sábado, 27 de abril de 2024

BIFICCIONES (OCHO)

EL PANTANO DE NOAKHRÉ

Iván Bojtor & Oscar De Los Ríos

 

Una noche más inmerso en la monotonía del turno de guardia, aburrida y sin sentido. Estoy sentado en el campanario junto a la campana, mirando la oscuridad y esperando a que finalmente amanezca. Porque, ¿qué podría ver si me acercara a la pared hasta una de las ventanas? ¡Nada! Solo lo mismo que aquí adentro, la oscuridad. Claro, si fuera de día, al menos vería la niebla. Esa maldita niebla que ha cubierto el pueblo desde que tengo memoria. Dicen que antiguamente emergía del pantano. Puede ser verdad, puede que no. No lo sé. A veces se espesa, a veces se aclara, pero nunca desaparece. Si la niebla fuera menos densa, tal vez vería hasta el pantano. O vería el pueblo: Noakhré. En la escuela nos enseñaron que solo existe un pueblo, un mundo, y ese es Noakhré. Aquellos cuyos abuelos y bisabuelos nacieron aquí, lo creyeron. Pero algunos de nosotros, cuyos ancestros vinieron de otro lugar intuimos, a través de palabras no dichas y frases interrumpidas, que debe existir otro mundo, otro pueblo. Sin embargo, incluso nosotros nos sorprendimos cuando, más tarde, en libros escondidos en el sótano de la casa del maestro, leímos que existen incontables pueblos. Lo creímos y no lo creímos. Bueno, digamos que existen. Pero ¿dónde? ¿Más allá del pantano? Dicen que el pantano es infinito. Todas las señales apuntan en esa dirección. Eventualmente, los cuerpos de aquellos que se aventuraron en botes para cruzarlo también fueron encontrados. A nadie le importó si había otro mundo, otro Noakhré, hasta que comenzaron los horrores. Las primeras noticias extrañas las trajeron los pescadores. Murmuraban sobre un pez gigante que, según ellos, se escondía en la entrada de la bahía, donde el agua ya tiene la altura de un hombre. Señalaban fragmentos de redes en los que se veían largas rajaduras rectas, como si las hubieran cortado con un cuchillo. La mayoría simplemente encogía los hombros.

 

—¡Seguro que es un lucio enorme! O un siluro —decían, pero creo que ni ellos mismos lo creían. Más tarde, varios que se aventuraron lejos en el pantano regresaron con peces muertos, a los que, era evidente, les habían arrancado grandes trozos.

 —Tal vez una tortuga grande está causando estragos por allí —reían forzadamente. Cuando encontraron algo similar en la entrada de la bahía, varios juraron que algún perro se ocupó de ellos, atrapó los peces en la orilla y luego la corriente llevó los cuerpos más adentro. Para entonces, algunos sospechábamos que no podían ser los perros. Desde hace un tiempo evitaban la playa, no se acercaban al agua, y no se podía arrastrar a ninguno hasta allí, ni siquiera si los llevábamos atados con correa. Tenían miedo. ¿Miedo? ¡Pánico! Y entonces encontraron el primer cadáver despedazado. Por supuesto, todos hablaban sin sentido y todos peleaban con todos. Solo pudieron ponerse de acuerdo en una cosa: que era necesario establecer una guardia nocturna. Fue inútil. Todo continuó. Pero ahora estoy aquí, sentado en la oscuridad junto a la campana y espero el amanecer. La mañana, cuando esa mancha brillante a la que llaman “sol” ilumine la niebla. Recuerdo que algún anciano en la taberna contó que su abuelo, en su infancia, una vez vio el sol, dijo que era redondo y amarillo. Nos reímos de eso. ¡Qué tontería! ¿Un sol redondo y amarillo?

Cuando encontraron el segundo cadáver la niebla era tan espesa que parecía sólida y envolvía el cuerpo muerto como un sudario. Hicimos sonar la campana llamando al pueblo para que se reuniera, y la gente se fue congregando en la plaza. Todos querían ver, sentían curiosidad y trataban de llegar a presenciar el macabro espectáculo; pero fueron las madres las primeras en acercarse. No pudimos reconocer quién era el muerto, solo sabíamos que el cuerpo era el de un muchacho de entre catorce y dieciséis años. Cuando las madres se dieron cuenta de esto fue doloroso verlas llamar a gritos a sus hijos, pero más doloroso aún fue ver el alivio en los semblantes cuando estos respondían al llamado materno. Poco a poco se fueron retirando hasta que una madre se quedó sola, apartada del resto y cada vez más cerca de ese cuerpo anónimo y comido a dentelladas. Por primera vez dudé si valía la pena seguir en Noakhré o aventurarse a través del pantano.

Resulta extraño pensar en marcharse en esta situación. Las lecturas en el sótano del maestro lograban espolear nuestra curiosidad, y entonces hacíamos planes, trazábamos rutas imaginarias y jurábamos que un día, o una noche, abandonaríamos Noakhré.

Abstraído, ensimismado en mis pensamientos, no noté que la niebla se había espesado a mi alrededor y me estaba costando respirar, fue entonces que por puro instinto levanté la vista y vi como dos rojos tizones me escrutaban desde un alucinante fondo blanco. Quedé paralizado del terror y solo atiné a echarme hacia atrás, mi mano recayó sobre el mazo con el que debía golpear la campana, en el mismo instante que el monstruo abrió una boca enorme dejándome ver una doble hilera de dientes afilados. Al borde de la locura, con un movimiento reflejo, comencé a golpear el bronce cuyo sonido agudo y penetrante detuvo el embate mortal de la bestia. En estado de trance seguí tañendo la campana hasta que ya no pude levantar el brazo y caí desmayado. Al despertar la criatura, abatida a golpes de palos y piedras por los jóvenes de Noakhré, agonizaba a unos escasos dos metros de distancia.

