Édgar Omar Avilés
Fui contratado por el subcampeón del mundo, el gran maestro internacional Anatoli Shukov, quien se presentó en mi despacho, acompañado de un hombre que fungía como traductor. El subcampeón estaba enloquecido: fumaba como chimenea mientras sus músculos temblaban y sus ojos enrojecidos de ira se inyectaban de más sangre cada vez que pronunciaba “Caissa”. Su acompañante hacía esfuerzos por traducir aquella furia. Según me explicó, conocía mi prestigio, el prestigio de Solsticio Atxayácatl, como investigador privado y destrozador de reputaciones, decenas de veces probado con y contra artistas y políticos; sabía de mi debilidad natural por un millón de dólares; así como de mi curiosidad por los enigmas del mundo. Y Caissa parecía un hermoso enigma.
Sobre Caissa, la historia documenta su aparición siete años atrás, cuando se inscribió al Festival de Ajedrez de la Ciudad de México. Tras su victoria demoledora en las partidas relámpago, recibió la oportunidad de participar en otros torneos, donde también se alzó invicta. Como se negaba a proporcionar datos sobre su persona, la prensa empezó a nombrarla Caissa, como la musa del Ajedrez.
“Caissa, así decidieron llamarme…”, respondió lacónicamente tras ser la revelación en el torneo Morelia-Linares, en donde, con asombrosa facilidad, se erigió campeona. Su Elo se calculó rozando la barrera de los 3000 puntos. Sin embargo, luego de invicta en simultáneas contra los diez más importantes grandes maestros internacionales del mundo, su Elo se estimó por arriba de los 3250 puntos. De la noche a la mañana, aquel enigma encabezó las más prestigiosas revistas no sólo de ajedrez, sino de deportes y farándula de todo el mundo, en las cuales, con mayor o menor seriedad, se buscaba en vano explicación para aquél prodigio de cuerpo esbelto, espesa cabellera negra y piel apiñonada, de poco más de veinte años y de hablar parco. Tan parco, que parecía levitar más allá de los estímulos del mundo.
Enroque
Mi olfato y una prostituta me llevaron a Benjamín Torre. Era un hombre lleno de miedos, que se negaba rotundamente a hablar sobre el asunto. Así que tuve que fingirme su amigo, además de darle algunos de los dólares que Shukov me proporcionaba.
Benjamín me explicó que una noche, diez años atrás, mientras buscaba una baratija en el desván de su casa, encontró una caja rotulada con el nombre de “Carlos Torre Repetto”. En ella había medallas, manuscritos y fotografías. Con aquellos hallazgos en las manos, sonrió ante el recuerdo de su tío abuelo: el más grande jugador de ajedrez mexicano y sin duda uno de los mejores de todos los tiempos; quien pudo aspirar a ser el campeón mundial, pero a los veintidós años decidió no volver a jugar ajedrez de forma profesional. Esa noche, Benjamín permaneció hasta el amanecer entre los recovecos del desván. Luego pasó meses leyendo y estudiando el casi centenar de cartas y apuntes de partidas que encontró.
Tras reproducir muchas de las partidas anotadas de puño y letras por su tío abuelo, Benjamín dio con una que estaba escrita en una hoja algo más amarillenta. Tras un vistazo, le pareció algo sin valor: una partida trunca, luego de un enroque en la jugada número veintiuno. Sin embargo, al ver la fecha, su interés creció: estaba datada de septiembre de 1926, justo en el Torneo de Chicago donde el maestro Torre interrumpió de súbito su carrera profesional. La partida fue creada fuera del torneo, en la habitación de un hotel, según se anotaba. Al recrearla, fue descubriendo que eran jugadas atípicas y magistrales. Al llegar a la jugada veintiuno, el enroque de blancas, sintió que el cielo se estremecía, mientras las piezas del tablero de ajedrez se convulsionaban, se contraían, ganaba corporeidad humanoide: las 64 casillas y las 32 piezas amasaban sus formas, se metamorfoseaban, hasta que terminaron convertidas en una bella joven de piel apiñonada que le dijo: “buenos días” al aterrado Benjamín, y se marchó de la casa. Desde aquel suceso, los ojos de Benjamín se fueron llenaron de desazón, hasta que un miedo profundo se instaló para siempre en sus pupilas luego que, un par de meses después, volvió a saber de ella por la prensa y la televisión.
