Aapo Ilves
Esta temporada
llegan especialmente temprano, ya en los comienzos de la Navidad, no a
principios de la primavera, pensó Ilme. Debe de estar relacionado de algún modo
con el cambio climático; ni siquiera los periodistas logran escapar de eso.
Ilme decidió tomarse en serio su
papel de informante –ya que, al fin y al cabo, la habían seleccionado
directamente del registro de población– y comenzó.
—Mi abuela materna, Olga Orav, era
una mujer que conocía las palabras de los gusanos. Por eso la deportaron a
Siberia. ¡Pero! Más tarde se supo que, en realidad, la necesitaban en otro
sitio precisamente por esa habilidad. A la abuela la llevaron al Kremlin, le
dieron una habitación cálida y tres comidas al día. Resulta que la cúpula del
Partido Comunista tenía serios problemas con los parásitos intestinales. Ni
siquiera beber cantidades industriales de vodka servía para librarse de ellos.
Y claro, ¿qué se puede esperar si uno se atiborra constantemente de caviar
recién extraído para acompañar el alcohol?
Ilme mordió un trocito de pan con arenque
salado y se lo ofreció al joven sentado frente a ella. El muchacho negó con la
cabeza, ruborizado. Con un movimiento casi imperceptible, Ilme deslizó el
dobladillo de su vestido de lana de angora apenas por encima del borde de la
media y continuó:
—Al paciente lo llevaban ante Olga,
le bajaban los pantalones y lo hacían inclinarse. Y entonces la abuela
conjuraba. A la tenia saginata había que cantarle las palabras con una voz
hermosa, como de villancico; a los oxiuros, en cambio, había que dirigirse con
una voz chillona y desagradable. En ambos casos, el procedimiento terminaba
igual: los parásitos salían arrastrándose para ver qué estaba ocurriendo. A
ambos lados de las nalgas del desdichado había jóvenes komsomoles especialmente
entrenados, listos para arrancar los gusanos de un tirón. Pero la abuela no era
ninguna tonta: siempre interrumpía las palabras mágicas en el momento justo, para
sabotear el régimen comunista y seguir siendo indispensable en su puesto.
Seguro que también te interesa saber qué ocurrió después. Pues bien: con las
tenias se fabricaban cordones para los zapatos de los pioneros; los oxiuros se
dejaban un par de días en requesón y luego, ¡zas!, a la sartén.
El estudiante de periodismo Priit
Pullerits dejó caer la grabadora al suelo, la recogió a tientas, se la metió en
el bolsillo y salió corriendo hacia la noche, con las botas bajo el brazo y
dejando huellas de calcetines en la nieve. Nunca volvió.
Ilme estiró sus hermosas y largas
piernas, volvió a acomodar el dobladillo del vestido más cerca de las rodillas,
se levantó del sofá, cerró la puerta principal que el estudiante había dejado
abierta y se acercó a la ventana para espiar qué estaba haciendo su vecina,
Annika.
La anciana, vivaracha pese a sus
más de ochenta años, estaba sentada en un banco junto a una morera cubierta de
nieve, envuelta en un abrigo de piel, y movía una aguja de ganchillo de medio
metro de largo. A su lado descansaba un enorme ovillo de cuerda, y sobre su
regazo y a sus pies iba tomando forma algo difícil de identificar. Los reflejos
de las luces navideñas intermitentes colgadas del alero del cobertizo no
ayudaban a aclarar el asunto. Ilme entreabrió la ventana.
—¿Qué estás tejiendo? —preguntó con
tono cordial.
—¡Un barco de red! —respondió
Annika.
¡Disparates!, pensó Ilme, pero
preguntó en voz alta:
—¿Y adónde piensas ir con eso?
—¡Al norte! —contestó Annika—. A
Tallin. —Ilme tragó saliva, interrogante. Annika continuó sin levantar la vista—.
¡Porque los estonios no saben volar!
—Ajá —respondió Ilme, y cerró la
ventana.