 Al llegar el alba, la niebla había desaparecido con el último hálito del monstruo. Un sol, más amarillo y más redondo de lo que habíamos imaginado, apareció en un imposible cielo azul; cegándonos. En ese mismo instante supe que Noakhré se había esfumado junto con la niebla. Descendí del campanario con paso seguro y me adentré en el pantano; detrás de mí venían los jóvenes. Las madres, que no aceptaban pagar el alto precio exigido, se quedaron con los niños y los ancianos. Nosotros continuamos marchando, nuestro destino será vagar buscando la fuente de la niebla para refundar Noakhré en otro lugar. Alguna noche, en una taberna, alguien contará a los asombrados parroquianos que vimos un sol redondo y amarillo.


  

LA BÚSQUEDA DEL NOMBRE

Carmina Shapiro & Judith Shapiro

 

¿Qué es exactamente lo que sucede cuando nombramos algo es difícil de explicar...? ¿Qué clase de realidad tiene el mundo, las cosas, antes de ser nombradas? ¿Qué clase de conjuro mágico les da cuerpo y sustancia a los nombres? ¿Qué pasa incluso con aquello que no puede ser nombrado? ¿Existe en alguna realidad paralela, menos tangible, menos sensorial? ¿Existen las personas si no tienen nombre?

Norberto Nicasio se dio a sí mismo sus dos nombres y ningún apellido por elección y voluntad propia. Sin lazos genealógicos, sin raíces geográficas. Hasta el día del trámite en el registro civil, era un NN. Alguien podría esperar que este relato diga que su vida fue una sombra siempre a los pies de los nombrados, pero no. Se podría decir que Norberto Nicasio se dio a nacer a sí mismo.

Norberto Nicasio era a la vez uno único y uno cualquiera. La falta de apellido lo volvía una anomalía en la trama social, y al mismo tiempo lo convertía en un tipo cualquiera, un NN cualquiera. Pero, claro, no toda su vida había sido así. Norberto Nicasio se dio a nacer a sí mismo y, como en toda gestación, antes tuvo que engendrarse y parirse.

Nadie sabía muy bien cómo el bebé NN había llegado a este mundo, pero fue a parar al cuidado del Estado en una casa de niños en adopción. Creció sin nombre porque nadie tenía la potestad legal para nombrarlo. Sabida es la similitud en castellano entre pronunciar dos letras n y decir nene. Nene fue su apodo. Como niño, jugaba con los demás y no tenía ni más ni menos amigos de lo esperado, pero difícilmente alguien recordara lo que había hecho o hablado con él. Podría decirse que se fundía con el ambiente. Y por eso nunca nadie pensó en adoptarlo.

Su adolescencia fue un vaivén de hormonas, crisis, descubrimientos e intimidad incipiente, como cualquier otra. Bueno, como cualquier otra a simple vista, porque mirada con detalle, el embrión de Norberto Nicasio se implantaba en la matriz. Fue por esos años que Nene entendió y se dio cuenta de que no existe lo que no se puede nombrar. El percatarse de esto le valió demasiados días de angustia, las consecuencias de la revelación le quitaban el aire. Sus relaciones adolescentes fluctuaban entre la indiferencia y la más soberbia invisibilidad. ¿Qué lugar le tocaba en el mundo a él? ¿Qué clase de existencia vacía le habían designado por nombre? Pero al cabo encontró el brillo de esperanza en su caja de Pandora: la contraparte de todo eso era que sí existe aquello que recibe un nombre. Y si no podía darse un nombre a sí mismo (porque uno no puede verse a sí mismo, y porque como progenitor de sí, aún estaba en estado embrionario), si no existía él, al menos podía darle paulatina realidad a sus partes, a medida que las viera, como una especie de Adán esotérico e impropio. Y qué maravillosa diversión sería que lo descubrieran de a poco.

La relación con otras personas iba develando realidades: un beso y el vibrante sentir en la boca, un abrazo y la energía recorriendo el cuerpo, un trote para alcanzar a alguien y el retumbar de sus piernas contra el suelo. Las experiencias se acumulaban como ecos existenciales en su cuerpo, que pulsaban y se expandían desde los huesos hacia el mundo. Pero no llegaban a materializarlo; la palabra que nombra es irremplazable. N.N. no sabía cómo, pero, aunque lo miraran, nadie lo veía. ¿Bastaría la escalofriante angustia que sentía para…?

Por fin, un día decidió intentarlo. Si nadie más habitaba este extraño mundo de existencia invisible, entonces él mismo lo haría. Ese día Nene decidió definirse, aparecerse, darse a nacer. Sentado en una plaza recogió en su memoria las experiencias que había vivido y con todas sus fuerzas proyectó las vibraciones de los recuerdos hacia cada extremidad de su cuerpo. N.N. sentía que las texturas, los esfuerzos, las sensaciones vibraban y se expandían y golpeaban contra el suelo, el banco sobre el que estaba sentado, los árboles.

Una señora pasó caminando y giró la cabeza mirando hacia él, notando algo pero sin saber sus ojos qué mirar. N.N. se concentró todavía más, hizo más fuerza aún, luchando por su existencia. Un niño lanzó una pelota que rodó hasta sus pies. Las vibraciones alcanzaron a la pelota. Mientras el niño corría a buscarla N.N. la pateó suavemente acercándosela. ¡Gracias!, gritó el niño. ¿Gracias?

¡Lo había visto! ¡Había funcionado! La fuerza de sus experiencias, sus sensaciones y su memoria lo habían logrado. Unas lágrimas silenciosas le empañaron los ojos. Una mujer que pasaba por ahí le ofreció un pañuelito de papel.

Era hora de darse un nombre. Era hora de nacer.

Nene sacó su celular del bolsillo y buscó nombres con N que hablaran de la existencia, de la victoria. Nicasio le pareció bien y Norberto apareció más abajo en la lista.


