TRIGAMIA
Carmina Shapiro
Luisa Madariaga Young & Sergio Gaut vel Hartman
Fresco, lúcido y sereno, a pesar de que había bebido como un vikingo, Aarón Salazar decidió realizar una experiencia fuera de lo común. En función de que sentía un ímpetu inusual gracias al ajenjo tragado, se decidió a conquistar a la vez a las tres hembras alienígenas que lo habían rechazado sistemáticamente. El frenesí juvenil parecía haber retornado a su espíritu, y aprovechando que por una de esas coincidencias inusitadas las tres estaban conversando animadamente en el salón pequeño de la casa de Regina Blativicius, arremetió con vehemencia, se arrodillo y lanzó un apasionado discurso.
—Las amo a las tres con toda la potencia de una nave Crew Dragon, deseo casarme con ustedes y hacerlas inmensamente felices. Si aceptan las llevaré a dar la vuelta al universo, las cubriré de joyas y les permitiré que se embriaguen hasta la inconsciencia con cuanta bebida existe.
Las alienígenas detuvieron de a poco su conversación ante el número que estaba montando el humano.
—Tranquilízate, Salazar —dijo Märn, la inmensa, violeta y peluda viajera del sur de la galaxia—. Está claro que no conoces la diferencia entre el ajenjo y el amirys. Deja de beber o quedarás hecho una babosa.
—Necesita comer algo —espetó secamente y con desagrado la Yírgola, sin dejar de mirar dos de los tentáculos que Yenitza sostenía entre los suyos.
—Sí, pediré un pastel de batata.
Märn tocó el botón de su mesa que encendía la luz de órdenes, y pidió una porción con doble ración de crema agria. El dulce le devolvería los pies a la tierra, la conexión con este espacio-tiempo, y la crema agria moderaría el éxtasis que apenas comenzaba y, como no sabían cuánto había bebido, podía estallar con virulencia en cualquier momento.
Aarón seguía en el piso, mirándolas embobado como un perro ante un trozo de carne tierno y jugoso. Yenitza lo contempló divertida y habló sin soltarse de la Yírgola.
—Oigan, tal vez no está mal la idea… Las leyes galácticas permiten el matrimonio como un contrato con cláusulas electivas y condiciones particulares… Entre las tres y con los contactos viales de este idiota, podríamos hacer buenos negocios, ¡seríamos magníficas empresarias! —Y con el mismo entusiasmo le dijo a Aarón—. ¡A ver si no terminamos siendo nosotras quienes te llevemos alrededor del universo y te cubramos de joyas! —Y soltó una carcajada sonora y estridente que vibró en un amplio registro e hizo tintinear algunos objetos alrededor, llenando el aire de ruiditos como si las cosas rieran con ella.
Las ventosas de Yenitza que sostenía la Yígorla vibraron también y los colores de la piel se movieron en sintonía. La Yírgola sonrió satisfecha, ese espectáculo nunca perdía su magia. Ella, que conocía cada rincón del sur de la galaxia, con cientos de aventuras en su haber junto a sus dos disímiles amigas, comprendía asombrada que el terrícola le despertaba una profunda y mágica curiosidad. ¿Qué puede ofrecer este debilucho humano que apenas cuenta con cuatro extremidades amén de que dos de ellas estaban en el piso, dobladas bajo el peso de las ropas que traía puestas? ¡Ah!, pensó, la propuesta de matrimonio solo la hacía pensar en la parte reproductiva.
Miró fijamente a Yenitza tratando de interpretar el cambio repentino en la vibración de sus tentáculos, pero su amiga había cerrado todos los ojos dejando fluir un bien elaborado plan. Märn también tocó sus ventosas; ahora las tres podían decirse cuanto quisieran sin que Aarón se enterara y, al mismo tiempo, continuar el juego con el terrícola para trasladarlo a su propio territorio.
—Altreans nos espera y queda más cerca —dijo Märn con una sonrisa dibujada en todo lo que, con cierta buena voluntad, podemos denominar rostro—. Sus leyes son más flexibles que las de la Confederación Galáctica. ¿Qué dices Aarón? Nos interesa la idea de este matrimonio y con tus contactos en Altreans debe ser muy fácil. ¿Tienes fuerzas suficientes para levantarte y seguirnos en tu propia nave?
Aarón se levantó del piso tratando de mantener el equilibrio, sopesando las palabras y el cambio repentino en el tono de estas, hasta ahora, inalcanzables hembras, algo que en su más profundo yo plantó una lucecita de duda, pero que desechó de inmediato; el deseo de conquista era demasiado poderoso y mucha su autoconfianza. Sabía que las tres estaban pensando en su poder financiero, capital que podrían derrochar a manos llenas. Luego estaba la propuesta de viaje a un planeta que conocía como al suyo y donde tenía las mejores relaciones. Este es mi día de suerte, pensó.
—Tengo fuerzas para eso, e incluso para poseerlas a las tres durante un año estelar completo —alardeó el terrícola.
Esta vez las risas fueron casi catastróficas, y la casa de Regina Blativicius se sacudió como si hubiera sido afectada por un sismo grado 9.9 en la escala de Richter.
