miércoles, 24 de abril de 2024

BIFICCIONES (SEIS)

 


LA HUELLA

Ada Inés Lerner & Lucila Adela Guzmán


Detrás de un pinar vemos caer un rayo azul brillante y cuando el asombro se va disipando desde el cielo se oye estallar una carcajada estentórea: es un trueno que nos sobresalta y desaparece, como si jugara a las escondidas con nosotros. Otro rayo ilumina la silueta de un monte de eucaliptos, refulge de un modo cada vez más intenso, se tornasola, se vuelve transparente y desaparece. Oímos el melancólico sonido de los búhos presintiendo la sed. Sin oxígeno, sin sombra, la sequía mutila nuestros cultivos, la humanidad muere de sequedad en la boca. La tormenta es seca y los caminos de agua, que las últimas lluvias habían abierto en el valle, son ahora huellas desdibujadas, que no alcanzarán para advertir al viajero del tiempo sobre lo absurdo de su propia existencia. Los viajes fagocitaron los recursos naturales del planeta... La huella desdibujada, será señal inequívoca de nuestra estupidez.


EL PRETO

(una historia innecesaria)

Claudia Isabel Lonfat & Patricio G. Bazán

 

En la villa lo conocían como el Preto. Nadie sabía su nombre y apellido, solo una vieja cédula con una foto infantil, tan borrosa como su existencia. El Preto estaba fuera del sistema, se había caído o lo empujaron;  tal vez, lo más probable, es que nunca haya pertenecido a ninguno.

El apodo pudo haber surgido como una burla por ser albino, el único albino de la villa. Usaba siempre anteojos de sol, oscuros y enormes, hasta los días nublados. “Nadie jamás me ha visto los ojos”, decía cuando le preguntaban; por eso, muchos aseguraban que eran rojos como los del diablo y que dormía con los anteojos puestos.  Él había creado su propio mito, magnificado porque nadie sabía o recordaba cómo fue su llegada a la villa.

El día que lo encontraron degollado, en un baldío cercano, tenía los ojos abiertos. El asesino se había asegurado que siguiera con los anteojos puestos, porque estaba de costado y con la cabeza inclinada. En la escena había diversos  y extraños elementos, y se notaba que fue preparada. No había salpicaduras ni sangre derramada.

—Y seguro que acá nadie sabe quién le rajó el pescuezo, ¿eh, Mae? —concluyó el comisario Barreto, estudiando el ajado rostro de la brasileña. Acomodó su grueso cuerpo como mejor pudo en la diminuta banqueta, incómodo pero acostumbrado a las espartanas comodidades de la casilla de la Mae (“Madre”, como le llamaban) Theresa; curandera, adivina y vaya a saber qué más de la villa. Más vieja que los propios orixás que invocaba. La Mae sabía cosas, por eso la visitaba tan a menudo.

Ella encendió un cigarrito negro y asintió en silencio un par de veces.

—Lo importante no es quién lo hizo, sino para qué —respondió con voz rasposa y profunda—. Seguro que notó las ofrendas alrededor del neguinho.

¡Ahí estaba otra vez! La anciana era ciega, pero supo describir con detalle el hallazgo del maíz, las velas, el tabaco y hasta las botellas de caña colocadas alrededor del cadáver. Y a él le constaba que por su ceguera ella casi ni salía de su covacha: los vecinos le acercaban lo que necesitaba para vivir con cierta dignidad, y poco más. “¡Vieja bruja!”, pensó con admiración.

—Por eso vine a verla, Mae. ¿Mataron al Preto mientras hacía un ritual?

La mujer ladeó lentamente con la cabeza, como si oyera cuchicheos sobrenaturales, sus ojos lechosos se asemejaban a dos huevos de porcelana.

—Otros hicieron el ritual. Él fue la ofrenda.

El semblante del policía se ensombreció.

Pensaba que los yorubas sólo sacrificaban gallinas cuando invocaban a… ¿Cómo era, Elenga?  —tanteó, inseguro.

