Miriam Ootjers
Con las rodillas
juntas, la espalda recta contra el respaldo de la silla y la cabeza erguida,
sonreía con modestia a las cámaras que destellaban. Giraba lentamente la cabeza
de izquierda a derecha para dar a todos los fotógrafos la oportunidad de captar
bien su rostro. El pincel con el que había pintado la obra impresionista que se
alzaba detrás de ella lo sostenía alternativamente en la mano izquierda y en la
derecha. No decía una palabra; solo de vez en cuando humedecía los labios para
que brillaran bajo la luz de los flashes.
Cuando un rizo rubio cayó sobre sus
ojos, su padre alzó una mano hacia los fotógrafos, apartó el mechón con ternura
detrás de la oreja de la niña y les indicó que podían continuar.
Al cabo de unos minutos, el dedo
índice derecho de la niña empezó a temblar. Unos segundos después, su pie
golpeó el respaldo de la silla. La niña prodigio de cinco años, con su
vestidito azul, las medias de encaje y los zapatitos negros de charol, se
impacientaba.
Su padre dio un paso al frente y se
colocó entre ella y los fotógrafos, señal de que ya era suficiente. Entre
protestas murmuradas, las cámaras fueron desatornilladas, los trípodes plegados
y las maletas abiertas para guardar el equipo. Nadie se atrevió a tomar una
foto más. Con un hombre de casi dos metros de altura y unos ojos castaños
intensos no se discutía.
Cuando todos salieron de la
habitación, el hombre cerró la puerta con llave y corrió las cortinas, mientras
la niña se quitaba los zapatos de una patada con un suspiro irritado.
—Esto es humillante —dijo con un
tono que no correspondía a una niña de cinco años.
—Esto da dinero, no te quejes
—respondió el hombre con un encogimiento de hombros que no correspondía a un
padre atento. Se arrodilló y se inclinó hacia ella para darle un beso, pero
ella giró la cabeza. El beso fue a parar a su mejilla.
—Vete al diablo —gruñó ella,
dejándose resbalar de la silla y empezando a manosear su vestido.
—Sophia…
—Soy Angela. ¿No? ¿O eso fue la
semana pasada? —Sus cejas se fruncieron en una expresión pensativa—. No, esto
es París. Soy Sophia. Suena más francés que Angela. —Sus dedos luchaban con el
vestido—. ¿Y qué idiota hace ropa con estos botones de mierda para una niña de
cinco años? No puedo con estas cosas…
Unas manos grandes cubrieron las
pequeñas manos de la niña y las apartaron con cuidado.
—Déjame a mí.
—Aran, no quiero que me ayudes
—sonó resignada.
Con calma, él desabrochó el vestido
y deslizó la tela rígida por sus hombros para que pudiera salir de él. La miró
mientras desaparecía detrás de un biombo para quitarse la enagua y ponerse un
vestido más cómodo.
—Humillante —refunfuñó de nuevo
desde detrás del biombo, esta vez en voz baja.
Aran se aflojó la corbata y se dejó
caer en la silla. Tampoco él era fan de la moda parisina de 1880. Pero ayudaba
a la publicidad de la niña prodigio de cinco años con la técnica y el ojo de un
pintor con cincuenta años de experiencia. Lo cual era cierto. Incluso eran
bastantes más años.
—¿Qué te gustaría hacer después?
—preguntó para distraerla.
—Acabamos de llegar —respondió
desde detrás del biombo, ya sin enojo ni frustración.
—¿Piano? —propuso.
—Eso ya lo hicimos en Finlandia.
Hace seis años. Entonces yo era, eh… —salió de detrás del biombo— Hanna. —Pensó
un momento—. ¿Qué te parece ajedrez?
Él la miró con escepticismo.
—¿Una niña que juega ajedrez? Y
acabamos de estar en Rusia.
Ella descartó las objeciones con un
gesto de la mano.
