Carmina Shapiro
Si
alguien quisiera entender qué es el orgullo, debería buscar los medios para
acercarse a los engalanados dominios de Colagatuna. Saturnino “Zarpas”
Colagatuna era una criatura formidable. Tal era su temple y su presencia que ni
aunque lo hubiera querido podría haber convertido ese orgullo en una ofensa
para los demás. Su magnificencia no le requería ningún esfuerzo, le era tan
natural como lo son las branquias a un pez. No es de extrañar que siempre estuviera
rodeado de semejante aura de misticismo, idolatría y leyenda.
El apodo “Zarpas” se había unido a su
sombra luego de un violento enfrentamiento con la mastina de doña Susana. Persiguiendo
una mariposa, embobado con ese aleteo colorido que tomaba direcciones inesperadas
e impredecibles, hipnotizantes para alguien como él, había terminado acorralado
en los jardines traseros de aquel dominio aledaño. Osa, la mastina de doña
Susana, detectó al instante la presencia extraña y no tardó ni un respiro en arremeter
hacia ella. Colagatuna, tomado por sorpresa, quiso esconderse volviéndose un
pequeño ovillo, pero la perra no perdió el tiempo; archiconocidas eran sus
ínfulas protectoras del territorio.
Quienes andaban por ahí se detuvieron
expectantes y alarmados a presenciar los hechos, no pudiendo creer que la
existencia de Colagatuna fuera a alcanzar un final tan mundano. Pero la
grandeza siempre encuentra un camino y quién podría creer que el orgullo se
quede sin recursos. Saturnino Colagatuna tenía espíritu de acero y ese día
demostró que sus zarpas eran del mismo temple. Arrinconado entre macetas de
romero y lavanda, la perra ya le había tarasconeado un pedazo de oreja y con un
manotazo lo había estampado contra el rincón, mientras Colagatuna se escabullía
para subir de nivel. Osa se aprestaba a embestir nuevamente con las fauces
abiertas en plenitud, cuando, inflando el pecho e irguiéndose en todo su ser,
Colagatuna arremetió arañando ojos, lengua, hocico y cabeza. La perra se
sacudió al ritmo de aquella danza de espadas, mientras nuestro amigo se apoyaba
sobre el cuerpo perruno para saltar fuera de su alcance, lastimándose el pellejo
entre las plantas. La cosa no duró más de un minuto, pero este acontecimiento
le valió el respeto y la admiración popular.
El hijo de la dueña de Osa había salido
rápidamente a ver qué pasaba apenas sintió los gruñidos y el movimiento de los
cuerpos. Había llamado a la perra preocupado cuando vio las salpicaduras de
sangre en el piso, y clavó una mirada fulminante a Colagatuna cuya figura se
empequeñecía en retirada. Osa seguramente recibió una buena dosis de
antibióticos y tal vez alguna sutura, pero siguió guardiana y altanera
patrullando el perímetro de sus jardines. Sin embargo, la magia del boca en
boca magnificó y coloreó profusamente el relato de los hechos. Que Colagatuna y
Osa se habían trenzado por largos minutos en un combate cuerpo a cuerpo. Que el
loco Saturnino casi había desfallecido y con sus últimas energías había logrado
escapar, sin honra y con la dignidad maltrecha. Que por increíble que fuera,
Colagatuna había duplicado… ¡no, triplicado! su tamaño, como nadie nunca jamás
había hecho antes que él. Que en realidad no había habido enfrentamiento y
Colagatuna se había escondido cobardemente a la espera de un momento de
distracción de Osa para huir con el rabo entre las patas. Que de verdad
verdadera Saturnino había sacado unas zarpas de metal puro, sólido y afilado,
ante la vista de las cuales la perra no tuvo nada que hacer y perdió toda
esperanza. Que nadie había vuelto a ver a Osa, que el hijo de la dueña había
salido a los jardines a pasar revista a la cuadrúpeda ante tanto griterío, y
que maldiciendo todo el camino, sin desayunar ni tomar siquiera un café, y
apestando a sudor había llorado manchándose las manos de sangre pero sin tocar
el cuerpo de la muerta… ¿Muerta? Un sinfín de historias se tejieron alrededor
del orgulloso y fuerte Colagatuna. Porque su hazaña no habrá sido más que el
único accionar posible en esas circunstancias, pero nadie podía negar que
Saturnino era fuerte y no se dejaba amedrentar con facilidad.
Después de eso, “el Gran Zarpas” estuvo
cuatro días sin moverse, durmiendo, recomponiendo fisuras y moretones, comiendo
apenas lo necesario, tumbado en la tibieza de sus frazadas. Es claro, y se nos
presenta como una verdad ciertísima y evidente, que Colagatuna nunca debiera
haber abandonado sus dominios, pero ¿qué sería de un caballero sin andanzas
extraordinarias? Colagatuna y todos los que son como él saben que no se pueden
negar los instintos.
Recuperado, él mismo pensó en el valor
histórico y pedagógico que tenían sus aventuras y quiso escribir sus propias
memorias. Lo intentó varias veces, incluso con ayuda de editores de mentalidad
brillante y una apasionada sensibilidad a los devenires de su existencia. Pero
siempre, indefectiblemente siempre, el resultado fue un libro obtuso, un texto
sin sentido. Colagatuna tuvo que contentarse con convencer a sus fieles y
allegados de que no cesaran nunca de contar su historia y cualquier anécdota
compartida que tuvieran, a los más pequeños. Saturnino Colagatuna estaba seguro
de que la Historia del Mundo no se olvidaría nunca de él.
Se nos perdonará que avancemos y
retrocedamos en el tiempo de una manera tan aleatoria, pero la exactitud
cronológica se nos desdibuja en los ecos del tiempo. Se nos ha vuelto imposible
recolectar evidencias que ordenen con sentido los asuntos. Incluso por momentos
parece que Colgatuna vivió tres vidas y no una… Con dificultades hemos podido
colegir razonablemente que Colagatuna murió en un accidente automovilístico
mientras perseguía a uno que se había colado intruso en sus dominios. Los
comentarios recogidos de sus incansables seguidores vierten opiniones claras y
definitivas sobre la necesidad y el significado de las lágrimas derramadas en
el emotivo funeral. ¿Qué podríamos alegar? ¿Podría haber tenido una muerte
distinta, más clama, más apacible y amorosa, rodeado de sus seres queridos?
Seguramente que sí. Pero… ¿cómo cabría esperar un accionar tan alejado de su
espíritu y su magnificencia? No hay que olvidar que también podría haber
sufrido un final mil veces peor… A fin de cuentas, una muerte ignominiosa y
pública es sin duda menos horrible para un condenado a convertirse en leyenda.
Carmina Shapiro nació y vive en la ciudad de Rosario, Santa Fe, Argentina. Estudió (y sigue estudiando) Filosofía, es profesora e investigadora. Parte de su trabajo es dedicarse a la escritura académica. Después de varios años, volvió a la escritura creativa y sin fines predeterminados. En 2019 recibió una mención destacada en la segunda edición del Concurso de Relatos Filosóficos del Club de Escritura Fuentetaja con su relato “Ocupaciones inmundas”. Sueña con escribir cuentos infantiles y hacer algo de periodismo.

No hay comentarios:
Publicar un comentario