—Elegguá, o también Elewa, Mañunga, Lubaniba, o Papá Legba, Guardián de la Puerta y Señor de las Encrucijadas. Y no, ya no le hacemos sacrificios de sangre: quienes le mataron no son verdaderos creyentes. Esto es magia negra  —concluyó.

De pronto, la cara de la Mae se deformó en una mueca grotesca, y murmuró casi sin aliento:

—El muerto… el muerto era un preto branco…

—Sí —contestó Barreto, y agregó—. Lo llamábamos Preto, pero era albino con rasgos de negro, y nadie le vio los ojos jamás. Eso era lo que él mismo decía y hasta se jactaba.

La Mae empezó a temblar y algunas imágenes se cayeron de sus estantes, otras estallaron, y sus pedazos se esparcieron como esquirlas sobre ambos. La brisa que entró al pequeño rancho,  a pesar de que las ventanas estaban cerradas, hizo que el comisario retrocediera dos pasos hasta chocarse con la pared. Por un momento, ambos se quedaron mudos y quietos, hasta que la Mae habló.

—Yo, que veo todo con el tercer ojo que me dio el Creador —dijo, abriendo sus ojos muertos al máximo—, no pude ver que era un negro blanco. Ningún humano podría entender lo que eso significa.

Hechizado por aquellas palabras, el policía caminó como un zombi hasta una de las figurillas caídas, aún intacta.

—Un negro blanco… —murmuró, mientras observaba los pequeños y delicados detalles de ese pequeño ídolo africano, cuyo rostro le parecía tan familiar pero, al mismo tiempo, tan desconocido. ¿A quién le recordaba? Si no fuera por su piel oscura...

En la quietud de aquella estancia, la voz de la Mae retumbó más fuerte que los truenos que se acercaban poco a poco.

—Hasta los dioses intentan escapar de su destino, igual que todos nosotros. Aunque tomó la forma de un albino, al final sus hermanos divinos descubrieron su intento de fuga y lo castigaron.

—El… Preto... ¿era el propio Elegguá? —balbuceó Barreto. Dejó la estatuilla sobre la desvencijada mesa, casi con reverencia.

—La historia jamás contada dice que cuando Elegguá quiso escapar, la ira hizo temblar la Tierra… —Hizo una mueca de dolor, y se pasó la mano por la boca para limpiar un hilito de sangre—. La profecía dice: “La criatura andará errante, sin saber su pasado ni su futuro, hasta que el mismo infierno venga a buscarlo…”

En ese momento,  se escuchó una explosión que sacudió todas las paredes del rancho y destrozó los vidrios. Barreto miró por la ventana, y lo último que vio, fue una ola de fuego arrasando la villa.

Todos dirán que el asentamiento estaba sobre un gran yacimiento de gas que nadie conocía, pero ningún experto podrá explicar por qué explotó.

 

 


ILUSIONES

Guillermo Corte & Oscar De Los Ríos

 

Una mujer miró por la ventana sin reparar en que el cristal, en el ángulo inferior izquierdo, estaba astillado formando un pequeño calidoscopio y, el superior derecho, con una rotura emparchada con vidrios coloreados, imitaba un ave tratando de alzar vuelo con una presa en el pico. La vista que se desplegó ante su mirada le mostró el parque y los árboles, despojados, desnudos; una gris mañana de invierno y un cuerpo flotando en el estanque.

Un enano se asomó por un instante al mismo ventanal por el ángulo inferior izquierdo y percibió, a través de las mil puntas que se clavaron en sus pupilas, que su imagen huía mutando de formas, según en qué astilla de vidrio posara la vista, que se alejaba dejando un rastro de sangre.

El hombre alto se acercó distraído y, seducido por el vitral de colores, observó una escena tan violenta, en el exterior, que no pudo menos que apartar la vista; percibiendo recién a los otros dos, que ahora lo miraban a él.

Afuera, la mujer y el enano lo apuñalaban. Adentro, la misma mujer y el mismo enano tomaban el té. Era bizarro. En un mismo instante los tres personajes compartían una bebida y eran protagonistas de un acto cruento.

