Ahmed Taboor
No pensé que me quedaría dormido, pero en cuanto el vagón del tren empezó a
mecerme, mis párpados se cerraron en una sucesión tranquila, como si quisieran
cubrir los ecos de un recuerdo antiguo. El sueño venció a la vigilia y caí en
un sopor profundo, distinto a los de otras veces. No sé si fue por el calor del
vagón, después de que la nieve hubiera cubierto mi cuerpo mientras caminaba
hasta el andén, o por el gran sorbo de coñac que bebí a toda prisa en el
quiosco frente a la estación. Apenas me recosté en el asiento, acompasando mi
cuerpo con el vaivén del tren, sentí que todo se aquietaba. Mi espíritu halló
una calma casi sedante, quizá porque mis sentidos se habían despojado de sí
mismos, entregados al canto campesino impregnado de tristeza que brotaba del
fondo de los pantanos, en aquella canción de Salman el Desdichado. Entraba en
los pliegues de mi cerebro como una niebla invernal, filtrándose a través de
los auriculares que me perforaban los oídos. Entre la canción, el sorbo de
coñac y el cansancio de la larga jornada nocturna limpiando la fábrica de
aluminio, me sumergí en un sueño hondo.
Me despertó la mano del revisor, pidiéndome el
billete. Nunca había comprado uno desde que puse un pie en este país. Siempre
vigilaba sus movimientos y me escabullía con planes calculados que tantas veces
me habían salvado de las multas. Al principio de cada inspección me invadía una
palidez, con el corazón desbocado. No entendía esa transformación psicológica,
ese miedo. ¿Acaso no era yo de corazón valiente? ¿No había superado los sótanos
oscuros y las celdas de aislamiento cuando fui preso político? ¿No participé en
la revolución armada, ocultándome del régimen y de sus soplones bajo
identidades falsas, escapando de fronteras y de garras de muerte? Tras mil
riesgos en países de Oriente, terminé aquí como refugiado respetado. He
recuperado lo que quedaba de mí, dispersado por guerras e injusticias, y
disfruto de una holgura nunca antes alcanzada. Aun así, el hambre, la sed y
esta estructura interior inestable –que siempre me amenaza con un destino
incierto– me empujan a acumular dinero.
Sea como sea, esta vez no escapé: mi rostro se
encendió de vergüenza pese a mi tez morena, y me impusieron una multa que me
dolió en el corazón. Volví a mí como quien recibe una mala noticia. Me pregunté
entonces: ¿se disipará esta repentina ira, como siempre, allá en la banca?
Al bajar del tren aspiré el humo de un porro de
hachís que venía de algún rincón de la estación. Mi alma se serenó y mi corazón
recuperó el equilibrio. Sin darme cuenta, mis pasos me llevaron por la escalera
mecánica hacia el piso inferior, rumbo al mismo asiento donde Yumʿa solía
instalarse, rodeado de gentes de todas las razas, religiones e inclinaciones. Me
senté solo en la banca de mármol verde jaspeado, tan limpia que parecía recién
lavada. Sin resistencia, me dejé llevar, y los recuerdos se deslizaron como una
luz tenue. Lo vi, con su sonrisa apacible, dejando su maleta –llena de olvidos,
como él decía– a sus pies, de la que sacaba latas de cerveza para repartir
entre todos. A mí, en cambio, siempre me ofrecía su “botella mágica”, que
compartíamos para borrar juntos otro día de tedio y rutina. Un tiempo nuestra
vida estuvo llena de metas y desafíos, pero terminamos pasando de
revolucionarios que soñaban con cambiar el mundo a simples números de
refugiados, viviendo al margen, esperando que el destino alterara el curso de
nuestros días.
Una tarde, en pleno vuelo de euforia, le
pregunté:
—¿Por qué eres así? Te instalas en cualquier
espacio y te envuelve un halo de alegría y serenidad, como a un místico. Pronto
te rodea un grupo variado de gente, atraída por un hechizo irresistible. ¿Cuál
es tu secreto?
Él hizo una seña hacia la botella medio vacía,
luego señaló su corazón y sonrió con la placidez de quien sueña.
“Yumʿa”, nombre que él mismo eligió en un tiempo
difícil de recordar, surgía en sus borracheras entre relatos de un mar y un
bote agujereado en el que salvó lo que pudo salvar, un viernes de otoño. Más
tarde ese nombre se volvió inseparable de él, porque una mujer –justo antes de
ahogarse– lo llamó así al pedirle que cuidara a su hija, a la que él sujetaba
para salvarla. Nunca supo si lo llamaba por su nombre o por el día sagrado. Desde
entonces no dejó pasar un viernes sin bendecir a todos con un “viernes
bendito”, saludo que terminó propagándose por todas partes.
Después de aquel suceso, como si hubiera sufrido
una pérdida de memoria o un daño interior, continuó viviendo en los márgenes
con una espontaneidad transparente, tras haber sido un hombre colmado de ímpetu
e ideas para cambiar el mundo.
