Sergio Gaut vel Hartman
Despierta. Está de pie en medio de una habitación. No recuerda haberse quedado dormido. Alza las manos y ve relieves de hueso y ríos de venas azules, pero no las reconoce como propias. ¿Debería? La habitación, en cambio, es parte de una geografía familiar; ha estado aquí tantas veces que si se lo propusiera podría llamar a cada átomo por su nombre. Pero, ¿qué importancia tiene eso? Cabalga sobre la extrañeza que le produce saber y no saber al mismo tiempo y no tarda en descubrir que ha perdido mechones de memoria, desprendidos como costras secas, como fogonazos sin brillo.
—¿Papá? Regresaste. Estás de nuevo en casa, ¡qué alegría! —El que habla es un hombre joven que ha entrado a la habitación sin hacer ruido; está bronceado por soles verdaderos, tiene la sonrisa fácil y largos cabellos rubios que le caen en cascada sobre los hombros. Se aproxima, aferra las manos como mapas, con sus ríos de venas azules y escabrosas crestas de piedra, y las aprieta con fuerza contra su pecho—. Estamos juntos de nuevo. ¿No te hace feliz?
Quisiera responder. La respuesta es no. Pero la sílaba mínima, a la vez palabra rotunda y maciza, no logra abandonar la boca. Las mandíbulas apretadas ofician de candados y el no se pierde en una ilegible conjunción de mímicas vagas. Tal vez ni siquiera importe. Regreso. Juntos. Feliz. No importa, no; realmente no importa.
Un mal disimulado sonido de engranajes aporta un elemento residual a lo que hubiera sido una explicación desafortunada. Pero está fuera de su alcance comprenderlo. ¿Ha chirriado un mecanismo dentro de su propio cuerpo? ¿Es eso? Un segundo después, una voz simétrica disuelve el eco, y el precario sistema construido se desmorona.
—¡Papá! —Una mujer de facciones rígidas, sin alegría, irrumpe en el espacio ya ocupado por los otros dos. También es joven; el corto cabello rojizo, rizado y desprolijo, expresa una insolente contrariedad. Su cuerpo, pálido y tembloroso, informa que proviene de un largo encierro y que se dirige hacia otro, tal vez más prolongado aún—. Hubiese preferido...
—¡Silencio, querida hermana! No estropees este momento mágico con tu vulgar desaliento. —El hombre joven, bronceado y seguro de sí mismo, coloca una de las manos del anciano entre las de la mujer, que la sostiene con aprensión, casi con asco. Observa los ríos de venas azules y casi no oye lo que dice el hermano—. ¿No es cierto, papá, que ya no estás muerto?
—No es una pregunta que se pueda responder con palabras —dice ella—. Tampoco esperaba volver a verlo, de todos modos; nunca creí que eso fuera a... funcionar.
—Y esto es solo el principio —dice el hermano—, ¿por qué no estás contenta? Tendrías que estar contenta. Deberías estar tan contenta como lo estoy yo, como lo está él. —Luego, dirigiéndose al hombre de los huesos y los ríos de venas azules, agrega—: Dio resultado, papá. —Se regodea con la repetición—: Ya no estás muerto, papá. ¡Es un triunfo de la ciencia médica!
Pero ella grita enérgicamente.
—¡Sí, está muerto! ¡Sigue muerto! —Se pone frenética y arroja la mano que sostenía entre las propias como si se tratara de un insecto repugnante—. ¿No te das cuenta? Han puesto una máquina absurda en el interior de su cuerpo, unos artefactos microscópicos que le permiten estar parado en medio de la habitación, mirándonos como si nos conociera, como si supiera que somos sus hijos.
—Estuviste de acuerdo —protesta el joven de sonrisa fácil, pero ya no sonríe.
—Me hiciste firmar esos papeles, a la fuerza; estaba dolorida, confusa, aturdida. Se moría, pero fastidiaste hasta que los firmé. Él... esto...
Ahora está completamente despierto. Permanece de pie, en medio de la habitación. Los que gesticulan y discuten son sus hijos; eso afirman y él no está en condiciones de aceptar o rebatir nada; solo los hechos refrendan un pasado tan perfecto como frío. Por lo visto no están de acuerdo con algo que han hecho, con alguna decisión que han tomado. No recuerda haberse quedado dormido y el abismo gris en el que se aloja la memoria no le ofrece datos adicionales. Recupera la mano que fue arrojada al vacío y ve relieves de hueso y ríos de venas azules. Acepta que es su propia mano y un impulso acude a su boca.