 

SOS: ACOPLAMIENTO FALLIDO

Ada Inés Lerner & Daniel Alcoba

 

Fracasó el acoplamiento de la nave en que viajábamos por un problema de orientación causado por la nube gaseosa que cubre Titán. Hubo que volver a la Estación Espacial Internacional; abochornados. El comodoro, furioso por el derroche de combustible, criticó a la tripulación e injurió al comandante de nuestra nave. Al fin ordenó:

—Repitan la maniobra, pero esta vez lubriquen bien. Sin buena lubricación no hay acoplamiento satisfactorio.

Regresamos al Módulo de Desembarco y untamos un bidón entero de lubricante en el grueso tubo del conector que se introdujo en la cavidad con gracia. A los cuatro minutos de acabada la maniobra, el MdD y la astronave eran un sólo cuerpo, indivisible: en vez de lubricante —¡que imbéciles!—, usamos un bidón de soldadura en frío.

La velocidad orbital del MdD-Astronave se redujo... Ahora el campo gravitatorio de Saturno nos succiona igual que hacen las aspiradoras con las moscas lerdas.



 

SIN TIEMPO Y SIN ESPEJO

Manuel Serrano & Susana Vaquero

 

Martina Reyes deja caer la toalla al piso alfombrado y se acerca, desnuda, a la pequeña mesa de caoba; lee la etiqueta que dice “crema” en un pote azul; lo toma con ambas manos y gira hacia la cama; se detiene junto a ella, abre el pote y comienza colocarse la crema sobre la piel. Desliza suavemente las manos sobre los pechos y sonríe, mientras piensa que el Teniente ya debe estar por llegar y aún le falta elegir el vestido y el collar.

—El de lunares con el collar de perlas, y los tacones rojos siempre le gustaron a mi Teniente —piensa mientras abre la puerta del pequeño placar.

En el lado interior de la puerta del placar hay unas marcas que hace pensar que allí hubo un espejo, pero Martina no repara en ese detalle. Recorre con la mirada las perchas; solamente dos tienen vestidos colgados, en uno dice “vestido azul” y en el otro “vestido negro”; ninguno tiene lunares. Tampoco hay zapatos de tacones, sí unas pantuflas blancas.

Le inquieta no saber, ahora, cuál escoger y que se haga tarde; la ventana está cerrada y no hay relojes en la habitación. Vuelve a la cama, se sienta y junta sus manos en el regazo; clava la mirada en la toalla húmeda y un sinnúmero de recuerdos, se entremezclan. En todos está el Teniente con su bigotito fino y su brazo flexionado donde se apoya la mano de una muchacha. Creería que está saliendo de una iglesia que le parece conocida, pero ¿ella es la novia? ¿Y si lo que lleva en ese brazo es un niño? pero… ¿tiene, ella, un niño? Y aquella de más allá, vestida de luto y llorando, ¿no es acaso su madre?… pero ¿vive su madre?

Trata de hilvanar los pensamientos como si fuese una costurera, pero una melodía la envuelve y la acuna igual que a una recién nacida. Se recuesta en la cama y así, desnuda, se adormece.

 

El teniente Lozano acaba de afeitarse. Se lava la cara en el baño de la habitación. Se mira en el espejo.

—Soy guapo hasta aburrir —se dice girando la cara y levantando el cuello para ver el rasurado—. Desde luego que esta navaja es buena.

Hace un paso de baile y sale del baño. El espacio donde estuvo algún día el espejo quedó huérfano de reflejo y de presencia.

La amplia habitación dispone de armario empotrado de dos puertas. Una de ellas de espejo. Silbando lo abre para elegir la ropa. Duda si ir de paisano o de militar. A ella le gusta de militar. Y él solo desea agradarle. El contenido del mínimo armario se compone de dos pantalones largos y dos camisas, unas zapatillas de deporte y unos zapatos de calle. Las pantuflas las llevaba puestas.

—Este, sin duda —dice en voz alta—. El de gala es el más bonito. Y las botas de montar. Seguro que queda deslumbrada.

Se viste y delante del espejo inexistente ve su imagen de oficial de caballería. Vuelve a hacer el paso de baile. Choca los tacones. Se calza el quepis con la enhiesta pluma y sale de la habitación silbando.

 

—Buenos días, mi teniente —saluda una hermosa mujer ataviada de forma extraña.

—Buenos días, bella dama —responde el teniente.

—¿Va a buscar a su dama?

—A eso voy.

—Está usted flamante.

—Muy amable. Con su permiso —dice él llevándose la mano al la visera.

 

—¡Martina, Martina! —grita la auxilar.

Pero Martina no contesta. Desnudo su viejo cuerpo sobre la cama, embadurnado de crema. Lívida y fría con una sonrisa de felicidad en la cara, ha dejado este mundo.

 

—¿Puede decirle a la señorita Reyes que la estoy esperando? —dice el teniente.

—Teniente, usted no puede estar aquí. Por favor, espere en la sala de usos comunes.

—Si no le importa esperaré aquí mismo —dice él señalando un cómodo sillón.

 Al cabo de unos minutos llega el médico. Le toma el pulso. Certifica la muerte. Llevan el cadáver al depósito de la Residencia.

 El teniente sigue a la espera, ajeno al ajetreo.

Cuando la habitación queda vacía, repiquetea la puerta. Pasados unos minutos se abre y bajo el dintel aparece una bella dama, de escasos veinte años.

—Ese traje le sienta estupendamente. Los zapatos, preciosos, y esos lunares parecen sus ojos…

Y la señorita Reyes esconde la sonrisa detrás del abanico y posa su mano sobre la del teniente Lozano. Poco a poco avanzan hacia el final del pasillo. El tiempo ha quedado detenido y los espejos sonríen reflejado su felicidad.

 —¡Don Luis, Don Luis! —Un asustado celador intenta despertar sin éxito al que fuera el teniente Lozano.


