por casualidad la frecuencia secreta y grabado las transmisiones del transbordador espacial.

La expedición anunció al mundo que habían encontrado Irem bajo las arenas del Rub al-Jalí, el mayor desierto del planeta. Si no conociera los hechos, quizá yo también lo habría creído, habría pensado que ese asentamiento arrasado por un terremoto era la Ciudad de los Milagros. Pero el plano de esa ciudad no coincide ni con el dibujo de Marchie ni con las imágenes originales del Challenger. Y lo más decisivo: no encontraron la estatua de O-Tarim.

A mí no me vengan con historias de anillos O quemados, sobrecalentamientos o fallos aerodinámicos. La caja negra del transbordador muestra que los instrumentos no señalaron error alguno.

Y aun así siete astronautas murieron el 28 de enero de 1986, cuando explotó el Challenger. Quizá porque en 1984, desde allá arriba, los instrumentos detectaron algo que no debían haber visto.

Alguien sigue guardando el secreto de Irem, la de los Pilares.


Título original en húngaro: Oszlopos Irem

Traducción; Sergio Gaut vel Hartman


Iván Bojtor nació en Szombathely, Hungría, en 1954; actualmente vive en Veszprém. Sus primeros artículos se publicaron en la antigua revista Ország-Világ. Fue el fundador del club de SF Kvark de Veszprém, que publicó su propio fanzine llamado PreVega, y después Kvark. Algunos de sus escritos se han incluido en GFK 300GFK 400 y en la antología Durchjáró 20. Sus relatos cortos se han publicado en la revista Castle Ucca Workshop, en el fanzine Black Aether, y sus artículos sobre los misterios de la historia han aparecido en la revista Incredible.

 

No hay comentarios:

Publicar un comentario

LA MUJER-PLUMA O LA IRONÍA DEL ESPANTAPÁJAROS

Itzel Alejandra Flores García     Mientras leías línea a línea las palabras del poema de Girondo, la mirabas de reojo estremecerse en ...