—Está bien —articula. No son sus mejores palabras, pero alcanzan para detenerlos en el aire, como libélulas heladas.
—¡Te lo dije! —exclama el hijo, alborozado—. Está de acuerdo con lo que hicimos.
—Lo acepta, no le queda otro remedio —replica la hija. Sus párpados caen pesadamente y la escena se nubla y descompone. No fue preparada para tolerar sin más algo tan poco natural. Pero sabe que no sueña, ni se siente atrapada por una alucinación. Está ocurriendo, en este momento, sin mesura.
—Hijos. Malena. Luis. —Ha emitido las palabras con voz cascada, pero está seguro de que son los roles y nombres adecuados—. Me siento... ¿raro? Extraño, sí, todo esto es muy extraño.
—¡Funcionó, papá! —grita Luis, eufórico—. Ellos dijeron... Los médicos, los técnicos… dijeron… y cumplieron.
—Ellos cobraron una enorme suma de dinero —fustiga Malena retrocediendo un paso—. Crearon un programa que reproduce su voz y otro que activa los músculos. Es un títere, Luis, una marioneta; no es nuestro padre. —Retrocede otro paso, se aproxima a la puerta; quiere salir de la habitación, poner distancia, aunque sea para volver a encerrarse en su jaula dorada.
Ahora estoy seguro de lo que me han hecho, reflexiona. Busco sin ineficacia un nombre para mi estado. ¿Soy un hombre? No lo soy, porque he muerto. ¿Un resucitado, tal vez? Tampoco; para serlo, como el Lázaro del mito, tendría que haber operado una voluntad divina que me devolviera a mi estado anterior. Solo han creado un programa que reproduce mi voz y otro que activa mis músculos. Pero también me han provisto de un receptáculo en el que se agitan, como serpientes, los recuerdos compartidos con Malena y Luis, cuando eran pequeños, y también con Sara, la madre, mi mujer durante tantos años. Ella no fue afortunada, como yo, murió antes de que los genios de silicio pudieran convertir su cadáver en un títere, una marioneta electrónica. Sara no fue afortunada, como él, murió antes de que los genios de silicio pudieran convertir su cadáver en un títere, una marioneta electrónica. La voz, rebotando en los espejos, le obsequia una imagen deformada de lo mismo.
Aún permanece de pie, en medio de la habitación, pero se le ocurre que no sería mala idea sentarse, y se sienta. Malena regresa sobre sus pasos y también se sienta. Los hijos ya no discuten ni gesticulan. Ahora se sienta Luis y así dispuestos, en torno a la mesa, podrían pasar por tres personas corrientes que comparten una velada familiar.
—¿Te das cuenta? —dice Luis—. Ha tomado la iniciativa. Solo será cuestión de acostumbrarse.
—Algo fallará —dice ella, recelosa, obstinada—. Se quemará una placa y lo veremos girando como un trompo, rebotando contra las paredes, meándose encima.
Luis se ríe rígidamente y hace un gesto extraño, demasiado frívolo para la ocasión.
—No puede, ni eso ni lo otro, ¡tonta! Los recuperados no necesitan comer, ni dormir, ni soñar...
—¿Recuperados? ¿Ese es el nombre que les dieron? —Malena cierra los ojos y trata de conectar su mente con la del hombre que regresó de la muerte, pero sabe que esa es la fantasía de los débiles de espíritu y la rechaza.
No obstante, el hombre que regresó de la muerte piensa que no está mal que digan que ha sido recuperado. Observa a sus hijos y entiende que también es un buen momento para una sonrisa. Sonríe. Han encontrado un nombre para su estado. No es un ser vivo, exactamente un ser humano, ni ha resucitado, pero no le cae mal considerar que convalece de la enfermedad que lo habría confinado en una tumba si no lo hubieran atiborrado de programas. Y allí seguiría, para siempre, por toda la eternidad. Un programa reproduce mi voz, recordó, otro activa mis músculos y un tercer programa permite que sepa que esos dos que me flanquean, con las manos juntas sobre la mesa, como en un rezo, son mis hijos. Recuerdo cuando los llevaba al parque, por ejemplo y también recuerdo haberlos castigado cuando desobedecían. Recuerdo otros actos, claro, pero no son importantes. Fui un hombre severo y seguiré siéndolo. Pero ellos no parecen guardarme rencor.
