Iván Bojtor
Fueron muchos años
de tormento los que me empujaron finalmente a escribir todo esto. Quizás así mi
conciencia logre, si no calmarse, al menos convencerse de que hice cuanto pude
para evitar aquella atrocidad. Porque, incluso después de tanto tiempo, sigo
repitiéndome que yo podría haberlos salvado.
Por supuesto, conozco la conclusión
oficial de la investigación: “debido a la baja temperatura falló la condición
estanca del anillo O del acelerador de combustible sólido derecho, lo que
provocó la fuga y la combustión”. Eso –dicen– causó la catástrofe. Y, al
fin y al cabo, ¿quién le habría creído a un “paranoico que llama para decir
disparates”?
De Irem la de los Pilares, la
Ciudad de los Milagros, oí hablar por primera vez en un viejo relato de
principios del siglo pasado, obra de H. P. Lovecraft. Dicen que los grandes
escritores y poetas perciben hasta la vibración más leve del alma humana; y que
los más grandes –Lovecraft entre ellos, sin duda– captan también los fragmentos
de sensación y pensamiento que se filtran desde las profundidades oscuras del
cosmos hasta nuestro mundo, incluso aquellos que quizá empezaron su viaje antes
de que existiera la especie humana. Creo que autores como él, además de intuir
y plasmar la cólera, el terror y el pavor que nos llegan del espacio infinito,
cumplen otra función: son los ojos y oídos de la Tierra, los pocos capaces de
predecir los horrores por venir. Pero no es de eso de lo que quiero hablar,
sino de Irem la de los Pilares.
En el cuento de Lovecraft, el
beduino Abdul Alhazred encontró accidentalmente la ciudad perdida bajo las
arenas perpetuamente agitadas de Hadramaut. La había mandado construir Sedad,
último tirano de la tribu de los ‘Ád, como una imitación del paraíso celestial.
Años después volví a encontrar el
nombre de la ciudad en textos de cronistas árabes medievales. Según la
tradición preislámica, apenas visible detrás del fino velo del islam, aquella
ciudad misteriosa fue obra de la tribu de los ‘Ád, desaparecida en circunstancias
aterradoras. El folklore dice que los ‘Ád eran gigantes, y por eso atribuyen a
ellos todo edificio cuyo origen se pierde en la noche de los tiempos:
fortalezas, palacios, murallas.
Cuando Saddád ibn ‘Ád, primer rey
de los áditas, escuchó hablar del paraíso celestial, decidió crear su réplica
terrenal. Una vez terminada, llamó a la Ciudad Sin Nombre por el nombre de su
abuelo: Irem, nieto de Noé. Saddád partió con su séquito para contemplar la
magnificencia de su obra, pero una voz horrible venida del cielo los fulminó a
todos.
Según el geógrafo Al–Mas‘udí, en su
época encontraron en Hadramaut la tumba de Saddád dentro de una montaña: una
cámara funeraria de cien pies de largo por cuarenta de ancho; en el centro, dos
lechos de oro. Sobre uno yacía el cadáver de un hombre de tamaño colosal. Una
inscripción a su cabecera proclamaba al mundo que allí descansaba Saddád ibn
‘Ád, rey de los áditas.
Tras su muerte espantosa, toda la
tribu pereció poco después. El misterioso enviado de Dios, el profeta Húd, les
había advertido que destruyeran su horrendo ídolo y abandonaran sus oscuros
rituales, pero nadie escuchó su voz. Cuando Dios los castigó con tres años de
sequía, enviaron una delegación a La Meca para implorar lluvia. Pero sus
emisarios pasaron primero un mes entero entregados al desenfreno, antes de
ocuparse de su misión. Al fin pidieron lluvia, y aparecieron tres nubes en el
cielo: una blanca, una negra y una roja. Una voz celestial ordenó al jefe de la
delegación elegir una. Él escogió la negra, creyendo que traía más agua; pero
eligió mal, pues la voz anunció destrucción para el pueblo de ‘Ád. Dios envió
la nube sobre el país de los áditas; de ella surgió un viento abrasador que borró
del mundo a aquella gente incrédula.
Pero la tradición sostiene que Irem
la de los Pilares no fue destruida por el fuego del cielo. Dios la hizo
invisible a los mortales, y sólo los escogidos lograron verla, y muy raramente.