—Hay más países con grandes
maestros. ¿Y no llama aún más la atención? Natalia, la niña que juega ajedrez.
Sí, eso es lo que quiero ser. Gran maestra de ajedrez.
Por poco dijo “pequeña maestra”,
pero se calló prudentemente. En los últimos años, sus bromas parecían sentarle
cada vez peor. Como si con cada nombre y cada lugar nuevos dejara un poco de su
sentido del humor en el país que abandonaban, en busca de nuevas formas de
ganar dinero con los talentos de la “niña prodigio”.
Quizá deberían invertir los
papeles. Quizá le tocara a él trabajar. Tal vez entonces podrían vivir durante
un tiempo como un verdadero padre y una verdadera hija. Hasta que la gente
empezara a notar que la “niñita” no envejecía.
Como adulto, uno podía pasar
fácilmente diez años diciendo que tenía treinta y tantos. Pero cuando se
trataba de un niño que no parecía crecer, al cabo de dos, a veces tres años,
empezaban las preguntas incómodas. Cuando aparecían las primeras miradas de
sospecha, volvían a recoger sus cosas y se mudaban a otra ciudad.
También sabía que, llegado el
momento, ambos preferían el dinero fácil antes que dejarla sola todo el día en
casa mientras él trabajaba en una fábrica o en una oficina. Encerrada, porque
si una niña de cinco años salía sola a la calle, enseguida algún transeúnte
preocupado se le acercaba preguntando si estaba perdida y no la perdía de vista
hasta asegurarse de que regresara sana y salva a casa.
Prefería dejarla disfrutar de la
atención que recibía como niña prodigio. Poseía una creatividad enorme, incluso
para los de su especie. No deseaba nada más que verla emplearla para pintar,
escribir poesía, componer. En esos momentos ella se sentía completamente libre.
Él quería concederle esa libertad.
Al mismo tiempo, empezaba a
preocuparse por el auge de los medios. Los periódicos que se imprimían en
Londres aparecían ahora también en París o Ámsterdam. Las fotos eran de mala
calidad, en blanco y negro, granuladas. Pero aun así. Las técnicas mejoraban.
¿Y si llegaba el día en que, en Rusia, alguien tuviera en sus manos un
periódico londinense al día siguiente de su publicación, con fotos nítidas?
Periódicos que hablaban de la niña prodigio que pintaba tan maravillosamente, y
la reconocieran como la niña de cinco años que un año antes, en Moscú, había
interpretado sus propias piezas al piano. Él podía saltar fácilmente a otro
cuerpo. Ella no.
Lo habían intentado, no hacía
tanto. Ella había dicho estar cansada del cabello rubio y los ojos azules.
Quería volver a ser un niña y había saltado a un cuerpo de siete años. La niña
se había resistido a la invasión de una energía extraña y, con el último resto
de fuerzas, ella había conseguido volver al cuerpo anterior.
Durante tres días él se sentó junto
a su cama, sosteniéndole la mano, deseando que despertara. Al tercer día abrió
los ojos, se llevó las manos al rostro, vio que estaba de nuevo en el cuerpo
antiguo y soltó una maldición.
Nunca más, se había prometido. Al
parecer ella también se había asustado, porque no volvió a proponer un nuevo
salto.
Eso había sido hacía treinta años.
—¿Qué tal España? —propuso mientras
recogía sus rizos en un moño suelto—. Allí hace calor en verano.
La soltó, pero ella no se movió.
—Quiero volver a intentarlo —dijo—.
Un cuerpo adulto.
Ahora se volvió hacia él.
—No eres lo bastante fuerte para
mantener un cuerpo adulto —suspiró, apoyando las manos en sus hombros—. Ya
hemos tenido esta discusión antes.
—Y la tendremos muchas más veces si
no me dejas terminar. —Él la miró, interrogante—. Salto a ese cuerpo —dijo
ella, presionando un dedo contra su pecho—. Este cuerpo está acostumbrado. Hace
mucho que dejó de resistirse. Y tú saltas a este cuerpo —concluyó señalando su
propio pecho.
