viernes, 14 de noviembre de 2025

EL COLECCIONISTA DE INSECTOS

Oscar Luis De Los Ríos

 

El conde V caminaba abstraído y muy tranquilo por la amplia sala disfrutando el placer que le proporcionaba su famosa y enorme colección. Hasta donde él sabía, la más completa y prestigiosa del mundo. Le había llevado años reunir tal variedad y calidad de especímenes. Desde la más tierna infancia los había perseguido y atrapado, realizando expediciones por todo el mundo, lo que le permitió llegar a convertirse en un renombrado y respetado entomólogo. De pronto, su secretario ingresó a la sala; un soplo de aire se coló por la puerta, que había quedado abierta de par en par, por lo que las alas de los insectos comenzaron a agitarse, como si estuvieran esperando ese momento para levantar vuelo, sin memoria de que estaban clavados por alfileres a una tabla. El conde se sobresaltó y corrió, él mismo, a cerrarla. La sensación de libertad se desvaneció y el entorno se volvió hostil, opresivo.

—Tiene que oír esto, señor conde, hay una mujer que asegura, que en una de las casas del pueblo, tienen encerrado un insecto de una especie desconocida. ¡Enorme, descomunal! Usted debería hablar con ella.

Un rumor, solo eso. Algo insidioso y potente que viaja en el aire hasta encontrar al huésped indicado y, cuando esto sucede, se mete como una pulga, entre la ropa, o bajo la piel y hay que rascarse.

Sin decir una palabra le indicó a su secretario, con gesto imperativo, que lo llevara hasta donde aguardaba la mujer. Sin embargo, y aunque el asunto no despertó en él demasiadas expectativas, presintió que podía ser la oportunidad que había estado esperando toda la vida: descubrir una especie nueva que llevara su nombre.

 

En la cocina de la mansión, la ex criada de los Samsa bebía una taza de té y aguardaba. Finalmente había accedido a la insistencia de una amiga le había dicho que el conde estaba obsesionado con los bichos.

—Tiene una habitación enorme llena de ellos. Los vio el mayordomo y tuvo pesadillas durante meses. A un muchacho le dio un rublo porque le trajo una rara mariposa.

—No sé… he jurado no decir nada.

—¡Por favor querida! Por culpa de ese Gregor has tenido que rogar que te echaran y no conseguiste ubicarte durante mucho tiempo. Debes encontrarte con el conde.

Esta conversación le volvía a la mente una y otra vez, convenciéndola de que hacía lo correcto.

Al ver a la pobre mujer, el conde se presentó como un empleado más, asegurándole que venía de parte del conde V; no quería apabullarla. Le aseguró que recibiría un pago justo por la información que le brindara, por lo que empezó por hacerle algunas preguntas.

—¿Y usted dice que ha trabajado en la casa de los Samsa durante varios años?

—Aun antes de que Gregor naciera, lo he tenido en mis brazos desde que era un precioso niño y lo he visto crecer hasta que se convirtió en… —no pudo terminar la frase. Dudaba entre decir un apuesto hombre o un monstruoso insecto.

Viendo que no obtendría ninguna otra información, el conde dio por terminada la entrevista, se retiró y, llamando a su secretario, le ordenó que le entregaran a la mujer treinta piezas de plata.

Luego empezó a pensar cómo ejecutar un plan que le permitiera tener… a eso… no le gustaba la idea de catalogarlo antes de saber con qué se encontraría. Era obvio que no podía presentarse en la casa de los Samsa y tratar de comprar a un miembro de la familia alegando que se trataba de un insecto; el orgullo podría más que la cordura, negarían que existiera y, si la situación de Gregor se hacía pública, si los demandara, la sociedad jamás le permitiría apoderarse de él. Debía obrar con cautela y astucia.

Los Samsa, ajenos a estos acontecimientos, trataban de adaptarse a la nueva forma de Gregor, cuando recibieron la visita del conde V. La hermana aún no había llegado, la madre se hallaba en la cocina y el padre recién regresaba de su nuevo empleo. Gregor se hallaba en su habitación, expectante por escuchar, por tener noticias de su familia, pero desde hacía un tiempo la puerta permanecía cerrada y él estaba relegado al exilio.