Ser informante empezaba a gustarle,
aunque estaba claro que Annika no iba a hacerle hoy ninguna pregunta. En fin,
la información también puede difundirse sin que nadie la solicite.
Ilme abrió el portátil, escribió el
título El clima empieza a calentarse desde la cabeza y comenzó.
«Para finales del milenio, incluso los
granes capitalistas más obtusos comprendieron que un sistema basado en el
crecimiento económico permanente terminaría estallando como una burbuja. Los
canallas más listos se agruparon y concibieron la llamada transición verde».
Ilme se calzó las pantuflas, salió
a la veranda, encendió un cigarrillo largo y delgado y le escribió a su hija en
Londres desde el móvil.
«Hola, cariño. ¿Cómo estás?»
La respuesta llegó de inmediato.
«Hola, mamá, hoy no tengo tiempo,
¡nos espera Piccadilly Circus!»
El puntito verde se apagó; ya no estaba
en línea.
Sí, claro, pensó Ilme. A tu edad yo
también tenía un circo constante de larga duración. De otro modo, tú ni
siquiera existirías.
Intentar ser informante para su
hija había fracasado estrepitosamente.
Ilme regresó al interior, encendió
las velas eléctricas del alféizar y siguió encadenando reflexiones. Demostró de
manera convincente que quienes convierten la lucha contra el calentamiento
global en una religión omiten las fluctuaciones de la actividad solar, la
relación entre las masas del océano y la atmósfera, y nunca han comprendido un
fenómeno llamado Holoceno. Recordó que hace mil años se criaba ganado en
Groenlandia y que, donde hoy hay campos de hielo, entonces se practicaba la
agricultura.
Cuando hubo desmontado las falacias
del sistema de envases retornables y de la separación de residuos, y llegó a
cálculos concluyentes que mostraban que la huella ecológica de mantener un
automóvil diésel de veinte años es cientos de veces menor que la de un coche
eléctrico moderno, apareció el primer dron frente a la ventana.
Ilme corrió la cortina y dejó que
la información siguiera fluyendo.
«La historia es un sistema dinámico
y periódico. El presente es siempre variable. ¡Miren por la ventana!»,
escribió, sonriendo satisfecha.
Por un momento la interrumpió
Annika, que entró en la casa, arrojó su abrigo nevado en un rincón.
—¿Eh? —preguntó.
La Informante Más Sabia del Mundo
asintió y señaló con la mano la habitación contigua. Annika se fue allí a jugar
a Minecraft en el viejo ordenador de Ilme.
Desde algún lugar se oía el ruido
de un helicóptero. Ilme puso un disco de Motörhead y siguió tecleando. Estaba
inspirada: la microdosis matinal de dietilamida del ácido lisérgico le había
dado alas a la mente. Sin embargo, al cabo de un rato sintió que para mantener
ese ritmo cerebral necesitaba comer algo sustancioso.
Ilme cerró la tapa del MacBook,
guardó el portátil en un cajón y bajó al sótano para revisar las conservas.
Cerró tras de sí la pesada puerta cortafuegos para que la humedad subterránea
no ascendiera a la vivienda.
En la calle giró una furgoneta
oscura. De ella saltaron hombres vestidos de negro, con máscaras y armas en
ristre. Entraron en la casa de Ilme y regresaron diez segundos después con una
persona metida en un saco, que gritaba con voz estridente:
—¡¿Qué demonios?!
Aapo Ilves, nació el 20 de octubre de 1970 en Räpina, Estonia. Es poeta, escritor, dramaturgo, artista y músico. Escribe en estonio, además de hacerlo en võro y seto, otros dos idiomas de Estonia. Ilves también ha escrito canciones y ha publicado nueve libros en solitario, dos CD en solitario y varias otras producciones con sus amigos. También ha escrito muchas obras de teatro y varios libretos para la Ópera Nacional de Estonia.

No hay comentarios:
Publicar un comentario