Francisco Chiappini
Recién ahora
empiezo a calmarme, el recuerdo de ese viaje ya no me hace tanto mal. ¡Qué
catástrofe!... ¡Qué paliza!... ¡Qué masacre!... y uno se pregunta para qué.
Tantos esfuerzos, tanta energía para nada, nada, porque aunque los
organizadores siguen diciendo que sirvió, yo que lo viví les puedo decir que
fue un desastre. La primera crítica ya surgió en el pueblo, no íbamos bien
preparados, la falta de entrenamiento y la capacidad del rival, además de ser
visitantes, sin duda jugaría en nuestra contra. La organización fue crítica,
las peleas de los distintos caudillos, cada uno queriendo manejar a su gusto el
conjunto. Conjunto, equipo, masa de voluntades dispersas; no sé cómo llamarlo,
tal vez banda de salvajes tras una bandera. Eso pienso ahora, salvajes pensé
que iban a ser nuestros rivales. ¡Qué error!... de salvajes no tenían nada, la
organización era perfecta; y la convicción, eso sí que marcó las diferencias.
La convicción; nosotros íbamos a la aventura, para ellos era la vida, el honor,
el futuro. Quién sabe. Estaban convencidos. Nosotros veníamos bien, ganadores,
invictos; no se nos ocurría que pudiéramos perder. Ellos hablaron menos, en la
cancha nos ganaron.
Recuerdo que se habló del Imperialismo
Europeo en la conquista del Medio Oriente. Exageraron los periodistas de la
campaña, como siempre. Nos hicieron creer que como empezaba el milenio, los
triunfos que lográramos serían eternos, que por siglos recordarían nuestra
gloría. Fallaron. Ya la designación de los que viajarían trajo sus
complicaciones. El famoso localismo que siempre imperó entre nosotros, no
estuvo ausente. El famoso Duque, oriundo de Venecia, quiso armar él el
conjunto. No le dieron pelota, le mandaron ocuparse del flanco izquierdo en
todas las contiendas, y que cuidara bien los contraataques de nuestros rivales,
porque eran rápidos. No le fue muy bien porque los monos esos nunca
contraatacaron, atacaron todo el tiempo. Dicho sea de paso, la defensa, un
colador. Al lorenés Godofredo, Duque de Bouillón, “Defensor del Santo Sepulcro”,
le dieron el cuidado de las banderas, estandartes, escudos y otras menudencias,
siempre útiles para afianzar el patriotismo y despertar sentimientos de
nacionalidad. Gran conductor de rejuntados sin fe, gran hacedor de milagros,
gran caudillo, en una, palabra. Sin embargo le fue mal. En una escala en
Antioquía donde también nos ganaron un rejuntado de tipos que venían de Chipre
y creo que de Bizancio, le robaron todas las banderas. Solo se salvó una con la
cruz blanca, símbolo de nuestra gesta. Puso fin a esta pelea por el mando
dentro del conjunto, mi amigo, vecino y señor Raimundo de Saint-Gilles,
conde de Tolosa, marqués de Provenza. Por supuesto que su designación trajo
conflictos internos: unos se sintieron desplazados, otros no se sintieron
valorados en su justa medida, se habló de regionalismo, de localismo, de
nacionalismo. El bueno de Godofredo se las bancó todas. No solo esto, sino que
hasta consiguió un poco de plata de una rica institución de Roma, de cuyo
nombre prefiero no acordarme. Los entrenamientos duraron poco, tres o cuatro
años, y cuando ya estábamos podridos de esperar la lucha, vino la orden de
partida. El presupuesto no daba para lujos, iríamos por tierra, y nuestro
objetivo, en función de los resultados (los números gobiernan el mundo) era
llegar a Jerusalem. Con muchos hombres menos, y un montón de lesionados,
algunos llegamos. Enseguida les cuento esto. Por ahora sigamos viaje. Hasta
Génova la cosa vino bien, no hubo oposición alguna, se puede decir que la gira
venía fácil. El tiempo ayudaba, nos trataban bien, las minas llenaban nuestro
campamento, los muchachos se divertían. Llegar a Roma fue un poco más difícil
porque los de allí no se lo bancaban al normando, como dije, nuestro guía en
los encuentros decisivos. De todos modos podemos decir que salimos empatados,
buena recaudación, y seguimos al sur. Bizancio me pareció una mierda, nadie se
interesó en la campaña nuestra; los tipos estaban en otra, meta chupar, las
minas no nos dieron bola. Indiferencia y comentarios burlones. Me parece que
quedaron resentidos porque en otras épocas un gran conjunto de ellos, dirigido
técnicamente por Alejandro, sufrió grandes derrotas. Los muy jodidos nos
trataron mal, nos desearon mala suerte, y que no pasáramos por allí a la
vuelta.