Según las crónicas, en tiempos del califa Mu‘áwiya, un beduino llamado
‘Abdallah ibn Qilába, mientras buscaba a su camello en el desierto, halló la
ciudad desierta. Cuando el califa oyó la historia, envió un ejército entero a
buscarla, pero no la encontraron.
El siguiente elegido que
supuestamente vio Irem fue Marchie, médico de la expedición a Hadramaut de
1908. Hoy casi nadie sabe de aquella expedición: todos los mapas, notas y
fotografías ardieron en un depósito parisino durante un bombardeo en la guerra.
Yo sólo tengo el testimonio del nieto del doctor.
Según él, la expedición encontró
algo extraordinario, que llamaron la estatua de O-Tarim. Marchie sostenía que
aquello no lo había hecho mano humana. De hecho, difícilmente podía llamarse
“estatua” según el uso de la época: ¿cómo llamar estatua a algo que cambia de
forma y color constantemente, y que además emite sonidos extraños? Aquel ser
viscoso, pegajoso, retorciéndose sin cesar, mostrando una apariencia distinta a
cada segundo… Marchie creía que era el resto del espantoso ídolo de los áditas,
no destruido por el fuego divino sino sobreviviente por algún medio
inexplicable.
Siempre según el nieto, no sólo
desaparecieron los documentos de la expedición, sino también las notas de su
abuelo, sin dejar rastro, de un cajón cerrado con llave. El doctor primero
sospechó del servicio secreto británico, pues la expedición francesa había
provocado un pequeño escándalo político: a los británicos no les agradaba que
una potencia rival investigara un territorio que ellos consideraban propio.
Pero cuando encontró, en lugar de su diario guardado en la caja fuerte, sólo un
puñado de cenizas, empezó a sospechar de otra cosa. Según cuentan, fue entonces
cuando dibujó de memoria el plano de Irem la de los Pilares, el mismo plano que
–lo admito– yo robé.
Comparar aquel plano con las
imágenes tomadas desde el espacio en 1984 fue lo que me llevó a telefonear a la
NASA por primera vez. Intenté advertirles que estaban jugando con algo
peligrosísimo, pero se burlaron de mí, me llamaron charlatán y adivino trastornado.
Las imágenes aéreas –o mejor dicho
espaciales– que ahora exhiben, y en base a las cuales lanzaron la expedición
para encontrar Irem, son falsificaciones. Yo recibí las auténticas en 1984, de
manos de un entusiasta amateur que luego fue detenido por espionaje. Dijo haber
encontrado por casualidad la frecuencia secreta y grabado las transmisiones del
transbordador espacial.
La expedición anunció al mundo que
habían encontrado Irem bajo las arenas del Rub al-Jalí, el mayor desierto del
planeta. Si no conociera los hechos, quizá yo también lo habría creído, habría
pensado que ese asentamiento arrasado por un terremoto era la Ciudad de los
Milagros. Pero el plano de esa ciudad no coincide ni con el dibujo de Marchie
ni con las imágenes originales del Challenger. Y lo más decisivo: no
encontraron la estatua de O-Tarim.
A mí no me vengan con historias de
anillos O quemados, sobrecalentamientos o fallos aerodinámicos. La caja negra
del transbordador muestra que los instrumentos no señalaron error alguno.
Y aun así siete astronautas
murieron el 28 de enero de 1986, cuando explotó el Challenger. Quizá porque en
1984, desde allá arriba, los instrumentos detectaron algo que no debían haber
visto.
Alguien sigue guardando el secreto
de Irem, la de los Pilares.
Título original en húngaro: Oszlopos Irem
Traducción; Sergio Gaut vel Hartman
Iván Bojtor nació en Szombathely, Hungría, en 1954; actualmente vive en Veszprém. Sus primeros artículos se publicaron en la antigua revista Ország-Világ. Fue el fundador del club de SF Kvark de Veszprém, que publicó su propio fanzine llamado PreVega, y después Kvark. Algunos de sus escritos se han incluido en GFK 300, GFK 400 y en la antología Durchjáró 20. Sus relatos cortos se han publicado en la revista Castle Ucca Workshop, en el fanzine Black Aether, y sus artículos sobre los misterios de la historia han aparecido en la revista Incredible.

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