—Papá —está diciendo Luis—, no sabemos cómo manejar esto; no nos prepararon para comportarnos como es debido. Malena está asustada. Yo estoy confundido. No sé qué le diré a mi mujer. Lo mantuvimos en secreto porque...
—Temían que no funcionara. Lo entiendo. —El hombre que había estado muerto trata de resolver un problema delicado. ¿Debe fingir que está vivo, que celebra el regreso o es suficiente con que pasee su imperturbable presencia por los cuartos de la casa, sin involucrarse mayormente en los asuntos cotidianos? Zarandea tímidamente los componentes electrónicos y obtiene una directiva rotunda. —Hijos: su padre ha regresado; obviemos los detalles espinosos y aceptemos el milagro. El programa es capaz de aprender. Pronto seré el de siempre. Podrán enviarme a comprar el pan, legumbres, cerveza… y a pagar las facturas de servicios. Iré a buscar a los niños al colegio... ¿Dónde están los niños? —Siente que empieza a dominar la situación; cada vez está más seguro. —Sabrina y Mateo. ¿He acertado? ¿Son tus hijos, no? —agrega señalando a Luis—. Es bueno tener hijos. ¿Por qué no tuviste hijos, Malena?
—¡Papá, por favor! —se agita Luis.
—No, está bien. Es como si fuera de la familia —dice Malena con acre ironía—. ¿Existe una buena razón para no escarbar en la herida? No... —Había estado a punto de decir "papá". —No puedo tener hijos; soy estéril. ¿Falta ese dato en tu exquisita memoria?
—Nada es para siempre —dice el hombre que regresó de la muerte—. No hay que perder las esperanzas. La ciencia médica…
—¿Cuántas frases hechas —escupe Malena con rabia— caben en tu cerebro positrónico? ¿O es biónico?
—Malena, ¡basta ya! —Luis se sacude eléctricamente. Él también se asemeja a una patética criatura reanimada mediante técnicas dignas de una novela gótica. Pero sus pensamientos no guardan relación alguna con la colección de gestos que prodiga. Quizá piensa que no ha perdido del todo las posibilidades de conquistar el afecto del hombre muerto; lleva décadas intentándolo.
—Es un buen cerebro —dice el recuperado sin inmutarse—; su capacidad de almacenamiento es tan grande que pronto tendrán que inventar un nuevo prefijo. A propósito: ¿alguno de ustedes sabe cómo se designa el rango superior a tera?
—¿De qué estás hablando? —balbucea Malena, irritada, desgarrada por dentro.
—Habla de magnitudes —dice Luis. No soporta la desorganización mental de su hermana y siente que ella se precipita, infalible, hacia los abismos interiores de sí misma.
—¿Magnitudes? ¿A quién le importan las magnitudes? ¿A qué juego estamos jugando, hermanito?
Luis adopta un talante de superioridad, la arrogancia del conocedor que se enfrenta al neófito.
—Es un científico. Nunca pudiste soportar el fulgor de su mente superior.
—Fue un científico, cuando estaba vivo —enfatiza Malena—. Y lo de mente superior corre por tu cuenta.
—Tablas —dice el recuperado—. Avanzando en esta dirección solo conseguiremos destrozarnos. Además —agrega componiendo un gesto que trata de pasar por confidencia— es peligroso para mí. Los circuitos podrían sobrecargarse...
—¿Te das cuenta? —se queja Malena—. Han conservado lo peor de su patrimonio: el egoísmo. Aún muerto solo se preocupa por sí mismo. Los demás apenas existimos en función de sus intereses.
—¿Qué estás diciendo? —Luis se enfurece. Un cierto espíritu de cuerpo lo ha llevado siempre a defenderlo. —No deberías faltarle el respeto. Él... él...
—¿Qué? ¿Porque está muerto? ¿Han extirpado las fallas de su personalidad? Entiendo. Ya no está en condiciones de obligarme a abortar, como hizo cuando yo era adolescente, ¿no es cierto? Los recuperados no hacen esas cosas, ¿no es cierto, señor? —Las últimas palabras son aullidos; no le importa.