Zugzwang
—¿Qué es un conjuro? —le pregunté al chamán.
—Es la conjunción, ¡la conjunción!, de hechos y circunstancias; formulaciones místicas que atraen la atención de los dioses… “Reactivos”, por así decirlo, de una fórmula… —la lengua del chamán parecía escupir las palabras, como una víbora.
—… ¿Y un conjuro puede ser una partida de ajedrez? —dije, pensando que aquel hombre que fumaba una combinación de cortezas soltaría una carcajada.
—El Misterio, ¡el Misterio!, tiene rutas incomprensibles. Los movimientos de una partida de ajedrez... por ejemplo…
Dejé un billete en la mesa del chamán y me retiré, jugando con las monedas que me quedaban en los bolsillos. Como Shukov demoraba ya dos semanas en depositar a mi cuenta de banco, el dinero me escaseaba. Sin embargo, Solsticio Atxayácatl no había construido su reputación con fracasos. Estaba resuelto a hipotecar mi casa y aún a llegar hasta las vísceras del infierno para resolver el caso. Ya luego me las arreglaría para cobrar cada centavo y sumar otros pormenores.
Una de tantas historias a las que me había llevado mi investigación, contaba que en el año de 1789 el húngaro Wolfgang von Kempelen construyó un autómata: una máquina que jugaba magistralmente al ajedrez a la que nombró “El Turco”. Tras un incendio, El Turco quedó reducido a ceniza. Posteriormente, ya en la pobreza y en espera de la muerte, Wolfgang afirmó que El Turco no fue un sorprendente mecanismo de relojería, sino simplemente un armatoste donde podía introducirse un hombre.
Cuando la conocí, la anécdota me pareció una de tantas burlas que registra la historia, como el monstruo del Lago Ness. Sin embargo, las semanas de callejones sin salida, el misterio de las coincidencias y aun mi intuición, me llevaron a investigar sobre Wolfgang. Fueron decenas de libros apolillados los que consulté, algunos en alemán o latín, para los cuales requerí asesoría de traductores. Agotadas las bibliotecas de Hungría, mi investigación me llevó en vuelos de tercera clase a oscuras ciudades de más de una docena de países. Platiqué con herederos cuya alcurnia genealógica alcanzaba a registrar datos trasmitidos de padre a hijo durante más de dos siglos. La conclusión me estremeció. Todo se agolpaba, engranaba con precisión ajedrecística: Wolfgang von Kempelen mintió, sabrá el cielo amenazado por qué oscuras fuerzas. El Turco realmente existió, y no fue un simple autómata, sino una vida inteligente a base de engranes y poleas: un conjuro formulado de manera fortuita en un tablero de ajedrez por el que se dijo su creador.
Contragambito
A la mitad de una partida, defendiendo el campeonato mundial por quinto año consecutivo contra el subcampeón Anatoli Shukov, Caissa desaparece: su hermosura invicta es presa de combustión espontánea ante la sorpresa de todos los participantes, del público presencial y de los televidentes. Shukov sonríe, mirando atento el tablero donde se ha fraguado la última jugada: un enroque de negras en la jugada veintiuno. Tras el desconcertante suceso, del que la prensa y la televisión siguen todos los pormenores, Anatoli es de nuevo el campeón mundial. Y yo, Solsticio Atxayácatl, acreciento mi fama de investigador y recibo un millón de dólares más medio millón en compensaciones extras, que, sin embargo, no alcanzarán nunca para costearme el precio que pagaré por haberme ahondado en los misterios del ajedrez.