El conde llegó a casa de los Samsa con toda la información que había podido conseguir sobre la familia. Sabía del apremio económico que estaban atravesando, que los había llevado a poner en alquiler una habitación, la cual tomó, junto a su secretario y un empleado de su confianza, sin pérdida de tiempo, luego de intercambiar algunas palabras con el señor Samsa. Una vez dentro de la casa puso todo su empeño en obtener noticias del insecto que mencionara la criada, sin ningún resultado satisfactorio. La familia vivía de una forma miserable, encerrada en un mutismo que hacía imposible cualquier intento de acercamiento. Pasaron algunos días y el conde ya había notado que una de las habitaciones permanecía cerrada de manera permanente, al menos mientras él y sus hombres estaban en la casa. Esto lo llevó a pegar el oído a la puerta, por las noches, mientras todos dormían. Los ruidos que le llegaban desde adentro le confirmaron que alguien la ocupaba, se escuchaba que empujaban los muebles y hasta llegó a parecerle que caminaban por las paredes y el techo. Estos hechos, además de producirle perplejidad, le daban ciertas esperanzas de que el monstruo se hallaba allí.

Pasaron algunos días, todo siguió en este cauce, y el conde comenzó a desesperar. Hasta que una noche notó que, por un descuido, la puerta de la habitación de Gregor había quedado abierta. Su primer impulso fue correr hacia allí pero, apenas había dado un par de pasos cuando la señora Samsa apareció con la comida. Debía controlarse, calmar la ansiedad, ya tendrían una oportunidad cuando la mujer luego de servir la cena se retirara a la cocina; pero esto no se produjo. Al rato que la madre salió entró el padre, justo en el momento en que se levantaban para ir a la habitación de Gregor. Murmurando una imprecación entre dientes, el conde y sus acompañantes se volvieron a sentar. Leyeron el diario y fumaron en silencio, el cual solo fue roto por la hermana de Gregor en la habitación contigua, que comenzó a tocar una melodía en el violín. El conde V no podía tener tanta mala suerte. Es que esta gente nunca se iría a dormir, pensaba. El padre se retiró de la sala y, a un gesto del conde, los tres se colocaron junto a la puerta esperando el momento oportuno para entrar a la habitación de Gregor. A pesar de casi no haber hecho ruido y de estar en total silencio, el señor Samsa los oyó. Saliendo de la cocina preguntó si les molestaba la música, ofreciéndose a hacerla cesar. Al contrario de lo que el señor Samsa creía, el conde, pidió que la señorita tocara en su presencia. La hermana de Gregor se trasladó a la habitación donde estaban los huéspedes y allí continuó tocando. Al principio el conde y sus empleados mostraron sumo interés, pero luego de un rato se pusieron a mirar por la ventana y a hablar en forma solapada, con el objeto de que la muchacha, al notar que no le prestaban atención, se marchara a su habitación y los demás miembros de la familia a dormir.

Al oír a su hermana tocar el violín, Gregor salió de su cuarto y se dirigió hacia ella, arrastrándose penosamente sucio y patético, con la manzana clavada en el lomo. Necesitaba imperiosamente verla, tenerla a su lado. Su soledad era atroz

El primero en verlo fue el conde, quien eufórico lo señaló con el dedo, sonriendo con satisfacción. El señor Samsa no trató de ocultar a Gregor, sino de sacar a los huéspedes a la sala, mientras el conde, al notar el estado en que estaba su presa, maldijo a la familia escupiendo al suelo y jurando dejar la habitación que alquilaba, sin pagar la estadía.

Al otro día, Gregor amaneció muerto y el señor Samsa echó al conde de su casa. Antes de retirase el secretario habló con la asistenta y esta asintió en silencio. Un rato más tarde el conde, auxiliado por su secretario y el empleado, sacaba por la puerta trasera a Gregor, el cual, aunque se hallaba en estado catatónico, no había muerto.

La asistenta, escondiendo entre la ropa la bolsa con monedas que le entregó el conde, quiso cubrirse con la familia y, entrando a la sala, les informó que ya se había encargado de Gregor. Ninguno de ellos quiso saber de qué forma lo hizo, ya no lo consideraban parte de la familia.

Gregor fue trasladado al castillo. Desde ese día el conde vivió solo para cuidarlo, lo aposentó en una habitación que hizo acondicionar para él y puso todo su arte para retirar la manzana del caparazón, tras lo cual pudo comprobar con alivio que la herida era superficial. Luego de limpiarlo, trató de que comiera, en su afán porque se recuperase, hasta colocó grandes bolas de estiércol y pelos, las cuales empujaba por la habitación, tratando de animarlo a cooperar, llegando al punto de dormir varias noches a su lado. A pesar de esto Gregor no mejoraba y el conde estaba agotando todos sus recursos, cuando se le ocurrió un agudo pensamiento. ¿Y si Gregor aún estaba allí, bajo esa enorme caparazón? Recordó la noche en que lo vio por primera vez y asocio este recuerdo con la hermana tocando el violín. Fue entonces que mencionó el nombre: “Grete”. Al oírlo, Gregor movió las antenas.