Las últimas noticias que tuve de él decían que
había decidido volver voluntariamente a su país. No fue sorpresa: cada día,
cuando el alcohol lo dominaba, gritaba: “Soy como el pez, muero si salgo del
río”, presagiando así el fin de nuestras reuniones. Regresó a su patria y
eligió un rincón apartado de un parque, cerca del río, donde había una banca de
madera bajo un solitario eucalipto, como si el destino hubiera reservado ese
lugar para él. No necesitaba más. Pronto la gente empezó a reunirse a su
alrededor. Acogía a todos: desamparados, soñadores, exreclusos, adictos,
algunos intelectuales. Poseía una tolerancia que hacía dudar si era un hombre o
un santo. Dondequiera que estuviera, mendigos y olvidados encontraban en él un
refugio, bajo la mirada vigilante de informantes y agentes de seguridad. Su
espíritu se fusionaba con el lugar, con la banca y con las botellas de vino. Eso
bastó para que empezaran a investigarlo: ¿quién era?, ¿qué institución lo
enviaba?, ¿qué pretendía?
Sus seguidores crecían, aunque él hablaba poco.
Su método era una sonrisa soñadora, amor y la idea de tachar un día más y
esperar el amanecer. Con su corazón limpio penetraba en el alma de los que
acudían a él. Lo poco que decía corría de boca en boca como enseñanzas.
Algunos, por interés, añadían adornos con fines políticos, aprovechando su
indiferencia y la desesperación del público oprimido.
Al principio las autoridades lo ignoraron.
Después intentaron sobornarlo para convertirlo en informante. Fracasaron. Él
solo respondió: “La vida es corta… no vale tanto esfuerzo”. Sin proponérselo se
convirtió en un fenómeno inquietante para los políticos. Sus supuestas
enseñanzas se difundían como enigmas. Debía tener cuidado… Lo arrestaron por
“atentar contra la moral pública”. Lo liberaron cuando los parques se llenaron
de manifestantes exigiendo: “¡Liberen al ícono de la esperanza!”. Entonces
planearon asesinarlo, confiando en que su muerte se perdería entre intrigas de
aliados. Querían matarlo en una noche oscura, cuando hubiera bebido más de
media botella y escuchara a los demás antes de tomar la palabra para
complacerlos.
A veces inventaba historias de viajes
misteriosos; así cautivaba. Algunos se bendecían con restos de su vino, y las
botellas vacías guardaban papeles con “sus enseñanzas”, en realidad manipuladas
por otros. Pero el complot se filtró. Sus seguidores lo rodearon como un escudo
humano, ayudados por la agitación de los medios opositores. El plan fracasó. El
intento se volvió contra sus enemigos: para evitar un escándalo, ellos mismos
terminaron protegiéndolo.
Mientras tanto, el caso de Yumʿa creció hasta
convertirse en un proyecto de reforma. Multitudes antes enfrentadas dejaron las
armas y se unieron a él, cada uno con su botella en la mano. Lo proclamaron
líder único. Él solo respondía: “La vida es corta… no vale tanto esfuerzo”. Con
el tiempo, su banca se volvió lugar de peregrinación: medios, misiones de la
ONU, exposiciones, teatro improvisado, coloquios, conciertos.
Por oportunismo, parlamentarios se reunieron en
el parque y se fotografiaron con banderas apoyando el “movimiento de reforma”
de Yumʿa, rodeados de guardaespaldas. Los opositores aprovecharon para rechazar
la política oficial, levantaron una tienda para él y lo abastecieron de comida
y bebida. Rodearon la tienda con consignas y cánticos pidiendo cambio ante el
deterioro y la corrupción.
El gobierno reprimió la multitud con balas, gases
y chorros de agua, provocando muertes. Pero la represión fortaleció a los de la
tienda de Yumʿa: “Lo que no te mata, te fortalece”.
Tras esos hechos, Yumʿa fue rodeado por
entusiastas y oportunistas que difundían sus supuestas ideas e impedían que
otros se le acercaran, aprovechando su indiferencia y su extravío en los
pliegues del inconsciente. Esos mismos oportunistas accedieron al poder,
explotándolo a él y a sus fieles. Pero pronto repitieron la historia: tomaron
las armas y comenzó la masacre. En una madrugada de lucidez, molesto por los
disparos, buscó los pajarillos que solían gorjear a su lado, sin encontrarlos.
Sacudió el polvo de su ropa, miró al río y dijo:
“La vida es corta… y hay que vivirla”.
Y partió hacia un destino desconocido. Nadie sabe
qué tierra eligió, pero estoy seguro de que ahora descansa en una banca más
tranquila.
En cuanto a mí, sigo cada noche sentado en el
mismo banco de la gran estación. Los recuerdos me golpean y apago su fuego con
tragos de alcohol, mientras mi maleta, entre los pies, rebosa de latas de
cerveza que reparto a quien quiera. Reúno a muchos a mi alrededor, pero solo
los veo como sombras. Busco en sus rostros a Yumʿa, que se fue sin volver la
vista atrás, como quienes parten con rencor.
Traducción: Abdul Hadi Sadoun
Ahmed
Taboor es un autor iraquí, tanto de narrativa (cuento, novela) como de
artículos de opinión. Recientemente publicó su novela Vuela con las palomas
(2024), y Una colección de relatos titulada Un soñador que no sueña
(2025), al que pertenece este cuento, “La banca”.

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