 

MUNDOS

Alejandro Bentivoglio & Hernán Bortondello

 

Hace veinte años que vivo en la misma casa, así que no sería mentira afirmar que la conozco mejor que la palma de mi mano. Conozco cada uno de sus rincones, la forma en la que crujen los escalones o los pisos de madera y las figuras que la humedad va dibujando en las paredes, como si siguiera el plano de un artista invisible pero firme. Quizás por eso es que me sorprendió tanto encontrar una puerta en el sótano que jamás había visto antes. Y no, no es que nunca baje al sótano. Allí guardo archivos, papeles, libros de consulta, cualquier cosa que me ayude en mis estudios filosóficos, metafísicos, en fin, de la naturaleza del mundo, o de los mundos, según se quiera ver. Así que debería haber sabido si había una puerta en el sótano. Y no, no había ninguna cuando compré la casa. Por lo tanto, la puerta debía haber aparecido en un momento cualquiera, sin que yo tuviese la mínima conciencia de ello. Pero, ¿quién la había puesto ahí, en una pared que solo podía dar a un montón de tierra? Debo reconocer que al principio me sentí profundamente desconcertado, pero luego fui ganado por la curiosidad. ¿Adónde me podría llevar esa puerta? Y me hice la pregunta consciente de que al hacerla aceptaba el sinsentido de que esa abertura existiese, al menos teniendo en cuenta las leyes que cimientan la realidad conocida. Sin embargo, con la fe de los ateos, entendía que siempre existirían reglas ignotas cuyo descubrimiento haría comprensible lo incompresible. Con precaución científica, había registrado en mi diario personal fecha y hora de mi increíble hallazgo, una descripción del mismo y algunas fotografías. Diciéndome que era tiempo de empirismo, me dispuse a trasponer aquel portal que desafiaba la razón. Llevaría el smartphone para filmar en tiempo real la experiencia y una libreta, que, junto a un bolígrafo, serían mi respaldo analógico en caso de que fallaran las baterías. Haciendo acopio de valor y ya preparado para la desilusión de encontrarme simplemente con material de subsuelo, extendí mi mano y accioné el picaporte. Escuché lejanamente que una puerta se abría y le llevó unos instantes a mi mente semidormida darse cuenta que solo yo habitaba la casa. Cuando finalmente lo hizo, disparó mi adrenalina y actuaron mis reflejos de supervivencia: pateé mis sábanas para desembarazarme de ellas y ya estaba de pie en la oscuridad junto a mi lecho, exigiendo a los gritos que se identificase aquel intruso. Desorientado por una inesperada negrura y casi muerto del susto por un salvaje alarido, instintivamente tanteé por una llave de luz que encontré y encendí, iluminando un dormitorio que jamás había visto. Sufrí un mareo instantáneo al reconocer en el polizón mi propio rostro. ¿Tú?, atiné a decir. ¿Vos?, contesté a ese yo en pijamas, seguramente con la misma cara de espanto que él. Siendo los mismos, básicamente, superamos rápido el asombro en busca de respuestas. No vale la pena contar pormenores, pero mi habitación resultó estar mágicamente conectada al sótano de un doble mío. Mientras reíamos histéricamente, el que tan bruscamente había despertado, me invitó a salir de allí para compartir un café en la planta baja; yo esperaba encontrarme de nuevo en casa, y él, imagino, quizás con un conocido pasillo. Pero nada de eso ocurrió. En cambio, una pared de calor húmedo nos golpeó el rostro y enmudecimos al encontrarnos ante otro clon, que, sorprendido en la espesura de la selva, nos disparó con su M16; abatidos, nos desplomamos sobre un piso mojado y cubierto de hojas podridas.

Ahora, tendido en un catre, curan mis heridas en un hospital de campaña ubicado en un recodo del rio Sông Cái. Aparentemente solo yo sobreviví y creen que soy el cabo John Smith. Por suerte soy un argentino que habla inglés.


 

EL SUEÑO INQUISIDOR

Luciano Lara & Juan Pablo Goñi Capurro

 

Anoche soñé que mi madre había muerto; recuerdo que me llevaban hacia una pequeñísima tumba en la que, en lugar de flores, ponía un trocito de tierra, parecida a los sobres de especias que venden en las verdulerías. Justo en el momento en el que aplastaba la tierra contra el césped, me invadía una tremenda tristeza y me largaba a llorar. Sentí que finalmente había comprendido cuánto amaba a mi madre, más allá de la difícil relación que tenemos.

Me levanté angustiado; no era para menos. Apenas me crucé con mi mamá por primera vez en el día, me acerqué a hablarle.

—Hola —le dije.

—Hola.

—Soné que te habías muerto —continué, y le hice un gesto como para que comprendiera que la quería.

—Y te agarró la culpa ¿no?

—¿Culpa por qué? ¡Culpa no! Tristeza. —Dejé que todo mi malhumor saliera a flor de piel.

—Por estar tan poco tiempo conmigo —dijo, resuelta.

Era una queja que, de tan reiterada, había perdido el efecto perturbador original. Eludí la discusión, la besé con algo de torpeza en la frente, y fui por las cosas que debía reparar.

El trabajo no me libró del recuerdo del sueño, me volvieron a toda hora las escenas del cementerio, combinadas con las expresiones de mi madre cada vez que me tocó embarcarme. Mujer joven, hubiera podido rehacer su vida en vez de atosigar a su hijo con quejas sin solución y semblantes funestos. Me ganó la rabia al punto de romper la red que estaba cosiendo. ¿Cómo pretendía que pasara más tiempo con ella? Si papá no hubiera alcanzado a enseñarme el oficio antes del accidente, no tendríamos siquiera la barca. Manejaba una dotación de hombres que dependían de mí.

Rumié esos pensamientos y consideraciones hasta la hora del almuerzo. La encontré poniendo la mesa, de ojos sombríos y manos lentas. Una pose. La detuve y, controlando no estallar, le compartí mis reflexiones, explicándole la necesidad de pasar semanas, hasta meses en el mar, cuando encontrábamos un cardumen. Terminé preguntándole cómo quería que pasara más tiempo con ella, dadas mis obligaciones.