Las alienígenas retomaron su conexión telepática y el comentario colectivo, que me permito sintetizar incluyendo la exposición de cada una; fue algo así:
—¡Pobre infeliz! Como si fuera capaz de determinar qué hay que estirar, penetrar, absorber, desplegar, impregnar, saturar, fijar, encajar, separar, reblandecer, transformar, retraer, macerar, invertir y masticar en nuestros cuerpos. Pero, en fin, ¡todo sea por el beneficio!
Una vez más, algo que podría considerarse una sonrisa de beneplácito recorrió los cuerpos de las extraterrestres. Aarón, que ignoraba por completo cuál sería su destino al final de la aventura, también estaba feliz.
Claudia Isabel Lonfat
Javier López & Ada Inés Lerner
Al principio pensé que la impresión de ingravidez tenía que ver con las zapatillas de deporte que acababa de estrenar. Pero, aunque eran bastante cómodas, cuando me las había puesto en casa para salir en absoluto tuve esa sensación que ahora experimentaba y que provocaba en mí un bienestar inexplicable. Tardé poco en darme cuenta de que no eran alucinaciones mías, sino de que algo realmente extraordinario estaba sucediendo: los viandantes, y yo mismo, caminábamos varios centímetros sobre el pavimento. Descubrí que no parecían advertirlo, incluso una anciana con bastón se deslizaba feliz sin tropezar. Si todos estaban conformes e incluso confortables no era cuestión de generar caos e intranquilidad. Parecía no perjudicar y por lo visto nos beneficiaba. La dinámica de poblaciones es el principal objeto de la ecología en particular y la evaluación de las consecuencias ambientales por las acciones humanas. Duró poco ese bienestar, porque con el correr de las horas, la ingravidez se fue acrecentando aceleradamente, y la incipiente felicidad de poseer un cuerpo liviano, grácil, sobre todo para aquellos impedidos por alguna discapacidad, se fue convirtiendo en un problema creciente. Los que pudieron abandonar su bastón o su silla de ruedas, empezaron a flotar como plumas, y el resto, debíamos sujetarnos a objetos pesados, y cuando ni siquiera eso era suficiente, recurrimos a los autos. Ahora todo está por terminar. Hasta los océanos comenzaron a flotar.
Luciano Doti
Ada Inés Lerner & Fernando A. Puga
Alberto se preocupa porque su novia, Elena, no regresó con el grupo que ascendió al Everest; los compañeros le dicen que ella quiso llegar a la cima y no aceptó los consejos de nadie. Ansiaba llegar para poner su bandera. Alberto arma un grupo y escalan hasta que llegan a la zona de la muerte, donde se expone la vida por la falta de oxígeno. Siguen buscándola hasta que la encuentran congelada, sentada y en posición de reflexión. Alberto está muy triste, y en ese momento lanza una serie de reproches contra Dios y contra la propia víctima. ¡Cómo pudiste ser tan egoísta!, le reprocha a esta última. La única respuesta que recibe es una ráfaga de viento helado que, por motivos difíciles de explicar, le produce cierto alivio, una sensación de paz. Medita, se replantea su vida sin Elena. Si quisiera podría terminar con la vida que le queda y acompañar a su novia en ese viaje que, en ese lugar, se intuye de un modo casi palpable.
—¡Ay, Alberto! ¿Por qué dudas?
—¿Quién anda ahí? —pregunta girando de prisa la cabeza de un lado a otro.
—Soy yo, amor mío. ¿Quién si no? Ven conmigo
—No puede ser. Me estoy volviendo loco —grita Alberto y se aprieta con fuerza las sienes—. Si es cierto ¡pruébalo!
El alud lo arrastra sin darle tiempo siquiera a escuchar el eco de su grito. Elena, sacudiéndose la nieve todavía fresca, esboza una sonrisa.
BÚSQUEDA DESESPERADA
Sebastián Fontanarrosa
Carmen Rosa Signes Urrea & Patricio G Bazán
Pese al testeo diario del medidor emocional de organismos dendriformes implementado por la empresa de desmonte Chepoknet, la historia había vuelto a repetirse.
“Mi pequeño hijo no se perdió en el bosque, un árbol rebelde se lo llevó. Torturaré a cada uno de esos desgraciados hasta recuperar a mi hijo.” Aquellas fueron las últimas palabras del leñador Nikolai antes de renunciar a
Los crímenes de Nikolai Shevchenko convirtieron la taiga Siberiana en un sitio todavía más hostil.
Su búsqueda frenética trazaba una senda de destrucción que podía seguirse en el mapa, corriendo pareja junto al río Podkamennaya. Nikolai sabía que el evento ocurrido en 1908 estaba relacionado con el secuestro del niño. Creció escuchando los relatos de los viejos tunguses, y sabía que los hómbres-árbol eran más que leyendas de leñadores analfabetos. Todas esas criaturas, tan parecidas a los árboles que derribaba a diario, morían indicando lo mismo: Tunguska.
“Aguanta, pequeño Alexei; Papá está en camino”, susurró.
Pero la venganza tiene doble dirección. El cuerpo del niño fue mutilado como quien deshoja una flor. Sus miembros cercenados –ambas manos y un pie– se descomponían nutriendo el terreno.
Las máquinas retiraban con presteza a las víctimas de un padre iracundo y herido que, a pesar del esfuerzo, jamás encontraría a su hijo. Únicamente Chepoknet tenía potestad para reservar zonas de la deforestación, y así hicieron constar la franja de taiga originaria del culpable del secuestro. Eran gente de palabra.