Al anochecer, el conde contrató a un violinista para que tocara detrás de una puerta. No tardó en comprobar que la música producía un efecto increíble en Gregor. Gracias a esto y a la promesa de llevarlo a verla, un par de meses más tarde, Gregor estaba completamente recuperado.

El secretario, que notó ciertos cambios preocupantes en la conducta del conde, comenzó a vigilarlo en secreto. Desde que trajeran a Gregor –a pesar de su aspecto, había algo indefinido y casi místico, que lo llevaba a negarse a verlo solo como a un monstruoso insecto–, un extraño presentimiento lo mantenía en vilo. Aún no había podido discernir hasta dónde sería capaz de llegar el conde. Si bien estaba acostumbrado a sus extravagancias –como vestir a sus amantes con trajes de libélula o mariposa, antes de llevarlas a su habitación y hacerlas salir de un capullo, que colgaba de una viga del techo–, la obsesión con Gregor sobrepasaba todos los límites.

Y llegó al clímax al encargar un traje para disfrazarse de escarabajo y le pidió a un  joyero que engarzase un diamante en la empuñadura de un enorme alfiler.

La misma noche en que le entregaron las prendas y el alfiler, el conde las vistió para oficiar de sacerdote en una especie de ceremonia ritual. Con la promesa de que vería a Grete, hizo que Gregor se trasladara al insectario, y se colocara sobre una gran plataforma de corcho.

Ya lo tenía donde quería, ahora debía lograr que Gregor extendiese sus alas, para esto se le acercó lo más que pudo y le dijo emocionado.

—¡Tienes alas Gregor… alas! ¡Extiéndelas! Con ellas volarás hasta Grete.

¡¿Alas?!, pensó Gregor confundido. Jamás se le había ocurrido que podía volar. Levantó tímidamente los élitros y aparecieron… Bellas alas transparentes.

 —¡Son alas! —dijo Gregor, conmovido hasta las lágrimas.

Desplegándolas en toda su hermosa dimensión, aleteó y por primera vez se sintió feliz y anheló la libertad. Buscaría a su hermana y la llevaría lejos, donde pudieran, al fin, estar juntos.

El conde, que ya había tomado las lágrimas como un mal augurio, comenzó a girar alrededor del tálamo, agitando la capa de su traje en una danza macabra y sacudiendo las antenas del gorro como olfateando la presa. El réquiem, ejecutado por el violín entraba en su fase final, y él se apresuró a atravesar a Gregor con el delicado alfiler, clavándolo a la tabla de corcho, sobre la que se hallaba, a punto de alzar vuelo.

En ese mismo instante, el conde levantó el alfiler, dispuesto a consumar su obra maestra. Pero antes de hundirlo en el caparazón, una ráfaga invisible recorrió la sala: Gregor alzó vuelo. Las vitrinas se estremecieron, los insectos empalados vibraron en sus corchos como si despertaran de un largo sueño. El conde, cegado por el reflejo de las alas, dio un paso atrás; el alfiler cayó y rodó hasta perderse entre las sombras.

Gregor giró sobre sí mismo, describiendo un espiral luminoso antes de dirigirse hacia la gran ventana del insectario. El cristal, que jamás se había abierto, se hizo añicos ante el primer golpe de sus alas. Por un instante, el conde creyó ver en su vuelo el rostro de un hombre, y en el eco de aquel batir, el nombre de Grete.

El secretario, paralizado, no supo si huir o arrodillarse. Afuera, la noche absorbió la figura del insecto y, con ella, el alma del castillo. Desde entonces, nadie volvió a ver al conde ni a su colección. Solo algunas noches, cuando el viento sopla desde los bosques, se escucha un leve aleteo, como si alguien buscara regresar a casa.

Oscar Luis De Los Ríos es un escritor argentino nacido en Rosario, provincia de Santa Fe. Comenzó a escribir después de los cuarenta años y a partir de entonces sus cuentos aparecieron en la revista Cametsa de Perú, en el blog Sinergia, en el podcasts El buen cruel de México, donde sacó el segundo lugar en el concurso de crónica literaria, y en la antología Argentino-boliviana Estaño y plata. Publicó, en colaboración con el escritor Alejandro Bentivoglio el libro de microficciones Esta historia continuará (O no). Un buen número de sus trabajos, tanto en solitario como en "complicidad" con compañeros del TALLER 9 fueron publicados en este blog.

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