Me escuchó paciente, y me respondió con una sola frase.

—Me gustaría saber quién dijo que las mujeres no podemos pescar.

Fue por la carne a la cocina, dejándome estupefacto, estado del que aún no salgo. Algo debo hacer, si quiero que el sueño del cementerio continúe siendo triste y no se convierta en una recurrente pesadilla culposa.



LA OSCURIDAD

Lidia Nicolai & Chelo Torres


No me mires de esa manera, como si yo fuera un pájaro sin plumas que vuela tranquilamente. No hace falta que te hagas el sorprendido ahora, esa era la imagen que tenías en tu cabeza, lo sé. En la casa, te contaba, los faroles de la calle no permitían una oscuridad completa. Por eso tuve que idear una manera de romperlos sin que nadie me viera. Sí, fui yo, mejor dicho, fue un tipo que conozco y que por unos pesos hizo el trabajo por mí. Ya sé que no está bien, pero todo era por el bien de mi investigación. Más se perdió en la guerra, dice mi abuela y creo que en esto vale. Un par de faroles rotos de vez en cuando no es problema. Era necesario, sí, claro que lo era. Porque aún no lo sé con precisión: la oscuridad prefiere el jardín al interior de la casa. Cuando yo era chica sucedía lo mismo, recién ahora que te lo digo me doy cuenta, nunca antes lo había pensado. Yo siempre prefería la oscuridad del jardín o del galponcito del fondo a la de mi cuarto. Solo a veces observaba la de mi habitación, pero muy poco. Si la oscuridad me hubiera llamado dentro de la casa, me habría evitado miles de reprimendas, pero no fue así. Sí, creo que me llama, aunque a vos te parezca loco, sin sentido. Aún no te he contado todo y tal vez cuando sepas más, también vas a poder entender un poco más todo y no verlo como una locura mía. Porque te voy a adelantar algo, esto que me pasa a mí, les pasa a todos, solo que no se dan cuenta. ¿Acaso pensaste alguna vez que es posible ver con los ojos? No creo, lo tomaste con tanta naturalidad que no lo ves como material del pensamiento. A la oscuridad se la toma con naturalidad, hay luz de día y oscuridad solo en algunas condiciones, por falta de sol por ejemplo o de luz eléctrica en ambientes cerrados. Todo “normal”, pero no es tan “normal”: en la oscuridad hay muchas cosas que nos afectan sensiblemente. En la oscuridad habitan las sombras. ¿Alguna vez has sentido una presencia a tu lado cuando transitas una zona oscura? ¿Un escalofrío? ¿Algo incontrolable? Seguro que sí. ¿Te has detenido a escuchar un murmullo inquietante? Los incrédulos no le dan importancia, piensan que ha sido el viento o los árboles, pero no, son ellas, las sombras. Necesito averiguar si la oscuridad es el conjunto de sombras o si solo es el espacio en el que habitan. Lo que sí tengo claro es que me atrae, como si fuera un imán y nosotros limaduras de hierro. Y tengo que averiguar qué tiene que ver conmigo y por qué parece que los demás no lo notan. Por qué me llama y yo la escucho. Si alguna vez desapareciese y no me encontraras, podrías buscarme en la oscuridad.




LAS AGUAS

Mercedes Mustaine & Víctor Lowenstein

 

Después de todo, aún sigue lloviendo. La casa parece flotar mientras la vida transcurre en la languidez de mi propia pasividad. Sospecho que ya nunca podré salir de aquí. Los alimentos escasean. Nadie podría llegar hasta nosotros a tiempo para salvarnos. Mi familia me observa como si yo tuviese las respuestas a lo que sucede. No, no las tengo. Los tiempos de tener respuestas o miedos ya ha pasado. La pregunta es si moriremos por nuestra propia mano o dejaremos que el agua o el hambre nos maten primero. Escribo para dejar constancia de mis pensamientos, no porque crea que alguien va a encontrar estas páginas. ¿Hace cuánto que llueve? He perdido la cuenta de los días. No funciona nada que nos conecte con la civilización, si es que sigue existiendo. Siempre había pensado que el mundo terminaría de una forma más espectacular. Quizás una explosión nuclear o un meteorito. No una interminable lluvia que borrará todo. Aunque debo aceptar, que al menos es un final poético. Irse como un llanto y no como una especie de chiste corto.

Nunca acepté la resignación; no quise quedarme quieto. Cada mañana parto en mi canoa por las aguas estancadas hasta las barricadas que cortan el paso hacia la isla próxima. Las fuerzas militares han puesto el límite allí; entiendo que con el fin de parar el riesgo de epidemias nada infrecuentes desde que comenzaron los confinamientos. Lo cierto es que en las orillas solían dejar cajas de provisiones, por orden del gobierno. No sé quien gobierna ahora, pero las viandas se han reducido desde hace tiempo y uno se considera afortunado si puede dar con algunas latas de guisantes, aunque sea una limosna mezquina y no la asistencia estatal que merecemos los ciudadanos.

Hace tres días hallé, en una barcaza encallada en las estribaciones de la orilla, cuatro potes enteros de jarabe de maíz. Solíamos desayunarlo en las buenas épocas; hace años que no lo probaba. Desde una atalaya lejana me hicieron señales de luces; supuse que era un saludo o algo así; ya no lo creo. La barcaza tenía el fondo bombardeado. La explosión de granadas había destruido gran parte de la cubierta. Remé toda la vuelta hasta mi casita cada vez más hundida en las aguas que no cesan de crecer. Los míos me recibieron alborozados pero mi esposa notó algo raro en mi mirada. No supe explicarle; este último regalo traía algo desconsolador en sí mismo. Ella y nuestros dos pequeños sorbieron con gusto el jarabe que les calmó el hambre por ese día. Poco pudo guardarse de los potes de apenas doscientos centímetros cúbicos, unas diez cucharadas soperas. Como dice mi esposa; “algo es algo” y también dice que debemos estar agradecidos por lo que Dios nos manda. No quise contradecirla pero no se trata de ningún Dios; son hombres, militares, responden a intereses para nada religiosos. Por último me preguntó si envié señales de luces para agradecer a los de la atalaya y mentí que sí, que estoy conforme con lo que se nos da.

