Efigenio Morales Castro
Miro con atención el cielo. Las noticias dijeron que arena del Sahara se
acercaba al país. Desde que supe esto, mi nerviosismo se aceleró. Tenemos
encima esta maldita pandemia, y ahora arenas de un desierto que tiene miles de
años guardando microbios, ¿a dónde iremos a dar?, pienso con verdadera
preocupación. Ah, y el calor. Precisamente, en este momento el termómetro marca
cuarenta grados de temperatura. La verdad, estamos casi tronando: calor alto,
los pocos hospitales hasta el tope de enfermos, y ahora esa arena. Falta que
caigan camellos. Río ante mi ocurrencia. Tiene tiempo que no soy irónico con mi
persona. Es que todo esto me tiene con los nervios en la lona. Recuerdo mi
pasado y lloro. Nunca imaginé que estando viejo pasaría este sufrimiento. El dolor
se filtra por mis huesos, a pesar de mi obesidad: grasa que no me ayuda en
nada. Respiro con obstrucción: los ciento veinte kilos en mi cuerpo lo dicen
todo. Miro de nuevo el cielo. Luego bajo la mirada hacia las casas construidas
en los cerros. Bonitas, edificadas en tierra dura, fuerte, poderosa. Qué
tiempos aquéllos, pienso. Sigo recordando mi pasado, de cómo fui estirando mi
cuerpo sin pensar que algún día sería cuatro o cinco veces yo. Quiero alargar
el recuerdo con precisión hasta encontrar el hilo del tiempo de cuándo comencé
a subir de peso: primero unos kilos, después lo demás. Aquí estoy, con dificultad en mis rodillas,
en mi respiración, y en el dormir. Cierro los ojos para seguir memorando. Estoy
en el campo Anáhuac, ajusto bien los tenis, el pants, hago calistenia para
calentar el cuerpo, ejercito las piernas en los tubos que son parte de los
bebederos del ganado que exponen a venta en junio, en la feria de Corpus
Cristi, ajusto bien las polainas de kilo cada una sobre mis tobillos, luego comienzo
a trotar. Poco a poco. Cuando siento sentirme totalmente en forma, aumento
velocidad. El movimiento de braceo junto con el movimiento de rodillas para
diez kilómetros, es importante para tener la respiración controlada. Sigo
corriendo. El esfuerzo es enorme. Debo mantener la mente junto con todos los
movimientos del cuerpo para no perder equilibrio. La planta del pie debe hacer
un puente con el talón para mantener la fortaleza, ya que, si alguna polaina se
afloja, puede ocasionar desequilibrio y torcedura de alguno de los tobillos y
si el dolor no es controlado, hasta un fuerte desgarro. Corro con mis dieciséis
años de edad y cuarenta y cinco kilos de peso: la mirada al frente, sincronía
en el cuerpo: braceo coordinado con piernas, las rodillas a poca distancia del
pecho para evitar un desinfle en la subida enorme donde voy dejando mi sudor
abundante y mi energía. Siento el palpitar de mi corazón. Los ojos de mis
recuerdos siguen en el pasado. Mi corazón palpita fuerte, el sudor entra en mis
ojos; creo ver a lo lejos, entre los árboles espesos, seres pequeñitos que me
incitan a seguir corriendo; mueven sus manos verdes como lo hacen ahora los
vieneviene en parques públicos y estacionamientos. Sigo sus movimientos con la
mirada, ellos brincan, como si estuvieran presenciado una competencia de
atletismo y yo fuera el favorito. Mientras más me acerco a los árboles espesos,
van desapareciendo aquellos diminutos seres. Cuando llego a la espesura todos
se han esfumado, sólo queda un olor a algas marinas, plantas podridas o algo
parecido. “Efecto del calor”, pienso y decido regresar hacia el campo de
béisbol.
Un chiflido me regresa al
presente. Es Germán, pienso y camino hacia la puerta.
—¿Sabes el último chisme? —dice
Germán frotándose las manos.
—¿Lo de la arena?
—Sí, dicen que viene cabrona —sigue
hablando mi vecino, agrandando los ojos, como si fuera el único problema que
tenemos en el país.
—Yo no creo eso, es simplemente
arena —respondo con tranquilidad fingida. En realidad, el terror lo tengo
encima de todo mi volumen, en mis canas… en todo. Pero no puedo demostrar
cobardía, nunca lo he hecho. ¿Pero ahora? Ahora ya no sé ni qué pensar.
—La gente está asustada —dice mi
vecino—. ¿Te robo un plátano? —Sin que reciba respuesta, lo agarra de la mesa y
comienza a comérselo. Sonrío en mis adentros. Germán siempre ha sido así, más
su atrevimiento no ofende, es como niño abusando de todo. ¿Espantada la gente?
¿Y el pachangón que tuvieron anoche, valiéndoles madre las contaminaciones? No
sé qué pensar de ellos, son personas irresponsables, digo, respirando con
dificultad. —¿Te robo otro plátano? —No respondo, sólo me le quedo mirando como
señal de negación—. Está bien, está bien —dice como si se pusiera triste.
—¿Quieres estar obeso como yo? —Escupo
estas palabras sin meditarlas mucho.
—¿Qué?
—Que si quieres estar como yo,
con mucho peso —sigo hablando, justificando las primeras palabras.