EL LIBRO
Alejandro Bentivoglio
María Elena Rodríguez & Joyce Barker
Bergson afirma ser el único capaz de descifrar el libro aunque yo no estoy seguro de que esto sea cierto. Los meses avanzan y él se niega a mostrar los resultados de su traducción. Tampoco quiere dar demasiados detalles de cómo fue que lo encontró. Las descripciones son vagas. Los que participaron en las excavaciones tampoco han sido muy útiles en la reconstrucción de los hechos. El libro fue hallado en la tumba que Bergson descubrió y parece ser lo único que llamó su atención aún cuando había toda clase de objetos que podría haber estudiado con la misma minuciosidad. Uno de los colaboradores dijo que hasta daba la impresión de que Bergson ya sabía de la existencia del libro, y que la tumba no le importaba en lo más mínimo.
Las autoridades del museo han pasado por alto la conducta de Bergson porque la clasificación de los objetos e, incluso de la momia y el sarcófago ocupa el tiempo de la mayoría de los científicos. Pero yo creo que el libro debe ser examinado por alguien más que el propio Bergson. Apenas logré verlo cuando lo trajo al museo porque se apuró a guardarlo bajo llave en su propio estudio. Sin embargo, noté algo extraño, no parecía estar construido en ningún material que yo hubiese visto antes.
Pude comprobarlo el domingo que llamaron a Bergson muy temprano y salió pálido, casi sin peinarse y olvidó cerrar con llave.
Entré al escritorio y busqué con sigilo, como había visto a mi abuela buscar en los cajones del abuelo hacía ya muchos años. ¡Allí estaba el libro! Visto así de cerca en realidad parecía más una caja o un cofre. Era de un color gris brillante y sorprendentemente liviano para su tamaño y apariencia.
Las hojas eran de algo similar a un fino metal. En ellas estaban impresos símbolos que me resultaron vagamente familiares. Los examiné largo rato con interés. No eran muchas las cosas que recordábamos de los años anteriores al Gran Colapso, (yo, apenas la imagen de mi abuela) por eso nos pasábamos días excavando en busca de nuestro pasado. Pese a los esfuerzos, nada de lo encontrado hasta ahora, ni las tumbas, ni los sarcófagos, nos brindaban mucha información, o tal vez no sabíamos interpretarla.
Tenía entonces razón Bergson al ocuparse del libro pero, ¿por qué su interés en ocultarlo? Si bien él era el más sabio, el más viejo y trabajaba más que nosotros, estábamos todos en lo mismo, aprendiendo a vivir en aquella isla que sospechábamos era la única porción de planeta habitable.
Seguí pensando en aquellos símbolos… ¿figuras?, ¿letras?, ¿fórmulas?
¿Por qué mi memoria se llenaba de imágenes que no entendía?
A pesar de mis conocimientos, no descifraba lo que veía. Pero algo vibraba en esos símbolos y sentí el cambio de presión en mi piel, a la vez que se erizaba. Luego de eso vi unas imágenes. Podría asegurar que yo flotaba buscando un libro en el borde superior de los estantes de una enorme biblioteca. Debía urgentemente sacarlo de ahí y esconderlo. Abajo, afuera de los pasillos, veía sentado en una pequeña mesa redonda de lectura, a un hombre que me miraba intentando pasar desapercibido. Hasta podría decir que era la cara de Bergson.
La escena se esfumó al escuchar unos pasos. Cerré el libro y salí del escritorio. Bergson estaba afuera. Nervioso, lo saludé y le mentí diciendo que buscaba unos guantes de látex. Respondió asustado: “Este libro no se entiende, se experimenta, y lo que experimentas es lo que eres”. Después me preguntó si había visto imágenes al abrirlo. Dije que no. Continuó con que era peligroso, que alguien que no debía abrirlo, lo hiciera; que ese metal aún no se ha estudiado y que no diga nada. Terminó confiándome que, al abrir el libro, se vio dentro de una biblioteca buscando a un ladrón de textos egipcios sagrados.
Sentí escalofríos, pero sé bien lo que tengo que hacer: quitárselo y esconderlo nuevamente. Pero voy a esperar su traducción, por simple curiosidad. Tendría que ser muy astuto para engañar al resto de los expertos.
LAS LLUVIAS
Ana Cristina Rodrigues
João Ventura & Frederico S. M. de Carvalho
La lluvia tenía un tono azul que teñía el mundo alrededor del pozo. Nada se movía más allá de las gotas de agua y el silencio era inquietante. La lluvia se detuvo tan repentinamente como había empezado, y sin embargo, el mundo seguía siendo azul.
Cuatro pares de alas rompieron el silencio y las aves se posaron en la pared del pozo. Tenían dientes y gruñían, discutiendo quien se quedaría con la presa, extraña criatura con dos brazos, dos piernas y sin pelo ni plumas.
Empezó a llover de nuevo, pero ahora el agua era roja, y al contrario de la primera lluvia, esta hacia ruido a caer al suelo, que se fue ampliando hasta que parecía un trueno. Las aves se agitaran, y de mala gana, después de un breve periodo de tiempo, despegaran y desaparecieran.
La criatura bípeda se levantó del suelo y, con paso vacilante, se acercó al pozo.