No puedo parar de pensar. El jarabe de maíz es, esencialmente, un edulcorante. Mi madre me lo daba con tostadas durante mi infancia; se reía pues yo le agregaba manteca de maní para sentirle más sabor. El jarabe es puro almidón de maíz, no nutre ni llena el estómago. Pero ahí estaba mi familia pasando la lengua por el fondo recortado de los potes. Sorbiendo como animales algo que parece alimento y que solo es endulzante. Por eso me pregunto: ¿cuál es el propósito de ofrecernos un producto sin nutrientes, con algunas calorías apenas? Quizá se trató de una vianda de emergencia, a falta de nada mejor; quizá la próxima entrega contenga latas de carne o botellas de leche como antaño. ¿Y si no fuera así? A veces no hubo nada para darnos y volví a casa con las manos vacías.

La lluvia no cesa desde hace días y andamos con el agua hasta las rodillas. Esperaba que ninguno de los míos enferme. Bastante mal estamos ya.

Pienso también en la barcaza encallada donde espero encontrar más viandas mañana. Su fondo estaba lleno de agujeros que solo pudieron provocar la explosión de granadas que únicamente poseen los militares. Ellos nos niegan los traslados, nos tienen aquí confinados como cobayos. Temo que la bombardearon ellos mismos, para evitar que nadie la utilice. En balsa, o con canoas como la mía, se puede navegar al otro lado, hacia el sur, donde puede haber más islas con asentamientos humanos. Yo no avancé más que una media milla marina, para intentar pescar pero mis redes colaron agua nada más. Nos rodea una devastación como nunca pude imaginar, y solo sé que los civiles no tuvimos nada que ver con esto.

Mi familia ya no me pide respuestas. Quedaron tan agradecidos con la última vianda, que sólo esperan que vaya por la siguiente. Y apuesto que habrá otra. Ella y los niños me miran con rostros ilusionados y vehementes. La modesta ingesta del jarabe los puso ligeramente felices, en las nubes, atontados de falsas esperanzas. Les tomé la temperatura y hasta mi esposa sufrió unas líneas más de fiebre. Su rostro temblaba pero no se daba o no quería darse cuenta. Yo apenas probé ese líquido pero empiezo a sospechar que le inyectaron algún sedante fuerte, algo que los amansa como a los animales de circo.

 Volveré a salir hoy con mi canoa. Los chicos están tristes, tienen hambre otra vez y mi esposa se ha puesto a llorar sin causa aparente. No quisiera creer que son síntomas de adicción pero yo mismo empiezo a sentir una sed de algo dulce; algo azucarado que calme mi hambre creciente. Comienza a llover otra vez. Se diría que las aguas no cesan de caer salvo por breves períodos en los que las nubes vuelven a cargarse para arremeter con una nueva jornada tormentosa. Me tiemblan las manos. No me había ocurrido antes. Me tiembla todo el cuerpo a causa de esta sed que jamás había sentido. Está claro; estoy jodido. Tanto como mi esposa y los niños, estamos condenados. Pero aunque tiemble como una hoja sé que saldré, remaré porque lo único que me mantiene con vida es la esperanza torva de hallar en esa barcaza semihundida otros potes del jarabe que nos está empezando a matar.

Me reiré al llegar. Me reiré porque adivino que hallaré otros cuatro potes de jarabe de maíz. Ni leche ni latas de carne ni nada que sea alimento genuino. Solo el almidón envenenado del que dependemos para no morir de hambre y que, paradójicamente nos está matando. Me reiré de loco y hambriento, por estar asesinando a mi familia y cumplir los mandatos de los perversos señores de la guerra que juegan con nuestra supervivencia.

Tal vez no mate. Acaso este líquido dulce sólo nos vaya poniendo débiles, temerosos y obedientes. Es lo que ellos quieren. Es más fácil dominar a clases empobrecidas y hambreadas. En el fondo es la vieja historia, llevada a sus últimas consecuencias.

Remaré hasta la orilla. Recogeré los potes con la sonrisa de un enfermo de histeria. Mis manos temblorosas cargarán en la canoa el preciado endulzante que contentará a mi familia en tanto los irá enfermando cada vez más. No estamos en manos de ningún Dios; son ellos los dioses caprichosos y perversos que moldean una nueva raza de esclavos para servirlos a su antojo. Si hay un Dios, solo él conocerá las intenciones de nuestros misteriosos amos y señores. Pero reiré de alegría por llevarles algo a los míos; reiré con la misma felicidad entontecida que produce el jarabe. Y seguiré riendo al palpar el fondo bombardeado de la barcaza; y reiré aun más al ver las señales luminosas que me saludan desde la atalaya. Y si mis temblores me lo permiten, responderé con destellos de mi linterna para saludar y agradecer a los señores esta dulce dádiva del cielo. Y gritaré, si aun tengo voz en mi garganta: “gracias, Dioses, gracias” y si me escuchan se reirán de mí, pero ya no me importará mucho. Quizá hasta me haga feliz…


 

APLICACIÓN DE CITAS

Marcela Iglesias & María Elena Rodríguez

 

Hace algún tiempo abrí una cuenta en una de esas aplicaciones de citas. Me lo recomendó un compañero de trabajo, divorciado. Yo enviudé hace cinco años. Amaba mucho a mi esposa, pero la verdad es que me siento solo. Ya tengo sesenta años, mis hijos están grandes y mi montepío es muy jugoso como para dejar que se pierda. Mejor que lo herede una buena mujer. Pero ¿podré encontrarla? Todas mis posibles candidatas, sesentonas como yo, prefieren hombres jóvenes. Las jóvenes buscan sacarme dinero. No estoy para eso. Y de la dichosa aplicación, nada, ni un mensaje, ninguna estrella. ¿Habré hecho bien el perfil? ¿Habré puesto buenas fotos? Voy a revisar otra vez.