—No, claro que no, sólo es un
antojito, pero estar como tú, no. —Calla mirando hacia la ventana. Su rostro
pasa de bufón a serio. El silencio se prolonga; luego mira de nuevo hacia la
mesa, observando los plátanos. Digo no con movimiento de cabeza. Vuelve a mirar
el cielo.
—Ya llega —dice con voz
temblorosa.
—¿Quién? —respondo intrigado.
Señala con el puño izquierdo hacia el cielo, como si le mentara la madre a
alguien. Camino hacia la ventana y también miro al cielo. Es cierto.
—¿Cómo es posible tanto golpe de
la naturaleza hacia nosotros? —Dejo de hablar; mi vecino está aterrado:
tiembla, su rostro parece de cera. Todo esto es verdad. Si algún día los que
sobrevivan llegan a leer esto, sabrán que es cierto. Poco a poco, una capa
gigantesca, irreconocible, se acerca al pueblo. Su color es amarillento,
misterioso y triste. Vuela sobre el cielo. Antes de que llegue a cubrir todo
Papantla, mi vecino reacciona y respira profundo.
—Voy mejor para mi casa, esto se
va a poner de la chingada —dice desesperado. Sin que yo pueda decir algo, se
dirige a la puerta, abre y cierra de forma violenta; baja corriendo los
escalones; el zapateo se va perdiendo.
Ya llegó a nuestra tierra,
pienso, al ver cómo el enorme manto de arena está sobre nuestro cielo. Cierro las
ventanas y sigo atrás del vidrio. Veo cómo las calles y patios se van llenando
de arena… muy diferente a la de nuestras playas. Comienzo a estornudar por mi
alergia. Sigo parado, escurriendo el miedo sobre mis bermudas. Me retiro un
poco del ventanal, porque comenzaron a impregnarse bichos desconocidos. Dios
mío, ¿qué es esto?, pienso, tratando de contener el orín. Siguen cayendo por
decenas, y allí es cuando siento que algo muerde mis piernas. Miro hacia ellas,
me doy cuenta que son hormigas con trompa grande; enormes alimañas. Son decenas
de mordidas: poco a poco quieren mutilar mi cuerpo.
Mi obesidad no me deja ser ágil,
como cuando era adolescente. Fue a los treinta años de edad, cuando me dio por
comer todos los días tacos en el mercado, la tortilla en la manteca, lo mismo
que la carne. Pasó el tiempo, y cuando me di cuenta, ya estaba como estoy en
este momento. La sangre escurre sobre mi carne. Voy con desesperación a la
puerta del patio, por la rendija de abajo están entrando estos bichos. Abro:
cientos de hormigas trompa grande están afuera. Quiero correr, mas no puedo.
Camino, pisando aquellos animalejos. Comienzo a subir por el cerrillo. El
dolor, el cansancio y la desesperación me vencen; logro sujetarme de una raíz
grande del aguacate. Caigo en la tierra, esos malditos seres siguen inundando
mi anatomía. ¡Sangre, sangre, sangre! Alzo la mirada al cielo: una nube negra y
gigantesca está frente a frente con aquella arena infernal. De repente, veo dos
hombres parados sobre ella; uno, totalmente guerrero, el otro, con su lanza de
dios. Son Xicalancatl y Tajín, pienso. La esperanza llega a mí. El dios
comienza a lanzar su tempestad sobre la arena. Cae mucha agua. Veo cómo mi
cuerpo se limpia. Las hormigas trompa grande son arrastradas hacia los
drenajes. Sigo agarrándome de la raíz, descubro que el cielo está totalmente
limpio, como antes de que llegara esta porquería.
Xicalancatl y Tajín ya no están.
El sol avienta su calor de nuevo.
Regreso a casa; pocas hormigas
están adentro. Descargo mi peso sobre ellas. Ahora es su sangre la que ensucia
el piso.
Efigenio
Morales Castro nació en Papantla de Olarte, Veracruz, México; realizó estudios
en la Escuela Superior de Economía del Instituto Politécnico Nacional en México
D.F., egresado de la licenciatura en Lingüística y Literatura Hispánica,
Facultad de Filosofía y Letras de la Benemérita Universidad Autónoma de Puebla.
Alumno de la licenciatura Patrimonio Histórico, cultural y natural, de la
Universidad del Bienestar Benito Juárez sede Papantla. Premio Nacional de
cuento Solidaria, México, D.F., 1990. Primer lugar (cuento) en los XIV Juegos
Nacionales Culturales de los Trabajadores “Ricardo Flores Magón”, Etapa Estatal
(Puebla) y Distrito Federal, octubre de 1992.
Primer lugar estatal en cuento, convocado por el Taller Libre de Artes
Plásticas. Puebla, Pue. junio de 1992. Tercer lugar novela corta en la Primera
Feria Nacional del libro en Puebla, 1989. Premio PACMYC- Veracruz 2015. Premio Internacional en Narrativa, Buenos
Aires, Argentina, 2021. Libros
publicados: - Vientos encontrados.
Puebla, Pue., 1995, ediciones 2100. La apariencia perpetua, Ayuntamiento de
Puebla. 1999. Muros aparentes, Dirección General de Fomento Editorial de la BUAP,
2001. Coágulo, Dirección de Fomento
Editorial de la BUAP, 2009. Crónica del
gusano sordo, Casa Bonsái, México, 2023. Antologías: México (21), España (4), Argentina (2), República de
Chile-United States, Factor Literario (6).

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