martes, 25 de noviembre de 2025

LOS PIES DEL VIENTO

Efigenio Morales Castro

 

Miro con atención el cielo. Las noticias dijeron que arena del Sahara se acercaba al país. Desde que supe esto, mi nerviosismo se aceleró. Tenemos encima esta maldita pandemia, y ahora arenas de un desierto que tiene miles de años guardando microbios, ¿a dónde iremos a dar?, pienso con verdadera preocupación. Ah, y el calor. Precisamente, en este momento el termómetro marca cuarenta grados de temperatura. La verdad, estamos casi tronando: calor alto, los pocos hospitales hasta el tope de enfermos, y ahora esa arena. Falta que caigan camellos. Río ante mi ocurrencia. Tiene tiempo que no soy irónico con mi persona. Es que todo esto me tiene con los nervios en la lona. Recuerdo mi pasado y lloro. Nunca imaginé que estando viejo pasaría este sufrimiento. El dolor se filtra por mis huesos, a pesar de mi obesidad: grasa que no me ayuda en nada. Respiro con obstrucción: los ciento veinte kilos en mi cuerpo lo dicen todo. Miro de nuevo el cielo. Luego bajo la mirada hacia las casas construidas en los cerros. Bonitas, edificadas en tierra dura, fuerte, poderosa. Qué tiempos aquéllos, pienso. Sigo recordando mi pasado, de cómo fui estirando mi cuerpo sin pensar que algún día sería cuatro o cinco veces yo. Quiero alargar el recuerdo con precisión hasta encontrar el hilo del tiempo de cuándo comencé a subir de peso: primero unos kilos, después lo demás.  Aquí estoy, con dificultad en mis rodillas, en mi respiración, y en el dormir. Cierro los ojos para seguir memorando. Estoy en el campo Anáhuac, ajusto bien los tenis, el pants, hago calistenia para calentar el cuerpo, ejercito las piernas en los tubos que son parte de los bebederos del ganado que exponen a venta en junio, en la feria de Corpus Cristi, ajusto bien las polainas de kilo cada una sobre mis tobillos, luego comienzo a trotar. Poco a poco. Cuando siento sentirme totalmente en forma, aumento velocidad. El movimiento de braceo junto con el movimiento de rodillas para diez kilómetros, es importante para tener la respiración controlada. Sigo corriendo. El esfuerzo es enorme. Debo mantener la mente junto con todos los movimientos del cuerpo para no perder equilibrio. La planta del pie debe hacer un puente con el talón para mantener la fortaleza, ya que, si alguna polaina se afloja, puede ocasionar desequilibrio y torcedura de alguno de los tobillos y si el dolor no es controlado, hasta un fuerte desgarro. Corro con mis dieciséis años de edad y cuarenta y cinco kilos de peso: la mirada al frente, sincronía en el cuerpo: braceo coordinado con piernas, las rodillas a poca distancia del pecho para evitar un desinfle en la subida enorme donde voy dejando mi sudor abundante y mi energía. Siento el palpitar de mi corazón. Los ojos de mis recuerdos siguen en el pasado. Mi corazón palpita fuerte, el sudor entra en mis ojos; creo ver a lo lejos, entre los árboles espesos, seres pequeñitos que me incitan a seguir corriendo; mueven sus manos verdes como lo hacen ahora los vieneviene en parques públicos y estacionamientos. Sigo sus movimientos con la mirada, ellos brincan, como si estuvieran presenciado una competencia de atletismo y yo fuera el favorito. Mientras más me acerco a los árboles espesos, van desapareciendo aquellos diminutos seres. Cuando llego a la espesura todos se han esfumado, sólo queda un olor a algas marinas, plantas podridas o algo parecido. “Efecto del calor”, pienso y decido regresar hacia el campo de béisbol.

Un chiflido me regresa al presente. Es Germán, pienso y camino hacia la puerta.

—¿Sabes el último chisme? —dice Germán frotándose las manos.

—¿Lo de la arena?

—Sí, dicen que viene cabrona —sigue hablando mi vecino, agrandando los ojos, como si fuera el único problema que tenemos en el país.

—Yo no creo eso, es simplemente arena —respondo con tranquilidad fingida. En realidad, el terror lo tengo encima de todo mi volumen, en mis canas… en todo. Pero no puedo demostrar cobardía, nunca lo he hecho. ¿Pero ahora? Ahora ya no sé ni qué pensar.

—La gente está asustada —dice mi vecino—. ¿Te robo un plátano? —Sin que reciba respuesta, lo agarra de la mesa y comienza a comérselo. Sonrío en mis adentros. Germán siempre ha sido así, más su atrevimiento no ofende, es como niño abusando de todo. ¿Espantada la gente? ¿Y el pachangón que tuvieron anoche, valiéndoles madre las contaminaciones? No sé qué pensar de ellos, son personas irresponsables, digo, respirando con dificultad. —¿Te robo otro plátano? —No respondo, sólo me le quedo mirando como señal de negación—. Está bien, está bien —dice como si se pusiera triste.

—¿Quieres estar obeso como yo? —Escupo estas palabras sin meditarlas mucho.

—¿Qué?

—Que si quieres estar como yo, con mucho peso —sigo hablando, justificando las primeras palabras.