Hey, mira. Un corazón. Le gusté a alguien. Veamos el perfil. Está bonita. Dice que tiene cincuenta años. Dos hijos. Mmm. Me parece interesante. Pongamos corazón. La aplicación dice que emparejamos. Está sugiriendo que le escriba un mensaje. Esteee, a ver, ¿qué le pongo?

—Hola.

—…

—Me gusta tu foto de perfil.

—…

No contestó. Bueno, mejor duermo.

—…

 

¿Habrá contestado? Revisemos el celular. Me ha contestado. Y está en línea.

—Hola, mucho gusto.

—Hola. Me gustó mucho tu foto.

—Muchas gracias. Me gustó tu perfil. Soy nueva en esto.

—Yo también.

Ella vivía en Uruguay, yo en Santiago del Estero. Los dos buscábamos personas en un radio de cincuenta kilómetros; la aplicación nos había vinculado por error. Pensé que eso podía ser una señal del destino, creo en esas cosas, sincronicidades le llaman.

 

De esa manera la conexión había empezado. Los dos con experiencia en la vida pero nuevos en esta forma de relacionarse. El diálogo nacía de la soledad y la búsqueda.

—¿Por qué te uniste a esta aplicación? —pregunté. Quería descubrir la historia más allá de las fotos y el perfil.

—Después de mi divorcio, mis amigas insistieron en que probara suerte. Dijeron que era la forma moderna de conocer gente.

—¡Qué bien! A mí también me dijeron lo mismo. ¿Y cómo ha sido tu experiencia hasta ahora?

—Acabo de empezar. Esta es la primera vez que hablo con alguien.

Y así, fueron sucediéndose las noches de conversaciones, cada vez más íntimas. Pasamos de la aplicación al WhatsApp; más cercanos, cada vez más cercanos.

Le conté que me gustaban las películas francesas, me contó que leía a los poetas malditos.

Le hablé de mi infancia en el campo, me habló de su ilusión de publicar un libro.

Le envié fotos de mi ciudad, me respondió que le gustaría conocerla.

Compartimos nuestras historias y aquellos encuentros nocturnos se fueron convirtiendo en una necesidad. ¿Era amor? ¿O sólo una forma de escapar a la soledad?

—Podemos encontrarnos algún día —propuse una noche.

—Eso suena como una gran idea. ¿Dónde? —respondió ella, abriendo las puertas a otra posible realidad.

La idea del encuentro se concretaba noche a noche, calculamos distancias, averiguamos horarios de ómnibus, precios de pasajes, hoteles. Gualeguaychú fue el lugar elegido, cerca de la frontera, a mitad de camino entre los dos. Elegimos fecha. Sin embargo, esa certeza que sentíamos de noche era incertidumbre al amanecer. En el chat se borraba la distancia, ¡nos sentíamos tan cerca! Pero con la rutina diaria llegaban las dudas. ¿Sería verdad que iba a viajar para encontrarnos? ¿Podría el amor nacido en el ciberespacio concretarse en el mundo real?

 

La expectativa creció en mí hasta que llegó el día elegido para viajar. Ansioso, le escribí la noche anterior. No contestó; por primera vez en tantos meses no hubo respuesta. Mi celular permaneció en silencio. Al principio pensé que algo había ocurrido, un fallo de conexión, una enfermedad repentina, algo, algo que explicara aquel silencio. Después de días y días de preguntas sin respuesta la encontré en otra red social, tenía distinta foto de perfil y otro nombre pero allí estaba. Exploré el perfil por algo que me resultó familiar en la foto. Había algo allí que me detuvo. Supe que era ella cuando leí los versos que los poetas que la apasionaban. Sin dudas, era ella, mujer virtual, inalcanzable.

Desapareció del chat, no volvió a comunicarse. Tiempo después supe que muchas personas viven así, engañando y engañándose escondidos en el anonimato de las páginas de encuentro.





 BUSCANDO A LUANA

Claudia Isabel Lonfat & José Luis Velarde

 

Luana desapareció. Se fue junto con el otoño, una tardecita de finales de junio. Eso dijeron los que, mediante un saludo fugaz, aseguraron que la vieron pasar. Su pelo y su ropa olían a melón, su piel morena y cálida, a té con leche. Todos los hombres del lugar la miraban con deseo, pero ella no parecía humana, o simplemente no era para nadie de este pueblo mediocre y perdido. Se deslizaba como una gacela, y sus manos se movían como mariposas sobre las flores, mientras su mirada era una caricia para cualquiera que tuviera la suerte de tener su atención. Ya no le quedaba familia en el pueblo; no tenía nada que dejar detrás de donde la llevaran sus pasos, sin embargo su actitud no parecía normal; ni su desaparición, ni la conducta indiferente de los lugareños. Solo yo estoy desesperado por saber qué pasó, por qué se marchó sin despedirse. Maldita nostalgia. Ni siquiera puedo materializarla, apenas construyo metáforas. Recorro los caminos por donde ella solía andar para buscar lo que sus ojos vieron, aunque bien sepa que no podré repetir sus pensamientos, supongo que las nuevas perspectivas podrán darme alguna pista. La calzada principal del pueblo repleta de sombras podría esconder el destino de Luana, pero es solo una mera posibilidad entre todas las opciones que pudo elegir su mirada. Me desalienta ser incapaz de pensar como pensó ella. Si fuera de verdad un ángel como la imaginé tantas veces mis ojos no sirven. No tengo alas para elevarme en los cielos. ¿Cómo razonan los ángeles? ¿De qué manera se orientan en su existencia terrenal? Yo suelo evadir la luz solar. Siempre busco senderos sombreados, pero a Luana jamás la vi cubrirse de los rayos quemantes aún en otoño. Esta tierra sufre de insolación todo el año y todo el tiempo. Trato de no desalentarme. Repito el recorrido a las mismas horas en que ella solía deambular por la ciudad. Evoco el aroma de la fruta dulce, el tacto de las caricias que soñé me daba en horas eternizadas en la memoria. Entro y salgo de los sueños sin dormir. La luz y las sombras cambian, se alternan y conviven para adquirir connotaciones diferentes. Cuento los pasos. Tres mil ciento veintitrés para llegar al jardín. Cinco mil cuatrocientos dos me instalan en el lado norte del sanatorio pueblerino. Y si los divido entre cinco y los multiplico por ocho tendré un número telefónico al que podré llamarla. Nada. Conjeturas absurdas. Maldigo al concluir que de acuerdo a mi lógica personal debo esperar hasta que vuelva el día de otoño en que desapareció. Veintitrés de junio. Quizá entonces sea más sencillo encontrar las razones que la llevaron a irse. Falta casi un año. De todos modos no detendré mis pasos. Luana, repito, Luana, un mantra que me conduzca al instante en que ella decidió seguir otro rumbo.

