Laura Irene Ludueña
Los cañones vomitaban fuego sobre la selva que caía a pique hacia el mar. El cielo estaba rajado por la pólvora y los gritos, y los tigres de Mompracem avanzaban como un vendaval de acero y sangre. Al frente, como un relámpago con turbante, Sandokán se abría paso con la cimitarra en alto.
Nadie vio al hombre que caminaba entre los
cuerpos sin dejar huella. Elegante, con su traje de otros tiempos, el bigote
bien cuidado y una mirada que no pertenecía a ese mundo, Emilio Salgari seguía
el combate con una mezcla de asombro y tristeza. Sabía que no podía intervenir.
Era un espectador, un náufrago en sus propios sueños. Reconocía cada grito,
cada golpe, cada rostro. Él los había creado, y ahora lo arrastraban consigo
hacia un lugar donde las ficciones cobran sus deudas. Cuando la batalla se
perdió en el humo, el paisaje comenzó a deshacerse como un dibujo mojado. Todo
se volvió oscuro y denso. Un trueno lejano sacudió el aire.
—Sandokán… ¿eres tú? ¿Viniste por mí?
—preguntó con un hilo de voz.
El pirata dio un paso al frente. No había
envejecido un solo día desde la primera vez que Salgari lo imaginó. La misma
fiereza, la misma melancolía indomable en los ojos oscuros.
—Estás sufriendo, Emilio —dijo Sandokán,
sin solemnidad ni piedad, como quien constata un hecho que no puede evitarse—.
Y me preguntaba si querrías despedirte.
Salgari sonrió, aunque el gesto le costó.
—¿Cómo podría no hacerlo? Ustedes fueron
mi vida. Más que Verona, más que Turín… más que mis propios huesos.
—No fuiste feliz —le respondió con una
dureza que no era reproche, sino verdad desnuda—. Nos diste aventuras, mares,
gloria pero tú mismo viviste encerrado. Nos hiciste libres, mientras tú te
hundías.
El silencio se alargó. La tormenta afuera
parecía haberse acercado; un trueno hizo temblar los vidrios de la casa del
escritor.
—¿Y sin embargo…? —susurró Salgari.
—Y sin embargo nos diste alma —respondió
el Tigre de la Malasia, bajando la voz por primera vez—. Yo he muerto cien
veces, pero siempre vuelvo. Porque tú me soñaste tan fuerte que no puedo
desaparecer. Hay niños en Java que aún me nombran. Hombres y mujeres que
todavía sueñan con espadas y selvas gracias a ti.
Salgari cerró los ojos un instante,
dejando que esas palabras lo envolvieran como una caricia inesperada.
—Duele, Sandokán. Duele no haber podido
ser uno de ustedes.
El pirata acercó una silla y se sentó
junto a Salgari. Sus ojos, feroces en la batalla, ahora eran los de un hijo
ante el padre que muere.
—¿Y si pudieras? ¿Si esta vez no
despertaras en Turín, sino en otro lugar?
—¿Dónde?
—En la isla. En Mompracem. Ese rincón que
solo tú conoces, el que tan bien describiste una y otra vez; sé que nunca lo
olvidaste.
Salgari respiró hondo, como si el aire ya
le llegara de otro mundo, salado y húmedo.
—Llévame.
Sandokán extendió la mano, y aunque la
carne de Salgari era débil y su piel estaba pálida como papel mojado, sus dedos
se aferraron con firmeza a los del pirata. El mundo tembló. Ya no estaban en el
estudio del escritor. Un viento cálido, cargado de sal y flores extrañas, le
golpeó el rostro. Salgari estaba de pie, entero, con ropas ligeras, un kriss en
el cinto, y el corazón latiendo con la fuerza de un joven corsario.
—Bienvenido a bordo —dijo Sandokán con una
sonrisa feroz, mientras una tripulación de fantasmas rugía al verlo. Yáñez
levantó su copa. Tremal-Naik agitaba el sable. Todo era como debía ser.
El mar rugía bajo la quilla del Praya
del Rey, que surcaba las aguas verdes con una velocidad imposible. En la
lejanía, un bergantín colonial huía, cargado de esclavos y marfil. La bandera
británica ondeaba como una burla.
—¿Estás listo para una última cacería?
—gritó Sandokán sobre el estruendo del viento.
—Más que nunca —dijo Salgari, con la voz
que ya no tenía en la tierra.
Alcanzaron el navío en fuga y se lanzaron
al abordaje. Fueron minutos o siglos. El fuego de los cañones, el choque de las
espadas, la risa de Yáñez, el rugido del Tigre. Emilio luchaba como si su vida
dependiera de ello, aunque ya no tuviera nada que perder. En un instante
imposible, cruzó la mirada con una niña liberada de la bodega: sus ojos
oscuros, enormes, le sonrieron con gratitud. Eso bastó. Y entonces, todo
comenzó a disolverse. El fragor se apagó como una llama en el viento. El mar se
volvió bruma. Las voces se deshicieron en ecos. De nuevo, el olor a papel viejo
y desesperanza. Salgari volvía a estar en su casa, en su triste estudio. El
sudor frío le corría por la frente, mientras la figura de Sandokán, de pie
junto a él, era más tenue ahora.
—¿Fue real? —preguntó. Sandokán no
respondió. Solo asintió, con una leve reverencia—. Gracias —susurró Salgari.
—Nos volveremos a ver. Donde el mar no
tenga orillas —dijo el pirata, y su voz era ya parte del viento.
La sombra se desvaneció. Salgari cerró los
ojos. Nadie oyó cuando se levantó de la silla. Nadie lo vio salir con paso
firme, como quien tiene una cita impostergable.
Al amanecer, lo hallaron en el sendero,
bajo los árboles del parque. El cuerpo vencido, pero el rostro en paz. Había
llevado consigo un cuchillo, con el que se abrió el vientre según el rito
japonés del seppuku. En el bolsillo había tres cartas: a sus hijos, a
sus editores y a los directores de los periódicos de Turín. Y en su mano, una
pluma rota.
Y aunque el cielo estaba nublado, alguien
juraría haber olido sal en el aire. Porque en algún lugar del océano imaginado,
una vela roja flameaba en lo alto. Y Sandokán, el Tigre de la Malasia, miraba
al horizonte, esperando a su creador, que por fin se atrevía a embarcar.
Laura Irene Ludueña nació en Buenos Aires, pero vive en Rafaela, provincia de Santa Fe, desde hace medio siglo. Es docente e investigadora y ha publicado el libro Un criollo en la pampa gringa (2022) y el ensayo Justicia social y resistencia conservadora: la ciudad de Rafaela en los años cuarenta. Su intensa actividad como escritora de ficciones la ha llevado a ser una de las animadoras del TALLER 9 de escritura creativa, tanto en solitario como formando equipo sus compañeros. Su labor está reflejada en este blog.

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