Él negó con la cabeza, dudoso.
¿Debía decirle que el dueño original del cuerpo luchaba cada día por recuperar
el control? ¿Que sentía el tira y afloja, a veces más fuerte, a veces más
débil, pero que él era lo bastante fuerte para resistir? ¿Que tenía miedo de
que ella no sobreviviera a un nuevo intento, de que se ahogara en la fuerza de
un cuerpo adulto y se viera obligada a vivir la vida junto al dueño, relegada
al fondo, incapaz de hacer temblar siquiera un párpado? ¿De que muriera con el
cuerpo?
No podía vivir sin ella. Débil como
era su energía, así de fuerte era ella a sus ojos.
Maldecía el día en que fue creada,
demasiado joven, demasiado pequeña y débil para llevar jamás una vida plena.
“Un experimento”, la habían llamado
en el Círculo. “Fallido”, añadieron cuando fue introducida en un cuerpo adulto
que empezó a morir al cabo de unas horas. Luego probaron con el cuerpo de un niña
de cinco años. Ese aguantó, pero no hacía más que mirar al vacío. Tenían que
alimentarlo y llevarlo de un lugar a otro como a una muñeca viviente.
Él sintió compasión por la criatura
que permanecía apática sentada en una silla y pidió quedarse con ella en lugar
de destruirla.
En el Círculo se rieron de él con
desprecio. ¿Buscaba una mascota? Mejor que se comprara una tortuga, que se
movía más. Pero insistió, prometiendo acabar con ella si no mejoraba, y
finalmente accedieron. Probablemente no para complacerlo, sino porque era más
fácil que destruirla.
Debía admitir que al principio
realmente la había visto como una mascota. Un ser con poca voluntad propia. Un
acompañante en la vida solitaria que llevaba, algo de lo que podía ocuparse y a
lo que podía querer. Alguien que lo necesitara.
Empujó la energía fuera del cuerpo
de la niña hacia el de una niña de unos cinco años, sin saber exactamente por
qué. Tal vez el dueño original del cuerpo que ocupaba en ese momento deseaba
una hija.
A veces, sentimientos intensos del
dueño original se filtraban en él, y él les hacía caso. Con el paso de los
siglos había aprendido a no resistirse. Eran esas cosas las que, año tras año,
cuerpo tras cuerpo, lo hacían un poco más humano.
Contra todo pronóstico, le hablaba,
nombraba objetos, le contaba historias. Y para su sorpresa, sus ojos comenzaron
a seguirlo. Al cabo de unos meses, su mirada saltaba de él a los objetos que
nombraba. Empezó a cerrar la boca ante cosas que aparentemente no le gustaban
cuando la alimentaba. Comenzó a emitir sonidos, primero fonemas, luego
palabras, hasta formar frases completas. Descubrió que durante el período
apático había estado escuchándolo. Y lo más importante: había aprendido de él.
Comenzó a moverse, balanceaba una
pierna, señalaba cosas con la mano, y un día la encontró en el suelo, a más de
un metro del sofá en el que estaba sentada.
Poco a poco le enseñó a caminar y
estimuló su motricidad fina hasta que pudo pasar las páginas de un libro. Le
enseñó a leer y escribir.
Entonces se abrió la compuerta y
comprendió de verdad lo inteligente que era. Todo lo que su energía no podía
hacer físicamente, lo compensaba con la mente. Pronto lo superó en
conocimientos, elocuencia, creatividad, agudeza.
De una mascota había pasado, en
cinco años, a tener una compañera. Una hija. Aunque probablemente ella lo
habría mirado con sorna si lo hubiera dicho en voz alta.
Habría hecho cualquier cosa por
ella. Le prometió permanecer siempre juntos, cuidarla siempre. Antes de que el
mundo la conociera, ya llevaba años siendo su niña prodigio.