Piezas de ropa esparcidas alrededor de los muros de piedra sin fin. Recuerdos de aquellos que, como la criatura, también buscaban la libertad, pero fracasaron. De las profundidades llegó el rugido de la bestia que guarda las puertas de lo que había sido el hogar del bípedo. Tres cabezas de perro, el aliento húmedo, y el color de los ojos de sangre fresca, como la lluvia que cesaba, anunciando el escape del infierno del hombre sin alma que ahora vagaba en un mundo que ya no es el suyo.
EL FAMOSO LIBRO
Dora Gómez Q
Hernán Bortondello & Sergio Gaut vel Hartman
Atravesamos el vestíbulo, un lugar tenebroso, impregnado de olores hediondos y una humedad casi pantanosa, y desembocamos en la biblioteca del doctor Stevens, una estancia de no menos de treinta metros cuadrados cuyos muros eran estanterías colmadas de volúmenes de lomos descoloridos. Garfield dio tres zancadas y fue directo hacia un sector de la librería de donde extrajo un ejemplar que se apresuró a entregarme. Lo abrí con aprehensión, ya que el papel, más que amarillento, era verdoso.
—¿Este es el famoso libro del que tanto me habló? —argumenté, decepcionado.
—¿Qué esperaba? ¿La biblia que el cura le entregó a Atahualpa?
Alcé la vista para mirar a mi interlocutor directamente a los ojos. El sujeto pretendía que yo pagara un par de cientos de miles por “eso”. Ya otros habían tratado de estafarme, sin éxito.
—Esto no es lo que prometió.
—El Necronomicón —dijo Garfield—. El libro que estaba buscando.
—El Necronomicón no existe. Esto es una burda imitación, o sea, un liso y llano fraude. Alguien se dedicó a fabricar un libro para que pareciera antiguo; probablemente hizo varios. Pero yo no soy idiota, Garfield.
El supuesto bibliotecario, librero o lo que fuera el individuo que conocí en una lóbrega tienda de la calle Defensa, chasqueó la lengua, ofendido.
—Ya sabe que Lovecraft aseguró que un ejemplar del Necronomicón estaba en Buenos Aires; Borges lo corroboró, y yo lo robé. Sí, lo robé y también su libro El rumor de los insectos por la noche. Fue cuando se derrumbó la pared detrás de la cuál estaban junto a otros. —Pensé que era mejor que me fuera antes de que el timador me hiciera el cuento de Borges quedándose ciego después de leer el libro—. Llévelo, le doy también la nota que estaba entre sus páginas.
Era un papel finito y amarillo. Decía:
“Protégeme con tierra y agua. Destrúyeme con aire y fuego”.
Me sentí descompuesto en aquel lugar tenebroso. Habrán otros ingenuos con los cuales se pueda hacer una diferencia, pensé, así que tomé el libro dispuesto a pagar el disparatado precio, pero Garfield había desaparecido, y sin el dinero…
Mis manos comenzaron a hincharse y sentí un escozor por todo el cuerpo.
Un gato negro me miraba desde uno de los estantes mohosos.
Soy alérgico, pero no a los ácaros, ni a los gatos, sólo a picadura de insectos. Mi lengua se hinchó dentro de la boca. Abandoné todo mi escepticismo cuando el oxígeno ya casi no entraba a través de la glotis inflamada. Consideré quemar el libro y toda la biblioteca para salvar mi vida, pero ya no había tiempo.
Corrí.
El zumbido de unos insectos me ensordeció, me clavaron sus aguijones, haciéndome perder el equilibrio y el libro voló por el aire. En mi afán por ganar la calle estuve próximo a desnucarme al pie de la insólita escalera construida en medio de la calle Agüero, cuando de pronto vi que una mujer recogía el libro.
Mis ojos lagrimeaban y apenas podía vislumbrarla recortada contra el cielo gris. Parecía altísima desde mi perspectiva: casi de bruces contra dos escalones que me separaban de la vereda y el escape del horror. La extraña extendió un brazo y me tomó la mano derecha.
—¡Levántese, chamigo! ¡Salga rápido de esta trampa de Añá! —dijo con tonada guaraní.
Apoyándome en una rodilla y jalado con firmeza logré incorporarme. Ni bién posé los pies en la acera, mi salvadora arrojó el Necronomicón escaleras abajo acompañándolo con un conjuro.
—¡Atrás, Rostro Negro! ¡Tú no has sido invocado! —Juro haber visto la oscura cabeza de una serpiente gigante reptando hacia la superficie antes que el hueco desapareciera reemplazado por viejas baldosas. Ya no sentía ahogos y no existían rastros de mis hinchazones ni de los endemoniados insectos—. ¿Has visto? ¡La magia de los Grandes Libros Tebanos no falla! —exclamó con alegría—. Soy Lea Giménez —se presentó—; trabajo en la Embajada de Paraguay, allí enfrente, Por mi cercanía, la Orden de Santa Teresa de Jesús me ha enviado a cerrar este maldito portal disfrazado de libro.
—¿Pero como supo…? —pregunté intrigado.
—Nuestros iluminados detectan espiritualmente las erupciones del Añaretá. Perdón… del Infierno. Algo ocurrió en los túneles de la Biblioteca Nacional Mariano Moreno. Como verá ella está a cien metros de nosotros.