Fueron tres extenuantes años de investigación, el mismo Shukov estaba por perder las esperanzas, pero la frustración de no poder ser el campeón del mundo, de ser doblegado siempre por la genial Caissa, le apremiaba a invertir gran parte de las ganancias que obtenía como subcampeón del mundo en los recursos que yo precisaba para desentrañar aquel misterio.
Algunas veces me rogaba, en otras me gritaba, exigiendo resultados tangibles para que él, Shukov, jugara con la maestría de Caissa o que desentrañara la mentira de aquel prodigio: que demostrara al mundo la farsa; que diera pruebas, por ejemplo, de que aquella chica de espesa cabellera en realidad tenía una antena en la cabeza a través de la cual captaba vía satélite la información de mil computadores. Sin embargo, la respuesta no estaba en el reino de la mente de Caissa, ni en el reino de la tecnología vía satélite. La razón que buscaba la encontré en cien noches de desvelo estudiando metafísica y los casos “El Turco” y “Carlos Torre”.
Sobre El Turco, puedo afirmar que Wolfgang von Kempelen simplemente coincidió con la partida que lo creó, y luego el pánico lo orilló a destruirlo físicamente con fuego, y desaparecerlo de la memoria del mundo al afirmar que era un trebejo dónde un hombre enano o muy delgado se introducía.
Sin embargo, la historia de Carlos Torre es muy distinta: él conocía el misterio de El Turco y secretos aún más terribles que lo orillaron a alejarse del ajedrez profesional y a encerrar su maestría, multiplicada, en aquella partida de veintiuna jugadas de donde surgió Caissa. Pero Torre cuidó de dejar otros veintiún movimientos para la destrucción de aquel monstruo. Rompecabezas que desentrañé en los apuntes fraguados por el maestro Carlos Torre cuando ya contaba muchos años de su retiro: jugadas que parecían estúpidas en el desarrollo de partidas magistrales. Eran, sin duda, una expiación inconsciente. Un entrecortado llanto de culpa que fluía dolorosamente en forma de partida de ajedrez.
La combustión espontánea de Caissa tranquilizó el espíritu bajo de Shukov. Pero yo, que desafortunadamente supe en mi investigación no sólo sobre el enigma de Caissa, sino muchos otros misterios del ajedrez (más de un maremoto, una pandemia y una guerra han sido y seguirán siendo conjurados en las sesenta y cuatro casillas del bien y el mal, ya por inocentes o por perversos ajedrecistas), no tendré en toda mi vida una sola noche sin pesadillas, donde millones de peones lanzan gritos de terror mientras agonizan.
Edgar Omar Avilés nació en Morelia, Michoacán, el 22 de mayo de 1980. Es narrador y ensayista. Egresado de la licenciatura en Comunicación social en la UAM-X y de la generación XXIX de la Escuela de Escritores de la SOGEM. Cursó la Maestría en Filosofía de la Cultura en la Universidad Michoacana de San Nicolás de Hidalgo. Cursó estudios en la Licenciatura en Letras hispánicas de la UNAM. Fue alumno del taller de narrativa de Alberto Chimal durante cuatro años. Colabora en revistas, suplementos y sitios de internet como Ágora, Bonsai, Blanco Móvil, Castálida, El Puro Cuento, Fahrenheit, La Jornada Semanal, Molino de letras, Underwood, Opción y Tierra Adentro, entre muchas otras. Parte de su obra se encuentra en las antologías Fantasiofrenia Novísimas voces de la literatura mexicana, Los mejores cuentos mexicanos, Antología de Cuentos de Ciencia Ficción , Cupido negro, Grageas. 100 cuentos breves de todo el mundo, Corto circuito y Vamos al circo. Minificción hispanoamericana, entre otras. Sus libros: La noche es luz de un sol negro (2007) Guiichi (2008) Luna cinema (2010) Rasabadú (2014).
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