Pero esto no extrañó al hombre alto, no era la primera vez que veía su propia muerte, ya le había sucedido varias veces.

—Pues bien, díganme. ¿Qué pretenden? Y no lo nieguen, lo sé todo —les dijo.

—No tiene que llegar a eso. Hablemos —dijo la mujer.

—Lo estoy viendo ahora, me matan en el patio, entre los dos. Quise huir, pero finalmente caí apuñalado en el estanque.

—Déjeme ver. —La mujer se acercó al ventanal.

La primera vez que el hombre alto vio su muerte fue a los catorce años. Observó cómo lo ahogaban en el mar. La segunda vez, a los veinte, cuando fue testigo de su estrangulamiento. Podríamos decir que trataba de una habilidad especial.

—¡Ahhh! —grita horrorizada. El cuerpo flotando en el estanque, ahora, es el suyo.

En total, el hombre alto había sido testigo de su propia muerte doce veces. Todos asesinatos. Esta rara habilidad le permitía evitar el suceso; sin embargo, tenía tres reglas muy estrictas.

La primera se llamaba “la regla del silencio”, y consistía en no poder revelar sus visiones, excepto a quienes veía en ellas.

—Déjeme ver a mí.

Esta vez se acercó el enano, pero no pudo ver, dada su estatura, a quién habían matado.

—¿Quién es? ¿Es usted? —le preguntó a la mujer y esta se sintió morir.

La segunda norma se denominaba “vida por vida”. En lugar de su vida debía entregar otra.

—Ahora vayamos al patio —les ordenó el hombre alto, sacando de entre sus ropas un puñal.

La tercera regla, era la regla “de la reparación”. La visión tenía un costo, no era gratuita.

Una vez en el patio, la mujer se sintió desfallecer, no podía olvidar que en la segunda visión la muerta era ella. Le temía a los dos, pero si el hombre alto había burlado a la muerte, ¿por qué ella no podía hacerlo? El enano, en cambio, estaba tranquilo: el que huía con el puñal en la mano era él. ¿Por qué esto habría de cambiar? El hombre alto le entregaría el puñal, mataría a la mujer y huiría.

El hombre alto los miró a los dos a los ojos, necesitaba saber que habría compensación, y la mujer comprendió lo que debía hacer.

De pronto todo se precipitó, la mujer, tomó el cuchillo que le ofrecía el hombre alto y, sin darle tiempo a reaccionar, apuñaló al enano por la espalda. Luego se sentó a esperar a la policía. Había comprendido que debía pagar para seguir viva. El hombre alto se alejó con paso rápido, buscando una nueva pareja con quién practicar su acto de prestidigitación.

 

 

 



PARA VERTE MEJOR

José Luis Velarde & Carlos Enrique Saldívar


—¿Puedo ver un poco más de lo que veo? —dijo mientras agitaba una fotografía ante el espejo.

—¿A qué te refieres? —interrogó una voz de tonalidades cristalinas.

—Los espejos encantados deberían saber los deseos de sus dueños y no preguntarlos.

—Si tienes quejas debes presentarlas en el Departamento de Objetos Hechizados, en la tienda departamental donde me adquiriste.

—No quiero discutir. Sólo pretendo ver un poco más.

—Si te refieres a la tipa… se pondrá más fea conforme envejezca.

—Quiero ver más de ella en este instante; me importa el presente, no el futuro.

—Es importante que pienses en el futuro. Lo que las personas hicieron o hacen no es primordial, sino lo que harán. ¿Quieres ver un poco más de ella? Mira.

—¡Excelente, nos vamos a conocer!

—Sigue mirando.

—¿Qué? ¡Esta maldita va a asesinarme! Pero…

—¿No querías verlo? Ocurrirá de todos modos. Nada podrá evitarlo.