—Entonces el muro que se derrumbó y liberó esto…
—Ocurrió en un tramo subterráneo de la biblioteca, sellado a instancia nuestra. Bueno, señor… ¡Qué Dios lo acompañe! —y cruzando calle Agüero se alejó por Avenida Las Heras.
PESADILLA
Estefanía Alcaraz
Luciano Lara & Luciano Doti
La mujer a la que había amado hasta hacía un par de días había muerto. Una amiga en común me visitó para contármelo. Una extraña enfermedad la había atacado llevándosela en dos horas. El impacto de imaginarla muerta me aterró, no estaba seguro de que ya no la amaba.
Por suerte desperté. Una sensación de alivio se apoderó de mí apenas me di cuenta de que había estado soñando. Enseguida le mandé un mensaje: “¿Estás bien? Tuve un sueño horrible”.
No me respondió ese primer mensaje. No sabía si se debía a que ella ya me consideraba parte de su pasado, y por lo tanto no deseaba volver a contactarse conmigo, o a que ese sueño había invadido mi mente para informarme de algo real. Lo único que podía dar por cierto es que una vez más estaba dejándome llevar por pensamientos mágicos. Decidí insistir enviando otros mensajes, los cuales corrieron la misma suerte que el primero.
Con mi mente abrumada, caminé hacia la esquina de Gutiérrez y Alsina, donde ella vivía. Golpeé la puerta y en minutos salió un hombre esbelto, de cejas espesas y bigote chistoso.
Pregunté por ella y rápidamente apareció Belén, miró extrañada.
—Damián ¿Qué son esos mensajes? Hace años nos separamos.
No pude responder, sentí náuseas y recordé mis últimos años sin ella. El pérfido tiempo y mi mente se habían mofado de mí. La pesadilla era que el muerto en su vida era yo.
ORDALÍA
Patricio G. Bazán
Javier López & Eduardo Mancilla
Despertó con un atroz dolor de cabeza. Ardientes clavos le atravesaban el cerebro, y la marea ácida del vómito contenido amenazaba con ahogarlo. Se incorporó como pudo, y a trompicones se dirigió al improvisado baño. El minúsculo espejo le devolvió la imagen del sobreviviente de una catástrofe, y en cierto modo lo era. Lo último que recordaba era la demoníaca máscara de su captor, el calor insoportable y el golpe que lo sumió en un mar de preguntas.
Principalmente no entendía cómo un par de copas le habían conducido a ese estado. A él, acostumbrado a vaciar botellas sin mayores consecuencias que una ligera resaca matinal. Ahora recordaba, lo de anoche fue un baile de disfraces. Quizás el camarero fue su captor, empuñando como arma una botella de alcohol barato. Arma blanca, argumentarían algunos. Pero para él, arma de fuego, letal, fulminante. Y ahora tenía que ir a trabajar y funcionar como una persona normal durante la jornada.
No encontró placebo alguno con que sofocar el fuego que carcomía sus tripas. La ducha helada apenas calmó su desconcierto y las siete campanadas lo volvieron a la realidad de su penosa existencia. En el suelo quedó el vestido rojo, indisimulable trapo de prostituta, como lo había dejado en la madrugada antes de caer rendido. Abrió el ropero, se calzó la sotana, el cuello blanco, alisó su cabello y salió raudo para impartir la misa de las ocho en punto.
LA SELVA
Alejandro Bentivoglio
Sebastián Fontanarrosa & Víctor Lowenstein
La selva parecía crecer todo el tiempo convirtiéndose en el único paisaje posible, como si el cielo mismo pudiese desaparecer. Incluso la tribu que la habitaba tenía que ir corriendo todo el tiempo las chozas en las que vivían porque las plantas y los animales lo invadían todo. Y no es que los animales la pasaran mejor. Las cuevas o los árboles donde solían dormir se desplazaban sin ninguna clase de lógica y era imposible reencontrar la guarida que quizás habían logrado armar el día anterior. Los habitantes de la ciudad estaban al tanto de esto y ya se preparaban para luchar. Estaban armados con pistolas, machetes, lanzallamas, cualquier cosa que detuviese el avance de ese montón de caos verde que día tras día iba avanzando como una especie de monstruo alienígena que quisiese reconstruir el planeta a su voluntad. Algunos valientes se habían animado a adentrarse en aquel mosaico móvil, pero apenas unos pocos habían logrado regresar con vida. Aseguraban que bastaba con quedarse dormido unas horas para morir estrangulado por lianas o ser aplastado por rocas que momentos antes no estaban ahí. Por eso ahora se tenía precaución y nadie se metía en la selva sin un habitante de la misma (aunque tampoco eso aseguraba salir con vida de allí).
Cuatro años después, los intentos de frenar el avance del fenómeno empeoraron la situación. Ni las montoneras erguidas con desesperación y desparpajo, a fuerza de tractores, motosierras y bombas caseras, ni los ejércitos con toda su especialización y poderío armamentístico, como tampoco la agrociencia mancomunada a las acciones, aportando en última instancia poderosos glifosatos experimentales (dispersados mediante bombas de racimo), dieron resultados satisfactorios. Por el contrario: monstruosas mutaciones se originaban cuando el organismo, raudo y feral, se regeneraba desde sus mismas brozas. Los registros fotográficos satelitales aterrorizaban. La muralla China, los montes Urales, el Himalaya y hasta la amazonia estaban desapareciendo. También comenzaba a invadir el permafrost siberiano. Las únicas extensiones que hasta el momento se mantenían ajenas a la metástasis descontrolada eran los océanos y los mares. La migración de extraños animales por tierra y aire resultaba caótica, y la emisión nocturna de dióxido de carbono cuando la selva respiraba cobraba víctimas en un radio de tres kilómetros a la redonda.