Si bien nuestra campaña no
despertaba ni el interés, ni la admiración, ni el reconocimiento, ni la plata,
ni el honor, ni la gloria que habíamos pensado, al menos en el terreno veníamos
ganando seguido y avanzábamos a nuestra meta: Tierra Santa. Recuerdo la emoción
de pisar esas tierras, esos estadios (los habían construido los romanos hacía
mucho, pero estaban buenos), ese aire de historia que se te mete en todo el
cuerpo. Pero bueno, no estábamos allí como turistas sino para jugar un partido
decisivo para la humanidad. Por un lado la civilización, Europa con sus mejores
hombres, un real seleccionado con lo más noble y puro de nuestro continente, la
raza de los vencedores. Por otro lado el salvajismo, la brutalidad, la escoria
humana, los condenados de la tierra, los vicios peores, la ebriedad, el mal
olor, un asco: los moros. Planteada así la contienda, los primeros momentos fue
una lucha pareja, con buenas jugadas de uno y otro bando, pero sin definición
alguna. Nuestros conflictos en el armado del equipo, se vieron en la cancha,
nadie le daba bola a nadie, y todos querían salvarse por la suya haciendo una
maniobra genial. Godofredo de Bouillón empezó a impacientarse por el mal
funcionamiento del equipo, y nos recordó la importancia de la Cruz Blanca,
nuestro símbolo. Poco logró al respecto, hasta alguno se empezó a interesar por
la Luna y las Estrellas y no me acuerdo qué otra cosa que era la camisa y la
bandera de ellos. De a poco empezarnos a perder, primero la falta de hombres de
refuerzo, la mala estrategia, la falta de convicción… y enfrente un tipo con
toda la personalidad de caudillo que se necesita en estos casos: Saladino. De
él habíamos escuchado hablar desde que salimos de Francia, pero en el terreno
de batalla, en la cancha como se dice, allí sí que era genial. Una presencia,
un mando, un dominio de todos los rincones. Un genio.
En Acre fue la debacle, perdimos
por afano un amasijo, creo que ni lastimados tuvieron. No me voy a olvidar en
mi vida de Acre, qué impresionante paliza, qué bochorno. De todos modos, y pese
a lo malo de los resultados seguimos a Egipto y otra vez nos dieron con todo.
Se desarmó el equipo, no quedaron ni los dirigentes de Roma (creo que alguno se
afanó una copa que parece que es buena, cáliz sagrado lo llamaban ahí). A la
vuelta, la conducción pensó que lo mejor era volver cada uno como pudiese. Felizmente
enganché un barquito corso que me dejó en Marsella. Por lo menos zafé de los
helenos esos.
Solo ahora puedo contarlo
tranquilo, pasó un tiempo, y todo se olvida. No creo que haya sido una
catástrofe. Eso sí, ya vino un tipo hoy a buscar nuevos valores al pueblo,
hombres con ganas de gloria, para hacer otra gira a Tierra Santa, Parece que
van a organizar mejor el conjunto, esta vez dirige Urbano Segundo. De todos
modos estoy decidido.
¡A las Cruzadas, no voy más!
Francisco Chiappini nació en Buenos Aires, Argentina, en marzo de 1948.
Luego de un paso no tan fugaz por la carrera de ingeniería, dio un salto
magistral y se recibió de psicólogo, profesión que sigue ejerciendo.
Paralelamente a su condición de terapeuta, ha cultivado un nada despreciable
interés por la literatura, lo que ha redundado en la publicación de dos libros
de cuentos. Purcuapá (1993) y Zapateo americano (1998).
Actualmente le da los últimos toques a su primera novela: Las violetas no
son flores.

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