 

 


EL SUEÑO ETERNO

Luciano Lara & Juan Pablo Goñi Capurro

 

En el piso había tres o cuatro mantas. Suficiente reparo para mi musculatura, agobiada por el día de marcha, pero poco satisfactoria solución para mis dos compañeras de ruta. Dejé que lucharan en vano por un cuarto; me quité las zapatillas, coloqué la mochila como almohada, me tendí sobre la tierra y me cubrí con la manta más cercana. Techo y abrigo, el piso no era duro, ¿qué más? Me dormí sin conocer la suerte de mi hermana y su amiga; me arrullaron sus voces airadas procurando intimidar al posadero. Quizá tuve un sueño plácido; o, tal vez, que el blanco de las agudas quejas de las chicas fuera otro, me procuró cierta beatitud, cierto alivio parecido a la felicidad.

Al despertar, las mantas continuaban en la pila. La choza carecía de puerta, el sol se veía tentador. Me calcé y salí con los elementos de higiene.  Supuse que las chicas habían hallado un lugar más cómodo para sus figuras delicadas, y que las encontraría desayunando.

Apenas crucé la puerta, aquel sol tentador había perdido brillo y los colores de la naturaleza aparecían un par de tonos más apagados de lo normal. Intenté una respiración profunda que también resultó un tanto extraña; ineficaz. Mi hermana y su amiga estaban ahí, en el lugar exacto en el que me había imaginado. Tomaban mate. Me dirigí hacia ellas. Mi hermana levantó la mirada y sonrió; devolví la sonrisa mientras apuraba el paso, pero de inmediato volvió la vista hacia su amiga como si no me hubiese registrado.

—Lucía —le dije, pero no me miró—. ¡Lucía! —insistí—. ¿Dónde durmieron anoche?

Ella giró la cabeza levemente hacia mí y abrió la boca como si fuese a decir algo. Juro que yo no aguantaba más la intriga; quería saber a toda costa dónde habían dormido…

—Pensar que ya pasaron cinco años —dijo mi hermana, mirando a su compañera —; gracias por acompañarme, te juro que en este lugar me siento más cerca de mi hermano.

 

 


EL MAPA

Alejandro Bentivoglio & Javier López

 

No tengo tiempo ni ganas de moverme. Esto provoca que las cosas se compliquen y que otros tengan que resolver muchos asuntos por mí. Me quedo desparramado en el sofá mirando el techo, como si estuviese esperando descubrir algo notable. Tratando de unir las sospechas sobre las manchas de humedad y las grietas que se marcaban en la pintura como trayectos de un mapa secreto. ¡Un mapa secreto! ¿Cómo no lo había visto antes? Este reproduce la disposición, de manera algo tosca, de mi casa. El hall, la cocina a un lado, el salón a otro, que da entrada a un largo pasillo y varias habitaciones. Una parece estar marcada específicamente. Es mi dormitorio. Y el lugar señalado, la cama. Decido ir allá. Me quedo desparramado sobre ella mirando al techo, donde las manchas de humedad y las grietas marcan la pintura como trayectos de un mapa secreto.

 

 


DIÁLOGOS

Doris Camarena & Ricardo Bernal

 

Deberías conocer bien a todos aquellos con quienes dialogas. Primero fueron los telégrafos, luego los teléfonos y ahora la Internet. Nunca sabes quién está ante la otra pantalla. Así que recibes un correo, o algún conocido te invita a chatear; no sabes de él hace tiempo y el placer del reencuentro te entusiasma. Le notas extraño pero con el tiempo la gente cambia.

Durante meses conversas, juegas, haces confidencias, recuperas la cercanía hasta que alguien, inadvertidamente, pregunta si supiste de lo ocurrido al pobre de X, y te cuenta que su muerte, hace ya algunos años, fue algo muy trágico.

Ahora imagina que es un desconocido, durante meses conversan, juegan, hacen confidencias… y nunca te enterarás.