Alucinante resultó ser el destino de un sobreviviente. Ganó trascendencia convirtiéndose en el primer héroe. Hablo de Liam Moriger, un piloto de la American Airlines, único sobreviviente del vuelo 715 con 184 pasajeros a bordo. Hoy la opinión pública sospecha que el individuo había omitido (bajo presiones gubernamentales) cuantiosos detalles sobre su terrible experiencia. Su avión había sido raptado de los cielos por enormes lianas tentaculares que dejaron la aeronave apresada a ochenta metros de altura. Moriger se enfrentó no solo a la hambruna y a las posteriores prácticas antropofágicas, también aseguró haber resistido los embates demenciales de extraños simios asesinos. Tras la expansión de la selva, la cual comenzó cuando esta detuvo su desplazamiento sobre los desiertos de Atacama, Moriger, visionario ante el caótico cuadro de situación, se embarcó para nunca más volver a tierra firme.
El avión jamás despegó… lo confesó el mismo Liam, quien sobrevivía en su balsa, como muchos escapados de tierra firme, a otro amigo que se había tragado todas esas historias de lianas gigantes y simios…
En primera clase viajaba Aaron Berger, nobel de química, creador de la supermolécula que absorbía microplásticos. El grueso de los pasajeros había optado por bajarse del avión; la pista se cubría constantemente de malezas salidas del parque aeroportuario.
Los nervios de la espera trastornaron a Berger. Presa de una crisis buscó a Moriger para confesarse: su molécula funcionaba inyectándola en cierta planta silvestre, la betulácea. Al no recibir financiación para su proyecto de plantíos masivos, inicio uno propio sin suficientes estudios previos. Los brotes se desarrollaron hipertróficamente desprendiendo esporas que prendían en cualquier terreno. ¡El origen de la plaga!
Berger, culposo, fuera de sí, pretendía viajar a cierto foro internacional para proponer un proyecto salvador: ratas modificadas genéticamente que devoraban betuláceas. Quería reproducirlas por millones y soltarlas sobre las ciudades. Estaba desquiciado. Combatir una plaga generando otra, nada menos que con roedores, transmisores de tantas pestes, era un despropósito. La posibilidad de que un Nobel convenciera a la comunidad científica era el peligro real. Fue al comando para alertar a torre de control. Envió al copiloto para detener a Berger.
Al quedar solo oyó gritos, disparos. Salió presuroso a la cabina de pasajeros descubriendo horrorizado que Berger le había arrebatado el arma a su compañero, y disparaba sobre la tripulación.
Luego, el científico hizo lo previsible. Se descerrajó un tiro en la sien. Moriger abandonó la escena del crimen. Sintiéndose en parte responsable de aquella masacre, escapó de la nave y del mundo, para ser olvidado.
LA CAÍDA DEL CABALLERO OSCURO
Alejandro Bentivoglio
Jorge Zarco & Rafael Martínez Liriano
Estaba sentado tranquilamente en el living de mi casa, dispuesto a comer unos fideos recalentados cuando escuché un ruido estrepitoso y todo se llenó de polvo. El techo había caído aplastando el televisor, el sofá, y la mesa ratona que había comprado unas semanas atrás. Un enorme bulto negro estaba en medio de ese caos. Me quedé quieto, sin saber qué hacer. ¿Llamar a la policía?
Luego vi que el bulto se movía. Un tipo disfrazado de murciélago se puso dificultosamente de pie y tosió sangre y mugre.
—¿Batman? —pregunté.
—No, el fantasma de las navidades pasadas —dijo, sonriendo bobaliconamente—. Sí, soy Batman. Necesito agua oxigenada, unas vendas y curitas. Muchas curitas. Y whisky, mucho whisky.
El hombre murciélago procedió a quitarse la armadura. Tenía cortes por todas partes. Una camiseta no muy blanca dejó ver unos músculos que ya no parecían tan imponentes. Tampoco sus calzoncillos negros con un batisímbolo imponían mucho respeto.
—¿Estaba persiguiendo a alguien? —pregunté.
—A decir verdad, no —dijo Batman, que de Batman solo conservaba la capucha y las botas—. Estas batisogas no son tan precisas ni fuertes como me gustaría. A veces le erro a algún edificio y termino cayendo sobre una casa. No sé qué arquitecto diseñó estas casas bajas. Esto es un caos edilicio.
—Bueno, lo que sea, pero ahora no tengo techo.
—Te compraré otra casa; necesito sentarme un rato. Combatir el crimen es agotador.
—No lo dudo, dadas las circunstancias. —Fue una protesta débil, sin mucha convicción, frente a un implacable señor de la noche en calzoncillos y uniforme de látex onda sado—. ¿Perseguía al Joker?
—Siempre lo persigo, pero hoy no. Ya le dije que se cortó la batisoga
—Lo suponía. La semana pasada, el otro día como quien dice, volvieron a sacar la última peli de la franquicia por la tele.
—¿Qué franquicia?