—No, claro que no, sólo es un antojito, pero estar como tú, no. —Calla mirando hacia la ventana. Su rostro pasa de bufón a serio. El silencio se prolonga; luego mira de nuevo hacia la mesa, observando los plátanos. Digo no con movimiento de cabeza. Vuelve a mirar el cielo.

—Ya llega —dice con voz temblorosa.

—¿Quién? —respondo intrigado. Señala con el puño izquierdo hacia el cielo, como si le mentara la madre a alguien. Camino hacia la ventana y también miro al cielo. Es cierto.

—¿Cómo es posible tanto golpe de la naturaleza hacia nosotros? —Dejo de hablar; mi vecino está aterrado: tiembla, su rostro parece de cera. Todo esto es verdad. Si algún día los que sobrevivan llegan a leer esto, sabrán que es cierto. Poco a poco, una capa gigantesca, irreconocible, se acerca al pueblo. Su color es amarillento, misterioso y triste. Vuela sobre el cielo. Antes de que llegue a cubrir todo Papantla, mi vecino reacciona y respira profundo.

—Voy mejor para mi casa, esto se va a poner de la chingada —dice desesperado. Sin que yo pueda decir algo, se dirige a la puerta, abre y cierra de forma violenta; baja corriendo los escalones; el zapateo se va perdiendo.

Ya llegó a nuestra tierra, pienso, al ver cómo el enorme manto de arena está sobre nuestro cielo. Cierro las ventanas y sigo atrás del vidrio. Veo cómo las calles y patios se van llenando de arena… muy diferente a la de nuestras playas. Comienzo a estornudar por mi alergia. Sigo parado, escurriendo el miedo sobre mis bermudas. Me retiro un poco del ventanal, porque comenzaron a impregnarse bichos desconocidos. Dios mío, ¿qué es esto?, pienso, tratando de contener el orín. Siguen cayendo por decenas, y allí es cuando siento que algo muerde mis piernas. Miro hacia ellas, me doy cuenta que son hormigas con trompa grande; enormes alimañas. Son decenas de mordidas: poco a poco quieren mutilar mi cuerpo.

Mi obesidad no me deja ser ágil, como cuando era adolescente. Fue a los treinta años de edad, cuando me dio por comer todos los días tacos en el mercado, la tortilla en la manteca, lo mismo que la carne. Pasó el tiempo, y cuando me di cuenta, ya estaba como estoy en este momento. La sangre escurre sobre mi carne. Voy con desesperación a la puerta del patio, por la rendija de abajo están entrando estos bichos. Abro: cientos de hormigas trompa grande están afuera. Quiero correr, mas no puedo. Camino, pisando aquellos animalejos. Comienzo a subir por el cerrillo. El dolor, el cansancio y la desesperación me vencen; logro sujetarme de una raíz grande del aguacate. Caigo en la tierra, esos malditos seres siguen inundando mi anatomía. ¡Sangre, sangre, sangre! Alzo la mirada al cielo: una nube negra y gigantesca está frente a frente con aquella arena infernal. De repente, veo dos hombres parados sobre ella; uno, totalmente guerrero, el otro, con su lanza de dios. Son Xicalancatl y Tajín, pienso. La esperanza llega a mí. El dios comienza a lanzar su tempestad sobre la arena. Cae mucha agua. Veo cómo mi cuerpo se limpia. Las hormigas trompa grande son arrastradas hacia los drenajes. Sigo agarrándome de la raíz, descubro que el cielo está totalmente limpio, como antes de que llegara esta porquería.

Xicalancatl y Tajín ya no están. El sol avienta su calor de nuevo.

Regreso a casa; pocas hormigas están adentro. Descargo mi peso sobre ellas. Ahora es su sangre la que ensucia el piso.

Efigenio Morales Castro nació en Papantla de Olarte, Veracruz, México; realizó estudios en la Escuela Superior de Economía del Instituto Politécnico Nacional en México D.F., egresado de la licenciatura en Lingüística y Literatura Hispánica, Facultad de Filosofía y Letras de la Benemérita Universidad Autónoma de Puebla. Alumno de la licenciatura Patrimonio Histórico, cultural y natural, de la Universidad del Bienestar Benito Juárez sede Papantla. Premio Nacional de cuento Solidaria, México, D.F., 1990. Primer lugar (cuento) en los XIV Juegos Nacionales Culturales de los Trabajadores “Ricardo Flores Magón”, Etapa Estatal (Puebla) y Distrito Federal, octubre de 1992.  Primer lugar estatal en cuento, convocado por el Taller Libre de Artes Plásticas. Puebla, Pue. junio de 1992. Tercer lugar novela corta en la Primera Feria Nacional del libro en Puebla, 1989. Premio PACMYC- Veracruz 2015.  Premio Internacional en Narrativa, Buenos Aires, Argentina, 2021. Libros publicados: - Vientos encontrados. Puebla, Pue., 1995, ediciones 2100.  La apariencia perpetua, Ayuntamiento de Puebla. 1999.  Muros aparentes, Dirección General de Fomento Editorial de la BUAP, 2001. Coágulo, Dirección de Fomento Editorial de la BUAP, 2009. Crónica del gusano sordo, Casa Bonsái, México, 2023. Antologías: México (21), España (4), Argentina (2), República de Chile-United States, Factor Literario (6).

                              

 

 

 

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