Pero a uno que no se atrevió a firmar, se le ocurrió dejarme una nota que muerde la llama inicial de la duda sobre su desaparición. Un cobarde a quien no le puedo preguntar por qué me pide que busque en el río. Ahora el vacío se hace un océano en mi estomago martirizado por el dolor de la incertidumbre. ¿Qué es lo que debo buscar en el río? ¿Acaso los abejorros qué revoloteaban a su alrededor tentados por su aroma?

¿O tal vez sus mariposas? ¿Qué espera de mí el anónimo?

El silencio se destapó, y ahora Luana es como la cola cortada de una lagartija, se mueve igual, separada del cuerpo.


 

LA FURIA DE LA OBRA

Carlos Enrique Saldívar & Lucila Adela Guzmán

 

Aurelio intentó leer la novela de terror, pero un cansancio profundo lo invadía, dormitaba a ratos, aunque insistía en la lectura y por momentos asimilaba algunas líneas del libro. Cuando se dio cuenta de que no comprendía la historia, decidió dejar el texto a un lado y dormir. Se dijo que la novela no se enojaría con él, se rio por tan quijotesco pensamiento. Se acomodó en la cama y se dio cuenta de que el libro no estaba junto a la almohada. Escuchó un rugido y el terror entró en él. El viejo siempre tuvo una imaginación desmesurada, es por eso que a los ochenta sabía perfectamente que debía abstenerse de leer historias terroríficas y más aún de ver películas sobre posesiones diabólicas. El último episodio lo tuvo luego de ver el tráiler de «El exorcista». Cinco días imaginando estar poseído, esperando que de un momento a otro su cabeza diera vueltas como una calesita. Hasta dejó de acostarse en la cama temiendo levitar fuera de todo control, pasando días sin comer ni beber, sin abrir la boca, no fuera a ser que de ella salieran palabras impuras. Al sexto día de medicado, volvió a parecer normal. Aún así el hombre añoraba la magnífica sensación de vivir al filo de un desquicio y deseaba escapar de su tediosa vida de geriátrico, por ello eligió esa novela de la biblioteca. Luego de leer la solapa, se la llevó consigo. Encendió la luz del velador y buscó el libro bajo la cama, cuando recordó que en la contratapa del libro se leía: «Espeluznante historia que no lo dejará dormir por meses, la insana furia de esta historia se apodera del lector hasta el paroxismo, condenándolo a leerla de un tirón hasta el final. Leerla sin morir de pánico es el desafío.» El sol ilumina el comedor del asilo de ancianos; el desayuno de Aurelio lo espera ya frío, casi helado, tan helado como su cuerpo.


 

EL DESARMADOR DE BOMBAS

Daniel Frini & Sergio Gaut vel Hartman

 

El reloj digital de la bomba indica los últimos segundos. Ocho, siete, seis. El hombre se dispone a cortar el cable rojo. Cinco, cuatro, tres. Cambia de idea a último momento y con un rápido movimiento corta el verde. Dos, uno, cero. La explosión rompe los vidrios de las ventanas ubicadas a más de veinte cuadras a la redonda. Los forenses solo encuentran un incisivo y un dedo del pie del hombre. O al menos creen que eran suyos.

—De acuerdo, Wilson —dice el productor pasando el habano de cien dólares de una comisura a la otra—; usted no quiere que sea una película pochoclera y desea que su guión sea reconocido como el mejor de los últimos tiempos. Pero ahora explíqueme, ¿cómo hacemos para que el tipo se quede con la chica y, esto es lo más importante, para filmar El desarmador de bombas dos?

 

Los autores: Ada Inés Lerner (Argentina), Alejandro Bentivoglio (Argentina), Carlos Enrique Saldívar (Perú), Carmina Shapiro (Argentina), Chelo Torres (España), Claudia Isabel Lonfat (Argentina), Daniel Alcoba (Argentina/España), Daniel Frini (Argentina), Hernán Bortondello (Argentina), Iván Bojtor (Hungría), José Luis Velarde (México), Juan Pablo Goñi Capurro (Argentina), Judith Shapiro (Argentina), Lidia Nicolai (Argentina), Luciano Lara (Argentina), Lucila Adela Guzmán (Argentina), Manuel Serrano (España), Marcela Iglesias (Ecuador), María Elena Rodríguez (Uruguay), Mercedes Mustaine (Argentina), Oscar De Los Ríos (Argentina), Susana Vaquero (Argentina), Víctor Lowenstein (Argentina) y Sergio Gaut vel Hartman (Argentina). 




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