—La de Batman…
—¡Yo soy Batman, no una puta franquicia! —El aliento del que en apariencia debería ser Bruce Wayne apestaba la atmosfera. Había un clima de violencia soterrada en el aire y homo erotismo subyacente para el que no era momento de manifestarse—. ¡Cómo se atreve a dudar de mi identidad!
—Estooo… es fácil, porque está ante… ¡Super Psiquiatra!
—¡No, me niego a no asumir mi pasión declarada hacia los personajes de la DC cómics! —El Bruce Wayne de pacotilla intentó meterme una patada en los huevos y se la pesqué al vuelo, haciéndole una llave de judo que derretiría al mismísimo Bruce Lee.
—¡Confiese su demencia, expulse su mierda interior! —grité. Batman agarró una batidaga y me la tiró de mala manera. La pesqué al vuelo, pero al hacerlo tropecé estampándome de espaldas contra la alfombra persa de tercera mano. Bruce Wayne intentó la huida, pero resbaló por los escombros producidos en su aparatosa caída. Ninguno de los dos estaba ya para muchos trotes.
—¿Se hizo daño? —preguntó el Caballero Oscuro, ya que a fin de cuentas, y antes que nada, es un paladín de la causas justas.
—No creo haberme hecho menos del que usted se ha hecho —respondí.
—Vaya, eso es verdad, no siento la espalda y me crujen las costillas… ¿Por casualidad no será usted médico?
—¿Qué haces padre? —preguntó Jaime, ingresando a lo que antes era el living.
—No pasa nada, Jaimito… fue solo un pequeño accidente. —Los eufemismos nunca se me han dado bien.
—Mmm, ¿llamas un pequeño accidente al hecho de que una parte del techo ya no existe y que tú estás en el suelo junto a un señor en calzoncillos vestido como Robert Pattinson?
Estos niños de hoy, tan observadores y tan irónicos, pensé.
—De hecho, estoy vestido como el mejor Batman de todos —aclaró el Caballero Oscuro.
—¿Cristian Bale? —preguntó Jaimito
—Querrás decir Michael Keaton. —Le reproché a mi hijo.
—Nooo, el mejor de todos… el gran Adam West —aclaró el protector de Gotham mientras trataba de ponerse de pie de la forma más digna posible, pero fracasó miserablemente. Mi hijo y yo compartimos una mirada por aquel pobre hombre y sus gustos en lo que a Batman se refiere.
—Deberíamos llamar una ambulancia. —Jaimito había sido el único capaz de decir algo sensato en todo ese tiempo.
—Batman no puede someterse a ningún tipo de autoridad —dijo Batman con una extraña voz gutural, mientras desaparecía en medio de una extraña nube de humo, después escuchamos un vidrio romperse y un bulto pesado aplastar un auto en la acera.
GALAXIAS
Daniel Alcoba
Javier López & Melisa Cancio
Desde chico fue catalogado como raro... principalmente cuando a los tres años empezó a relatar sus sueños de viajes astrales. Para cuando cumplió ocho, no admitía en su plato ni menos de tres ni más de siete elementos, se tratara de milanesas o granos de choclos. En la época en que se alborotaron sus hormonas, pertrechado con un block, una birome y un teodolito, postuló la actual teoría del eje estelar Candonga-Okavango. Nadie imaginaba que, diez años después, Giancarlo Gallosi iba a presentar como tesis doctoral en cosmología los resultados de observaciones realizadas en un viaje astral de seiscientos millones de años luz, hasta la constelación de la Serpiente, pero también de lecturas sistemáticas realizadas en estado de vigilia con el radiotelescopio de Malargüe, Mendoza, que apoyaban su singular visión del Objeto de Hoag: esfera azul de estrellas juveniles rodeando un núcleo estelar de oro ¡Auténtica joya xeneize!
En este punto, el presidente del tribunal se negó a seguir oyendo.
—¡Usted no es un científico! —gritó con enojo—. ¡Es la mezcla de un gurú oriental y de un hincha de Boca!
—¡Se equivoca! —se atrevió a refutar el postulante—. Mi tesis es fruto del esfuerzo y la observación, utilizando el método científico.
Giancarlo no obtuvo ese año su doctorado, pero preparó concienzudamente la siguiente convocatoria. Su nueva tesis la basó esta vez en las similitudes del escudo del Real Madrid con la galaxia del Molinillo Austral, una espiral barrada.
INMUNE
María Elena Rodríguez
Joyce Barker & Sergio Gaut vel Hartman
Ya estaba borracho, como todos los días a las nueve de la mañana, lo que no impidió que apoyara el pico de la botella sobre mis labios. Bebí un largo trago y con el rabillo del ojo espié a los pacientes que me observaban del otro lado de la reja. En el frente de la clínica había carteles con la lista de las enfermedades que se trataban allí, pero yo no tenía el honor de haber sido afectado por ninguna de ellas, ni lo sería. Por lo visto era inmune. Solo faltaba determinar si lo era gracias a mi condición de alcohólico o si había adquirido el vicio para no ser usado en los experimentos que el doctor Leman realizaba en su laboratorio. Agité la botella para hacerlos desear y empecé a correr antes de que los enfermeros salieran a cazarme. Llegué a la plaza de siempre y me senté a terminar mi botella. Miré de nuevo la vieja carta del doctor Leman –que llevo siempre conmigo– citándome a su laboratorio para una entrevista médica. Por supuesto que no me presenté ni le respondí: había escuchado que ese tipo tenía extraños métodos de investigación que eran cuestionados por el Consejo Médico.