 



DESDIBUJADO

Carmina Shapiro & Alejandro Fabián Aguirre

 

Una vez más, cinco y media de la mañana, un viejo abría los ojos en la ciudad. Pero no era un viejo como otros, no. Este hombre acababa de cumplir ciento diez años. Hacía muchísimo que él se despertaba temprano a la madrugada para quitarse el óxido de las articulaciones. Era un paseador del alba por excelencia, además de una especie de figura repetida, casi un elemento del paisaje. Sus paseos trinaban como los pájaros mañaneros mientras la ciudad renovaba los rituales para iniciar las conocidas jornadas laborales. Sus añejados huesos acumulaban kilómetros y kilómetros de paciente descenso por el ascensor, desde su departamento con olor a libros, té en hebras y leberwurst, hacia el confort urbano de las baldosas de cemento aplastadas y alisadas por el peso de millones de peatones. Pero cuando sus pies tocaban el asfalto no era igual.

Hacía tiempo que el viejo se sentía raro, no sabía qué era lo que le sucedía pero cuando caminaba era como si no tuviera peso. En cierta forma estaba delgado, la pronta cercanía de la muerte había aguzado sus calambres estomacales. Lo que más temía era que al morir iba a tener que dejar su ciudad, esa que le había curado todas sus penas. Pero eso no le había impedido caminar a paso firme.

No tuvo hijos y la mujer con quién vivió nunca lo amó, solo se dedicaron a soportarse hasta que ella falleció; todos sus amigos y conocidos también habían muerto.

Ante tanta soledad, con los años se había dedicado a recorrer su ciudad, principalmente aquellos lugares donde había sido feliz. Entre estos sitios estaban: la plaza que le recordaba a su madre, su antigua escuela donde tuvo sus aventuras de niño y el viejo puente donde dio su primer beso.

Esa mañana comenzó a caminar y se dio cuenta de que sus pies no tocaban el suelo y se asustó. Luego, al visitar la escuela y mirar los muros del edificio le embargó una profunda emoción, pero también sintió terror. Porque cuando puso su mano en esos ladrillos viejos, esta no solo traspasó el material sino que esa parte suya de carne y hueso se fusionó con el muro. Por un momento su mano fue un dibujo sin contorno sobre la pared.

Muy nervioso, se apresuró a volver a casa mientras hervían las preguntas en su cabeza, ¿eran alucinógenas las hebras de té que le habían traído de la India, estaba con demencia senil, o acaso había muerto y no se había dado cuenta? Entonces prendió una hornalla, puso su mano al fuego, y se quemó y así comprobó que estaba vivo.

Pero eso no fue todo. En el espejo de su baño había escrito algo desconcertante: ¿estás listo anciano?

Agitado, parpadeó fuertemente mientras se vendaba la quemadura. Cuando levantó los ojos no vio nada en el espejo. Se sentó un momento en la cocina, pensando qué hacer, preocupado porque no podía olvidar lo sucedido. Entonces resolvió volver al sitio. Agarró distraídamente un tentempié y salió pronto hacia la escuela.

Otra vez sus pies se sentían extrañamente livianos, no luchaban contra el rozamiento. La brisa citadina parecía buscarlo y envolverlo con una voluntad propia. Inspiró profundo y se le cayó el tentempié al piso, aunque el viento se había llevado su necesidad de comer.

Cuando llegó a la escuela las veredas se habían aleado con sus piernas. Sorprendido por eso, apoyó las manos contra la pared para intentar evaluar la situación, pero ya no estaban, se habían fundido en el muro. Finalmente se sentó en los escalones de la entrada para recuperar el aire y en ese momento su vientre se desdibujó en ellos. Suspiró, y miró su adorado y conocido cielo, que acogió su rostro sin demoras. Ahora el viejo era parte de la ciudad.

 



ATRAPADO EN EL FLUJO TEMPORAL

Nicolás Micha & Sergio Gaut vel Hartman

 

Esperé que la cinta transportadora trajera mi maleta y permanecí unos segundos junto a ella para orientarme; luego la ubiqué en el carro, al lado del bolso que contenía... la máquina. Pido disculpas por rehusarme a nombrar el artefacto que inventé. Prefiero que hable por sí mismo cuando describa lo que hace y no designarlo como cronotróntempógrafo u otra ridícula denominación por el estilo. Por fortuna, para los escáneres de control pasó como una vulgar notebook y solo restaba hacer contacto con el profesor Korvachev para poner en marcha la más audaz exploración científica de los últimos cincuenta años. Sin embargo, mi inquietud volvió a florecer cuando advertí que el físico no me esperaba como habíamos pactado y en su lugar, enarbolando un cartel mal escrito con mi nombre, había dos sujetos semejantes a los que aparecen en las peores películas sobre mafiosos rusos.