Eso fue a la vez su salvación y su
condena. Porque llevaba ya siglo y medio atrapada en ese cuerpo infantil
humano. Mientras su mente se hacía cada vez más fuerte, le resultaba cada vez
más difícil mantener el cuerpo, aunque ella no quisiera admitirlo. Y saltar ya
no era una opción.
Cientos de veces se preguntó cómo
acabaría todo. Y aunque conocía la respuesta, no quería admitírsela a sí mismo.
Soltó sus hombros, se levantó y
caminó hacia la ventana.
Su cuerpo. Dejó entrar la idea,
pero solo bajo sus condiciones. Un nuevo experimento, sin decírselo.
—Está bien —asintió, todavía de
espaldas a la ventana para que ella no pudiera ver en sus ojos su verdadera
intención.
—¿De verdad?
—Yo salto a tu cuerpo, tú al mío
—dijo, intentando sonar convincente, y giró hacia ella—. Empecemos. Pero al
mismo tiempo, para que la energía de este cuerpo no tenga ocasión de recuperar
el control antes de que tú entres.
Ella se puso de pie y respiró
hondo.
—¿Lista?
Asintió.
—¡Ahora!
Él hizo ademán de saltar, pero se
detuvo al ver que ella saltaba. Siguió un empujón poderoso; le hizo espacio, la
sintió muy cerca. Con todas sus fuerzas intentó retenerla, pero ella se le
escapó y entró en el cuerpo que ahora albergaba tres energías.
Por un instante, el dueño original
del cuerpo se resistió a la nueva invasión y luchó brevemente con ella. Pero
ninguno de los dos era lo bastante fuerte y al cabo de unos segundos cedieron.
Él la sintió hundirse más profundamente en el cuerpo, sin apoyo, sin control.
Su idea de empujarla de vuelta al cuerpo de la niña si su plan de quedarse
juntos en ese cuerpo no funcionaba, se fue con ella.
Se dejó caer al suelo en un cuerpo
que se sentía a la vez demasiado lleno y completamente vacío. Ante él yacía el
cuerpo de la niña de la que había cuidado durante tanto tiempo, devuelto a su
dueño original. Con ojos desconocidos lo miraba, asustada, sin comprender lo
que ocurría. Jadeó unas cuantas veces antes de que el cuerpo se rindiera y
cerrara los ojos.
Durante décadas conservó el mismo
cuerpo, temiendo perderla por completo si saltaba. Una y otra vez intentó
alcanzarla. Su niña prodigio. Su hija. Pero siempre se le escapaba de entre los
dedos, tal vez de forma consciente, tal vez porque simplemente no tenía la
fuerza para volver a la superficie.
Sabía que ella estaba allí; sentía
su energía, casi sincronizada con la suya, pero no del todo. Y así como a lo
largo de los años la había visto hacerse cada vez más fuerte, ahora la sentía
debilitarse cada vez más. En sus sueños, su energía se fundía con la de él, se
convertían cada vez más en uno solo, pero su intuición sabía que no era así.
Había hecho tres promesas, y las
tres las había cumplido y roto al mismo tiempo.
Miriam Ootjers (1980, Groningen) es una escritora, editora y autora ocasional neerlandesa de unos cuarenta años que cree en los gatos, la magia y el poder de la imaginación. Le apasiona el realismo mágico, pero también encontrarán que de su teclado a la pantalla del ordenador fluyen algún thriller o un relato de ciencia ficción; sin embargo, un toque de fantasía siempre estará presente en sus obras. Se pueden encontrar sus relatos en antologías, revistas como Fantastische Vertellingen, HSF, SFTerra y Grim, y en línea, y sus libros en las estanterías de bibliotecas, librerías y en formato ebook. Entre sus libros más recientes se encuentran De andere kant, De dood en de vrouw e Isolde en Anna. ¿Su lema? Encontrar lo extraordinario en lo ordinario, y lo ordinario en lo extraordinario.

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