Luis extiende la mano como un pájaro furioso y abofetea a Malena. Lo ha hecho otras veces. Volvería a hacerlo. La mujer retrocede algunos pasos y busca algo en un bolso. Lo halla y lo empuña. Es una pequeña pistola. Sin vacilar y con fría determinación, aunque segura de que el hombre que regresó de la muerte no se interpondrá en el camino de la bala, dispara y acierta entre los ojos de su hermano. Aún antes de que el cuerpo termine de desplomarse, ella encara al que fue su padre, y con la mirada llena de furia le lanza la frase definitiva.
—Pueden ponerle esas lindas maquinitas que inventaron. Nadie notará la diferencia.
Pero el hombre que volvió de la muerte no parece impresionado.
—Mil gigas es tera. Mil teras es peta. Mil petas es exa. Mil exas es zetta. Mil zettas es yotta. ¿Qué es mil yottas? ¿Habrá una palabra que explique tanta información? ¿Qué te parece, Malena?
Sergio Gaut vel Hartman es un
escritor y editor argentino nacido en Buenos Aires, Argentina, el 28 de
septiembre de 1947. Entre otros, publicó los siguientes libros: Cuerpos descartables (cuentos, 1985). Las Cruzadas (ensayo, 2006), El universo de la ciencia ficción
(ensayo, 2006, Premio Ignotus), Espejos
en fuga (cuentos, 2009), Sociedades
secretas de la historia argentina (ensayo, 2010), Vuelos (cuentos, 2011), Avatares
de un escarabajo pelotero (novela, 2017, Premio La máquina que hace Ping!),
Otro camino (novela, 2017, finalista
del Premio UPC), La quinta fase de la
Luna (cuentos, 2018), El juego del
tiempo (novela, 2018, finalista del Premio Minotauro), Cuerpos
descartados (cuentos, 2019), Carne
verdadera (novela, 2019) y El día que
llegamos a Marte (2023). Ha compilado una treintena de antologías, entre
las que se destacan Ficciones en los 64
cuadros (2004), Mañanas en sombras
(2005), Desde el Taller (2007), Grageas, 100 cuentos breves de todo el mundo
(2007), Los universos vislumbrados 2
(2008), Otras miradas (2008), Cefeidas (2009), Grageas 2, más de 100 cuentos breves hispanoamericanos (2010), Ficciones en diez tiempos (2011), Tricentenario (2012), Todo el país en un libro (2014), Grageas 3 (2014), Cien páginas de amor (2015), Minimalismos
(2015), Peón envenenado (2016), Espacio austral (2016), Extremos (2016), Latinoamérica en breve (2016), Extravagancias
(2019) y Estaño y plata (2019). Fue
finalista de los premios Minotauro, U.P.C., Palindromus, Las nueve musas,
Projecte LOC/Ajuntament de Cornellà, Bonaventuriano y Manuel Mujica Láinez,
entre otros.
Sergio Gaut vel Hartman, es un escritor que dice odiar la poesía. Pese a ello, y para su fastidio seguramente, su obra está penetrada hasta los literarios huesos por aquello que tanto rechaza. Sin embargo, sus relatos son de alguna manera coherentes con su declamada aversión. De ninguna manera podemos definir como de prosa poética a los frutos de su pluma, porque en ellos la prosa lucha con la poesía, ambas se codean bruscamente entre sí, comparten a desgano las líneas, pero como el agua y el aceite no terminan de amalgamarse. Esta dicotomía es probablemente la principal característica estructural de sus obras. EL REGRESO DEL HOMBRE MUERTO es un ejemplo acabado de esta íntima contrariedad (la lírica de viejas manos en las que corren venas como ríos azules y donde el relieve de sus nudillos son escabrosos promontorios de roca, corre paralela a la crudeza de una niña-mujer a la que el padre induce a abortar). Además, como es recurrente en sus textos, en esta historia áspera el humor ácido, el desamor prevaleciendo muchas veces sobre su contraparte, la consecuente escasa fe del autor en una humanidad que alguna vez supere sus pecados capitales y la originalidad de sus temáticas fantásticas como la de sus enfoques -aquí, en el RETORNO DEL... la criatura de Frankenstein se reformula como un anciano padre erróneamente revivido) son ingredientes que contribuyen a la receta por la cual el arte de Hartman alcanza esa peculiaridad, ese espíritu inconfundible propio de todo gran artista. En palabras llanas, basta con leer las primeras líneas de sus textos para reconocer la culpabilidad de su talento.
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