Estaba claro que no podía rehusarme. Agaché la cabeza, y acepté todas sus órdenes. Me subieron a una camioneta negra. Luego me pusieron una bolsa en la cabeza.

El trayecto fue silencioso. Hasta que, once minutos después, sentí una fuerte presión en el cuerpo.

Cuando abrí los ojos, la bolsa ya se había desprendido. A primera vista, solo pude distinguir mis manos ensangrentadas. Y poco a poco comencé a interpretar que la sangre pertenecía a los cuerpos machacados de aquellos hombres robustos.

Comencé a mirar a mis alrededores, con mucha dificultad. A tan solo unos centímetros logré distinguir mi maleta debajo de uno de esos hombres. El impacto no había sido piadoso con él; la mitad de su mandíbula había sido arrancada hacía abajo; colgaba y se balanceaba lentamente. El hombre aún respiraba. Pude saberlo por las lágrimas que cubrían sus ojos, y un último leve suspiro.

Las posibilidades allí estaban, pensé. Solo debía arrastrarme para sacarle la maleta.

No pude. Mis piernas habían sido aplastadas por el frente del coche que nos había impactado.

Respiré para tranquilizarme y focalizarme. No desperdiciaría el trabajo de los últimos veinte años.

Sentí que mis piernas se salían de mi cuerpo. Pero a fin de cuentas, lo logré.

Abrí la máquina, y tecleé rápidamente: treinta y siete horas. Y justo cuando estaba a punto de tocar el botón rojo, escuché unas voces. Desde el vidrio aplastado y quebrado, vi como un hombre similar a aquellos matones me sonreía pícaramente mientras me apuntaba con una pistola.

No dudé en apretar el botón. ¿Qué podía hacer, si no? Era mi única opción. A pesar de que me habían disparado, la maquina acabó funcionando. Aunque no cómo me hubiera gustado…

Una vez más, me encontraba en el aeropuerto, frente a esos dos matones que tenían en un papel mi nombre mal escrito. La diferencia sustancial es que yo podía recordar lo ocurrido en el ciclo anterior y ellos no me conocían. Comprendí que saltar en el tiempo no solo no resolvería la situación sino que me precipitaría en un rizo eterno, del que jamás saldría. Pero tampoco podía retroceder espacialmente. Si me movía hacia la zona de equipajes los individuos me perseguirían sin prestar atención a las normas del aeropuerto. Descartados tiempo y espacio, solo quedaba una dimensión utilizable, la dimensión ficcional. Me acerqué a los sujetos con mi mejor cara de Pastor de la Genuina Iglesia de Jehová Crucificado y les dije en perfecto ruso, aprendido en las escuelas de idiomas Gagarin de Rostov-on-Don:

—¡Hermanos! ¡Fuisteis elegidos por Nuestro Señor, Jehová Crucificado, para predicar su Palabra en los rincones más recónditos de la inmensa Rusia…!

Como imaginé, los tipos salieron corriendo a toda velocidad, poniendo la mayor distancia posible con mi máquina y su inventor.


Los dieciocho autores: Ada Inés Lerner, Lucila Adela Guzmán, Claudia Isabel Lonfat, Doris Camarena, Carmina Shapiro, Alejandro Fabián Aguirre, Ricardo Bernal, Patricio G. Bazán, Guillermo Corte, Oscar De Los Ríos, José Luis Velarde, Carlos Enrique Saldívar, Luciano Lara, Juan Pablo Goñi Capurro, Alejandro Bentivoglio, Javier López, Nicolás Micha y Sergio Gaut vel Hartman.

 

 

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