Era raro ver alcohólicos enfermos de otra cosa que no sean las dolencias propias de un borracho, pero me costaba creer que mi inmunidad a estas otras enfermedades solo se debiera a eso. Pensé, incluso, que podría ser a causa de mi fuerza de voluntad, así de simple. Claro que nunca la he tenido para dejar el vino, eso ni siquiera me interesa. El famoso doctor Leman, dentro de sus variados experimentos, había hecho uno acerca de la "Inmunidad de generación espontánea" o IGE, una supuesta condición que ya se había investigado, pero sin resultados aceptables. Se estudiaron a personas que nunca se habían contagiado y que declaraban ser inmunes por su propia voluntad y los sometió a contagios directos, de los cuales casi el cien por ciento resultó negativo; sin embargo, continuó su experimento sometiéndolos a torturas físicas para que, activando su IGE, pudieran eliminar el dolor y eventualmente regenerarse. El resultado fue siniestro: la mayoría murió durante el experimento y el resto, a los pocos días. Sabiendo esto, me puse a tomar más de la cuenta; al fin y al cabo, un borracho nunca sería objeto de estudio, al menos no para fines médicos serios. Esa vez que me envió la carta, llevaba sobrio varios años, pero me asusté tanto, que me tomé una garrafa entera, y no paré más: no podía creer que supiera de mí. Me aterraba la idea de ser torturado, aunque me pagaran muy bien.
Me dolía mucho la cabeza cuando desperté, el cuerpo me pesaba; escuché un sonido que al principio no pude identificar. Recién unos minutos más tarde comprendí que era el intenso oleaje que golpeaba los acantilados. La mañana... porque era de mañana… ¿o no? ¡O tal vez de tarde? La luz tenue y mis ideas mezcladas no me permitían discernir.
Sí, seguro que era de mañana porque un joven con amable sonrisa se acercó y me ofreció un desayuno con jugos, tostadas, mantequilla, mermeladas y café.
Me alisé la falda y me incorporé para recibirlo. El sillón donde estaba reclinada era de un elegante color gris, estaba al lado de un amplio ventanal por donde me llegaba el olor a mar mezclado con aroma de jazmines.
Con los primeros sorbos de café aparecieron algunas vagas imágenes: un hombre casi siempre ebrio, una enfermedad muy contagiosa, mucha gente encerrada, un doctor que experimentaba con las personas sanas.
—¿Cómo te sientes? —me preguntó Ariel, porque ese era el nombre de quien me había traído el desayuno.
—Bien —respondí, demasiado aturdida todavía para querer saber algo más.
—¿Recuerdas algo? —inquirió él.
Sí, recordaba. Ese alcohólico era yo misma; sentí el gusto a vino en mi boca… (yo, que nunca bebí nada), corría, corría acelerado por el miedo, alguien quería torturarme.
—Sí, recuerdo —dije.
—¿Qué recuerdas? —me volvió al presente la voz de Ariel—. Ponte cómoda, cierra los ojos, respira hondo, relaja tus músculos, déjate llevar por mi voz... voy a contar desde diez hasta uno y tú irás retrocediendo en el tiempo.
Diez, nueve…estamos en 2050, 2049…
Ocho, siete, sigue retrocediendo, más, más atrás.
Seis, cinco…cuatro, tres…2029…2025…
Dos, uno…2020…
Ya estaba borracho, como todos los días a las nueve de la mañana, pero eso no impidió que apoyara el pico sobre mis labios. No obstante, no era igual a las otras veces. Alejé la botella y contemplé la escena a través del vidrio. ¡Había estado antes en ese lugar! ¿Déjà vu? ¡No! Era diferente. Me toqué la sien derecha con la mano izquierda –en la otra tenía la botella– y advertí que sobresalía una pequeña protuberancia. ¿Qué significaba aquello? El descubrimiento distrajo mi atención y por un momento la realidad osciló ante mis ojos. ¿Estaba efectivamente en ese lugar? De pronto, sin posibilidades de desasirme, me vi atrapado por dos enormes enfermeros que me condujeron hacia el hospital, del otro lado de la reja. En el camino, recibí el abucheo de los enfermos, que por lo visto se estaban vengando de mis propias burlas anteriores. Entonces recordé el motivo: ¡el doctor Leman! ¡Ese carnicero me sometería a las más crueles torturas!
—No, Alicia —dijo una voz suave y melodiosa—. No te voy a torturar. Jamás dañaría a la solución del problema.
Los autores: Ada Inés Lerner, Alejandro Bentivoglio, Ana Cristina Rodrigues, Carmen Rosa Signes Urrea, Carmina Shapiro, Claudia Isabel Lonfat, Daniel Alcoba, Dora Gómez Q, Eduardo Mancilla, Estefanía Alcaraz, Fernando A. Puga, Frederico S. M. de Carvalho, Hernán Bortondello, Javier López, João Ventura, Jorge Zarco, Joyce Barker, Luciano Doti, Luciano Lara, Luisa Madariaga Young, María Elena Rodríguez, Melisa Cancio, Patricio G. Bazán, Rafael Martínez Liriano, Sebastián Fontanarrosa, Víctor Lowenstein, Sergio Gaut vel Hartman.
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